―EL GENIO DE LA GUERRA‖ EN LA PRIMERA SERIE DE EPISODIOS NACIONALES

Diane F. Urey

En el Prólogo del episodio nacional Gerona, antes de la relación del sitio por Andresillo Marijuán, Gabriel Araceli, narrador de la primera serie, resume el estado de la guerra en España: ―En el invierno de 1809 a 1810 las cosas de España no podían andar peor.‖ Los ejércitos estaban en retirada hacia el sur, pero ―aún había algo más desastroso y lamentable, y era la tormenta de malas pasiones que bramaba en torno a la Junta central‖. Las rivalidades polìticas en Sevilla se deben a ―una cosa que no sorprenderá a mis lectores, si, como creo, son españoles, y es que allí todos querían mandar‖.1 Gabriel se dirige a sus lectores, dando por sentado que conocen bien ese ―antiguo achaque‖ español y que están de acuerdo con sus juicios negativos acerca de esos ―sainetes de epopeya‖ (754; Prólogo). Como hace con frecuencia, Gabriel incita la identificación de sus ―amados lectores‖ con él y su historia. Mientras esta táctica suele hacer al lector un partícipe más activo en el texto, también puede tener el efecto de mostrarle que su identificación incluye tanto ―los grandes vicios‖ como ―las prendas eminentes‖ de los españoles. Exclama: ―¡Lo que es la pasión política, señores! No conozco peor ni más vil sentimiento que éste, que impulsa a odiar al compatricio con mayor vehemencia que al extranjero invasor‖. Declara del desenfreno de los políticos que ―aquello era de lo más denigrante que he visto en mi vida‖. Los protagonistas de esas intriguillas y conspiraciones, que incluyen ―los atropellos verificados contra algunos y la salvaje invasión de las casas de otros‖, son el objeto de su condenación más fuerte: inquietos y vividores reptiles‖, ―gentezuela sin ideal‖; ―Pertenecen a ese vulgo que… ha influido en los destinos del paìs desde la primera revolución acá‖ (757; Prólogo). Los escándalos políticos son una de las causas principales de la desorganización de los ejércitos, la falta de recursos y la general ausencia de atención ―al formidable enemigo que por todas partes nos cercaba‖ (753; Prólogo). Aún hay más ―desgracias del ejército español‖: ―desmoralizada la tropa, convencida de su incapacidad para la resistencia, no veía delante de sí ni gloria, ni honor‖. En fin, ―Creeríase que el genio de la guerra, fundamental en nosotros como el eje del alma, nos había faltado, y la lucha fue desordenada y a la aventura‖ (756; Prólogo). Aquí ―el genio de la guerra‖ no sólo es una condición inherente a los españoles, sino necesaria para combatir contra los franceses. Y si es el eje del alma española, los lectores también poseen este genio.

El genio de la guerra es una de las características esenciales que Gabriel atribuye al español. Como otros aspectos buenos o malos, constituye uno de los tópicos subyacentes cuando no explícitos de la primera serie de Episodios nacionales. Elemento imprescindible en los que pelean por la patria, puede manifestarse como virtud o vicio. Con atención a Zaragoza, Gerona, La batalla de los Arapiles y especialmente Juan Martín el Empecinado, el episodio menos estudiado de la serie, esta comunicación examina las interconexiones entre los hechos, personajes y comentarios del narrador que establecen este genio guerrero como rasgo innato a la raza española. En Juan Martín el Empecinado ―el genio de la guerra‖ se personifica en el ―héroe traidor‖ Mosén Antón Trijeque. En este coloso guerrillero, a la vez ejemplar y arquetípicamente humano, se magnifican muchas de las grandezas y bajezas del ―genio castizo español‖. Por medio de Trijeque, como de los políticos sevillanos y otras representaciones de la contradictoria naturaleza española, la primera serie parece provocar una toma de conciencia en los lectores en cuanto a su propia identidad e historia, una historia

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que no pertenece sólo a la Guerra de Independencia sino que forma parte del genio español desde sus más antiguas raíces, como afirma Gabriel en Juan Martín el Empecinado.

Por innato al español que sea el genio de la guerra, y por fundamental en la defensa de la nación, cuando existe en exceso muestra la faz deshumanizada y monstruosa de la guerra y de los hombres dominados por la furia de la matanza, como otros son de los ―vil sentimientos polìticos‖. Si en Gerona el ejército ha perdido el genio de la guerra, sí lo tiene la gran rata Napoleón, en cuyos ―ojuelos negros… resplandece el genio de la guerra‖. Para él y su ejercito ―lo que les impulsaba a la lucha era pura y simplemente el anhelo de satisfacer su apetito‖. Una vez ―despierto y exaltado el genio militar,… un ideal de gloria les impelía a avanzar…, dominándolo todo con su planta atrevida‖ (804; Cáp. 18). El genio de la guerra se manifiesta aquí como pura ambición de mandar y dominar. El ideal de las ratas paradójicamente evoca a los políticos de Sevilla, ―gentezuela sin ideal‖ pero cuyo único anhelo también es mandar. Para todos son su egoísmo y sus intereses personales que les motivan, y a todos les falta sentido moral.2 Estos son los aspectos que Gabriel señala repetidamente en Napoleón y los Imperiales (véase, por ejemplo, Cáp. 26 de Gerona). Hasta unos franceses se quejan de Napoleón, como Plobertín, el carcelero de Gabriel en Juan Martín el Empecinado, que culpa al Emperador, ―ese ambicioso sin corazón‖, por la muerte de su hijo (1025; Cáp. 21). Son características bien diferentes del ideal alabado en la serie desde Trafalgar, ―la idea de la nacionalidad‖.

En Zaragoza Gabriel comenta los contrastes entre los defensores y los invasores. Uno de los errores de los franceses se debe a que no habían

empleado en el sitio de Zaragoza un poco del conocimiento del corazón humano, sin cuyo estudio la guerra, la brutal guerra,… no es más que una carnicería salvaje. Napoleón, con su penetración extraordinaria, hubiera comprendido el carácter zaragozano y se habría abstenido de lanzar contra él columnas descubiertas, haciendo alarde de valor personal. Esta es una cualidad de difícil y peligroso empleo, sobre todo delante de hombres que se baten por un ideal, no por un ídolo (671; Cáp. 6; énfasis mío).

Al final de Zaragoza, contemplando la enorme destrucción de la ciudad, Gabriel dice que

Este sacrificio no será estéril, como sacrificio hecho en nombre de una idea. El imperio francés, cosa vana y de circunstancias, fundado en la movible fortuna, en la audacia, en el genio militar que siempre es secundario, cuando abandonando el servicio de la idea; el imperio francés, digo; aquella tempestad que conturbó los primeros años del siglo… pasó, porque las tempestades pasan…

Lo que no ha pasado ni pasará es la idea de la nacionalidad que España defendía contra el derecho de conquista y la usurpación. Cuando otros pueblos sucumbían, ella mantiene su derecho, lo defiende, y sacrificando su propia sangre y vida, lo consagra, como consagraban los mártires en el circo la idea cristiana. El resultado es que España… no ha visto nunca, después de 1808, puesta en duda la continuación de su nacionalidad; y aún hoy mismo,… nadie se atreve a intentar la conquista de esta casa de locos… los españoles darán mil caídas hoy como siempre, tropezando y levantándose, en la lucha de sus vicios ingénitos, [y] de las cualidades eminentes que aún conservan… pero su permanencia nacional está y estará siempre asegurada (749; Cáp. 30; énfasis mío).

La derrota de los franceses en España se debe a que carecen de un ideal más alto que los intereses personales o que trasciende al individuo; no basta ni siquiera el ídolo Napoleón. Pero

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el genio de la guerra, cuando al servicio de ―la idea de la nacionalidad‖, es el espìritu que mantiene la libertad. Cuando no sirve más que a sí mismo lleva a la autodestrucción, como veremos con Mosén Antón Trijeque en Juan Martín el Empecinado. La falla trágica de Trijeque también se debe a que no sirve más que a sí mismo. Hace alarde de su valor personal; ambiciona mandar; su ideal es la gloria, no la patria. Sus cualidades eminentes, basadas en el genio de la guerra, se eclipsan a causa de ese mismo genio guerrero que se convierte en vicio.

Aunque el genio de la guerra es esencial para la defensa de España, asimismo lo poseen Napoleón Bonaparte y su homónimo en Gerona, la gran rata. Es una hoja de doble filo. Es esa alma española que permitió que España triunfara sobre el Imperio francés. También puede transformar a los hombres en bestias. Aun durante actos de heroísmo extraordinario, no siempre se evita la barbarie. Y Mosén Antón Trijeque, jefe de caballería y Mayor general de la partida de Juan Martín el Empecinado, ejemplifica este paradójico genio del modo más marcado en la primera serie. Un estudio de sus acciones y psicología ayuda a explicar y entender señalados aspectos del carácter español. En su agudo ensayo de hace cuarenta años, ―Psychology and Politics in the First Series of the ‗Episodios nacionales‘‖, Nigel Glendenning observa de las conexiones que Galdós hace entre individuo y sociedad en Las observaciones sobre la novela contemporánea en España que ―El retrato de los vicios y virtudes de individuos es, desde luego, un elemento importante en el retrato de la sociedad en conjunto. Un estudio de la psicología del individuo podría ayudar a explicar el comportamiento colectivo tanto como el individual‖ (traducción mía).3 Y como parte de este colectivo, el lector puede darse cuenta de que no es tan fácil separarse de los personajes, incluso los que quisiera condenar, como Trijeque.

En capítulo dos de Juan Martín el Empecinado Gabriel describe a Trijeque:

¡Dios mío, qué hombre tan alto! Era un gigante, un coloso, la bestia heroica de la guerra, de fuerte espíritu y fortísimo cuerpo, de musculatura ciclópea, de energía salvaje, de brutal entereza, un pedazo de barro humano…; era el genio de la guerra en su forma abrupta y primitiva, una montaña animada, el hombre que esgrimió el canto rodado o el hacha de piedra en la época de los primeros odios de la historia; era la batalla personificada, la más exacta expresión humana del golpe brutal que hiende, abolla, rompe, pulveriza y destroza (962; Cáp. 2; énfasis mío).

La serie de metáforas que compone este retrato del coloso no puede menos de evocar la pintura de Goya, y parece muy posible que esta obra fuera inspiración de Galdós. El cuadro escrito pinta el espíritu violento de la guerra, y de la humanidad que la inventó. Porque Trijeque no es único. Desciende de un linaje interminable de españoles, como leemos cuando Gabriel traza la historia de España:

Yo traigo a la memoria la lucha con los romanos y la de siete siglos con los moros, y me figuro qué buenos ratos pasarían unos y otros en esta tierra, constantemente hostigados por los Empecinados de antaño. Guerrillero fue Viriato, y guerrilleros los jefes de mesnada, los Adelantados, los condes y señores de la Edad Media. Durante la monarquía absoluta, las guerras en país extraño llevaron a América, Italia, Flandes y Alemania a todos nuestros bravos. Pero aquellos gloriosos paseos por el mundo cesaron, y España volvió a España, donde se aburría, como el aventurero retirado antes de tiempo a la paz del fastidioso hogar, o como don Quijote lleno de bizmas y parches en el lecho de su casa, y ante la tapiada puerta de su biblioteca sin libros.

Vino Napoleón y despertó todo el mundo. La frase castellana echarse a la calle es admirable por su exactitud y expresión. España entera se echó a la calle, o al campo;

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su corazón guerrero latió con fuerza, y se ciñó laureles sin fin en la gloriosa frente; pero lo extraño es que Napoleón, aburrido al fin, se marchó con las manos en la cabeza, y los españoles, movidos de la pícara afición, continuaron haciendo de las suyas en diversas formas, y todavía no han vuelto a casa (974; Cáp. 5).

Como guerrillero, Trijeque es sinónimo con ―la guerra nacional‖. Gabriel abre Juan Martín el Empecinado diciendo: ―Ahora voy a hablar de las guerrillas, que son la verdadera guerra nacional;… de aquellos ejércitos espontáneos, nacidos en la tierra como la hierba nativa;… de aquella anarquìa reglamentada, que reproducìa los tiempos primitivos‖ (957; Cáp. 1). Es evidente que muchos guerrilleros no sólo poseen el genio de la guerra sino un espíritu primitivo y anárquico que desprecia quedarse en casa. De allí el carácter contradictorio de ese genio, de las guerrillas, de Trijeque, de los españoles.

Cuando retrata a Juan Martín, General en jefe de la partida, que es en casi todo menos su enorme valentía la antítesis de Trijeque, Gabriel señala su corazón guerrero también:

Poseía en alto grado el genio de la pequeña guerra… Estaba formado su espíritu con uno de los más visibles caracteres del genio castizo español, que necesita de la perpetua lucha para apacentar su indomable y díscola inquietud, y ha de vivir disputando de palabra u obra para creer que vive‖ (Cáp. 5; 973; énfasis mío).

Al invocar el ―genio castizo español‖, Gabriel otra vez acorta la distancia entre el pasado, los personajes y los lectores, como hace con sus frecuentes referencias a ―nosotros‖:

La guerra de la Independencia fue la gran academia del desorden. Nadie le quita su gloria, no señor… A ellos se debe la permanencia nacional, el respeto que todavía infunde a los extraños el nombre de España, y esta seguridad vanagloriosa, pero justa que durante medio siglo hemos tenido que nadie se atreverá a meterse con nosotros (974; cáp. 5; énfasis mío).

Con palabras que evocan las del final de Zaragoza, Gabriel reconoce que la seguridad nacional se debe en gran parte a los guerrilleros. Pero al mismo tiempo, de ellos venía ―la lepra de caudillaje‖ (975; Cáp. 5) que todavía reina en la España contemporánea del lector y, se sugiere, seguirá reinando en el futuro:

Pero la guerra de la Independencia… fue la gran escuela del caudillaje, porque en ella se adiestraron hasta lo sumo los españoles en el arte para otros incomprensible de improvisar ejércitos y dominar por más o menos tiempo una comarca; cursaron la ciencia de la insurrección, y las maravillas de entonces las hemos llorado después con lágrimas de sangre. ¿Pero a qué tanta sensiblería, señores? Los guerrilleros constituyen nuestra esencia nacional. Ellos son nuestro cuerpo y nuestra alma, son el espíritu, el genio, la historia de España; ellos son todo, grandeza y miseria, un conjunto informe de cualidades contrarias (975; Cáp. 5; énfasis mío).

Por mucho que quisiera distanciarse el lector de esta parte de la herencia de la Guerra de Independencia y los guerrilleros, no puede. Gabriel le recuerda con irónica familiaridad que ellos son ―nosotros‖. Su genio, su esencia y su historia constituyen el ser español. Y si el genio de la guerra es ―el eje del alma‖ de los españoles, si nacieron para la vida guerrera, al fondo de todos hay un instinto indomable y dìscolo, que sintetiza Trijeque, ―la bestia heroica de la guerra‖. Sólo la rata Napoleón lo expresa de modo tan estrecho. Aunque vemos una decidida condenación de la guerra en otros episodios, junto con el verdadero patriotismo

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alabado como lo es también en Juan Martín el Empecinado, lo que distingue a Trijeque, lo que le hace un objeto de estudio notable, son las enormes contradicciones en su carácter que al mismo tiempo que le hacen un imagen de la guerra le descubren en su triste humanidad.

Genio de la guerra, imagen de la verdadera guerra nacional, Trijeque es una figura clave y compleja en la historia de las guerrillas. Para Alfred Rodríguez (65-66) es el verdadero protagonista de Juan Martín el Empecinado. Ciertamente su yuxtaposición a Juan Martín pone de relieve los dos personajes, el uno ficticio, el otro histórico, el uno orgulloso y sanguinario, el otro, como escribe Gabriel: ―un guerrillero insigne que siempre se condujo movido por nobles impulsos, y fue desinteresado, generoso, leal, y no tuvo parentela moral con facciosos, ni matuteros, ni rufianes‖ (974; Cáp. 5). La disparidad entre ellos hace resaltar en Trijeque, y otros que sobreponen sus intereses personales a la defensa de la patria, lo negativo de la guerra y de los guerrilleros; en Juan Martín y los que se mantienen fieles a la causa nacional, subraya lo patriótico y generoso del espíritu guerrero. Las diferencias y semejanzas entre los dos hombres dan una perspectiva amplia al ―conjunto de cualidades contrarias‖ que distingue la guerra y las guerrillas, la esencia de España y el genio español. Para Peter Bly (122-23), Juan Martín el Empecinado es el episodio más representativo de la serie. Para otros parece una ocurrencia tardía como si Galdós lo escribiera de mala gana.4 La relativa escasez de estudios sobre Juan Martín el Empecinado y las discrepancias entre los juicios críticos acerca del episodio y de Trijeque se deben a diversos factores, entre ellos que no se los puede categorizar ni condenar por completo, ni a ―la verdadera guerra nacional‖.5

Tanto Juan Martìn, cuyo ―espectáculo‖ de heroìsmo inspira ―fuerza sobrenatural en sus hombres‖ (1009; Cáp. 15), como Trijeque, con su ―arrojo fabuloso e inverosìmil‖ (984; Cáp. 9), ejemplifican las virtudes fundamentales de los guerrilleros. Pero los defectos de Trijeque, como su violencia sin freno, muestran hasta qué punto cualquier guerra, aun en defensa de la idea de la nación, puede deshumanizar a los hombres. Sin embargo, muchos de sus faltas son innatos a la raza española, como el orgullo y la envidia. En esto manifiesta aspectos del genio español de que han escrito Feijóo y Unamuno, entre muchos otros. Sólo su tamaño descomunal distingue estas características en Trijeque. Como dice a Gabriel el Coronel Vicente Sardina, personaje histórico como Juan Martín:

—Este clerigote es oro como militar; pero como hombre no vale una pieza de cobre. Parece mentira que Dios haya puesto en un alma cualidades tan eminentes y defectos tan enormes. No dudo en afirmar que es el primer estratégico del siglo. En valor personal no hay que poner a su lado a Hernán-Cortés, al Cid ni a otros niños de teta. Pero en mosén Antón la envidia es colosal, como todo lo de este hombre, cuerpo y alma. Su orgullo no es inferior a su envidia, y ambas pasiones igualan las inconmensurables magnitudes de su genio militar, tan grande como el de Bonaparte (986; Cáp. 10; énfasis mío).

Los vicios y virtudes de Trijeque también están en guerra; lucha con sí mismo entre el deber y el orgullo, pero el orgullo triunfa. Envidia a Juan Martín como jefe de las guerrillas, y por fin le traiciona, abandonando la partida y juntándose con los franceses. Aunque no consigue capturar a Juan Martín, con otros renegados y un regimiento francés Trijeque ataca a los empecinados, dispersando a los que no matan o cogen prisioneros. En aquella batalla, que ―más que batalla,… parecìa un baile de exterminio en las regiones a donde por vez primera se llevaran los odios humanos‖ (1008; Cáp. 18), todos se baten como fieras, sean españoles contra franceses o contra españoles. Y como los políticos de Sevilla, Trijeque, ―el hombre que esgrimió el canto rodado o el hacha de piedra en la época de los primeros odios de la historia‖ (962; Cáp. 2), parece ―odiar a su compatricio con mayor vehemencia que al extranjero invasor‖ (Gerona: 757; Prólogo).

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Pese a sus acciones infames, Trijeque reconoce su culpa, como vemos en su ―confesión‖ a Gabriel mientras Gabriel, prisionero de los franceses, espera fusilamiento. No es Gabriel que agoniza, sino Trijeque. Dice a Gabriel ―con gran turbación‖: ―—Pero yo... —Repara que yo soy... Lanzando un rugido, se cubrió la cara con las manos y terminó la frase así: —¡Yo soy un hombre indigno, un Judas!‖ (1023; Cáp. 20). Hace eco de su muletilla, ―Reviento en Judas‖, que es una de las primeras frases que suelta en el episodio (962; Cáp. 2). Y como Judas, Trijeque se ahorca en las últimas líneas del episodio, cerrando el libro como abrió. En el primer capítulo Gabriel describe la escena a la entrada del pueblo de Sacedón: ―Cerca de la villa vimos un árbol, de cuyas ramas pendían ahorcados y medio desnudos cinco franceses, y un poco más allá algunas mujeres se ocupaban en enterrar no sé si doce o catorce muertos‖ (958; Cáp. 1). La historia de ―la verdadera guerra nacional‖ se enmarca con las atrocidades —los desastres— de la guerra. En el proceso de combatir contra los franceses, España también lidia con sí misma, como las primeras páginas de Gerona, y muchos pasajes de otros episodios, han demostrado.6 Y la historia de su auto destrucción continúa con la herencia del caudillaje que siguió aterrorizando al país desde el reino de Fernando VII hasta la muerte de El Caudillo, ―si no un poquito más allá‖.7

Trijeque quiere ―enseñar el arte sublime de la guerra a los tontos‖ (1048; Cáp. 29). El mismo explica los motivos de sus acciones cuando al fin se encara, prisionero, con El Empecinado. El ―héroe traidor, que no temblaba de frìo ni de miedo‖ (1046; Cáp. 29), dice al que fue su jefe:

Huí de mi campo, no por servir a los franceses, sino porque ellos me sirvieran a mí. Huí de mi campo para castigar tu fiero orgullo, para desposeerte de un puesto que, en mi entender, me pertenecìa…; porque yo he nacido para llevar gente detrás de mì, no para ir detrás de nadie;… porque mi cerebro pide batallas…; porque yo necesito un ejército para mí solo, para mi propio gusto, para llenar todo este país con mis hazañas, como lo lleno con mi guerrero espíritu. Por eso te abandoné… Por eso traté de coparte…; por eso llamé a los franceses en mi ayuda, y si no te cogimos fue porque los franceses no quisieron hacer lo que yo decìa y me despreciaron… Yo desprecio a los franceses, yo desprecio a todos: me basto y me sobro… ¡Quieres que cante el yo pecador y me humille ante ti...! ¡Eso jamás, jamás, jamás! Reconozco que me salió mal la empresa y estoy consumido por la rabia (1047; Cáp. 29).

Deshonrado ya, y demasiado altanero de pedir perdón a Juan Martín o volver a su curato, prefiere la muerte. Pero este hombre que se dejó dominar por el orgullo y la ambición, que traicionó su patria lleno de odio, no siempre fue así. Trijeque es un gran ejemplo de cómo el genio de la guerra puede cambiar a individuos. Puede destruir su humanidad, como hace por unos ratos hasta con Gabriel.

Como cura de pueblo, Trijeque era otro hombre. Aunque nunca tenía vocación al sacerdocio y soñaba con glorias, se portaba como buen clérigo. Cuando cuenta su vida a Gabriel, vemos lo que era antes de la guerra:

hace tres años yo no era más que cura. ¡Qué tiempos! Me parece que fue ayer, y al recordarlo el corazón me baila en el pecho... Desde mi juventud conocí que Dios no me había llamado por el camino de la Iglesia. Frecuentemente, ya después de ser clérigo, pensaba en batallas y duelos, y más que con la lectura de teólogos y doctores, mi espíritu se apacentaba con las obras de… historiadores de guerras. En mi curato de Botorrita viví tranquilamente muchos años. Yo era un Juan Lanas: decía misa, predicaba, asistía a los enfermos y daba limosna a los pobres. ¡Ay! En tanto tiempo, ni siquiera supe cómo se mataba un mosquito. Pero mi alma, sin saber por

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qué, no estaba contenta con aquella vida, y mi pensamiento vivía en otras esferas (1020; Cáp. 19).

Luego, cuando Juan Martín entra en el pueblo, Trijeque se trastorna, mezclando la misa con voces de guerra. Juan Martìn le abraza, y Trijeque dice que ―por primera y única vez en mi vida eché a llorar… Un momento después, yo habìa ensillado mi caballo y seguìa la partida de Juan Martìn‖ (1021; Cáp.19). Una vez acostumbrado a la vida con las guerrillas, deja todo atrás, menos su absoluta carencia de interés en el dinero, al contrario del codicioso Saturnino Albuín, otro traidor (histórico) a la partida. Trijeque no añora la paz sino la violencia. De hombre parece haberse vuelto animal, como le describe Gabriel en muchas escenas.8 Lo que distingue a Trijeque y otros que se trastornan en la guerra es que muchos vuelven a humanizarse. Son como Juan Martín y Vicente Sardina que esperan que termine la guerra para volver a casa. No todos pagan el precio que pagó Trijeque para su ambición de llenar el país con sus hazañas. Las cualidades laudables de Trijeque no bastan para redimirle de la traición, y se destruye aún antes de ahorcarse, como su conciencia de ser un Judas indica. No tiene clemencia con otros —ni prisioneros franceses ni españoles sospechosos, ni con sí mismo. En este respecto sale moralmente más alto que un traidor como Candiola en Zaragoza, como Albuín o como Fernando VII. Aunque su suicidio todavía muestra su orgullo, también expresa su remordimiento; odia a sí mismo más que a ningún otro. Dejó de ser patriota y perdió la honra y la vida. Su yuxtaposición a Gabriel, además de su confesión con él, subraya las diferencias fundamentales entre los que luchan por valores personales y los que pelean por un ideal que trasciende al individuo. Trijeque vendió todo a causa de su anhelo de gloria. Gabriel está dispuesto a perder todo por otro tipo de gloria, ―la idea de la nacionalidad‖.

Aunque Juan Martín y Sardina contrastan con Trijeque, acentuando su carácter destemplado, es Gabriel, al fin, que forma la oposición más marcada con Trijeque en este episodio. La magnitud de las diferencias entre los dos se observa primero en la celda de Gabriel. Al contrario de Trijeque, no hay nada que pueda persuadir a Gabriel que traicione su propia conciencia. Cuando Santorcaz le ofrece la libertad a cambio de pasarse al enemigo, lo rechaza, aun sabiendo que intenta robar a Inés: ―—Solo, abandonado, pobre, sin fortuna, sin honores‖, le responde Gabriel, ―prefiero la muerte a la deshonra. Hay en mí un alma que no se vende. Este hombre oscuro se consuela de la muerte en la grandeza de su conciencia‖ (1013; Cáp. 17). Gabriel no se sacrifica a ―esos esclavos de Bonaparte, que le obedecen como máquinas y le sirven como perros, [que] no comprenden el sentimiento de la patria‖ (1026; Cáp. 22). No vende su patria ni su honor a cambio de la vida, ni siquiera a cambio de Inés. El precio del patriotismo de Gabriel es Inés. Es la única vez en la serie —o al menos la más notable— cuando Gabriel no escoge a Inés sobre todo lo demás. Entonces la honra de Gabriel —que aquí sería su muerte como patriota— vale más que todo, incluso su amor a Inés. Sacrifica todo a ―la idea de la nacionalidad‖, como los que se sacrificaron en el sitio de Zaragoza.

Trijeque sacrifica su patriotismo y honor a la ambición, pero en vez de darle el ejército prometido, los franceses le desprecian. Así no le queda nada más que el orgullo, y su conciencia. Cuenta a Gabriel que antes de salir de la partida, ―estuve pensándolo mucho tiempo... ¡ay qué noches! Yo no podìa dormir, ¡me reviento en Judas!‖ (1018; Cáp. 19). Después de su traición, también se le abruma la conciencia. Ahora se reconoce un condenado:

En verdad no hay un hombre más desgraciado que yo en toda la redondez de la tierra... yo he ambicionado lo que no me pueden dar, lo que no alcanzaré nunca... yo quiero un gran ejército, y creí que el demonio me lo daría. El demonio se ríe de mí (1021; Cáp. 20).

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Alaba la entereza de Gabriel, y le tiene envidia porque va a morir ―por no querer pasarse al enemigo‖. Dice que ―Se escribirá su nombre en la historia… ¡bonita página!, hermosa vida y más hermosa muerte‖. Trijeque parece estar leyendo la historia de Gabriel, lo que resulta doblemente irónico. Exclama: ―El heroico joven morirá antes que servir bajo vuestra ignominiosa bandera... ¡Maldito sea el español que cae en vuestros lazos!, ¡miserables secuaces del gran bandido!‖ (1022; Cáp. 20). Pero Gabriel narra su propia historia como heroico joven, y Trijeque es ese español maldito que cayó en los lazos del gran bandido. Ni muere el ―heroico joven‖, porque naturalmente encuentra una manera de escaparse y se salva. Pero Trijeque no se salva en ningún sentido.

A pesar de toda su valentía en la batalla, Trijeque no tiene la entereza de pedir perdón a Juan Martín. En su última confrontación con El Empecinado su trágico orgullo llega a proporciones monumentales. Juan Martín quiere perdonarle, y hasta termina por perdonarle la humillación de pedir perdón. En esto vemos el espíritu generoso y compasivo de Juan Martín:

—Cura de Botorrita —dijo gravemente don Juan—, eres un desgraciado, y principio a tenerte compasión. Dime una palabra, una palabra sola que sea no súplica humillante de perdón, sino una palabra que me demuestre que en esa alma hay un tantico así de sentimiento por haber vendido al jefe y al amigo... Tengo ganas de perdonar, ¡rayo de Dios! (1048; Cáp. 29).

Pero Trijeque no puede dominar su orgullo, ese vicio ingénito y fatal. Responde: ―Fuego: Esa es la palabra. Fuego sobre mí. No quiero vivir; me ahogo en el mundo‖ (1048; Cáp. 29). Juan Martín, sin embargo, le perdona la vida y Trijeque huye del campo, aunque no puede huir de sí mismo. Muere como Judas, sólo, en medio del bosque. Cuando Gabriel le encuentra, muerto ya, le reza un Padre Nuestro y el episodio concluye.

Mientras Trijeque no puede sobreponerse a su orgullo, vemos la entereza de Gabriel, no sólo en la cárcel, sino después de escaparse. Lucha por superar cada obstáculo a su objetivo de rescatar a Inés de las manos de Santorcaz. A pie durante una noche helada cree que

A pesar de tan terribles contratiempos, la tenacidad de mi propósito era tan grande, que aún creí posible seguir mi camino. Estaba desamparado, completamente solo en medio de la Naturaleza irritada contra el hombre…

Otro hubiera cedido; pero yo no quería ceder (1035-36; Cáp. 25).

Imagina que la Naturaleza le dice ―‗De Aquì no pasarás‘‖, pero todavìa piensa que puede triunfar: ―¿qué vale esto al lado del poder invencible de la voluntad humana, que cuando da en ser grande, ni cielo ni tierra la detienen?‖ (1036; Cáp. 25). Sin embargo, el ―heroico joven‖ no triunfa, y llega al borde de la muerte en su esfuerzo. Pero en vez de morir del frío, otra vez se salva, irónicamente por el renegado Trijeque.

Aunque en Juan Martín el Empecinado Gabriel y Trijeque son en casi todo contrarios, esta oposición se disipa en el último episodio de la serie, La batalla de los Arapiles. En el noveno episodio es fácil que el lector se identifique con Gabriel, asociándole con los valores eminentes de los españoles – patriotismo inquebrantable, constancia, honra. Pero cuando Gabriel también se convierte en monstruo, evocando a Trijeque como ―monstruo apocalìptico‖ o ―monstruo del Apocalipsis‖ (967, Cáp. 3; 984, Cáp. 8), es posible que el lector reevalúe a Gabriel, y a sí mismo. Puede ser que vea un poco de lo monstruoso en su propio genio.

Juan Martín el Empecinado no es el único episodio que revela la transformación de hombres en brutos. En Bailén, por ejemplo, Gabriel describe el choque de las filas enemigas: ―¡Momento de incomparable horror! Figurábaseme ver a dos monstruos que se baten,

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mordiéndose con rabia, igualmente fuertes, y que hallan en sus heridas, en vez de cansancio y muerte, nueva cólera para seguir luchando‖ (523; Cáp. 26). En Zaragoza escribe que ―Allì era de ver cómo chocaban las masas de hombres y cómo las bayonetas se cebaban con saña más propia de fieras que de hombres en los cuerpos enemigos‖, y ―a los esfuerzos del valor se unìan ferozmente las brutalidades de la venganza‖ (703; Cáp. 17). En Gerona el doctor Nomdedeu casi llega al punto de canibalismo y Andrés Marijuán, álter ego de Araceli, se hace ―una bestia rabiosa‖ en que

Todo lo noble y hermoso que enaltece al hombre había desaparecido, y el brutal instinto sustituía a las generosas potencias eclipsadas. Sí, señores, yo era tan despreciable, tan bajo como aquellos inmundos animales que poco antes había visto despedazando a sus propios hermanos para comérselos. Tenía bajo mis manos, ¿qué manos?, bajo mis garras a un anciano infeliz, y sin piedad le oprimía contra el duro suelo. Un fiero secreto impulso que arrancaba del fondo de mis entrañas, me hacía recrearme con mi propia brutalidad, y aquella fue la primera, la única vez en que sintiéndome animal puro, me gocé de ello con salvaje exaltación. (806; Cáp. 19; énfasis mío)

Pasajes como éstos evocan la pregunta hecha por Gabriel en Trafalgar, ―¿Para qué son las guerras, Dios mìo?‖ (233; Cáp.13). Los episodios de la primera serie parecen responder que esa capacidad de odiar hasta el punto en que los hombres se convierten en animales es innata al genio humano, no sólo al español. Veremos esto también en La batalla de los Arapiles donde ambos, los franceses y las tropas aliadas, se vuelven locos con la pasión de matar:

El rugido que atronó los espacios cuando el vencedor, lleno de ira y sediento de venganza se precipitó sobre el vencido para ahogarle, no es susceptible de descripción. Quien no ha oído retumbar el rayo en el seno de las tempestades de los hombres, ignorará siempre lo que son tales escenas. Ciegos y locos, sin ver el peligro ni la muerte, sin oír más que el zumbar del torbellino, nos arrojábamos dentro de aquel volcán de rabia. Nos confundíamos con ellos… se acuchillaban sin piedad: miles de manos repartían la muerte en todas direcciones, y vencidos y vencedores caían juntos, revueltos y enlazados, confundiendo la abrasada sangre. (1161; Cáp. 36; énfasis mío)

La batalla por el Arapil Grande es la última y sin duda la más sanguinaria de todas las luchas representadas en la serie. Su lugar estratégico pone de gran relieve la barbarie de la guerra, y de Gabriel. En contraste con su imagen en Juan Martín el Empecinado, en este combate el ―heroico joven‖ deja de parecer a un hombre.

En el episodio final, en vez de las guerrillas, se trata del ejército organizado bajo Wellington. Sin embargo, hay poca diferencia entre las contiendas de los guerrilleros y las escenas de batalla entre los soldados:

Los gritos de los jinetes, el brillo de sus cascos, el relinchar de los corceles que regocijaban en aquella fiesta sangrienta sus brutales e imperfectas almas, ofrecían espectáculo aterrador. Indiferentes, como es natural, a las desdichas del enemigo, los corazones guerreros se endiosaban con aquel espectáculo... no queda más que la ira guerrera que nada perdona, y el bárbaro instinto de la fuerza, que por misterioso enigma del espíritu se convierte en virtud admirable. (1158; Cáp. 35; énfasis mío)

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Como los guerrilleros, los soldados poseen aquel genio de la guerra indispensable en el combate, aunque aquí también es una virtud equívoca. Cuando el ―bárbaro instinto de la fuerza‖ se apodera del espìritu, ―la ira guerrera‖ viene a ser el ―eje del alma‖, como vemos cuando Gabriel describe su propia participación en el Arapil Grande:

Los dos ejércitos se clavaban mutuamente las uñas desgarrándose. Arroyos de sangre surcaban el suelo… y lejos de desmayar ante aquel espectáculo terrible, reproducíamos con doble furia los mismos choques. Cubierto de sangre, que ignoraba si había salido de mis propias venas o de las de otro, yo me lanzaba a los mismos delirios que veía en los demás, olvidado de todo, sintiendo… como una segunda, o mejor dicho, una nueva alma que no existía más que para regocijarse en aquellas ferocidades sin nombre, una nueva alma, en cuyas potencias irritadas se borraba toda memoria de lo pasado, toda idea extraña al frenesí en que estaba metida. (1160; Cáp. 36; énfasis mío)

El lenguaje empleado en estas escenas es más detallado y las descripciones de la batalla más extensas que lo que se encuentra en Juan Martín el Empecinado. Además, en el penúltimo episodio hay muchos ejemplos de las heroicidades de Trijeque, El Empecinado, Albuín, Gabriel y otros, mientras el heroísmo individual, con la excepción de Gabriel, no se destaca tanto en La batalla de los Arapiles. No hay escena más explícita en la serie de la deshumanización de la guerra que la que narra Gabriel de su propio combate a la muerte con un abanderado francés para posesión del Águila imperial. Para representar la lucha entre los dos, enlazados e inseparables, las metáforas dominan, como en las descripciones de Trijeque. En esta batalla final que protagoniza Gabriel, él encarna toda la brutalidad y toda la energía salvaje dedicadas a matar que hemos visto en el coloso.

Gabriel se sumerge en ―las ferocidades sin nombre‖: ―El torbellino, la espiral me llevaba consigo, ignorante yo de lo que hacía; el alma no conservaba más conocimiento de sí misma que un anhelo vivísimo de matar algo‖. Ahora el Águila es su obsesión: ―En aquella confusión… de semblantes infernales, de ojos desfigurados por la pasión, vi un águila dorada puesta en la punta de un palo‖. Herido muchas veces, agarrando el Águila, Gabriel está cogido en una lucha feroz con el francés:

Ante mí había una figura lívida, un rostro cubierto de sangre, unos ojos que despedían fuego, unas garras que hacían presa en el asta de la bandera y una boca contraída que parecía iba a comerse águila, trapo y asta, y a comerme también a mí. Decir cuánto odié a aquel monstruo, me es imposible… Pugné por arrancar de sus manos la insignia… Me hirieron de nuevo, me encendí en ira más salvaje aún, y estreché a la bestia apretándola contra el suelo… La bandera quedó en mi poder; pero de aquel cuerpo que se revolvía bajo el mío surgieron al modo de antenas, garras, o no sé qué tentáculo rabioso y pegajoso, y una boca se precipitó sobre mí clavando sus agudos dientes en mi brazo con tanta fuerza, que lancé un grito de dolor. (1161-62; Cáp. 36; énfasis mío)

Lidian como fieras asquerosas, rodando por la colina, formando un solo ser monstruoso: Caì, abrazado y constreñido por aquel dragón, pues dragón me parecìa… rodamos por no sé qué declives de tierra… La boca terrible del monstruo apretaba cada vez más mi brazo, y me llevaba consigo, los dos envueltos, confundidos, el uno sobre el otro y contra el otro…

Yo no sé cuánto tiempo estuve rodando… Yo no sé cuándo paré; lo que sé es que el monstruo no dejaba de formar conmigo una sola persona, ni su feroz boca de

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morderme... Lo que también sé es que el águila seguía sobre mi pecho… ¡Tormento mayor no lo experimenté jamás! Este se acabó cuando perdí toda noción de existencia. La batalla de los Arapiles concluyó, al menos para mí. (1162; Cáp. 36)

De nuevo Gabriel está dispuesto a sacrificar su vida, pero aquí es por un símbolo, ―aquel glorioso signo de guerra‖ (1161; Cáp. 36). La diferencia entre estas bárbaras escenas y el sacrificio de vida y amor a cambio de patria y honor en la celda en Juan Martín el Empecinado es clara. Poseído por el genio de la guerra, pierde todo sentido de sí, todo sentido de humanidad. En esto parece a Trijeque, no al heroico joven cuyo nombre se escribirá en la historia (1022; Cáp. 20). Sin embargo, Gabriel escribe su nombre en esta historia. No es ―bonita página‖, ni serìa ―hermosa muerte‖, aunque tampoco aquí se muere.

El lector que se identifica con el empeño de Gabriel en el Arapil Grande también está alabando la transformación de los hombres en seres inhumanos cuyo único deseo es aniquilar al semejante. Poseído por los instintos más salvajes, como el monstruo con que se confunde, Gabriel se reduce al nivel de los animales inmundos, como las ratas en Gerona. La reacción del lector a estas atrocidades cometidas en nombre de España, sea de elogio o de repulsión, le plantea un dilema sin resolución. Como Trijeque en Juan Martín el Empecinado, aquí en La batalla de los Arapiles Gabriel personifica el genio de la guerra, que deshumaniza al que se deja dominar por ello. Las contradicciones de la Guerra de Independencia, de los guerreros y del genio español se enfrentan al lector una vez más al final de la primera serie. Los sacrificios hechos ―en nombre de una idea‖ también son sacrificios de todo lo que la humanidad cree valuar. Si hasta Gabriel, ―el heroico joven‖, se rebaja al estado en que sólo siente ―un anhelo vivísimo de matar algo‖, ¿a que precio se defiende ―la idea de la nacionalidad‖?

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BIBLIOGRAFIA

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LOVETT, Gabriel H.: ―Some Observations on Galdós‘ Juan Martín el Empecinado.‖ MLN, Vol. 84, Nº. 2, Hispanic Issue (Mar. 1969): 196-207

MILLER, Stephen: ―Aspectos del texto gráfico de la edición 1881-1885 de los Episodios nacionales.‖ Actas del tercer congreso internacional de estudios galdosianos, II. Las Palmas: Ediciones del Excmo. Cabildo Insular de Gran Canaria, 1989. 329-35.

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RODRÍGUEZ, Alfred: An Introduction to the ‗Episodios Nacionales‘ of Galdós. New York: Las Americas, 1967.

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NOTAS

1 Todas las citas de las obras de Galdós se indican entre paréntesis por página y capítulo: (753; Prólogo de Gerona).

2 En capítulo cinco de Juan Martín el Empecinado, Gabriel comenta las diferencias entre el sentido moral entre los guerrilleros, los contrabandistas y los ladrones. El pasaje sugiere otros personajes en la serie, no sólo a los que señala en estas frases:

Tres tipos ofrece el caudillaje en España, que son: el guerrillero, el contrabandista, el ladrón de caminos. El aspecto es el mismo: sólo el sentido moral les diferencia. Cualquiera de esos tipos puede ser uno de los otros dos sin que lo externo varíe, con tal que un grano de sentido moral (permítaseme la frase) caiga de más o de menos en la ampolleta de la conciencia. (974; Cáp. 5)

3 ―The portrayal of the virtues and vices of individuals is therefore an important element in the portrayal of society as a whole. A study of the psychology of the individual may help to explain collective as well as individual behaviour‖ (41).

4 Pero el hecho de que hay dos manuscritos, A y B, y que B tiene cambios y adiciones significantes, sugiere que Galdós se ocupaba mucho de este episodio.

5 Distintos puntos de vista sobre Trijeque y Juan Martín el Empecinado se encuentran en Bly, esp.119-23; Dendle, 76-79; Glendenning, esp. 51-57; Lovett; Montesinos, 114-16; Ortiz Armengol, 274-79; Rodríguez, 65-66.

6 En otro ejemplo de las atrocidades cometidas por los españoles se lee que

En las aldeas por donde pasamos tuvimos ocasión de presenciar escenas tristísimas, pero que eran inevitables en aquella cruel guerra. Los habitantes del país cometían mil desafueros y crueldades en los franceses rezagados, bien ahorcándolos, bien arrojándolos vivos a los pozos. Por una parte les impulsaba a esto su odio a los extranjeros, y por otra el deseo de congraciarse con los guerrilleros que venían detrás, y evitar de este modo que se les tachase de afectos al enemigo. (984; Cáp. 9)

7 La presencia en el episodio del Empecinadillo, el niño literalmente destetado con las guerrillas, pudiera representar el futuro de España. También la frecuente yuxtaposición de este ―pequeño héroe‖ al ―héroe‖ Juan Martín subraya la relación de la Guerra de Independencia con ese futuro. Los guerrilleros ―engendraron‖ ―la lepra del caudillaje‖ que dejó ―la semilla‖ de tantos males en el futuro (975; Cáp. 5). Galdós sin duda está refiriendo a las Guerras Carlistas, pero pudiera leerse como una predicción de la Guerra Civil y el mando de Franco, El Caudillo. Véase también los comentarios de Miller acerca de la importancia del Empecinadillo.

8 Vg. Sublime y brutal, aquel monstruo del Apocalipsis arrojóse en medio del fuego.

Brincó el descomunal caballo sobre el suelo, brincó el jinete sobre la silla y ambos inflamados en la pasión de la guerra, se lanzaron con deliciosa fruición en la atmósfera del peligro… Su horrible presencia infundía pánico a los contrarios, los cuales ignoraban a qué casta de animales pertenecía aquel gigante negro, que parecía dotado de alas para volar, de garras para herir, y de incomprensible fluido magnético para desconcertar. Un tigre que tomara humana forma, no sería de otra manera que como era mosén Antón. (984; Cáp. 8)