EL PROCESO DE DRAMATIZACIÓN EN CASANDRA

Assunta Polizzi

Galdós, coherentemente con los principios estéticos del Naturalismo, a menudo enseña en sus textos a personajes marcados por un lenguaje propio, que colabora de manera incisiva en el bosquejo de caracteres percibidos por su individualidad. La heterogeneidad de registros lingüísticos en el texto literario galdosiano va hilvanando ámbitos y espacios habitados por diferentes seres que, a través de la palabra directa o indirectamente referida por un narrador, se van concretando como individuos para el lector. El uso recurrente del registro coloquial en las novelas de Galdós confirma la verosimilitud del discurso literario, sin perder su esencialidad en cuanto recurso estético. De hecho, la modalidad coloquial va adecuándose a lo específico del lenguaje literario como un posible reflejo de la realidad.

En el itinerario de la producción galdosiana, a lado de una constante búsqueda en torno a las posibilidades de exploración introspectiva de la palabra narrada, es decir en torno a la necesidad de sondear los espacios internos a los personajes, se coloca un proceso de descomposición del género de la novela, que va desplazándose hacia el texto dramático. Casandra, novela dialogada (1905) y su desarrollo o ‗condensación‘ en el drama (1910), entre otros textos, hace patentes algunas etapas de este proceso, que radica en un ejercicio de escritura, por parte de Galdós, que supone emanciparse de la mediación de una voz narrante externa al espacio textual y encaminarse hacia lo mimético, por una parte, y lo simbólico por la otra.

Consecuentemente al análisis de las estrategias lingüísticas, el intento de este estudio será el de profundizar en los modos en que Galdós maneja el registro coloquial especialmente en el momento en que su escritura traza un puente entre la novela y el drama.

La base teórica de la cual emprendemos esta reflexión en torno a la ‗palabra hablada‘ (Gilman: 1961) en Galdós, tiene que ver con el constante empeño de la teoría de la literatura por encontrar instrumentos idoneos para definir lo específico del texto literario. Más allá de soluciones que tenían en cuenta lo literario de temas o contenidos, y superando también los estudios inmanentistas que, a partir de Jakobson y de su individuación de una función poética adscribible a la comunicación literaria, intentan concretar lo específicamente literario en las propiedades formales de los textos, la Pragmática ha ido ofreciendo, en los últimos años, la posibilidad de reformular los términos de la cuestión en torno a lo qué es la literatura, mejor, qué es lo que nos deja percibir un texto como texto literario. Por ejemplo, Victoria Escandell, en su Introducción a la pragmática, (2003: 201, 206, 209) empieza precisamente subrayando lo insuficiente de la perspectiva tradicional respecto a la cuestión y afirma que:

no hay ni palabras, ni construcciones, ni tipos de estructuración particular que puedan considerarse exclusivos del lenguaje literario y que sirvan para caracterizar inequívocamente a la literatura frente a lo demás. Dicho de otro modo, ningún rasgo lingüístico aislado puede convertirse en una condición necesaria o suficiente para determinar de manera automática la literariedad de un texto.

[...] en la literatura no se realizan actos de habla en sentido estricto; los que aparecen como tales son representaciones de actos de habla: no hay más que imitaciones de actos ilocutivos.

Para que ello sea posible, se necesita una suspensión temporal de las reglas usuales que gobiernan los intercambios comunicativos: quedan en suspenso los mecanismos de asignación de referencia, los criterios que determinan la verdad de los enunciados

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y las condiciones de adecuación que regulan los actos ilocutivos. Como consecuencia de ello, y al no existir una situación compartida, se produce una inversión del sentido habitual de los procesos de inferencia, que parten del texto para inferir todo el contexto.1

De ahì que va elaborándose la idea de texto literario como ‗representación‘ en que, al desaparecer la fuerza ilocutiva, quedan en suspenso las convecciones comunicativas sin que por eso quede afectado el proceso de significación que la obra literaria implica, o dicho de otra foma, sin que el principio aristotélico de la ‗verosimilitud‘ deje de ser vigente. En todo caso, la ‗suspención del juicio‘ en el proceso de ‗fictivización‘ produce una serie de rasgos que diferencian, por ejemplo, el ‗acto oral coloquial‘, como variedad de registro o variedad diafásica de la lengua, en la definición de Vigara Tauste (1998, 119), respecto a lo ‗coloquial literario‘, es decir respecto a los textos en que individualizamos la vertiente estilìstica de la oralidad como representación de lo coloquial o de lo hablado. De hecho, elementos propios del texto literario, como lo ‗acabado‘ del proceso lingüìstico, la ‗unilateralidad‘ de la dirección de la comunicación (autor-lector y no viceversa), la ‗formulación reflexiva‘ en la recepción del texto y la ‗repetibilidad‘ del acto de lectura, oponen significativamente la representación del coloquio literario respecto a la conversación real y hasta a su trascripción escrita. Por lo tanto, lo que nos proporciona el enfoque pragmático en torno al texto literario coincide esencialmente con el hecho de considerarlo como producto de un uso especial del lenguaje, regulado por especiales necesidades de producción y de interpretación.

En la poética galdosiana el texto esencialmente se hace arena de conflictos lingüísticos. Ya en el proceso de re-lectura al que se empezó a someter la obra de Galdós entre los años cuarenta y los cincuenta, la supuesta ‗vulgaridad‘ de su estilo, crítica de sabor noventayochista, empieza a ofrecerse a análisis interpretativos que intentan subrayar la especial relevancia de la ‗palabra hablada‘ en sus obras (Navarro: 1943; R. Gullón: 1957; Sánchez Barbudo: 1957; Gilman: 1961; Chamberlin: 1961), junto con la capacidad del escritor no sólo por manejar las variedades de registros, sino sobre todo por dejar filtrar en el espacio narrativo la oralidad en todo su fluir, por construir personajes ―hechos por la palabra y no sólo inventados por la palabra‖ (R. Gullón: 1980, 17), ya que lo ‗coloquial‘ se convierte en sus textos en instrumento adecuado para la caracterización de los entes en el espacio textual y, en definitiva, en una marca de su estilo. A esto se acompaña, en el ámbito de la técnica narrativa y como configuración de su propio quehacer artístico, la consecuencia de que la palabra gradualmente deja de estar en poder de un narrador, extra o intradiegético, sino que cada vez más pasa en poder de los personajes, trazando escenarios más auténticamente multiperspécticos.

En el hilo de desarrollo que va hilvanándose en la textura ‗poética‘ de la larga práctica de escritura de Galdós, una entre las múltiples claves de lectura sin duda está relacionada con el reconocimiento de la continua experimentación en el ámbito de la organización del discurso narrativo y su orientación. La conciencia del carácter ‗pragmático‘ del texto literario, es decir de su vinculación con extraordinarios principios de producción y de interpretación del acto comunicativo, va presentándose en el corpus galdosiano en la medida de un gradual, aunque ineludible, proceso de cuestionamento en torno a la interpretación de la realidad a través del inestable foco de producción de la palabra narrada. De la tradicional cuanto irreal omnisciencia, con su potenciación en todas las vertientes del estilo indirecto libre, pasando por la autodiegesis (El amigo Manso) y la experiencia del modo epistolar (Tristana, La incógnita), un lugar de gran relevancia lo ocupan las novelas dialogadas, que se apoderan de la mimesis dramática, aunque no todavìa de los ‗modos‘ del código teatral. Y es en la última etapa de su escritura, cuando Galdós llevará a cabo el proceso, sondeando la potencialidad y los límites de la comunicación dramática. A tal propósito, es interesante volver a leer cuanto

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Galdós le escribe a Federico Oliver2 en torno al ‗arreglo‘ de Casandra en una carta fechada 22 de noviembre de 1909:

Recibirá usted el tomo de Casandra, escrita en forma dialogal con el fin y propósito de arreglarla para la escena [...]. Hágame cargo del contenido y dificultades de la obra, y luego me dirá si emprendo el arreglo o lo dejo para las calendas griegas. Debo advertirle que el arreglo no se hará más que de los tres primeros actos, que son los actos de acción, por decirlo así (Menéndez Onrubio: 1983, 327).3

Recuperar ese ‗proceso‘ puede ser posible, por ejemplo, recorriendo el camino que vincula el texto novelesco (1905) y el dramático (1910) de Casandra, es decir en el caso de un ‗arreglo‘ teatral de una novela dialogada cuando ya Galdós habìa llevado algún tiempo en la práctica, entre éxitos y fracasos. De hecho, una lectura comparativa entre los dos textos, con el intento de individualizar en el detalle las operaciones de supresión, ampliación o introducción de pasajes o hasta de unidades mínimas, enseña un entramado de límites y posibilidades de gran riqueza para la reflexión crítica.

Podemos empezar señalando las eliminaciones en el drama de los intercambios dialogales ‗estáticos‘, es decir los que no impulsan la acción y que en la novela desarrollaban la función de proporcionar al lector informaciones sobre el pasado de los personajes o contribuir a su caracterización. Por ejemplo, en la escena primera, desvanecen, por un lado, los pasajes prolépticos sobre Ismael, Rosaura y los demás personajes que dentro de poco aparecerán en el escenario, y, por otro, se dejan a la capacidad interpretativa de la actriz esos indicios en torno a la personalidad de doña Juana, antes revelados con parsimonia a través del diálogo entre ella y otros personajes. Por ejemplo, en la novela, corresponden a esta función los primeros intercambios entre el personaje de doña Juana y las criadas, mientras que los parientes están esperando que los reciba:

DOÑA JUANA.— (Dejando un librito en que leía) Arregladme un poco. (A Martina.) Tú..., que no pase nadie todavía. (Va Martina hacia la puerta) Oye no recibo más que al señor Insúa, que no ha de tardar. (Llégase Martina a la puerta y da órdenes a un criado)

PEPA.— (Arreglando el pelo a la señora.) Pondremos la cofia.

DOÑA JUANA.— (Dolorida de un tirón de pelo.) ¡Ay!... Bruta. Dios te perdone el mal que me has hecho.

PEPA.— ¡Si no tiro!... Voy con cuidado.

MARTINA.— (Volviendo de la puerta) Dice Saturno que ha llegado otra tanda. (Pérez Galdós: 1990, 908).

Éstos desaparecen en el drama, donde se pasa directamente a las palabras de doña Juana anticipando el nudo dramático:

DOÑA JUANA.— Traerán la máscara de alegría... Pero yo, tras el cartón de las caretas, veo la tristeza de las almas desconsoladas... que lloran porque vivo (Pérez Galdós: 2006, 240).

Sin embargo, el efecto más relevante de estas supresiones se refiere al plano del foco de la narración, mejor a esa presencia de un narrador en las acotaciones o didascalias de la novela dialogada que, como ya ha estudiado María del Prado Escobar Bonilla (2000), sigue dirigiendo en la novela, aunque dialogada, la mirada del lector, iluminando ciertos detalles, orientando la interpretación. Su desvanecerse en el texto dramático, a través de la

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condensación evidente en el texto secundario, en la terminología de Ingarden (1971), a escuetos datos escénicos, resta fuerza a la descripción como posibilidad de ordenación del espacio narrado en el que actúan los personajes. El caso más emblemático se refiere justamente a las primeras didascalias, que todavía se mantienen de la misma forma que las de la novela, mientras que a lo largo del texto dramático irán reduciéndose cada vez más. Veámos la primera acotación de la novela:

Sala en el palacio de Tobalina. Saltan a la vista el decorado y muebles lujosos, de mediano gusto, conforme al estilo vigente hace treinta años. ¿Veis en el testero del fondo, colocados con simetría burguesa, dos grandes retratos, señora y caballero? Pues son Doña Juana y su llorado esposo Don Hilario, pintados a los cuarenta y a los cincuenta años, respectivamente, en actitud majestuosa y traje de etiqueta. Don Hilario ostenta la banda y cruz de Carlos III; Doña Juana, pedrería resplandeciente y descote amplio. Moda de 1875 (Pérez Galdós, 1990: 908).

En el drama se convierte en una voz describiendo cuanto más objetivamente la escena que se le va a presentar al espectador:

Sala baja en el palacio de DOÑA JUANA. En el fondo, ventanal y puerta de cristales que dan al jardín. Dos puertas a cada lado: la segunda de la derecha es la de la capilla; la primera es puerta de servicio. La segunda de la izquierda conduce al salón: la primera, a las estancias interiores. En los paramentos de ambos lados, entre las puertas, cuelgan dos retratos grandes de medio cuerpo y tamaño natural. El de la derecha es de DOÑA JUANA; el de la izquierda, de DON HILARIO, y ambos ostentan moda y elegancia de 1870. Los muebles son de un lujo anticuado. Es de día. Derecha e izquierda se entienden las del espectador (Pérez Galdós: 2006, 239).

El texto va encauzándose más directamente hacia lo dramático, en que la palabra es sólo uno entre los códigos aprovechables, acompañándose o sustituyéndose en el escenario por el movimiento, el cromatismo, la gestualidad, la proxémica, etc... En las palabras de Berenguer (2002, 12): ―Frente a la importancia que la novela otorga a la narración del entorno en que se mueven los personajes, el texto teatral elide y contiene al mismo tiempo, los elementos que narran las circunstancias espaciales y temporales de la obra‖.

En la misma línea interpretativa, es posible situar la general condensación de los pasajes en más ágiles intercambios dialogales, que, potenciando lo polisémico del ámbito de la oralidad, expresan el nudo simbólico del acontecimiento dramático, a la vez que reducen el abanico de los efectos expresivos del registro coloquial que Galdós había logrado afinar en la novela. De hecho, un análisis de las elisiones enseña una especial incidencia precisamente en el ámbito lingüísticamente marcado por el registro coloquial, con efectos sorprendentes desde el punto de vista estilístico, por ejemplo, respecto al recurso de la ironía, de tan galdosiana adscripción.

Vemos unos ejemplos. El pasaje de la escena primera en la jornada primera de la novela sobre la fecundidad de la pareja Ismael-Rosaura a la cual se acompaña la fecundidad inventora de Ismael, entre los varios elementos adscribibles al registro coloquial, presenta una variedad de expresiones idiomáticas, procesos de metaforización lexicalizada, diminutivos en función irónica y hasta un caso de reiteración sinonímica. Se reproduce el pasaje:

DOÑA JUANA.— El pobre Ismael es de los más desesperados en el plantón que mi vida les da. Pero ¿quién tiene la culpa de que Rosaura le haya salido tan paridora? En diez años de matrimonio, diez alumbramientos y ocho crías vivas... y lo que venga.

PEPA.— Ya…, trabajo le cuesta al señorito Ismael tapar las bocas de toda esa tribu.

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MARTINA.— Siempre con sus mecánicas y sus invenciones del diablo.

DOÑA JUANA.— A cada hijo que le nace, inventa el hombre un aparato: el filtro Sanitas, la trilladora Cincinnato, la turbina Excelsior... Los aparatos son muy buenos; pero no traen panecillos..., y vengan hijos, vengan necesidades... Ahora le da por la construcción de ascensores, cosa muy buena para matar cristianos no preparados para la muerte y mandarlos a los infiernos.

MARTINA.— Yo digo que si el señorito Ismael peca por sus inventos de cosas... para andar aprisa, la señorita Rosaura es quieta, dulce, y sin ruido de arrumacos trabaja como una negra para sacar adelante la pollada.

DOÑA JUANA.— (Adusta y agria) Mejor sería que contuviera el melindre de que salen tantos hijos... ¿Qué beneficio trae al mundo ese nacer, nacer y nacer de criaturas? (Pérez Galdós: 1990, 908-909).

Todo esto no encuentra adecuada compensación en su condensación en las palabras de Doña Juana, donde se resuelve en el uso de una forma de superlativo iterativo de un verbo:

DOÑA JUANA.— El pobre Ismael es de los más desesperados en el plantón que mi vida les da. Pero ¿quién tiene la culpa de que Rosaura le haya salido tan paridora? En diez años de matrimonio, diez alumbramientos y ocho crías vivas... y lo que venga.- ¿Qué beneficio trae al mundo ese nacer, nacer y nacer de criaturas? (Pérez Galdós: 2006, 240).

Siguen varios casos más de reiteraciones expresivas de la novela que desaparecen del todo en el drama, junto con su efecto irónico, como cuando, hablando de los amoríos de la criada Pepa con un, en las palabras de doña Juana, ―carpinterillo fantasioso, que viste ropa muy ajustada... ¡qué indecencia!... como los toreros‖ (Pérez Galdós: 2006, 241), se corta lo que en la novela seguía, ―Todo el santo día está ese gandul calle arriba, calle abajo, midiéndome la verja del jardìn...‖ (Pérez Galdós: 1990, 241), que incluso presentaba un uso muy galdosiano y muy coloquial del dativo afectivo ‗me‘.

También podemos apuntar elisisones de casos de sintaxis parcelada propia del coloquio, con su fragmentación elíptica de las frases que se reducen a sustantivos o formas infinitivas de verbos, tipográficamente marcados en las novelas por los puntos suspensivos, indicando perplejidad, temor, duda o asombro. En el drama desaparecen y con ellos los posibles elementos de caracterización de los personajes, como en el caso de la actitud de Insúa dialogando con doña Juana:

DOÑA JUANA.— Otra cosa: ¿por qué no viene usted esta tarde? después de la solemnidad religiosa daré una merienda en el jardín a las niñas del Colegio de San Hilario.

INSÚA.— (Perplejo, buscando un pretexto para excusarse.) Esta tarde... No sé si podré... ¡Ah! Tengo Junta..., tenemos Junta del ―Alumbrado y Vela‖ (Ibìd., 909).

De la misma forma, desaparecen casos de amplificación reiterativa de conceptos a través de figuras retóricas como la prosopopeya, tan vigente en el ámbito coloquial por lo enfático que transmite al discurso, o el clímax producido por la elencación de sustantivos en frases elípticas, o también el quiasmo, siempre en estructuras reiterativas. Véase el caso de doña Juana hablando con Alfonso: ―... porque los tiempos están malos. (Pérez Galdós: 2006, 245) [¿Me negarás que están malos los tiempos?‖ (Pérez Galdós: 1990, 913)].

Finalmente, recordamos la elisión en el texto dramático de casos de interacción entre los interlocutores, propios de los turnos en la conversación, en los cuales el segundo interlocutor

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completa el enunciado del primero, al mismo tiempo que marca su participación en la escena narrada. Galdós llega a utilizar el recurso muy a menudo y con gran efecto expresivo de lo coloquial en sus novelas, sin embargo, su limitación en el texto dramático probablemente está en relación con el hecho de que no se necesita dejar constancia de la presencia de personajes que el público ve directamente aunque no estén hablando.

En conclusión, todo lo que aquí hemos propuesto a la atención me parece que puede conllevar un reflexión acerca de la conciencia de los modos dramáticos, esencialmente su fundamental naturaleza polisémica, que Galdós va adquiriendo a lo largo de su práctica de escritura, y que le obligan incluso a intervenir en las marcas fundamentales de su estilo novelesco, como, por ejemplo, la indiscutible capacitad de reproducción del discurso coloquial en las novelas. El texto dramático se vertebra a través de sistemas de códigos no superponibles a los que gobiernan la novela, sobre todo respecto a lo mimético. Lo explica, por ejemplo, Alonso de Santos (2002, 5):

Para hablar de teatro, lo primero que hemos de hacer, pues, es centrarnos en su ámbito polisémico y, a la vez, específico dentro del cual el lenguaje tiene un significado diferente al que tiene en la comunicación general. [...]. El ámbito escénico es, durante el tiempo de la representación, el centro del mundo, el lugar donde se comunican entre sí diferentes planos. Todo lo que en él sucede durante una representación ha de tener una lectura especial, ya que en él se da siempre una dimensión más allá de lo natural, es decir, de lo sobrenatural, entendiendo este término como la ruptura de las reglas y leyes del tiempo, espacio y casualidad del acontecer humano cotidiano de nuestras vidas.

Y, sin duda, en el ‗arreglo‘ de Casandra, Galdós afina su concepto de texto teatral, precisamente elidiendo las huellas de ese ―acontecer humano cotidiano de nuestras vidas‖ que el lenguaje coloquial en su conjunto conlleva.

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BIBLIOGRAFÍA

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CHAMBERLIN, V. A.: ―The Muletilla: An Important Facet of Galdós‘ Characterization Technique‖, Hispanic Review, 29, 4, oct. 1961, pp. 296-309.

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NOTAS

1 La cursiva está en el texto original.

2 Federico Oliver (1873-1957), dramaturgo y director artístico de la compañía teatral de su esposa la muy notable actriz Carmen Cobena. Como director de compañía teatral, fue responsable del estreno de obras de Unamuno o Galdós. La compañía Oliver-Cobena inicia la temporada 1917-1918, en el Teatro Español de Madrid por ellos gestionado, con la reposición de Realidad de Galdós.

3 La cursiva está en el texto.