ZARAGOZA: ―LA GUERRA NUNCA VISTA‖
Claire-Nicolle Robin
La obra de Galdós nació al calor de la guerra. No que la viviera él, porque, salvo los años del Sexenio, no exentos de guerra, pero parciales, no vivió ningún conflicto guerrero; pero ya los primeros pasos en la literatura, los da, acompañando los balbuceos de la Modernidad política en España con los ecos de la Revolución Francesa —paso obligado—, en La Fontana de Oro (1870) —la época ―agitada‖ del Trienio liberal—, y sobre todo en los Episodios Nacionales, y saltarse ahora El Audaz (1871), no significa que don Benito haya cambiado de tema en esta obra , obsesión más bien, porque en El Audaz la acción se verifica en 1804, o sea un año antes de la batalla de Trafalgar que inicia la Primera Serie de los Episodios Nacionales.
Pero Zaragoza es algo distinto, aunque salga sólo un año más tarde que Trafalgar (1873). La batalla de Trafalgar seguía siendo un tipo de batalla tradicional, si bien el sentido de esta batalla naval adquiere, en este caso una dimensión simbólica e histórica totalmente nueva. En Bailén (1873), algo distinto a las batallas tradicionales intervenía, ya que esta batalla (el 18 de Julio de 1808) era posterior al 2 de Mayo, y lo novedoso era la participación de los ―paisanos‖ a la guerra —una forma de ―democratización‖ de la guerra, lo cual nunca se había dado hasta ahora en España. Pero, la verdadera novedad estriba en que, ya, no hay mercenarios, porque incluso las guardas walonas (tradicionales ellas) eligen su bando. Aunque se agreguen unas cuantas fuerzas exteriores a las de España, los que pelean, lo hacen por España, que todos encarnan en la persona de Fernando VII. Todo esto cristaliza, converge y se funde en Zaragoza, y Galdós va apuntando e incluyendo en el relato las características militares del segundo Sitio que revelan lo que es la ―guerra moderna‖ y anuncian ya lo que será la Primera Guerra mundial, guardando, claro está, las proporciones: no habrá más que ¡cincuenta mil muertos en Zaragoza! Sitios, sí que los había habido durante las campañas napoleónicas, Dantzig, Berlín, pero curiosamente, nunca citan los herederos de los zapadores franceses el de Zaragoza, donde se aunaron todos lo medios de destrucción conocidos en la época, y sorprende que alguien, que no lo haya ni presenciado ni vivido, pudiera dar fe y testimonio de lo que era.
Siguiendo en esto la técnica del buen militar, Galdós empieza por reconocer el terreno: no sólo conoce —por planos antiguos, que la Zaragoza de los Sitios desapareció justamente en la guerra— los lugares y las puertas —el Portillo, la Puerta Quemada, la Puerta del Carmen, las Tenerías—, donde se verifican los encuentros entre franceses y zaragozanos, sino que indica, para sus contemporáneos, los cambios intervenidos en el nombre de las calles.1 También, va dibujando el mapa de la retirada de los zaragozanos, a medida que van perdiendo baluartes, reductos y puertas. Otro tanto hace para los monumentos: Santa Engracia, y sobre todo San Francisco.
Desde las murallas de Zaragoza, —murallas de tierra y ladrillos, como lo repite el autor a cada asalto— los sitiados observan los trabajos de los ingenieros franceses al cavar éstos la primera paralela, los zigzags, para llegar a construir la segunda, y por fin la tercera, ya casi al pie de las murallas, así como consta en los planos del Barón Joseph Rogniat (1776-1840), artillero francés que dibujó en aquel tiempo un plano perfecto del Segundo Sitio, indicando también todo el material que llevaban los franceses.2 Por lo cual, puede presentar con exactitud las armas de que disponían los contendientes: el tipo de la artillería —calibre de los cañones, no sólo de los que utiliza Manuela Sancho que son de 8—, y la cantidad de tropas presentes, con las tácticas empleadas, después de corregirlas Napoleón ¡desde París!3 Y no
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podían faltar retratos, de los personajes ficticios, verdaderos intérpretes y encarnación de la Historia como José de Montoria, y de los históricos como Palafox4 o Manuela Sancho.5 La Edición Ilustrada de los Episodios Nacionales trae un facsímil de un retrato de la ―heroína a la edad de sesenta años, ejecutado por el distinguido pintor aragonés don Eduardo López de Plano‖,6 como lo indica en una nota don Benito. Todo esto, en rigor de verdad, se podía encontrar en un libro de memorias —cuales son los Episodios— o en relatos bélicos de la época o posteriores, como las tan mencionadas novelas de Erckmann Chatrian, de las que se habría inspirado Galdós al empezar los Episodios Nacionales. Pero el primero y sobre todo el segundo sitio de Zaragoza eran algo distinto.
Desde el principio, Galdós insiste sobre la novedad de esta guerra: ―Los pobrecitos acababan de llegar de Silesia y no sabían qué clase de guerra era la de España‖,7 porque en esta lucha, si algunas acciones obedecen a las leyes generales de la guerra de los sitios, las más acaban en luchas individuales,8 como un torneo caballeresco, siendo cada combatiente como encarnación y representación de su país.9 Pero avanzando los franceses, ya dueños de Santa Engracia y de los Trinitarios, el combate se adentra en la ciudad, en la carne de la ciudad, ofreciendo nuevas dificultades para el invasor
No, no se concibe, ni en las previsiones del arte militar ha entrado nunca que, ―apoderado el enemigo de la muralla por la superioridad incontrastable de su fuerza material, ofrezcan las casas nuevas líneas de fortificaciones‖, provocando la reacción de los generales franceses que confiesan que ―esto no se parece a nada de lo que (han) visto‖.10
Efectivamente, después de las batallas campales de Austerlitz o incluso de Bailén, lo que nace en Zaragoza es la ―guerra urbana‖, en que se defienden las ―casas tabique por tabique‖. Y como lo anunciaba José de Montoria, encarnación viva de la resistencia aragonesa: ―en cada alcoba habrá una batalla‖.11
Se observa un cambio en los procedimientos o tácticas de la guerra: en vez de batallas campales, utilizando los accidentes del terreno, se utilizan los accidentes de la ciudad, es decir las casas, sus ruinas después, la calle, las barricadas para luchar: cada plaza es un lugar a propósito para emplazar un cañón.12 Pero no bastan las calles: ya que las casas se conquistan y defienden sala por sala, se utilizan los desvanes y los tejados.13 Como una premonición de lo que iba a ocurrir unos cuarenta años más tarde, la guerra ya no se libra en la horizontalidad de la tierra, sino que se hace aérea y subterránea.
Dos ejemplos en la novela de Galdós resumen perfectamente el nuevo tipo de guerra que se ensaya y estila ahora en Zaragoza: la lucha dentro de San Agustín y la voladura de San Francisco que cierra prácticamente el segundo sitio.
La toma de San Agustín por los franceses ha dado lugar ya muchas representaciones cinematográficas y, en Zaragoza, cuando las fiestas del Bicentenario, echaban, durante la visita de San Agustín, la película Manuela Sancho, rodada durante los años 40. Lo extraordinario en esa lucha es la transformación del sentido habitual de la realidad: nada queda del sentido o utilización primera: el púlpito se vuelve un ―reducto de madera‖ y añade el narrador evocando la lucha para apoderarse del púlpito, elemento clave de la posesión de la iglesia:
No he visto nada más parecido a una gran batalla, y así como en ésta la atención de uno y otro ejército se reconcentra a veces en un punto, el más disputado y apetecido de todos, y cuya pérdida o conquista decide el éxito de la lucha, así la atención de todos se dirigió al púlpito, tan bien defendido como bien atacado.14
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Y la lucha se entabla entre el ―gran retablo‖, posesionado por los franceses, y los ―confesionarios, los altares de las capillas y las tribunas‖,15 —de no ser tan trágica la situación, algún espíritu chusco podría ver cierta dimensión cómica en esta lucha en la que los santos de madera intervienen, muy a pesar suyo, en la lucha armada—, para terminar en la torre de la iglesia, desde donde resisten unos
siete u ocho paisanos con víveres y municiones para hostigar al enemigo, y subsistieron verificándolo por unos días sin querer rendirse.16
La toma de San Francisco presenta también otro aspecto de esta guerra urbana. Simbólicamente tal vez, se enfrentan dos conventos, el de Jerusalén —del que se posesionaron los franceses el 3 de febrero17— frente al de San Francisco, que ya no existe y sobre cuyas ruinas edificaron la actual Diputación. La toma de San Francisco evidencia este nuevo tipo de guerra ―que cada vez se iba pareciendo menos a las demás guerras conocidas‖.18
En efecto, ―los franceses empezaban a emplear la mina para conquistar lo que por ningún otro medio podía arrancarse de las manos aragonesas‖,19 única manera de mostrar la superioridad española en medio de su escasez frente a la superioridad material del enemigo, porque ―los franceses, seguros de no poder echarnos de allí por los medios ordinarios, trabajaban sin cesar en sus minas‖.20 Había empezado la guerra subterránea para apoderarse de la ciudad, porque como lo indica el narrador, ―la posesión de San Francisco iba a decidir la suerte de la ciudad‖.21
Guerra subterránea que acaba con la resistencia, pero —y aquí interviene la ficción, la novela— gracias a la traición de un habitante, el tío Candiola, el avaro usurero, y parece una redundancia, —que vende a los franceses el secreto de un sótano suyo, situado en la Casa de los Duendes—,22 dando así la posibilidad de volar el Convento. ―Parecía que la ciudad entera era lanzada al aire por la explosión de inmenso volcán abierto bajo sus cimientos‖.23
Volado y destruido el convento, empieza el final, pero un final que cobra dimensiones de fatalidad más que de derrota: ―Francia ya no combatía, minaba‖,24 lo que equivale a anunciar la rendición próxima, ya que los zaragozanos no pueden ya minar nada. Ahora, se sabe que los franceses habían acumulado diez mil kilos de pólvora debajo del Coso, para volar la ciudad, caso de que no quisiera rendirse.
Pero este nuevo tipo de guerra, esta ―guerra nunca vista‖ tiene otra característica: mucho se ha hablado, evocando el caso de Stalingrado, del papel de los pacos o snipers que disparaban desde cualquier punto, aislados, para hostilizar a los enemigos; pues, este tipo de soldados de nuevo cuño, nació en Zaragoza, tal vez en la famosa iglesia de San Agustín que hemos evocado antes.
Otra característica de esta guerra, que pone Galdós en evidencia es la participación de los paisanos. Verdad es que, cuando la primera invasión de Francia en 1792, acudieron todos los ―sans culottes‖, los ―descamisados‖ para defender la recién proclamada República. Pero esto había sido, hasta entonces, un fenómeno, creo yo, exclusivamente francés. Desde el Dos de Mayo, pasó a ser español también, como lo presenta Galdós en los Episodios El 19 de Marzo y el 2 de Mayo, Bailén y Napoleón en Chamartín, aunque en éste intervenga también un populacho desmandado y pagado por los franceses. Además, en los combates, en las murallas y en las barricadas, intervienen las mujeres —Manuela Sancho, pero Galdós no se olvida de ninguna, ni de la condesa de Bureta, ni de Casta Álvarez—, y sin caer en un feminismo de mal gusto, eso sí que es una novedad en las artes de la guerra. Las acompañan el cañoneo, ―las campanas‖ que ―convocaban sin cesar al pueblo‖,25 y
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los frailes (que), sin dejar de prestar auxilio a lo moribundos, atendían a todo, y al advertir debilidad en un punto, volaban a llamar las atención de los jefes‖.26
La población entera —salvo el tío Candiola— se entrega a la defensa de la ciudad.
Guerra moderna, ―guerra nunca vista‖ como lo repite Galdós: dos acontecimientos en el Episodio dan su verdadero carácter de guerra moderna al segundo sitio. Primero, en el capítulo XX, el ahorcamiento de Estallo, culpable de haber ocultado camas, cuando había tanto enfermo y herido. Hecho verídico, si bien era Estallo inocente del crimen que le achacaban. El segundo, es el ajusticiamiento, capítulo XXX, del traidor Candiola. Pero lo moderno en este ajusticiamiento es el drama en que se encuentra de pronto Gabriel Araceli, a quien le toca la responsabilidad del acto: ―¿Por qué no temblaba en las trincheras, y ahora tiemblo?‖, porque
ninguna ansiedad es comparable a la de mi alma, rebelándose contra la ley que la obliga a determinar el fin de una existencia extraña.27
Ajusticiamientos de traidores, ya existían en la literatura, pero el problema de la pena de muerte dictaminada en contra de un reo, es un problema muy moderno, y muy al orden del día y es lo que evoca Galdós aquí, siguiendo en esto un camino que esbozaran Larra y Espronceda en su tiempo.28
Zaragoza, ciudad heroica. ¿Y los franceses?
Francia ha puesto al fin el pie dentro de aquella ciudad edificada a orillas del clásico río que da su nombre a nuestra Península; pero le ha conquistado sin domarla.29
¿La actitud de Galdós hacia Francia? Pues, —y eso se podría estudiar aparte—, habría que diferenciar las distintas apelaciones utilizadas: Francia, ―la nación francesa‖30 los imperiales, el francés, los franceses, el enemigo, según las circunstancias. Pero no hay nunca improperios en contra de los Franceses —la expresión ―la canalla‖ se empleaba en los Episodios anteriores, como El 19 de Marzo y el 2 de Mayo o Bailén— excepción hecha de la última página, en boca de un testigo ficcional, el tío Roque, cuando cuenta cómo los soldados franceses cometieron la salvajada de matar a bayonetazos al padre Basilio Boggiero, consejero de Palafox, antes de tirarle al Ebro y la ―hombrada del mariscalazo Sr. Lannes‖ que se queda con las joyas de la Virgen del Pilar ―diciendo que en el templo no estaban seguras‖.31 Describiendo la entrada de los franceses en Zaragoza, escribe Galdós
Al ver tanto desastre y el aspecto que ofrece Zaragoza, el ejército imperial, más que vencedor, se considera sepulturero de aquellos heroicos habitantes. Cincuenta y tres mil vidas le tocaron a la ciudad aragonesa en el contingente de doscientos millones de criaturas con que la humanidad pagó las glorias militares del imperio francés.32
Nos acercamos aquí a otro aspecto de la obra de Galdós, en los Episodios que es su concepto de la Historia y su interpretación. Esto se merecería un desarrollo aparte, que abarcara el conjunto de los cuarenta y seis Episodios. Pero Galdós escribe Zaragoza en 1874, en un momento cuando tanto Francia como España intentan entrar en una época de constitucionalidad conforme con los idearios modernos de libertad y respeto a las personas, y batirse ―por un ideal, no por un ídolo‖.33 La reciente derrota del Segundo Imperio permite a Galdós recordar que éste, como el primero, había sido derribado ―por la propia soberbia‖,34 insistiendo al mismo tiempo en que el ―genio militar‖ es segundario cuando ―sólo existe en obsequio de sí propio‖.35
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Más interesante todavía es lo que atañe a España. Galdós está perfectamente al tanto de la situación internacional de España: pero
... España, despreciada injustamente en el Congreso de Viena, desacreditada con razón por sus continuas guerras civiles, sus malos Gobiernos, su desorden, sus bancarrotas más o menos declaradas, sus inmorales partidos, sus extravagancias, sus toros y sus pronunciamientos, no ha visto nunca, después de 1808, puesta en duda la continuación de su nacionalidad; y aun, hoy mismo, cuando parece que hemos llegado al último grado de envilecimiento, con más motivos que Polonia para ser repartida, nadie se atreve a intentar la conquista de esta casa de locos.36
Esta larga cita permite resumir el concepto que tiene Galdós de España, de su historia, y del propósito que le lleva a escribir estos Episodios, sobresaliendo en medio de todo, una verdadera objetividad hacia España y hacia Francia. Y no es que haga una apología de la guerra, pero ve, percibe, adivina otro tipo de guerra, que ya existía antes —el rumor constante de las bombas sobre Zaragoza recorre todo el libro, anunciando los monstruosos bombardeos de la Primera Guerra mundial— pero que serán el pan cotidiano en el siglo XX. Además, disocia dos tipos de guerra: la guerra que se hace para defender su territorio —las tradiciones, las costumbres, la ―cultura‖— de la guerra que se hace en nombre de un ídolo, de un hombre: en Zaragoza, los aragoneses defendían ―su ciudad‖, aun cuando buena parte de los defensores procedían de otras partes de España y se habían acogido a Zaragoza, para refugiarse primero, y luego para defenderla. Y cuando se analiza el libro, no descuella ninguna posición ideológica entre los defensores de Zaragoza, no lo hacen en nombre de una visión política: si, de vez en cuando, estalla un ―Viva Fernando‖, antes gritan ―Viva la Virgen del Pilar‖, por ser zaragozana ella; defienden los zaragozanos y los forasteros, el terruño, el solar de los padres.
Zaragoza: ―la guerra nunca vista‖. Lo va repitiendo Galdós a lo largo de la novela, pero sobre todo, lo muestra, evocando todos los aspectos nuevos que cobra la guerra moderna cuando el segundo Sitio de Zaragoza, consiguiendo reunir en una novela, la precisión del plano de Rogniat y los atractivos de una novela, cuyos desarrollo y peripecias ejemplifican la demostración, ciñéndose a los acontecimientos para simbolizar las dimensiones personales y nacionales: después de una guerra, no es el destino de un hombre como antes, la guerra no es sólo la muerte, es, como San Francisco, la voladura del caserón nacional.
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NOTAS
1 Véase Benito Pérez Galdós : Obras Completas I, Episodios Nacionales, Madrid,, Aguilar, 8a edición, 1964, cap. VI, pág. 682 b, cap. X, pág. 693 b, cap. XXIII, 732 b: ―... la calle de Pabostre, cuyas mezquinas casas son más elocuentes que las páginas de un libro, lleva el nombre de Manuela Sancho‖, cap. XXV, p. 739 b, cap. XXVI, p. 741 b. Todas las citas se harán por esta edición.
2 Ibíd..., cap. VIII, p. 687 a-b.
3 Ibíd..., cap. X, p. 692 b.
4 Ibíd..., cap. XXIII, p. 733 a-b.
5 Ibíd..., cap. XXIII, p. 732 a-b.
6 Edición ilustrada de Los Episodios Nacionales, III, Madrid, La Guirnalda, 1882, p. 377.
7 Zaragoza, op. cit., cap. VI, p. 681 b.
8 Ibíd..., cap. VI, p. 683 a.
9 ―Era una verdadera lucha entre dos pueblos‖ Ibíd., cap. VI, p. 683 a.
10 Ibíd..., cap. XVIII, p. 716 b para ambas citas.
11 Ibíd..., cap. XVIII, p. 719 a, para ambas citas.
12 Ibíd..., cap. XXIV, p. 733 b.
13 Ibíd..., cap. XX, p. 724 b.
14 Ibíd..., cap. XXII, p. 729 b, para ambas citas.
15 Ibíd..., cap. XXII, p. 729 a.
16 Ibíd..., cap. XXII, p. 731 a.
17 Ibíd..., cap. XXVI, p. 741 b.
18 Ibíd..., cap. XXIV, p. 733 b.
19 Ibíd..., cap. XXIII, p. 732 b.
20 Ibíd..., cap XXVI, p. 741 b.
21 Ibíd..., cap. XXVIII, p. 748 a.
22 La traición se revela y explica en el capítulo XXVIII, p. 750 a-b.
23 Ibíd..., cap. XXVIII, p. 749 b.
24 Ibíd..., cap. XXIX, p. 751 a.
25 Ibíd..., cap. XXIII, p. 731 b.
26 Ibíd..., cap. XXIII, p. 732 a.
27 Ibíd..., cap. XXX, p. 757 a, para ambas citas.
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28 Véanse BAE, T. CXXVIII: Obras de Mariano José de Larra (Fígaro), II: ―Un reo de muerte‖ y ―Los barateros o El desafìo o La pena e muerte‖, respectivamente pp. 64 y 204, BAE T. LXXII: Obras Completas de don José de Espronceda , ―Helero e muerte‖, p. 25.
29 Ibíd..., cap. XXX, p. 758 b.
30 Ibíd..., cap. XXII, p. 729 b.
31 Ibíd..., cap. XXXI, p. 761 a, para ambas citas.
32 Ibíd..., cap. XXX, p. 758 b.
33 Ibíd..., cap. VI, p. 683 b.
34 Ibíd..., cap. XXX, p. 759 a.
35 Ibíd..., cap. XXX, p. 758 b.
36 Ibíd..., cap. XXX, p. 759 a.