EL GALLINERO DE GALDÓS Y LA JUNGLA DE HENRY JAMES: COMPARACIÓN DE TRISTANA (1892) Y WASHINGTON SQUARE (1880)

James Whiston

El cuento de Henry James, La fiera en la jungla, narra la historia de John Marcher, acomodado londinense soltero que pasa la vida a la espera de algún acontecimiento portentoso, imaginado por él como el símil del título del cuento, o sea el de encontrarse a solas en la jungla con un animal feroz. El final de aquél viene cuando el protagonista reconoce que la jungla era su misma vida que él no ha llegado a entender, y que la fiera era la muerte que quizá (el final es ambiguo) le sorprende en el momento preciso de su reconocimiento, cuando cae sin sentido sobre una losa funeraria. Marcher también reconoce su falta de solidaridad y simpatía en sus relaciones con la soltera May Bartram, que le ha amado en secreto, y que ahora yace muerta en uno de los vastos cementerios anónimos de Londres, sitio de esta escena final. Tal nota de desolación existencial nos ha hecho pensar en la gran diferencia de aspecto entre Henry James y Galdós. Hemos escogido dos novelas, Tristana (ed. Mister, 1996) y Washington Square (trad. Balseiro, 2005), que tienen varios puntos de contacto y semejanza, pero desenlaces muy distintos. En ambas novelas la situación triangular conflictiva está formada por la figura autoritaria del padre o guardián, y la hija o protegida que tiene relaciones con un joven, lo que amenaza los supuestos derechos patriarcales del hombre mayor. Pero aunque Tristana parezca una novela muy dura, Galdós ofrece una solución en el desenlace (discutible, eso sí), mientras que en la novela de James queda un final desolador que suprime cualquier idea solidaria de familia, amistad, mutualidad, o compasión. Cómo y por qué son novelistas tan distintos es lo que se intenta esbozar en este trabajo.

Es fama que la casa editorial Macmillan, que publicaba las obras de Henry James en Inglaterra, le pedía al autor un nutrido número de cuentos cortos como vía de compensación por la publicación de sus novelas, ya que éstas no tenían una popularidad y venta comparables con las de los cuentos. (Incluso en la edición de 1889 de Washington Square en mi posesión, y publicada por Macmillan, hay también dos cuentos.) De manera análoga, las casi dos terceras partes de las novelas de Galdós, sus Episodios Nacionales, eran género popular por su enfoque en un período de la historia reciente de España desde Trafalgar (1805) hasta la Restauración borbónica (1875) promovida por Cánovas del Castillo (título del último ―episodio‖ galdosiano). Creo que fue Peter Bly (1981, 62-69) el primero en sugerir un lazo muy concreto entre los Episodios y las llamadas ―Novelas de vida contemporánea‖ de Galdós cuando calificó a La de Bringas como un episodio nacional, por la estrecha identificación que encontró entre la vida de palacio de los Bringas, y la del Palacio Real, pronto a ser llamado ―Palacio Nacional‖ tras la Revolución de 1868. Y hay que recordar el nombre inusual escogido por Galdós para denominar a sus novelas de carácter histórico: no ―Episodios históricos‖ sino Episodios Nacionales. Parece que Galdós no pensara en estos lances del pasado de España como históricos en sí sino más bien en la manera en que formaban una línea directa de conexión entre el pasado y el presente. A manera de ejemplo: en los primeros capítulos del episodio Los apostólicos, el comerciante galdosiano Benigno Cordero llama a sus hijos a que salgan de su tienda madrileña para ver pasar la procesión pública por la Calle Mayor de María Cristina, cuarta esposa de Fernando Séptimo, y rumbo a instalarse en el

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Palacio Real en un dìa de diciembre de 1829, diciéndoles efectivamente: ―vamos a ver la historia de España‖.

Así pues, no es de extrañar que en muchas novelas contemporáneas de Galdós haya un gran sentido, si no necesariamente de la historia de España que desfila ante los ojos del lector como en el ejemplo dado, pero sí de unas características nacionales que el autor quiere exponer a nuestra vista, haciendo que en muchas de dichas novelas podamos reconocer a un escritor que se interesa mucho en la marcha de su país por el camino de la historia social, política y humana. O sea, en Galdós lo español, lo suyo, es lo primero.

A Henry James, por su parte, en varias novelas y cuentos le interesa aquella sección de la raza humana que había nacido en los Estados Unidos y cuya vida podía estar condicionada de una manera u otra por visitar o vivir en la vieja Europa de la gran gira turística de las ciudades de Londres, París, Venecia, Florencia, Roma, de los Alpes suizos etc. Esta gran diferencia circunstancial entre los dos autores es suficiente como para influir en su actitud hacia la escritura de sus novelas. Galdós, influido por los veinte Episodios Nacionales de las dos primeras series, cuyos protagonistas Araceli y Monsalud se entregan en muy diferentes maneras a la lucha nacional, con frecuencia se ve impelido a buscar alguna solución compensatoria a la situación existencial de sus personajes principales. Henry James, en cambio, se contenta con ser espectador y cronista de la fauna humana, mucho más cosmopolita, que describe. La más somera lectura de su biografía de Nathaniel Hawthorne revelará cómo reaccionaba James ante las condiciones de estrecho provincialismo del escritor de Salem, en la Nueva Inglaterra de las primeras décadas del siglo (James, 1984: 351-52 y 430).

Sobre el proceder artístico de Galdós hay una clarificación importante en su descripción de la muerte en el patíbulo del héroe liberal Rafael del Riego en El Terror de 1824, lo que el narrador llama ―repugnante cuadro‖ y justifica como sigue su decisión de no darnos una descripción extendida de la misma:

¿Qué interés ni qué enseñanza, ni qué ejemplo ofrecen estas muestras de la perversidad humana? […] [E]ntre los miles de vìctimas del absolutismo húbolas nobilísimas y altamente merecedoras de cordial compasión. Si el historiador no las nombrase, peor para él; el novelador las nombrará, y conceptuándose dichoso al llenar con ellas su lienzo, se atreve a asegurar que la ficción verosímil ajustada a la realidad documentada puede ser, en ciertos casos, más histórica y, seguramente, es más patriótica que la Historia misma (Pérez Galdós, 1950: 1717).

Aparte de la búsqueda novelística de un acomodo entre lo verosímil y lo histórico en pro de una mayor verdad humana, la cita subraya el fervor nacional de Galdós, un patriotismo, sin embargo, que no excluye su enfoque en lo bueno y malo de su país. En la otra novela escogida, a pesar de que se pudiera calificar como comedia agridulce de costumbres neoyorquinas, y de que Henry James desde el principio haya dejado vislumbrar buenas intenciones en la vida de su protagonista médico, aquéllas quedan canceladas finalmente por la ausencia, la insensibilidad, el olvido, el engaño, la traición o la muerte. Incluso en Washington Square, por medio del último testamento del protagonista, dicha enajenación sigue prolongándose despúes de la muerte, en un odio implacable codificado por el documento legal. Ocioso es decir que estos aspectos negativos en la obra de James no merman en lo mínimo la calidad de una obra determinada, antes bien la enaltecen. Pero queda esta diferencia radical del punto de vista existencial entre los dos novelistas, y que vale la pena esclarecer.

El patriarca de la novela de James, o que pretende serlo, Austin Sloper, tiene una posible filiación, lo que le permite al crítico hacer una categorización de él, nacido hacia finales del

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siglo dieciocho, con pretensiones de ser hijo de la Ilustración europea, y así como se describe su profesión de medicina, asì también se podrìa describir a él mismo: ―Pertenece al reino de lo práctico […] y está tocado por la luz de la ciencia‖ (7). Además del retrato de un hombre supuestamente ilustrado hay también vetas de positivismo, asociadas con su profesión de médico, y la mezcla de estas cualidades resulta fatal en las relaciones con su hija.

Al seguir el curso de la narración y el empeño del doctor de tratar la futura felicidad de su hija Catherine como un interesante juego matemático, es fácil pensar en el grabado de Goya, ―El sueño de la razón engendra monstruos‖, porque a medida que avanza la novela la figura paternal se oscurece, reemplazada por un ser que deja de ser padre y que queda preso bajo sus prejuicios racionalistas de científico práctico (como han notado Long, 1983: 100 y Bell, 1984: 14). Como el médico que era, seguía una metodología inflexible (nótense los adverbios ―siempre‖ en la cita) que es del estudio previo del problema patológico seguido por alguna acción positiva: ―siempre mandaba tomar algo‖ (8) para cualquier enfermedad que se le presentaba, y ―dejaba siempre tras de sì una prescripción inescrutable‖ (8). La tensión novelística proviene de su deseo de actuar como padre iluminado y no como los patriarcas de épocas antecedentes, pero que finalmente no puede desligarse del poder patriarcal que tiene. En una conversación con el pretendiente de su hija Morris Townsend, el doctor le dice: ―no soy un padre de novela a la antigua‖ (91); sin embargo, en una ocasión reprende como sigue a su hermana, la señora Penniman, por haber tomado demasiadas cartas en el asunto de Catherine: ―Todo lo que tú hagas en cuanto a ayudarla y confortarla será, permìteme la expresión, una traición pura y simple. Ya sabes que la alta traición es un delito capital: ten cuidado de no hacerte rea de esa pena‖ (138). Y como le recuerda su hermana, esa manera de hablar es más propia de un gran autócrata. El doctor tiene la costumbre de hablar de las cosas de una manera festivamente paradójica, y nuestra cita es un ejemplo de ello. Esta manera de tratar de las cosas, entre bromas y veras, demuestra cierta inseguridad escondida, por parte del doctor, de su papel en un orden doméstico en el que él no ha participado hasta que ve amenazado su propio destino y el de su hija. James, pues, ha acertado en su retrato de un personaje que quiere vivir a lo moderno con lo que le queda de familia pero que se siente impelido por las circunstancias a defender su hogar de Washington Square, imbuyendo su tono patriarcal con una ironía humorística, y hasta sarcástica y autoritaria cuando se siente contrariado.

El retrato de Nueva York que recibimos de un primo de Townsend en la novela es de una ciudad en pleno cambio hacia la modernización, cuando observa que ―la ciudad está creciendo tan deprisa que no se puede uno quedar regazado. Todo va hacia arriba; ahí es a donde va Nueva York‖ (36). La casa de Washington Square, escogida por James, viene a ser el sìmbolo de un cambio incipiente al principio de la novela pero que se ha dejado a medias entre el pasado y la modernidad, y refleja así la situación del médico protagonista de la novela.

En el personaje de Sloper, James ha creado un carácter cuyo cerebro funciona al máximo rendimiento pero cuyas emociones no se han desarrollado más allá del radio del amor a sí mismo. Un buen ejemplo de esto puede verse en el capítulo XX (132) cuando Catherine se acuerda de una conversación con su padre, la última antes de su regreso a Nueva York desde el puerto de Liverpool. Llegando a saber que el viaje a Europa ha sido inútil para hacerle olvidar a su novio, el doctor le dice con su sorna habitual que ahora ella vale mucho más que antes, a causa de su gira cultural, y añade, hablando de Catherine y Morris Townsend: ―hemos engordado a la oveja para que él la mate‖ (174). Judith Woolf (1991: 27) dice de esta novela que es ―a study of controlled sadism‖, y el tono grosero del exabrupto de su padre es tan horrible que Catherine permanece en silencio, volviéndose de espaldas. Desde aquel momento ella decide mantenerle a raya en todo lo que concierne a sus relaciones con el novio.

En Washington Square James ha dado al narrador un papel importante en el contexto de la situación del doctor, quien se cree en posesión completa de la verdad sobre el asunto de

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Townsend y su hija. Ya que el narrador es omnisciente y puede estar en todas partes, a él le incumbe dar algunas aclaraciones que ayudan a explicar de manera más amplia lo que ocurre en el interior de los personajes, y por eso vedado a la ciencia del doctor. A este respecto el capítulo 32 es clave, porque aquí el narrador interviene de manera decidida y como en colaboración con el lector, con quien se ha intimado en otras ocasiones durante el curso de la narración. Empezando por resumir el aparente éxito de las cosas para padre e hija en cuanto al noviazgo fracasado de Catherine, el narrador las rectifica inmediatamente, y aclara el modo en que Sloper ha fracasado en sus relaciones con Catherine:

Nosotros sabemos que [Catherine] había sufrido una herida profunda e incurable, pero el doctor no tenía manera de saberlo. Ciertamente sentía curiosidad, y habría dado mucho por averiguar la verdad exacta; pero fue su castigo el no conocerla nunca; su castigo, me refiero, por el abuso de sarcasmo en sus relaciones con su hija (227).

James apura este abuso del sarcasmo hasta sus últimas consecuencias en el testamento del doctor, donde éste destina la mayor parte de

Su fortuna a fines caritativos que nada tienen que ver con su hija, haciendo constar de Catherine que su fortuna es ya más que suficiente para atraer a esos aventureros sin escrúpulos a quienes me ha dado motivos para creer que continúa considerando un tipo humano interesante (238-39).

Este tipo de abuso, a su vez, ha provocado el desafío de Catherine que va a tratar a su padre como un curioso impertinente a quien nunca estará dispuesta a satisfacer. Sigue, pues, por debajo de las convenciones y cortesías de la vida burguesa de la época, una total enajenación entre padre e hija, donde ni aun subyace la emoción del odio, sino una ruptura completa. James, o su narrador, nos explica la magnitud de esta ruptura con una metáfora que muestra a la perfección cómo todo se ha terminado radicalmente en las relaciones entre padre e hija, cuando adopta para los lectores el punto de vista y pensamiento de la hija, escondidos para siempre del padre: ―Desde su propio punto de vista, los grandes hechos de su carrera eran que Morris Townsend había jugado con su afecto, y que su padre había roto el resorte del mismo‖ (233). Comparando las metáforas, la usada para Morris Townsend le retrata entrando en un terreno impensada y tontamente, pero con la del padre hay un sentido mucho más hondo, radical e invasor: el padre ha hecho de su hija una cosa inútil por romper su resorte principal. Después del abandono de ella por Morris Townsend, padre e hija terminan como dos seres muertos en vida. Incluso la manera de morir del doctor es un retrato adusto de un frío racionalismo por el que Sloper le pide asistencia a la hija, pero informándola a la vez de que su actuación será ineficaz de todos modos porque él va a morir pronto.

La última palabra hablada en la novela se le da a Morris Townsend que responde a la pregunta de la tía Penniman sobre si piensa volver a la casa de Washington Square, después de su visita infructuosa a Catherine. ―¿Volver? ¡Perdición!‖ es su respuesta.

Y así queda al final la vida de Catherine, condenada a la perdición terrenal bajo una máscara de pequeños deberes burgueses, ―para toda la vida, por asì decirlo‖, como lo dicen las últimas palabras de la novela. Y esa frase, ―por asì decirlo‖ con su tono neutro e indiferente a la tragedia, es pronunciada por un narrador que parece encogerse de hombros ante la escena final, pero quien a lo largo de la narración ha intervenido en pro de un mejor entendimiento de la situación. Así pues, con esta última frase de comentario James ha incluido a su narrador en el desenlace sin esperanza. También la referencia a ―toda la vida‖ nos hace ver más allá de la última página y sentir la vida de Catherine como la sentencia de

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por vida de una soltería frustrada y vista como inútil. Y como apunta Tony Tanner (1985: 34) del final: ―Catherine has been sentenced to Washington Square – for life, as it were‖.

Hemos insistido en el retrato de Austin Sloper como posible producto de la Ilustración europea, con vetas de positivismo, es decir en su retrato generalizado, porque como contraste, al protagonista de Tristana, don Lope Garrido, inmediatamente se reconoce un español, chapado a la antigua, eso sí, pero sumergido en un ambiente de antecedentes literario-artísticos españoles, tales como don Juan, don Quijote, Las Lanzas de Velázquez, y las comedias del Siglo de Oro. (Véase Gullón, 1990: 98-114.) También la vida de don Lope antes de la llegada de Tristana a su domicilio tiene posibles raíces en el retrato del caballero hambriento del Lazarillo de Tormes, pasando gran parte del día en la preparación de su figura y en las tertulias de café y casino, pero sufriendo un hambre indecorosa en casa.

Un punto estrecho de contacto positivo con el mundo del Siglo de Oro español y con el quijotismo puede verse en las ideas de don Lope sobre el honor, como lo son hasta cierto punto su desprecio del dinero, su generosidad, su aprecio del decoro y de la dignidad sociales. Pero lo que el narrador llama su ―quebradiza susceptibilidad‖ en torno a las reglas de estos últimos le llevan a la epítome de una caballerosidad paradójica por la mezcla de un donjuanismo y un quijotismo que apunta hacia los dos lados opuestos de egoísmo y altruismo en su carácter, y cuyo posible balance y desarrollo será uno de los temas centrales de la novela. De momento le conocemos como un carácter escindido, llevando una vida doble y presentando al mundo la fachada de caballero de capa y espada, mientras que de puertas adentro, casa, comida y vida de familia vienen a ser como señal de contradicción con la de fuera. De tal retrato el balance parece inclinarse a lo pasado, El Siglo de Oro, en la figura de don Lope, pero el narrador también insiste en que este personaje es emblemático de la edad contemporánea: es anticlerical, detesta la burocracia gastadora e intrusa del Estado moderno y la politización del ejército.

Se ve, pues, que antes de la llegada de Tristana a casa de don Lope, Galdós ha creado un personaje de doble filo, con fuertes ecos de un pasado español de gloria militar y cultural, pero también con un pie dentro de la vida actual. A mi modo de ver, es esto lo que posibilita el desarrollo de don Lope, de sus caídas y avances, llegando a un final donde tendrá un papel propio en la solución que se propone para la situación de los dos protagonistas. Si es o no es una solución satisfactoria puede discutirse, pero teniendo que ver con la aceptación sobria y estoica de los accidentes de la vida, con el renuncio de una vida de relumbrón y fantasía, con el humilde deseo de trabajar y aportar algo a la felicidad de otros, aceptando a la vez la ayuda de éstos, creo que Galdós está proponiendo de manera metafórica una salida para algunos de los problemas de su país. Porque en aquel año de la publicación de Tristana en 1892, aniversario de un pasado de conquista y dominación en España y en el Nuevo Mundo, Galdós no podía menos de contrastar aquella época con la suya, y ponderar lo que se podía rescatar de ambas edades en pro de un futuro más equilibrado. Vista desde esta perspectiva Tristana puede considerarse como un auténtico Episodio Nacional, derivado esta vez en 1892 del aniversario por antonomasia de la historia de España, el de 1492.

Y aquí entra nuestro narrador galdosiano, quien aboga por ver en don Lope algunas cualidades rescatables que apuntan a un progreso posible, y quien trata de asegurar de que en su caso ―no se le tenga por mejor ni por más malo de lo que era realmente‖ (4). Un ejemplo de esto viene hacia el final del capítulo cuarto cuando Tristana se da cuenta de su situación horrible como concubina del caballero y de la abrumadora diferencia de edad entre los dos. El narrador rectifica lo que considera exageraciones de la joven, apuntando que ―no era don Lope tan viejo como Tristana lo sentía, ni había desmerecido hasta el punto de que se le mandara recoger como un trasto inútil‖ (12). Pueden verse aquì vislumbres del desenlace, donde Lope interviene para asegurar el futuro de Tristana, otra vez con un comentario del narrador sobre si Lope ―merece‖ o ―desmerece‖ por lo que es o por lo que ha hecho: ―No tuvo

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la vejez de don Lope toda la tristeza y soledad que él se merecía, como término de una vida disipada y viciosa‖ (109). Y habrìa que notar, como contraste decisivo entre Galdós y Henry James, el muy negativo retrato de las parientes jienenses de Lope, pero que no quita que ―la fuerza de la sangre [pudiese] más que la mala opinión que de él tenìan‖ (110), y le amparan discretamente, desenlace inconcebible en la novela de James. Galdós también hace pasar cinco años de este modo para que don Lope pondere su papel en el futuro de Tristana. Así es que la decisión del casamiento, engañoso o no, se tome con plena conciencia de matrimonio arreglado para asegurarle una vida decente a Tristana.

Se podría oponer que el resultado para Tristana y Catherine Sloper es el mismo: una vida asegurada materialmente pero destrozada en su interior. Pero proponer un desenlace tal sería no hacer caso del grado de mutualidad conseguido entre los protagonistas galdosianos: ―Don Lope no cabìa en sì de contento, y Tristana participaba de su alborozo‖ en el último párrafo de la novela cuando ven a los pollitos que salen del gallinero montado por don Lope en el patio de la casa. Llamado desde el primer momento ―hidalgo de buena estampa y nombre peregrino‖, en seguida se nos dice que Lope habita un ―plebeyo cuarto de alquiler de los baratitos, con ruidoso vecindario de taberna, merendero, cabrería y estrecho patio interior de habitaciones numeradas‖ (1). Desde la visita a los barrios bajos de doña Guillermina y Jacinta en Fortunata y Jacinta, el Galdós novelista no había bajado a un barrio más escuálido. O sea, al empezar así, a don Lope solo le queda un camino, que es para subir, en el espacio narrativo concedido: de qué manera y por cuáles motivos nos será revelados en el curso de la novela. También se le caracteriza de joven como ―gran estratégico en lides de amor‖. El contraste, pues, entre un gran pasado soñado y la mísera actualidad real le da a Galdós la oportunidad de relacionar la personalidad del aspirante a patriarca al estilo antiguo con la de su protegida Tristana, quien también sueña con cosas imposibles, por lo menos en aquella época.

Hemos dicho ―relacionar‖ en el caso de don Lope porque toda la novela en su versión publicada gira en torno a la provisión de un papel provechoso para este protagonista galdosiano, y quien a primera vista no parece revestir las cualidades adecuadas para desempeñarlo. Según la evidencia del manuscrito (Whiston, 2003/04), al principio Galdós pensaba en dotar a su heroína del papel central, cuando ella se ve precisada a escoger entre un Horacio que vuelve del Mediterráneo muy enamorado de ella y un don Lope que se ha puesto muy enfermo hasta el punto de amputarse una pierna y que utiliza cualquier truco retórico para que Tristana se compadezca de él y abandone a Horacio. En este escenario Tristana estaba en el centro de un conflicto entre seguir la llamada del amor sexual con Horacio, o sacrificarse como enfermera de don Lope y practicar otra especie de amor abnegado. Es de suponer que Galdós haya rechazado este posible escenario porque al fin y al cabo Tristana no debía nada a don Lope y por consiguiente cualquier duda dramática sobre la elección por parte de Tristana hubiera resultado sin la verosimilitud necesaria.

Sea cual fuere la motivación de Galdós para hacer un giro tan radical y decidir por la amputación de la pierna de Tristana, el resultado pone a don Lope en el centro de cualquier decisión sobre el futuro de su protegida, y va a imbricar también su propio futuro. Otro posible conflicto, concebido también en el manuscrito, entre Lope y Horacio sobre el destino de una Tristana plena de salud, se desvanece en la versión final por la tibieza de los sentimientos del joven pintor ante la enfermedad de Tristana. El sacrificio final, pues, en Tristana, se exige de don Lope, quien tiene que abandonar sus ideas negativas sobre el matrimonio para asegurar la vida material de Tristana. Lope también abandona su vida ociosa y se pone a trabajar con sus manos, renegando de su supuesta hidalguía de catadura militar para terminar sus dìas como ―pacìfico burgués‖. Y si Tristana tuvo su momento de decisión y de sacrificio en el manuscrito, es a Lope a quien se le confía dicho momento en la versión definitiva.

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Para un ejemplo interesante de cómo Galdós y Henry James actúan para adelantar sus historias respectivas, tomemos como ejemplo el papel de la medicina en ambas novelas. Austin Sloper ha alcanzado una fortuna y una celebridad profesional indiscutible en Nueva York y espera poder valerse de esta autoridad en sus relaciones con su hija. Hay varias referencias a esto, pero es durante ―su visita a la hermana pobre de Morris Townsend cuando le vemos utilizar su risa más insinuante, más profesional‖, o que ―el doctor acompañó esta observación con otra sonrisa profesional‖ (100), donde el lector se da cuenta de que Sloper es cegado por su éxito como médico, queriendo aplicarlo también a su vida socio-afectiva. En Tristana, el médico que cuida de Tristana es Augusto Miquis. Llamado ―sagaz alumno de Hipócrates‖ (85), demuestra su capacidad médica no solo por su propia actuación sino como parte de un equipo médico para que la operación de Tristana sea un éxito. (Al contrario, el médico Sloper siempre actúa a solas.) Es de notar la minuciosa descripción que Galdós hace de la diligencia de los médicos, de los instrumentos utilizados, y del proceder de la operación de Tristana, ―realizada con suma habilidad y presteza por los tres médicos‖ (89). Esta muestra de una solidaridad necesaria apunta hacia el final de la novela cuando Lope y Tristana se valen de la institución del matrimonio para cubrir sus propias necesidades. El matrimonio católico, en fin, viene a ser también una medicina práctica, ―triste obra‖ en este caso, como asì se describe la operación, y solución pragmática, pero esencial para que la vida siga adelante. Y si, como vimos, la última palabra hablada en Washington Square, proferida como palabrota, fue ―¡Perdición! ―, en Tristana es el orden o consejo que le da el cura sobrino de Lope a su tìo, de que ―usted se case‖ (110). Y asì queda el final de la novela galdosiana: las grandes instituciones de la medicina y del matrimonio católico-cristiano ofrecen una solución a medias, nada más, una respuesta de ―tal vez‖ en el desenlace, pero con ribetes de optimismo y de una solidaridad resignada: ―Don Lope no cabìa en sì de contento‖ con la esperanza de su éxito en el pequeño comercio de criar gallinas y pollitos, y ―Tristana participaba de su alborozo‖.

El tipo de arreglo matrimonial llevado a cabo por Galdós en Tristana es rechazado por Henry James: después de su noviazgo desairado con Morris Townsend, Catherine recibe varias ofertas de casamiento pero se aferra a su condición de soltera vitalicia, nutriéndose de sus memorias amargas en la soledad de su gran casa en Washington Square. Para indagar en la actitud más complaciente de Galdós habría que volver más de veinte años a sus ―Observaciones sobre la novela contemporánea en España‖ de 1870, cuando participa en una polémica interesante sobre si los españoles son soñadores innatos e incorregibles o no. Galdós cita la primera opinión, de que sì, ―El lirismo nos corroe […] como un mal crónico e interno, que ya casi forma parte de nuestro organismo‖ (Pérez Galdós, 1972: 116). En el siguiente párrafo concede la justicia relativa de esta contención: ―Cierto es esto: somos unos idealistas desaforados, y más nos gusta imaginar que observar‖. Pero en seguida desdice del propuesto que retrata al español como fantasista irremediable, para matizarlo de esta manera: ―Sin embargo, puede asegurarse que en este punto la citada disposición es más bien accidental, hija sin duda de las condiciones del tiempo, que innata y caracterìstica‖. Y señala a los dos gigantes del arte español, Cervantes y Velázquez, en apoyo de su parecer.

Aunque la polémica aquí resumida se refiere más bien al arte escrito y pictórico, Galdós la expone en términos nacionales, con frases como ―los españoles somos poco observadores‖, ―la fantasìa andaluza y castellana‖; ―somos en todo unos soñadores […] como si no estuviéramos en el siglo XIX y en un rincón de esta vieja Europa, que ya va aficionando mucho a la realidad‖; o ―bien se está viendo que no hay gente menos práctica en toda especie de asuntos que esta buena gente española‖. No es de sorprender, pues, que los dos protagonistas de Tristana caigan bajo esta reprimenda del novelista, uniendo a ambos en su crìtica. Don Lope, por querer resucitar una época ya pasada, y quien con sus ―finezas galantes de superior temple, de esas que apenas se usan ya […] estimulaba la fácil disposición de la

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joven [Tristana] para idealizar las cosas, para verlo todo como no es, o como nos conviene o nos gusta que sea‖ (12). La historia de estos dos personajes puede verse como un camino hacia el reconocimiento de las realidades sociales de la España de su tiempo y su modo de ajustarse a ellas. El debate para el lector consiste en considerar si en dicho ajustamiento salen perdiendo o ganando los que lo intentan. También para el narrador el balance final puede discutirse, cuando escribe la última oración en forma de pregunta, y responde a ella con un ―Tal vez‖. He anotado en otra parte (2003-04: 135) la forma particular gramatical de esa pregunta, pero vale la pena repetirlo aquí, porque viene a cuento en esta discusión. La forma es: ―¿Eran felices uno y otro?‖ Ya que Lope y Tristana habìan sido mencionados en la frase anterior, desde el punto de vista de la claridad gramatical la adición de los pronombres ―uno y otro‖ no era necesaria. A mi juicio Galdós los habrá incluido para darnos una pequeña imagen de la solidaridad que por fuerza las circunstancias les han hecho compartir a los dos protagonistas.

Volviendo a las ―Observaciones‖, los elogios hechos por Galdós de los cuentos cortos de Ventura Ruiz Aguilera revelan a un autor que quiere novelar sobre ―cuanto bueno y malo existe‖ en el tema escogido, lo que viene a ser lo mismo que escribir sobre ―todos nosotros con nuestras flaquezas y nuestras virtudes‖ (Pérez Galdós, 1972:125). Es de notar en las citas el equilibrio comprensivo que se establece entre las partes conflictivas de nuestro ser. Y Galdós sigue diciéndonos en el mismo párrafo

El efecto que ha de producir en el lector: el efecto de una conversación discreta y sana con personas de extremada bondad, porque la filosofía que encierran [los cuentos de Ruiz Aguilera] no tiene la severidad agresiva del moralista dogmático, ni ese pesimismo doloroso de nuestros escépticos de hoy, que no saben enseñar verdad alguna que no sea muy amarga y nos quitan una esperanza y un consuelo en cada lección que nos dan.

No es esto decir que Galdós o Henry James hayan escrito novelas de la índole optimista o pesimista delineada o intimada en la cita, pero es evidente por la cita de que Galdós quiere que se ofrezca algo a los lectores que les deja una salida discursiva de debate o de duda sobre el desenlace propuesto. La sutileza de Henry James puede detectarse a lo largo de Washington Square (en una ocasión se describió a sì mismo como ―supersubtle & analytic‖ (James, 2000: 104)) pero su desenlace no deja sitio para aquellos ―juegos de la fantasìa traviesa‖ que entretiene Jacinta al final de la novela Fortunata y Jacinta, y que nosotros los lectores podemos jugar con ella, reconociendo, eso sí, que no es ni más ni menos que otra capa de la materia de la misma novela que vamos acabando de leer. Una cita de las ―Observaciones‖ dejará patente la distancia filosófica y política entre Galdós y James. Cuando el autor canario habla de ―cuán serena y dulce es la filosofìa‖ de los textos de Ventura Aguilera, está añadiendo una cualidad propia a la fría serenidad de Henry James, suavizándola por el humor y la afectividad, y que lima las asperezas de lo que se narra. Esto está ausente en gran parte de la ficción del norteamericano, quien, si crea un ambiente de despreocupación indiferente al final de Washington Square, deja en cambio un sentido de desolación, de un resorte vital roto por completo.

Como muestra final de la actitud de Galdós, volvamos al retrato del afrancesado liberal Salvador Monsalud en la Serie Segunda de los Episodios, que nos da un ejemplo clave de la búsqueda galdosiana de un equilibrio vital, porque cuando triunfa la revolución de 1821 Monsalud todavìa exclama que se encuentra ―tan distinto de los demás, que en ninguna parte encajo‖; a lo que el narrador ofrece el comentario siguiente:

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¡Pobre hombre! […] sin quererlo, su mente le presentaba con claridad suma todas las abominaciones y fealdades de los hombres y de la vida, exagerándolas quizás, pero sin perder ninguna. Por eso, cuando el natural orden de compensaciones que reside a la existencia le conducìa a una situación lisonjera y optimista […] se apasionaba y exaltaba tanto, como si toda la vida debiera condensarse en una semana (Pérez Galdós, 1950: 1491).

Hay excepciones, sin duda, en la obra de Galdós, a este ―natural orden de compensaciones‖, como es el caso de Doña Perfecta o Miau, y en el mundo de la ficción galdosiana como en la vida real siempre hay los que ganan y los que pierden. Pero casi nunca se entra en una novela galdosiana bajo condición de tener que abandonar toda esperanza, y así es, a mi ver, con el ejemplo de su ficción que hemos escogido.

En las actividades de gallinero y cocina dentro y fuera de la nueva casa al final de Tristana hay un gran contraste con la casa de Washington Square, que se ha quedado poblada por fantasmas de odio y engaño, y muertos en vida. Para Galdós la exigencia novelística es más sencilla y a la vez tan enigmática como la de Henry James, tomando en cuenta lo que el novelista canario en sus ―Observaciones‖ escribe sobre su manera de hacer novelas: ―solo se trata de decir lo que somos unos y otros, los buenos y los malos, diciéndolo siempre con arte‖ (127). Ahì está otra vez esa frase pronominal, ―lo que somos unos y otros‖, que relaciona a ti y a mí con el autor como creador y lector en la gran aventura de escribir y leer que estos dos genios de la pluma nos han legado.

IX Congreso Internacional Galdosiano

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BIBLIOGRAFÍA

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