GALDÓS Y LA CONFESIÓN

Dolores Thion Soriano-Mollá

A primera vista tal vez sorprenda la asociación que propone el título del presente trabajo, cuyo objetivo no es sino analizar las exégesis que realizaron María Zambrano y Rosa Chacel sobre la confesión en la obra de Benito Pérez Galdós.1 Cierto es que plantear dicho tema desde perspectivas autobiográfícas y autoficticias y con un aparato crítico de última hora puede augurar de antemano cierta insatisfacción. Insatisfacción, en primer lugar, porque las confesiones como modalidad genérica autobiográfica gozaron, a partir de los modelos de las Confesiones de San Agustín y las de Rousseau, de un reconocimiento institucional tardío y en la evolución de este concepto han participado teorías diversas. En segundo lugar, porque en la España galdosiana las esferas públicas y privadas todavía se mantenían separadas y, aunque ya se empezasen a abrir algunas brechas en las primeras décadas del siglo XX, los diferentes yoes del escritor solían permanecer relativamente aislados, sin desdoblarse, entrecruzarse o tergiversarse como ocurre en el proceso de creación y difusión de la producción literaria contemporánea. Por ende, son de notoriedad pública la tendencia de Galdós a permanecer en segundo plano, así como la reserva, el extremo cuidado y el celo con los que preservaba su vida íntima. Todo ello lo aleja irremediablemente de la confesión (González Filiol, junio-julio de 1910: 27-56 y 790-807; Carretero Novillo, 1920 y 1922: 17-26). Es más, Galdós filtraba suspicazmente la restringida información (Arencibia, 2001: 49-64; Shoemaker, 1973: 5-17). Creìa él en ―un fondo de modestia‖ propio de la idiosincrasia española (Pérez Galdós, 1999: 183) tras el que se ocultaban las vidas públicas. En esta línea concibió sus Memorias de un desmemoriado. En ellas se entremezclan biografía y crónica sin orden; la realidad del escritor se fragmenta, de modo que la obra redunda en el tipo de relación distante que él quiere entablar con el público lector. Ya lo anotaba Rosa Chacel, existía en Galdós un propósito consciente de no confesar ―que condice muy bien con su inconsciente falta de necesidad de confesar‖ (Chacel, 1970: 134).

Sin embargo, ya sea inconsciente o voluntariamente, los rasgos de los personalidad, las experiencias biográficas, los intereses y las preocupaciones de los escritores suelen rezumar en los personajes por más novelescos y ficticios que parezcan. Aún así, en el marco de la estética realista resulta prácticamente una convención el negar la presencia del autor en la obra, hecho extremado por el cientificismo naturalista al punto que comúnmente se admite que Galdós preserva su voluntaria opacidad, el anonimato oscuro y la objetiva impersonalidad. Si algunos resquicios personales se infiltran por sus obras, si se puede percibir la voz real del creador aun cuando se escude entre otros personajes, ese amparo que busca el autor en la ficción frustra la mayoría de los intentos objetivos de clarificación biográfica. Por ello, la crítica acepta la imposibilidad o al menos la dificultad de conocer a Galdós en términos autoficticios. Y con todo, como el mismo Galdós anotó respecto de Pereda: ‗hay que reconocer que la imparcialidad no es ni puede ser una cualidad artística... Cada artista tiene su temperamento, que es forzoso respetar‖ (Pérez Galdós, 1999: 193). Por otra parte, si Galdós experimenta con las diferentes formas, como él mismo las denomina, autobiográficas para lograr mayor impresión de verdad espiritual, es precisamente para conferir mayor opacidad al artista y evitar la función referencial autor-narrador. De hecho, según confesaba el escritor: ―la impersonalidad del autor, preconizada hoy por algunos como sistema artístico, no es más que un vano emblema de banderas literarias, que si ondean triunfantes, es por la vigorosa personalidad de los capitanes que en su mano las llevan‖ (Pérez Galdós, 1999: 193).

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Partiendo de esa premisa, en esta difícil ecuación que él entabla entre imparcialidad y formas o estrategias que considera ―autobiográficas‖, no tanto como personaje en presencia, ni siquiera como metaficción dominante, sino por la relación que el autor mantiene con su creación, parece irrefutable la tesis de la presencia de Benito Pérez Galdós en sus obras. Todo depende, claro está, del grado de presencia y de lo que de ello se considere autobiografía. Desde tales perspectivas, María Zambrano y a Rosa Chacel orientaron sus ensayos sobre el Galdós y la confesión hacia aspectos filosóficos o meramente personales.

Las lecturas abiertas que todos textos literarios permiten, la evolución de los intereses de los críticos y de las propias herramientas de interpretación, enriquecieron los estudios en torno a la presencia del autor y su obra con nuevas claves de interpretación durante las primeras décadas del siglo XX. Si de un hecho han alardeado algunos escritores del 27 es de haber redescubierto a Benito Pérez Galdós, en particular, Rosa Chacel y María Zambrano desde la señera revista Hora de España en 1937-1938, cuando se enjuiciaba la novelística galdosiana como completamente trasnochada pero apremiaba la necesidad de buscar referentes y valores patrios y heroicos (Chacel, 1937 y 1971: 5-34; Percival, 1985: 29-30; Behiels, 1992). El impulso que José Ortega y Gasset imprimió a los estudios sobre el ser y el devenir humanos, el interés por lo biográfico, el inconsciente freudiano, y en general, el vitalismo, el existencialismo y el irracionalismo promovieron en aquellos años los estudios y las composiciones de memorias, autobiografías, biografías y con el deseo de encontrar un nuevo hombre para una Humanidad, distante de los lastres y del empobrecimiento que el materialismo y el positivismo les habían infligido. Tras los primeros ensayos en Hora de España, ambas escritoras siguieron disertando sobre la obra galdosiana y, poco después, ambas volvieron a coincidir en el estudio de la confesión. En 1943, María Zambrano publicó su ensayo sobre La confesión, género literario y en 1960, La España de Galdós; tan sólo en 1970 salió a la luz la monografía de Rosa Chacel La confesión.

En sus respectivas obras, parten ambas autoras de la revalorización de la subjetividad, de la preeminencia de lo irracional en tanto que elemento esencial de la vida humana y base catalizadora de la capacidad actividad creativa del hombre, es decir, lo que Chacel identificó como eros. Según ambas escritoras, el acceso a esa interioridad racional se efectúa a por medio de la confesión. Por consiguiente, ésta es estudiada bajo dos perspectivas distintas pero complementarias, la confesión filosófica y la confesión como estrategia y género literario. De hecho, la confesión se consideró antes como una modalidad de la autobiografía que como un modelo genérico, hasta que las aportaciones de Zambrano y de Gusdorf reorientaran los estudios. Para las dos autoras, la confesión es una vía para el propio descubrimiento del yo.

Desde una perspectiva metafísica y ontológica, María Zambrano considera la confesión como la necesaria búsqueda de la verdad a la que el hombre contemporáneo desorientado, ante una vida confusa, dispersa, y por ―horror a su medio ser‖ (Zambrano, 1988: 13) está abocado. La confesión, lleve o no su nombre, nace del rechazo, de la protesta, de la rebeldía en la huída del hombre con su presente y consigo mismo. Merced a la interiorización, la confesión se fundamenta en un proceso de revelación mediante el cual, el individuo, conato de ser por razones ora personales, ora históricas, supera la duda y la huida de sí mismo abriéndose a la vida. Ello implica que el sujeto busque una explicación para poder deshacer el conflicto, hallarse y aprehenderse, completar lo fragmentario y encontrar la unidad acabada que le permita aceptar la verdad y la vida. En palabras de María Zambrano:

la confesión sólo se verifica con la esperanza de lo que no es uno, aparezca. Por eso muestra la condición de la vida humana tan sumida en contradicciones y paradojas… La vida del hombre muestra que en la confesión, no teniendo unidad la necesita y la supone; muestra en su dispersión temporal que debe existir algún tiempo sin la angustia del tiempo presente. Muestra que siempre que se expresa algo, es, como una

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especie de realidad virtual compensatoria, y que la vida no se expresa sino para transformarse (Zambrano, 1988: 22-23).

Cuando Galdós se definió a sí mismo en relación de alteridad con José María de Pereda bajo el velo proteccionista de lo literario desveló algunos rasgos de su personalidad que ahora nos interesan como testimonio de sus actitudes ante la duda y búsqueda de la verdad:

Ved aquí también la diferencia capital entre nuestros caracteres considerados literariamente. Siempre he visto mis convicciones oscurecidas en alguna parte por sombras que venían no sé de dónde. Él es un espíritu sereno, yo un espíritu turbado, inquieto. Él sabe dónde va, parte de una base fija. Los que dudamos mientras él afirma, buscamos la verdad, y sin cesar corremos hacia donde creemos verla, hermosa y fugitiva. Él permanece quieto y confiado, viéndonos pasar, y se recrea en su tesoro de ideas, mientras nosotros, siempre descontentos de las que poseemos, y ambicionándolas mejores, corremos tras otras, y otras, que, una vez alcanzadas, tampoco nos satisfacen (Pérez Galdós, 1999: 230).

En esta búsqueda de la verdad, de la unidad de la realidad, la confesión es, según pondera Zambrano, ―la máxima acción que es dado ejecutar con la palabra‖ (Zambrano, 1987: 61). A partir de los modelos agustiniano y roussoniano, Zambrano piensa que la confesión se convierte en género literario, en instrumento que utiliza la vida para expresarse plenamente, porque permite captar matices y aspectos que otros tipos de expresión no pueden transmitir. Como demuestran las creaciones de Dostoyevski, Rimbaud y Baudelaire, la confesión revela que la expresión es una realidad posible, un modo de conocimiento alcanzado a partir de una necesidad de transformación y esperanzadora. De ahí que la razón, en tanto que verdad objetiva, sea para María Zambrano poética, o sea, creadora. Los presupuestos recogidos en esta breve síntesis constituyeron fundamentos principales del pensamiento zambraniano. No obstante, el término de confesión tendió a desaparecer a favor de los de revelación, conciliación y conocimiento, es decir, aquellos relativos al ser y su obra, a la poesía como creación y el conocimiento que la literatura, y en particular, la novela galdosiana favorecieron. Ahora bien, las aportaciones de María Zambrano, ya sea directamente sobre la confesión o indirectamente mediante la aplicación de sus fundamentos a la obra de Don Benito no abundan en consideraciones literarias ni formales. Éstos, sin embargo, hubiesen podido aportar otras luces sobre los movedizos y evolutivos límites entre géneros literarios autobiográficos, y en términos generales, entre novela y autobiografía.

Las bases que sobre la confesión estableció María Zambrano fueron recogidas por Rosa Chacel en su ensayo La confesión, con un sesgo más personal, más literario, introduciendo las nociones de culpa e interpretación como posibilidades de transformación. Chacel parte de la revisión de las Confesiones de San Agustín, Rousseau y de las de Kierkegaard (aunque éstas últimas no se denominen así y aparezca la confesión indirectamente), ya que las considera modelos que influyeron en Galdós y Unamuno. Chacel distingue las memorias de las confesiones por la últimidad que implica la búsqueda de lo patente y esencial, y asumiendo como axioma que toda la literatura desde el siglo XIX consta de Memorias y Confesiones (voluntarias o inconscientes). A la sombra de la culpa cristiana, Rosa Chacel define asimismo la confesión como un modo de conocimiento, de descubrimiento del yo y de lo que somos en nuestra mismidad, porque considera que la confesión es la última voluntad, es decir, la ―voluntad contrastada en su última verdad, en el último fondo de su mismidad irreductible‖ (Chacel, 1970: 11). Según Chacel, la confesión nace del conflicto con la fe o con el amor, ambos elementos básicos de la dinámica del ser humano. Las creencias y los deseos constituyen los motores básicos de los conflictos por poseer ambos el componente esencial de

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la irracionalidad que lo genera. El hombre se confiesa, en palabras de la autora ―cuando el gran peso de que quiere descargarse no es un acto cometido, ni siquiera un número considerable de actos, sino un conflicto persistente que los determinó todos; un misterio que ni el mismo comprende y que acaso sólo confiesa con el fin de oírlo relatado, para comprenderlo‖ (Chacel, 1970: 42-43). Por ello, prosigue Chacel, ―el yo experimenta ese misterio como un conato de pugna por actuar y lucha por insuflarle fuerza: voluntad‖ (Chacel, 1970: 50). La voluntad es la que aporta el impulso necesario para la confesión, porque ésta nace del ejercicio de memoria que busca el fundamento de la vida personal, cuando el individuo percibe en el sentimiento de culpa aquello que no es pero que debería ser y desea comunicar lo descubierto. Esta comunicación que la confesión suscita es liberadora, al lograr la aceptación del otro y la propia autoaceptación. En suma, para María Zambrano y Rosa Chacel la confesión es un método de conocimiento, a través del cual, la vida muestra sus esencias y peculiaridades y el hombre accede a sí mismo haciéndose presente su propio ser y a ella por medio de la autoexpresión. Si Zambrano enfatiza su capacidad de estimular la creación poética, Chacel optará por la transformación que favorece la interpretación de una confesión. Desde estas premisas, esta última escritora estudia el lugar que ocupa la confesión en la obra de Galdós, pese a que la crítica ya hubiese señalado su ausencia en Galdós a causa del pudor, la reserva y de la complejidad de la obra galdosiana,

¿pudor? ¿reserva? Sí, de acuerdo, pero cuando en un escritor no hay conflicto, ni pudor ni reserva logran encubrirlo. ¿Es que no hay conflicto en Galdós? La cosa es más grave y es, sobre todo, indeciblemente compleja porque la obra galdosiana es como un caudal que se bifurca desde el comienzo en numerosos ramales serpenteando en meandros complicadísimos, unas veces próximos, otras lejanos, pero siempre netamente delimitados. Y los conflictos abundan en su corriente, pero Galdós navega en ella viento en popa (Chacel, 1970: 56-57).

Ahora bien, porque Rosa Chacel defiende ante todo el Yo en la novela, la confesión indirecta, la que aparecería en la obra galdosiana como en la de Kierkegaard:

siendo o pareciendo la más elaborada, no incluye casi en absoluto opinión del autor sobre sí mismo. La forma indirecta, al ser de por sí ya una búsqueda, tiende a lograr el parangón exacto y, por ser una máscara que hace el autor, en cierto modo, impune, le hace despiadado consigo mismo: con un sí mismo cuyo padecer puede tratar como ajeno (Chacel, 1970: 20).

Chacel coteja vida y obra para descubrir aquella máscara, buscando el conflicto tras el que se ocultaba Galdós a pesar de las reservas y críticas negativas que constantemente emite sobre sus creaciones. Sin duda las circunstancias históricas, la índole del pensamiento y de la estética, y en particular, los horizontes de expectativas de la escritora, pesan sobremanera en la lectura que la escritora realiza de la obra galdosiana; una lectura personal y parcial, orientada a la satisfacción de unas necesidades juveniles propias en el lento proceso de modernización de las primeras décadas del siglo XX. Ella misma tenía conciencia y confesaba sus juveniles necesidades, ―buscando algo casi inexistente y, sólo por datos reunidos con obstinación asegurar que existe. Los datos parecen fehacientes, pero hay algo mucho más seguro; lo que se barrunta, lo que se siente con un sentido que jamás engaña (el hurón esta en la hura y no sale, pero el sabueso sabe que está allì)‖ (Chacel, 1992: 178). Recordemos que Rosa Chacel nació en 1898 y siempre fue consciente de haber sido preclara hija del Desastre, como ella misma confiesa, ―saber que hay algo que se nos negó cuando tanto lo necesitábamos, esta búsqueda no tiene la serenidad de la crítica racionalmente

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investigadora… lo reprochable es la desnutrición en que fue formada nuestra juventud preintelectual, incluso la de los que por fortuna tuvimos una excepcional preparación: ésta se redujo a los puntos cardinales de El buen Juanito‖ (Chacel, 1970: 178).

El interés que la obra de Galdós suscita en Rosa Chacel procede ante todo de las primeras series de los Episodios nacionales. Los Episodios son a su juicio una obra histórico-crítica excepcional (Chacel, 1970: 61), por tratar del conflicto de España y responder a unas circunstancias históricas con las que ella, ante todo lectora que no desciende nunca de su atalaya personal, se identifica; a saber, las invasiones de un país por otro, siendo Francia invasora en el XIX e invadida en el XX, así como los sentimientos, las pasiones, los desórdenes, los conflictos y las rupturas que tales situaciones bélicas generan. No olvidemos tampoco, en la línea de los intereses estéticos de Rosa Chacel, que las indagaciones de Galdós por los espacios reales y ficticios de las escrituras del yo aparecen tempranamente en sus obras, y en particular en las dos primeras series, pero no en términos personales explícitamente y con un concepto de autobiografía muy distante del que manejaron María Zambrano y Rosa Chacel o de los que se manejan actualmente. Si para las primeras series de los Episodios Nacionales, el escritor adoptó, a su decir, ―la forma autobiográfica‖, era porque ésta ―tiene por sí mucho de atractivo y favorece la unidad, pero impone cierta rigidez de procedimiento y pone mil trabas a las narraciones largas‖ (Pérez Galdós, 1999: 183) fruto de la base histórica y el conjunto de sucesos que sirven de cañamazo a la narración. Recordemos, que Galdós experimentó en ellas con la narración en primera persona para poner en boca del narrador su propio análisis histórico. En Memorias de un cortesano (1875) varió la técnica, dando a conocer su propio análisis a través del relato hipócrita de Pipaón.

Con el fin de aplicar su concepto de confesión e identificar el conflicto galdosiano, Rosa Chacel intenta delimitar los datos biográficos del escritor y entresacar los personajes que con ellos se podían identificar. De manera fehaciente, cabe admitir que los personajes masculinos de edades similares a los del escritor podían trascender su naturaleza literaria de tipos y dejar de algún modo traslucir su propia ―fórmula humana‖ (Chacel, 1970: 65). El espectro de personajes se reduce a aquellos que tienen entre los veinte y los cuarenta años, de los que entresaca, por orden creciente de interés, a los personajes coetáneos de Salvador Monsalud de varios episodios, Juanito Santa Cruz de Fortunata y Jacinta y José María Bueno de Guzmán de Lo prohibido. Los tres comparten algunos rasgos del perfil del joven español con el autor, la del tipo caracterizado por la: ―seducción fìsica, cierta dosis de intelectualidad, formación extranjerizante o conocimiento del extranjero, actitud ante los conflictos patrios‖ (Chacel, 1970: 60), además de haber vivido algún trauma durante la adolescencia, que Chacel identifica con el juvenil asunto de Sisita. Respecto de las creencias e ideologías, Monsalud, encarna en un principio el héroe joven, audaz, arriesgado, pero descreído, escéptico y desorientado que evoluciona de afrancesado a reaccionario, siguiendo desde la distancia contextual, parecida y paralela trayectoria a la de Galdós.

Como significa la escritora, cuando los tres jóvenes, emblema de un pueblo abúlico de alma descoyuntada, enjuician ―los hechos o los rasgos de la nación —clases sociales, política, costumbres— sentimos que quien habla entonces es la persona, de la cual todos esos tipos dimana‖ (Chacel, 1970: 61). Hecho, que cabría, a nuestro juicio, extrapolar a más contextos y personajes galdosianos y que revelan las ideas de Galdós como bien se sabe.

En el tipo de confesión que rastrea la escritora, los hechos biográficos carecen de interés, porque a su decir: ―Si la historia de Monsalud difiere en todo de la de Galdós, eso no significa nada, porque lo que un hombre tiene que confesar no es lo que hizo o dejó de hacer, sino lo que lleva a lo largo de su vida entre pecho y espalda… (Chacel, 1970: 62)‖; lo cual se puede plasmar en confesión involuntaria, y paradójicamente, inconfesable. Por ello, respecto del amor, Chacel vislumbra unas aventuras, ―igualmente arriesgadas, pasión, arrebato en línea ascendente durante un largo trayecto, y después cansancio, acomodación, apego a la querencia

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sedentaria‖ (Chacel, 1970: 66) y un final refugio para Monsalud en el matrimonio, símbolo de esa estancada adaptación.

Si Salvador Monsalud es el personaje en el que mejor se trasluce Galdós es porque el que más evoluciona hacia el conformismo en opinión de Rosa Chacel. Se trata de una revelación que permite que Galdós se autojustifique. El conflicto de ambos, nace a juicio de la escritora, de la herida vital que los encamina hacia la pérdida de la fe por el dominio de la razón. Aparece así la lucha agónica como precedente unamuniano de la pérdida de la fe en el hombre, en el amor y en la esperanza, en el curso de una trayectoria vital insatisfactoria y al socaire de acciones contradictorias, guiadas por valores inconciliables en unos fracasados anhelos de modernidad. Un trayectoria intelectual, vital, social y en suma, nacional, en la que Monsalud y Galdós encuentran ―un equilibrio en el que se puede estar y apenas ser‖ (Chacel, 1970: 68).

Como contrapunto a Monsalud, fantasmal e huidizo, Rosa Chacel se demora en el personaje complementario pero antagónico de Pipaón. Frente al sufrimiento en el conflicto, Pipaón, el pulpo social, encarna el triunfo de la alevosía. En este relato retrospectivo de sus relaciones con otros personajes, piensa la escritora que Pipaón ofrece la imagen distorsionada que Galdós le impone para corroborar simbólicamente la condena al fracaso de una España envilecida. Con él, el novelista eleva lo individual y personal de las memorias (ponderado por la ironía con la que construye su discurso), a fenómeno social, a hecho:

que puede ser. Las víctimas de Pipaón no logran jamás cogerle en falta porque su mente sinuosa sabe halagar, al paso, a derecha e izquierda, con infinito desprecio por unos y otros, sabiendo que en uno y otros existe el punto sensible a la lisonja, a la corrupción, a la confusión (Chacel, 1970: 69).

como símbolo del conflicto nacional, a nuestro juicio y pese al desacuerdo de Chacel, asimismo universal y fuera de las coordenadas espacio-temporales en que vivió.

Frente al carácter intelectual predominante en la confesión de los Episodios, Rosa Chacel prosigue el estudio de la confesión vital en las novelas, de las cuales selecciona a algunos personajes masculinos. Piensa la escritora que Galdós no dominó el tema del amor, por lo que lo plasmó deficientemente. Así, la inestabilidad y la falta de hombría de Juanito, las limitaciones eróticas de Federico Viera, la ambigüedad original y la falta de grandeza de Bueno Guzmán, son el testimonio galdosiano de su voluntad de no querer confesar. Chacel considera que aunque no tengamos noticias de las aventuras o amoríos del escritor, éste no logró ocultar ―el tono, el género y la calidad que alcanza en él el amor‖ (Chacel, 1970: 75). Galdós plasmó con mayor acierto ―lo que ama y como ama‖, o en otras palabras, la entrega y proyección del amor en la mujer. No es extraño que destaque a Fortunata, como la fuerza magnética esencialmente sexual capaz de ―activar al pseudohombre que le toca en suerte‖ (Chacel, 1970: 76) y capaz también de aportar la hombría que a él le falta en un proceso de identificación freudiano. Más curiosa resulta la atención que la escritora presta a Camila de Lo prohibido (1884-85). Aquella novela en primera persona y el relato de naturaleza confesional la cautivan y aun cuando no coincidan hechos novelísticos y autobiografía, Doña Rosa intuye que Galdós habla veladamente (Caballé, 1988: 59).

Por otra parte, la escritora valora la modernidad de Lo prohibido, por ser un drama cerrado, con un personaje central, José María Bueno de Guzmán, cuyas facultades amorosas y atracción por los amores ilìcitos irradian ―concienzuda y sistemáticamente‖ (Chacel, 1970: 79) sobre tres mujeres. Es en el amor a Camilla, la protagonista predilecta de Chacel, en quien culmina lo prohibido ―adquiriendo la suprema categoría de lo imposible‖ (Chacel, 1970: 81) en la célebre escena de la pelea entre ambos en la cocina. Además de la confesión abierta de las pulsiones eróticas que, según Chacel, Galdós no supo componer, le interesa la escena

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porque en ella aflora la verdad en términos heideggerianos, ―una manifestación de lo existente, en lo que es y cómo es‖ (Chacel, 1970: 82). No obstante, en su ensayo la escritora no va más allá de la transmisión de la escena, sus indagaciones quedan inconclusas, imprecisas, a medias palabras, y en estas breves notas no logra determinar qué es o no confesión, qué es lo que revela más allá de la crudeza y lo que en su época pudo parecer osadía sexual. El desvelamiento o la confesión de los inconfesables ejercicios de seducción y amores carnales, en sus respectivas Españas, parecen interesarle sobremanera. En estas cuestiones, ella observa cómo crece el ocultamiento de Galdós en sus textos.

Otra de las variantes del amor que Chacel estudia es la de la caridad. En su análisis sobre Benina, Chacel subraya la tipificación del personaje galdosiano y la desvalorización de aquel sentimiento supremo por enmarcarlo en unos personajes que considera poco atractivos. No olvidemos que la interpretación de la literatura autobiográfica y, en particular confesional, es para Doña Rosa la que favorece la identificación y el aprendizaje del lector, y los términos en que la caridad está personificada en Misericordia poco atraen, según ella, a modernos lectores.

La revisión chaceliana de la obra galdosiana se cierra prácticamente en unos breves apuntes sobre la santidad de Nazarín, como personaje que Galdós traza desde fuera y con ironía. Las amantes y amadas galdosianas, junto con Nina y Nazarín aparecen prácticamente como barreras inexpugnables, confesiones inconfesables de un Galdós, ante todo escéptico e irónico, voluntariamente esquivo. A diferencia de Unamuno, concluye la escritora, Galdós no luchó agónicamente, ni la fe ni el amor ―parecen henchir (su) vida más que muy moderadamente‖ (Chacel, 1970: 133). A ello podríamos apostillar que tal vez no vivió conflictivamente, puesto que efectivamente no sintió necesidad vital y consciente de confesar, y cuando esta asomó, el humorismo bastó. En el entretejido verbal de la novela, no hay mejor arma que la silenciosa presencia, el ocultamiento y el hermetismo. De hecho, a juicio de la escritora, el humorismo tempera ese natural clima de retraimiento galdosiano ―y lo entibia como diabólico contacto: no es que rebaje los grados de su temperatura, sino que los traspasa como una ráfaga de hielo, recurrente y esterilizante‖ (Chacel, 1970: 134). Tal vez por ello, a Rosa Chacel la ironìa de Galdós le resulta ―desoladora y repelente‖ (Chacel, 1970: 50). ¿No estaría ella buscando su propia confesión en la obra que encarna por esencia los males de la nación y los albores de la novela personal en España? En el conflicto vital entre ser y estar al que antes aludíamos, lo que Chacel censura a Galdós es la condición de observador, la posición de retraimiento, el conformismo y la falta de acción en la lucha, sencillamente porque todo ello no casa con las exigencias y compromisos que la experiencia vital impondrá a la escritora un siglo después.

De otro talante fueron las exégesis de María Zambrano sobre la obra galdosiana. Las primeras fueron compuestas antes de que publicara su ensayo sobre La confesión como género literario, cuando la filósofa todavía andaba todavía perfilando sus instrumentos de análisis encontró en la producción galdosiana algunos fundamentos y correlatos de su pensamiento filosófico. Estos fundamentos coinciden con los ya sintetizados anteriormente respecto de la confesión.

A diferencia de Rosa Chacel, María Zambrano ubica el proceso de revelación en las coordenadas temporales y aproxima novela y confesión como ―expresiones de seres individualizados a quienes se les concede historia‖ (Zambrano, 1988: 14). Parte de la existencia de confusión, de padecimiento interior del individuo y de su necesidad de recomposición; la primera en un tiempo pasado, mítico o virtual, la segunda en el tiempo real e inmediato, el cual, según Zambrano, se ubica en la trascendencia y la atemporalidad porque no puede ser ni expresado ni trascrito cuando alcanza la unidad de la vida. Por ello:

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todo arte tiene algo de confesión desviada, y tiene, a veces, los mismos fines que ella pero va recreándose en el camino, deteniéndose, gastando el tiempo en un supremo lujo humano… El arte es juego, juego a crear. El trabajo no nos separa de la realidad y está encajado en ella, pues termina en algo efectivo y canjeable (Zambrano, 1987: 61).

Ahora bien, en sus estudios sobre Galdós, en ningún momento aborda el tema de la confesión, autoconfesión en el sentido moderno, más otro aspecto concomitante con ella, el acceso a la vida, a lo atemporal y universal, a lo irracional. Apuntemos que si Rosa Chacel choca con los límites de las respuestas galdosianas, tal vez sea porque sólo sigue parcialmente el método de la confesión tal y como Zambrano lo plantea. Puesto que María Zambrano cifra el problema del hombre en la búsqueda de la identidad perdida, la novela, por confesar su presente, desvelar nuevas realidades y posibilidades de transformación y es, por consiguiente, revelación esperanzadora.

En el marco de su circunstancia histórica, a María Zambrano le cautiva el calado de la mujer galdosiana y el protagonismo que a ella le otorga en la sociedad. De Nina, Tristana y Fortunata, principalmente, analiza cómo intentaron abrir sus límites, traspasarlos, encontrar su unidad, buscar el ser que les falta hasta adquirir su propia individualidad. Para la filósofa, la novela galdosiana en general, Misericordia en especial, encierra el misterio de la vida, porque Galdós con su observación logró ver la confusión y el conflicto, y logró asimismo desentrañarlos; es decir, liberar lo que antes estaba oculto. Por consiguiente, el conocimiento abre horizontes humanos de forma poética.

La creación es, según Zambrano, un modo de acceso a la viva realidad, es revelación y descubre la realidad de la vida. Para nuestra autora, el Galdós, auténtico creador, surge cuando su presencia más se borra, cuando desaparece impasible y anónimo dejando a la obra los cauces de libertad necesarios para apresar la verdad de la vida y la vida de la verdad. Misericordia, Nazarín, El amigo Manso y Tristana son, para Zambrano, las obras más poéticas y misteriosas de Galdós. En ellas, ―la realidad es creación, zarza ardiente que no sea acaba, fuego sin ceniza; resurrección‖ (Zambrano, 1992: 227). Según estas consideraciones, podríamos inducir, siguiendo a María Zambrano en 1943, que la creación es en esencia confesión. Más rotunda sin duda que Zambrano, con la confesión espera Chacel una producción novelìstica profética, mostrando no lo que es sino ―lo que puede ser‖ (Chacel, 1970: 178), pero no trascendental como esperanza en la búsqueda de una nueva Humanidad de modo que a diferencia de Zambrano, Chacel no logra satisfacer sus necesidades en la obra galdosiana sino en puntuales aspectos intelectuales pero no vitales. Si la vida de un escritor es su obra como decía Galdós (Pérez Galdós, 1972: 452), admitamos que le suya fue, en definitiva, creativa confesión.

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BIBLIOGRAFÍA

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Galdós y la confesión

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NOTAS

1 Nuestros agradecimientos a la profesora Lieve Behiels por habernos facilitado su excelente estudio sobre la presencia de Galdós en la obra de Rosa Chacel.