LOS PARAÍSOS ARTIFICIALES EN LA NOVELA GALDOSIANA: MIAU Y NAZARÍN

Roberto García de Mesa

El hombre moderno se ha caracterizado por buscar dentro de sí mismo las razones últimas de lo que le rodea, con el fin de establecer diferentes niveles de comprensión de los misterios. Desde este punto de vista, el centro del mundo ha recaído, por un lado, en su razón científica, y, por otro, en la creación de otros mundos en éste, recreando o destruyendo dichos misterios. De ahí que se hayan cruzado numerosos prototipos de ser humano, de ideales, de construcciones imaginarias de la razón. Por ello, todo se ha fundido en una similar paradoja. La misma humanidad ha sido la razón última del conocimiento: ¿cómo servirse a sí mismo?, ¿cómo destruirse a sí mismo?, ¿cómo crear mundos paralelos porque es imposible vivir en éste?

La primera revolución la llevó a cabo el hombre que se imaginó parte de un proyecto de la razón, de un proyecto que construyera otra arquitectura espiritual, un modelo nuevo para aproximarse a un concepto diferente de divinidad. Y para vencer a Dios debía crear otro nuevo mundo. Un nuevo mundo espiritual, que desde lo físico se volviera contra sí mismo. El positivismo fue una solución. El socialismo, el anarquismo, el krausismo, el darwinismo, el determinismo, el historicismo, los primeros pasos de la psicología, etc., fueron algunos de los caminos para desarrollar la nueva revolución social y espiritual de occidente. La novela europea del siglo XIX quiso liderar en el mundo de la literatura el conocimiento más trascendental de su tiempo. España no fue una excepción. Los autores de la segunda mitad del siglo, los de la llamada generación del ‘68, llevaron a los altares de la literatura, algunos más que otros, los diversos modelos de libertad social y espiritual que se diseñaron entonces. A finales del siglo XIX, el realismo y el naturalismo, a menudo, difuminan sus fronteras y estos novelistas utilizan diversas perspectivas, combinando diferentes modelos.

La literatura española ha sobrevivido a las modas europeas, pero la que siempre da un tinte puramente nacional es la novela picaresca. Los autores de la generación citada nunca renuncian a este modelo y los lectores de su tiempo parecen disfrutar con él. Un ejemplo se da en la novela naturalista. En España, su influencia dura casi una década. Pero en novelistas como Armando Palacio Valdés o Benito Pérez Galdós el lado más sórdido de este modelo se convierte de nuevo en algo grotesco, que reconduce las obras al uso de numerosos clichés propios de la novela picaresca. Todavía tiempo atrás, con el costumbrismo y el realismo sucede lo mismo. Lo que ha pervivido de estos estilos ha sido la caricatura, el humor negro, el sarcasmo. Es posible que ésta sea una característica del ciudadano español: su tendencia a ridiculizar al otro, a desconfiar de él o a envidiarlo, simplemente. Todo ello compite con una contención espiritual provocada por la religión imperante que introduce un componente de culpa en las conciencias de cada uno.

Este mundo que lucha por revolucionarse no logra superar en la literatura de este tiempo ese espíritu grotesco que navega constantemente entre las palabras, entre las formas. Incluso logra imponerse como tendencia puramente moderna que refleja una actitud al margen de la realidad, que aproxima al lector precisamente a considerar las nociones de verdad. Las apreciaciones subjetivas se materializan, no en primera persona, sino a través de las descripciones o situaciones grotescas de los personajes. Este rasgo acaba por aproximarse a lo fantástico, a lo onírico y a la experimentación vanguardista. Las formas dejan de parecerse a una imagen definida, así lo físico se convierte en algo de índole psíquica. Estas fugas de la

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realidad se materializan, unos años antes, a través de otro modelo extranjero introducido en España: el de la novela espiritual rusa.

A finales del siglo XIX, confluyen todos los modelos de pensamiento más delirantes de la historia humana; la ciencia y lo espiritual compiten acaloradamente por el liderazgo. Y la imaginación se halla entre ambos. Galdós fue uno de esos autores que observó, en lo grotesco, una manera de conciliar estos mundos. Ello implicaba una mirada artificial, más distante y enmascarada, diferente a la de la simple crónica que caracterizaba a la voz del narrador de otros modelos literarios cercanos en el tiempo. Mediante esta forma se observa, entonces, la realidad desde un plano escéptico, conduciendo al lector a los límites de las cosas para comprenderlas con mayor claridad. Las poéticas de fin de siglo se acercan a las correspondencias entre los elementos, a través de las sinestesias, en el Simbolismo y en el Romanticismo. Hay una necesidad de escapar de una realidad que desencanta a los autores, donde se han destapado los defectos del ser humano, que, antes la religión católica los representaba a través de figuras demoníacas. El positivismo abre el debate entre la naturaleza humana y los perfiles de su libertad; el hombre no es bueno por naturaleza, es un ser destructivo consigo mismo y con los demás. Pero esa no es una razón para frenar sus impulsos, su necesidad de exponerse a otros mundos.

Los escritores finiseculares pronto comprendieron que los modelos psicológicos son cambiantes, que lo sórdido está continuamente presente en la mente humana y que lo poético se encontraba entre lo grotesco y lo mítico. Todos estos motivos, nacidos de diferentes fuentes, confluyen en este momento histórico y el escritor viaja por los reductos de la conciencia como Dante viaja al infierno. Dios está presente, pero es una criatura más. El hombre moderno lo convierte a su imagen y semejanza, como apuntaba el Manifiesto Comunista, de Marx y Engels.

En 1887, Brunetière señalaba el fracaso de la ciencia. Lo que sintieron muchos intelectuales es que la crítica a la ciencia había que combinarla con el idealismo y el psicologismo. Los autores españoles, especialmente Galdós, pronto vieron en Tolstoi el modelo apropiado para llegar a estas cotas. De esta manera, se superó rápidamente la necesidad de copiar el modelo naturalista en España. Los mundos paralelos a la realidad fueron evolucionando hacia las revoluciones interiores. De la revolución política se pasaba a la psicológica y espiritualista. Emilia Pardo Bazán llegó a decir en una célebre conferencia pública que ―El elemento espiritualista de la novela rusa‖ era ―uno de los méritos más singulares‖.1

La narración moderna finisecular pretende introducir modelos de personajes que aspiren a mundos paralelos, diferentes al que viven habitualmente. En este sentido, unos autores llegan a lo fantástico, como, por ejemplo, Allan Poe o Mary Shelley, otros sólo se quedan en lo grotesco, como Galdós. En esa contención se crea un rasgo convenido con el lector. Las deformaciones de la realidad son algo habitual para comprender el mundo. Dicha representación parte de una totalidad plagada de monstruos que está compuesta de una manera azarosa. El azar, entonces, cobra un gran interés, hasta desembocar en la escritura de vanguardia del siguiente siglo. El naturalismo ha dotado a la novela de una perspectiva amplia, un campo general con numerosos detalles y formas que se relacionan, lo que provoca que los tipos varíen y se formulen múltiples posibilidades. Llegar a la vida misma es lo que pretende este modelo. Hacia el fin de siglo la novela adquiere una dimensión espiritualista, como se ha señalado, pero también más poética, en el sentido de subrayar instantes de intensidad y personalismos. Lo grotesco, entonces, pervive mientras existe la subjetividad. La mirada del escritor es grotesca para controlar la tensión narrativa. Surge así una estética de lo feo que dará lugar al Expresionismo.

Galdós acaricia con gran intensidad esta forma de entender el mundo en una de sus mejores novelas: Miau (1888).2 Si bien, no es ajena al naturalismo, convive con la influencia

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espiritualista de la novela rusa. Pero también es una obra grotesca que adelanta en mucho el modelo expresionista europeo y la literatura esperpéntica de Valle-Inclán.

Miau se ubica en varios planos que hacen de esta novela una obra polifónica. Por un lado, la historia de Madrid y de España, que va de la política ministerial a la intrahistórica: la de los pasillos, la de las calles y los hogares españoles. Todo ello revierte en una concepción del mundo que enmascara la realidad, propiciando la especulación, el teatro, la fantasía y hasta el delirio. Se presentan soluciones a los males de un país inmerso en una crisis moral y económica. La religión navega entre las conciencias de los personajes como otra máscara que potencia el debate entre el ser y el deber ser. Nada es lo que parece. Ante este clima de incertidumbre la ciencia intenta ocupar un espacio, pero tampoco parece ser una solución para resolver los problemas de la voluntad de los personajes, pues, todos ellos, desde Villaamil hasta Luisito, viven interrogándose sobre los mundos paralelos que les afectan. Los personajes de esta novela aspiran a un mundo diferente: componen, por tanto, sus historias paralelas. Galdós construye algunas de sus novelas con este planteamiento, ya que es el mecanismo que hace avanzar a los personajes. Existe en ellos una aspiración, una meta de felicidad o de cambio con el que podrán dar un giro a sus emociones, a sus sueños. Y en ese cambio, parece ubicarse un modelo de libertad. La utopía galdosiana recae en la aspiración de ser alguien distinto y la sociedad parece vivir una sucesión de mascaradas. La vida común es un teatro, una representación que enmarca la voluntad de quienes conviven en ella. Por ello, lo grotesco actúa como un eficaz mecanismo para hacer patente, en todo momento, este teatrillo humano. De esta manera, Galdós consigue que el lector se sienta distante ante los problemas que se presentan en la novela, pero, al mismo tiempo, lo acerca a las diferentes historias para que se interrogue a sí mismo sobre las diversas relaciones y conflictos entre los personajes y la sociedad.

Dentro de la historia local madrileña, el título Miau, la onomatopeya que expresa el maullido de los gatos, conduce al lector ante una idea concreta de animalidad. No es casualidad que Galdós utilizara esta palabra para referirse al mote de la familia de Villaamil. El mayor de dicha familia, protagonista indiscutible, es descrito como un tigre viejo, y a sus hijas, como gatas, ya que su aspecto también es felino. Pero no resulta gratuita esta similitud, puesto que precisamente a los madrileños se les denomina gatos y gatas. De esto no se habla en la novela, pero hay una tradición que no es ajena al conocimiento de Galdós. Para entender esta relación hay que remontarse a la fundación de Madrid (Magerit o Mayrit) que tuvo lugar en el año 852, por Muhammad I, hijo de Abderramán II. Éste construyó una fortaleza amurallada con una almudaina o ciudadela y una pequeña mezquita en su interior. Con ello, pretendía establecer un punto estratégico con el fin de controlar todo el valle del Manzanares y la Sierra del Guadarrama. Sus murallas se construyeron con grandes bloques de pedernal. Tenía tres torres cuadradas y tres puertas de acceso (la de la Vega, Arco Santa María y la de La Sagra), además de varios portillos. Madrid fue una ciudad muy deseada por sus enemigos. La primera vez que se intentó conquistar fue en el año 924, al mando del conde Fernán González. Más tarde, en 968, Ramiro II de León dejó bastante dañada la fortaleza y el califa Abderramán ordenó fortificarla. Un día de mayo de 1085, las tropas del rey Alfonso VI decidieron atacar la ciudad, asaltando por la Puerta de la Vega. De repente, uno de los soldados, por su cuenta, comenzó a trepar por la muralla, clavando su daga por las juntas de la piedra. Subió con tal agilidad que parecía un gato, muchos lo dijeron. Cuando comenzó la lucha, aquel hombre ya había subido del todo, llegó al torreón de la fortaleza y cambió la bandera mora por la cristiana. Fue tal la fama de esta hazaña que, a partir de aquel momento, tanto él como sus sucesores recibirìan el apodo de ―gatos‖. De esta manera, todos los nacidos en Madrid se les llamarìan también ―gatos‖.

En realidad, se cuentan diversas versiones de esta historia. Por ejemplo, a los que llegaban a la muralla y no podían pasar, se decía que trepaban por ella como verdaderos gatos.

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También se cuenta que, en el siglo XVII, los habitantes de los barrios castizos de Madrid se solían autodenominar gatos, en los ambientes chulescos, debido a la vida nocturna que tenían por las calles de la ciudad. Estos conocían muy bien a los gatos que habitaban Madrid. De hecho, esta ciudad también ha sido un lugar muy frecuentado por estos felinos, sobre todo, por la zona del barrio de los Austrias. En los tejados de las casas vivían estos animales. Se dice, incluso, que las ratas no entran porque los gatos las matan. También se cuenta que no se es gato madrileño, es decir ciudadano de esta ciudad de origen, hasta que hay tres generaciones tras de uno. Por esta razón, que se explica a través del conocimiento popular, se puede entender que la familia protagonista descrita en la novela Miau tenga tres generaciones, tres voces de diversas edades: el abuelo Villaamil y su esposa Pura (además de la hermana de ésta Milagros), las hijas (Abelarda y Luisa, una de las cuales muere) y Luisito, descendiente de la fallecida. Galdós parece dar por supuesta esta idea de la identidad de los madrileños cuando, en el capìtulo XXI de la novela, identifica al personaje Argüelles como ―un genuino gato de Madrid‖ (214). Es la única referencia acerca de esta relación que realiza su autor para referirse expresamente a esta seña de identidad regional.

Por otra parte, el gato es un ser que parece tomar contacto con otro mundo. Existe toda una tradición que podría iniciarse desde la antigüedad hasta hoy (Esopo, La Fontaine, Poe, Baudelaire, Eliot, Lorca, Borges, Cortázar), que considera a este animal como un ser con algo de trascendencia, con algunos rasgos incompresibles a la razón humana. Por ello, no sorprende ver a estos personajes debatiéndose entre planos distintos de la realidad. Villaamil concibe una mística del oficio, una espiritualidad que se concreta en los principios morales que defiende. Sus hijas están pendientes de la ópera y del teatro, o bien del amor. Y Luisito habla con Dios en sueños. Todos ellos, al mismo tiempo, se interrogan acerca de la condición mortal, pero sus expectativas van más allá del materialismo, cada uno en su contexto privado. Víctor forma parte de la familia en su segunda generación, pero nunca logra integrarse del todo, su carácter se lo impide. También tiene sueños, pero los medios para lograrlos rompen con las reglas morales. En realidad, la diferencia entre ellos y él es que las normas de conducta responden a modelos distintos: la ley natural para los primeros y la positiva para el segundo. La ley de Dios vela sobre las conciencias, no hay posibilidad de trampearla bien; sin embargo, la ley humana es susceptible de ser cambiada al gusto del usuario. En esta última, existe una especial flexibilidad que cede, en muchas ocasiones, ante el materialismo.

Por lo tanto, el gran conflicto en el que se debaten los protagonistas de la novela es el que enfrenta al espiritualismo contra el materialismo. Este conflicto es el de su tiempo. Entre estos dos extremos, cada personaje diseña su camino, sus opciones en la vida. Cómo proyectar una u otra senda depende de las circunstancias que les toca vivir. Pero no se trata de un mundo de causas y efectos, el que narra la novela, sino que hay ya mucho de azar, hay una comprensión del mundo que parece escapar al conocimiento científico del naturalismo. Miau tiene de racional lo que tiene de irracional. El medio para conectar ambos mundos que utiliza Galdós es el de la tradición grotesca del barroco español. Cuando Villaamil, atraviesa las oficinas de Hacienda y coincide con Argüelles, el autor los compara con Dante y Virgilio en La Divina Comedia, ―por obra y gracia de hábil caricatura‖ (322). Aunque rápidamente Galdós los aproxima a Quevedo, gran inspirador del escritor canario. Porque si hay un autor que representa lo grotesco al hispánico modo ese es Quevedo. Pero Galdós aporta algunas novedades a esta tradición que goza de bastante arraigo en España.

El materialismo no sólo aparece en escena a través del racionalismo y del afán por la propiedad privada, los cuales desarrollan un alejamiento de los valores cristianos en los personajes que experimentan estas nociones. El materialismo, auspiciado por el positivismo se encuentra representado, también, por los conceptos evolucionistas que entran a formar parte del contenido de la obra. Miau es una novela donde sus elementos están en movimiento, en evolución. A Galdós le gustaba evitar lo estático. Las descripciones siempre grotescas, en

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muchas ocasiones, destacan sobre los acontecimientos, generan perspectivas dinámicas. Son las muestras de una apariencia viva. Galdós, como hiciera antes que él Quevedo o Goya, pinta continuamente las máscaras de la razón. De esta manera, el escritor canario diseña un catálogo de monstruos que reflejan los fantasmas de la sociedad civil de su tiempo. Estos monstruos emanan de la vida cotidiana con gran naturalidad. Se encuentran en el interior de la inmensa urbe madrileña. Son, pues, animales de ciudad, descritos con notables deformidades que repercuten en las características emocionales de los personajes. No hay uno solo que no se proyecte en la descripción de su autor como un ser animal en esta obra. Los rasgos positivos siempre acaban siendo devorados por los negativos. Quizá el personaje de Víctor Cadalso es el más agraciado físicamente, pero constituye el mejor ejemplo de la depravación civil que presenta la novela. El ser más corrupto se oculta bajo la apariencia de la razón, del engaño y de la belleza física. Incluso tanta belleza, tantos buenos modales acaban convirtiéndose en una caricatura del personaje, ya que esconde otros valores. Víctor es el prototipo de hombre burócrata que superpone al amor sus intereses particulares, que son de naturaleza económica y de prestigio social.

Entre el hombre y el animal existe un corto espacio que, en apariencia, se mezcla. Lo que hace pensar que detrás de ellos se esconde, en primer lugar, la teoría evolucionista de Darwin y, en segundo, el darwinismo social de Spencer, tan habituales en las novelas de los jóvenes autores de finales del siglo XIX. De esta manera, se conectan la idea de Darwin de que el hombre proviene de un tipo de organización inferior, que desciende de ―un mamìfero velludo, con rabo y orejas putiagudos‖3y de que sobreviven las especies más aptas que superan un proceso de selección natural, con su adaptación a la vida de los seres humanos en la jerarquías sociales y en los objetivos de cada uno, según interpretó Spencer. Estas expectativas de los personajes de la novela son motivadas por la idea de obtener un empleo o por subir de clase social. Todos ellos persiguen ascender en algo, ansían un ideal materialista, porque parece que allí se concentra la felicidad individual y colectiva. Miau pretende poner en relación ambas tesis, donde precisamente el más apto es el que tiene más habilidad para conseguir sus objetivos a costa de cualquier cosa. El mejor, por tanto, será el más corrupto. Los valores de honradez, honor, dignidad moral, etc., ya no son relevantes para el gobierno del Estado, la corrupción llega a todas las esferas de la población. Esta representación de la selva urbana concebida por Galdós describe un mundo de animales, al límite de su condición moral, donde lo salvaje se experimenta en los mecanismos del poder.

Se ha señalado hasta ahora la conocida ascendencia felina de la familia, pero se pueden encontrar comparaciones de los personajes con animales de diversa índole: la señora de Mendizábal y una vaca (64), Francisco Cucúrbitas y el elefante Pizarro (77), Posturitas ―flexible como una lombriz‖ (120), la familia de los Peces (258), Mendizábal y su aspecto de gorila (386), etc. Incluso en el capítulo XII, refiriéndose al casero de Villaamil, Mendizábal, cita a Darwin de la siguiente manera:

Por dicha suya, el hombre gorilla, aquel monstruo cuyas enormes manos tocarían el suelo a poco que la cintura se doblase, aquel tipo de transición zoológica en cuyo cráneo parecían verse demostradas las audaces hipótesis de Darwin, no ejercía con malos modos los poderes conferidos por el casero. Era, en suma, Mendizábal, con su fealdad digna de la vitrina de cualquier museo antropológico, hombre benévolo, indulgente, compasivo, que se hacía cargo de las cosas (153).

Los animales en esta obra también se presentan conviviendo con los humanos (―Pasaron por calles en que la gente, presurosa, apenas cabía; por otras en que vieron más mujeres que luces; por otras en que habìa más perros que personas‖, 79); a través de frases o dichos populares (―algo como ver la liebre revolviéndose contra el hurón‖, o ―la perdiz

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emprendiéndola a picotazos con el perro‖ (123); ―monos pintados en la cara‖ (240); ―no seáis gallinas‖ (243); o realizando otro tipo de comparaciones y menciones independientes: ―serpiente bìblica‖ (76), ―verlo todo negro como boca de lobo‖ (95), ―velocidad de ardilla‖ (108), ―se asusta con aquello del buitre‖ (179), ―águila con dos cabezas‖ (195), ―cotorra‖ (197), ―galápago‖ (240), ―por lo que tiene de tortuga‖ (256), ―camaleones‖ (375), etc.

En el capítulo XLII, al final casi de la novela, cuando Villaamil alcanza por unos instantes un cierto estado de liberación, de alivio espiritual, observa unos pájaros, que acaban comiendo de su mano. El viejo exburócrata se pregunta por qué no habrá sido pájaro en lugar de hombre. Este último ser no humano forma parte de una larga cadena evolutiva de animales que contienen, en las comparaciones, un sentido moral, como si se tratase de un bestiario o, incluso, de una gran fábula. Porque Miau también puede considerarse como un bestiario o como un fabulario moderno, donde los animales y las cosas que se relacionan se convierten o contienen atributos humanos, es decir, que poseen un contenido moral presentado de diversas maneras. Los seres humanos se animalizan y los animales se humanizan. Se produce, por ello, una síntesis evolutiva que tiene que ver, como se ha dicho, con la interrelación de las especies de las teorías de Darwin. Este extremo aparece en otras novelas de Galdós, pero no con la significación tácita y numerosa que se da en Miau. Incluso la misma onomatopeya que sirve de título a la obra, evoluciona en su sentido grotesco. Esta idea se proyecta desde la burla social, desde lo fisiológico, motivado por la apariencia felina, y toma forma en el universo burocrático español, mediante una broma de uno de los funcionarios consistente en la traslación del conocido apodo familiar a los principios que defendía Villaamil para la Hacienda Pública: Moralidad, Income tax, Aduanas y Unificación. La palabra ‗miau‘ evoluciona hacia una interpretación, primero, vinculada al sacrificio cristiano (comparándola con las iniciales de INRI que le colocaron a Cristo en la cruz), y, luego, a otra traducción más exacta de las iniciales, donde rozan la genialidad y los delirios de grandeza. Esta versión final de MIAU es atribuida a Villaamil. Éste realiza una serie de comentarios jocosos sobre el uso de su propio apodo a Urbanito, personaje que representa la prolongación de las oficinas burocráticas en las que tanto ansía trabajar el primero, causando en él reacciones encontradas de admiración y extrañeza. Villaamil se ríe de sí mismo y de los otros, de todo lo que rodea, al identificar las iniciales de MIAU con los siguientes contenidos grotescos: ―Mis Ideas Abarcan Universo‖, ―Ministro I Administrador Universal‖, y finalmente ―Muerte Infame Al Ungido‖ (336-337).

‗Miau‘ es una palabra incomprensible, pero que, quizá, ayuda a ir más allá de lo que el lenguaje mismo expresa. En esto quizá recuerde a nombres, aún más extremos, como ‗Dadá‘ o ‗Zaj‘, que no significan nada y que han sido los conceptos definitorios de dos grupos de vanguardia durante el siglo XX. Esta idea facilita la comprensión de lo incomprensible. Por ello, esta novela, en donde parece evolucionar todo, también proyecta un modelo de libertad, al que tiene acostumbrado Galdós a sus lectores en esta época. Los dos personajes que franquean la trama (Villaamil, a través de sus principios y sus aspiraciones, y Luisito, mediante sus visiones, sus delirios con Dios y su vocación eclesiástica) persiguen un ideal que trasciende el materialismo positivista. Las bestias se transforman en hermosas nadas, en transparencia, en mística pura donde otro mundo con otra escala de valores pudiera ser comprensiblemente mejor.

En todo momento, el sentido grotesco que se ha señalado proporciona la necesaria distancia al lector como para observar un mundo que razona al revés de lo que se idealiza. Incluso Villaamil no puede evitar, gracias a su experiencia de muchos años, que las cosas no sucedan como él pretende; por ello, ha de pensar al revés, para conseguir los objetivos perseguidos. De esta manera, mientras da forma al gesto final de la novela, antes de disparar la pistola sobre él mismo, duda de la seguridad de sus deseos y de su transformación en un

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acto eficaz, es decir, que, con ello, se pueda quitar la vida. En el fondo, es otra representación de la teoría de las causas y los efectos exactos que intentan gobernar la ciencia. Pero dudar es humano y en esta actitud se produce una representación grotesca de lo que debe ser una teoría de causas y efectos. El abismo que hay entre la teoría y la práctica define al ser humano y lo diferencia de las bestias. En este espacio, se encuentra la colmena de las debilidades donde ninguna teoría parece provocar una paz definitiva.

Unos años después de Miau, en 1895, Galdós publica Nazarín. En ella, su autor construye otro nuevo ideal, otro nuevo mundo paralelo, el que ansía su protagonista, el mismo al que se entregan Luisito y Villaamil en Miau. Porque ambas novelas están construidas desde el encuentro de diversos mundos. Los personajes se ayudan unos a otros, cuando se puede experimentar la esperanza de ver materializada una íntima necesidad de comprender un mundo que se les escapa.

Las diversas cimas que ha dado la novela moderna comparten una visión absoluta de la vida y confrontan diversos planos, múltiples perspectivas, hasta representar una idea totalizadora en el lector. Si se considerara la novela como un corpus de vida para cada personaje, se podría observar que cada uno posee, a su vez, una visión totalizadora de su realidad ficcional. Por ello, los personajes van en diferentes sentidos. Galdós en estas dos novelas suele articular dos grandes planos, un modelo de dialéctica pura: el bien y el mal, la mística y el materialismo, la libertad y la no libertad, la ley natural y la ley positiva, la religión y el racionalismo. Este es el clima finisecular que habitaba en el pensamiento de este autor. Entre estas oposiciones se debaten los personajes de Nazarín, también. Estos modelos de intervención en los temas sociales y filosóficos del momento se articulan con este sistema dialéctico. Pero Galdós, para evitar cierta linealidad en los personajes, los maquilla, una vez más, con el mecanismo de lo grotesco. Pese a ello, cada uno, a su modo, entra a debatir desde su íntima experiencia.

Uno de los recursos utilizados por el escritor canario para acentuar lo grotesco es la animalidad, como se ha señalado. En Nazarín está más mitigado. Si bien, en la vida urbana se hallan descripciones altamente grotescas, en la vida natural, las personas y el paisaje adquieren un nivel de belleza o, por lo menos, no de ensañamiento en la fealdad, que resulta muy llamativo. Demuestra su autor, en este aspecto, que con la vida natural se está más cerca de Dios, el que cree el propio Nazarín. De esta manera, el hombre parece recuperar algo de la bondad perdida, dejándose inspirar por la obra de un ser superior. Nazarín es una novela de ideales judeocristianos, demostrados suficientemente por el riguroso seguimiento de profesores, como, por ejemplo, el de Gregorio Torres Negrera,4 en su excelente edición crítica del año 2001.

El otro importante soporte, también suficientemente estudiado, es su relación con El Quijote. Las santas escrituras y la novela de Cervantes son, por tanto, las dos grandes bases que ha escogido su autor para componer Nazarín. Dentro de estas dos grandes esferas que conviven en el viaje del protagonista, destacan algunos temas muy precisos que conviven en esta obra: la dualidad ley natural-ley positiva y la vanitas. Este último concepto probablemente se desarrolle aquí, mejor que en ninguna otra novela de Galdós, es decir, el tópico barroco de la vanitas del hombre, que tantas obras inspiró en aquel período, tanto en España como en el resto de Europa. Porque esta novela contiene muchas imágenes donde la muerte y la vanidad del ser humano se cruzan continuamente. Por citar algunos ejemplos, lo dicho se puede comprobar en la violencia de las imágenes de enfermos de viruela y sus enterramientos, en la vanidad de los que quieren la muerte o el dolor de los otros, como se ve en los casos de El Pinto y los presos con respecto a Nazarín, etc. La vanidad es el paso previo del que hay que desprenderse antes de morir en la tradición cristiana.5

Pero Nazarín no es un hombre del todo antiguo, aunque lo parezca, puesto que acepta el conocimiento científico, primero, para curar los males físicos, y el de la fe para superar los

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problemas espirituales. Todo ello encuentra un punto de equilibrio en ciertas explicaciones psicoanalíticas sorprendentes (por ejemplo, cuando cita la histeria para referirse al mal que tiene Beatriz). Por otra parte, Galdós diseña el personaje de Nazarín con un modelo casi freudiano de la proyección de la personalidad, puesto que éste no deja de proyectar una imagen de sí mismo sobre los demás y dicha imagen acaba siendo la que ven los otros que se interesan por él: la de su vocación de santidad. Primero desconfían del propio Nazarín, luego, lo relacionan con el budismo o con el mahometismo, y, finalmente, cuando se dan cuenta de que practica el cristianismo hasta las últimas consecuencias, en su sentido más literal, no se colocan en contra, sino a favor de sus doctrinas.

Esta idea de crear dos planos para definir el equilibrio mental, habituales en El Quijote, y que son resueltos como un síntoma de locura, conducen a la formulación de diversas cosmovisiones que se encuentran. No se trata del fenómeno de la novela dentro de la novela, sino de cómo los personajes, a través de sus puntos de vista, observan los mismos acontecimientos de diversa manera. En realidad, desde dos únicas perspectivas: a favor o en contra. Por ello, estas dos novelas, Miau y Nazarín, son obras que tienen mucho de moralistas, donde motivan al lector a ser un intelectual y a decantarse por un extremo u otro. El lector no puede aproximarse a estas obras de una manera imparcial. Lo que pretende su autor, a través de la repetición de las obsesiones de sus personajes (Villamil en el caso de Miau y Nazarín en el de la obra del mismo título), es colaborar en el debate social, dar respuestas a las exigencias de una población que iba enfrentándose a un mundo cambiante como nunca antes se había conocido. Esta idea del cambio, que proviene de oriente, del taoísmo, y que, luego, el budismo también acogió, es el concepto esencial de todo. Nazarín también contiene esta idea de movimiento perpetuo, quizá introducida por Heráclito en la cultura occidental, y potenciada en períodos posteriores de la historia artística como el barroco o las vanguardias históricas. No obstante, el personaje motor de la historia debe moverlo todo para que se creen los conflictos. Todo se transforma en la novela, especialmente, las conductas. Nazarín, además de espiritualista, es una novela de la conciencia, puesto que todos los personajes se autointerrogan, incluso, es innegable pensar que el lector también lo haga. Por ello, quizá, en este caso, Galdós no se excede en lo grotesco, puesto que, si bien en Miau recae más en las descripciones monstruosas que en los actos, en Nazarín se presenta, en mayor medida, a través de las máscaras con las que los personajes esconden su verdadera conciencia ante el cristianismo.

Esta idea del cambio también se entiende en una concepción de la novela moderna que presente los acontecimientos en un mundo al revés, para, luego, colocarse al derecho y, luego, al revés, de nuevo, y así continuamente. Este recurso provoca un motor dinámico de conflictos que puede durar probablemente lo que la vida de los personajes en la novela o quizá más. De esta manera, su autor sigue conservando una tensión barroca en los personajes, a través del movimiento.

Los paraísos artificiales de los que, alguna vez, escribió Baudelaire se debían al consumo de sustancias que provocaban el encuentro con conocimientos irracionales. Los paraísos de Galdós no se encuentran en los hechos descritos en la novela, sino en los ideales de conciencia que presenta y en la incitación al lector que necesita para comprender la existencia de otros mundos en éste. A través de los diversos modelos de organización social formulados en este período finisecular de occidente, el ser humano moderno intentó comprender mejor el confuso mundo que emergía. Galdós lo describe de una manera asombrosamente visionaria, en palabras del personaje del alcalde, en el capítulo VII de la cuarta parte de Nazarín:

¡Ah, señor mío, el día que tengamos una Universidad en cada población ilustrada, un Banco agrícola en cada calle y una máquina eléctrica para hacer de comer en la cocina de cada casa, ¡ah!, ese día no podrá existir el misticismo! (295).

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Esta idea moderna de cambio social, de técnica y de materialismo, de educación y de poder económico, probablemente vio peligrar los ideales de las antiguas doctrinas. Una gran parte del mundo occidental, por suerte o por desgracia, ha alcanzado, en gran medida, los objetivos que defendía el alcalde. Esto quizá lleve a pensar que los ideales modernos y los ideales naturales todavía siguen en conflicto, ahora trasladados a paisaje, territorio, tecnología y consumo. El hombre sigue encontrándose a sí mismo en sus objetos de la vida cotidiana y en sus paraísos artificiales, en sus paraísos de consumo. Galdós, a través de su personaje Nazarín, demostró, al igual que lo han hecho los textos sagrados de diversas culturas, que la pobreza elegida es una condición primera para la mística. Mientras la economía de consumo siga creando paraísos artificiales de esta otra naturaleza, efectivamente, la mística y la religión como la consideraban los antiguos, no tendrán cabida. Lo que sucede es que, en la actualidad, las religiones se han adaptado al materialismo y conviven como un regulador del orden social. Quizá no resulten excesivamente lejanas las predicciones y paradojas que describe Galdós en su novela, si las comparamos con las que circulan en el mundo actual. El ser humano quizá sólo sea distinto en algunas formas, pero en sus contenidos y en sus necesidades sigue exigiendo las mismas respuestas. La sociedad actual se ha sofisticado más en todas sus facetas: en la legislación, en su forma de comprender la religión o de llevar a cabo las guerras, por citar algunos ejemplos. La vanidad del hombre moderno y, ahora, del contemporáneo, continúa siendo la misma. Las visiones, los delirios siguen gestándose de igual forma. Cualquiera de los personajes de la vida contemporánea han sido o serán un Quijote, un Villaamil o un Nazarín. Y esa es la grandeza de Cervantes o de Galdós, esa posibilidad de trascender desde los mitos a la vida moderna, donde no todos los caminos conducen a Roma.

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NOTAS

1 Pardo Bazán dio un ciclo de conferencias en el Ateneo de Madrid, que fueron editadas en un libro titulado La revolución y la novela en Rusia. La cita es recogida por Walter T. Pattison, en su artìculo ―Etapas del naturalismo en España‖, que, a su vez, es publicado en el volumen V de Historia y Crítica de la Literatura Española, dedicado al Romanticismo y Realismo, dirigido por Iris M. Zavala y al cuidado de Francisco Rico [Barcelona, Grijalbo, 1982, p. 426].

2 De los numerosos estudios que se han llevado a cabo de esta novela destacan el de Chonon H. Berkowitz [Spanish liberal crusader, Madison, University of Wisconsin Press, 1948], el de Sherman H. Eoff [The novels of Pérez Galdós: The concept of life as dynamic process, Saint Louis, Washington University Studies, 1954], el de Ricardo Gullón [ed. Benito Pérez Galdós, Miau, Madrid, Ed. Universidad de Puerto Rico-Revista de Occidente, 1957], el de Gustavo Correa [El simbolismo religioso en las novelas de Pérez Galdós, Madrid, Gredos, 1962] y el de Robert J. Weber [The ―Miau‖ manuscript of Benito Pérez Galdós. A critical study, Berkeley y Los Ángeles, University of California Publications in Modern Philology, LXXII, 1964, y ed. Benito Pérez Galdós, Miau, Barcelona, Labor, 1991]. Antonio Sánchez Barbudo [―Vulgaridad y genio de Galdós. El estilo y la técnica de Miau‖, Archivum, VII (1957), pp. 48-75] ha destacado lo caricaturesco de las descripciones. También algunos autores, como Domingo Pérez Minik [Novelistas españoles de los siglos XIX y XX, Madrid, Guadarrama, 1957], han contemplado, en general, los elementos grotescos del estilo galdosiano. La edición crítica citada de Robert Weber, que demuestra que Galdós reescribió Miau en varias ocasiones, es la que se ha elegido para el presente estudio.

3 Vid. Charles Darwin, El origen del hombre, t. II, versión de J. Fuster, Barcelona, Petronio, 1973, p. 789. Este autor señala en la misma obra que ―En general, sólo podemos decir que la causa de toda ligera variación y de toda monstruosidad radica mucho más en la constitución del organismo que en la naturaleza de las condiciones ambientales, bien que condiciones nuevas y distintas tengan ciertamente parte muy principal en toda clase de cambio orgánicos‖ (p. 788). Esto hace referencia a la importancia de la fisionomìa de la persona a la que Galdós dedica no breves descripciones. El fundador de la fisionomía o morfopsicología fue Johann Caspar Lavater. Su obra más célebre fue El arte de conocer a los hombres por la fisionomía (1775-1778). Entre los que estudiaron, a finales del siglo XIX, la relación entre lo físico y lo psicológico destaca la figura de Cesare Lombroso [Le più recenti scoperte ed applicazioni della psichiatria ed antropologia criminale, Torino, ed. Fratelli Bocca, 1893]. Este autor llegó a relacionar la forma del cráneo con la tendencia a la criminalidad de la persona. Por su parte, la doctrina de Herbert Spencer quedó principalmente expuesta en su Sistema de filosofía sintética. De su extensa bibliografía, cabe mencionar: La estática social (1850), Principios de psicología (1855), Primeros principios (1862), Principios de biología (1864), La clasificación de las ciencias (1864), La sociología descriptiva (1873), Principios de sociología (1877-1896) y El individuo contra el Estado (1884).

4 Su edición crítica de Nazarín, de Benito Pérez Galdós, [Madrid, Castalia, 2001] es la que se ha utilizado para el presente estudio. En la noticia bibliográfica de dicha edición hay una extensa relación de estudios. De los repertorios generales excluidos en la relación, por no pertenecer al conjunto de trabajos que no se refieren específicamente a la obra, conviene destacar el de Joaquín Casalduero, concretamente el capítulo titulado ―El espiritualismo de Galdós: de Nazarín a Misericordia‖, perteneciente a su libro Vida y obra de Galdós (1843-1920) [Madrid, Gredos, 1970, pp. 124-133].

5 Esta idea está muy presente, como es bien sabido, en la iconografía barroca. Un buen ejemplo se da en la obra del pintor sevillano Juan de Valdés Leal, en imágenes como Finis gloriae mundi (1672), una de sus obras más célebres. En literatura, a lo largo de la obra de Quevedo, otro referente fundamental de Galdós, también es bien sabido que se dan numerosas alusiones a estas ideas sobre el tiempo, la vida, la muerte, la vanidad, etc.