EL REFLEJO ILUSTRADO EN LA PRIMERA SERIE DE LOS EPISODIOS NACIONALES (TRAFALGAR Y LA CORTE DE CARLOS IV)
Antonio Becerra Bolaños
Benito Pérez Galdós a lo largo de su novelística hace uso de la historia como forma de plasmar aquellos sucesos y conflictos que serán los que definan su tiempo. Ello lo llevará a situarse en un momento en el que las propuestas de reforma que los ilustrados habían pensado para el país, que se habían iniciado tímidamente con la llegada de los Borbones, no habían terminado de consolidarse y habían impedido el desarrollo de una sociedad moderna que ofreciera respuestas acordes a los nuevos tiempos. Y reflejará el fracaso de los modelos y de las reformas propuestas por los ilustrados, además del propio fracaso de la dinastía, y su decandencia, contagiada de los mismos vicios que aquejaban a la aristocracia. Como señala Joan Oleza (1976: 94), el novelista parte de la conciencia de que ―los procesos del pasado son los reflejos del presente‖.
Los ilustrados españoles prestarán en sus textos especial atención al fenómeno de la apariencia, por considerarla como uno de los principales escollos para el triunfo de las doctrinas que defenderán. La apariencia se oponía a la luz de la razón por cuanto suponía falsear la verdad, en el sentido de que, a través de aquel engaño, con carácter público, al tratarse tan sólo una lectura superficial de aquella, se alimentaba una serie de prejuicios y, por lo tanto, no era susceptible de una dialéctica mediante la cual se pudieran desterrar los errores en los que con frecuencia caían quienes se dejaban llevar por ella —en especial el vulgo— y que afectaba a todas las clases sociales. La impostura que representa la apariencia impide que la verdad, vinculada al ejercicio de la ciudadanía, penetre en la vida social y sea el vector que rija las prácticas sociales. La fascinación por la apariencia lleva a perder a aquellos individuos cuyo concurso en la sociedad era fundamental si se quería sacar al país del atraso en el que se hallaba, como se puede observar en los textos de Feijoo o Clavijo y Fajardo. El patriarca de los ilustrados, Feijoo, enunciará en ―Sabiduría aparente‖ (1999) aquellos vicios en los que caerán con tanta frecuencia muchos en la España de su tiempo:
Tiene la ciencia sus hipócritas no menos que la virtud, y no menos es engañado el vulgo por aquellos que por estos. Son muchos los indoctos que pasan plaza de sabios. Esta equivocación es un copioso origen de errores, ya particulares, ya comunes. En esta región que habitamos, tanto vituperio tiene la aprehensión como la verdad. Hay hombres muy diestros en hacer el papel de doctos en el teatro del mundo, en quienes la leve tintura de las letras sirve de color para figurar altas doctrinas; y cuando llega a parecer original la copia, no hace menos impresión en los ánimos la copia que el original. Si el que pinta es un Zeuxis, volarán las avecillas incautas a las uvas pintadas como a las verdaderas.
Los males que aquejan a toda la sociedad impedirán su correcto funcionamiento. En este sentido, se explica que los autores del XVIII recurran a la historia, que se convierte en el instrumento de análisis de la sociedad, como señala Jorge Chen, para quien ―el programa historiográfico ilustrado se transforma en un arma contra los errores y falacias de la sociedad española y, principalmente, en un estudio exhaustivo, con pretensiones globalizantes, para esclarecer su estado y naturaleza‖ (2004: 26-27). El pueblo ha de contar con los instrumentos
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precisos para poder discernir entre la realidad y la apariencia, de manera que puedan hallar ejemplos de ciudadanía que sirvan para la comunidad y ellos serán los que los ilustrados han de proporcionar. De ahí que el teatro se convierte así en el aliado que promueve aquellos modelos útiles para la sociedad. El desarrollo de la trama es percibida en el teatro de forma directa por el espectador, por lo que a priori se supone que la formación es más rápida. Sin embargo, de la misma forma el teatro es deformación, por cuanto que propugna modelos que van contra el ideario ilustrado.
Los petimetres y los eruditos a la violeta, tipos que se encuentran en todos los ámbitos de la sociedad, son aquellos que aparentan lo que no son para lograr el ascenso social y el respeto y serán objeto de los ataques y las críticas de los ilustrados, que ven en ellos una impostura que suponía la lectura superficial de las teorías que circulaban por Europa en el siglo XVIII y cuya influencia llegará hasta el siglo XIX. El problema surge cuando la aristocracia, que manifiesta el gusto por esa moda ―popular‖, es incapaz de asumir el papel que en el Estado tiene asignado y pasa a ser una clase que no produce y que realiza una dejación de sus responsabilidades, lo que propicia la disolución de las clases y la ruptura del orden establecido. La disolución en apariencia de las clases lleva aparejada asimismo la dejación de las responsabilidades que el propio pueblo debe asumir.
Ese pensamiento guiará la obra de Mariano José de Larra, quien se situará en sus textos deliberadamente en la distancia para observar cómo se desenvuelven los tipos de su tiempo y desarrollará una crítica en la que bebe de muchos de los postulados de los ilustrados. No en vano, la querencia que siente por la obra de Leandro Fernández de Moratín, y la utilización de algunos de los recursos de aquel, son reveladores del mantenimiento de algunos de los presupuestos ilustrados con los que comulgará también Galdós.
Benito Pérez Galdós tratará en diversos episodios nacionales esas figuras, al tiempo que reflexionará sobre el ascenso social de los ilustrados, ya que la vinculación que mantienen con el poder es más que evidente, y sobre la incapacidad de aquellos de lograr poner en práctica los cambios que el país precisa. Muchas veces, porque son estos mismos ilustrados los que acabarán sucumbiendo al mundo de la apariencia por ascender socialmente.
El protagonista de las primeras novelas de la serie de los Episodios Nacionales, Gabriel Araceli, participa en el proceso que llevará al progresivo desengaño de la clase media española con respecto a la posibilidad de cambio en la sociedad española.
Araceli se dejará seducir por la idea de emular al Príncipe de la Paz, ―retumbante título‖ que el propio Godoy se había adjudicado (Trafalgar:1 VII, 63). Para ello, sólo es necesario valerse de la apariencia, que es lo que cree que a aquel lo condujo a la posición de privilegio en el que se encuentra. De hecho, el linaje de Godoy es puesto en duda: el mentiroso Malespina propaga la idea de que era hijo de un mozo de mulas. Así, Godoy carece del honor preciso para ocupar el puesto en la Corte que ocupa. La apariencia no es sólo producto de la mistificación del personaje, sino de quienes la proyectan sobre aquel y de la autoridad que tienen sus juicios. En este sentido, no deja de ser más que un engaño que continuamente transmiten los personajes, de la misma manera que ocurre en Don Quijote de la Mancha: don Quijote aparenta ser caballero cuando realmente por su linaje no lo puede ser.
En Trafalgar la apariencia está vinculada al fenómeno de la edad, tanto en el caso del adolescente Gabriel de Araceli, quien regresa a Cádiz para echársela de hombre de pro, razón por la cual sale escarmentado (VIII, 65), como en el de doña Flora de Cisniega, prima de don Alonso de Cisniega. Doña Flora es una mujer de 50 años ―que se empeñaba en permanecer joven […] para engañar al mundo, aparentando la mitad de aquella cifra aterradora‖ (VIII, 66). En torno a ella, se congregarán aquellas personas desocupadas que se valen de las noticias de París o Madrid para poder sobresalir socialmente en el Cádiz de la época. Frente a estos personajes, que se valen de las habladurías, se encuentra Churruca, cuya endeble constitución física contrasta con su condición moral y el concepto de honor que defiende.
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En La Corte de Carlos IV, sin embargo, y coincidiendo con el proceso de maduración del personaje, el autor profundizará en su análisis del mundo de la apariencia en varios aspectos, empleando para ello las técnicas empleadas por los propios ilustrados y planteando las razones por las cuales habían fracasado aquellos. En el fondo, la novela refleja la perversión del ideario ilustrado a través de los conflictos que se generaron a partir de la lucha por el poder que se polarizó en Godoy y en Fernando VII, como punto de partida para el desarrollo de una teoría acerca de los males que aquejaron a la sociedad española y que condujeron a la situación en que España se encontraba en su tiempo.
La Corte de Carlos IV presenta aspectos muy interesantes por cuanto su punto de partida es el teatro y la trama novelesca está vinculada al teatro. El teatro se presenta como marco idóneo para el desarrollo de la acción novelesca, porque ayuda a comprender el cambio radical que supondrá en la mentalidad española la representación de El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín, a través del cual se aboga por un teatro que marcará el progresivo abandono de aquellas fórmulas teatrales que, contrarias a la verosimilitud, alejaban al pueblo de la realidad y sus problemas y que no suponían un instrumento para erradicar ciertas costumbres, ciertos errores, que suponían un atraso de la sociedad española; además de que con la obra de Moratín se creaba la ruptura definitiva con esas obras cuyos valores iban en contra del propio Estado, por ser contrarias a la verosimilitud e inocular la idea de que cualquier cosa era posible, por muy extraordinaria que fuera, y proponer una subversión de los valores del Estado, tal como apunta René Andioc (1980).
El contagio con lo extraordinario —a través de las comedias heroicas, suerte de libros de caballerías para el público de la época— y la posibilidad de mejorar su fortuna, que está vinculada al poder, marcarán el inicio del relato de Gabriel de Araceli, que se encuentra al servicio de una actriz que representa las obras de teatro del antiguo gusto teatral. Estas dos ideas definirán la narración, en el sentido de que servirán para acentuar la creencia del personaje en su posibilidad de ascenso social, que tiene en el Príncipe de la Paz su principal fuente de inspiración.
Por otro lado, el hecho de centrarse en el teatro implica recurrir a los propios modelos ilustrados, en tanto que desarrolla en sus dos primeras novelas la idea del teatro ilustrados: dos escenarios ofrecen de manera elocuente el proceso de decadencia de los Borbones y ofrecen el panorama de la sociedad española de la época: El Cádiz de Trafalgar y el Madrid dominado por las disputas entre ―el Choricero‖ y ―el Deseado‖ se convierten en los lugares donde se desarrollarán las tramas secundarias, que se desarrollan al abrigo de los hechos históricos.
Nos encontramos, por tanto, ante el doble sentido del ascenso social: si las obras que durante el siglo XVIII y parte del XIX ofrecen la posibilidad de los personajes de rebelarse contra el orden establecido y lograr el ascenso social; algunos ilustrados que carecen de méritos y de clase logran llegar al poder a través de la impostura, que es fomentada por la propia nobleza. Pero, además, Galdós refleja las relaciones que se establecen entre las gentes del teatro con la aristocracia, en un juego que nos remite a los problemas que surgen cuando se acentúa, entre los jóvenes nobles, la tendencia al majismo y al manolismo, y ello no sólo por la disolución de las barreras sociales, sino por la dejación que la clase social dominante hace de sus deberes para con la sociedad. En este sentido, por la novela desfilan miembros de la nobleza que se valen de su apariencia para mantener su estatus privilegiado, pero que en el fondo no dejan de ser actores que representan un papel que no proporciona ningún provecho a la sociedad española, que aparece como mera espectadora, dejándose llevar por la aparatosidad del montaje e incapaz de realizar un análisis desapasionado de cuanto ocurre. En pocos capítulos observamos cómo presenta una sociedad en la que los valores propugnados por los ilustrados, basados en el criterio de utilidad y en el concepto de ciudadanía, han ido perdiendo fuerza y se quedan tan sólo en la superficie.
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El lector se convierte en la novela en el espectador, en el sentido que habían articulado los ilustrados: observa cómo van desfilando por el escenario aquellas figuras de la historia y pueden observar los errores en que estos incurren. El novelista pone en juego, como lo hará a lo largo de su obra narrativa, la memoria histórica del lector y su memoria literaria. Se trata de memorias que comparten tanto el uno como el otro y ese es el punto de partida para llegar al descubrimiento por parte de Gabriel Araceli, el narrador de los primeros Episodios, del mundo no como parece ser, sino como es. De ahí la relevancia que cobran las representaciones teatrales con las que se inicia y finaliza la novela (El sí de las niñas y una ―detestable traducción que don Teodoro La Calle había hecho del Otello de Ducis, arreglo muy desgraciado del drama de Shakespeare‖)2 y los escenarios donde tienen lugar, que coinciden con el proceso de toma de conciencia de la realidad y la desaparición del artificio. Si la obra de Moratín se estrena en un lugar público, abierto a todas las clases sociales del Madrid de la época; Otello será representada en el teatro de la marquesa, dirigido únicamente a un grupo social determinado. Ambos ámbitos son la constatación de la esfera de lo público y de lo privado, que constantemente aparece en la obra de Galdós. Frente a la simplicidad del Teatro de la Cruz, donde se reúnen los diferentes bandos —los chorizos y los polacos— y se reúne la sociedad de la época, lugar público; está la ostentación del teatro privado, bellamente decorado por Goya, pero que aprovecha el lugar para realizar una sátira de la nobleza del momento, caracterizada por su falta de pudor y de su conciencia. Los personajes dejan de ser representaciones elevadas y aparecen vulgarizados: Apolo ―era un majo muy garboso, y a su lado nueve manolas lindísimas demostraban en sus atributos y posiciones que el gran artista se había acordado de las musas‖ (XXII, 305).
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Galdós se vale de una serie de tipos que repetirá tanto en Trafalgar como en La Corte de Carlos IV y que son producto del desarrollo de la percepción de la realidad por parte de Gabriel de Araceli. Si en el primer episodio nos encontramos con doña Flora, que se empeña en aparentar una juventud ya perdida, algo que no logra; en La Corte de Carlos IV, Araceli nos presenta a una dama, que resultará ser María Luisa de Parma, quien se encuentra
En el primer período de la vejez, aunque tan bien disimulada por los artificios del tocador, que se confundía con la juventud, con aquella juventud que se desvanece en las últimas etapas de los cuarenta y ocho años.
Si la prima de don Alonso de Cisniega trata en vano de disimular la pérdida progresiva de la dentadura, ―de cuyas filas desertaban todos los años un par de dientes‖ (VIII, 66); la reina, a pesar de no ser agraciada, tiene ―finísimos, blancos y correctos dientes‖ (XVIII, 273), sin embargo, son sólo producto del artificio: los dientes de la reina son postizos (XVI, 262).
De igual manera, aparecen los charlatanes, Malespina, en Trafalgar, y el diplomático, en La corte. En ninguno de los casos son juzgados por Araceli con excesiva severidad, si bien la actitud del segundo, que pertenece a la nobleza, es más peligrosa, pues se deja llevar por las habladurías y las difunde, algo que también transmite Malespina. La charlatanería, sin embargo, es debida a la necesidad de llamar la atención, de cobrar un protagonismo que la historia les ha negado, de obtener para sí la autoridad que les ha sido negada. Son ejemplos de la otra historia, transmitida oralmente, a través de la cual el orador va transformando el relato para ocupar un lugar preeminente junto a los grandes personajes de la historia escrita.
El proceso de disolución de los estamentos sociales al que se asiste en la novela es producto de la necesidad que tiene la nobleza de ―disfrutar pasajeramente de alguna libertad en las costumbres‖, y a través de esa tendencia se están ―echando las bases de la futura
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igualdad‖ (VI, 193). Es un proceso que tiene lugar en todos los ámbitos y así en la Corte se reflejan las mismas cuestiones que en la capital, ya que la propia reina es objeto de habladurías por sus relaciones extramaritales, no sólo con Godoy.
Godoy, Moratín y Jovellanos son los principales personajes ilustrados que aparecen reflejados en la novela y suponen, además, la muestra de la repercusión que llegaron a tener en su tiempo. Si el primero no goza del respaldo popular, y sin embargo realizará una útil labor de gobierno dentro del programa ilustrado; Moratín es el reflejo no sólo del nuevo gusto en el teatro y la reforma de las costumbres, sino del ilustrado que goza del favor del primero y que logrará medrar gracias a ello; y será, también, ese hombre, parafraseando a Feijoo, parecido a aquellos que son diestros ―en hacer el papel de doctos en el teatro del mundo, en quienes la leve tintura de las letras sirve de color para figurar altas doctrinas‖. La actitud con la que aparece al final de la novela, en la representación del Otello es sintomática: en el juego social, en la relación que establece con las clases dirigentes, es incapaz de mostrarse crítico. Frente a ellos, se encuentra Jovellanos, que no gozará del favor de los reyes y de la aristocracia, y cuya labor en el gobierno será efímera, por la imposibilidad de ascender en la Corte a través del engaño. Galdós conoce las Sátiras a Arnesto, sobre la nobleza y las cita (VIII, 207).
La presencia de Jovellanos cobra especial relevancia, ya que es considerado por la propia reina ―pedante, que en su fatuidad se permite dar lecciones a quien no las necesita ni se las ha pedido‖ (XVIII, 276) y será incapaz de llevar a cabo sus propuestas, ―enredado‖, dice Amaranta, ―en los mil hilos que tenemos colgados de una parte a otra‖. Jovellanos no producirá el mismo efecto ―de esos figurones a quienes el vulgo admira y envidia‖ (XVII, 269). Frente a aquellos, el ilustrado asturiano se caracteriza por ser ―amante de la verdad, del orden y de la justicia; firme en sus resoluciones, pero siempre suave y benigno con los desvalidos; constante en la amistad, agradecido a sus bienhechores, incansable en el estudio y duro y fuerte en el trabajo‖, como lo describirá Ceán Bermúdez (2008: 11). Jovellanos representará, además, la oposición a un teatro que va contra los principios básicos de la sociedad (1986: 132):
¿Quién podrá negar que en ellos, según la vehemente expresión de un crítico moderno, ―se ven pintadas con el colorido más deleitable las solicitudes más inhonestas; los engaños, los artificios, las perfidias; fugas de doncellas, escalamientos de casas nobles, resistencias a la justicia, duelos y desafíos temerarios, fundados en un falso pundonor; robos autorizados, violencias intentadas y cumplidas, bufones insolentes y criados que hacen gala y ganancia de sus infames tercería‖? Semejantes ejemplos, capaces de corromper la inocencia del pueblo más virtuoso, deben desaparecer de sus ojos cuanto más antes.
Gabriel Araceli está destinado a formar parte de uno de los tipos que el teatro de la época propone y, sin embargo, acaba fijándose en Jovellanos, una suerte de Quijote, en el sentido positivo, en los inicios del siglo XIX. Gabriel aparenta ser un pícaro por su condición social, aspecto que será subrayado por todos aquellos con los que tiene trato; pero la idea de honor será la que lo distancie definitivamente de aquel, además de la idea del esfuerzo, vector por el que se guiará a partir del momento que descubra la impostura de los diferentes miembros de la sociedad. Sin embargo, sólo se activará en él cuando sea capaz de adquirir una conciencia ―real‖.
Araceli, desde el principio de la novela, comparte con el héroe cervantino la incapacidad, a pesar de sus experiencias en la batalla de Trafalgar, de discernir lo que su imaginación proyecta de lo que realmente hay en donde se proyecta. Frente a él, Inés representa la belleza moral del pueblo, que se basa en aquellos criterios que vienen dados por los valores
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propugnados por los ilustrados, en el ejercicio de sus responsabilidades. Resulta sintomático de que ello se deba por su ascendencia noble.
Es interesante la manera en que Galdós usará al Quijote, pues bascula según a quiénes se refiera. El personaje cervantino representa para Inés la idea de verdad, en el sentido de que la nobleza del personaje es nobleza del espíritu, que se corresponde con su clase social. Pero también, como hemos visto, se corresponde con quienes están incapacitados para discernir la realidad de la impostura, lo que acontece con el actor Isidoro Máiquez, que también acabará convertido en un personaje quijotesco (―Te mortificará horriblemente la idea de la triste figura que harás ante el mundo…‖, (XXIII, 320)). Será Máiquez quien resuma, como reflejo de las preocupaciones de los ilustrados, el principal problema de la sociedad española, debido principalmente a un doble engaño: el de la nobleza española y el del pueblo que cree participar del artificio de aquella. La igualdad es imposible y sólo se justifica por la actitud irresponsable de la aristocracia española, dada más a la diversión que al trabajo:
No debemos fiarnos de la afición que alguna vez nos muestran esas personas tan superiores a nosotros por clase. Un abismo nos separa de ellas, y si alguna vez las deslumbramos con nuestro talento y nuestro arte, la ilusión les dura poco tiempo, y concluyen despreciándonos, avergonzados de habernos amado.
Máiquez no sólo subraya el engaño en el que se ve sumido el actor, sino que acaba apuntando al engaño que producen las obras de teatro, que van a trastornar la mente de aquella clase como trastorna la mente del pueblo. Se trata de un proceso de quijotización de la nobleza, cuya
imaginación se trastorna viéndonos remedar los grandes caracteres, las nobles y elevadas pasiones, el amor, el heroísmo, la abnegación, y se enamoran de lo que ven, de un ser ideal en que se asocia y confunde nuestra persona, la del héroe que representamos.
Ese proceso afectará a toda la sociedad, que desconocerá los límites que se imponen por criterios que van más allá de los de clase y creerá que existe tal igualdad. La apariencia se configura como un artificio que impide ver la verdad; pero esta no es sólo producto de quien se vale de ella para esconder lo que realmente es, sino de lo que el espectador cree ver. La ficción y la realidad en el teatro desaparecen, de la misma manera que desaparecen las barreras sociales. Así, tan sólo quien es capaz de comprender su función en la sociedad es quien termina salvándose. Los primeros episodios de Galdós responden a la necesidad de reflejar los males de la sociedad española que parten de la progresiva incapacidad de la nobleza de asumir su papel y de su progresiva identificación con el vulgo, pero tan sólo como un juego.
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NOTAS
1 Me remito a la edición de la Primera serie de los Episodios Nacionales de Yolanda Arencibia (Cabildo de Gran Canaria, 2005).
2 Germán Gullón (1999: 43) subraya, sobre la traducción, cómo se contrapone a la representación de El sí de las niñas. ―Los finales no pueden diferir más: el uno es feliz y el otro trágico, mas la relación triangular es en apariencia semejante‖.