LA VISIÓN DEL CARLISMO EN LARRA Y GALDÓS

Paloma Fanconi

A lo largo del otoño de 1833, y concretamente del dieciocho de octubre al uno de diciembre, Larra publica en La Revista Española cinco de sus más críticos artículos contra el carlismo.

Cronológicamente ordenados, los textos son:

―Nadie pase sin hablar al portero, o los viajeros de Vitoria‖, el 18 de octubre; ―El hombre menguado o el carlista en la proclamación‖, 27 de octubre; ―La planta nueva o el faccioso‖, el 10 de noviembre; ―La Junta de Castell- o-Branco‖, el 19 de noviembre y ―Fin de fiesta‖ el 1 de diciembre. Son, como es sabido, artículos muy citados y analizados por la crítica, y muy recientemente, por José V. Saval.1

Tres artìculos posteriores perfilan algunas observaciones de Larra sobre el tema: ―¿Qué hace en Portugal Su majestad?‖, publicado en La Revista Española el 18 de abril de 1834; ―Segunda carta de un liberal de acá a un liberal de allá‖, publicado en El Observador el 7 de octubre de 1834, y ―Tercera carta de un liberal de acá a un liberal de allá‖, que, aunque escrito en el mismo mes y año que el anterior, no ve la luz hasta la recapitulación de 1835.

Son todos ellos de los más famosos, de los de más gracejo estilístico, y, sin duda, de los más burlescos. Podríamos decir, en realidad, que Larra, especialmente en algunos, traspasa la frontera de la ironía para adentrarse de lleno en el sarcasmo, porque en ellos no sólo se ríe: se burla, y no sólo desprestigia: ridiculiza. Los personajes, también los tipos, de estos artículos son, sin duda, un preludio del esperpento valleinclanesco, que a veces pierden su atractivo literario precisamente por lo grotesco de la pintura.

Los últimos años del reinado de Fernando VII, fueron los primeros de la vida periodística de Larra, y sus alusiones a la política concreta, la del momento, no son tan directas como lo fueron después. Sin duda, entre otras cosas, por la ausencia de su inagotable demanda de libertad de imprenta. Por eso, tenemos que esperar al otoño del 33, recientemente fallecido el monarca, para que Larra ataque abiertamente a los facciosos y al pretendiente.

Antes del fallecimiento de El Deseado, Larra había practicado el artículo de costumbres no sólo en El Duende Satírico del Día, sino también El pobrecito Hablador, comentando la realidad social y los males patrios de modo general desde las Batuecas. Pero muerto el rey, y aprovechando el respiro que las incipientes revueltas carlistas, —objeto de mayor interés para el Gobierno— daban a los censores, explaya sus más duras escenas y tipos centrados en la crítica al carlismo en las páginas de La Revista Española.

En estos textos, firmados ya Fígaro, no hay metáforas ocultistas ni dificultades de identificación de los personajes, y en ellos, la más censurante y cruel ironía del joven periodista provoca la sonrisa socarrona y a veces la inevitable carcajada del más superficial de los lectores. Aún hoy; porque, ya es sabido, a Larra lo perpetúa su estilo, independientemente de la circunstancia.

En la obra de Galdós, la muerte de Fernando VII se aborda en Un faccioso más y algunos frailes menos, último Episodio de la Segunda Serie. En éste y en el anterior cuenta y describe los ambientes de las conspiraciones de los apostólicos y las primeras revueltas carlistas.

Hay algunos puntos de vista comunes en ambos escritores en muchos aspectos, incluso en la manera literaria de expresarlos, como, por ejemplo, el para ambos repelente oscurantismo de los absolutistas. Lo que en Larra son los facciosos de los artículos del 33 en Galdós son los apostólicos de la misma fecha y de los años anteriores. Asì, por ejemplo, en ―El hombre

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menguado o el carlista en la proclamación‖, Larra deja claro, insiste en ello, en que ese dìa está nublado:

—No le gusta a usted el día éste, ¡eh?

—Anubarrado está…

—Es que hoy sale el sol más tarde, pero saldrá.

Por su parte, Galdós, en el capítulo XIX de Los Apostólicos, en la reunión que en casa de Carnicero tienen Negrí, Maroto y Elías Orejón, la luz comienza a fallar justo cuando don Elías va a reproducir la conversación que el día anterior había tenido con el Obispo de León:

Cuando esto decía, la luz de la lámpara, ya fuera porque doña María del Sagrario, firme en sus principios económicos, no le ponía todo el aceite necesario, ya porque don Felicísimo descompusiera a fuerza de darle arriba y abajo el sencillo mecanismo que mueve la mecha, empezó a decrecer, oscureciendo por grados la estancia.

—Voy a contar a ustedes, señores —dijo Elías—, la conversación que ayer tuve con el señor Abarca, obispo de León, el hombre de confianza de Su Majestad…Pero don Felicìsimo, esa luz…

Y tras contar lo que había hablado con Abarca, continúa:

Orejón, que estaba muy lleno de su asunto y no quería soltarlo de la boca, a pesar de la oscuridad, prosiguió así:

—Que utilizando con energía la horca y los fusilamientos, limpien el reino de esas perversas alimañas, es cosa que nos viene de molde.

—Aguarde usted, hombre…Estamos a oscuras…

Más adelante, cuando termina su intervención Orejón:

Por fin prendió la mecha y aplicada a ella la pajuela de azufre, ardió rechinando cono un condenado cuyas carnes se fríen en las ollas de Pedro Botero. A la luz sulfúrea de la pajuela reaparecieron las cuatro caras, bañadas de un tinte lívido, y la estancia parecía más grande, más freía, más blanca, más sepulcral…

Estas tertulias en casa de don Felicísimo se suceden día tras día, y en el capítulo XXIII del mismo Episodio, Los Apostólicos:

La campanilla volvió a sonar. Genara hizo un gesto de impaciencia. Cuando después de abrir volvió Tablas y dijo a la señora con mucho misterio:

—Ahí está

—¿Quién?

—el de ahí enfrente

—¿Pero quién es el de ahí enfrente?

—el culebrón con pintas…Viene muy embozado en su capa y le acompaña y cura.

—¿Pero quién?

—el que se casó con la jorobada, el degollador de España. Calomarde, señora.

—Bien siga usted.

Y luego:

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Era que aquella noche como en otra ya mencionada que la lámpara que alumbraba el congresillo furibundo resolvió apagarse y de nada valieron contra esta determinación autocrática las exclamaciones y protestas de don Felicísimo. Es fama que la luz comenzó a palidecer precisamente cuando la tertulia llegaba a su grado más alto de calor político y de cólera apostólica; por lo que contrariados todos al ver que desaparecían las caras, clamaban en tonos distintos: ¡Luz, luz!

En ―La planta nueva o el faccioso. Historia Natural‖, Larra escribía:

El faccioso participa de las propiedades de muchas plantas; huye, por ejemplo como la sensitiva al irle a echar mano; se cierra y esconde como la capuchina luz del sol, y se desparrama de noche.

Respecto a la primera conversación, en la que todos los contertulios hablaban con algún miembro del clero:

Gústanle sobre todo las tapias de los conventos.

Y en respecto al esconderse:

Suele criarse en la tierra como la patata.

Apurando más el texto de Los Apostólicos que venimos comentando, es significativo, y por otra parte casi inevitable, que el paradigma del oscurantismo sea don Joaquín Abarca y el del intrigante Calomarde. Recordemos que Abarca es, por ejemplo, personaje fundamental en ¿Qué hace en Portugal Su Majestad?‖, y que es quien asesora en este artìculo al pretendiente en la redacción de su decreto.

Estos ―apostólicos‖ del Galdós de la Segunda Serie, facciosos de los artìculos del 33 de Larra, múdanse luego en carlistas. Porque, y esto me importa señalarlo, la cosa cambia notablemente. Así, tras el famoso enfrentamiento de Calomarde con Luisa Carlota de Borbón-Dos Sicilias, casi ya al final de Los Apostólicos, cierra Galdós el penúltimo capítulo:

Calomarde acabó para siempre como hombre político. Los apostólicos, cuando se llamaron carlistas, le despreciaron, y el execrable ministril se murió de tristeza en país extranjero.

No ha estallado todavía la guerra, pero al narrar la enfermedad del rey del año 32, en el capítulo XXXIII, comenta Galdós:

Era aquél el 18 de septiembre, día inolvidable en los anales de la guerra civil, porque si bien en él no se disparó un solo cartucho, fue un día que engendró sangrientas batallas, un día en el cual se puede decir figuradamente que se cargaron todos los cañones. Desde muy temprano volvió a reinar el desasosiego en los salones y en todas las dependencias. Su Majestad seguía muy grave, y a cada vahído del monarca la causa apostólica daba un salto en seña de vida y buena salud.

Efectivamente eran lugares comunes, también el contrabando y el pillaje de los carlistas está testificado en Galdós como en ―Nadie pase sin saludar al portero o los viajeros de Vitoria‖ de Larra.

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Sin embargo hay puntos en los que ambos escritores difieren. Galdós no escapa del dolor que le provoca este enfrentamiento civil —aunque todavía no sea armado— con la ironía, sino que lo aborda desde el dolor. A Larra le indigna el cuestionamiento de la legitimidad de Isabel II, a Galdós le entristece. Y en este aspecto, hay una diferencia en el canario entre los dos últimos episodios de la Segunda Serie, y los episodios bélicos de la Tercera.

Es importante, creo, tener en cuenta la cronología. La diferencia de casi veinte años que separa Un faccioso más y algunos años menos de Zumalacárregui es, creo, determinante también, pero no es el único elemento.

Considerando las ideas políticas de ambos, son, desde luego esencialmente coincidentes en cuanto a la pugna absolutistas/liberales se refiere, pero en el trato de los personajes más relevantes de las filas carlistas la cosa difiere.

En ―Segunda carta de un liberal de acá a un liberal de allá‖, que aparece sin firma en El Observador, Larra se queja de cómo los liberales dejan avanzar a las tropas regidas por Zumalacárregui:

La milicia urbana ya se ha reunido, no sólo una vez, sino que creo que ha sido hasta dos. Se dice que si dará o no dará un poco de servicio las tardes de los días de fiesta en el teatro. Con esto ya verás qué paso lleva Zumalacárregui.

Galdós, claro, ya empieza a hablar de él en Un faccioso más y algunos frailes menos, pero se extiende, se deleita, podríamos decir, con todo un Episodio y además con uno de los mejores.

Los últimos días de Carlos Navarro son los últimos días de un loco. También los carlistas de Larra en ―La Junta de Castel o Branco‖, en ―El hombre menguado‖, o en ―Segunda carta de un liberal de acá a un liberal de allá‖, hacen cosas de orate. Porque para Larra empeñarse en negar la realidad de la caída del absolutismo es empeño de loco. Esa locura de los absolutistas, la de Navarro concretamente, no es lo verdaderamente trágico para Galdós. Para él lo que es una locura es la guerra en sí. Por eso, cuando Monsalud abandona Navarra tras la muerte de su hermano señala:

Aquella misma tarde partió Salvador de Elizondo, deseando huir de un país que le infundía repugnancia y miedo, a causa de las muchas locuras que en él había visto; y así como el que visita una casa de orates se siente tocado de enajenación y con cierto misterioso impulso de imitar los disparates que ve, sentía nuestro hombre en sí cierta levadura recóndita de demencia, por lo cual se echó fuera a toda prisa. Un hombre que se cree Zumalacárregui, un Zumalacárregui auténtico que sacrifica su genio y su dignidad militar a ambicioso príncipe sin más talento que su fatuidad ni más idea que su ambición; un país que abandona en masa hogares, trabajo, campo y familia por conquistar una soberanía que no es la suya y una corona que no ha de aumentar sus derechos; ríos de sangre derramados diariamente entre hombres de una misma Nación; clérigos que esgrimen espadas, moribundos que se confiesan con capitanes, villas pobladas por mujeres y chiquillos; cerros erizados de frailes y poblados de hombres lobos, que deliran con la matanza y el pillaje, son incongruencias que repetidas y condensadas en un solo día y lugar pueden hacer perder el juicio a la mejor templada cabeza y hacer dudar de que habitamos un país cristiano y de que el Rey de la civilización es el hombre.

En Galdós, la fractura que existe entre Monsalud y Navarro, esa fractura fratricida que representa individualmente lo que es la fractura fratricida de las dos Españas, es una herida de la que la perspectiva le hace dolerse, y es una fractura que, aunque haya tenido alivios

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parciales, sabe que no se ha soldado por completo. Este analista de la Historia, que penetra como pocos en el condicionamiento del pueblo para el devenir de su Patria ve, cuarenta años después, que el problema entre carlistas e isabelinos es un problema mucho más profundo que el de la mera legitimidad monárquica, y lo ve con todos sus matices y con toda la claridad. Por eso, en el tratamiento del enfrentamiento civil estos dos patriotas son distintos. Larra habla de política, y Galdós habla de Historia. Y el tratamiento literario también es diferente, tiene que serlo, y es tan diferente como diferente es la novela histórica del artículo y el libro del periódico.

Larra cuenta la reacción carlista ante la proclamación de Isabel II en ―El hombre menguado o el carlista en la proclamación‖. En Galdós, la caìda del Antiguo Régimen, que se inicia con la muerte del monarca, está simbolizada en la intrahistoria de los personajes con el derrumbamiento de la casa de don Felicísimo, el aludido edificio donde se reunían los intrigantes facciosos antes de la muerte de Fernando VII.

En la tarde del día 1 de octubre don Benigno Cordero contemplaba, con afligido semblante, las ruinas de la casa del absolutismo.

Galdós sabe y cree que merece la pena lo que está haciendo. Que merece la pena historiar la Historia y las historias que está entrelazando en los Episodios, con esa fe del servicio a la musa Clío que manifiesta desde las primeras páginas de la obra. Poco antes de que Cordero viera las ruinas, al derrumbarse la casa, Galdós había anotado:

El rico archivo eclesiástico, cuyos legajos asomaban por las rejillas de los estantes excitando la veneración del espectador, estaba tan comido de la polilla, que al desplomarse la casa se desmoronó como seco amasijo de polvo, y parecía que todo entraba en el caos tras la dispersión de tanta materia inútil, de tanta borrosa letra y de tanta ranciedad como se acumulaba en los podridos escritos. Así los siglos y las instituciones caducadas entran como ríos de polvo en el mar de ruinas de lo pasado, que se agita por algún tiempo y se emborrasca, hasta que al fin se asienta y se endurece, se petrifica y queda para siempre muerto. Nada sabríamos de lo que contiene este sepulcro inmenso en que tantas grandezas yacen, si no existiese el epitafio que se llama historia.

Pero el profundo dolor y la honda tristeza que a Galdós le embarga el hecho en sí de la guerra, es porque su solidaridad con el pueblo es inquebrantable. Ya hemos visto la crítica irónica que hace Larra al carácter rural de la sublevación carlista así como el desprecio a las clases populares, rasgo también característico de este movimiento que es, para Fígaro, insufrible. Se ha señalado repetidas veces el antipopulismo del gran periodista, su desprecio al vulgo, a la plebe, al pueblo. Lo muestra en ―¿Quién es el público y dónde se encuentra?‖, por ejemplo.

Larra se quejó con frecuencia de no ser comprendido, de ser admirado por un público que le seguía porque le hacía reír, pero que no entendía su denunciante mensaje social.

Nada de esto pasa a Galdós. Galdós tuvo un éxito rotundo con los Episodios Nacionales, que escribían del pueblo, para el pueblo también. Quizá Larra se queja de que no le captan, pero es que en Galdós el respeto, no sólo al lector de sus obras, sino al estrato social que las nutre, es sensiblemente mayor. No es que lo halague inopinadamente, por supuesto Larra tampoco, pero sí que lo admira y lo hace protagonista de sus historias y de la Historia que escribe también.

Larra, en su Tratado de sinónimos, incluye las siguientes definiciones:

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Pueblo: del pueblo se habla con miedo; del Público con respeto; del Vulgo con desprecio. El pueblo es temible, el público es respetable porque representa la reunión de lo escogido de las gentes sensatas al paso que aquél [el pueblo] representa la fuerza de una nación entera. El vulgo es la hez de la sociedad. Al pueblo es preciso engañarle con maña, sujetarle con fuerza o sucumbir. Al público basta con deslumbrarle. El vulgo tiene todas las ideas equivocadas; se le dirige con milagros, con las más groseras patrañas por poca apariencia que tenga de verdad; es la masa común de las gentes que no se distinguen ni se hacen en nada visibles.2

Galdós nunca podría haber escrito esto. Su estima por las clases populares, combatan en el bando que combatan, es inquebrantable. Su defensa, alabanza y admiración, incuestionables. Galdós concede al pueblo todo el protagonismo de su obra, como se lo concede a su público, que se nutre ahí. En él no es una pose, no quiere sacarle nada. Galdós desprecia a ciertos dirigentes carlistas, no, desde luego, a muchos militares, sino fundamentalmente a los políticos y al pretendiente, ya lo hemos visto en las líneas de la salida de Monsalud. Él da al pueblo lo suyo, sus méritos y sus glorias, encomia su coraje, su convicción y se duele de su sangre y sus sufrimientos. Por eso, en el último de los Episodios Nacionales, en Cánovas, cuando Tito y Casiana están paseando por el Prado y escuchan las coplas populares sobre la Reina Mercedes, Galdós rinde este homenaje final al gran protagonista y destinatario de su obra:

Fíjate —dije a Casiana—, y convendrás conmigo en que esos lindos cantares contienen más inspiración y mayor encanto que las odas hinchadas y las elegías lacrimosas con que los poetas de oficio lamentaron el prematuro fin de Merceditas, apedreándonos con ripios duros y aburriéndonos con el desfile monótono de imágenes sobadas y terminachos rimbombantes.

Opinó como yo Casianilla y me dejó estupefacto al preguntarme: ―Dime, Tito: ¿tú conoces a los poetas que hacen esos cantares? ¿Quiénes son, dónde están?‖

—No lo sé, hija mía —contesté—. Sólo te digo que el pueblo hace las guerras y la paz, la política y la Historia, y también hace la poesía.

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NOTAS

1 Cfr. José V. Saval, ―Larra y el carlismo: El rechazo de un liberal hacia las clases populares campesinas‖, en Neophilologus, 2008, 92, pp. 429-442.

2 Cfr. Mariano José de Larra, Tratado de sinónimos de la Lengua castellana, ed. Carlos Seco Serrano, Madrid, BAE, Atlas, tomo III, 1966, p. 219.