NOVELA EN EL TRANVÍA: GALDÓS Y LA PROBLEMATIZACIÓN DEL ESQUEMA DISCURSIVO DEL XIX
Alfonso J. García Osuna
―El coche partìa de la extremidad del barrio de Salamanca, para atravesar todo Madrid en dirección al de Poza‖ (343). Asì da comienzo Benito Pérez Galdós a la Novela en el tranvía, publicada en La ilustración de Madrid, en los ejemplares del 30 de noviembre y del 15 de diciembre de 1871. Al abordar el coche del tranvía, el protagonista/narrador se topa con un conocido, el médico Dionisio Cascajares de la Vallina, quien le comienza a contar el drama que vive una cierta condesa. El honor de dicha dama, asegura Cascajares, ha sido puesto en tela de juicio por Mudarra, el antiguo mayordomo de la casa, quien ha convencido al marido de su infidelidad. El coche deja Serrano y transita por Alcalá, donde, a la altura de Cibeles, el médico se despide y baja.
El narrador, que de vez en cuando se dirige directamente al lector, queda pensando en la desventurada señora mientras mira las muestras de humanidad madrileña que ofrece el coche. Sin embargo, ahí no termina la cosa: al fijarse en los retazos de periódico con que ha envuelto unos libros que va a devolver a un amigo, se da cuenta de que la historia de la condesa prosigue ahí mismo, dando relación de los deseos de Mudarra de poseer a la desventurada mujer y los esfuerzos de ésta por deshacerse del desvergonzado mayordomo. Mudarra, desdeñado, forja un plan para vengarse de la condesa, escribiendo una carta de cita amorosa a un joven, fijando en ella la firma de la condesa. El retazo de periódico no da fin a la historia, terminando donde el citado se le aparece a la estupefacta condesa a la hora fijada. Comenta el narrador que, sin duda, aquellas vicisitudes amorosas deben proceder de algún novelucho de Ponson du Terrail o de Montepin.
Poco después, el protagonista percibe que el hombre que acaba de entrar al tranvía y se ha sentado a su lado es el propio Mudarra: ―En un segundo le examiné de pies a cabeza y reconocí las facciones cuya descripción había leído. No podía ser otro: hasta los más insignificantes detalles de su vestido indicaban claramente que era él‖ (366).
Confirma la identidad del individuo al notar que saca una cartera que lleva una gran inicial ―M‖ dentro de la cual se puede ver una carta escrita con mano femenina. Además del mayordomo, por el tranvía siguen desfilando los demás personajes de la insólita historia. De pronto el narrador se ve tomando un inusitado viaje submarino y aéreo, hasta que al final despierta, decide actuar, y se lanza en pos de Mudarra, al que ve caminando apaciblemente por la calle de Serrano. El tal Mudarra resulta ser un ―honrado comerciante de ultramarinos‖ (367), por lo que el narrador/protagonista termina dudando de su propia lucidez.
Para intentar echar un poco de luz sobre una obra tan distinta como inesperada del novelista canario, será fructífero indagar en cuestiones de interpretación de la creatividad; ésta, según intuímos en la obra, no se encuentra en el reino de los procesos creativos de la mente, sino más bien resulta de lo que podrìamos llamar un ―pacto de contemplación‖ entre el novelista y su obra, según el cual la novela, la obra le viene al artista, se le presenta inesperadamente a veces, iniciando un diálogo con él. A mi parecer, la Novela en el tranvía es un intento de describir este estadio primordal en una obra de arte. Comenzando su existencia como una ―idea‖, representada por el diálogo inicial con D. Dionisio Cascajares de la Vallina, la obra incipiente se desarrolla transitando a través de una serie de transformaciones en las áreas subliminales del pensamiento, representadas éstas por las conversaciones que escucha e
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interpreta a su modo el narrador, lo que lee e interpreta en la envoltura de sus libros y la interpretación que da a los estímulos visuales. El proceso llega a su eventual expresión en el mundo virtual —para usar un vocablo que esté a la altura de los tiempos— que se cristaliza en la mente del protagonista/narrador.
La ―virtualidad‖ del mundo creado en las páginas de la novela está basada en relaciones; relaciones no solamente entre el escritor y su obra, sino también entre la obra y el lector. Esta ―virtualidad‖ es una manera de sobreponerse a la idea del lector omnisciente, porque asume e incorpora a un lector que no recibirá la obra como un hecho consumado, cerrado y total, sino que debe leer de forma creativa, mudando los actos hermenéuticos del terreno de la ―idea‖, consumada y transmitida por el novelista al lector a través de la novela, al terreno del ―pensamiento‖, es decir, asume la actuación activa del lector sobre el objeto literario.
En la Novela en el tranvía Galdós toma posición con respecto al lector de varias formas. Primero, identifica al tipo de novelista que se trata de superar: éste se presenta en la forma del propio D. Dionisio Cascajares de la Vallina, cuya intervención inicia el proceso creativo. Es D. Dionisio
...un médico afamado, aunque no por la profundidad de sus conocimientos patológicos, y un hombre de bien, pues jamás se dijo de él que fuera inclinado a tomar lo ajeno, ni a matar a sus semejantes por otros medios que por los de su peligrosa y científica profesión. Bien puede asegurarse que la amenidad de su trato y el complaciente sistema de no dar a los enfermos otro tratamiento que el que ellos quieren, son causa de la confianza que inspira a multitud de familias de todas jerarquías, mayormente cuando también es fama que en su bondad sin límites presta servicios ajenos a la ciencia, aunque siempre de índole rigurosamente honesta (343).
Es decir, que la persona que da paso a la narración es médico que no conoce muy bien la patologìa, la ―realidad‖, si se quiere, del asunto sobre el cual ejerce; presta servicios ajenos a la ciencia, por lo que asumimos que lo que narra poco tiene que ver con la realidad exterior, ajena a su persona, sino que nace de su propio mundo interior. De aún más significado, es complaciente: inspira confianza porque no da a sus enfermos otro tratamiento que el que ellos mismos quieren, por lo que interpretamos al escritor que complace a sus lectores dándoles ideas, hechas y digeridas para el gusto del cómodo consumidor. D. Dionisio, así como el protagonista/narrador, son, según explican este proceder Peter Berger y Thomas Luckmann ―constructores de la realidad social‖ (53), es decir, que la ―realidad‖ la construye el ser humano en conformidad con las instituciones y las necesidades sociales del momento: la objetividad de esta realidad no es más que un producto del ser social, producto exteriorizado de la actividad interior de la persona.
No hay que olvidar que el protagonista/narrador también ha sido lector, condición que de algún modo provoca su manera de estructurar la narración: ―Lector yo de muchas y muy malas novelas, di aquel giro a la que insensiblemente iba desarrollándose en mi imaginación por las palabras de mi amigo, la lectura de un trozo de papel y la vista de un desconocido‖ (344).
Esta imagen del lector se ajusta a una realidad social concreta. Como ha apuntado Germán Gullón refiriéndose al público lector del XIX: ―... toda una clase, la mayor, la trabajadora, no tenía oportunidad de leer [...] en general se trataba de un público femenino, viciado por el novelón romántico y el folletìn‖ (157). La situación inicial tiene valor de advertencia: en ésta, la más pedestre y reconocible de las situaciones, donde un pasajero viaja como todos los días en un tranvìa por el centro de Madrid, nada de lo que capta y relata es ―real‖; de hecho, lo que se ―capta‖ parece emanar directamente de uno de los novelones de los que habla Gullón. De la Novela en el tranvía puede afirmarse que no se enfoca nuestra atención en los hechos que
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narra el protagonista, que son los conocidos topoi de una época poco interesada en la verosimilitud. Galdós enfoca la atención del lector sobre los trucos, las fuertes emociones y el contraste maniqueo entre el bien y el mal que usa el narrador/protagonista para atrapar al lector, en los subterfugios orientados a interesar al lector a que adquiera la siguiente entrega de La ilustración de Madrid donde aparecerá la conclusión del relato. Se plantea como materia y finalidad de la ficción el mecanismo propio de los noveluchos por entrega de la época.
Aparentemente, Galdós proscribe cualquier rivalidad que pueda tener la obra literaria con la realidad, con la naturaleza, para que, paradójicamente, se pueda proyectar la imagen del mundo que se confecciona sobre las páginas con más claridad. En cierto sentido Galdós se adelanta a filósofos como Richard Rorty, quien aunque no niega la existencia del mundo exterior, sí niega la posibilidad de obtener un conocimiento objetivo de la realidad; lo importante para Rorty es ―la verdad‖, aquello que al ser social le es útil creer, ―...la solidaridad de la ‗verdad‘ del grupo‖ (24). La situación inicial, donde el narrador/protagonista se encuentra con un conocido suyo que le cuenta una anécdota, como para pasar el tiempo, sienta las bases de una narración corta que explora, entre otras cosas, la naturaleza de lo ―real‖ como construcción social y el sitio de la demarcación entre apariencia y realidad.
Por este medio Galdós cuestiona la relación entre el lenguaje —su propio lenguaje— con la realidad objetiva. Al final de la novela, cuando la verdadera identidad del supuesto ―Mudarra‖ se revela, desaparece cualquier vestigio de realidad objetiva que puede haber tenido la narración del protagonista, narración que de un golpe se convierte en un simple acto lingüístico, dotado de una existencia tipográfica localizada en la mente del lector: ésa es su única ―realidad‖. Es cierto que la obra contiene abundante información para el lector, pero no es información acerca de alguna realidad concreta capturada en las páginas, sino de las relaciones complejas que obran entre el autor, el lenguaje, la realidad y el lector. Atentos a todas las maniobras con que el narrador/protagonista va almacenando información para estructurar su historia, intuimos a un Galdós que destaca el carácter autosuficiente del objeto lingüístico. Una y otra vez, los clichés románticos de noveluchos de la época, que aparecen en la novela bajo el velo de personajes oscuros y misteriosos, de escenas melodramáticas, amantes rechazados y demás, se convierten, en virtud de su unívoca condición de creaciones lingüísticas, en elementos imprescindibles en este viaje del tranvía y sus ocupantes hacia la virtualidad. En el tranvía viaja también el lector. Ante una narración que cuestiona la validez de la mímesis, el lector emprende su propio viaje hacia una dimensión virtual propiciado por un texto que, dadas sus características, no le ofrece la efigie de la realidad objetiva, sino una imagen del vacío insuperable que media entre la realidad y su representación, representación que se construye en la imaginación del narrador. Ya el narrador/protagonista apunta hacia la representación de la realidad como conjunto de relaciones cuya configuración se debe a la imaginación: ―...me puse a pensar en la relación que existìa entre las noticias sueltas que oì de boca del Sr. Cascajares y la escena leída en aquel papelucho, folletín, sin duda, traducido de alguna desatinada novela de Ponson du Terrail o de Montepin‖ (366).
Además, parece evidente que el narrador/protagonista se encuentra ―relacionando‖ cada estìmulo, categorizándolos, como vemos en su juicio sobre el ―papelucho‖. J. S. Bruner ha advertido que la percepción es un ―acto de categorización‖, ya que su función principal es identificar objetos, identificación subordinada a inferencias sujetas a índices sociales dados (Brunner 57). Esto necesariamente hace que el acto de percepción sea eminentemente subjetivo, como nos muestra Galdós. En este sentido, el lenguaje de la Novela en el tranvía sustrae ―realidad‖ a lo narrado al abandonar el intento de capturar su esencia objetiva. Se estructura así un mundo escencialmente virtual.
El problema que plantea aquí Galdós no es una mera abstracción metafísica, sino una inconveniencia práctica. En este momento crítico en la evolución del realismo y del
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naturalismo, el lenguaje no parece estar a la altura de su enorme responsabilidad mimética. Es así que el novelista toca el dilema de la descripción del mundo dando un ejemplo de los problemas que presenta, actitud que contribuye a cerrar el espacio que media entre novelista y lector. Es un tema que le interesa a Schopenhauer, quien aduce que es tan fácil demostrar verdades científicas como es hacer que un edificio se mantenga en el aire: todas las demostraciones al final se basan en lo que se percibe y, consecuentemente, no puede ser ―demostrado‖, dado que todo el mundo del pensamiento se alza sobre la percepción. Según Schopenhauer, lo que llamamos ―evidencia‖ es tan sólo producto de una actividad de la conciencia y tiene raìces profundas en el ―mundo de la percepción‖ (32).
En la Novela en el tranvía Galdós convierte el viaje hacia la virtualidad en el mecanismo fundamental de su composición. Con cada paso que da el narrador/protagonista más se nos hace evidente que las escenas que evoca son materia de su imaginación. No se trata de un simple aparato con el que el novelista, en un rapto de furor romántico, se nos excusa de las responsabilidades de la verificación realista; se trata, más que nada, de un muestrario claro y radical de los errores del realismo ingenuo y de las llamadas ―novelas de tesis‖, surgidas a partir de la revolución del ‗68, que utilizan la realidad —o una deformación de la realidad— para demostrar algún a priori ideológico. De ahí que con su protagonista/narrador no se proponga competir con la naturaleza o capturar la realidad, sino más bien presentarnos con un historial de percepciones e interpretaciones. La diferencia importa. La estrategia galdosiana no se basa en el rechazo del mundo real; lo que hace es sugerir que el lenguaje crea ángulos individuales de percepción sobre el mundo cuya subjetividad no coincide con la aspiración autorial de lograr la objetividad fiel y precisa. Autor él mismo de novelas de tesis, Galdós ya va apuntando aquí hacia su segunda etapa, que comienza con La desheredada en 1881, una vez que la batahola del krausismo se va amansando a partir de la Restauración borbónica.
Así las cosas, entonces el propio texto del novelista, a los ojos del lector, es un objeto abierto a la interpretación polémica. Es por ello que el protagonista/narrador de la novela se nos presenta como un soñador que acompaña a los demás personajes en sus movimientos, imaginándoles vidas y actos que, al final, no se ajustarán a otra ―realidad‖ a la que son sujetos éstos.
Esta preocupación no es nueva. Balzac, así como Diderot, han hecho frente a la inhabilidad del lenguaje de ―captar y expresar la realidad‖ (Rosenfeld 46). Lo que es nuevo o diferente en el Galdós de la Novela en el tranvía es que el novelista usa esta preocupación para establecer el tono básico de su articulación con el lector. Al final, el resultado no es una ruptura de su conexión con el lector, sino un acercamiento: la relación llana y silenciosa del autor que captura la ―realidad‖ y se la ofrece a un agradecido y gozoso lector crea un velo entre el autor, su actividad creadora, y el lector; esta relación ha sido reemplazada por una llena de escollos y limitaciones con los que el lector mismo debe lidiar. Si las palabras del texto no se interpretan como objetos miméticos, y si el lector no se adentra en la obra de una manera sencilla y pasiva, sino que mira analíticamente el objeto que tiene ante sus ojos, entonces, en teoría, el velo entre autor y lector deja de existir, porque no tiene ámbito en el cual existir.
Hay en el núcleo de Novela en el tranvía, en consecuencia, un silencio en palabras, una meditación acerca de las limitaciones del lenguaje en la cual el novelista obliga al lector a participar. En cierto sentido esta obra es ejemplo de aquello a lo que se refería Norman Holland al explicar que en la literatura el mundo ―real‖ se ―desplaza‖ hacia un mundo de formas, estructuras y secuencias, geografía donde reina un orden particular de palabras escogidas por el escritor para lograr su particular meta ideológica o artística (134). Este orden le confiere una pátina de ―realidad‖ a lo que refiere la narración, fenómeno al que se refiere Noam Chomsky cuando habla de que el lector no interpreta oraciones cuya gramática traza una progresión lógica; sin embargo tendemos a interpretar aquéllas que se desvían de la lógica. Por ello es que una desviación bien pensada puede dar un resultado rico y efectivo:
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hace que el lector desactive el monólogo, interpretando activamente y creando un ―verdadero diálogo con el autor‖ (222). Es interesante que un novelista que pasará gran parte de su trayectoria creativa logrando que los aspectos básicos de sus novelas parezcan ―probables‖ se haya esforzado en subrayar lo improbable en esta novela particular. La historia comienza con un interlocutor del protagonista/narrador, sigue su trayectoria —sugerentemente— en las páginas del periódico con que ha envuelto sus libros, y toma vuelo en su imaginación, disparada por el contacto con los demás pasajeros. Esta improbabilidad es importante: nos enfoca la atención sobre el intento del protagonista/narrador de moldear lo que está ocurriendo en su entorno y dotarlo de inteligibilidad, de probabilidad, lo que es, en fin, labor básica del escritor realista/naturalista.
La preocupación por la ìndole de la ―realidad‖ que crea el narrador con el lenguaje seguirá a Galdós a través de su trayectoria creadora. Hablando del discurso del narrador en Fortunata y Jacinta, Jesús Rodero cree ver un fenómeno muy parecido al que destaco aquí:
Este discurso del narrador se convierte, en ocasiones, en reflexión sobre el mismo proceso de la escritura. De esta manera, se establece un juego de oscilación entre el discurso ―serio‖ y la parodia de ese mismo discurso -juego que desmiente el discurso realista ―serio‖ para introducirlo en el movimiento polifónico de toda la obra. El narrador no sólo se presenta metido en la ficción y sin autoridad omnisciente, sino que llama la atención del lector sobre su actividad de cuentista (76).
La historia, pues, no será la de la desafortunada mujer, víctima del desalmado mayordomo, sino la del proceso según el cual el narrador construye dicha historia; es la historia del proceso narrativo que nos muestra que la manera de captar la ―realidad‖ es un proceso subjetivo en mayor grado, como por ende debe ser la manera en que como lectores captamos las palabras en un texto. Que el protagonista/narador se dirija directamente al lector es también significativo: el lector al que invoca el narrador se convierte en una proyección de los aspectos de la conciencia del propio Galdós, que se propone atrapar al lector y zambullirle en el proceso narrativo. Este laberinto dentro del cual el lenguaje busca atrapar la realidad tiende a generar aún más lenguaje a causa del esfuerzo del novelista por encontrarse con la realidad en algún receso del laberinto; a causa del intento de manipular su enigmática y problemática ausencia. Así es que vemos al narrador/protagonista negociar los recesos del laberinto con una producción diversa de lenguaje —escrito, oral, imaginado— con la cual pretende cortarle la salida a la realidad y al fin atraparla. Desde luego, el descubrimiento de la verdadera identidad de aquél a quien se nos dio por Mudarra subraya la futilidad de la empresa lingüística y la infinitud del laberinto. Es así que, paradójicamente, la persecución de la realidad usando los mecanismos del lenguaje tiende a producir un caudal ilimitado y heterogéneo de lenguaje. Lo que en parte explica lo voluminoso de las obras naturalistas y nos presenta con la gran paradoja de su movimiento.
La antigua cuestión de la relación entre el objeto, el pensamiento y la palabra no culmina, desde luego, con Galdós. Sin embargo, su intención básica de convertir las dificultades que presenta esta relación en una fuente de invención novelística —plasmada magistralmente en esta temprana obra— le lleva a un cuestionamiento del realismo ingenuo, liberando su imaginación y permitiéndole alcanzar los niveles creativos que alcanzó. A pesar de, o quizás a causa de las características del realismo, Galdós toma pasos importantes e innovadores hacia una ficción auto-consciente, hacia la rescisión de la mímesis como modo consciente y aceptado de narración.
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