EL HOMBRE NUEVO EN EL CABALLERO DE LAS BOTAS AZULES, DE ROSALÍA DE CASTRO, Y EN CINCO HÉROES GALDOSIANOS (PEPE REY, LEÓN ROCH, AGUSTÍN CABALLERO, ÁNGEL GUERRA Y NAZARÍN)

Marta González Megía

Tanto Rosalía, muerta en 1885, como Galdós, que vive 35 años más, presencian las tensiones entre patronos y obreros, el atraso agrario, los intentos de insurrección en Cuba y la lamentable situación material e intelectual de las clases trabajadoras, el aislamiento de España durante el reinado de Alfonso XII y la Regencia (España queda fuera de la Conferencia de Berlín, donde se sientan las bases para el reparto de África), el mercadeo de los partidos para dar al trono la solidez precisa, la atmósfera de descontento y la fuerte impresión en la sociedad española del Desastre del 98. Ambos escritores son testigos de las mismas lacras: oligarquía, caciquismo, analfabetismo y miseria.

ROSALÍA

El caballero de las botas azules es el símbolo de todo lo bueno y lo malo del mundo, la voz de la conciencia, el sentido común, la autoridad moral, la Providencia, Dios bajado del cielo para resolver las desgracias humanas. Su don de la ubicuidad, de gran raigambre literaria,1 se complementa con su vertiente mesiánica, con su aire de profeta y de héroe justiciero, que encarna un ideal: el equilibrio armonioso entre naturaleza y espíritu para erradicar vicios e implantar una nueva moral que contribuya al advenimiento del hombre nuevo, el postulado krausista convertido en tema y trasfondo de numerosas novelas de Galdós.

La Musa rosaliana encarna el poder extrahumano que conduce al hombre continuamente hacia lo distinto (y hacia su fracaso). ―El horóscopo de las criaturas se lee en el reverso de lo que se desea‖, dice el duque, quien observa a la sociedad decimonónica para corregir sus defectos. La sociedad, corrompida e incapaz de inventar nada, es un conjunto de cadáveres o fantasmas y el duque muestra sus miserias, tan reales como él mismo, que a veces adquiere carácter de pesadilla. La humanidad sólo pretende divertirse, es un auditorio pasivo, adormecido por el resplandor de los fuegos artificiales e hipnotizado bajo el influjo del azul encantador de unas botas únicas y, por tanto, envidiables. La gente no reflexiona, camina hacia donde la llevan los charlatanes que actúan en beneficio propio, no en el de la colectividad. En el ámbito doméstico, el duque ve la tendencia al lujo de las mujeres de cualquier clase social o estado civil, por encima de sus posibilidades económicas, su escasa o nula instrucción y su dificultad para ganarse la vida (de ahí la necesidad de casarse), la pérdida de poder adquisitivo de las clases desfavorecidas y el endeudamiento de las familias para aparentar lo que no son y colocar a las hijas, sin hacer ascos a un matrimonio ventajoso de los varones.

El duque de la Gloria considera enferma a la sociedad y baja desde su olimpo a reformarla, o a predicarle por lo menos, independientemente de la utilidad de su esfuerzo. Así, elige a una mujer de cada clase social y la sermonea para que modifique sus hábitos, como los cinco personajes masculinos galdosianos tienen también intenciones reformistas para con la

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humanidad. Algunos procuran primero la regeneración de sus enamoradas, en una caridad mal entendida; de ahí su fracaso, como veremos.

A través de su personaje, Rosalía muestra a las mujeres de la nobleza como fisgonas de lo exótico, dominadas por la moda, o empeñadas en coleccionar pretendientes muertos en duelo. Las burguesas se dedican a la caza de marido y las de clase baja corren en busca de la dignidad, perdida por culpa de unos mayores cuya ambición es hacerlas ingresar en el sistema social, en el peor sentido de la expresión (‗entrar por el aro‘ lo llamaba don Baldomero Santa Cruz).

Con las mujeres ricas el caballero es implacable: a Casimira, la diva que no necesita a nadie, le demuestra que sólo se quiere a sí misma; a la señora de Vinca-Rúa, sin nombre de pila, que presume de superioridad social, el duque le enseña que la vida es igual para todos; la condesa de Pampa, una charlatana de misterios, es la que más desea saber el secreto del duque y la que más escarmentada queda; la marquesa de Mara-Mari, la bella rompecorazones, capaz de ocultar la ponzoña de su alma bajo la languidez de su rostro, no vacila en humillarse yendo a su casa, mientras él se hace esperar ‗groseramente‘ para luego rechazarla, a ella, cuya corte de adoradores es el asombro de todos. El duque se muestra más inhumano con ésta, porque lo necesita más que otras: ―¿Por qué, Musa, me obligas a ser tan cruel? ¿Tiene ella, acaso, la culpa? ¿No le han enseñado desde niña el exclusivo aprecio, la estimación de sí misma y el más altivo desdén hacia los demás?‖ (XV).

No tienen más suerte los ‗despreciables‘ miembros de la clase media: el caballero finge buscar jóvenes que necesiten ganar ―con el trabajo de sus manos, algunos miles de pesos para ayuda de la dote‖ (XVI), y las hijas del abogado, del médico y del funcionario de Hacienda de la calle Atocha, empeñadas en ―querer parecer una cosa que no son‖ (XVI), se horrorizan de ―trabajar por dinero, como si fuéramos miserables obreras‖ (XVI). El duque cree que las burguesas pueden:

sin dejar de ser señoritas, pensar en el porvenir, no desdeñándose de aumentar con el trabajo de sus manos su pequeña dote [...]. ¿Pertenecen ustedes a la clase media? Pues en ese caso, señoras, ¿por qué no calcetar gorros de dormir a seis duros? ¿No trabajan sus papás? Pues trabajen ustedes también y déjense de esas apariencias de riqueza que ocultan una miseria vergonzosa y un orgullo tan ridículo como inútil2 (XVI).

Pudo el duque hacer concesiones a Mariquita, la única mujer pura, ingenua, sincera, pobre y guapa —condiciones imprescindibles para conseguir un marido como él, en el más puro estilo del folletín—, ya que las nobles sólo tienen belleza, y no natural, sino ‗afeitada‘. Sin embargo, la convence cariñosamente de la imposibilidad de comunicación amorosa, pues son de muy distinta naturaleza, y de que es mejor que no vuelvan a verse. Ella muestra la resignación dolorosa del primer desengaño y escucha al duque, que le habla como un amigo: le aconseja que no escriba a ningún hombre, que abandone esa atracción enfermiza por el cementerio y, sobre todo, que no se case ―con ningún hombre que no te haya dicho antes que te quiere‖ (XVIII).

El duque se propone regenerarlas a todas por diversos métodos, por el de la educación, sobre todo. La escasez de instrucción de las mujeres, independientemente de su clase social, tiene su origen en la falta de preparación de los pocos maestros que existen: Dorotea, la tía de Mariquita y oponente femenina del duque, es la fiel transmisora de la ideología tradicionalista, pues conviene más a las mujeres pobres. Ella instruye a las niñas de su escuela en el conformismo3 y les coloca una escofieta, ―el adorno más lindo y modesto que podía usar una joven hacendosa y digna del aprecio de todos‖ (Dorotea, IV), un símbolo sobre el que

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ironiza Rosalía, porque mediatiza a las mujeres, las clasifica, las incita a la sumisión, como la argolla en la oreja de tiempos antiguos, como las botas del caballero, pero al revés.

Rosalía desmitifica, sobre todo, el manido concepto de que la cultura es un logro exclusivamente masculino: Dorotea es quien debe resolver el conflicto provocado por Mariquita, a pesar de lo ‗cieguecita‘ y bien aleccionada que estaba, al tener la osadía de escribirle a un señor y granjearse la mala fama consiguiente, que le impide a Melchor y a todos los hombres de su clase aceptarla como esposa.

Dorotea es la guardiana de los valores antiguos. Su magisterio, de índole policial, más que educar, vigila y reprime: procede de su condición de víctima, de su escasa educación y de los prejuicios morales de su tiempo. Por eso recurre a un colega varón, pues ella, débil, imperfecta y mujer, no puede hacerlo sola. Ricardito Manjón, caricatura del maestro ‗moderno‘ y antítesis de tal, aglutina una frivolidad enmascarada de polifacetismo y una majadería elevada a la categoría de axioma, con la vacuidad de un lenguaje ampuloso: ―Los maestros de primera enseñanza manejamos hoy cierta clase de estudios, ya morales, ya científicos, ya filosóficos, que abarcan todos los conocimientos humanos, así en la esfera social como en la intelectual, etcétera...‖ (XVII).

La perfecta retórica del tal Ricardito, resumida en prosa de a pie, viene a decir tres cosas: le gustaría conocer a una alumna tan especial (no se mezclaban los sexos en la escuela); Mariquita necesita que le abran los ojos (lo cual da a Dorotea a todos los demonios); esto se arregla dándole una paliza ‗al de la capa‘ (el duque). Todo lo expresa Rosalìa en un diálogo lleno de frescura, comicidad y gracia incomparables, ejemplo de sentido común y buena sintaxis.

Dorotea enseña costura y catecismo, lo único que sabe y lo que necesitarán las niñas del Callejón del Perro, cuando sean mujeres. No se dice si sabe leer, aunque la opinión del padre de Mariquita no es muy halagadora: los maestros sólo sirven para ―enseñar a los niños el a e i o u, y un poquito de otras cosas‖, para lo cual no hay que tener ninguna preparación, pues ―a tener yo tiempo, también se las enseñara‖ (XVII).

De sintaxis y prosodias está lleno el mundo y también yo las manejara, si hubiera querido, porque aprender también aprenden los loros, si les enseñan. ¡Ay, si consistiese sólo en eso el busilis del talento! Pero el caso está en discurrir bien y con provecho (XVII).

El hombre nuevo de Rosalía se convierte en el más clásico de los maestros, un ciego que no espera nada de la vida y que se permite el lujo de ser insolente y cáustico con el prójimo. Casi al final aparece reencarnado en el ‗eterno masculino‘, del brazo de Dorotea, como aquel novio suyo que murió y la convirtió en educadora de niñas ajenas, a las cuales aparta de caer en los errores que ella cometió (los de la humanidad entera), que poca gente logra combatir, si no es por obligación: todo el mundo debe equivocarse, a excepción de las que no encuentran con quién.

El fracaso del duque (no se informa al lector del destino de los distintos tipos femeninos que aparecen, pero es fácil adivinarlo) se mitiga con la ironía de la autora sobre los libros que se deben publicar para tener un éxito mínimo, o para que hagan caso ―esos editores mal intencionados y usureros que tratan al escritor como un mendigo‖ (VIII), algo que sufrió la autora gallega en propia carne, y que se encuentra en la obra en grandes dosis. Es menester cambiar los parámetros, pues ya nadie escribe nada interesante. El duque también intentará arreglar esto, escribirá el Libro de los Libros, que se parece mucho a las novelas por entregas, ―lujosamente encuadernadas, llenas de grabados de color‖ (para ocultar la pobreza de contenido), y en cuyo interior ―se echa por tierra todo género de literatura y se abren nuevas y desconocidas sendas al pensamiento humano‖ (XXIII). Es el libro que jamás se ha escrito,

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opuesto al de los falsos genios, los malos poetas y los periodistas ignorantes, el que refleja a todos los sectores de la sociedad, para que, a través de la humillación y el desengaño, se propongan objetivos dignos, auténticos y legítimos. De ahí el símbolo de las botas, que suscitan envidia, como mínimo. Todos quieren unas del mismo color, un azul extraño, subyugador, pero ninguno advierte que es inigualable, inimitable, porque es, en sí mismo, una novedad total: es único. No se pueden copiar, pues no constituye novedad lo que puede ser propiedad de todos.

Así, el duque acaba con todos los libros existentes y con sus autores, que pretenden batirse en duelo con el duque y a quienes desengaña también de la inutilidad de tal acto. Cuando intenta convencer a las aristócratas de la vaciedad de su vida, aunque sabe que volverán a sus actividades anteriores en cuanto se les presente la ocasión, dice: ―Esas pobres hijas de la esclavitud aman la libertad como el mayor bien de la vida, pero no han comprendido todavía la manera de alcanzarla. Compadezcámoslas, no obstante: toda mujer es digna de compasión, sólo por serlo‖ (XXIII).

GALDÓS

El hombre nuevo4 de Galdós coincide en muchos aspectos con el caballero de las botas azules, pero su panorama es otro, por la condición de hombre del autor y por su distinta reflexión, filtrada por la ironía y el humor (de los que no carece el texto de Rosalía, pero en otro tono).

Pepe Rey (Doña Perfecta, 1876), como Daniel Morton y León Roch, es víctima de toda la colectividad (símbolo de la sociedad integrista, que Galdós desprecia), y cerrada a las corrientes ‗modernas‘. Pepe es ingeniero, un técnico decidido a regenerar a la patria, creando riqueza y bienestar, algo previo para la transformación espiritual. En Galdós los médicos y los ingenieros representan el progreso, pero los abogados tienen menor categoría moral: son oportunistas, ambiciosos, hipócritas y gandules. Así es Rafael del Horro (Gloria), Jacinto (Doña Perfecta), Leopoldo y Gustavo Tellería (La familia de León Roch), Joaquín Pez (La desheredada) y Juan Santa Cruz (Fortunata y Jacinta), personajes antipáticos todos.

Los abogados galdosianos no colaboran a la reforma de la sociedad y su falta de responsabilidad se puede comparar con la actitud antisocial del señor de la Abuérniga rosaliano, un sibarita aislado del mundo, a quien no afectan sus problemas.5 La crítica de Rosalía es que la inhibición no es la solución a los problemas personales ni sociales. De hecho, este personaje no tiene tranquilidad, porque se la estorba a todas horas el duque, símbolo de la conciencia social colectiva. Rosalía no escatima detalles para la caricatura de este personaje, ‗gran caballero‘ separado de la muchedumbre, experto en una voluptuosidad refinada, filósofo por distracción, amante del bien y detractor del mal sin practicar ninguno, célibe por comodidad y egoísta hasta la perfección.

Como el duque piensa redimir a los habitantes de Madrid, la misión de Pepe es reformar Orbajosa6 en su totalidad, a través de sus acciones particulares. Ha venido a salvar a Rosario del oscurantismo orbajosil, que prefiere ganarla para la Iglesia, aunque pierda la razón. Pero Pepe no maneja la hipocresía con la habilidad de doña Perfecta, y eso lo coloca en desventaja: el integrismo abomina de lo nuevo y el fanatismo debe ocultarse con procedimientos clásicos, ya que el miedo a lo moderno impide la consecución del objetivo. Pepe no sabe hacer frente a su tía porque desconoce sus armas (el disimulo y la intriga), cree que es suficiente su actitud de caballero andante remozado, porque se figura que el carácter de su tía es tan transparente como el suyo. Galdós, como Rosalía, demuestra que la virtud de los protagonistas y sus buenas intenciones sólo bastan para la obtención de un final feliz en las novelas de folletín: Pepe, un Mesías fracasado, no consigue sus propósitos, sino que muere, como el duque de la Gloria se esfuma antes de presenciar el aciago resultado de sus gestiones.

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En La familia de León Roch (1878) el protagonista lo intenta todo para apartar a su mujer del fanatismo, como el duque de la Gloria también predica a la sociedad para liberarla del vasallaje a las convenciones sociales. Se erige en maestro de su mujer, como el duque de la humanidad, y por la misma razón: la falta de instrucción. La culpa es de la familia, que repite el esquema antiguo y no el krausista, cuyo lema era qué rumbo dar a la vida para colmarla de sentido y constituirse en medio y fin de fomentar el alto destino en la especie humana. Así, el duque pretende desbaratar también cuanto de nocivo, falso o caduco tiene el mundo ‗presente‘ y erradicar el ambiente de acomodos y transacciones propicios al egoísmo, la codicia y la ostentación.

El problema de León es que no sólo no hace a su mujer a su imagen y semejanza, sino que ella lo catequiza a él, algo así como si el de la Abuérniga hipnotizara al duque para que entrara en su especie de nirvana egoísta. María no consigue su propósito por su falso misticismo y su irreligiosidad; León tampoco, a pesar de su pretendida integridad. León fracasa por su ofuscación (ahí difiere del duque), no comprende que a María se la disputa el fanatismo religioso, hasta que ya es tarde: su verdadero rival, su cuñado, le ha arrebatado la voluntad de su esposa; León es más inteligente y mejor conversador que María, pero en ella dominan el complejo de superioridad, la indigencia intelectual y la alienación religiosa.7 Se invierten los términos: él ―se empeña en que su mujer sea racionalista, y esto es tan ridículo como un hombre beato‖. (XIV).

María es un ser primario, por eso León no acierta con el método, no sabe sacar partido del orgullo o de los celos de María, que la humanizan: ¡lo que habrían hecho Joaquín Pez, Santa Cruz, Víctor Cadalso o el mismo don Lope! León es mesurado en todo, hasta en su ateísmo, como el duque rosaliano, sólo se muestra agresivo cuando Gustavo lo reta a duelo, ―un asesinato fiado al acaso y a la destreza‖ (XI), y algo parecido dice el duque al ver las manos trémulas de sus contrincantes. Es el perfil del hombre nuevo, que no se bate, sino que dialoga. Pero a León se le quitan las ganas de redimir a Pepa, sea por el fracaso con su esposa, o quizás porque Pepa no lo es, o es que no le hace falta: sus temas de conversación son más variados —María es monolítica en su antojo apostólico— y sus registros pueden cambiar de la broma a la ironía, como en las mujeres reales. Como otras mujeres que pueblan el vasto universo galdosiano, Pepa es la mujer natural, opuesta a María, pero León, aunque enamorado, tampoco sabe aprovechar el momento. Él quiere calor familiar, como el que fomenta el duque en las burguesas, argumentando los quehaceres de las reinas antiguas (hilar y calcetar), pero su conciencia no le permite disfrutar de nada y resulta grosero o realista, como el duque se veía forzado a ser, a veces.

Agustín Caballero (Tormento, 1884) viene a Madrid el año anterior a la Revolución del 68, pero su carácter ya está formado. Sus intenciones son tan desconocidas como las del duque de la Gloria, pero es bienvenido, por sus aires de progreso y por su dinero. Todos desean intimar con ellos, pero ambos se resisten: no han venido ‗a la Tierra‘ a comprometerse con lo primero que ven, ni a aceptar la primera sugerencia que les hacen; su misión es más trascendente. Las novelas demuestran si la realizan o no.

Caballero no es el hidalgo calderoniano que a veces encarna el duque (por ejemplo, cuando clama contra la frivolidad de las burguesas y contra la irresponsabilidad de las aristócratas) y en que ha degenerado también Polo, capaz sólo de soñar lo que no es, conquistando reinos con la imaginación. Caballero es su opuesto, el pícaro ennoblecido por el trabajo, el único que puede salvar a Amparo-España de la degradación en que ha caído. Pero Agustín ha creado su propia moral y no la salva ‗del todo‘ (o como la sociedad burguesa entiende, por el matrimonio).

Como el de las botas azules, el Caballero de Galdós viene de otro mundo, desigual a éste, más auténtico e incivilizado. El viaje desde la barbarie anárquica a la civilización ordenada tiene un trayecto doloroso, el Madrid en el último tercio del siglo XIX es muy problemático y

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su asimilación tiene un precio: hay que ajustar la conducta a ‗el qué dirán‘. El duque tiene firmes convicciones, indiscutibles, y no necesita otras. Agustín las adquiere al arbitrio de sus parientes (Bringas) y de las amistades de éstos. A sus cuarenta y cinco años (una edad casi tan ‗longeva‘ como la del duque), Caballero representa al sector más conservador: el desorden lo angustia y quiere observar las leyes morales y sociales (familia, religión y monarquía).

Como todos los hombres galdosianos cabales, Caballero es pródigo en dar dinero (le sobra, como a León Roch o a Ángel Guerra), pero no es generoso de sentimientos: no entiende el error de Amparo, o mejor, no ve que todos los cometemos alguna vez y que nos hacen mejores, si aprendemos de ellos. Las sospechas sobre Amparo no son motivo suficiente para la rigidez de Caballero al juzgarla; de hecho, otros hombres galdosianos formularon toda una filosofìa en torno a la infidelidad femenina (‗lo de marras‘ en Amparo no llega a infidelidad), como Orozco en La incógnita-Realidad.

La timidez de Agustín le impide declararle su amor a Amparo: el narrador describe el momento muy sucintamente. Distintas son las cariñosas palabras del duque a Mariquita al disuadirla de su obsesión casamentera, o a Dorotea, cuando se hace pasar por ‗su‘ Diego. Como el de Rosalía querría ser ciego a veces y lo es en el penúltimo capítulo, este Caballero no se muestra perspicaz en valorar las virtudes de las mujeres madrileñas,8 y se equivoca con Amparo: la inseguridad y la pobreza la hacen modosa y obediente; no ve su remordimiento, no sabe que su mansedumbre es cobardía, sólo ve a la compañera callada y dócil, aun en las humillaciones.

Agustín pudo absolver a Amparo antes de convertir la boda en tragedia folletinesca, pero se erige en juez implacable, para rendir tributo a la moralidad de la época. La salva de la miseria, pero la repudia como esposa. Como León, tampoco Caballero hace honor a su nombre: Amparo sirve para amante, pero no para esposa, y casarse con ella es rebajarse. La trata con hipocresía y doble moral. Los personajes galdosianos que actúan contra la naturaleza son castigados. Amparo miente porque teme no gustar, no estar en su lugar y que se sepa su secreto: ―Cuando se trataba de escoger un color o una forma, la novia caía en las mayores perplejidades y su espíritu, atento a más graves empeños, no acertaba en la elección‖ (XXVI). De lo mismo adolece Agustín Caballero.

Ángel Guerra, de la novela homónima (1891), pertenece a una familia adinerada, estudia hasta donde le parece y se mete en política por un capricho de niño bien, no por idealismo ni por supervivencia. En su desazón interior se mezcla la mala conciencia de clase con una reacción psicológica contra la autoridad materna. El dinero le permite ponerle casa a una mujer de una familia de cesantes (el padre), visionarios (la madre), delincuentes (los hermanos) y vagos (el tío y los primos).

Como el duque de la Gloria, Ángel es intemporal y a la vez de su época: mientras su protectora madre lo sermonea sin cortarle el suministro monetario, su idealismo le permite convertirse en ‗redentor‘ de Dulce (mantenida enamorada de su protector y tipo femenino escaso en Galdós), sucedáneo del amor materno mezclado con sexo. Cuando muere su madre, su labor regeneracionista cobra ‗altura‘ por su proceso de aburguesamiento (ya es ‗propietario‘) y por su contacto con Leré, monja corredera, tratada como mujer (su rasgo más característico es lo abultado de su pecho). Pero no realiza ninguna de las dos regeneraciones: ya no disfruta de la compañía de Dulce, el Sancho Panza de esta historia (―El Señor me perdone, pero no es culpa mía si el amor humano y la devoción no hacen buenas migas‖, III, 3ª) y una figura más digna que Leré: se vende por mandato paterno, pero llega a querer a Ángel, quien, al abandonarla, pudo ayudarla a sobrevivir y en cambio la indujo a volver al concubinato o al matrimonio de conveniencia. Dulce se casa y se retira; sin embargo, Leré, a pesar de ser religiosa, consiente en el descabellado proyecto de Ángel, a sabiendas de que no resultará (sobre todo para él), y causa su muerte, indirectamente.

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Guerra pretende cambiar la sociedad a través de Leré, quien nunca se enfada, ni exige, pero con jesuitismo sibilino suave consigue lo que quiere, pues el fin justifica los medios: se apodera de la voluntad de Ángel, no con intención de lucro o estafa, sino para que ingrese en la Iglesia, y lo despoja de su personalidad, a lo que él accede gustoso, porque no es muy estable, ni está fundada en principios sólidos (de ahí la perfección en la creación del personaje de Guerra, uno de los mejores de Galdós). Ángel se somete a Leré porque encarna la autoridad eclesiástica, sustituta de la materna que perdió, como ser inmaduro que necesita una dirección firme. La condición religiosa de Leré, paradigma de la femineidad inaccesible y fascinante, es un impedimento y un aliciente para el donjuán9 que hay en Guerra y eso lo atrae más: ―tu santidad me cautiva y, si no fueras como eres [...], se me figura que me gustarías menos‖ (VII, 2ª).

El antiguo anarquista cree que con dinero puede conseguirlo todo, aunque sea tan insólito como conquistar a una monja, abadesa de una orden femenina, paralela a la masculina fundada por él. Pretende reformar el mundo, empezando por la Iglesia, de un inmovilismo recalcitrante, magna empresa que ningún caballero andante, ni el más intrépido (y tampoco el duque rosaliano), se atrevió a emprender. En Galdós la santidad no es impropia en sí misma, mientras no aleje a la persona de la realidad. Ángel fue anticlerical y ahora quiere hacerse sacerdote, porque no puede vivir sin amor, y, como Leré no acepta el amor carnal, él le propone uno celestial, cuando se junten ambos en ‗unión mìstica‘. En realidad y aunque se la quiera revestir de mística, la orden es como un matrimonio terrenal burgués —unidos los contrayentes por lazos económicos y sociales—, en el cual el hombre aporta los fondos y la mujer dispone de ellos.

De igual manera que las prédicas del caballero de las botas azules resultan ineficaces para erradicar la molicie de la sociedad desde tiempos arcaicos, Guerra no redime a nadie con su ‗obra‘, sino que provoca una catástrofe social y personal y muere asesinado por los delincuentes. Cree que remediando sus necesidades físicas (no las morales) instintivamente se harán buenos y dejarán a la puerta del asilo sus pasiones, como él intentó hacer con la suya por Leré: ―¡A quién se le ocurre encerrarse en el cigarral con gentuza incógnita, y gastar el dinero en mantener vagos, y construir ratoneras para curas y monjas!‖ (IV, 4ª).

El sacerdote de Nazarín (1895) es un cura cristiano con ascendiente y aspecto árabes, primera ironía del autor en esta novela y no la única. Algunos críticos se han preguntado si era equilibrado, pues aparece indisciplinado, orgulloso e inocente,10 la misma impresión que produce a la sociedad madrileña el duque de la Gloria, al que soporta hipócritamente. Nazario es el verdadero y fiel transmisor de la palabra de Cristo y por eso disiente del clero de la época y de la cháchara eclesiástica convencional.

Como el caballero rosaliano insiste en el recto comportamiento por satisfacción propia y no por ‗el que dirán‘, el sacerdote soluciona definitivamente el problema planteado y no resuelto en Ángel Guerra: el valor de trascendencia espiritual y mística de las cosas reside en ellas mismas. Nazarín encarna una religiosidad distinta, nueva, es el antimístico, héroe auténtico de la caballería religiosa moderna, tanto en su peregrinación corriendo aventuras, como en la bondad y acierto de sus juicios. Para él, ni la filosofía, ni la política conducirán al hombre por el camino del bien. Hasta dar en la cárcel, Nazarín tropieza con la sociedad, que se pregunta, inquieta ante una vida cristiana a fines del siglo XIX, si es un caso de delincuencia o de locura.

Este personaje es el que más se parece al duque de la Gloria: para redimir al género humano sin distinción de sexo ni clase social, acoge a las dos mujeres que simbolizan las lacras más comunes en la época: pobreza, ignorancia y desamparo. Ándara, una Magdalena al revés,11 es atrasada y visceral y Beatriz está dominada por las pasiones. Nazarín atiende a ambas, las dos caras de una misma moneda, pues tiene una cultura mediana y sabe de todo un poco, menos de gobernar pueblos (como se deduce de su conversación con el hidalgo) o de

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gobernarse a sí mismo. Nazario despierta interés en las dos: Ándara siente celos, mientras que Beatriz cambia el instinto carnal hacia ‗el Pinto‘ (mozo achulado de Móstoles) por el amor espiritual, pero también humano, que Galdós propone en otras novelas.

Y, más pedestre y terrenal que el duque, Nazario remedia los males de sus congéneres: el duque da solución a los espirituales, mientras que el cura ayuda a combatir los físicos, la epidemia de viruela de los pueblos occidentales de Madrid, pues para tener vida espiritual es menester conservar la material. Redime al género humano a través de sus dos fieles seguidoras,12 como el duque escoge a una representante femenina de cada estrato social (y a algunos masculinos, nadie está libre de pecado), para mostrar sus vicios y darles una solución. Nazario perdona a sus semejantes y los incita a la clemencia, como el duque, y dicta unas ‗sentencias‘ muy ajustadas a derecho (divino, naturalmente) para todos los asuntos de esta vida y la eterna.

El proceso de Nazario es el mismo que le habrían instruido al duque si éste no fuera omnipresente e invisible: en las primeras páginas de Halma unos periodistas, que como en El caballero de las botas azules se inventan las noticias para complacer las necesidades del público —un precedente de la prensa rosa actual—, cuentan que el cura es absuelto, tras un prolijo y disparatado sumario. Después, da solución al conflicto de Halma (no puede vivir sin su primo, ni con él, porque es pecado), en un final feliz, impropio de la novelística galdosiana. Lo más parecido al duque rosaliano es la condición subversiva de Nazarín, que practica la caridad hacia los menesterosos mediante el reparto económico y la igualación social. Si la vida de Rosalía o su novela hubieran durado algo más, es fácil suponer que el duque habría propuesto una solución acorde con su trayectoria.

Como breve conclusión, ninguno de los personajes masculinos estudiados redime a los demás, a pesar de que lo intentan por medios diversos, según su condición y posibilidades: no buscan la regeneración de la mujer en sí misma, como ser humano y parte importante de la sociedad, sino aquélla que necesitan para su comodidad y conveniencia, transparente crítica de ambos autores. Los personajes femeninos tienen una noción propia, equivocada o no, de cómo dirigir sus vidas, aunque no lleguen a verla cumplida en la mayoría de los casos, pero esto ya constituye un cierto avance en la concepción de la multitud de mujeres miserables y lastimadas que pueblan la novela del siglo XIX. Naturalmente, éste es uno de los múltiples aspectos que reflejan las seis novelas, todas muy intensas.

Rosalía acusa mientras escapa de la imagen lacrimógena y resignada que se le ha atribuido siempre. Quien escribe esas cosas tan agudas y en tono tan drástico no es una mujer sentimental más o menos tópica que se esfuerza por suscitar el llanto de los demás, sino una persona superior al medio, independiente y con una profundidad de visión que nadie acertó a calibrar. No hay dolor ni blandura, sino rigor y exigencia ética. Hay espiritualismo, disconformidad, rebeldía, necesidad de topar con lo auténtico y de vivir con ello, aunque sea un drama irresoluble. Rosalía, como Galdós, combina con maestría realismo y fantasía en esta obra, empleándolos de la manera más efectiva para llegar al fondo de lo humano. Y tiene esa visión del mundo gracias al conocimiento existencial que le permite elegir lo auténtico y rechazar lo artificial.

Galdós comparte con sus contemporáneos europeos los mismos ideales y las mismas preocupaciones: su fe en la ciencia y en el trabajo y sus inquietudes espirituales. Vivir en un mundo de ilusión, perder contacto con la realidad y negar el racionalismo europeo conducen a la sociedad a reproducir contenidos vacíos y meras apariencias, en su aspecto religioso, moral, económico y político. En estos cinco personajes Galdós ha captado tres problemas: la insuficiencia de la razón y de la observación para comprender el mundo, la continuidad de la España tradicional en lucha contra el tiempo y la conciencia del hombre nuevo. El hombre nuevo, imagen del propio Galdós, afronta esta tragedia con tolerancia y comprensión, reflexivamente.

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BIBLIOGRAFÍA

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NOTAS

1 Se le puede establecer filiación con Fausto (Goethe) y con El conde de Montecristo (Dumas), entre otros.

2 ―La hija del pueblo, chiquita aún, aprende a agenciarse el pedazo de pan haciendo recados, sirviendo, cosiendo (...). Pero suponed una familia mesocrática, favorecida por la naturaleza con cinco o seis hijas, y condenada por la suerte a vivir de un sueldo o de una renta miserable. ¿Qué van a hacer esas niñas? ¿Colocarse detrás de un mostrador? ¿Ejercer una profesión, un oficio, una ocupación cualquiera? ¡Ah! Dejarían de ser señoritas ipso facto‖. Emilia Pardo Bazán (1890): ―La mujer española. La clase media‖, La España Moderna, año II, nº. XIX, julio, 124.

3 ―No hay que enamorarse... de tantas cosas como por aquí se ven. Todas estas fruslerías han sido hechas para hacerles gastar dinero a los ricos, y a los pobres nos sentarìan como a una vieja una moña colorada...‖ cap. IV.

4 En obras muy tempranas Galdós ridiculiza la imagen que tienen los extranjeros del español quijote en la figura de lord Gray (Cádiz, 1874). Como contraste, Gabriel Araceli es el hombre honrado, natural, sencillo y directo.

5 Este hombre es una alusión al personaje real del marqués de Muros y Álvarez Albuerne, nacido en 1830 en La Habana, de padres asturianos; educado en Madrid, en 1863 ocupaba un puesto diplomático y participó en la Revolución de 1868. Catherine Davies, Rosalía de Castro no seu tempo, 285.

6 «¿Qué es Orbajosa...? Un pueblo en su sepultura; pero el tañido de la campana revela que allí hay un alma todavía. (...) ¿Es una utopía? ¿Es una Atlántida, una Icaria? ¡Ojalá! Orbajosa es toda España‖. Leopoldo Alas, «Doña Perfecta. Novela del señor Pérez Galdós‖, en Jean François Botrel: Preludios de Clarín, 86.

7 «Que una mojigata se casara con un librepensador era algo que sucedía con frecuencia en la España de la segunda mitad del siglo pasado, donde abundaban tanto mojigatas y librepensadores, aunque por desgracia aquéllas fueran más numerosas y, sobre todo, más mojigatas que librepensadores éstos‖. Francisco Pérez Gutiérrez, El problema religioso en la Generación del 68, 225.

8 «Son charlatanas, gastadoras y no piensan más que en divertirse. Una señorita que estuvo seis años en el mejor colegio de aquí, me dijo que Méjico está al lado de Filipinas. No saben hacer unas sopas, ni pegar un triste botón, ni sumar dos cantidades‖, Tormento, XXI.

9 Figura masculina aborrecida por Galdós, de larga tradición literaria, desde el Arcipreste de Hita a Zorrilla, sin olvidar la cantidad de seductores decimonónicos: Álvaro Mesía o los galdosianos Santa Cruz (Fortunata y Jacinta), Nelet (La campaña del Maestrazgo), Emilio Terry (Bodas reales), Tolomín (Los duendes de la camarilla, La revolución de julio) y Urríes (España sin rey).

10 Ciriaco Morón Arroyo, citado por Francisco Caudet, Pérez Galdós y Clarín, 127.

11 María Magdalena era una bella cortesana que lloró arrepentida a los pies de Jesús, enjugándolos con sus cabellos, y Ándara es una aprendiz de mujer mala que ni es hermosa, ni reporta beneficios a Nazario —más bien disgustos—, ni se arrepiente, pues debe ser reprendida a menudo. Es la caricatura de Magdalena y la de Beatriz, y ésta es tan ignorante como aquélla, pero más joven y más guapa.

12 No es casualidad que sean mujeres, por el menor nivel de instrucción que los varones, y más proclives, por tanto, a la superstición y a la barbarie.