DE VICTOR HUGO EN GALDÓS: LOS MISERABLES Y EL CICLO DE EL DOCTOR CENTENO, TORMENTO Y LA DE BRINGAS

Teresa Barjau

Hacia el final de la segunda parte de El doctor Centeno (1883), Arias Ruiz, el estudiante de ingeniería aficionado a las letras, visita a Alejandro Miquis, ya muy postrado por la tuberculosis, y le habla del éxito de Los Miserables. Estamos en 1864, año en que las dos grandes novelas de Victor Hugo, ésta y Nuestra Señora de París (1831), son incluidas en el Índice de libros prohibidos. No parece, sin embargo, que el dato afectara demasiado a la gran masa lectora ni, mucho menos, al entusiasta Arias:

Y Arias, fuerte en literatura, hablaba de Los Miserables, obra que por aquellos días cautivaba y embelesaba a tantos lectores. ¡Aquella Cosette!... ¡aquella Fantina!... ¡aquel Juan Valjean!... ¡aquel capítulo la tempestad bajo un cráneo!... ¡aquel polizonte Javert!... ¡aquel capítulo de las cloacas!... ¡aquel Fauchelevant!... ¡aquellas monjas del pequeño Picpus!... ¡aquella frase no hay que confundir las estrellas del cielo con las que imprimen en el suelo las patas de los gansos!... ¡aquel Gavroche!... En fin, todo, todo... (II, V, vii, 404-405).

En medio de esta novela sobre libros (Mainer, 2002: 40), que tantos puntos de contacto tiene con el género de las memorias (Román, 2008: 33 y ss), la información no es baladí y ya lo señaló Montesinos en su estudio canónico: ―De interés, y éste sì es un detalle histórico exacto, es lo referente al éxito apoteósico de Los Miserables de Hugo‖. (1968: II, 79).

Galdós había llegado a Madrid en septiembre de 1862, el mismo año en que se había publicado en Bruselas la edición príncipe de Les Misérables. La novela fue enseguida adaptada al castellano por Nemesio Fernández Cuesta, que la publicó simultáneamente en el folletín de su periódico, Las Novedades, de abril de 1862 a julio de 1863, y en siete volúmenes en la misma imprenta de la empresa, que estaba a cargo de Antonio Querol y Caparrós.1 El lanzamiento publicitario del nuevo texto de Hugo fue espectacular y generó gran expectativa. Las Novedades había previsto la primera entrega para el 15 de abril, pero pudo avanzarla al 10, por lo que hubo de interrumpir temporalmente la publicación en curso de la novela Una cosa no cierta. El periódico solemnizó el acontecimiento estrenando nueva fundición de tipos.

Enseguida, el texto fue objeto de debate en la prensa y en el púlpito, tanto por cuestiones relativas a la exclusiva de los derechos de traducción que el Ministerio de Fomento había concedido a Las Novedades,2 como por cuestiones relativas a los límites y competencias efectivas de la censura eclesiástica. Pero Los Miserables desencadenó especialmente una fuerte controversia política y religiosa que enfrentó a la opinión pública demócrata y neocatólica, y que llegó a rebasar, a veces, lo estrictamente ideológico.3 Información preciosa sobre el éxito de la obra y la honda conmoción que causó nos da Valera en su crítica de la primera parte de Los Miserables, ―Fantina‖, publicada en cuatro entregas por El Contemporáneo el 20, 23 y 27 de abril y el 4 de mayo de 1862:

Pena y vergüenza sentimos al decirlo; pero la aparición de Fantina en esta villa y corte ha sido un gran acontecimiento. Los neo-católicos clamaban por que se

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prohibiera, los demócratas hacían ditirambos en su alabanza, y los hombres del justo medio la compraban y la leían.

Hasta en el púlpito se ha hablado ya de Fantina, haciéndose de ella el asunto de todo un sermón. (Valera, 1864: 204-205).

La obra debió de leerse tanto en la adaptación exigida por la censura como en francés, porque los púlpitos, que exigían su prohibición,4 tronaban contra pasajes que los traductores se habían visto obligados a suprimir o modificar. Es el caso de uno de los episodios que mayor polémica generó, incluso entre quienes se hallaban más dispuestos a aceptar el impulso metafìsico y la belleza retórica de la novela: la bendición que en ―Fantina‖, I, x (―El obispo en presencia de una luz desconocida‖), el ―justo‖ obispo Bienvenido Myriel solicita del moribundo convencional del 93, una figura colosal, severa en sus silencios e implacable en su elocuencia oratoria, que encierra todo el programa político y religioso del Hugo del exilio. El convencional era otro ―justo‖ que se habìa negado a votar la muerte del rey, pero justificaba a Marat y criticaba a Bossuet o comparaba el martirio del niño Luis XVII con el del hermano del bandido Cartouche. En la traducción de Nemesio Fernández Cuesta, el capítulo mantiene su carácter de apología revolucionaria, pero parece adaptado al gusto de esos hombres del ―justo medio‖, que tanto abundaban en la Unión Liberal, y que, según Valera, compraban y leían la novela. De este modo, el simbólico golpe de efecto final por el que la revolución absolvía a la Iglesia se invertía, de forma que era el obispo quien bendecía al convencional. El estado de la cuestión lo reflejó muy bien La Época en su polémica de 1863 con los reaccionarios El Pensamiento Español y La Regeneración:

El Pensamiento Español y La Regeneración han abierto una verdadera campaña en defensa de la censura eclesiástica, que ha prohibido la lectura de la última novela de Victor Hugo titulada Los Miserables, y contra la censura civil que ha autorizado su circulación después de haber hecho importantes supresiones en el texto del original francés.

[...] Pondremos un ejemplo, La Regeneración dice:

―Un Obispo católico se deja bendecir por un ateo que desprecia sus bendiciones [...]‖

Esto, que es cierto respecto al original francés, no lo es respecto a la traducción española. En la autorizada por la censura el obispo perdona y bendice al moribundo.5

Pero la Iglesia tenía claro que no bastaba y que había que atacar, además, el original francés, que tanta gente conocía. Lo mismo debía de pensar don Narciso Gay, de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona. En su diatriba ―Los Miserables‖ de Victor Hugo ante la luz del buen sentido y la sana filosofía social (1863), traducía impecablemente, para refutarlos, los pasajes más polémicos de la novela —entre otros, el citado del obispo y del convencional—, como si diera por sentado que su contenido era del dominio público. Para Gay, la novela de Hugo era una consecuencia de la revolución del 48. ―Valjeanes‖ y ―damas de las camelias‖ eran sendas afrentas a la Providencia cristiana y ejemplos elocuentes de la falta de esperanza de la ―novela revolucionaria y socialista‖ (Gay, 1863: 254-255).

Pero no todas las críticas se limitaban a cuestiones de fondo. Pocos días después de iniciar su publicación en el folletín, Las Novedades reproducía, sin especificar la fuente, una crítica del texto que elogiaba con precisión las virtudes literarias que lo apartaban del estereotipo narrativo de la novela popular:

Salimos, por fin, de las historietas, de los cuentecillos, de los pálidos relatos, de esa literatura charlatana, que no tenía más objeto que distraer al lector, y que acababa haciéndole bostezar.

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Los Miserables son un libro en que la reflexión, la imaginación y la filosofía, concurren a formar un drama palpitante, donde se examinan y tratan con un talento extraordinario las más vitales cuestiones de la sociedad moderna (Las Novedades, 13 de abril de 1862, año XIII, núm 4076 p. 2, col. IV).

También Valera en El Contemporáneo se demoraba fundamentalmente en cuestiones de poética al analizar la falta de realismo, la tendencia al símbolo y, especialmente, la conexión de la novela con el Hugo poeta de La leyenda de los siglos (1859).

Especial interés reviste, en este sentido, la crítica de Antonio Ferrer del Río a la primera parte, ―Fantina‖, publicada en la Revista Española y reproducida por La Correspondencia de España el 6 de junio de 1862.6 Ferrer del Río dejaba claro, de entrada, que la doctrina de Hugo era ―repugnante‖, aunque ―ajena a todo peligro‖ y abordaba a fondo, a continuación, cuestiones relativas a la mímesis poética que pueden considerarse exponente del gusto de esos años. Los Miserables eran ―pura novela‖ —no olvidemos que Hugo, que la consideraba un libro religioso, la calificaba de ―drama‖—7 porque estaba cargada de inverosimilitudes. Ferrer del Rìo empleaba el término ―novela‖ como sinónimo de ―mentira‖. El tan polémico episodio del obispo y del convencional, que conocía en su versión literal, le parecía, fundamentalmente, un disparate. Monseñor Myriel, en su calidad de providencia de los pobres, tenìa mucho de obispo católico español, decìa, y un obispo católico ―nunca pedirá la bendición a un penitente, por altas que sean sus virtudes‖. También le resultaba inverosìmil el papel que jugaba la Providencia en la vacilante conversión inicial de Jean Valjean, tocado primero por la caridad del obispo, pero, al fin, ladrón de la plata que quedaba en la casa. O que Fantina, cuya vida estaba llena de ―grotescos‖ disparates, fuera considerada una santa. En realidad, más que santa era el prototipo de la mujer moderna que oscila entre la fatalidad del trabajo improductivo y la fatalidad de la prostitución legal, como diagnosticó Baudelaire en el Le Boulevard ese mismo año 1862.

Los prejuicios literarios de Ferrer del Río, sin embargo, sitúan Los Miserables en la tradición correcta: la de la gran novela histórica de Manzoni, I promessi sposi (1827), cuya trama es, entre otras cosas, una demostración de la existencia de la Providencia, y la de la exitosa novela popular de Eugène Sue, Los misterios de París, cuya Flor de María, que poco tiene de mujer moderna en la acepción baudelairiana, sí es una genuina Magdalena convertida. Con fino olfato, Ferrer del Rìo destacaba el famoso capìtulo ―Une tempête sous un crâne‖ (―Fantina‖, VII, iii), donde asistimos a la crisis de la conciencia escindida de Jean Valjean, a ―la lucha horrible, que agita a este personaje toda la noche; pintura que revela gran conocimiento del corazón humano‖. Baudelaire habìa dicho que de ese capìtulo debìa enorgullecerse la humanidad pensante. El crítico no supo ver ni la novedad ni el sentido de Los Miserables, para él inferiores a Los misterios de París. Sin embargo, como lector avezado, de algún modo estaba captando el diálogo interliterario que el texto de Hugo establecía con la tradición inmediatamente anterior.8

Pero volvamos a Arias Ruiz, el personaje de El doctor Centeno que, por sus gustos literarios, tanto se parece al propio Galdós.9 Poco le importa al ingeniero apasionado por la literatura toda la polémica contemporánea sobre novela y moral que el novelista tuvo que conocer de primera mano en su época de la pensión de la calle del Olivo. Arias es un gustador nato y, del mismo modo que conocía al dedillo a los personajes de Balzac —―Rastignac, el barón Nucingen, Ronquerolles, Vautrin, Ajuda Pinto, Grandet, Gobseck, Chabert, el primo Pons y los demás, éranle tan familiares como sus amigos‖ (IV, vii, 334)—, sobre todo, disfrutaba con los personajes de Los Miserables —Cosette, Fantina, Jean Valjean, Javert, Fauchelevant, Gavroche—10 al tiempo que se dejaba fascinar, seguro, por los ―misterios‖ y la lección de urbanismo, ocultos en la descripción del convento del Picpus y de las cloacas de Parìs, o se enardecìa con la imagen que designaba al falso genio: ―no hay que confundir las

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estrellas del cielo con las que imprimen en el fango las patas de los gansos‖ (―Fantina‖, I, XII) o con el ya citado capìtulo ―La tempestad bajo un cráneo‖, tìtulo que traducìa mejor que Ferrer del Río.

Algo más influido por la polémica ideológica debía de estar don Florencio Morales y Temprado que, en la segunda parte de la novela, diagnosticaba a Centeno:

— (...) ¿quieres que te diga en qué consiste el mal de tu amo, y por qué está tan miserable? [el subrayado es mío]

— (...) Tu amo es un loco, es uno de esos jovenzuelos que se han emponzoñado con las ideas extranjeras. ¿Qué nos traen las ideas extranjeras? El ateísmo, la demagogia y todos los males que padecen los países que no han querido o no saben hermanar la libertad con la religión. ¿Qué dicen por allá? Pues dicen. ―Fuera Papa, fuera religión y venga república; hacer cada uno lo que le da la gana‖.

— (...) Hay unos cuantos... todos muchachos, todos chiquillos, estudiantejos que leen libros franchutes... (VI, ii, 418-419)

El adjetivo ―miserable‖ no es fortuito. Desde el principio de la novela sabemos que don Florencio es lector de Las Novedades —―Está suscrito a Las Novedades y a La Iberia y es el gran amigote de Calvo Asensio‖ (I, iv, 136)— y aunque su antiguo fervor político se ha enfriado tras el retraimiento de los progresistas, el periódico sigue entrando en su casa, pues, tras el citado coloquio, Celipín lo usa para envolver los hojaldres que se le han quemado a Saturna: ―Tomando sus hojaldres, que envolvió cuidadosamente en un número de Las Novedades, despidiose del matrimonio y echó a correr para su casa‖ (VI, ii, 422). No es descartable, pues, que don Florencio se hubiera escandalizado leyendo la novela de Hugo en el folletín.

Arias y Don Florencio hablan en 1864, pero las memorias del narrador de El doctor Centeno son de 1883, de modo que en ese juicio sobre Hugo se confunden los recuerdos de juventud y los gustos de un Galdós ya en la cima de su carrera, en un momento en que la madurez de la crítica española, en pleno fragor de la batalla del naturalismo (González Herrán, 1989), está colocando en su sitio el debate sobre la moralidad en el arte y la cuestión de Los Miserables ha perdido fuerza ante los embates del materialismo positivista. Sin embargo, la consolidación de la lección de Zola, tanto en su vertiente ideológica como, sobre todo, retórica,11 no implica ni el eclipse del Hugo poeta y dramaturgo ni, mucho menos, del Hugo novelista. Lafarga (1998: 249-256) ha inventariado y comentado las traducciones del período realista, tomando como fechas límite 1860 y 1886-88, en que Jacinto Labaila publica su traducción de las Obras completas de Victor Hugo, con un prólogo y una postdata. Los tres primeros volúmenes contienen una nueva traducción de toda la narrativa de Hugo.

Ese año 1883 en el que está instalado el narrador de El doctor Centeno es también el de la publicación de Pedro Sánchez de Pereda, aparecida en otoño, cuya deuda, entre otras novelas, con Los Miserables de Hugo señaló ya en un fino análisis intertextual Nil Santiañez-Tió (1995: 343-367).

Pereda no era precisamente sospechoso de simpatizar con las ideas demócratas de Hugo. Tampoco Menéndez Pelayo que, sin embargo, en el volumen V de su Historia de las ideas estéticas (1891), analizó con objetividad las aportaciones y los defectos de esa novela, que calificaba de ―epopeya social‖. En la lìnea de la citada crìtica de Baudelaire, don Marcelino se demoraba especialmente en el análisis elogioso del capìtulo ―Tempête sous un crâne‖, tantas veces aludido:

la transformación del alma de Juan Valjean y el asombroso examen de conciencia que se llama Tempestad debajo de un cráneo, son de un acento penetrante y que no

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se parece a cosa alguna de lo pasado, como confesaba el mismo Sainte-Beuve, nada amigo de Víctor Hugo en estos últimos tiempos. La psicología del poeta lírico, tan rudimentaria cuando quiere ejercitarse sobre las sutiles complicaciones de la vida social, adquiere cierta especie de poder taumatúrgico en la pintura de las crisis extremas al penetrar en los antros de un alma ruda y semisalvaje, que por la misma simplicidad de sus elementos resume todo el drama de la conciencia y puede ser símbolo del alma humana en general. Esta poesía, no ya psicológica, sino metafísica, es también esencialmente épica, y es la raíz de todas las grandezas que por este camino logra Víctor Hugo (1940: 434).

En este período de hegemonía del naturalismo, por tanto, Hugo sigue vigente. Pereda y Menéndez Pelayo, entre otros, muestran, simplemente, que en los últimos veinte años del siglo es ya un novelista del canon, por lo que interesan más su universo narrativo y su retórica que su ideología.

En ese sentido, la incorporación de temas, motivos y técnicas de Los Miserables al ciclo narrativo de El doctor Centeno, Tormento y La de Bringas, en el que se afianzan definitivamente en Galdós los principios de impasibilidad y composición del naturalismo es un importante exponente de lo que Gilman llamó ―diálogo de novelistas‖, al no ser Galdós abordable desde ―la lógica de las ―fuentes‖ y las ―influencias‖ (1985: 207), o de diálogo interliterario, en la acepción de Claudio Guillén (2007: 17) de ―evocar estructuras más amplias [...] un género literario, o una forma de construcción, o una modalidad, o un estilo en general, o un tipo de personaje...‖. No hay que descartar que el motivo fundamental de esa incorporación sea la reflexión continuada, en los tres textos, sobre la ―liquidación del romanticismo‖ (Barjau, Parellada, 2007: 44-51) y la consolidación del realismo, sus modelos y su convención literaria en los últimos años del reinado de Isabel II, de febrero de 1863, fecha con la que se inaugura el Centeno, al triunfo revolucionario de septiembre de 1868, con que se cierra La de Bringas. El fin de la hegemonía romántica se aborda en esos textos tanto a través de tres personajes clave —Alejandro Miquis, dramaturgo en ciernes formado en la escuela de Hernani, el folletinista Ido del Sagrario y el anacrónico don Francisco de Bringas, autor de una lamartinesca ―obra peluda‖— como a través del diálogo interliterario con textos y autores del romanticismo español, como Mesonero Romanos, Fernández y González, López de Ayala, o del romanticismo europeo, como Balzac, Dumas, Sue, Schiller o —y esta es mi hipótesis— el Victor Hugo de Los Miserables.

En realidad, desde fecha temprana pueden rastrearse en Galdós huellas, cuando menos temáticas, de Los Miserables de Hugo. En las dos primeras series de Episodios nacionales, abundan ya esos personajes ―miserables‖ —niños, estudiantes pobres, mujeres y representantes varios de lo que ya Fortunata y Jacinta (1886-1887) llama el cuarto estado—, que constituyen una constante en el novelista, como ilustra elocuentemente todavía, muchos años más tarde, la crónica de la ―cuadrilla de miseria‖ al principio de Misericordia (1897). A esa categoría pertenecen, por ejemplo, los niños de Gerona (1874), Manalet y Badoret, primos hermanos de Gavroche, el famoso ―gamin de Paris‖, iniciado en los ―misterios‖ de la metrópoli y aficionado a los tumultos callejeros, aprendiz de tipógrafo y apasionado por el teatro. Su melodramática muerte heroica en 1832 cantando mientras recogía cartuchos junto a la barricada de la Chanvrerie, llorada por toda Europa, es todo un manifiesto por el que el niño como sujeto histórico entra por la puerta grande en la literatura. Como Gavroche, los dos niños callejeros de Gerona juegan a hacer historia participando activamente en la guerra de los adultos y actúan de intermediarios en los ―misterios‖.

Medio siglo después, en la ficción, los murillescos Felipe Centeno y Juanito del Socorro, chicos de la calle del final de la época isabelina, siguen siendo émulos sainetescos del sublime Gavroche. Vinculados respectivamente al teatro y a la tipografía, ambos recorren la ciudad

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husmeando sus ―misterios‖ y hablan de revoluciones. Galdós dejó que Michelet se pronunciara por boca del provocador y mitómano Juanito del Socorro. A la pregunta de Celipìn: ―—Tú que sabes de estas cosucas, di, ¿qué quiere decir las turbas?‖, contestaba con aplomo el Redator, evocando a las masas protagonistas de las revoluciones: ―—¿Las turbas?... pues las turbas... Hijì... eso está claro. Las turbas somos nosotros.‖ (II, VII, 182) Los chicos están idealizados, pero esa ―turba‖ a la que ambos aluden es maravillosamente ambigua, pues tras ella se oculta tanto la idea de la mob, es decir la ―chusma‖ o el ―populacho‖, como la grandeza de la ―masa‖ y del ―pueblo‖.

Temprano es también en Galdós el tipo de otro ―miserable‖, el del bondadoso sacerdote, botánico y bibliófilo Mr. Mabeuf que, tras haber permanecido siempre ajeno al hervidero político, alcanzó una heroica muerte revolucionaria agitando la bandera roja del 93 en lo alto de la barricada de la Chanvrerie. Se había visto obligado a vender sus pocos bienes, incluido su herbario, y la miseria y la falta de esperanza habían precipitado en él una violenta crisis de valores que desembocó en una puntual y radical toma de conciencia política. Ya en Gerona el médico Nomdedeu, aficionado a la botánica, desesperado por el hambre y aterrorizado por la enfermedad de su hija Josefina, parecía rendir homenaje a ese personaje. Unos años más tarde, el tipo asoma también en Benigno Cordero, el pacífico comerciante de encajes que defendió con furia heroica el paso de Boteros en 7 de julio (1878), en definitiva una narración de barricada posterior a Los Miserables. En ambos casos se trata, sin embargo, de coincidencias bastante superficiales, pues en ninguno de los dos personajes puede hablarse de un cambio político radical o, como dijo Beser (1984: 83-96) de la ―inversión ideológica‖ que caracteriza a tantas criaturas galdosianas, especialmente, al Ramón Villaamil de Miau, cesante ―miserable‖ colocado por Bravo Murillo en el 52, que terminó trágicamente su existencia profesando la fe del petrolero.

Con el paradigma del converso Mabeuf parece jugar, también, Tormento en la ensoñación revolucionaria del ―miserable‖ sacerdote Pedro Polo (XVII) y en la decisión final del indiano Agustín Caballero, bastante templado en cuestiones políticas. El tipo, que había simpatizado con la Unión Liberal y en pleno debate sobre la cuestión de Roma había contribuido a la causa del Papa, al final de la novela se unìa libremente a Amparo por amor, porque ―si el decoro social me prohíbe que la vea, yo digo a la Sociedad que toda ella y sus arrumacos me importan cuatro pitos, y me plantaré en medio de la calle si es preciso, gritando: ¡Viva la inmoralidad, viva la anarquìa!‖ (XXXVIII, 434).

A ese mismo patrón responde la conversión revolucionaria de Rosalía Pipaón de la Barca al final de La de Bringas, aunque ahí la parodia maliciosa salte a la vista. La dama, una cursi muy ancien régime, es una ―miserable‖ sui generis que tras el triunfo revolucionario ―se dejaba ilusionar por lo desconocido‖ (L, 303), según nos dice el narrador. Con ìnfulas de cambio, Rosalía se anticipaba al clima social que iba a traer la Restauración y mentalmente se adhería al nuevo orden de la aristocracia del agio.

La coincidencia de Hugo con el novelista canario no se detiene, sin embargo, en cuestiones temáticas y tipos ligados a la debatidìsima ―cuestión social‖. Galdós parece haber asimilado también algunas de las técnicas narrativas de Los Miserables, entre otras la teatralidad, la potente voz narcisista del narrador principal y su gusto por el excurso (tan cervantino, por otra parte), la magistral ―tempestad debajo de un cráneo‖ o el sutil juego del confesor confesado.

En su ensayo ―Les Miserables- Théâtre-Roman‖ A. Ubersfeld (1985: 119-134) consideró fundamental que Hugo hubiera empezado a escribir la novela después del fracaso teatral de Les Burgraves (1843) y tras un período en que, sobre todo, se había dedicado al teatro. Tal podría ser la causa de la forma híbrida de un texto en el que conviven técnicas dramáticas y narrativas. En efecto, teatrales son las citadas muertes de Mabeuf y Gavroche en la barricada de la Chanvrerie; los cambios de disfraces del proteico Thénardier; el interrogatorio al que someten los delincuentes del Patron Minette a Jean Valjean en la ―masure Gorbeau‖, del que

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Marius es espectador clandestino, o el carnaval que preside las bodas de Marius y Cosette en la última parte. Y ello por citar simplemente algunos ejemplos elocuentes. La realidad del Boulevard du Temple, popularmente conocido como ―boulevard du crime‖, donde se representaban cada día sangrientos melodramas de gran éxito popular, es también tema de la novela, ya que Gavroche frecuenta los teatros colándose por la puerta trasera.

Ese híbrido de novela y teatro se da en Galdós desde el principio, pero cobra especial importancia en El doctor Centeno, Tormento y La de Bringas, antes de la culminación de Realidad (1899) y de la formulación teórica de El abuelo (1897). A mediados del siglo pasado, Ricardo Gullón (1960: 251-254) ya insistió en la importancia de las técnicas teatrales en Galdós y más recientemente Mainer (2002: 56) ha dicho, con razón, que al novelista le preocupaban poco las diferencias entre los dos géneros. Sea o no fortuito, el paralelismo con Hugo resulta evidente en el ciclo que nos ocupa, de entrada porque el teatro es importante desde un punto de vista temático, especialmente en las dos primeras novelas. Muchos de los personajes son aficionados al espectáculo. Felipe Centeno, tan amante del teatro como Gavroche, se entretiene con los callejeros Tutilimundis y los cosmoramas, en Navidad se cuela con Juanito del Socorro en un teatrillo donde se representa un Nacimiento con figuras y acude con su amo al paraíso del Teatro Real. En el capítulo VI de Tormento, los Bringas asisten a una representación de la comedia de Calderón, Dar tiempo al tiempo y en los capítulos I y XI se baraja la posibilidad de que el sobre que manda Caballero contenga billetes de teatro.

Mayor interés reviste el que, en El doctor Centeno, Alejandro Miquis, del que Fortunata y Jacinta (I, I, i, 98) dice que murió soñando con la gloria de Schiller, trabaje en un drama histórico, El grande Osuna, y proyecte un drama teológico, El condenado por confiado con el que rinde implícitamente un homenaje a Tirso de Molina. El grande Osuna ―dialoga‖ con Schiller y Hugo, aunque seguramente pueda situarse también en la estela del drama histórico de Scribe, cuya obra más famosa, Le verre d‘eau, formaba parte de la biblioteca del estudiante en el borrador de la novela.12 Sea como sea, ese drama de Miquis proyecta su teatralidad al conjunto de la realidad narrada en la segunda parte, que se ofrece filtrada por la mirada mitómana de Felipe Centeno, con la consiguiente confusión entre realidad y fantasía, tan cervantina.

Teatral es también el tratamiento del espacio en el último capítulo de El doctor Centeno, ―El fin del fin‖, que se cierra con el conocido diálogo con acotaciones que Ido y Felipe entablan en el coche del cortejo fúnebre de Alejandro Miquis y que enlaza con la escena del principio de Tormento, novela esta última claramente dramática en su totalidad. Ahí predominan los interiores, la acción progresa a golpe de campanilla y de puertas que se abren y se cierran y, a veces, los personajes son introducidos siguiendo el procedimiento de hacerlos aparecer fugazmente en los diálogos antes de presentarlos en escena. Es el caso de Pedro Polo, al que se alude en varias ocasiones antes de su primera aparición en el capítulo XIV. Como en la María Estuardo de Schiller, drama con el que Tormento establece un diálogo interliterario (Barjau, Parellada, 2007: 47-49), unas cartas sirven de pretexto para dinamizar la acción, recurso del que ya había hablado irónicamente Miquis en El doctor Centeno al comentar que ―rara vez hay trama teatral sin un paquete de papeles en que está la clave del enredo‖ (VI, vii, 452). Por otra parte, el rol de Centeno es en Tormento el de un deus ex machina, un nuevo Puck que teje y desteje los hilos del destino, al ser el muchacho, en última instancia, responsable de la resolución anticlimática del suicidio de Amparo. Teatral es también la concepción de La de Bringas, serie de escenas morosas que se suceden en el predominante espacio del Palacio de Oriente desde el que vivimos la crisis de la monarquía isabelina y en el que languidece don Francisco de Bringas, como un nuevo Harpagón agarrado a su cofre. Las conversaciones sobre trapos, el cortejo de Rosalía y Pez, los comentarios fragmentarios sobre la revolución son también de factura estrictamente dramática, como lo es

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el diálogo culminante de Rosalía y Refugio que cubre los capítulos XLV-XLVIII y al que hemos de volver enseguida.

Como en Los Miserables, tiene gran importancia en el ciclo el gesto grandilocuente y melodramático, desde los juegos de Felipe con la cabeza del toro de san Lucas, pasando por la arrogancia del diletante Federico Ruiz en el velatorio de Miquis, la verborrea grandilocuente del vesánico Ido del Sagrario, los ejercicios de oratoria de Paquito Bringas y sus amigos o los volatines que su hermano Alfonsito ha aprendido en el Price. En ese universo gesticulante y de retórica pomposa, la palma se la lleva el narrador, un tipo poliédrico, a ratos irónico y cervantino, a ratos moralista y cínico, siempre muy cercano al mundo de los personajes, y que se demora, especialmente en El doctor Centeno y en Tormento, en excursos moralizantes de carácter paródico. La voz y la mirada de ese narrador están cómoda e irónicamente instaladas en la encrucijada de dos épocas: la ya anticuada de la avasalladora verborrea narcisista y exhibicionista del omnisciente de Los Miserables (Vargas Llosa, 2004: 30) y la de la revolucionaria impersonalidad naturalista, la impasibilidad flaubertiana de la novela ―sobre nada que se aguanta únicamente por la fuerza de su estilo‖ (Flaubert, 2003: 165). Sobre ese aspecto crucial en el ciclo que nos ocupa, el análisis minucioso de los manuscritos de Tormento (Barjau, Parellada, 2007: 2009) y El doctor Centeno (Román, 2008) permite concluir que, por regla general, Galdós redujo elementos melodramáticos y excursos retóricos en los últimos estadios de la redacción de esas novelas, en la misma proporción en que incorporó el estilo indirecto libre por el que se insufla vida y autonomía al personaje. En principio, pues, del estudio genético se sigue que el novelista se dejaba guiar por cuestiones medulares de la retórica naturalista, lo que parece confirmar la princeps de La de Bringas, en la que el narrador, tan prolijo en la descripción de la obra peluda de don Francisco (I, 121-124) anuncia un elocuente —e irónico— mutis por el foro al principio del capìtulo VI: ―Pero antes de seguir, quiero quitar de esta relación el estorbo de mi personalidad‖ (VI, 143).

Hay, sin embargo, en Tormento una digresión sobre el azar y el tiempo, técnicamente muy huguesca, que fue introducida en el último estadio de la redacción:

Esas bromas del tiempo ¡qué pesadas son! Estas aparentes discrepancias del reloj eterno, haciendo coincidir a veces los pasos de las personas, otras no, contrariando siempre los deseos humanos, ya para nuestro provecho, ya en daño nuestro, son la parte más fácilmente visible de la realidad del tiempo. No apreciaríamos bien la idea de continuidad sin estos frecuentes desengranajes de nuestros pasos con la dentada rueda infinita que no se gasta nunca. El Arte, abusando del Acaso para sus fines, no ha podido desacreditar esta lógica escondida, sobre cuyos términos descansa la máquina de los acontecimientos privados y públicos, así como estos vienen a ser pedestal del organismo que llamamos Historia (XXXIV, 406-407).

Este pasaje algo oscuro sobre esa ley del acaso y el tiempo que rige tanto en los acontecimientos públicos como en los privados coincide temáticamente con alguno de las reflexiones más importantes acerca del azar, los encuentros y la Providencia desarrolladas por Hugo en el larguísimo excurso sobre Waterloo que abre el segundo libro de Los Miserables, ―Cosette‖ . Asì, ―Hablemos pues de Waterloo frìamente por ambas partes. Demos al azar lo que es del azar y a Dios lo que es de Dios. ¿Qué fue Waterloo? ¿Una victoria? No. Una lotería [...] Por lo demás, Waterloo es el encuentro más extraño que hay en la historia: Napoleón y Wellington‖ (―Cosette‖, I, xvi, 330-331).13 Se trata en ambos casos de reflexiones historicistas sobre el papel determinante del azar en el devenir histórico. Por contenido y por forma, el excurso galdosiano supone un distanciamiento del naturalismo y una actualización del discurso huguesco. Al haber sido añadido en la fase de revisión del primer borrador, permite concluir que a la altura de los años 80 del siglo al novelista le interesaba más mantener en

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tensión dialéctica dos métodos narrativos distintos, que adscribirse plenamente a la retórica de los seguidores de Zola.

Algo parecido sucede si examinamos la peculiar adaptación galdosiana de la huguesca ―Tempestad bajo un cráneo‖, tan unánimemente destacada por la crìtica y que tanto fascinaba al ingeniero en ciernes Arias Ruiz en El doctor Centeno. El capítulo narra la lucha nocturna de la desgarrada conciencia de Jean Valjean, obligada a elegir la verdad o la mentira por omisión, en este caso también el deber o la comodidad. La pretensión de Hugo en esa parte de la novela la expone el narrador al principio: ―escribir el poema de la conciencia humana‖, que es lo mismo que ―fundir todas las epopeyas en una sola y grandiosa y completa‖, aunque esa conciencia sea la del ―hombre más insignificante‖, porque ―la conciencia es el caos de las quimeras, de las ambiciones, de las tentativas, el horno de los delirios, el antro de las ideas vergonzosas, el pandemónium de los sofismas, el campo de batalla de las pasiones‖. (―Fantina‖, VII, iii, 214).

Desde los trabajos de S. Eoff (1965: 125-151) sobre novela y filosofía, suele considerarse que la progresiva importancia de la realidad de la conciencia en lo que Galdós llamó irónicamente en Fortunata y Jacinta ―naturalismo espiritual‖ (III, VI) es influencia de Hegel y del krausismo. La hipótesis, sin embargo, de un diálogo interliterario adicional con el Hugo de la ―tempestad debajo de un cráneo‖, no es en absoluto desdeñable, especialmente si nos atenemos al protagonismo de la conciencia de Amparo a partir del capítulo XXV de Tormento. Parte del drama de esta novela se desarrolla en ese espacio interior en que cobran vida quimeras, delirios, ideas vergonzosas, sofismas y pasiones. La Emperadora, personaje insignificante como quería Hugo y como ya vio la crítica de su tiempo,14 sufre el drama íntimo de sentirse en la obligación de confesar a Caballero sus amores sacrílegos con Polo, y no atreverse a dar ese paso. Es de nuevo, una elección entre la verdad o la mentira por omisión, el deber o la comodidad. Se trata, pues, de una situación análoga a la de Jean Valjean. Galdós le dio forma manteniendo técnicas de Hugo, arropadas por elementos retóricos naturalistas. De este modo, conservó el tempo moroso del drama interior, pautado por el deslizarse objetivo de las horas que caracteriza esa parte de la narración de Los Miserables, y sustituyó la locuacidad del omnisciente de Hugo, por el discurso indirecto libre, de forma que Amparo resultara una criatura de carne y hueso.

Volvamos ahora al principio de este recorrido, a la polémica que supuso la inclusión de Los Miserables en el Índice, y recordemos el más controvertido de los episodios de la primera parte, ―Fantina‖: la bendición que el ―justo‖ obispo Bienvenido Myriel solicita del moribundo convencional del 93. El episodio era en realidad menos inverosímil de lo que creía Ferrer del Río. En la vida del obispo Myriel el diálogo con el convencional fue un momento significativo, pero sin consecuencias. El sacerdote no era un Mabeuf y su condición de exiliado durante la Revolución y la animadversión que Napoleón le inspiraba sólo podían hacerlo afecto a la Restauración de los Borbones. El narrador, que lo respeta pero no comparte su credo político, lo deja claro:

Muy cerca estaría de engañarse quien de aquí dedujera que monseñor Bienvenido era ―un obispo filósofo‖ o ―un cura patriotero‖. Su encuentro, lo que casi pudiera llamarse su conjunción, con el convencional G..., le causó una especie de admiración que le hizo más humilde todavía, pero no pasó de aquí (I, xi, 49).

Técnicamente, se trata de una puntual inversión de roles por la que el confesor se convierte en confesado. Myriel acude a bendecir al moribundo, reconoce la grandeza de su espíritu y, en simbólico acto de humildad, le pide la bendición. El gesto se agota en sí mismo y el convencional fallece muy poco después. Este tipo de situaciones son frecuentes en las novelas de Galdós. Tal vez la más llamativamente cercana a la de Hugo sea la escena inicial de

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Zumalacárregui (1898), aunque su sentido último, tan cargado de ironía trágica, se avenga poco con el didactismo propagandístico del original. El cura José Fago acude a confesar a Ulibarri, el alcalde liberal de Miranda de Arga, que está en capilla. Pero la situación se invierte y el confesor se convierte en confesado, pues Fago, que había seducido a la hija de Ulibarri tiempo atrás, es absuelto por el reo, que es fusilado poco después. Los acontecimientos siguen, de este modo, el curso previsto y la inversión puntual sólo ha servido para poner al descubierto las contradicciones internas del personaje.

Con anterioridad, Galdós ya había utilizado magistralmente ese recurso en Fortunata y Jacinta (III, VII, ii), en la subversiva escena de la confesión de Fortunata con Guillermina Pacheco, también sin consecuencias para el desarrollo ulterior de los acontecimientos, y en el prolijo diálogo de Rosalía y Refugio en La de Bringas. Tras haberse entregado infructuosamente a don Ramón Pez, Rosalía acude a casa de Refugio en busca de dinero. La escena la analizó ya magistralmente Ricardo Gullón (1980: 109-110): la orgullosa Pipaón de la Barca, en cuya casa habían servido las de Sánchez Emperador, peina y viste a Refugio como si fuera su criada. La mayor de las Emperadoras, que tiene información privilegiada de ―un amigo‖, presumiblemente ese narrador que se ha eclipsado en el capìtulo VI, asume un rol teatral parecido al de Centeno en Tormento, pues en sus manos está el dirigir el curso de la acción. Desde el punto de vista narrativo, la situación es de una madurez superior, dado que Refugio es una criatura mucho más compleja que el chico de Socartes y del gesto de entregar dinero no se sigue tanto la ―conversión‖ de Rosalìa como su predisposición a adaptarse al medio. Se trata, de nuevo, de un cambio que implica una ligera modificación, aunque sin excesivas consecuencias.

Hasta aquí este pequeño muestreo de las relaciones que el ciclo de El doctor Centeno, Tormento y La de Bringas establece con Los Miserables. Ni el estudio de la recepción de esta novela de Hugo ni la huella que pudo haber dejado en Galdós pretenden ser exhaustivos. Valga, sin embargo, como reflexión adicional sobre el ―diálogo de novelistas‖ del que habló Gilman en su día.

De Victor Hugo en Galdós…

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De Victor Hugo en Galdós…

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NOTAS

1 La versión de Nemesio Fernández Cuesta compitió con la de José Segundo Flórez, publicada en París por las mismas fechas, y con la traducción de Urbano Manini, ―enteramente conforme con el primitivo original francés‖, publicada en 1869-1870. Sobre las ediciones que todas estas traducciones alcanzan en el XIX, Lafarga (2002: 70-73).

2 El Constitucional puso en duda la legalidad de la exclusiva y en carta reproducida por La Correspondencia de España, núm. 1499, 25 de julio de 1862, p. 2, col. 5, Pedro Pinedo, el representante de Las Novedades, adujo la importancia de la suma desembolsada por el periódico y amenazó con llevar a juicio a todo el que se opusiera a los intereses de la empresa, amparándose en el documento de titularidad otorgado por el Ministerio de Fomento.

3 Especial interés revistió el debate penal sobre la ―libertad preparatoria‖ que, a raìz del drama de la reinserción de Jean Valjean, había planteado en Francia Le Journal des Débats, del que se hicieron eco, por ejemplo, El Constitucional y Las Novedades en verano de 1862.

4 El Cardenal Arzobispo de Toledo prohibió, por edicto de 9 de mayo de 1863, Los Miserables y La judía errante. Los censores habìan declarado unánimemente ―que la novela Los Miserables, su autor Víctor Hugo, contiene máximas y doctrinas inmorales, ideas anticristianas y antisociales, hechos y escenas dirigidas a desacreditar al episcopado, al clero católico, al principio de autoridad y a toda clase de tribunales, halagando y sobrescitando las malas pasiones‖. El fragmento lo reprodujo La Época, núm.4679, 28 de mayo de 1863, p.3, col. 2.

5 Se trataba de un editorial (núm. 4689, 12 de julio de 1863, p. 2, col. 2, 3) en que La Época cargaba tanto contra la prensa reaccionaria, por considerarla opuesta a la monarquía constitucional, como contra las tesis demócratas y socializantes de Hugo.

6 Citamos por La Correspondencia de España, núm., 6 de junio de 1862, pp. 3, col. 3, 4 y 4, col. 1, 2.

7 En la parte II, ―Cosette‖, VII, I, el narrador declara: ―Ce livre est un drame dont le premier personnage est l‘nfini‖.

8 Los Miserables, como Esplendores y miserias de las cortesanas de Balzac, es novela concebida en la estela del éxito alcanzado por Los misterios de París de Eugène Sue.

9 En Memorias de un desmemoriado, Galdós confiesa haber empezado a leer a Balzac en París en verano de 1867 y haber completado los ochenta y tantos volúmenes de su obra en sucesivos viajes posteriores.

10 En el momento de redactar la novela, Galdós debió de evocar Los Miserables de memoria, pues el manuscrito de la segunda parte que se entregó a la imprenta, folio 245, contiene dos errores en el inventario de personajes: Jacquard por Javert y Fachellevent por Fauchelevent. Ambos debieron de corregirse en las galeradas, que no se conservan.

11 Nos referimos a los principios naturalistas de composición e impasibilidad, lo que H. Mitterrand (1987: 5) ha definido como poiesis del naturalismo.

12 En el borrador de El doctor Centeno, folio 230 tachado, Centeno trata de descifrar los títulos en francés de los libros que su amo apila en la mesilla, entre ellas una obra de Scribe: ―tanto libraco en francés...A ver Balzac. Scribe. De qué tratará esto? Le père Goriot. La Pe.-a...u de chagrin...Memoires. Scribe...Le ve...rre...de-a-u (...) Don Victor Hugo le...so...ir‖

13 Citamos, corregida, la traducción que Fernández Cuesta hizo del siguiente pasaje: ―Rendons au hasard ce qui est au hasard et à Dieu ce qui est à Dieu. Qu‘est-ce que Waterloo? Une victoire? Non. Un quine (...) Waterloo du reste est la plus étrange reencontré qui sois dans l‘histoire. Napoleón et Wellington...‖ (―Cosette‖, I, XVI, 455).

14 Orlando fue el primero en considerarla un personaje vacìo, una ―criatura tonta‖ en la crìtica que publicó en 1884 en la Revista de España.