DE LA GAVIOTA A LA BATALLA DE LOS ARAPILES: EL EXTRAÑO CASO DE MISS FLY; ¿HISPANÓFILA EXCÉNTRICA? O ¿NUEVA DIOSA INTERNACIONAL DE LA ABNEGACIÓN INDIVIDUAL?
Peter A. Bly
In memoriam: Paul Ian BLY (1944-99)
‗Fly‘ es el apellido de un mayor inglés, sobrino del duque de Wellington, que aparece en La gaviota de Fernán Caballero. Es un coloso de estatura, que, además de devorar ―cuatro libras de carne en beefstake y se bebe tres botellas de Jerez de una sentada‖ (181), tiene ciertas excentricidades, incluso la de conquistar a chicas españolas. Que Galdós le pusiera el mismo apellido a la co-protagonista de La batalla de los Arapiles, el episodio nacional más largo y menos parecido a los demás 45 que compuso (Gómez Galán: 43), resulta algo extraño, a primera vista, porque Athenais Fly es una joven inglesa de veintitrés años, alta, esbelta y de hermosísimos ojos azules, figura totalmente opuesta a la de Fernán Caballero, excepción hecha de sus extravagancias. Quizá Galdós tomara buena nota de una frase que su colega gaditana, cuya obra admiraba mucho (Dendle: 103), añadía a la frase citada: para enfocar correctamente el cuerpo del mayor, uno se habría de poner a cierta distancia de él. La presentación de la figura Fly de Galdós iba a ser, acaso, un estudio psicológico de una mujer singular, universal, más bien que un mero cuadro de un tipo femenino extravagante, tal como ya había bosquejado en la pasajera británica, roja como un tomate y con una serenidad de esfinge, de La novela en el tranvía y en miss Sherrywine, pintora, escritora y gran experta en licores de Rosalía. Y para algunos críticos (Letemendía: 76; Hinterhäuser: 98), miss Fly es, en efecto, un tipo así: visita ruinas de castillos y conventos para pintar acuarelas, traduce romances, apunta cuanto pasa en su vida en un tipo de diario, y bebe té, por supuesto. Las primeras impresiones que de ella tiene Gabriel Araceli, al conocerla en el pueblo salmantino de Sancti-Spìritus, se conforman con ese clisé internacional: ―no debo poner en duda que las extravagancias y rarezas de la gente inglesa carecen de lìmite conocido‖ (1080). De no ser miss Fly más que eso, tendría mucha razón José F. Montesinos (1: 85), al calificar de inútiles cuantos capítulos a que da lugar.
Sin embargo, a fin de prevenir contra la posibilidad de una interpretación tan simplista y parcial de su protagonista femenina, Galdós inserta en el texto, muy al principio, al loco Juan de Dios, cuyo tema preferido es que la vista física es un órgano que instrumentaliza el demonio, mientras que ―los [ojos] del alma son los que no se engañan nunca, porque hay siempre en ellos un rayo de eterna luz‖ (1064). Es una advertencia inicial muy oportuna en una novela en que van a abundar los casos de observación ocular, pero aun se equivoca el mismo Juan, ya que una de sus visiones de la amada de Gabriel, Inés, resulta ser verdadera. Una moraleja más pertinente, aunque más complicada, para el resto del episodio pudiera ser tal vez que las observaciones físicas, sean correctas o sean incorrectas, les plantean interpretaciones dispares y múltiples a los espectadores-lectores.
La puesta en marcha de tal perspectiva interpretativa la inicia la cuestión del apellido de la inglesa. Antes de saberlo, pero casi adivinándolo, aunque con sentido peyorativo, Gabriel se
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pregunta qué casta de pájaro es la señorita. En inglés se llama ‗Fly‘, pero no existe tal patronímico (Reaney & Wilson: 171), aunque sí una variante ‗Flay‘, que usa una sola vez Juan de Dios, pero, ¡es un apodo medieval que significa ‗pulga‘! A diferencia de lo que pasa en La gaviota (180), donde se da una sola traducción literal y exacta de la palabra genérica, ‗mosca‘, en La batalla de los Arapiles Galdós juega graciosamente, siempre en los pasajes bajo el control exclusivo del narrador, con tres traducciones de ‗fly‘, no totalmente exactas, y algo eclécticas, o excéntricas, dos con formas diminutivas afectuosas, pues si ‗mariposa‘ es casi una subespecie de ‗mosca‘, ‗pájarito‘, especialmente en Cuba, es la segunda acepción de ‗mariposa‘ (RAE: 848). Tal juego semántico jocoserio no sería posible en inglés.
De otra parte, su nombre de pila, ‗Athenais‘, no existe tampoco en inglés, aunque la forma escrita parece ser una transcripción de la supuesta pronunciación de ‗Athene‘, nombre raro en inglés (Withycombe: 17). Sin duda alguna, nos remite al otro extremo de la civilización universal: el de la mitología griega, que asimismo propicia una multiplicidad de significados. Pues Atenea era la patrona de la ciudad de Atenas, fuente de la cultura occidental. También era la diosa que ayudaba a los jóvenes guerreros, y como tal se la representaba a menudo en la iconografía, a veces acompañada por un búho y una serpiente (Tripp: 115-18). Pero también era la diosa de las artes y de las artesanías, sobre todo del tejido. Finalmente, se la veneraba como la diosa de la sabiduría. Así que, desde el principio, los nombres de miss Athenais Fly no pueden por menos de ofrecernos unos constantes enigmas por sus múltiples asociaciones.
Tampoco su hispanismo es una afición predestinada ni total. Tras haber pasado tres años en la Península al lado de su hermano, oficial ingeniero que muere en la batalla de la Albuera de 1811, intenta volver a Inglaterra con su cuerpo, antes de optar por quedarse definitivamente en España. Aunque forma el proyecto de estudiar toda la cultura española, sólo se destaca su conocimiento fenomenal de los romances, sobre todo los del ciclo de Bernardo del Carpio, muy populares en la región de Salamanca (Toreno: 416), a los que, según ella, sólo supera en calidad literaria la Ilíada. Pese a ello, no aprovecha la oportunidad de utilizarlos como propaganda bélica en la situación nacional contemporánea. Todo al contrario, ya que, como sus comentarios —de tono unamuniano o azoriniano— sobre el arte monumental de Salamanca, sus conocimientos culturales se reservan para el caso particular de Gabriel, de quien parece más bien la animadora o entrenadora personal que la portavoz del espíritu nacional de España.
De hecho, este proceso de desmitificación de la aureola clásica del nombre ‗Athenais‘ se había iniciado con su entrada en la novela. Primero, se nos informa de que es una caballista excelente, como se ve más adelante en el episodio de Babilafuente. Pero al llegar al pueblo salmantino de Sancti-Spíritus en un coche destartalado que no puede controlar —y el caballo no va desbocado—, casi se despeña por un barranco. En otro coche parecido, consigue alcanzarle a Gabriel a poco de salir éste con destino a Salamanca: tiene el aspecto de una diosa antigua de las que se ven en los frisos de los edificios clásicos. Más aun, con su látigo en la mano se asemeja a un centauro. Pero la ilusión clásica se desvanece de pronto cuando el pobre caballo se arrodilla de puro cansancio, desengaño que no se puede rectificar más tarde cuando, con otro caballo que la lleva a Salamanca, describe el cochecillo de marras como un carro de Apolo. Se nos da la impresión de que miss Fly es, además, cómplice medio consciente de su propia desmitificación cuando, en esta misma escena salmantina, lamenta mucho que no se le hubiera ocurrido a ella una frase impresionante que pronuncia Gabriel, ―para parecerme a Mede‖ (1114). Y aun en la única escena ecuestre de Babilafuente, otra vez se produce la desilusión de su figura clásica a la par que romántica, puesto que, al acercarse Gabriel a ella —en contraposición al consejo de Fernán Caballero citado al comienzo de este estudio—, ya no le parece interesante con su ropa desaliñada y sucia, mientras que sus trenzas no tienen ―aquel concertado desgaire del peinado de las Musas‖ (1133). Ni tampoco es volador Pegaso el caballo al que va montada. Lo que es más, su exhibición hípica no se puede
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equiparar en absoluto con otra que realizaba con gran valentía durante la misma batalla de los Arapiles la esposa del coronel inglés, Dalbiac (Napier: 276; Davies: 139).
Mas hay que interpretar el status de miss Fly como diosa guerrera griega desde otra óptica. Sus actividades de ayuda bélica tienen mucho más que ver con el servicio humanitario. Se encarga de cuidar a muchos heridos de guerra, aun a un coronel francés, Desmarets, todo sin hacer aspavientos, lo cual también concuerda fielmente con la realidad histórica de la campaña británica en la Península Ibérica (Davies: 130- 46). Y no le faltaban a miss Mosquita momentos de angustia personal, pues, aunque se hallaba a punto de morir de dolor y de desesperación, cumplió con su deber familiar a la hora de localizar el cadáver de su hermano para enviarlo a Inglaterra. El historial de sus servicios de campaña es muy impresionante: ―anda sola, monta a caballo, entra y sale por medio del ejército, habla con todos, visita las posiciones de vanguardia antes de una batalla, y los hospitales de sangre después‖ (1080). Compagina el deber de la enfermera con la labor muy arriesgada de una observadora militar, como si fuese Florence Nightingale y Mata Hari a la vez, como se ve cuando reanuda la amistad con el siempre agradecido Desmarets en Salamanca. En este apartado de su currículum su comportamiento es más el de una diosa benefactora que de una ayudante guerrera, como así lo pone de relieve el de las otras mujeres inglesas que llegan también en carricoches, a Sancti-Spíritus. No son prostitutas, como Gabriel comenta con sorna al verlas, sino mujeres, con nombres muy ingleses ―Anna, Fanny, Mathilda, Elisabeth,‖ que sólo quieren reunirse con sus maridos, llegados allí un poco antes.
Miss Fly es, en gran parte, la fuerza motriz de la trama al igual que el punto de contacto con otros personajes, especialmente con el jefe supremo de las tropas aliadas (Utt: 85). Al igual que miss Fly y su padre (lord Fly, conde de Chichester), Wellington disfruta de una abundancia de nombres o títulos alternativos, tanto ingleses como españoles: Wesley, Arturo Wellesley, lord vizconde de Wellington, duque de Talavera, duque de Ciudad Rodrigo, grande de España y par de Inglaterra, por no olvidar la comparación clásica de Fabio. A veces, se le llama simplemente ―el Lord.‖ Lo que es más, no es inglés, sino irlandés de nacimiento, como es francés el jefe de la división española, el llamado Carlos España. Los nombres alternativos se multiplican en este libro, pues bastantes veces Galdós se refiere a la ciudad de Salamanca como ―Roma la chica‖ en cursiva, sin mencionar su otro mote, aun mucho más apropiado, de ―la Atenas castellana‖ (www.Hispanus.com). En efecto, la misma batalla, que en español y en francés se llama la de los Arapiles, en inglés se denomina la de Salamanca. No es de sorprender, entonces, que la llegada de Wellington a Sancti-Spíritus en una silla de postas sea presentada de una manera que nos confunde, pues, con la caída del arco triunfal de ramas de carrasca a ésa y los discursos absurdos que le pronuncian Carlos España y el dómine del pueblo, todo resulta ser una pura farsa. Pero con suma finura el líder carismático de las tropas aliadas aguanta todas estas meteduras de pata. Galdós no deja de destacar el color encarnado de su cara, rasgo común del estereotipo inglés que es, por ejemplo, el mayor Fly de Fernán Caballero, y atribuible a las bebidas alcohólicas. Si Galdós menciona este rasgo es sólo para desmentirlo por completo, y para subrayar las cualidades humanas de Wellington como general superinteligente. Con ojos tan azules como los de la señorita Mariposa, su frente ―era hermosa y serena como la de una estatua griega‖ (1082). No podía faltar la comparación griega, claro, siendo casi dios en aquel entonces para todos los españoles. Si es el foco de atención de los que siempre le rodean, él, en cuanto jefe de operaciones militares, parece no hacer otra cosa que mirar objetos y personas siempre con frialdad vaga y sin aparente interés. Pero quizá a este insigne observador visual le falte un poco la vista espiritual preconizada por Juan de Dios, pues llega a obsesionarse por el honor de miss Fly cuando no regresa con Araceli de Salamanca. A la hora de hacer los preparativos de una batalla clave, ¿cómo puede seguir preocupándose por cosas de menor importancia? En realidad, durante la campaña peninsular, Wellington se veía obligado a involucrarse en tales
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cosas nimias: lo chico valía lo mismo que lo grande (Davies: 145). Y esta cuestionable preocupación se transmuta, a partir de la frase hiriente ―no la [Fly] veo‖ del Lord, en un continuo intercambio de miradas glaciales de parte de éste y sus colegas con Araceli que, en el caso del custodio de miss Fly, el coronel Simpson, cobran una fuerza doble al pasar por el cristal de sus espejuelos.
No es decir que el tema del honor de miss Fly carezca de importancia. Todo al contrario. La libertad total de que disfruta para ir adonde se le antoje, especialmente en un país extranjero, le asombraba al narrador al principio. Pero ella insiste en que la protegen las leyes inglesas aun en España de tal manera que ―ningún hombre se atreve a faltarnos al respeto‖ (1075). No obstante lo cual, Athenais tiene la culpa de dar el primer paso en falso, al acompañar a Gabriel en un paseo nocturno, nada más conocerle. Aun Wellington califica de ―temeridad‖ su visita a Salamanca. Por su parte, Gabriel tiene razón al replicar a Simpson que no le pueden responsabilizar a él de la conducta de ―la antojadiza y volandera inglesa, cuando ella no conocìa freno alguno a su libertad‖ (1129). Con su reaparición en Babilafuente, Gabriel espera que se pudiera dar por zanjado el asunto del honor suyo, que ella ridiculiza con unas carcajadas. Acto continuo, sin embargo, le implora que se bata en duelo con Simpson, lo que no puede por menos de recordarnos que la razón por la cual siempre adora a Gabriel es la de haber matado él a lord Gray en Cádiz, precisamente en un duelo por el honor de su amada Inés. Por otra parte, la hispanofilia exagerada de éste pone de relieve la de su compatriota, más modesta y limitada, pues si él se transforma al instante en un auténtico mendigo, ella no es capaz de disfrazarse de una campesina, en parte por su dominio imperfecto del español actual, otra cosa en que el par inglés le lleva ventaja. Por lo demás, después de haberse presentado como un gran viajero internacional que pinta y escribe de todo, a Gray ya le da por querer ser español y renegar de sus señas de identidad inglesa, traición de la que no es nunca capaz miss Fly.
También sirve miss Mosquita de contrafigura en el caso de Inés, pues, a diferencia de la noble inglesa, ésta acepta de buena gana el cautiverio doméstico al que la somete su padre, Santorcaz. La presencia de una mosca en su habitación, tanto como el odio de la mujer del patriota Cipérez a las moscas, puede ser un indicio de la poca aceptabilidad de la libertad desenfrenada de que goza la inglesa para la mujer española de aquel entonces. Paradójicamente, Gabriel prefiere a la mujer-gallina española que lo sacrifica todo (―da al hombre sus hijos, sus plumas, y, finalmente, su vida‖ [1135]) al águila que Fly pretende ser. Inés es una idealización demasiado perfecta, como parece sugerir Galdós cuando su padre se desborda en elogios suyos, expresados en términos visuales: ―Por tus ojos mira Dios a la Tierra y a los hombres, satisfecho de su obra‖ (1146). Claro que los celos que de Inés siempre tiene Fly, muy comprensibles, son su punto flaco, su gran defecto como mujer-diosa; pero aun antes de tratar a Inés, ya revela que tiene una opinión negativa de la señorita española, a la que llama una mojigata, con sus ―medias palabras, vulgaridades y frases de hipocresìa‖ (1077).
Cuanto se ha comentado hasta aquí se refiere a los primeros dos tercios del episodio, pero la mayor parte de los once capítulos restantes (XXXI-XLII), exceptuándose el último, tratan de la batalla de los Arapiles en sus tres fases distintivas: la pre-batalla, la batalla misma, y la post-batalla, por así decirlo. Aquí se convergen y se amplían las relaciones personales y los temas planteados anteriormente, destacándose el desarrollo de las cualidades más nobles de Athenais Fly hasta el punto de que se convierte casi en una diosa moderna de la sensibilidad humana. La víspera de la batalla, el narrador, ya comprendiendo que sus lectores quieren recibir más noticias sobre ella, nos revela que durante dos semanas de maniobras militares llevadas a cabo a orillas del Tormes, la señorita inglesa le había hecho frecuentísimas visitas, aunque muy breves para no despertar aun más las sospechas del cuartel general británico. A Gabriel le regala en cada visita un montón de chucherías locales, alabando cualquier acto
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suyo, por muy insignificante que sea, y reiterando con recato palabras de afecto, de cuya significación no se percata en absoluto Gabriel. Es únicamente en la víspera de la batalla, cuando se celebra en el Arapil Chico su última y más emocionante reunión, que puede ver Gabriel con sus propios ojos cuánto ha cambiado miss Mosquita, que ya tiene una cara triste y pálida. Si antes había tomado la iniciativa en cualquier conversación o acción, ahora parece estar paralizada e incoherente, cuando con palabras muy emotivas, confiesa: ―No me siento bien (...) No sé lo que tengo‖ (1149). Las palabras delatan un trauma interior muy intenso, cuya trascendencia casi llega a ser universal: ―—Será una gran batalla y ganaremos —dijo con abatimiento—; pero... morirá mucha gente. ¿No os ocurre que podéis morir vos?‖ (1149). Ya no es la Fly imperiosa de antes sino casi la voz modesta de la sabiduría divina que encarnaba la diosa Atenea. Si bien acepta que el individuo tiene que sacrificarse por la colectividad, le advierte a su amado de que no debiera exponerse en la batalla, acabándose esta conversación extrañísima de este modo:
—Señora, no conozco a usted; no es usted miss Fly.
—Voy creyendo lo que decía —afirmó clavando en mí los dulces ojos azules—; voy creyendo que no soy yo miss Fly... Oíd bien, Araceli, lo que voy a deciros. Si no entráis en fuego mañana, como espero, avisádmelo... Adiós, adiós (1150).
Y las palabras surten efecto en el ánimo de su ídolo, que, en otras igual de emocionantes, le indica a la condesa Amaranta los sitios del holocausto venidero. Poco más tarde Araceli se ofrece a Wellington para morir por la Gran Bretaña, en un acto exento de abnegación personal, pues lo que le catapulta a tomar tal decisión es la réplica del Lord, mientras mira con un anteojo las líneas enemigas del horizonte, de que, en lo tocante al tema del honor de miss Fly, la Gran Bretaña tiene que ser respetada. Así se ve cómo los dos temas se entroncan inexorablemente a partir de aquí. Con su flamante nacionalidad británica, Gabriel es nombrado ayudante y luego comandante de un regimiento a cuyos soldados más tarde exhortará a luchar con valentía en inglés sin entender las palabras, que repite como un papagayo.
Aquella misma víspera de la batalla se reproduce a escala mayor la escena de tierna despedida que han protagonizado Athenais y Gabriel. Veintitantas inglesas recogen fiambres de los pueblos cercanos para dárselos de comer a sus hombres, a quienes animan con sus charlas cariñosas, sus recuerdos de la patria, y con rezos, aunque con sus lloros constituyen ―un coro de pájaros picoteando alrededor del nido‖ (1153). Ellas, al igual que miss Mariposa, saben muy bien que serán las familias quienes tendrán que sufrir las consecuencias individuales del combate, por mucho que sus hombres creen que ―Dios nos está mirando, amigos, por los bellos ojos de la madre Inglaterra‖ (1153), a modo de última perversión de la vista física que uno ha ido cuestionando desde el principio de la novela. Para la esposa y los hijos de sir Thomas Parr, a quien ve morir Gabriel en el Arapil Grande, no le quedarán de él más que recuerdos cariñosos.
La descripción de las dos colinas, el Arapil Grande y el Arapil Chico, como ―aquellas dos esfinges de tierra‖ es, evidentemente, de suma importancia por lo que encierran de enigmas de varia índole que hay que resolver en la novela (Urey: 538). Sin embargo, Galdós va más lejos en la explotación semántica de la comparación, porque la esfinge es un monstruo de la mitología griega que tiene cabeza de mujer y pies de león (RAE: 565), figura híbrida, algo parecida al marimacho que a veces Gabriel ve en Fly. Aun más: la palabra ―esfinge‖ tiene una segunda acepción archi-importante: la de una mariposa grande, por cuanto no sería desorbitado barajar la hipótesis de que las dos colinas podrían representar a las dos miss Fly que se ven en la novela: la Mosquita Chica y la Athenais Grande. Y como broche de oro, Galdós inserta los dos puntos topográficos en su esquema de las posibles ambigüedades de la
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óptica física, puesto que nos informa de que las dos esfinges de tierra, la una frente a la otra, se miran, y de mayor importancia aún, nos miran a nosotros los espectadores que no podemos por menos de mirarlas de forma recíproca, es decir, se repite el triángulo interpretativo que se había establecido cuando entró miss Fly en la novela en el accidente de Sancti-Spíritus y Gabriel a solas le había salvado la vida, con la ayuda muy tardía y perezosa de sus soldados. Ahora les incumbe a los lectores, tal vez igualmente perezosos, descifrar el sentido de la batalla que va a tener lugar entre estas dos colinas, pues si es ―uno de los más sangrientos dramas del siglo, el verdadero prefacio de Waterloo‖ (1153), también se habrán de tener en cuenta otros que presenciaron otros países en otros siglos. No obstante el enorme sacrificio humano que suponen las operaciones del Arapil Grande y que se describe con una pormenorización casi única en la obra galdosiana (Hinterhäuser: 363), éstas no constituyen más que una diversión táctica, para Wellington, que en un acostumbrado golpe de vista, ve que la clave a la victoria consistirá en la carga de la caballería de Stapleton Cotton, tan rápida como una serpiente, animal tradicionalmente asociado con la diosa Atenea. Si el Arapil Chico no cuenta para nada en el desarrollo de la batalla, el Arapil Grande llega a ser el escenario de un sacrificio noble y desinteresado de individuos extranjeros, como lo será el posterior de la ‗brigadista‘ miss Fly, por utilizar un término de la Guerra Civil Española. Si antes Gabriel había invocado al dios de las batallas (1127), ahora se rectifica con alusiones a otros más relevantes, en un pasaje de profunda clarividencia:
Indiferentes, como es natural, a las desdichas del enemigo, los corazones guerreros se endiosaban con aquel espectáculo. La confianza huye de los combates, deidad asustada y llorosa, conducida por el miedo; no queda más que la ira guerrera, que nada perdona, y el bárbaro instinto de la fuerza, que por misterioso enigma del espíritu se convierte en virtud admirable (1160).
La batalla es la inversión de todo lo noble humano, sobre todo cuando brilla por su ausencia la suprema virtud del perdón, hecho que se subraya a continuación cuando al moribundo coronel Parr Gabriel le perdona sus ―ligerezas‖ en el asunto de miss Fly. Pero luego, de repente, vuelve nuestro héroe español, ya actuando de comandante inglés, a ser el mismo de antes, al sumergirse en el frenesí del combate para arrebatar un águila de los franceses, heroicidad que, aunque merece los elogios de la jerarquía militar británica, no carece de su toque gracioso: el de una mordedura que recibe Araceli en el brazo. Pero tal águila no es la mujer-águila que se le había ofrecido antes en forma de la señorita Mariposa.
Es como mariposa, sobre todo cuando le da dos besos en la frente, que se le aparece Miss Fly a Gabriel al recobrar éste poco a poco la vista y el conocimiento en el convento de la Merced, el mismo sitio que le había servido de atalaya en su comisión de espionaje, pero que ahora está convertido en un hospital para los heridos, a quienes cuida con demasiado afán la inglesa bajo la amenaza de las autoridades de enviarla a Inglaterra en una jaula. La recuperación visual y mental que experimenta Araceli se asemeja al gradual desembrollarse de una madeja. En paralelo aunque en sentido invertido, miss Mariposa se pone a tejer —arte del cual era diosa su tocaya Atenea— la verdadera historia de su propia vida íntima. Sus besos, por muy sensuales que sean, son expresión de un verdadero amor ideal: no cree faltar ―al decoro, a las conveniencias y al pudor diciendo a un hombre que le amo. Yo, al mismo tiempo, soy pura como los ángeles y libre como el aire‖ (1168). Es una declaración dicha con una sinceridad absoluta y con una gran valentía moral, para una señorita joven de aquella y otras épocas anteriores.
Mas Galdós se ahonda más en la motivación psicológica cuando miss Fly aclara las alusiones muy vagas a lord Gray que había hecho en su primera conversación con Gabriel en Sancti-Spíritus. Los nuevos datos que aporta son de suma importancia, puesto que Gray había
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seducido a la hermana gemela de Athenais, Lilliam, quien se suicidó después ―en un momento de desesperación‖ (1167). Su hermano mayor luego fue matado por Gray en un duelo celebrado en España a orillas del mar. En total, una gran tragedia familiar, pues la madre murió poco después de gran tristeza. De manera que, el acompañar a otro hermano a España para ayudarle durante la campaña militar de Wellington se podría explicar también, en parte, como un deseo de perseguir a Gray, a quien tenía un odio mortal. Todavía queda otro nivel psicológico por investigar, dado que la relación de Athenais con su hermana Lilliam era inusualmente estrecha, aun para una gemela. Siendo ésta una señorita más hermosa y pura que los ángeles, a la que adoraba e idolatraba Athenais, ¿sería, entonces, fuera de propósito sugerir que Gabriel, que se había vengado de su tratamiento a manos de Gray, llegara a ser, para Athenais, un alma gemela sucedánea, además de amante ideal? Incluso así, la confesión de miss Fly no se desprestigia, ni con mucho, pues su único motivo es el temor de que Gabriel se muera sin conocer el secreto de su amor. El no le reciproca la confesión, visto que, al recobrar el conocimiento total, se olvida por completo de cuanto acaba de decirle su enfermera. A pesar de lo cual, la confesión permanece como parte íntegra del texto definitivo, aunque sin comentarios retrospectivos por parte del narrador-protagonista, ya viejo. Es curioso que, en dos epílogos —a la primera edición del episodio (Smith: 106) y, diez años más tarde, a la versión ilustrada de las dos primeras series (Bonet: 183-84)—, Galdós reconociera que su error principal como novelista histórico había sido el constante uso de la forma autobiográfica, cuando una de las grandes ventajas de una narrativa de primera persona es, precisamente, la de que se dan muchas oportunidades de pasar por alto, cuando se le antoja —por fas o por nefas—, el verdadero sentido de las palabras que va escribiendo, lo cual, de otra parte, propicia una riquísima lectura de entrelineado.
Las consecuencias de esa amnesia total de Gabriel son funestas para la señorita inglesa: no pudiéndose reiterar palabras tan íntimas, no tiene más remedio que sufrirlo todo en su fuero interno, aunque el colapso se exterioriza en su cara, que se pone pálida y grave: ―Athenais estaba lastimosamente desfigurada. Diríase que era ella el enfermo y yo el enfermero. (...) Volvìa el rostro para que no viese yo su emoción‖ (1169). Como sibila griega, Fly sentencia que Gabriel está compuesto de ―grandeza y pequeñez‖ (1170), destino, según él, aplicable al universo entero, incluso a la misma Athenais, aunque no se lo dice. La frase no puede por menos de recordarnos las colinas de los Arapiles, tanto el Chico como el Grande, con todas sus connotaciones. Para ser justo con el ya amnésico Gabriel, hay que admitir que no puede evaluar apropiadamente el purgatorio de la infeliz Athenais. No obstante lo cual, viendo cómo se apoya en la pared para no caer, cómo se le inundan los ojos de lágrimas que intenta ocultar, si no acallar, al acercarse a la puerta de la habitación, Gabriel queda ―largo tiempo sumergido en tristes cavilaciones‖ (1170). Juanita Santa Cruz no pasará por purgatorio de amor tan terrible diez años más tarde.
La reaparición de Juan de Dios como enfermero en el hospital en estos capítulos finales refuerza la significación de su rol inicial, lo mismo que sirve para confirmarle a Araceli lo que ha pasado y se ha dicho en su alrededor en los días de recuperación. De manera que el herido ya no puede ignorar el estado anímico de miss Fly. Puede equivocarse el loco en cuanto al valor moral de Inés y de su madre cuando visitan al héroe herido, pero acierta al llamar a la inglesa una criatura angelical que quiere mucho a Gabriel. Y a Juan le toca ahora componer la última página de esta historia tan dolorosa de Athenais, que, al informarla Amaranta del proyectado traslado de Gabriel a la casa de Santorcaz ―lanzó un grito agudísimo, precipitándose fuera de la habitación (...) puso fin a su atropellada carrera, y apoyando la cabeza contra una pared, allí fue el verter lágrimas, el exhalar hondos suspiros y el proferir palabras vehementes, con las cuales pedía a Dios misericordia‖ (1173).
Aquí la diosa aparentemente griega se entrega al Dios cristiano, quien, para Inés y su madre, que atraviesan el campo de batalla en búsqueda del cuerpo de Gabriel, ha maldecido la
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tierra con tanta carnicería humana. Esta escena, filtrada a través de su facultad ocular, pero descrita en términos seleccionados por el narrador, es uno de esos pasajes espeluznantes que de vez en cuando surgen en los escritos galdosianos:
[las dos mujeres] recorrieron el campo de batalla, que la luz del naciente día les permitió ver en todo su horror; vieron los cuerpos tendidos y revueltos, conservando en sus fisonomías la expresión de rabia y espanto con que los sorprendiera la muerte. Miles de ojos sin brillo y sin luz, como los ojos de las estatuas de mármol, miraban al cielo sin verlo. (...). Las dos desconsoladas mujeres vieron todo esto y examinaron los cuerpos uno a uno; vieron los charcos, las zanjas, los surcos hechos por las ruedas y los hoyos que tantos millares de pies abrieran en el bailoteo de la lucha; vieron las flores del campo machacadas (1177).
Al llamar la atención tanto sobre los ojos vivos de los dos testigos femeninos como sobre los ojos muertos de los cadáveres, el autor nos remite, irremediablemente, al debate inicial planteado por Juan de Dios y nos está obligando a preguntarnos si España va a meditar en serio sobre lo que significa realmente esa escena horrorosa: un sacrificio por parte de muchos extranjeros por la futura paz y prosperidad del país. Pero no tenemos grandes esperanzas de que se produzca tal introspección, visto que el mismo narrador no comenta nada las únicas cositas vivas que se ven en ese campo de desolación: ―las mariposas, que alzaban el vuelo con sus alas teñidas de sangre‖ (1177). Con este sorprendente detalle, podremos valorar más el sacrificio personal de miss Fly, el que asegurará la felicidad del matrimonio futuro de Gabriel e Inés. Ese lo tiene muy claro: ―Demos tú y yo las gracias a esa generosa mujer que me recogió de entre los muertos en el Arapil Grande, para que no te quedases viuda‖ (1175), como él la recogió a ella del carricoche volcado en Sancti-Spíritus. Pero en otro sentido más profundo, los dos se han salvado el uno a la otra la vida del honor familiar: Gabriel en el duelo con lord Gray, Fly, con su impresionante actuación en la visita de cumplido que hace, vestida con gran elegancia y de apariencia hermosísima, a la familia de Santorcaz.
Lo que importa, de verdad, en esta escena es una serie de declaraciones sinceras suyas, que salen a la superficie, pese a la corrección política y a toda la etiqueta social. Hace frente, con una admirable franqueza y precisión expresiva, a todos los cargos formulados en su contra con respecto a sus relaciones con Gabriel, como, por ejemplo, los pocos ratos que pasaron juntos en el mesón salmantino. En segundo lugar, como táctica de autodefensa, les acusa tanto a Gabriel como a Simpson de propalar rumores y calumnias contra ella. Y, por último, asegura ser ―una noble dama inglesa que jamás ha pensado enamorarse en España, y menos de un hombre‖ (1180) como Gabriel, frase que se hace eco de otra dicha por un español ultrapatriótico de La gaviota: ―cada cual debe casarse en su paìs. Este es el modo de no exponerse a tomar gato por liebre‖ (185). Para colmo, el coronel Simpson, que acompaña a Athenais, cree que con su casamiento con Araceli ―La Inglaterra (...) se hubiera estremecido en sus cimientos de granito‖ (1180). Pero lo más impresionante de la conducta de la inglesa es que, al mismo tiempo que hace frente a estas críticas, se transparentan sus verdaderos sentimientos para con Gabriel, no mediante palabras, obvía decirlo, sino con esos hermosos ojos azules, verdaderos espejos de su alma, que ya no pueden mirar directamente a los de Gabriel, con la palidez repentina de su cara, con el llevarse el pañuelo a la boca, con el temblársele las manos, y al fin, con el ruborizarse cuando tiene que escuchar, sin poder replicar, el análisis final de su carácter, según su custodio oficial: su silencio y delicadeza habían dado valor a las calumnias. Tiene que aguantarlo todo en carne viva. Pero, lo puede hacer por el profundo amor que tiene a su familia, a la que quiere volver a Inglaterra a abrazar. No pudiera ser otro lord Gray. Miss Fly no es ninguna mosquita muerta, o sea hipócrita, puesto que sigue hablando sin ambages, al sintetizar sus experiencias en España. En
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lo que respecta a los horrores de la guerra, dice escuetamente: ―Los franceses nada respetan‖ (1179), como si estuviera desdramatizando cuanto se ha leído hasta hacía poco. Ni tampoco pronuncia una sola palabra acerca de su hoja de servicios humanitarios en España —aun rechaza toda responsabilidad de haber recogido a Gabriel del campo de batalla, todo para concluir asì: ―Me he divertido mucho en este extraño paìs; he estudiado las costumbres, he hecho muchos dibujos de los trajes y gran número de paisajes en lápiz y acuarela. Espero que mi álbum llame la atención‖ (1179). Tal vez ésta sea la única forma artìstica que garantizará la supervivencia del paso de esta mariposa por España en tiempos tan difíciles, pues Gabriel, nada más despedirla con promesas de nunca olvidarla, intenta poner en tela de juicio toda su existencia textual, como si ella no fuera más que un ente de ficción absurda, y él, en cuanto narrador, un prototipo del Miguel de Unamuno que le niega la supervivencia real a Augusto Pérez de Niebla. Pero si Araceli termina rectificándose un poquito, al apelar, en una pregunta retórica, a ―la misma verdad, hija de Dios‖ (1181), sólo consigue quitarse a sì mismo la voz de la verdad (Urey: 536), a la par que confirmar el status permanente de miss Fly como hija de Dios, la de la abnegación pura y verdadera.
Por su propia naturaleza, miss Mosquita-Mariposa-Pajarita tiene que alzar el vuelo, como las mariposas del campo de batalla, para volver a su patria. Y si ellas lo hicieron teñidas de sangre, Athenais lo hará también teñida de la sangre, pero la sangre será la de su propio sufrimiento interno. Y si desaparece para siempre de la memoria del narrador, para nosotros los lectores, será un personaje galdosiano inolvidable. Sin ella La batalla de los Arapiles no habría sido la misma novela (González Santana: 173), ni el episodio nacional más importante de todos.
IX Congreso Internacional Galdosiano
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