PERSPECTIVA SOCIAL, MILITAR Y ÉTICA DE B. PÉREZ GALDÓS SOBRE LA GUERRA ESPAÑOLA DE ÁFRICA (1859), A TRAVÉS DEL EPISODIO NACIONAL AITA TETTAUEN

Mª Dolores Nieto García

Benito Pérez Galdós en Aita Tettauen utiliza como telón de fondo la campaña española en África y la toma de Tetuán por los españoles, para ofrecernos distintas posiciones sobre el mismo hecho, con la objetividad que le caracteriza, pero también con las dotes artísticas suficientes para poder crear una auténtica joya de nuestra literatura contemporánea.1

El episodio bélico al que nos referimos da pie a don Benito para escribir una novela que supone una espléndida cantera de documentación histórica, a la vez que una bellísima narración, no exenta de poesía, de las circunstancias que rodearon este conflicto africano durante el reinado de Isabel II.

La guerra que enfrentó a España con Maruecos en 1859 comenzó con el pretexto de desagraviar la bandera española de un insulto por parte del gobierno marroquí, pero lo cierto es que se escondían detrás intereses colonialistas de Francia e Inglaterra que alentaron la intervención española. El general O‘Donell consiguió alistar a ciento sesenta mil hombres y dirigió una contienda en la que destacaron dos batallas de nombre africano: Wad-Ras y Castillejos. La victoria española logró, además de beneficios económicos para las dos potencias europeas antes citadas, que Marruecos reconociese oficialmente la soberanía española sobre Ceuta y Melilla a cambio de la devolución de la recién tomada Tetuán.

De nuevo, al situar en primera línea una pieza de la obra de Galdós, y, en concreto, de Los Episodios Nacionales, nos volvemos a sorprender y encandilar. Basta con echar un vistazo al libro en el que ahora nos detenemos, para comprender que los hechos militares y los sentimientos humanos que nos muestra el gran autor canario pueden traspasar las fronteras del tiempo y del espacio, y reflejar situaciones y comportamientos vivos en nuestra memoria más reciente. Aita Tettauen es una obra de arte, y las reflexiones que suscita su lectura tienen un valor universal e imperecedero. Es tal su riqueza, que merece un estudio intenso y pormenorizado de sus múltiples aspectos.

La campaña militar española en tierras africanas levantó en gran parte del pueblo español una exaltación patriótica tal, que se llegó a idealizar la guerra hasta convertirla en una hazaña heroica y sublime, minimizando su semblante cruento y doloroso:

No había español ni española que no sintiera en su alma el ultraje, y en su propio rostro la bofetada que a España dio la kabila de Anyera [Pérez Galdós, 1995: 34].

Pero la cruda realidad de los combates, con sus masacres, bajas y terribles heridas, también deja ver en esta narración la otra cara menos poética de los hechos. Galdós no se manifiesta aquí antimilitarista, pero sí desvela con claridad los costes de la guerra, y adopta una postura pacifista aunque sea desde la utópica ficción.

Una vez más, Benito Pérez Galdós, en sus famosos Episodios Nacionales a cuya Cuarta Serie —la mejor de todas ellas— pertenece esta obra, Tetuán, ha sabido espléndidamente entrelazar historia y ficción. Veremos aquí cómo la gran historia verídica, la guerra en suelo marroquí, con el resultado de la toma de Tetuán por los españoles al mando del general

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O‘Donell, que aparece en los libros y registros, se une hábilmente a la pequeña historia de una serie de personajes inventados, pero reflejos vivos del pueblo llano español, cuyas vivencias y anhelos personales corren paralelos a las grandes metas heroicas de su patria. Y así, de nuevo se enlazan los proyectos individuales y el destino de la Patria.

En esta ocasión, la familia formada por la hija de Jerónimo Ansúrez, Lucila, y Vicente Halconero, campesinos que habían conseguido cierta holgura económica, decide trasladarse desde la Villa del Prado a Madrid, ya que su pequeño hijo Vicente, el primogénito de cinco hermanos, sufre una malformación en una pierna que precisa cuidados médicos en la capital. El niño, aficionado a los soldados desde muy pronto, debido a los frecuentes relatos familiares que escucha sobre la milicia, refleja la euforia patriótica que vive toda la familia, y que en esos momentos se concreta en la inminente guerra de Marruecos. Para distraer y contentar a Vicentito, la familia se instala en la calle Mayor, esquina a Milaneses, donde el chiquillo pasa las horas arrimadito al balcón, con la pierna extendida entre cojines, desde donde, embelesado, ve pasar continuamente a los militares, y llega a dominar sus jerarquías y uniformes.

Tanto el viejo Ansúrez, abuelo del niño, como su hijo Leoncio, hermano de Lucila, avivan la pasión patriótica del pequeño con extraordinarias opiniones sobre ―moros y cristianos‖.

Centro principal de la curiosidad de Vicente es saber la suerte que habrá corrido su tío, Gonzalo Ansúrez, el otro hermano de Lucila, quien, según le contaba su madre, se había hecho moro antes de que él naciera, y habría de regresar un día cargado de regalos, porque en África vivía como un príncipe. Pero la inquietud del pequeño era saber qué partido tomaría su tío Gonzalo en la guerra de España contra el Sultán de Marruecos: ¿habría, acaso, renegado de su pueblo y de su fe?

La técnica narrativa de Aita Tettauen es uno de los aspectos más destacados del libro. Galdós se vale de dos personajes narradores para construir la crónica de los hechos, dos testigos presenciales que nos ofrecen una visión pormenorizada del antes y el después de la entrada en Tetuán de los españoles.

Desde el capítulo tercero de la primera parte, parece que el autor se mete en la piel del primero de los cronistas, Juan Santiuste, vecino y amigo de la familia de Halconero, periodista y magnífico contador de historias, platónicamente enamorado de la madre de Vicentito por el que también siente un especial cariño. Deducimos esa cierta identificación de Galdós con este personaje por referencias concretas que hay en el libro como:

―romántica y azarosa vida‖, ―aficiones literarias‖, ―sendero de las letras y la polìtica‖ [Pérez Galdós, 1995: 23].

El autor lo describe físicamente así:

bello y afilado el rostro [Pérez Galdós, 1995: 151].

Santiuste había cambiado el oficio de la herrería mecánica por los poemas, cuentos y artículos de periódico, y enardecía aún más los ánimos patrióticos de los Ansúrez con sus noticias frescas sobre la guerra de África, hasta que una mañana de noviembre, enfervorizado, daba a sus amigos la ansiada y triunfal noticia: él, Juanito Santiuste, iría como corresponsal a la guerra de África, gracias al encargo de su amigo el marqués de Beramendi que le había conseguido una plaza en la Sección Volante de la Imprenta de Campaña. Santiuste debía escribir la crónica de los hechos de guerra ―in situ‖. Por su parte, Leoncio Ansúrez, debido a sus habilidades como armero, también marcharía a la campaña marroquí, ya que podía ser útil en cualquiera de los cuerpos del Ejército. Tal fue la impresión de Vicente Halconero a causa de estas novedades, que murió de una congestión.

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Cádiz, Ceuta y, por fin, las cercanías de Tetuán; pronto encontraremos en el escenario bélico a Santiuste como cronista de la contienda; enseguida tendrá ocasión de ver de cerca a los moros, y se hartará de presenciar los terribles combates y sus secuelas, espectáculo terrible de sangre y cadáveres, que irá apagando cada vez más su ilusión guerrera. Aunque su misión fuera la de contar la guerra, no la de hacerla, su desencanto iría creciendo ante tanta barbarie.

Vine a esta guerra con ilusiones de amor. La guerra era mi novia y yo el novio compuesto y lleno de esperanzas‖ ―[...] La guerra, vista en la realidad, se me ha hecho tan odiosa como bella se me presentaba cuando de ella me enamoré por las lecturas [Pérez Galdós, 1995: 59].

Ya no nombraba Juan Santiuste a la guerra por su gloria y sus grandezas; sino que se refería a ella como

pasatiempo de caníbales [1995: 92].

[...] lloraba y maldecía con toda su alma las brutales guerras [1995: 93].

Cada día veo con más dolor de mi alma estos horrores inhumanos [1995: 114].

El deterioro físico y psíquico de Juan aconsejaba su inmediato regreso a España. Era evidente el estado de debilidad al que habían llegado su cuerpo y su mente, tras la dureza del espectáculo vivido. Pero, ¿cómo destrozar con el relato de su desengaño el patriotismo militar de los que allí esperaban ansiosos el recuento de las hazañas? Pues bien, el destino reservaba para él otros rumbos. Entre fiebres y delirios Juan Santiuste abandona el campamento español y marcha río Martín arriba, no sabemos durante cuánto tiempo, enfermo y vagabundo, sin clara consciencia, hasta que llega a encontrarse rodeado de gentes extrañas, a las que, más adelante, dirá llamarse Juan ―El Pacificador‖. Habìa llegado a pie a Aita Tettauen que significa ―Ojos de manantiales‖, donde algunas mujeres, conmovidas por su lamentable estado le acogen hasta que se recupera.

Tras estos sucesos, la obra da un inesperado giro, y ahora el escenario no se sitúa en el campamento español sino en la ciudad de Tetuán, en los momentos previos a su asedio. Galdós pasa el testigo de la narración a un segundo cronista: se trata de Mohammed Ben El Nasiry. Estamos ya en la tercera parte del libro.

El Nasiry disfrutaba en Tettauen de una espléndida posición económica; tenía tres esposas, aunque su preferida era, sin duda, Bab-el-lah ―Puerta de Dios‖, y varios hijos. A todos habìa enviado a Fez para evitar que corrieran algún peligro, y él recorría la ciudad, intentando frenar el éxodo masivo de los habitantes, judíos y moros, con los que de igual modo convivía en armonía. Trataba, también, de vigilar sus propias posesiones, varias casas alquiladas, pues los rifeños, a causa de sus constantes saqueos, se habían convertido en mayor amenaza para los tetuaníes que el acecho y la inminente entrada en la ciudad de los atacantes españoles.

Desde la otra cara de de la contienda, a través del relato de El Nasiry, vivimos ahora de cerca el ambiente de Tetuán a punto de ser tomada por el ejército español. Reina la desmoralización entre sus habitantes, que, en gran parte, han huido. Se vive un auténtico caos. Son muchos los judíos que sienten peligrar sus riquezas —dinero y joyas en su mayoría—, e, impotentes ante los temibles moros de las montañas del Rif, no ven con malos ojos la llegada de los españoles, que son considerados como gentes de honor, y que, al menos, traerán víveres y acabarán con el pillaje que reina en la ciudad. También los musulmanes aceptan, resignados, la anunciada derrota, asumida sin recelos por la admiración con que contemplan el valor sin límite de los españoles, y se resignan a la voluntad de Allah:

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—Si Dios da la victoria a los infieles, es porque así conviene al Universo. La justicia nos será conocida el día de la resurrección. Esperemos tranquilos ese día [1995: 157].

El Nasiry había recibido del Príncipe de Marruecos, Mohammed Ben Jaher El Zébdy, el encargo de comprobar ―in situ‖ el panorama que se vivìa en la ciudad, y de convencer a los habitantes de que no huyeran, sino que permaneciesen en sus casas. Gracias a su relato conocemos las tácticas militares de la infantería y caballería cristianas en la toma de la ciudad, vistas desde el lado ―enemigo‖. Nos muestra la guerra como un auténtico espectáculo: ―¡Inmenso choque de la vida y la muerte!‖.

Y justifica la aplastante derrota magrebí por razones sobrenaturales:

[...] los genios del mal tenían hecho trato con O`Donell [...] [1995: 177].

Los españoles no eran más que unos infames hechiceros que habían hecho mal de ojo al Islam [...] [1995: 185].

A través de la narración de El Nasiry volvemos de nuevo a tener noticias de Juan Santiuste, que, convertido en moro con el nombre de Yahía —nombre hebreo del profeta cristiano Juan El Bautista— y enamorado ahora de la joven, hermosa y blanca Yohar, hija del rico judío Riomesta, predica, como un profeta, entre los tetuaníes la paz entre los hombres. De cantor de la guerra ha pasado a ser defensor de la paz.

El encuentro entre ambos cronistas —protagonistas de cada lado del conflicto, en el ámbito de la pequeña historia de este Episodio Nacional— sirve para despejar la auténtica identidad de El Nasiry, ya intuida por el lector, dado el entusiasmo con que describe las brillantes tácticas ―enemigas‖ y el coraje ejemplar de los españoles. Se trata de Gonzalo, el tìo ―moro‖ de Vicentito, y hermano de Lucila y Leoncio.

A partir de aquí, la obra se convierte en un alegato a favor de la paz en boca de Yahía, o sea, Juan Santiuste, quien para El Nasiry, o sea, Gonzalo Ansúrez, no dejaba de ser el desvergonzado profeta que le había robado el corazón de su venerada Yohar.

Conviven en la obra, como ya decíamos, estos insignificantes seres de ficción con personajes reales de gran relieve. Aparecen en Tetuán destacados generales históricos como O‘Donell, general en jefe del ejército de África, apodado ―El irlandés‖, por su origen, que adquiere una importancia especial como indiscutible líder de la expedición. Es visto por los españoles como un hombre puro, de una sencillez y rectitud admirables en su vida moral.

Así también se le contempla desde el lado enemigo:

[...] ¡qué serìa de los cristianos si no tuvieran de general a ese O‘Donell, hombre sereno que en los puntos y momentos de la confusión da sus órdenes con la calma del que sabe el cómo y el porqué de mover una pieza! Todo lo tiene previsto, nada se le escapa [1995: 169].

De igual modo se cita a los históricos generales Prim, Zabala o Ros de Olano, siempre admirados por su astucia y valor. ―Diablos eran todos‖ —dice El Nasiry—.

En la retaguardia del ejército español, vemos además al famoso escritor Pedro Antonio de Alarcón (Perico), redactando durante la campaña sus famosas Cartas de un testigo de la guerra de África. Le dice Juan: ―Perico, moro de Guadix, eres un español al revés o un mahometano con bautismo [...] Escribes a lo castellano y piensas y sientes a lo musulmán [...]‖ [1995: 80].

La relación, y convivencia, de estos personajes reales con los ficticios en la novela consigue que el relato nunca sea una crónica seca, sino una entretenida novela histórica llena de movimiento y color.

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Tetuán, además, toca temas tan sugestivos como el de la religiosidad musulmana, con referencias a Allah, al Paraíso o a la fe:

¡Lleva sus almas, oh Perfecto a los jardines de perdurables delicias! [...]

En los ojos de aquellos hombres resplandecía el fuego de la fe [...]

Confiaban en Allah [1995: 170]2

Relacionado con el tema religioso, adquiere cierto relieve en esta obra el tema de la superstición: se menciona, por ejemplo, el embrujamiento judaico de los once nudos contra el que hay que leer once capítulos del Corán; cada lectura deshará uno de los nudos hasta que, deshechos los once, el maleficio desaparezca. Mazaltob ‗Afortunada‘ es una hechicera hebrea viuda, que predice la entrada de los españoles en Tetuán. Se la define como

nigromántica que a Satán tiene por maestro [1995: 156].

No desaprovecha tampoco la ocasión el Galdós más crítico para expresar sus diferencias con la curia; pero lo hace con gracia sutil y sentido del humor, dada la ternura que desprende el personaje sobre el que caen sus dardos. Se trata del sacerdote castrense don Toribio Rodino ―Toro Godo‖, de unos setenta años, que habìa sido cura rural, acusado de masón en otro tiempo, de ideas un tanto liberales, reconvertido por el general Zabala al clero castrense, y que se guía por su particular código de supervivencia: ―[...] el abad, de lo que canta yanta‖ [1995: 61], señala, justificando así una predicación que no concuerda exactamente con su pensamiento o conducta reales. Una de las cuestiones más debatidas es la del celibato eclesiástico, de la que el cura se desentiende, alegando que ya no tiene edad para pensar en ello. Pero es Juan Santiuste, que actúa en esta obra, como ya dijimos, en cierta medida como ―alter ego‖ de Galdós, quien afronta directamente el tema. Si bien, por un lado, se declara de acuerdo con la Iglesia Católica en general, por otro, se manifiesta vivamente en contra en las cuestiones relativas al celibato de los clérigos:

[...] el celibato forzoso es como amputación que trae el desarrollo de los instintos contrarios al amor: el egoísmo y la crueldad [1995: 217].

Es, también, asunto de gran interés en este libro la convivencia en Tetuán entre musulmanes y judíos. Se hacen continuas alusiones a las características de unos y otros:

Los hebreos, raza mercantil, esencialmente pacífica, sin hogar propio, privada en absoluto de arrogancias militares, ni amaba ni entendía la guerra [1995: 216].

[...] sinagogas y mezquitas funcionaban con absoluta independencia y recíproco respeto de sus venerados ritos [...] los sacerdotes hebreos, así como los musulmanes [...] eran casados, o disfrutaban de la posesión de mujeres con más o menos amplitud [1995: 217].

Solo el Príncipe marroquí se refiere a los judíos con desprecio, criticando su hipocresía o usura: ―[...] comerciaban indignamente con los santos libros [...]‖ [1995: 147].

El Nasiry, además, descubre que los judíos ya hacen trato con los españoles sobre préstamos antes de la toma de la ciudad.

Es muy ilustrativa la referencia que hace Galdós en Aita Tettauen a las clases étnicas del Magreb. La lista parece ser casi exhaustiva. Señala al beréber, de ojos encendidos; a los negros del Sus, de expresión triste y dulce mirar; a los muladís, mestizos de sudanés y

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beréber; al árabe de Oriente, de belleza descarnada y al árabe español o granadino, de fina tez, fácilmente reconocido por su compostura aristocrática.

A estos grupos también añade los montañeses del Rif, de chilabas terrosas; los talebes, de blanca vestidura; los beréberes de Semmur; los ricos árabes tetuaníes y facíes; y, finalmente, los beni-argas y tsulíes. De todos ellos destaca el común denominador de la astucia, como reflejan las palabras que dice Juan a El Nasiry casi al final de la obra: ―El cristiano que acá venga y no sepa fingir, o muere o tiene que salir pitando‖ [1995: 236].

Por último, hay que añadir que Aita Tettauen muestra el interés de Galdós por resaltar dos temas de reflexión: por un lado, el de la inmoralidad de los que fabrican patriotismo para fines políticos, y, por otro, el del ser humano común que se esconde bajo la capa de culturas diferentes. Vemos, por ejemplo, cómo El Nasiry es un cristiano español instalado en el Islam, que practica la picaresca y el arte del disimulo que censura a los moros, y que, como los judíos, se ha enriquecido gracias a su buen empeño en los negocios.

Ya el viejo Ansúrez dice al principio de la novela:

[…] esta guerra que ahora emprendemos es un poquito guerra civil… [Pérez Galdós: 15].

Por su parte, Juanito Santiuste se transforma, sin demasiado problema, en Yahía, y pone su corazón en la hebrea Yohar, olvidándose de su adorada cristiana Lucila.

Benito Pérez Galdós, que, a lo largo de cuarenta y dos años de trayectoria literaria —desde 1870 en que publica La fontana de oro, hasta 1912 con Canovas, su último Episodio Nacional— supo convertir en arte sus ideas políticas y su visión de la historia de España, en Aita Tettauen nos ofrece su novedosa y comprometida visión de un conflicto que enfrentó España con Marruecos en 1860. Es un himno a la paz. Se pasa de la efusión patriótica a la denuncia de los horrores de la guerra y la crudeza de los combates, y se pone de manifiesto la igualdad de todos los hombres, que queda simbolizada, especialmente, en la semejanza entre musulmanes y cristianos, en general, y entre el Ansúrez español y el reconvertido al Islam, en particular. Es un cúmulo de materiales históricos, imaginación artística y creativa, y hondas reflexiones de un escritor crítico y didáctico

La campaña marroquí tuvo grandes costes de vidas humanas y de dinero, pero Galdós no se ceba en estos datos, porque su objetivo no es criticar abiertamente las campañas militares, no va contra la guerra en sí, sino que lo que intenta es crear en el lector una repulsa hacia cualquier tipo de lucha armada que no esté absolutamente justificada. A su postura didáctica se antepone su principal interés, el literario, y el tono que con frecuencia adopta es humorístico, como ya hemos dicho, en favor de la amenidad. Benito Pérez Galdós no pretende, sin embargo, aprovecharse de la historia para fines exclusivamente estéticos, sino utilizar unos datos reales que estaban a su alcance para sacar una lección moral, la suya, desde luego, pero probablemente útil para muchos por las experiencias narradas y placentera para todos por la calidad artística de sus páginas.

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BIBLIOGRAFÍA

DEUDLE, B.: Galdós y la novela histórica, Ottawa, Dovehouse Editions, 1992.

ELIZALDE, Ignacio: Pérez Galdós y su novelística, Bilbao, Universidad de Deusto, 2ª edición, 1988.

FERRERAS, Juan Ignacio: Benito Pérez Galdós y la invención de la novela histórica nacional, Madrid, ENDIMIÓN, Colección de Ensayo nº 108, 1997.

MÁRQUEZ VILLANUEVA, Francisco: ―Estudio preliminar‖ en B. Pérez Galdós, Aita Tettauen, Madrid, AKAL, 2004.

PÉREZ GALDÓS, Benito: Obras completas, F. C. Sainz de Robles Ed, Volumen 6, 1996.

— Aita Tettauen, Madrid, Historia 16 (Caja de Madrid, Ed.), 1995.

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NOTAS

1 Aita Tettauen se publicó por entregas en El Liberal, durante los meses de octubre, noviembre y diciembre de 1904 y enero de 1905.

2 Las tres citas están en la página señalada.