GALDÓS: LA TRADICIÓN ESPAÑOLA, CAUDAL PERMANENTE DE RENOVACIÓN ARTÍSTICA

Mª Ángeles Varela Olea

Es de todo galdosiano conocido que uno de los rasgos de la personalidad del escritor era su timidez, pero también que se trataba de un retraimiento que no impidió su sociabilidad, su trato frecuente con gentes variopintas, su habitual presencia en academias, cafés y tertulias —aunque permaneciese más atento a las palabras ajenas que presto a la participación—, su atención a las novedades artísticas y, en fin, su asiduidad a teatros, conciertos y talleres artísticos. Era, por tanto, un escritor atento a las novedades culturales internacionales y nacionales, que entendía su labor como fruto de un interés general por las distintas actividades humanas: políticas, científicas, religiosas, artísticas o sociológicas. Y como escritor atento a la realidad, su obra refleja esa multiplicidad de intereses del propio ser humano.

La crítica desvela un longevo y productivo Galdós en constante evolución, del que no solamente son magistrales muchas de las novelas de su etapa realista, sino que anticipa modos de escribir modernos con admirables resultados. Cada novela galdosiana supone un avance argumental y estilístico con respecto a la anterior, y de cada ―etapa‖ o fase por las que atraviesa puede decirse lo mismo: su deseo de renovación novelística bebe de las aguas de la tradición literaria.

Por ambas cuestiones —su concepto literario como reflejo de una realidad pluriforme y su deseo renovador basado en la esencia de la tradición— es de destacar que se trataba de un proceso inherente al arte de los momentos en que escribe. La lucidez del Galdós crítico estriba en hacerlo consciente y explícitamente.

ARTE Y LITERATURA

La recuperación romántica de la Historia nacional y de aquello que tuviese sabor local, dio paso a un historicismo y localismo realistas purgados de efectismos, exotismos o grandilocuencias, y más preocupado por la anécdota, la participación anónima o el pormenorizado documento cronístico. Es decir, ambos ejes temáticos perviven experimentando una depuración continuista perfectamente observable en manifestaciones artísticas como la pictórica, donde el género histórico es estilísticamente internacional, pero temáticamente conservador y venero de los grandes mitos del arte español1 (Reyero, 1995: 139-146). Así, composición pictórica y tipos pueden ser velazqueños, en tanto que el encuadre y ejecución pueden obedecer a modernas aspiraciones realistas en el tratamiento de la luz o en la selección de la anécdota, en el retrato del nuevo espacio urbano o de los nuevos tipos que le son propios. Proceso semejante, por lo tanto, al que literariamente vive Galdós.

A partir de la segunda mitad del siglo XIX es fundamental tener en cuenta cómo el ambiente artístico es consecuencia del amparo oficial, debido a los presupuestos gubernamentales destinados a la adquisición de obras, pensiones y becas para formarse en el extranjero y a las numerosas exposiciones nacionales de Bellas Artes dependientes del Ministerio de Fomento (desde 1856 y hasta 1899), que actuaron sobre los artistas fomentando el nacionalismo artístico. Lógicamente, el arte procurará adaptarse a los requisitos y gustos de estas convocatorias, convirtiéndose en un espectáculo mundano conforme al gusto de lo premiable; socialmente, empieza a ser de buen tono acudir a estas citas artísticas, la prensa opina y los escritores mismos se decantan por unos u otros artistas.

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Así, ante el cierto asombro del lector actual no acostumbrado a la expectación que una exposición puede tener en la prensa diaria, leemos los lamentos de Emilia Pardo Bazán por la que cree ―escasa‖ expectación creada cuando restan varios días para la celebración de la Exposición internacional de Bellas Artes de 1901, celebrada en Francia. Y lo que es aún más sorprendente, incluso en eso se corrige doña Emilia, pues días después su crónica en la Ilustración Artística retoma el tema para reconocer que el eco periodístico ha sido mayor de lo que en principio había creído. La escritora visita personalmente los talleres de los artistas españoles que participan, revisa los cuadros que envían y alaba a Beruete y, algo menos, a Moreno Carbonero. Pero el taller que más visita y más alabanzas le merece es el de Sorolla, en cuya moderna pintura cargada de ―novísima emoción‖ reconoce rasgos de Murillo y de Velázquez (103); es decir, aprecia la armonía entre sensibilidad moderna que retoma el tradicional legado español. En numerosas ocasiones, las crónicas pardobazianas recogen noticias sobre Arte: la escritora alaba a Benlliure, a los Madrazo, a Balaca, a Bellver, se hace eco de exposiciones como la que el Ministerio de Fomento organiza sobre su admirado Goya, en quien nuevamente aprecia ese maridaje estilístico con lo literario cuando dice reconocer en él rasgos cervantinos (21 mayo 1900) o hace necrológica del retratista Joaquín Vaamonde (Pardo Bazán, 2005), muerto de tuberculosis en su casa de Meirás e inspirador del Silvio Lago de su novela simbólica La Quimera (1905).

Aunque la propia doña Emilia dice no ser muy proclive al gusto naturalista ni realista en terrenos pictóricos,2 reconoce la filiación de éstos con sus gustos literarios, de ahí que el realismo velazqueño le impresione menos que el del Greco o Sorolla. Lo que busca, por tanto, en la obra contemporánea es la novedad emocional, si bien, partiendo del legado realista de la tradición. Esa es la misma actitud galdosiana en terrenos literarios. Varios de los más importantes textos críticos en los que Galdós reflexiona sobre el modo de hacer novela explicitan ese deseo de recuperación del legado literario para construir sobre él caminos nuevos.

LOS INICIOS REALISTAS

Así, sus ―Observaciones sobre la novela contemporánea en España‖ de 1870 critican el lamentable abandono del realismo literario, de la novela picaresca o la cervantina e indican que éste ha de ser el acervo con que nutrir la nueva literatura española. Galdós inicia su artículo de manera tajante: La decadencia literaria del panorama español contemporáneo obedece a su abandono de la rica tradición española:

El gran defecto de la mayor parte de nuestros novelistas, es el haber utilizado elementos extraños, convencionales, impuestos por la moda, prescindiendo por completo de los que la sociedad nacional y coetánea les ofrece con extraordinaria abundancia. Por eso no tenemos novela (...) (Pérez Galdós, 1981: 186).3

Reniega Galdós de la explicación que alude a un supuesto carácter español más imaginativo que observador, más fantasioso que realista, pues Cervantes aventaja en esto a antiguos y modernos. Y refiriéndose a otra manifestación artística, se pregunta: ―¿qué fue Velázquez sino el más grande de los observadores, el pintor que mejor ha visto y ha expresado mejor la naturaleza?‖ La falta de fe en el espíritu nacional ha llevado a la sustitución de la novela nacional por esa otra ―peste nacida en Francia‖ de novelas efectistas y fantasiosas. Y lo peor, escribe, es la influencia que esa literatura ejerce en nuestra juventud y en nuestra educación. Ensalza, en cambio, a Cervantes y a Dickens, quienes hacen exclamar por lo ―verdadero‖ de sus relatos, de modo semejante a lo que nos sucede al contemplar los seres velazqueños, que nos parecen viejos conocidos. La literatura afrancesada, afrancesa

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también las costumbres de nuestra sociedad, como ha sucedido con la clase alta. A su juicio, la novela popular es la única que ha sido cultivada con algún provecho, puesto que caracteres y estilo de la novela picaresca están grabados en el recuerdo de todos. Lo que Galdós echa en falta en la literatura es la novedad del pueblo urbano, pues los retratos de Mesonero Romanos nos resultan casi tan lejanos como los de Quevedo. Y aunque Fernán Caballero y Pereda han venido a llenar el hueco en la observación de las costumbres campesinas, la clase media permanece olvidada, siendo el gran modelo literario y su fuente inagotable.

Ya escritor consagrado, Galdós prologará El sabor de la tierruca (1882) de su gran amigo y admirado Pereda. No escatima en alabanzas hacia su persona y obra, que considera revolucionaria entre otras cosas por su magnífica introducción del lenguaje popular. Pereda, además, es ejemplo de la existencia de un realismo continuador de la tradición española y anterior a la influencia de escritores extranjeros. Por estos felicísimos atrevimientos, escribe, es preciso nombrarle ―portaestandarte del realismo literario en España‖ que se anticipó a ese otro realismo proveniente del extranjero que no es novedad para nosotros, no sólo por el ejemplo de Pereda, ―sino por las inmensas riquezas de este género que nos ofrece la literatura picaresca‖.4

Queda claro su manifiesto aprecio por la picaresca y por el realismo cervantino como los grandes modelos tradicionales que han de utilizarse para crear la moderna novela contemporánea, escogiendo la clase media española como objeto novelable preferente. Estos serán los elementos que compongan su novela El audaz publicada al año siguiente de sus ―Observaciones‖ (1871). Fiel a esta consigna y a la idea de que hemos de venerar el pasado pero no enterrarnos vivos en él —como escribe en su prólogo—, la novela presenta la historia de un radical durante 1804. Como personaje secundario aparece en ella el primer pícaro galdosiano, Pablillo Muriel, huérfano y condenado a un destino cruel e inexorable. El muchacho se convierte en anacrónico paje o rodrigón para los mismos que habían provocado las desdichas de su familia, y como tal, es ataviado con una ridícula librea. Como es habitual en el género, el nuevo ambiente de ―escaleras abajo‖ es cruel con el inocente muchacho, quien inicia una nueva y atormentada vida hasta que es injustamente acusado del robo de un brazalete. Entonces, Pablillo escapa de la casa para recobrar su libertad. Argumentalmente picaresco, en el muchacho también reconocemos ecos cervantinos:

El pequeño caballero andante corrió apresuradamente al salir de la casa, y no se detuvo hasta después de avanzar gran trecho. Entonces, seguro de que nadie le seguía, se paró, miró atrás, y se rió mentalmente de la tía Nicolasa y de la librea que había perdido; dio dos o tres brincos, saltó y retozó, emprendiendo después más tranquilo su marcha ―por el antiguo y conocido campo de Montiel‖ (aunque no era verdad que por él caminaba).5

No es de extrañar que Galdós recurra nuevamente a los principios de composición picarescos para presentarnos a uno de sus personajes más queridos, Gabrielillo, el protagonista de los primeros Episodios Nacionales. Aunque el personaje muestra evidentes rasgos positivos —la delicadeza, la cierta cultura o el honor— que llevaron a Montesinos a hablar de una semejanza meramente ―epidérmica‖ con los héroes de la picaresca, por lo que los Episodios le parecen más bien ―antipicaresca‖ (Montesinos, 1980: 88). En una u otra dirección, lo cierto es que en Trafalgar (1873) se conjugan nuevamente el elemento histórico con elementos del género como el autobiografismo, el servicio o el viaje, así como la descripción realista-expresionista, la genealogía que lo presenta como antihéroe, la crítica social desde la perspectiva menos favorecedora, etc… El narrador hace incluso mención expresa del original quevedesco que remeda:

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Al hablar de mi nacimiento, no imitaré a la mayor parte de los que cuentan hechos de su propia vida, quienes empiezan nombrando su parentela, las más veces noble, siempre hidalga por lo menos, si no se dicen descendientes del mismo Emperador de Trapisonda. Yo, en esta parte, no puedo adornar mi libro con sonoros apellidos, y fuera de mi madre, a quien conocí por poco tiempo, no tengo noticia de ninguno de mis ascendientes, si no es de Adán, cuyo parentesco me parece indiscutible. Doy principio, pues a mi historia como Pablos, el buscón de Segovia: afortunadamente Dios ha querido que en esto sólo nos parezcamos (Pérez Galdós, 1983: 71).

El capítulo de presentación de Gabriel acaba a la manera picaresca, recordando que se trata del relato de unos hechos autobiográficos contados desde la perspectiva retrospectiva de la ancianidad, propia del género. El narrador anticipa posibles descuidos y olvidos del relato que inicia por su senectud, ya que escribe ―en el ocaso de la existencia‖, cercano a su fin, ―después de una larga y muy trabajosa vida‖, y lo hace como es convencional en el género, dirigiéndose directamente al lector.

Tras la primera serie de los Episodios, la utilización de elementos picarescos se limitará, pues las dificultades y limitaciones del género le inclinan a aplicarlo con mayor libertad. La intensidad y sensación de verdad del autobiografismo que unía estas novelas era difícil de sostener en aquellas ocasiones en que la acción histórica requería que fueran narrados determinados acontecimientos. Así lo explicará el propio escritor en su epílogo a la edición ilustrada de los Episodios Nacionales, añadiendo que a partir de entonces optó por otra fusión, la de la novela histórica con la de costumbres.6

LA RENOVACIÓN NATURALISTA

La postura galdosiana con respecto al Naturalismo fue la común a muchos otros escritores españoles, dispuestos a aprovechar de dicha escuela sólo aquello que sirviera a un estilo que seguía siendo realista. Sin duda, novelas como La Desheredada (1881) muestran esa perfecta asimilación al realismo español de lo que el escritor vio más útil del Naturalismo,7 como la explicación hereditaria para la manía aristocrática de Isidora, a medio camino entre la tara mental y el problema educacional, la denuncia del problema social, pues el nacimiento en una clase inferior hace que prácticamente sea imposible escapar de ella y es determinante de un destino trágico especialmente cruel con la infancia, la inexistencia de instituciones oficiales capaces de resolver el problema de los niños criados en las calles, víctimas o verdugos de la delincuencia… Todo ello común a lo que la escuela francesa promovìa, pero, eso sì, sin la frialdad del escritor-narrador que como científico observa su cobaya. Nada más lejos del carácter galdosiano, quien —como Dickens— siente una especial ternura hacia los niños. Aunque Mariano resulte un muchacho destinado a ir de mal en peor, el lector conserva la esperanza de su redención. El ambiente que viven Mariano, Gaitica, Zarapicos, Gonzalete y el resto de los jóvenes pendencieros recuerda más al hampa picaresca de rufianes de pocos vuelos que a los sórdidos suburbios de las novelas francesas. Siendo ésta una de las novelas más demoledoras de Galdós, tal es el cariño del creador hacia sus criaturas que, siendo muchachos pendencieros, jugadores y violentos, el narrador nos habla de ―pilluelos‖ y alude a la tradicionalmente española ―ley de la guapeza‖, esa bravuconería del golfo nacional, que es casi complaciente por gozar de libertad y vivir al sol y al fresco, sin más ley que la de la supervivencia.

Zarapicos y Gonzalete eran comerciantes. No daban un paso por aquellos muladares habitados, ni aun por las calles de Madrid, sin que sacaran de él alguna ganancia. ¡Bien por los hombres guapos! Vivían de sus obras y de sus manos; su casa era la

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capital de España, ancha y ventilada; su lecho, el quicio de una puerta o cualquier rincón de casa de dormir; su vestido, una serie de agujeros pegados unos a otros por medio de jirones de tela; su sombrero, el aire y el sol; sus zapatos, los adoquines y baldosas de las calles. (Pérez Galdós, 1909: 112).

Ese amor a la libertad y esa complacencia con su destino desdicen los principios del naturalismo francés que concibe al hombre prisionero de una clase y situación opresivas determinantes de su tragedia. Como pícaros tradicionales, estos muchachos ejercen oficios clásicos de dicho género y, cuando la situación los cansa, optan libremente por cambiar de oficio. Zarapicos fue durante algún tiempo lazarillo de un ciego, Gonzalete sirvió a una mujer que lo presentaba como su hijo al pedir limosna en la puerta de la iglesia. La cierta ―benevolencia‖ del ambiente retratado y la ternura que algunos muchachos logran conservar a pesar de la hostilidad del medio recuerdan más bien a los suburbios de Dickens, pero, como escribirá Galdós a propósito de Misericordia —al recordar el mundo de la mendicidad del inglés—, el sol español hace más amable el cuadro.

La protagonista de la novela, Isidora Rufete, tiene en común con la escuela francesa su final venta de la honra, por otra parte, común a la tradición celestinesca y picaresca de seguidoras de La pícara Justina o embaucadoras como Las harpías en Madrid. Hay una tristeza implícita en su pérdida de ilusiones sociales y morales que el escritor canaliza en el personaje de don José Relimpio, llorando a un tiempo por España y por la decisión de la bella joven al final de la Primera Parte de la novela. Mientras avanzan juntos hacia el ―suicidio‖ moral de la joven, la Naturaleza es hostil para Isidora, y hermosa para Relimpio, desconocedor del motivo del paseo nocturno de ambos por las Vistillas. El narrador describe sus ganas de sobrevivir y de experimentar nuevos goces y satisfacciones a pesar de lo que llama ―su hundimiento moral‖. Esa noción moral distancia la novela española de la más prototípica francesa.

Isidora acaba siendo ―llevada de su miserable destino‖, mantenida por un maltratador que la transforma hasta físicamente —le desfigura el rostro y hasta su voz y habla se deforman—, pero, las causas no son únicamente exógenas: No sólo son culpables el sistema, la sociedad, la política o la educación; el individuo también es responsable de su destino, pues está dotado de libertad de elección. Y esta es la diferencia radical y de fondo con la novela francesa: la interpretación del ser humano como criatura dotada no sólo de materia sino también de espíritu. Así, Galdós da a esta decadencia una explicación que contempla la noción moral, pues como dice Miquis —el tierno enamorado quijotesco— el final de Isidora ha sido causa de ―su imperfectísima condición moral‖ (Pérez Galdós, 1909: 259). Ajeno al cientifismo experimental, tal es el amor galdosiano por esta desdichada criatura que no renuncia a presentárnosla, años después, algo recuperada, aunque pidiendo limosna (lo cual es narrativamente coherente con sus escasas posibilidades para la felicidad), pero redimida a nuestros ojos, pues al menos está enamorada del pintor enfermo con quien vive (Torquemada en la hoguera, 1889). Por otra parte, la rebelión de Mariano contra la sociedad carece de trascendencia revolucionaria, pues es mero brote de egoísmo individual. Quienes como Mariano o Bou, desde el socialismo (¡!), critican a quienes roban al país, no pretenden acabar con esta situación, sino convertirse ellos mismos en sus ladrones. Es una rebelión no social sino individual, que aleja también políticamente a Galdós de los presupuestos defendidos por la escuela francesa.

Lo que vemos en esta novela galdosiana tenida por la más naturalista, será expuesto teóricamente casi veinte años después por el propio escritor hablando de otra gran obra española también tenida por hija de dicha escuela (citado de pasada por Caudet, 1995: 209, vid. Correa, 1977: 253). En su prólogo a La Regenta expone claramente su postura y graves diferencias con respecto al Naturalismo, destacando precisamente cómo esas supuestas

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novedades extranjeras daban mejor fruto acudiendo a rasgos de la tradición picaresca nacional. Galdós se regocija de visitar lo que llama ―taller ajeno‖ para advertir al lector que su labor no es la de crìtica, sino la de ―recrearse en las obras ajenas‖ con admiración. Siente obligación de ensalzar las obras buenas en un incierto y enfermizo estado de la cultura como el presente. Y, quijotesco, se alegra de que en la ―tercera salida‖ de La Regenta se le haya brindado la oportunidad de celebrarla y enaltecerla, pues en anteriores salidas, dice, su apego al propio taller literario se lo impidió. Recuerda que la novela de Clarín se publicó en los días de la ―procesión‖ del Naturalismo, ante el miedo de quienes temían que se impondrían el lenguaje de chulos, golfos y verduleros, pero ―luego se vio que no era peligro ni sistema, ni siquiera novedad, pues todo lo esencial del Naturalismo lo teníamos en casa desde tiempos remotos, y antiguos y modernos‖. Galdós afirma que tan solo era novedosa la exaltación del principio y su desprecio de lo imaginativo y ensoñador. Es más, aun añade que fue la literatura española la que enseñó a la inglesa y francesa:

Fuera de esto el llamado Naturalismo nos era familiar a los españoles en el reino de la Novela, pues los maestros de este arte lo practicaron con toda la libertad del mundo, y de ellos tomaron enseñanza los noveladores ingleses y franceses. Nuestros contemporáneos ciertamente no lo habían olvidado cuando vieron traspasar la frontera el estandarte naturalista, que no significaba más que la repatriación de una vieja idea; en los días mismos de esta repatriación tan trompeteada, la pintura fiel de la vida era practicada en España por Pereda y otros, y lo había sido antes por los escritores de costumbres.

Reconoce que la vuelta a España del Naturalismo ha sido con ciertas variantes: ―más calor y menos delicadeza y gracia‖. Perdió su admirable humor socarrón, aunque ganó en ciencia:

El nuestro, la corriente inicial, encarnaba la realidad en el cuerpo y rostro de un humorismo que era quizás la forma más genial de nuestra raza. Al volver a casa la onda, venía radicalmente desfigurada: en el paso por Albión habíanle arrebatado la socarronería española, que fácilmente convirtieron en humour inglés las manos hábiles de Fielding, Dickens y Thackeray, y despojado de aquella característica elemental, el naturalismo cambió de fisonomía en manos francesas: lo que perdió en gracia y donosura, lo ganó en fuerza analítica y en extensión, aplicándose a estados psicológicos que no encajan fácilmente en la forma picaresca. Recibimos, pues, con mermas y adiciones (y no nos asustemos del símil comercial) la mercancía que habíamos exportado, y casi desconocíamos la sangre nuestra y el aliento del alma española que aquel ser literario conservaba después de las alteraciones ocasionadas por sus viajes. En resumidas cuentas: Francia, con su poder incontrastable, nos imponía una reforma de nuestra propia obra, sin saber que era nuestra; aceptámosla nosotros restaurando el Naturalismo y devolviéndole lo que le habían quitado, el humorismo, y empleando este en las formas narrativa y descriptiva conforme a la tradición cervantesca.

Es decir, Galdós propone nuevamente el modelo tradicional de la picaresca y del realismo cervantino, añadiéndole con mesura ciertas dosis de análisis psicológico. No hay novedad, sino renovación, ni es modo de hacer extranjero, sino continuación modernizada de la tradición española, pues ésta llegaba más lejos y mejor en su crítica verdadera que la escuela francesa, dado que el humor español suaviza ciertas de sus asperezas ajenas a nuestro gusto literario:

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(…) nuestro arte de la naturalidad con su feliz concierto entre lo serio y lo cómico responde mejor que el francés a la verdad humana; [que] las crudezas descriptivas pierden toda repugnancia bajo la máscara burlesca empleada por Quevedo, y [que] los profundos estudios psicológicos pueden llegar a la mayor perfección con los granos de sal española que escritores como D. Juan Valera saben poner hasta en las más hondas disertaciones sobre cosa mística y ascética.

La Regenta le parece en cierto modo picaresca, muestra de lo que llama ―Naturalismo restaurado‖: fiel a la socarrona mezcla de bromas y veras, gravedad y humor, a la que se ha añadido la descripción de los estados de ánimo.

LA INCLINACIÓN ESPIRITUAL

Cuando a finales de siglo la crítica literaria comience a hablar de la literatura rusa y de la novela espiritual, Galdós volverá a hacer afirmaciones semejantes, apelando ahora a la tradición espiritual española. No en vano, en época de auge del Naturalismo —en muchos sentidos, extremo opuesto del espiritualismo—, dio título a un capítulo de Fortunata y Jacinta acuñando el término de ―Naturalismo espiritual‖ (Oleza, 1998: 776). La muerte de la bronca Mauricia entreverada por la atmósfera de incienso, arrepentimiento, perdón y comunión con Dios que Guillermina introduce en la vida de la pendenciera.

La novela realista de visos espirituales que comienza a engrosar este componente en los últimos quince años del siglo XIX será frecuentemente asociada a la moda rusa, que Galdós conoce y admira, pero que dice no ser la fuente de su inspiración. De hecho, su amigo Clarín reconoce en la novela Nazarín la confluencia de diversas tradiciones españolas como la mìstica, pero también dice que pertenece a la ―jurisdicción picaresca‖ por el aspecto popular en que héroe y autor se complacen y, así mismo, dice que le recuerda a Gil Blas y a don Quijote (Alas, 2001: 236). Y es que Galdós vuelve a proponer la recuperación de la tradición mística propia. El sacerdote Flórez de Halma relaciona la actitud ascética de Nazarín con el espiritualismo ruso, pero el ―apóstol árabe-manchego‖ que ha salido quijotescamente a los caminos para extender el Evangelio dice no conocerlo. Por boca de este sacerdote, Galdós parece hablarnos de la raigambre española de su nueva inclinación espiritual. Como dice Flórez, los españoles llevamos el misticismo en el último glóbulo de la sangre, y somos fieles a la tradición espiritual de la que llama ―patria de la santidad y de la caballerìa‖. Refiriéndose a Nazarín, está hablando de la propia literatura:

Pero al demonio se le ocurre ir a buscar la filiación de las ideas de este hombre nada menos que a Rusia. Han dicho ustedes que es un místico. Pues bien: ¿a qué traer de tan lejos lo que es nativo de casa, lo que aquí tenemos en el terruño y en el aire y en el habla? Pues qué, señores, la abnegación, el amor de la pobreza, el desprecio de los bienes materiales, la paciencia, el sacrificio, el anhelo de no ser nada, frutos naturales de esta tierra, como lo demuestran la historia y la literatura, que debéis conocer, ¿han de ser traídos de países extranjeros? ¡Importación mística cuando tenemos para surtir a las cinco partes del mundo!

No olvidemos la sempiterna admiración galdosiana por Santa Teresa, San Juan o San Agustín, cuyas citas se cuelan entre las líneas de Ángel Guerra, Halma o Nazarín:

Recuerden que están en el país del misticismo, que lo respiramos, que lo comemos, que lo llevamos en el último glóbulo de la sangre y que somos místicos a rajatabla, y como tales nos conducimos sin darnos cuenta de ello. No vayan tan lejos a indagar la

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filiación de nuestro Nazarín, que bien clara la tienen entre nosotros, en la patria de la santidad y la caballería, dos cosas que tanto se parecen y quizás vienen a ser una misma cosa, pues aquí es místico el hombre político, no se rían, que se lanza a lo desconocido, soñando con la perfección de las leyes; es místico el soldado, que no anhela más que batirse, y se bate sin comer; es místico el sacerdote, que todo lo sacrifica a su ministerio espiritual; místico el maestro de escuela, que, muerto de hambre, enseña a leer a los niños; son místicos y caballerescos el labrador, el marinero, el menestral, y las ideas, adorando una Dulcinea que no existe, o buscando un más allá que no encontráis, porque habéis dado en la extraña aberración de ser místicos sin ser religiosos. He dicho (Pérez Galdós: 619-20).

Por estas fechas, el remedio a la desigualdad le parece imposible ateniéndose a lo material. El Estado y las instituciones no pueden ofrecer más que paliativos. Con motivo de la celebración del 1 de mayo de 1895 Galdós concluye de manera tajante:

El espiritualismo es el que más se acerca a una solución, proclamando el desprecio de las riquezas, la resignación cristiana y el consuelo de la desigualdad interna, o sea la nivelación augusta de los destinos humanos en el santuario de la conciencia.8

Su final etapa regeneracionista, con vislumbres modernistas es esencialmente española y clásica. Los mitos nacionales de la tradición hispánica aparecen hermanados con la raíz grecolatina de nuestra cultura. Surge un simbolismo con trasfondo ideológico moderno cincelado mediante la encarnación de conceptos en héroes y dioses clásicos o hispánicos, cuyo análisis desprende ese mismo sabor cervantino, picaresco o místico imposible de sintetizar ya en esta comunicación.

CONCLUSIÓN

Este breve repaso a la evolución literaria de Galdós resulta una constante invocación a nuestros clásicos. El escritor reivindica la mejor adecuación de lo nacional y la superioridad de nuestros maestros para retratar lo propio. En tiempos de desprecio por lo nacional y sobrevaloración de lo extranjero propone aprender de nuestra tradición, pero su amor a lo español también reniega del chauvinismo. Tan provinciano es el excesivo amor al terruño como su completo desapego. Podríamos añadir que casi siente como suyos a Shakespeare, Balzac o Dickens, y no sólo es ávido lector de los grandes clásicos europeos, sino que en tiempos en los que no era tan frecuente, Galdós hace largas estancias en el extranjero. Como escribe en su epílogo a la edición ilustrada de los Episodios:

La demencia patriótica que nuestros vecinos llaman chauvinisme es tan contraria a mi manera de sentir que me tengo por libre de tal enfermedad ahora y siempre. Consigno aquí esta declaración como respuesta, tardía sí, pero categórica, a lo escrito en una célebre revista de circulación universal por un discretísimo y malogrado publicista francés, que al mismo tiempo que favorecía mi obra con apreciaciones lisonjeras, indicaba que el autor de ella se proponía concitar los ánimos de sus compatriotas contra Francia. (Pérez Galdós, 1999: 178-87).9

Ahora bien, esta evolución y constante modernización galdosiana es un tenaz reconocimiento de lo que ya éramos antaño que presenta una doble paradoja: su conservadurismo renovador y su nacionalismo universalizador, es decir, un modo de hacer

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novela que propugna la vuelta a las riquezas de lo consagrado por el tiempo para granjearnos nuevas fortunas artísticas.

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BIBLIOGRAFÍA

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NOTAS

1 En su capítulo dedicado a las instituciones oficiales y al género de la pintura de la historia, Carlos Reyero habla de un nacionalismo más temático que estilístico, en el que convive el lenguaje internacional con el carácter conservador apegado a patrones académicos y devoto de los grandes de la tradición, con anterioridad al origen del realismo (Reyero, 1995: 139-146). Asimismo, véase su Imagen histórica de España (1850-1900), dónde queda de manifiesto cómo la relectura histórica a través de la pintura configuró el concepto de nacionalidad y traspasó a la colectividad una idea concreta del significado de ser español.

2 ―Yo en pintura, y generalmente en lo que se refiere a las artes plásticas, nunca fui realista, ni naturalista, ni ninguno de esos dictados que aquí han tenido a veces el sonido de motes feos, y siguen teniéndolo, ya que hace pocos dìas leì en un diario que un artìculo ha sido denunciado al fiscal ―por naturalista‖. Mis opiniones acerca de arte no son denunciables. Me agrada el arte casi inmaterial. Las estatuas griegas me persuaden por la belleza, ritmo y armonía de sus líneas, no porque sean reales, pues ni en la raza más perfecta del mundo sería real tanta nobleza de formas; y en cuanto a los pintores que se dejan impregnar completamente de realidad, por ejemplo Velázquez, no me causan aquella impresión singular y verdaderamente refinada que, verbigracia, el Greco o el incomparable Botticelli. Y es que mi concepto del arte está influido, fatalmente, sin que para eso haya remedio, por los ideales literarios. Siempre veré, detrás de una obra de arte, un concepto, un pensamiento, un símbolo y una manifestación más o menos clara y expresiva de algo cerebral, superior a los sentidos y a la mera reproducción de la realidad sensible.‖ (103)

3 ―Noticias literarias. Observaciones sobre la novela contemporánea en España. Proverbios ejemplares y Proverbios cómicos, por D. Ventura Ruiz Aguilera‖, en Galdós, periodista (Pérez Galdós: 1981, 186) y en la recopilación de Bonet de sus Ensayos de crítica literaria.

4 ―Por esto, por sus felicìsimos atrevimientos en la pintura de lo natural, es preciso declararle portaestandarte del realismo literario en España. Hizo prodigios cuando aún no habían dado señales de existencia otras maneras de realismo, exóticas, que ni son exclusivo don de un célebre escritor propagandista, no ofrecen, bien miradas, novedad entre nosotros, no sólo por el ejemplo de Pereda sino por las inmensas riquezas de este género que nos ofrece la literatura picaresca.‖ (Ensayos de crítica literaria, ed. cit., pp. 168-75).

5 El audaz., vid. Cap. V dedicado a este personaje.

6 La forma autobiográfica ―impone cierta rigidez de procedimiento y pone mil trabas a las narraciones largas. Difícil es sostenerla en el género novelesco con base histórica, porque la acción y trama se construyen aquí con multitud de sucesos que no debe alterar la fantasía, unidos a otros de existencia ideal, y porque el autor no puede, las más de las veces, escoger a su albedrío ni el lugar de la escena ni los móviles de la acción. Tales dificultades obligáronme a preferir en casi todas las novelas de la segunda serie la narración libre, y como en ellas la acción pasa de los campos de batalla y de las plazas sitiadas a los palenques políticos y al gran teatro de la vida común, resulta más movimiento, más novela, y por tanto, un interés mayor. La novela histórica viene a confundirse asì con la de costumbres.‖ Ensayos, ed. cit. pp. 178-87.

7 Novela por otra parte, eminentemente cervantina y a la vez perteneciente a otra tradición literaria más: la de personajes femeninos quijotescos, como expuso L. Romero Tobar en el anterior Congreso Galdosiano, demostrando que Isidora es un auténtico quijote con faldas.

8 Galdós, ―El 1° de mayo‖, Política española, II, Obras inéditas (ed. de A. Ghiraldo), vol. IV, Renacimiento, Madrid, 1923, pp. 267-277. Laureano Bonet data este artículo en 1895; en lugar de en 1885, tal y como aparecía en la edición de Ghiraldo y fue repetido por Hinterhäuser.

9 Indica Bonet que el publicista francés que habló de chauvinismo fue Louis-Lande en Revue de Deux Mondes, 1876. Le Roman patriotique en Espagne.