ALGUNOS ECOS DEGENERACIONISTAS EN LAS NOVELAS DE TORQUEMADA

Rubén Domínguez Quintana

En su ensayo sobre El realismo y la novela providencial (2006), Fredric Jameson se pregunta, entre otras cuestiones, el por qué de la insatisfacción ante ciertos desenlaces novelescos o cinematográficos. El crítico estadounidense comenta que el final feliz constituye una categoría existencial antes que literaria mientras que un final desgraciado puede parecer lógico, aunque deba estar ideológicamente justificado ya sea por ―la estética de la tragedia o (por) esa metafìsica del fracaso que dominó la novela naturalista‖ (11). No obstante no es nuestra intención hacer valoraciones impresionistas sobre el final de don Francisco Torquemada sino que nos interesa hablar del famoso prestamista como ―principio del fin‖. Esto es, hacer una lectura de las novelas de Torquemada desde los principios básicos de la teoría degeneracionista puesto que el final de las novelas de Torquemada, ya resulte lógico y satisfactorio, ya excesivo y frustrante; puede explicarse, en parte, a la luz de las ideas médicas divulgadas a lo largo de todo el siglo XIX y que pasaron a formar parte de la vida decimonónica encontrando un eco considerable en sus productos culturales.

La lectura que hoy abordamos encuentra cimiento al detenernos en los cambios sociales derivados de la mezcla de clases de la época, en las ansiedades generadas por la creciente presencia de la mujer en la esfera pública o, como Lissorgues comenta, en las tensiones propias de una revolución burguesa que en España no trata de consolidar un orden sino que ha de conquistarlo (1996: 294) pero será mejor que sea el propio Galdós con sus palabras el que nos abra el camino con su discurso de 1897. En La sociedad presente como materia novelable, sólo tres años después de haber terminado la tetralogía del usurero Torquemada, Galdós comenta que

Examinando las condiciones del medio social en que vivimos como generador de la obra literaria, lo primero que se advierte en la muchedumbre a que pertenecemos es la relajación de todo principio de unidad. Las grandes y potentes energías de cohesión social no son ya lo que fueron; ni es fácil prever qué fuerzas sustituirán a las perdidas en la dirección de la familia humana. Tenemos tan sólo un firme presentimiento de que esas fuerzas han de reaparecer; pero las previsiones de la Ciencia y las adivinaciones de la Poesía no pueden o no saben aún alzar el velo tras el cual se oculta la clave de nuestros futuros destinos (2004: 108).

Ese futuro inquietante es el mismo que entra en escena en las novelas de Torquemada, incertidumbre social, polìtica e incluso racial que aglomera la ―confusión evolutiva‖ (2004: 111) de la sociedad que Galdós retrata en su obra. Todo ello constituye un velado pero constante goteo de nociones y teorías médicas que apuntan al degeneracionismo.

Es sabido que toda época finisecular adolece de sus propios fantasmas y en la transición del siglo XIX al XX no fueron pocos los que hicieron acto de presencia. El degeneracionismo, cuyo primo lejano podemos encontrar, quizá, en el malthusianismo de finales del siglo XVIII; se constituye como teoría de gran difusión a partir del trabajo de B.A. Morel, Tratado de las degeneraciones físicas, intelectuales y morales de la especie humana y de las causas que producen estas variedades de enfermedades (la traducción es mía) de 1857 y que fue traducido y editado por toda Europa.

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Basado en la metáfora del cuerpo individual y el cuerpo social, el degeneracionismo comienza a dar explicación a numerosos fenómenos médicos y sociales que carecían de ella. Ofrece una doble canalización que a todas luces resulta de gran rendimiento pues, por un lado, sintetiza la corriente biologicista de la segunda mitad del siglo XIX a través de un somaticismo más efectivo que los métodos anatomoclínicos. Así establece una etiología práctica y lo suficientemente amplia como para abarcar casi cualquier dolencia. Por el otro, propicia la identificación entre ley natural y ley social redefiniendo ―la normalidad‖. Más adelante Morel compartirá trabajos con C. Bernard quien ayudará a establecer una tipología de degeneraciones que ya andado el siglo, en 1885, V. Magnan y su discípulo Legrain sistematizarán y ampliarán con las teorías darwinistas en su obra, Las degeneraciones: estado mental y síndromes episódicos (la traducción es mía).

Tiene una peculiar carga irónica que el propio Torquemada se declare positivista (2008: 55, 552) cuando acabará siendo el objeto de la escudriñadora mirada del narrador y del lector que presenciarán, a lo largo de su historia, el espectáculo de sus manías, de sus enfermedades y su decadencia como si de un caso clínico de un anfiteatro universitario se tratase. Si nos atenemos a los cuatro principios fundamentales del degeneracionismo que Magnan y Legrain establecen en su obra observaremos que don Francisco Torquemada los cumple casi a la perfección. En primer lugar nos encontramos los estigmas físicos y morales, como su color bilioso (2008: 57) y la debilidad que iba adquiriendo con los disgustos que recibía hasta llegar a ―las aprensiones y manìas patológicas, con algo de instintos de fuga y de delirio persecutorio.‖ (2008: 519); En segundo lugar observaremos el desequilibrio, que hacìa del Marqués de San Eloy un ser voluble que tan pronto siente impulsos de lanzarse contra la pared (75) como cambia de humor de manera radical (517); le siguen los síndromes episódicos, entre los cuales no podemos olvidar las inverosímiles a la par que cómicas alucinaciones en las que habla con su difunto hijo Valentín como sucede en el capítulo XIV de la primera parte de Torquemada en la cruz ―–Papá, papá!… –¿Qué hijo mío? –dijo levantándose de un salto, pues casi siempre dormía medio vestido, envuelto en una manta. Valentín le habló en aquel lenguaje peculiar suyo, solo de su padre entendido (…)‖ (165; 337) o su variado registro de ataques nerviosos

Dicho esto, cayó redondo al suelo, estiró una pierna, contrajo la otra y un brazo. Bailón, con toda su fuerza, no podía sujetarle, pues desarrollaba un vigor muscular inverosímil. Al propio tiempo soltaba de su fruncida boca un rugido y feroz espumarajos. Las contracciones de las extremidades y el pataleo eran en verdad horrible espectáculo: se clavaba las uñas en el cuello hasta hacerse sangre (103-105).

El último y cuarto principio establecido por Magnan y Legrain, la predisposición, es el que podemos intuir en nuestro protagonista por su temperamento enfermo aunque solo será posible corroborarlo más adelante, cuando hablemos de su descendencia. No en vano, sus hijos varones, ambos llamados Valentín, pondrán de manifiesto uno de los pilares fundamentales de la teoría degeneracionista: la herencia.

Desde los inicios de su trabajo, Morel se apoyó en el Tratado sobre la herencia publicado entre 1847 y 1850 por P. Lucas (la traducción del título es nuevamente mía y abreviada) con lo que se pasa a explicar ―la heredabilidad, no sólo de rasgos fìsicos sino también psìquicos y morales, asì como la propia génesis de la enfermedad mental‖ como apunta Rafael Huertas (1987: 31). Esto hace entrar en liza algunos factores que, no por hallarse aun confusos en la época, dejarán de tener su influencia, como la supuesta incurabilidad de ciertas enfermedades y la observación obsesiva de los rasgos físicos por parte de la frenología. En el caso español fueron los alienistas y los encargados de la higiene social los que introdujeron las teorías degeneracionistas. Son médicos como J. Giné y Partagás o J. Mª Esquerdo, propietario del

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manicomio de Carabanchel, los que recogen, estudian y matizan las teorías morelianas, evitando una adopción firme y absoluta del degeneracionismo lo cual no es óbice para que en 1889 —el mismo año de inicio de la tetralogía que hoy analizamos— J. Mª Esquerdo haga constar entre sus pacientes un caso de excitación maníaca en el que una mujer tuvo una prole marcada ―por el estigma de la degeneración vesánica‖ (Campos, 2000: 10) Asì mismo, otro de los médicos alienistas más activos del periodo en Cataluña, el doctor Escuder, ―parte de la idea de que no existe locura ni crimen sin predisposición hereditaria‖ mientras que ―La influencia del medio ambiente, los factores sociales, no tienen cabida en su interpretación de la locura y la degeneración‖ (Campos, 2000: 20) aunque los intereses del terapeuta catalán estaban más ligados al campo de la criminalidad que de los médico-sociales.

La naturaleza se nos presenta, pues, como un camino de ida y vuelta entre el atavismo y el medio social cuyo recorrido oscila entre la salud y la enfermedad, el bienestar del individuo y la salud del grupo y, en definitiva, el temor a lo primitivo y el deseo de pureza. Ello hace entrar en juego el concepto de ―raza‖ elevando la higiene social a una cuestión nacional que, paradójicamente, radica en el seno de cada hogar, el centro mismo de la gran familia nacional y social que Galdós menciona en su discurso de ingreso a la Real Academia. El mejor ejemplo de estas inquietudes lo tenemos en la misma casa de Francisco Torquemada, ilustrando el grado de penetración social y cultural de la tan anhelada ―higiene profiláctica‖ que Ricardo Campos Marín y su equipo documenta en los poderes del siglo XIX y que ―buscaba prevenir la extensión indefinida de la locura y de todas las degeneraciones humanas siendo necesario penetrar en el interior de las familias, las maneras de vivir de una localidad, enterarse de su higiene fìsica y moral‖ (2000: 155).

Valentín, hijo de nuestro prestamista, trae nuevamente a colación el valor de la herencia al tiempo que nos introduce de lleno en el hogar de los Torquemada. Es el último hijo del matrimonio entre don Francisco y doña Silvia y pasa de ser niño prodigio de las ciencias matemáticas a niño prodigio de la Ciencia. Su madre, que murió de cólico miserere (2008: 53), no fue una mujer de mucha salud y además, según nos dice ese narrador galdosiano que no pierde detalle, a ―doña Silvia se le malograron más o menos prematuramente todas las crìas intermedias, quedándole sólo la primera y la ultima‖ (53). La primogénita, Rufinita, se nos muestra como una niña normal pero será con Valentín con quien el texto nos vaya desvelando un panorama cada vez más desesperanzador para el futuro de los Torquemada. El benjamìn de la familia era ―Espigadillo de cuerpo, tenìa las piernas delgadas, pero de buena forma; la cabeza más grande de lo regular, con alguna deformidad en el cráneo‖ (54).

El narrador, cargado de una ironía que roza la acidez en algunos momentos, va mostrando el cuerpo del ―heredero‖ de la casa de Torquemada que ―es cosa inexplicable […] o tiene el diablo en el cuerpo o es el pedazo de divinidad más hermoso que ha caìdo en la tierra‖ (59) según comenta uno de sus maestros. El niño, que parecía un viejo, (60) llega a ser tildado de ―monstruo de la edad presente‖ (61) aunque tras caer enfermo de lo que parece una meningitis aguda (68) que le hacía delirar con los ojos entornados (74) nunca llegaremos a saber, al menos no por el narrador que nos cuenta estos secretos de familia, si el niño era —como llega a decir en alguna ocasión— Cristo hecho niño o el mismísimo Anticristo (61). Valentín Torquemada primero, y Valentinico después dan forma humana al miedo que genera el ―bastardeo‖ de la sociedad que, como hemos comentado, lleva a la ruina del ser humano y de la raza. Ya en la edición de 1865 de su celebérrima Higiene del matrimonio, P. F. Monlau comenta —eso sí, incurriendo en algunas contradicciones— que ―para el individuo, heredar es continuar a su padre y a su madre; es heredar sus bienes y recoger a la par la herencia de sus enfermedades‖ (Monlau, 1865: 353) con lo que se reafirma no solo el valor incuestionable de la herencia sino sus implicaciones económicas y sociales.

En el caso de Torquemada, su apellido, su casa, su fortuna, su adquirido título nobiliario del marquesado de San Eloy, se darán de bruces contra un futuro truncado por la enfermedad

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de Valentinico, único hijo de su segundo matrimonio. A pesar de los buenos deseos de Francisco Torquemada con respecto al nuevo Valentín (341, 342) solo hay que echar la vista atrás para ver la sutil manera en que el texto nos desvela, por medio de los sueños de Fidela, los malos augurios que irán haciéndose realidad pues nos relata que cuando ésta bebe vino ―caigo dormida y sueño los desatinos más horripilantes: que la cabeza me crece, me crece hasta ser más grande que la iglesia de San Isidro, o que la cama en que duermo es un organillo de manubrio, y yo el cilindro lleno de piquitos que volteando hace sonar las notas‖ (157). A este efecto podemos citar el clásico trabajo de B. de Viguera que, mientras hace constar el desacuerdo existente entre los fisiólogos de la época al respecto, habla de la influencia de la imaginación de la mujer en el feto ―hasta tal extremo de sellarle con las indelebles marcas de sus sentimientos, antojos, caprichos y pasiones.‖ (Viguera: 1827, 105) para luego esbozar unos ―apuntes sobre los fetos monstruosos‖ en los que habla de fetos unidos, hidrocefalias o acéfalos.

Parece, pues, que si —dejando teorías oníricas a parte— la herencia de la morbosidad es una ley acertada, podemos mirar bajo un prisma distinto al nuevo Valentín que, cuando se nos muestra por primera vez tras haber sido, como su antecesor, un embarazo delicado (374, 375); deja al lector atónito ante la visión que el texto nos presenta: una criatura que se arrastra sobre las cuatro patas, sujeto por bridas y que ―Berreaba, […] movìa sus cuatro remos con animal deleite, echando babas de su boca, y queriendo abrazarse al suelo y hociquear en él.‖ (470) Fue, el heredero de San Eloy del Águila y Gravelinas, un engaño durante el primer año de su vida (p. 471) pues como se nos relata más adelante; tras su primera enfermedad grave

El crecimiento de la cabeza se inició antes de los dos años, y poco después la longitud de las orejas y la torcedura de las piernas, con la repugnancia a mantenerse derecho sobre ellas. Los ojos quedáronsele diminutos […] y fríos, parados, […] El pelo era lacio y de color enfermizo, como barbas de maíz (471).

Los esfuerzos e ilusiones de Torquemada por tener un hijo varón, un Torquemada que borrara el dolor que la pérdida el primer Valentín y que continuara su estirpe y su patrimonio, son meras ilusiones al asistir a los episodios violentos, los mordiscos, los gritos y los pataleos del nuevo Valentín que, curiosamente, también gustaba del vino (472) y poseía un lenguaje indescifrable para todo aquel que no fuera su madre (476).

Pero Valentinico no queda en una mera exposición de síntomas, antes bien, si atendemos a la traducción que en 1895 el higienista y divulgador J. Blanc i Benet hizo de El raquitismo, obra del médico francés J. Comby, observaremos que el último de los Torquemada reúne, curiosamente, más de un síntoma de los que las teorías en boga establecían en el cuadro diagnóstico de esta enfermedad. Este tipo de obras, bajo la influencia de las teorías hereditarias y degeneracionistas, centraron su atención en la infancia en tanto estado inicial de las enfermedades que se pretendía clasificar y atajar. De este modo apunta sobre el cerebro de los raquíticos que

la masa encefálica (cerebro y líquido cefaloraquídeo) es más voluminosa, a veces llega hasta la hidrocefalia. Por esta razón sin duda son tan frecuentes los espasmos laríngeos, las convulsiones (y) los trastornos intelectuales en los raquíticos (94).

Rasgos, todos ellos, que Valentinico atesora; por no ahondar en que a simple vista se observan las lesiones óseas, ―los huesos del cráneo, de la pelvis, del tórax y la columna vertebral, presentan desviaciones, deformaciones, lesiones de superficie que dan a conocer la enfermedad‖ (70) pues ―todo está enfermo en el raquitismo‖ (94) —concluye Blanc i Benet. Sufriera o no de raquitismo el pequeño de la casa de San Eloy, es claro que cumple algunos de

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los síntomas más llamativos de dicha enfermedad cuya etiología, todo sea dicho, aun estaba vinculada según algunos estudios, a la sífilis, a la mala alimentación según otros o al sistema nervioso central; según los más modernos (62-63).

Tenemos constancia de que don Francisco Torquemada reunía algunas de las condiciones más divulgadas de las teorías degeneracionistas y podemos, también, observar la influencia en sus hijos (2008: 477). Sin embargo, los lectores no podemos esperar nada halagüeño de un matrimonio que, como el narrador galdosiano ha hecho notar previamente, también en su componente femenino alberga manifiestas debilidades y enfermizas predisposiciones. Así es, hasta tal punto que compara el segundo matrimonio de Torquemada con las cavernas pulmonares de un tuberculoso (268).

La más pequeña de las Águilas, ya nos ha sido presentada como una niña de ―color anémico‖ y de poco bulto (126) que posee un carácter voluble, pueril y antojadizo pues jugaba con muñecas, comía golosinas estrafalarias (156, 221), rasgos que se acentúan tras el casamiento con Francisco Torquemada: ―Era, pues, de casada, más golosa y caprichuda que de soltera; hacìa muecas de niño llorón, y fomentaba, con el ocio, su ‗ingénita debilidad‘‖ (269), nos explica el narrador.

El infantilismo de Fidela, sus peculiares hábitos alimenticios, su pasión desenfrenada por la lectura de novelas españolas y francesas (295) son manías que contrastan fuertemente con su cambio de actitud tras el nacimiento de Valentinico pues como el narrador explica detalladamente:

Estaba la señora de Torquemada hermosísima, como si una rápida crisis fisiológica hubiera dado a su marchita belleza nueva y pujante savia, [...] Mejoró de color, cambiando la transparencia opalina en tono caliente de fruta velluda que empieza a madurar; sus ojos adquirieron brillo, viveza su mirada, [...] y en el orden moral, si menos visible, no era menos efectiva la transmutación, trocándose lentamente en gravedad el mimo, y en juicio sereno la emotividad traviesa. Vivía consagrada al heredero de San Eloy que, [...] andando los meses vino a ser lo que ordena la Naturaleza, el dueño de todos sus afectos, y el objeto sagrado en que se emplean las funciones más serias y hermosas de la mujer (389).

Este cambio, sin duda nada gratuito, y que la catapulta hasta la categorìa de ―madre insuperable‖ en cariño y solicitud (389-390) hunde parte de sus raíces en los desequilibrios que la propia maternidad genera, en tanto que función principal de la mujer según toda la literatura médica, higiénica y moral de la época. Solo al ser madre, al cumplir con la ley de la Naturaleza a la que el narrador apuntaba más arriba Fidela consigue dejar atrás la ―tensión convulsiva‖ (389) del cariño exacerbado que la desequilibra. La radical transición que Fidela experimenta, especialmente desde su voluble y caprichosa vida prematernal, junto a los accesos emocionales que experimenta a lo largo de toda la historia de Torquemada apuntan en una dirección que, si bien precisa de un profundo estudio por separado dados sus múltiples y ricos pliegues, no quiero dejar de mencionar: la histeria. Constituida en la enfermedad femenina por excelencia, la histeria dio lugar a innumerables estudios, publicaciones y teorías que tienen, por mucho que difieran unas de otras, varios puntos en común. Uno de ellos es el reiterado intento por localizar el foco de la histeria en el cuerpo de la mujer provocando lo que Moreno Mengìbar califica como ―la conexión casi mágica entre histeria y útero, esto es, entre una afección netamente femenina y la propia especificidad orgánico-genital de la mujer‖ (1993: 85). Puesto que la mujer ha sido definida anatómicamente y en oposición a la ―normalidad masculina‖. Lo cierto es que en una época en la que ginecólogos, neurólogos y psicólogos no terminaban de definir los borrosos límites de sus competencias resulta de vital

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importancia recoger testimonios que, como el de Luís Oms, perdurarán durante la segunda mitad del siglo pues cuando habla de ―localizar el sitio del histerismo‖ dice que

no puede hacerse exclusivo a la matriz, se halla sin embargo en el sistema nervioso del aparato genital femenino, y que consiste en una excitación y perversión especial y sui generis de este sistema, que obra simpáticamente en el nervioso general (Oms, 1840: 96).

Los procesos fisiológicos propios de la mujer como la menstruación o la gestación serán siempre considerados como susceptibles de convertirse en estados patológicos (Jagoe, 1998: 307) que coadyuvarìan, de esta manera, al desarrollo ―simpático‖ de estados nerviosos irregulares, la locura o la histeria. Estas afecciones generalizadas por simpatía se tornan de vital importancia cuando encontramos a Fidela, incapaz de sostener a su hijo, convaleciente y débil por lo que Torquemada explica de la siguiente manera: ―—¿Pero tú qué fenómenos tienes? Si dice el doctor que son fenómenos reflejos, exclusivamente reflejos‖ (492-493). La invisible cadena de la ciencia que vincula la mujer a su cuerpo, para que éste acabe dictaminando su comportamiento, se hace patente en la segunda esposa de Torquemada, en quien tenemos un ejemplo inmejorable de las teorìas ―simpáticas‖ de la reflexologìa. Estas establecen ―una estrecha conexión entre la fisiologìa y la patologìa de los órganos genitales y el sistema nervioso femeninos‖ (Jiménez Lucena, 1999: 197) que refrendan y se apoyan en las teorías somaticistas que hemos observado en su hijo Valentín y su esposo, Torquemada. Quedan, de esta guisa, explicadas, las aprensiones y asfixias que Fidela experimenta ―cual si un corsé de hierro le oprimiera la caja torácica,‖ (492-493) y que acaban siendo parte de un proceso mucho mayor, quizá más complejo, pero que un amigo de don Francisco, senador y médico a la sazón, tras interrogar a Fidela ―con exquisita delicadeza y gracejo,‖ diagnostica con tono tranquilizador en los siguientes términos: ―Todo ello no era más que anemia, y un poco de histerismo‖ (491).

Tenemos, pues, ante nuestros ojos una prolija serie de teorías reflexológicas, visiones somaticistas y funciones femeniles entendidas como meros desórdenes ―propios del sexo débil‖ que rubrican el histerismo a manera de corolario de ese conjunto de ―dolencias‖ sin identificar y que dan explicación a los fenómenos fisiológicos que quedan fuera de la concepción androcéntrica de la ciencia. Sandra Harding en su trabajo Ciencia y feminismo (1996) hace notar la importancia que reside en el hecho de que la ciencia se haya constituido como discurso a parte de la sociedad. Ese lugar privilegiado desde el que mirar, analizar y juzgar ha sido uno de los pilares del discurso científico que pretende mostrarse neutro, siempre objetivo. No obstante, Harding da una interesante vuelta de tuerca a este marco inamovible de la ciencia preguntándose ―¿por qué es tabú decir que la ciencia natural es también una actividad social, un conjunto de prácticas sociales, históricamente cambiante?‖ (36). Efectivamente, si atribuimos a la actividad científica, y a su vertiente médica dado el tema que hoy tratamos, ―Si considerásemos la ciencia como una actividad plenamente social, empezaríamos a comprender las múltiples formas en las que, también ella, se estructura, de acuerdo con las expresiones de género‖ (51). Y podemos, asì, entender aun mejor esta red de teorías, políticas y prácticas médicas sobre la mujer, sobre Fidela. Parece, entonces, poco discutible el hecho de que la categoría de género es una gran influencia a la hora de establecer y diagnosticar patologías ahora bien, el texto galdosiano hace gala de una riqueza inusitada que nos sorprende haciendo entrar en juego a un hombre en el terreno de estas enfermedades catalogadas como propiamente femeninas.

Ya sea por la vacilación teórica de la época en torno a la histeria o sea por el carácter social de la ciencia que Harding defiende en sus estudios de género, el hecho es que en las novelas de Torquemada nos encontramos con que Rafael, el único hermano varón de las Águilas,

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tiene algunas tendencias histéricas o, al menos, monomanías con puntos de contacto con algunas de las manifestaciones del variable concepto de histerismo. Si atendemos al trabajo del ya mencionado Baltasar de Viguera de 1827 podemos comprobar la constante vacilación entre los focos de la histeria así como la poco sistemática distinción que lleva a cabo entre histerismo e hipocondría. Según este divulgado autor, la histeria es propia de la pubertad mientras que la hipocondría se da más en la edad adulta, especifica la localización de la primera en la matriz de la mujer mientras que las afecciones en el hombre son en el hígado y en el bazo; a esto se le debe añadir la expansión y buen ánimo constante de la una en contraste con el humor mustio del hipocondríaco o la distinta calidad de las funciones gástricas en unos y otras (106-114). En este rudimentario esbozo médico de principios del XIX podemos encontrar algunas de las manifestaciones que Rafael del Águila exhibe a lo largo de las novelas de su repudiado cuñado Francisco Torquemada pues en el hermano ciego de Fidela y Cruz encontramos numerosos accesos de melancolía. La añoranza de tiempos pasados que evoca como gloriosos en su familia: ―¡Ah! Cruz y tú, que conserváis la vista, habéis perdido la memoria. En mí sí que vive fresco el recuerdo de nuestra casa...‖ (222). El cambio de estado familiar, verse bajo el mando y el apellido del bruto Torquemada exaspera al mediano de los otrora ilustres Águilas provocando en él esa melancolía impropia de un hombre en sus cabales que vive en su imaginación los tiempos pasados como su hermana le recrimina:

Déjame, déjame que me aparte de este mundo y me vuelvo al mío, al otro, al pasado… Como no veo, me es muy fácil escoger el mundo a mi gusto.

— Me entristeces, hermano. Digas lo que quieras, no puedes escoger un mundo, sino vivir donde te puso Dios (223).

No podemos determinar si Rafael es un hipocondríaco según Viguera o un histérico en potencia. Tampoco Luís Oms (1840), quien coincide parcialmente con Viguera en sus reflexiones sobre las enfermedades de las mujeres, nos sirve para emitir un diagnóstico sobre el invidente cuñado de Torquemada pero el pilar de la teoría degeneracionista, la herencia, sí se erige una vez más como factor fundamental que el narrador galdosiano, nunca al azar, ha hecho notar en la segunda parte de Torquemada en la cruz. Los antecedentes paternos ejercerán sobre Rafael una innegable influencia que acabará por marcar el destino suicida del único hermano varón de las Águilas así como su cambiante y taciturno carácter, no en vano se nos dice: ―A papá le quitó de la mano don José Donoso el revólver con que querìa matarse… Murió de tristeza cuatro meses después… ¿Pero qué, lloras? ¿Te lastiman esos recuerdos?‖ (223). Estas líneas resultan de gran valor a la hora de entender los impulsos maníacos de Rafael que, entre otras muchas manifestaciones, siente una profunda aversión hacia su sobrino Valentinico hasta el punto de que ―Fue tan vivo una tarde el instintivo aborrecimiento a la criatura, que por apartarla de sí con prontitud para evitar un acto de barbarie, a punto estuvo de dejarla caer al suelo‖ (401). La temida barbarie sirve de etiqueta a todo aquello que la ciencia aun es incapaz de catalogar y homogeneizar bajo la concepción burguesa del sujeto sano, física y moralmente: ―lo normal‖. Las alteraciones de Rafael, melancólico de trasnochados ecos románticos, hombre desubicado físicamente por su ceguera y socialmente por su apego al pasado familiar, arranca en sus vaivenes presa de la más notoria neurosis que le lleva a reír alocadamente:

[…] Rafael está enfermo, muy enfermo.

— Pues si esta mañana se reía como un descosido.

— Precisamente… ese es el sìntoma. […]

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— Lo mejor — indicó Fidela ocupando su asiento en la mesa, y mirando con sereno y apacible rostro a su marido–, será llamar a un médico especialista en enfermedades nerviosas… Y cuanto más pronto mejor… (281).

Las instrucciones al tacaño Torquemada son claras por parte de las hermanas de Rafael: ―—No podemos consentir que tome cuerpo esa neurosis‖ (281) temiendo que se trate de lo peor. Fuere un caso de ―hiponcondrìa‖, una vulgar ―monomanìa‖ o una simple depresión del estado nervioso el fantasma del histerismo aparece al final de este capítulo cuando Fidela propone una solución muy singular: ―—Pues en vez de llamar al especialista, llevamos a Rafael a Parìs para que le vea Charcot‖ (282). Esta alusión al celebérrimo médico francés que, como bien documenta Didi-Huberman, se convierte en el director del hospital de la Salpêtrière y en la mayor autoridad en los estudios sobre histerismo de la época, hace entrar en liza la posible histeria de Rafael la cual si bien no puede ser confirmada, ha de pertenecer a una de las enfermedades que Giné i Partagás estudia y escalona en su trabajo de la manera siguiente: melancolía, extasis, manía, locura, delirio y demencia, pudiendo ser simples o compuestas (Campos Marín, 2000: 12). Sin embargo lo realmente relevante para nuestra lectura de estas filtraciones de los discursos médicos en el relato novelístico es la manera en que la enfermedad, antes bien, lo considerado anormal; se instituye como dispositivo de conocimiento con miras a diversos fines: mejora y control social, depuración de la raza, pervivencia del capital, diseño de políticas, etc. De ahí que resulte tan amargamente irónico que Francisco Torquemada, diputado, declarado positivista (55) y discípulo de la higiene (319) no solo sea portador de cierto atavismo que le lleve a la ruina física sino que aloje en su propia casa a toda una saga abocada al más profundo de los fracasos existenciales. Todo ello lo alinea junto a los discursos más pesimistas alimentados por las ansiedades degeneracionistas que toman forma de cataclismo social en las palabras del suicida (255-256) Rafael del Águila: ―Si no viene pronto el cataclismo social, será porque Dios quiere que la sociedad se pudra lentamente, y se pulverice toda en basura para mayor fertilidad de la flora que vendrá después‖ (400).

Esa naturaleza que se nos muestra desde todos los rincones del texto como la fuerza inquebrantable, ―[…] la madre, la médica, la maestra y novia del hombre...‖ (544), se impone en las vidas de los personajes que el narrador galdosiano va retratando a medida que sus vidas y sus patologías se funden en símbolos de un naturalismo aun por explotar y en los ecos del degeneracionismo cuya alargada sombra alcanzará los primeros años del siglo XX. Es gracias a estas coordenadas médicas y otras muchas que esperan su estudio por las que podemos arrojar renovada luz sobre la obra galdosiana. Herencia, degeneración, raquitismo, hipocondría e histerismo se convierten en hilos que ayudan a leer las novelas de Torquemada. La enfermedad, como estado de carencia de salud, puede verse como un mero hecho narrativo que acontece a los personajes, una parte más del relato pero si, como Galdós en su discurso de ingreso a la Real Academia, entendemos y examinamos las condiciones del medio social como generadoras de la obra literaria (Galdós, 2004: 108) es posible ver más allá. La teoría degeneracionista, divulgada por toda Europa, pasa a formar parte del relato galdosiano, a impregnar con los ecos de su discurso el devenir de una novela que, como su protagonista, está abocada al trágico final de una saga malograda que no escapa a los miedos y ansiedades de una sociedad convulsa que no termina de reconocerse en sus constantes cambios.

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