LO PROHIBIDO: LA TEORIA DE DEGENERACIÓN EN LO LITERARIO, LO BIOLÓGICO Y LO SOCIAL

Luis Carlos Álvaro González

Lo prohibido (LP) aparece en 1885 (Pérez Galdós, 1971), en plena Restauración, cuando el país ha entrado de lleno en un período de enriquecimiento acelerado, desordenado y desigual. Nuevas capas sociales, representadas por una burguesía liberal y comerciante, desplazan a la antigua nobleza. Los nuevos ricos se constituyen en modelo social. Aparecerán arribistas, especuladores e imitadores sociales, que no dudan en dilapidar pequeñas fortunas, o en vivir muy por encima de sus posibilidades, con tal de figurar y destacar en ese Madrid cortesano de reuniones, cenas, fiestas e intrigas (Montesinos, 1971)

Lo económico y material han de tener su reflejo en lo moral. La sociedad de la Restauración estará plagada de conductas disipadas, de una relajación de las costumbres y la moral previas (Gullón, 1973; Blanco Aguinaga, 1994). El matrimonio, sobre el que se cimienta la estabilidad social, no se disolverá, porque el divorcio está aún lejos de implantarse. Pero será sólo una institución de apariencia, corroída por la infidelidad y por la hipocresía de una sociedad que mira para otra parte. Éste es el tema central de Lo prohibido: el adulterio.

La novela está escrita en forma de memorias, en primera persona, por el propio José María. Esto va a dar vigor narrativo a la descripción, facilitando la cercanía e identificación del narrador con el lector. Transcurre de 1880 a 1884, por lo que al concluirla lo hace en tiempo casi paralelo al real del escritor. La labor de éste se caracterizará, como en el resto de su obra, por lo amplio y detallado de la documentación. Observador que es de su tiempo, minucioso y nada escrupuloso, no vacilará en penetrar en los ambientes más humildes y hasta míseros de Madrid, como hiciera en Fortunata y Jacinta o en Misericordia, o en utilizar sus relaciones y posición social para ilustrarse en acaudalados, nobles y ricos, aunque muchos lo sean sólo en apariencia, como de hecho ocurre en Lo prohibido. Los aspectos médicos y clínicos no son una excepción a la norma de observación y documentación minuciosa que penetra la obra de Galdós.

Si nos centramos en una visión e interpretación de esta novela, resulta evidente la contraposición del plano decadente, social, económico y moral, con el natural, vivo y finalmente triunfante. La naturaleza, con su sencillez, previsible y fiel a sí misma, se alzará sobre los valores contemporáneos de una sociedad en evidente decadencia, degenerada en el sentido que se dio en su tiempo a ―La degeneración‖. Camila y Constantino, tan simples y brutos, deseosos solo de sí mismos y de una descendencia que tardan en recibir, a la que irán dando nombre por cada letra sucesiva del alfabeto, son los auténticos héroes de un ambiente plagado de desgracias, que en su tiempo eran sin duda modernas. El propio José María, reconoce este hecho y se redime a sí mismo: próximo a su fin, compadecido por todos, hace herederos únicos de su fortuna, bien que ya escasa, a su prima Camila y a su esposo; vuelto ya a una relación filial con ellos, queda al fin José María reconciliado.

LA DEGENERACIÓN: TEORÍAS EVOLUTIVAS Y TRASUNTO DE LO PROHIBIDO

La teoría de la degeneración está en pleno vigor en la segunda mitad del siglo XIX. Se populariza en literatura, con la escuela naturalista francesa y Zola como principales defensores y divulgadores. Explica que existen familias, estirpes biológicas, marcadas por

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estigmas de enfermedad y deterioro, físico y mental. Sería progresivo e irreversible. Se transmitiría, además, a la descendencia. Estaría abocada a la extinción en el curso de algunas generaciones. Sobre este fondo determinista, se cebarían con especial virulencia la pobreza y los trastornos comúnmente asociados a ella: tóxicos (alcoholismo), derivados de falta de higiene y hacinamiento (tuberculosis, sífilis, diarreas) y sociales. En este sentido, la sociología de la época es afín a las teorías de degeneración. Se extienden con particular aceptación al terreno de la criminología: la escuela italiana de Lombroso establece un auténtico mapa fenotípico de los criminales. La presencia de determinados rasgos físicos sería un predictor inequìvoco de conductas delictivas. Se tratarìa nuevamente de auténticos ―degenerados‖, tarados físicos y mentales, no sólo condenados a la extinción biológica, sino también seguros delincuentes. La propuesta ―terapéutica‖ para éstos no podìa ser otra que la reclusión y aislamiento (Álvaro, 2006).

Galdós no es ajeno a estas tendencias naturalistas, que integrará en el realismo de su obra. El escritor es un auténtico conocedor de su tiempo, por oficio y vocación. Como intelectual no elude el compromiso y buscará un fin reformista, con propuestas que son la consecuencia natural de su observación detallada, de su diagnóstico social. Sus criaturas, especialmente las más débiles, están dotadas de un hálito de naturalidad, de una viveza y fuerza que les hace destacar sobre un fondo social corrupto, realmente degenerado en lo moral. Así ocurre con muchos de los personajes de su obra, por lo que Lo prohibido no hace sino continuar esa trayectoria. Camila y Constantino serán aquì los representantes de lo humilde y natural. ―Lo degenerado‖ afectará a la familia entera de los Bueno de Guzmán, incluida la propia Camila, que no obstante se sobrepondrá y saldrá victoriosa, gracias precisamente a su fidelidad a lo sencillo y natural. Veamos como plantea el autor la degeneración en esta obra, con su transmisión y herencia de estigmas y taras.

El propio José María, iniciada la novela, describe los que llama sus desórdenes nerviosos, ansiedades y miedos imprecisos, que son episódicos, sin que él sepa muy bien a qué atribuirlos. Son ciertamente graves, porque mientras duran le incapacitan y aíslan. Su tío Rafael, que un momento antes se nos ha presentado como gran conversador y divagador, se apresurará a interpretar los males del sobrino, y a pormenorizar los del mismo estilo que han ido lastrando a su familia toda.

Los males y angustias de José María surgen en el contexto de un trastorno de fondo ansioso, neurótico sin duda con el sentido actual del término:

Desde niño padecía yo ciertos achaquillos de hipocondría, desórdenes nerviosos, que con los años habían perdido algo de su intensidad. Consistían en la ausencia completa del apetito y del sueño, en una perturbación inexplicable que más parecía moral que física, y cuyo principal síntoma era el terror angustioso, como cuando nos hallamos en presencia de inevitable y cercado peligro. Con intervalos de descanso melancólico, mi espíritu experimentaba aquel acceso de miedo inmenso que la razón no podía atenuar, ni la realidad visible combatir; miedo semejante al que sentiría el que cayéndose sobre la vía férrea y no pudiendo levantarse, viera que el pesado tren se acercaba, le iba a pasar por encima (Lo prohibido: 51).

Aparecerán en distintos momentos de la obra, con especial virulencia al tener que afrontar situaciones emocionales difíciles, de frustración pasional y amorosa. Su tío se apresura a buscarle una causa, que relaciona con el exceso de actividad mental que los tiempos exigen: ―Dìjome primero en su festivo exordio que aquello era el mal del siglo, el cual forzando la actividad cerebral creaba una diátesis neuropática constitutiva en toda la humanidad‖ (51). Al hacerlo, en su discurso introduce el término diátesis neuropática, tecnicismo que refleja con precisión las teorías usadas entonces para explicar estos desórdenes nerviosos. Implicaba, por

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una parte diátesis, es decir, predisposición, sin duda hereditaria; por otro lado, afectación de sistema nervioso y de sus funciones de relación. Se verá mejor en las páginas siguientes, en las que da detalles pormenorizados de la afectación nerviosa, con su reflejo en la conducta, en sucesivos miembros de su familia. Rafael nos cuenta que el tecnicismo se lo acababa de decir, la noche anterior, Augusto Miquis, el médico que sabemos hoy ―alter ego‖ de su gran amigo e ilustre pediatra, el doctor Manuel Tolosa Latour. Miquis aparecerá en varias novelas, con especial protagonismo en La desheredada. Es muy probable que el dato novelesco sea real, dado el estrecho contacto entre Galdós y el pediatra. Bien informado, Don Benito pone en boca de Rafael el rasgo transmisible de ese mal: ―Hacía hincapié mi tío Rafael en dar a mi dolencia la importancia histórica de un mal de familia, que se perpetuaba y transmitía en ella como en otras el herpetismo o la tisis hereditaria‖ (51-52).

No hay duda del conocimiento del autor de las teorías de degeneración de la época: así lo atestiguan no sólo la cita del carácter hereditario, sino también la de enfermedades como la tisis, la tuberculosis o el herpetismo. Con este término se hacía referencia a enfermedades con afectación cutánea que incluían las tóxicas, las carenciales o la propia sífilis, trastornos todos ellos vinculados a la susceptibilidad de los pacientes y estirpes afectados de degeneración, tal como explicamos más atrás.

A continuación, el protagonista y narrador dará cuenta pormenorizada de las alteraciones de su familia. El aspecto común destacable es la extravagancia de sus conductas. No nos aporta muchos detalles de su patobiografía, aunque llegamos a conocer la reclusión de algunos miembros y la limitación social y familiar que a otros les impone. Por ello, deducimos que el trastorno, además de hereditario, es severo y traspasa la teatralidad mostrada por los afectados.

En la introducción al trastorno familiar que hace Rafael, tampoco deja dudas la tara familiar:

Todos padecemos, en mayor o menor grado […] los efectos de una imperfeccioncilla nerviosa cuyo origen se pierde en la crónica obscura de los primeros Bueno de Guzmán de que tengo noticia […] todos han tenido una flaqueza; llámala si quieres chifladura, bien pasión invencible que les ha descarrilado la vida, bien manía más o menos rara que no afectaba a la conducta […] por esto […] en nuestra familia […] ha habido tantos hombres desgraciados. No han faltado en la raza tragedias lastimosas, ni enfermedades crónicas graves, ni los manicomios han carecido en sus listas de los apellidos que llevamos (52).

Sus consecuencias son detalladas para los distintos miembros de su familia, desde sus ancestros hasta su propia descendencia: Raimundo, un varón extravagante, dependiente y ciclotímico, y sus tres hermanas, las tres primas de José María:

Mi abuelo, bisabuelo tuyo, era un hombre que a lo mejor se envolvía en una sábana y andaba de noche por las calles de Ronda, haciendo de fantasma para asustar al pueblo.

Tu abuelo, hermano de mi padre, se hizo construir un panteón magnífico para él solo […] pero en el testamento dispuso que le fueran poniendo al lado los cuerpos de todos los niños pobres que se murieran en Ronda. Y así se hizo […] tenía pasión por los niños ajenos […] fue el primer galanteador de la época.

Tu tío Paco, hermano también de mi padre, no tuvo otra manía que criar gallinas y encuadernar. Coleccionaba papeletas de entierros y hacía libros con ellas.

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Tu papaíto, hijo del del panteón […] fue el hombre más guapo de Andalucía […] fue también el primer enamorado de su tiempo […] le gustaban todas […] y en todas encontraba algún incitativo melindre.

Vamos ahora a mi rama. Mi padre se sabía el Quijote de memoria, y hacía con aquel texto las citas incomparables, las citas más oportunas.

De mis hermanos […] Javier […] tuvo, como tú, esas melancolías, ese temor de que se le caía encima un monte. De pronto le entró la manía mística, dando en la flor de tener éxtasis y visiones […] Estudió en el seminario de Baena […] hasta que […] ya sabes que se fugó del seminario y se casó con una aldeana. Fue dichoso […] no padecía más que unos ataques de dentera, que le hacían sufrir mucho. Su mujer paría siempre gemelos.

Mi hermano Enrique tenía un carácter grave […] delicadezas de mujer y un horror invencible a las aceitunas… empezó a caer en melancolìas. Le acometió la idea de que no podía casarse, por carecer de facultades varoniles […] Acabó en el manicomio de Sevilla a fines del 54.

Mi hermana Rosario no dio más señales de la infección hereditaria que el tener toda su vida violentísimo odio a los perros […] En su hijo Jesús aparece pujante el mal. Es un ser inocentísimo que se pasa la vida escribiéndose cartas a sí mismo.

De mis hermanos sólo quedamos Serafín y yo […] Pues Serafín ha adquirido la manía […] no me atrevo a llamarla de otro modo […] de coger con disimulo tal o cual objeto que ve en las casas de visita, metérselo en el bolsillo […] ¡y llevárselo! No sabes los disgustos que hemos tenido.

… yo en ciertas ocasiones crìticas, a raìz de un trabajo excesivo o de un disgusto, he sentido […] así como si me suspendieran en el aire. No lo entenderás, ni lo entiende nadie más que yo. Voy por la calle y se me figura que no veo el suelo por dónde ando; pongo los pies en el vacío […] Al mismo tiempo experimento la ansiedad del que busca una base sin encontrarla […] pero ando, ando y aunque creo a cada instante que me voy a a caer, ello es que no me caigo. La suspensión, como yo llamo a esto, me dura tres o cuatro días, durante los cuales no como ni duermo; luego pasa, y como si tal cosa.

Así es mi hijo Raimundo: un pasmoso talento improductivo […] un soñador, un enfermo de hidropesía imaginativa […] Tres o cuatro cerebros dentro de un cráneo no pueden funcionar sin estorbarse y producir un zipizape de todos lo demonios.

Paso a mis tres hijas… Marìa Juana, mi primogénita […] ¡Qué buen juicio, qué seriedad de carácter, qué vigor de creencias y opiniones! […] De cuando en cuando le entran misantropías, cefalalgias, y sufre la inexplicable molestia de cerrar fuertemente la boca por un movimiento instintivo que no puede vencer […] se figura tener un pedazo de paño entre los dientes, y que se ve obligada, por una fuerza superior a su voluntad, a masticarlo y triturarlo hasta deshacer el tejido y tragarse la lana. Fíjate bien y verás que es un suplicio horrible. Desde que se casó estos ataques son poco frecuentes.

Eloísa tiene horror a las plumas, no a las de escribir, sino a las de las aves, y por tanto horror a todo lo volátil. Pregúntale sobre esto y te dirá que la acompaña […] la penosa sensación de tener una pluma atravesada en la garganta sin poder tragarla ni expulsarla. Es terrible, ¿verdad? En la mesa no hay quien la haga comer un ave […].

Acabado el detallado relato de taras familiares, será José María el que intervenga, para expresar la sensación de alivio que le queda tras la escucha, que adivinamos atenta y creativa:

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Fenómeno singular, que recomiendo a los médicos para que se acuerden de él cuando les caiga un caso de neurosis: lo mismo fue acabar mi tío aquel prolijo cuento, historia o pliego de aleluyas de la calamidad que te aflije […] me sentí aliviadísimo de la parte que me correspondía por fuero de familia, y este alivio fue creciendo en términos que un rato después me encontraba completamente bien. El ataque había pasado como nube arrastrada por el viento (59).

Volviendo a la descripción de los males de familia, cuatro son los rasgos generales que destacan entre la plétora de detalles aportados en la novela:

1— La extravagancia de las conductas, sobresalientes más por su teatralidad que por los logros en el cumplimiento de objetivos o de sueños familiares de brillantez social y grandeza.

2— Las depresiones, algunas de ellas encubiertas entre rasgos de hiperreligiosidad, casi místicos. Alcanzan tal grado y persistencia, que llevan a la reclusión de algunos miembros.

3— La hiperactividad y pretenciosidad de miras de sus miembros, ejemplificados en Raimundo, ―cuatro cerebros en un cráneo‖. Lo cierto es que su fracaso social es palmario: incapaces de centrar y dirigir a buen puerto sus capacidades, terminan aislados, dependientes y con una chispa de ingenio e ironía que les hace gratos a sus generosos sostenedores. En esto, recuerdan a los bufones de otras épocas.

4— Características de inmadurez juvenil, con muy baja tolerancia a la frustración y respuestas desproporcionadas que incluyen la amenaza de suicidio. El miedo irracional a objetos concretos, como las plumas, puede ser contemplado en este mismo apartado.

En conjunto, estos rasgos son constitutivos de conductas ciclotímicas, en algunos miembros de severidad manifiesta, tanto en la fase de hiperactividad como en la depresiva de inhibición. Su pérdida de contacto con la realidad, su delirio incluso, insinuado o mencionado directamente como en el caso del ―mìstico‖, presentan caracterìsticas psicóticas, por lo que es probable que un trastorno bipolar, maniacodepresivo, sea una de las formas de expresión de la reconocida degeneración mental de esta familia. La pérdida de capacidades mentales, la demencia en fin, era a la postre el conjunto de trastornos que incapacitaban al individuo y le convertían en un alienado social. La herencia se cebaba en algunas estirpes, y era la causa directa de tragedias familiares como la de los Bueno de Guzmán.

La misma merma de facultades mentales, con repercusión social y familiar, la veremos en otras novelas suyas. Es obligado citar aquí a Maximiliano Rubín, el marido de Fortunata, que acabará en Leganés, con un trastorno delirante que ha sido etiquetado de esquizofrenia paranoide en la bibliografía (Ullman, 2006; Garma, 1954), aunque ni la sífilis ni una historia familiar neurológica abigarrada eran ajenas a este personaje. En la misma novela de Fortunata y Jacinta, aparece representado el otro aspecto que junto al hereditario es intrínseco a lo degeneración: las taras ambientales, concretamente el alcoholismo, magistralmete descrito en otro de los personajes secundarios, Mauricia, la pobre víctima amiga de Fortunata, que fallecerá de cirrosis hepática (Álvaro, 2007).

Al lado del trastorno degenerativo, familiar, severo e incapacitante, encontramos en la saga de degenerados de Lo prohibido cambios emocionales bastante menos graves. Los personifica Camila, con su inmadurez irreflexiva, que le conduce a conductas suicidas, aunque tal como su padre apunta, ya se le pasará, ya madurará (―ya sentará la cabeza‖), algo que de hecho ocurre en la novela. Esta afectación ―menor‖, pasajera incluso por su reversibilidad, representa el lado natural y victorioso de la novela. Lo médico discurrirá paralelo a lo moral, de modo que el personaje de Camila superará la tara familiar y sobrevivirá al fondo degradado en lo moral, social y familiar. Los humildes en Galdós encierran los auténticos valores de una sociedad en decadencia, en la que lo degenerativo clínico no es más que metáfora de lo social.

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Su canto de esperanza, y su creencia reconocida en el pueblo, se hacen particularmente notorios al dotar a la sencilla Camila de la capacidad de sobreponerse a la tara familiar y hereditaria que lleva en su sangre. En una dimensión diferente a Dostoiewski (cuya obra conoció de primera mano por su amante Emilia Pardo Bazán, que introdujo a los clásicos rusos en España), cree también en los humildes, en aquél penetrados por la fe cristiana, en Galdós por valores morales y éticos primigenios. La lealtad a estos, la voluntad de no traicionarlos, será el motor que les permita sobrevivir primero, superponerse después a las adversidades, incluida la hereditaria, ser reconocidos finalmente.

LAS NEUROSIS Y LO DEGENERATIVO EN LA MEDICINA DEL SIGLO XIX

Vemos que en la novela el término ―neurosis‖ se utiliza con un sentido diferente al que posee hoy esta acepción. Galdós, de acuerdo con las teorías y conocimientos médicos de su época, la superpone a afectación neurológica, al compromiso de las funciones mentales, como consecuencia ya de trastornos diversos adquiridos, ya de la degeneración heredada. Se trataría por tanto, de una expresión genérica, síndrómica. El neurótico sería el marcado por la herencia para perder su capacidad mental, en diferentes formas clínicas y grados. Esta idea se repite en varios fragmentos de la obra, como en el ya citado parlamento del tío Rafael sobre los males de su estirpe: ―Si es preciso que también descubra y señale en Camila una puntada de neurosis, no encuentro otra merecedora de tal nombre que querer a ese bruto‖ (58). Unas líneas más abajo, aparece nuevamente la palabra ―neurosis‖. Esta vez es José Marìa el que se la aplica a sì mismo. Lo hace refiriéndose a su padecimiento familiar, ―la neurosis‖, que le ataca de manera intermitente: ―Fenómeno singular, que recomiendo a los médicos para que se acuerden de él cuando les caiga un caso de neurosis… El ataque habìa pasado como nube arrastrada por el viento‖ (59).

En el citado fragmento del discurso del tío, resulta particularmente llamativo el efecto catártico, aliviador, no ya en él mismo, emisor, sino en el receptor, José María. Éste recomienda a los médicos su práctica ―cuando les caiga un caso de neurosis‖. La terminologìa ―cuando les caiga‖ forma parte de la jerga médica, más que de los tecnicismos, y se mantiene ciertamente muy actual. Hace referencia a la dificultad, desafío y punto de maldición que suponen los casos difíciles para el médico. Que el escritor la utilice de modo tan preciso y adecuado, es en nuestra opinión un dato muy de tener en cuenta para describir la transmisión directa que se le hacía de referencias sobre lo médico. Al margen de ello, el alivio que el discurso produce en el escuchante deriva sin duda del conocimiento del origen familiar de su mal. La herencia sería inevitable, un destino o maldición que explicaría su padecimiento. Le hacía entender el origen de la enfermedad o tara, y le liberaba de toda culpabilidad. De aquí que se reconozca la importancia de conocer y diagnosticar los males degenerativos, considerados inevitables e irreversibles, pero que descargarían de toda culpa —etiología o causalidad diríamos hoy— al individuo.

La neurosis, que no es más que el trastorno degenerativo en el siglo XIX, tiene expresividad clínica amplia. La más constante es en forma de alteraciones de conducta y emocionales; pero no es la única. De hecho, vemos aparecer trastornos del movimiento en una de las primas del personaje central. Se trataría de María Juana, la mayor y la más calculadora y cerebral de las hermanas, tal como nos la presenta su padre al pasar revista a los males de familia. La descripción la encontramos luego en otras partes de la novela. Así por ejemplo, cuando María Juana es sometida a presión ambiental aparece el movimiento bucolingual: ―aquella maldita neurosis que consistía en suponerse con un pedazo de paño entre los dientes… ¡Y un fatal instinto la obligaba a masticarlo! ¡Pobrecita!‖ (427). De nuevo se usa el término neurosis, esta vez para referirse a un movimiento involuntario. Éste compromete a la musculatura bucolingual, es de tipo masticación o chupeteo, inevitable, aunque ciertamente episódico

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también, como el mal del propio José María, y muy cercano en su aparición a las sobrecargas emocionales; superadas éstas, sería controlable o remitiría. El movimiento se corresponde con una diskinesia bucolingual, de tipo coreico. No se nos ofrecen detalles clínicos para llegar a un diagnóstico causal más aproximado, aunque por la época, edad e historia familiar se presumen como más probables un origen infeccioso (estreptocócico, corea de Sydenham), degenerativo (corea de Huntington o formas ―like‖, similares), o tóxico (metales pesados de la época).

Dato relevante también, es que el mismo personaje de María Juana sufría cefaleas. Su padre nos dice que de cuando en cuando le entran cefalalgias. De nuevo hay escasez de datos clínicos. Esto es particularmente llamativo en un capítulo como el de las cefaleas, del que el autor tenía experiencia propia, como migrañoso severo que era. Su experiencia y conocimientos, muy documentados y acreditados, tal como se ha registrado en la bibliografía (Álvaro, 2007; Garma, 1954; Ullman, 1974), se hacen presentes especialmente en Fortunata y Jacinta. Allí vemos a los tres hermanos Rubín, incluido el menor, Maximiliano, esposo de Fortunata, afectos de diversas formas de jaqueca o migraña, con aura y sin aura, con sus desencadenantes, y con referencia pormenorizada tanto a la historia familiar como a diversos tratamientos, actualizados para su época. Si en Lo prohibido se pasa tan de puntillas por este capítulo, probablemente sea porque el escritor se muestra reticente a insistir en un mal que él mismo padecía, y a vincularlo con un trastorno degenerativo y familiar, en el que de modo natural no debía encontrarse cómodo como potencial afecto.

A CERVANTES POR D. RAFAEL BUENO DE GUZMÁN: INTERPRETACIÓN CLÍNICA DE LA LEVITACIÓN

La influencia de Cervantes en Galdós es patente. Se sigue en diversos trabajos del autor. En ellos, los nombres de personajes, su procedencia manchega o su ideario hidalgo, idealista y fantasioso, constituyen una referencia directa, cuando no un homenaje, a Cervantes.

En Lo prohibido se rastrea de forma también directa, pero crítica. El personaje de Raimundo, el primo mezcla de genio, bufón y excéntrico, critica precisamente el idealismo de los caballeros, tan alejado de la realidad presente. Le responsabiliza nada menos que de los males del país, especialmente del retraso social y técnico. Creemos, no obstante, que lo cervantino penetra en el autor hasta alcanzar sus descripciones clínicas. En concreto, el padecimiento de Rafael Bueno de Guzmán muestra paralelismos evidentes con el de El licenciado Vidriera cervantino. Hemos visto más atrás cómo el mismo Rafael describe su mal, antes de que lo haga su sobrino José María al presenciarlo, mediada la novela:

[…] la causa de su trastorno era el mal de familia, que le atacaba en forma de un fenómeno de suspensión. Parecíale que le faltaba suelo, base, que se iba a caer […] Pero pronto pasaría, sí […] se me antojó que detrás del síntoma nervioso de suspensión había otra causa. Estos jaleos espasmódicos suelen provenir de lo que menos se piensa […] al fin se lo saqué […] había tenido pérdidas considerables y no podía veranear […] (280).

y también más avanzado el texto:

[…] mi tío Rafael […] la diátesis de familia se cebaba en él en aquélla evolución postrera. Estaba suspendido todo el día, y no se atrevía a salir a la calle porque el suelo era siempre poco para él. A ratos se le antojaba ser una de esas figuras de yeso que venden los italianos de santi boniti barati, y creía ser elevado por la calle en el borde de una tabla, mirando a dos varas de sus pies el suelo en marcha, y él quieto,

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siempre en la orilla de la tabla, inclinado para caerse y sin caerse nunca. ¡Qué suplicio¡ (437).

Vemos aquí que el personaje se siente tremendamente frágil, elevado, con miedo irracional a caer. Las similitudes con el licenciado Vidriera son evidentes. Éste se sentía también frágil, hombre de vidrio, atenazado por un miedo atroz a caerse, incluso a los movimientos de tocar, comer o aprehender. Nosotros hemos hecho una lectura crítica de esa obra, a la que remitimos (Álvaro, 2006), en la que concluimos que se trata de un sìndrome de ―girus angularis‖ de origen epiléptico, muy probablemente tóxico, por mercuriales (Blande y cols, 2004).

En Galdós, a diferencia de Cervantes, no se recogen datos de intoxicación, ni de fiebre. El trastorno del tío Rafael es episódico, pero muy relacionado con factores externos emocionales, de los que se hace dependiente. Es en exceso ostentoso y hay un beneficio claro para el personaje al escenificarlo. Su propio sobrino le ayudará a salir y a caminar, le consolará y, en lo que pueda, le proporcionará ayuda económica. Con criterios actuales se trataría de un síndrome conversivo, adoptando la forma de alteración de la percepción corporal y levitación. Un desafío para el mundo de la neurología y el de la psiquiatría, que deben aún describir este síndrome en un paciente conversivo, no así en un epiléptico como el caso cervantino, al estar esta etiología entre las descritas como causa de sìndrome de ―girus angularis‖.

DEPRESIÓN Y PSEUDODEMENCIA

La depresión está presente desde los comienzos de la novela, cuando José María nos pone al corriente de sus achaques cíclicos, que cursan con ánimo depresivo. Está convencido de que la diátesis de familia le ―ataca los pìcaros nervios‖ (Pérez Galdós, 1971: 232), de modo que en algunos períodos de tiempo es incapaz de mantener su vida social y familiar:

Sentía una imperiosa necesidad de estar solo. La tristeza reclamaba todo mi ser, y tenía que dárselo, aislándome. Conocí que venía sobre mí un ataque de aquel mal de familia que de tiempo reclamaba su tributo en la forma de pasión de ánimo y de huraña soledad. Y lo que había visto y sentido en tales días era más que suficiente motivo para que el maldito achaque constitutivo se acordara de mí. En la soledad de aquella noche y de todo el día siguiente tuve un compañero, Carrillo, cuya imagen no me dejó dormir. El ruido de oídos, que me martirizaba, era su voz […]

Los días se sucedían lentos y tristes, sin que yo quebrantara mi clausura. No recibía a nadie, y si mis íntimos amigos o mi tío Raimundo iban a acompañarme, hacía lo posible porque me dejasen sólo lo más pronto posible […] La desilusión, agrandándose y abriéndose como una caverna, hizo en mi alma un vacío espantoso. No era posible engañarme sobre esto (228-229).

En sus palabras reconocemos con facilidad síntomas de bajo ánimo, de desinterés por su entorno y actividad, de apatía, anhedonia, sensación de minusvalía y culpabilidad. El diagnóstico de depresión se hace así evidente (American Psychiatric Association, 2000).

Algo más adelante, José María nos hablará de una exageración o utilización de su depresión, consciente ya del final cercano de la misma y con él del retorno de su equilibrio emocional:

Dos semanas estuve encerrado. Eloísa me mandaba recados todos los días. Yo exageraba mi enfermedad, fundando en ella mil pretextos para no salir de casa … era un doble hastío, un empacho moral y físico lo que se había metido en mí; arte del

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demonio, sin duda, pues yo no lo podía explicar… le rogué que no hiciera caso de palabras dictadas por mi tristeza, por el mal de familia […] atribuyendo mis desvarìos a los pìcaros nervios y a la diátesis de familia … Volverìan, pues, mis afectos a ser lo que fueron, cuando se restableciese mi equilibrio (233-234).

El desencadenante de esta fase es sin duda su amor adúltero por Eloísa, cuyo marido, Carrillo, que se consideraba amigo fiel de José María, acaba de fallecer. De ahí las dudas de éste, su culpabilidad, su angustia, y hasta sus recelos por Eloísa, con la que se muestra distante y duro, bien que esperanzado en la vuelta a sus sentimientos previos. La teatralidad de parte de los síntomas, por cuanto tienen de uso interesado y manipulación de su entorno, y el periodo sintomático descrito, de sólo dos semanas, dejan dudas sobre la verdadera entidad de la depresión. Sin embargo, junto a estas fases de lo que podríamos etiquetar hoy como depresión ansiosa reactiva, presentes en varios momentos de los 4 años en los que transcurre la novela, hay un momento en el que se alcanza un punto álgido de la clínica depresiva cíclica. Viene a suceder en la última parte de la novela, cuando en la vida de José María concurren dos circunstancias adversas: por un lado, el rechazo firme de Camila, a la par que sus desvaríos llegan a oídos de su esposo Constantino, su antes amigo y ahora amenazante esposo; por otra parte, pérdidas económicas importantes, consecuencia de su desidia y de la avaricia sin fin de sus colegas de Bolsa:

[…] todo este mal venía sobre mi propia conciencia. Pensad cuanto me lastimarían peso y dolor tan grandes, añadidos a los de mi pasión loca y al estado de desaliento en que me encontraba. No me preguntéis que hice, en orden de negocios, en aquella cruel temporada […] yo mismo lo ignoraba, y a no ser por las consecuencias, seríame muy difícil dar aquí cuenta clara de mis operaciones. Varias veces pronunciaba los sacramentales doy y tomo sin saber ni lo que daba ni lo que tomaba. Barragán me dijo que era preciso ponerme curador, y creo que no le faltaba razón […] Sentíame muy mal, agobiado, decaído, sin fuerzas para nada, la memoria padeciendo horribles eclipses, la inteligencia envuelta en niebla, la palabra muy torpe […] La soledad horrible de mi vida me iba acorralando cada vez más, poniéndome fosco y encariñándome con la fea muerte (435-437).

Los sentimientos de tristeza y muerte, tan palmarios, van asociados a un deterioro cognitivo que por el propio relato colegimos afecta al menos a cuatro esferas: a la memoria, a la atención, a la capacidad de planificación y ejecución, al lenguaje incluso. El compromiso o repercusión funcional son evidentes también. José María se siente tan triste, que se muestra incapaz de recordar sus actos en Bolsa, de retener información básica de llegada inmediata; no puede siquiera planificar sus acciones, organizarlas de manera inteligente. Incapaz de tomar decisiones críticas con su dinero, en momentos por añadidura de crisis económica, algunos de sus colegas sabrán aprovechar la ocasión para hacer leña del árbol caído y esquilmarle. La consecuencia será su ruina económica.

En conjunto, el cuadro clínico descrito suma a una depresión un deterioro cognitivo, evidentemente secundario, constitutivo por tanto de una pseudodemencia (Wharton, 2005). La confirmación diagnóstica la proporcionaría la resolución simultánea o paralela de ambos cuadros, la depresión y el deterioro cognitivo. De otro modo, la secuencia bien podría ser inversa, y asistir en realidad a una depresión en el contexto de una verdadera demencia. No parece que ese sea el caso, según deducimos de la lectura del libro. Lamentablemente, José María evolucionará mal, no sólo en lo económico, también en lo físico, al sufrir un accidente cerebrovascular, como especificaremos más abajo. Por tanto, el autor nos hurta la prueba diagnóstica decisiva.

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Detalle de interés es también la historia familiar de depresión, ya citada en varias ocasiones, que hemos encuadrado en el contexto evolutivo e histórico de lo degenerativo, mental y físico. Recordemos asimismo los ataques de levitación y miedo a caer del tío Rafael. Pues bien, éstos solían precederse o acompañarse de clínica depresiva, de diferente grado de intensidad, al igual que ocurría con José María:

Y para que se vea qué extensiones y qué horizontes nos ofrece la vida humana, aún encontré un hombre que parecía más desesperado que yo. Este hombre era mi tío Rafael, que ya no hablaba, no iba de caza, y sus ojos, más que fuentes eran una traída de aguas, y había envejecido diez años en tres meses, y estaba como chocho, con manías y mimosidades pueriles. La diátesis de familia se cebaba en él en aquella evolución postrera (437).

La depresión del tío es igualmente grave, incapacitante, episódica, con desencadenante reactivo; cursa con conductas asociadas bizarras, que incluyen la levitación, que expusimos antes y que hemos interpretado desde una perspectiva neurológica, neuropsiquiátrica si queremos ser exactos.

EL ACCIDENTE CEREBROVASCULAR AGUDO DE JOSÉ MARÍA

Marca la fase final de la obra. Desesperado por el rechazo de Camila, y también del esposo de ésta y antes amigo fiel, decide acudir a su casa. Allí es abiertamente rechazado. Sin esperanza, regresa a su propio hogar. Es en ese momento cuando sufre los primeros síntomas del trastorno:

Comencé a bajar, pero cuando iba por la segunda curva de escalera, creí que esta se enroscaba en torno mío; eché las manos adelante; el barandal se me fue de las manos, el escalón de los pies, y ¡brum! […], me desplomé. Lo último que sentí fue el estremecimiento de toda la espiral de la escalera bajo mi peso […] perdí toda noción de vida […] me tendieron en la cama creyendo que ya estaba muerto […] toda la noche se pasó en gran ansiedad, pues el médico (Augusto Miquis) ponía muy mala cara […] (456).

Se trata de un episodio agudo de disminución y luego pérdida de conciencia, con la inevitable caída al suelo. El ruido que así genera alarmará a sus vecinos, Camila y Constantino, que serán quienes acuden en su auxilio. Aquí, el autor es sin duda conocedor del significado del término ictus, haciendo referencia a agudo, como fulminado por el rayo. De hecho, lo hemos encontrado y descrito antes en Fortunata y Jacinta, dónde se cita específicamente el término cuando Isabel Cordero, la madre de Jacinta, fallece de un episodio similar, sin llegar a recuperar la conciencia (Álvaro, 2007). José María será más afortunado, pues él mismo tiene ocasión de transmitirnos la reaparición de conciencia, con los nuevos síntomas, que se harán presentes a partir de ese momento:

Por fin recobré la conciencia de mi ser, aunque al punto de recobrarla eché de ver que mi resurrección no era completa. Algo se me quedaba por allá, en aquella lóbrega cisterna, simulacro de los abismos de la muerte, en que tantas horas estuve […] lo primero que hice fue moverme, quiero decir intentarlo. De este reconocimiento resultó un fenómeno que al pronto no causó impresión, pero que poco después ocasionóme sorpresa, estupor, espanto. Yo no podía mover las extremidades izquierdas. Todo aquel lado, ¡ay Dios! , estaba como muerto […]

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Quería seguir en reposo para pensar en aquel fenómeno tristísimo. A mi mente vino una idea, con ella una palabra. Sì, me lo dije en griego, para mayor claridad: ―Tengo una hemiplejía‖.

[…] Sin derramar una lágrima lloré una vida entera y deseé con toda mi alma acabar de morirme […] Aún me faltaba la más negra. Quise hablar a Ramón y la lengua no me obedecía. Las palabras se me quedaban pegadas al paladar como pedazos de hostia. Mis esfuerzos agravaban el entorpecimiento de aquélla preciosa facultad, gastada, perdida tal vez para siempre. Intenté decir una expresión clara, y no dije sino ¡mah, mah, mah! […] resolví enmudecer. Me daba vergüenza de hablar de aquella manera ¡Ser mitad de lo que fuimos, sentir uno que su derecha viva tiene que echarse a cuestas a la izquierda cadáver, y por añadidura pensar como un hombre y expresarse como los animales, es cosa bien triste…!

[…] Todo aquel día lo pasé en una especie de estupor letárgico, que a veces tocaba en el sueño, sintiendo en mí algún alivio. Lo primero que me atormentó por la noche fue el sentirme horriblemente desmemoriado. Yo no me acordaba de todo, sino de algunas cosas, y de otras apenas tenía vagas nociones […] recordaba el caso de mi ruina, de la fuga de mi acreedor […], pero no podía atrapar el nombre de Torres […] Y veía ante mí algo como el esqueleto del nombre, pero le faltaba la carne, las letras. Toda la noche estuve buscándolas y no las encontré hasta por la mañana.

Pero el ejemplo más triste de esta pérdida de la facultad fue no saber quienes eran aquellas tres mujeres a quienes vi la segunda noche, en fila delante de mí. […] ―Yo conozco esas caras, las he visto en alguna parte […] Nada, que aquellas tres caras y aquellos tres bustos no me eran desconocidos; pero mi cerebro ardía en un trabajo furioso de indignación, sin poder sacar en claro quienes eran ni como se llamaban.

[…] Para mayor desgracia se me había torcido la boca, y esto me causaba tal horror, que no me atreví a pedir un espejo para mirarme. La lengua no funcionaba; érame difícil pegar la punta de ella a la arcada dentaria superior, y de aquí que no pudiera pronunciar algunas consonantes. La deglución érame también algo difícil, y por esto […], me repugna decirlo; pero violentamente lo diré para que los sepáis todo: ¡se me caía la baba! (456-462).

Nos atrae y sorprende la plétora y el detalle semiológico que aporta, magníficamente descrito en primera persona por el propio paciente, José María. No hay duda de que sabía cuáles eran las manifestaciones y el curso clínico de los en su tiempo llamados ataques de apoplejía, también ictus. Va narrando cómo el paciente recupera conciencia al cabo de algo menos de 24 horas (sabemos que le ocurrió de mañana, y que despierta tras una larga noche). Se percata primero de una hemiplejía izquierda, ciertamente severa, lo que junto a la pérdida de conciencia son indicadores de mal pronóstico. Será poco después cuando se haga consciente de sus dificultades expresivas, con un trastorno del lenguaje en el que es evidente la escasa fluencia, con repetición de sílabas aisladas, sin contenido ni significado; además, se infiere del texto que él comprende lo que se dice en su entorno, y que es incapaz de repetir. Son por tanto rasgos propios de una afasia motora, de Broca, en un paciente joven, que a la sazón debía contar con 40 años (la narración comienza con 36 y han transcurrido 4); resulta así una afasia de buen pronóstico, como de hecho tenemos ocasión de comprobar unas líneas más abajo.

Pero el relato de síntomas continúa. Tras hemiplejía y afasia, el siguiente será lo que inicialmente llama alteración de memoria, aunque inmediatamente veremos que se trata de dificultades nominales, de modo que, por ejemplo, recuerda el suceso con su colega Torres, pero no el nombre de éste. Este signo, es difícil explicarlo mejor que cuando dice ―veìa ante mí algo como el esqueleto del nombre, pero le faltaba la carne, las letras‖. Se trataría por tanto

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de dificultades nominales o anomia, especialmente para nombres propios, algo que cabe en el contexto de una afasia motora, posiblemente en su fase de recuperación. El siguiente síntoma es una dificultad de reconocimiento de caras familiares, una verdadera prosopoagnosia, de nuevo magistralmente descrita, también reversible en los días inmediatamente posteriores.

El catálogo clínico de la apoplejía de José María termina con manifestaciones del macizo craneofacial, en forma de alteraciones de movimiento bucolingual y palatino, lo que se traduce en dificultades para la expresión consonántica (suponemos que ya recuperado de la afasia, aunque en el texto ésta recuperación viene después), y para deglutir, con babeo asociado. Esto añade más tristeza a la que a la sazón aniquila el ánimo del paciente, muy consciente de sus dificultades, humillado en su condición de personaje público y mujeriego por manifestaciones clínicas como esas.

Muy probablemente se trata de un infarto de cerebral media, extenso, con compromiso frontal, temporal, parietal y de áreas de asociación parietotémporooccipitales. Define el final y desenlace de la novela. Hemos visto que es brillante en la descripción de la fase aguda; también lo es en la de la evolución y la de la mejoría parcial. Existen incongruencias clínicas topográficas, algunas en exceso ingenuas para el documentado, por lo que creemos que se trata de imprecisiones clínicas cometidas en aras de mantener el vigor de la trama. No entramos en el análisis de todos estos detalles por limitación del texto. En último término, el drama de José María se personifica a través de esta patología, que termina redimiendo al personaje de su ruina y perversión moral.

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