LA ÉPICA Y LA GUERRA POSMODERNA: TRAFALGAR DE BENITO PÉREZ GALDÓS

Gonzalo Navajas

LA TEORÍA DE LA GUERRA Y LA NACIÓN

En el ensayo La paz perpetua, publicado en 1795, Emmanuel Kant establece que la guerra ha sido históricamente el estado natural de la humanidad. El suyo es un concepto lato de la guerra ya que incluye, además de la declaración abierta de hostilidades y la violencia armada entre las naciones, la amenaza constante y prolongada del posible desencadenamiento de acciones militares entre países (Kant, 1985: 111). Desde este punto de vista, para Kant la orientación principal de la política de las naciones tanto antiguas como modernas se define a partir de su orientación y preparación para la guerra.

No obstante, a pesar de esta visión de la guerra como un aparente imperativo absoluto de todas las sociedades, Kant afirma también que la sociedad europea de su tiempo ha alcanzado ya el punto idóneo de madurez y civilización que puede permitirle la eliminación de la guerra de su horizonte de opciones políticas. De ese modo, La paz perpetua se perfila como el texto que caracteriza la naturaleza ambivalente de la guerra dentro de las sociedades modernas. Por una parte, es un impulso aparentemente universal e ineludible. Por otra parte, al mismo tiempo, el paradigma social y ético de la modernidad puede contener dentro de sí mismo los principios para su superación definitiva. Esa aproximación dual a la guerra caracteriza la visión de la guerra en la cultura moderna y en particular en la novela. Galdós es un ejemplo, como se demuestra en Trafalgar.

Además de Kant, otros dos pensadores, Hegel y Carl von Clausewitz, aportan conceptos relevantes para la interpretación de la guerra en general que pueden ser aplicados a la novela Trafalgar, que es el objeto central de este ensayo. Para Hegel, la guerra es el vehículo máximo para la realización de los fines del Estado y de la preservación de sus ambiciones políticas. Hegel no aboga abiertamente por la guerra, pero, en Elementos de la filosofía del derecho, la incluye como una opción del programa polìtico de las naciones cuando ―la infinidad y el honor‖ del Estado son agredidos o violados por otro estado (Hegel, 1991: 369). Clausewitz lleva esta posición a sus últimas consecuencias ya que abiertamente declara la guerra no como meramente ―un acto polìtico sino además como un instrumento de la polìtica del Estado, una continuación del comercio político, una realización de lo mismo por otros medios‖ (Clausewitz, 1988: 119).

Galdós opera conceptualmente dentro de estos parámetros en torno a la guerra y su relación con la identidad de la nación. Por una parte, Galdós comparte la visión moderna de la guerra como un hecho abominable de la historia de las naciones y de sus relaciones entre sí. La guerra se opone a la visión de la creación de una comunidad universal por encima de la parcelación entre naciones contrarias. El desarrollo de la batalla de Trafalgar con sus numerosos muertos y heridos y la destrucción de grandes barcos, como el Santísima Trinidad, provoca en su narración un sentimiento de repulsión ante el horror contemplado. Desde esa perspectiva, la guerra se corresponde con los rasgos más degradantes de la condición humana.

Al mismo tiempo, como se pone de relieve en la evolución narrativa de la novela, la guerra puede percibirse como un hecho espectacular que el narrador utiliza para producir una textualidad brillante con la que cautivar la atención del lector. Además, de la consideración de la guerra emerge una reflexión en torno a la nación española que contribuye a definir la

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naturaleza del país de una manera renovada. Todas estas ambivalencias y tensiones fundamentales incrementan la complejidad semántica de la novela que, más allá de su propósito narrativo, propone una imagen diferencial de la nación.

Como afirma Renan, en un ensayo seminal en torno al tema, en el origen de las naciones hay un núcleo de violencia fundacional que articula y cohesiona los principios tentativos de la identidad de la nación (Renan, 1990: 11). Esa violencia se produce en contra de un otro externo al que se visualiza como el enemigo sobre el que hay que prevalecer para asegurar la permanencia de la propia nación sobre los demás. Renan alude, como ilustración, a la empresa de la unificación de Roma y su imperio en contra de sus diversos antagonistas, desde Cartago a los grupos germánicos. Un caso más reciente sería la conflictividad entre Alemania y Francia y otros países europeos a partir de Bismarck. Una conflictividad que culmina con la empresa de obliteración del otro no-ario en el período nazi. La Alemania del período posterior a su unificación requería enfrentarse a sus enemigos para consolidar su todavía vacilante identidad nacional creada sólo muy recientemente, en 1871.

La tesis que acompaña a esta tesis de la violencia originaria y fundacional de la nación es que, una vez la violencia ha prevalecido sobre el otro —que puede luego ser absorbido y ser integrado en la misma nación— y ha obtenido sus objetivos en torno a la consolidación de la nación, conviene a sus grupos dirigentes la ocultación de esa violencia originaria, con frecuencia absoluta y sin reservas, para legitimar la operación de la realización de la identidad nacional. La violencia es defendible en cuanto que el otro enemigo es un obstáculo para la identidad nacional. Una vez esa identidad se ha afirmado y se ha hecho incuestionable, es imperativo ocultarla para que la conciencia colectiva de la nación pueda sentirse satisfecha consigo misma (Renan, 1990: 20).

Violencia, pathos, sufrimiento fundan el proceso de creación nacional. El caso español sigue este modelo desde sus orígenes medievales de enfrentamiento a un otro ideológica y culturalmente distinto —el otro árabe— a los numerosos conflictos con los diversos oponentes continentales de la época moderna: Francia, los Países bajos, Inglaterrra, etc. Sin duda, la batalla de Trafalgar es uno de los episodios notables de la historia de oposición entre la nación española y sus oponentes externos. A este episodio le dedica Galdós un texto notable en cuanto a su visión de la guerra como componente definitorio de la identidad nacional.

Sin favorecer la violencia indiscriminada y arbitraria de la guerra, Galdós asume la posición de que la guerra puede ser necesaria en cuestiones de honor nacional, como mantiene Hegel en Elementos de la filosofía del derecho. Ni Hegel ni Galdós definen el concepto de honor nacional con precisión. Cabe entender, no obstante, que el honor nacional se identifica con los rasgos más definitorios de la comunidad y, en particular, los que aluden a la defensa de los principios más esenciales de la nación. Galdós establece precisiones en su concepto del honor, que no se corresponde con la acepción tradicional y castiza del término. Por ello, se refiere con menosprecio a la ―casta de matadores de moros‖, (Galdós, 1950: 241) y se distancia con relación a ese concepto por juzgarlo una visión degradante de la nación.

Al mismo tiempo, Galdós no pretende ocultar la violencia constitutiva de la historia nacional, eludiendo o moderando la crudeza de los episodios más sangrientos de esa historia. Por el contrario, Galdós ironiza sobre esa historia y desplaza su interés desde los episodios vinculados con una victoria gloriosa hacia los que están asociados con una derrota dignamente heroica, como ocurrió en la batalla de Trafalgar. Del Cid y los Reyes Católicos, figuras inequívocamente triunfantes de la historia nacional, nos trasladamos a los numerosos momentos de la historia posterior en los que la derrota y el declive asociado con ella han constituido el componente determinante de la historia del país. Por ello, Churruca y Gravina, que pierden su vida en el combate naval en Trafalgar y asumen el lastre de un enfrentamiento destinado a la derrota frente a la Armada inglesa, se convierten en el emblema de este nuevo

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concepto de la nación unida en el dolor de la derrota más que en la euforia de la victoria. El honor de la nación se halla para Galdós en la fidelidad a unos principios que se afirman por encima de todas las dificultades y pueden incluso conducir a la muerte. Los héroes de Galdós en Trafalgar son héroes derrotados pero no vencidos moralmente.

Junto a esta visión del héroe caído —que emerge nietzscheanamente de la nada y la negatividad de la derrota— se desarrolla y expone en este texto la imagen de una nación que no provee un modelo de hogar en el que todos sus miembros pueden sentirse incluidos. La nación en Trafalgar no es un Heimat heideggerianamente acogedor sino un espacio humana y existencialmente desolador en el que no hay más signo compartido que el ansia del medro personal. Hay que destacar que esta visión crítica de Galdós se extiende hasta la literatura actual. La serie Alatriste de Arturo Pérez-Reverte, por ejemplo, incide en este concepto de la patria española como una entidad vacía y hosca en la que se niega reconocimiento a sus miembros más dedicados a ella. De ese modo, el capitán Alatriste se sacrifica por su rey y llegará incluso a entregar su vida en defensa de sus objetivos, pero ese mismo rey y sus colaboradores de la corte lo abandonan a su suerte.

Galdós anticipa esa visión crítica con la que Pérez Reverte se identifica y reactualiza en la serie del capitán Alatriste. De manera análoga al abandono que, en la serie de Alatriste, sufren los tercios por parte del rey en tierras de Flandes, los marinos de la Armada española en Trafalgar ponen de manifiesto las malas condiciones en las que se ven obligados a servir la causa de su país. De nuevo es la ausencia de un sentido de comunidad nacional colectiva lo que conduce al escepticismo de los combatientes. Alatriste se bate en los campos de Flandes y en el mar Mediterráneo por un principio de lealtad inquebrantable a un concepto de país que es estrictamente irreal pero en el que él ha decidido creer por encima de todas las circunstancias materiales adversas. Su concepto del servicio a la institución monárquica y la religión con la que esa monarquía se identifica responde todavía a la visión del estado premoderno en el que el poder tiene una naturaleza ontológica vinculada a un origen divino y, por tanto, incuestionable. La crítica del poder en Galdós responde ya a una visión determinada por el pensamiento crítico liberal y moderno. Por eso, en los marinos de la Armada hay entrega pero también una conciencia clara de su precaria situación respecto a las instituciones que supuestamente deberìan ampararlos: ―Pues de ésta me despido. El rey paga mal —afirma uno de esos marinos críticos de la negligencia del estado con relación a sus esfuerzos— y, después si queda uno cojo o baldado, te dan las buenas noches, y si te he visto no me acuerdo. Parece mentira que el rey trate tan mal a los que le sirven ¡Y luego se espantan de que nos venzan los ingleses!‖ (Galdós, 1950: 269).

Alatriste se lamenta de condiciones similares en el campo de batalla, pero sigue combatiendo hasta la muerte. De modo distinto, el marino que hace manifiesta su crítica de la corona no comparte ya la visión de la institución monárquica de Alatriste y opta por el abandono del rey. El conde-duque de Olivares es una figura remota pero con la que Alatriste todavía puede tener alguna conexión pudiendo incluso acceder a él y pedirle favores. Por su parte, Manuel de Godoy, el Príncipe de la Paz, en Trafalgar, es un hombre corrupto del que todos los soldados de su ejército están separados sin ninguna posibilidad de acceso a él. La división entre los españoles que detentan el poder y los que están a su servicio se presenta en la novela de Galdós como infranqueable. Se produce, además, el hecho de que el mismo Godoy aparece como el agente que provoca el declive irrevocable del estatus del país en el mundo y la entrega de los intereses de la nación al poder de Napoleón y Francia.

A pesar de estas críticas, Trafalgar acaba proponiendo, en última instancia, una visión generosa de la historia del país ya que justifica sus derrotas a partir de causas externas a España. El desastre de Trafalgar, por ejemplo, se imputa a la decisión de Godoy de ponerse al servicio de Napoleón y subordinarse a sus designios. El diferente estatus internacional de ambas naciones queda clarificado por el narrador. Para Napoleón la derrota en Trafalgar es un

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contratiempo dentro de su política europea que queda compensado prontamente por otros episodios más propicios como la victoria en Austerlitz. ―Yo no puedo estar en todas partes,‖ afirma Napoleón al enterarse de la derrota de la Armada combinada (Galdós, 1950: 272). De modo diferente, para España esa misma derrota significa el abandono definitivo de una posición destacada en la escena política mundial. Las repetidas acusaciones del narrador en contra de Villeneuve, el almirante francés que ordena la salida de las embarcaciones en contra de la opinión de Churruca, Gravina y otros oficiales españoles, son un modo de hallar una justificación honrosa a una derrota abrumadora al mismo tiempo que revelan que el peso de las decisiones está en manos francesas más que españolas.

El texto insiste en que la Armada española sufre la derrota precisamente a partir de su subordinación a las fuerzas extranjeras dejando así en entredicho la independencia del país. Lo manifiesta Doña Francisca cuando destaca la necesidad de los mandos españoles de afirmarse frente a los franceses: ―la escuadra española no debìa de salir de Cádiz cediendo a las genialidades y al egoìsmo de monsieur Villeneuve (…). Villeneuve, que estaba decidido a ello, por hacer una hombrada, que le reconciliase con su amo, trató de herir el amor propio de los nuestros‖ (Galdós, 1950: 274). Según la versión de Doña Francisca, que suscribe el narrador, la provocación de Villeneuve conduce al error de Gravina de echarse a la mar a pesar de las condiciones adversas y la inferioridad de la escuadra combinada frente a la poderosa armada de Nelson.

El narrador de Trafalgar reafirma la definición de la nación a partir del pathos colectivo y la unión que ese pathos proporciona. La autocompasión se transforma en la forma máxima de afirmación del orgullo nacional. La revelación sin reservas de los defectos nacionales y la exposición explícita de la conciencia de la nación es una motivación capital de la narración. El país ha perdido su grandeza pasada, pero puede hallar un sustituto en la entereza frente al declive y la derrota. Inglaterra puede asumir su incontestable victoria en Trafalgar como una manifestación del orgullo nacional. Francia halla modos de afirmación a partir de las campañas de Napoleón y de los avances de sus ejércitos a lo largo de Europa. España, en la versión del narrador de Trafalgar, halla su naturaleza más definitoria en la asunción de la derrota con dignidad y en algunos casos heroísmo.

La patria no se define de la manera más constitutiva a partir del segmento superior de la pirámide social —el monarca, los nobles, la Iglesia— ni a partir de los eventos históricos que son consustanciales con estos estamentos sociales sino a partir de la aportación de los personajes anónimos cuyo protagonismo es reivindicado abiertamente por Gabriel. Esta reversión que se desarrolla en la práctica ficcional de la novela de Galdós es anticipatoria de la reversión de la teoría de la historia que se ha experimentado en las últimas tres décadas. A partir de Foucault en particular, el foco central de la historia se ha desplazado hacia los márgenes, resituándose frente a las grandes efemérides y figuras que la ocuparon de manera excluyente en el pasado.

En lugar de la grosse Geschichte hegeliana, centrada en categorías ontológicas universales (la Patria, el Estado, la Monarquía, la Religión), el narrador presenta una visión de la historia que, sin obviar las acciones de las figuras protagonísticas convencionales, potencia el papel de los personajes anónimos que constituyen la microhistoria, la historia habitualmente destinada al olvido en los textos de la historia convencional. El propio Gabriel es uno de esos personajes: huérfano, sin hogar propio ni educación, se redime a partir de su capacidad de estructurar los datos históricos y de darles un significado coherente y sugestivo a partir de su propio origen personal. No oculta la naturaleza de esos orígenes: ―la sociedad en que yo me crié era, pues, de lo más rudo, incipiente y soez que puede imaginarse‖ (Galdós, 1950: 205). Gabriel no disimula su pasado callejero e inequívocamente marginal. Y es ese origen el que otorga mayor relevancia e intensidad a su versión de los hechos en torno a Trafalgar y la nación. Un hombre sin ninguna ascendencia social y cultural, en la periferia del tiempo, es el

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que es capaz de articular una narración que ironiza y cuestiona los parámetros de la historia nacional oficial sin abandonar al mismo tiempo la noción de que la patria puede constituir un ámbito valioso y legítimo para el desarrollo de una comunidad lingüística y cultural.

El narrador no ignora los signos e ideas convencionales en torno a la nación y la patria en su momento. La religión, la guerra, el honor nacional son conceptos que informan su discurso e incluso se adhiere a ellos desde una perspectiva tanto emotiva como intelectual. No obstante, su posición no es la de un agente de la historia, un protagonista de ella, sino la de un sujeto que sufre las consecuencias de los hechos históricos y padece los efectos de las decisiones erróneas de los que quedan por encima de él en la jerarquía política y militar. El narrador no disputa la noción de la patria como un pacto de unidad entre sus miembros para defenderse del enemigo. Asocia, además, la nación con la divinidad y la guerra con la defensa de la religión. Su credo político e ideológico se corresponde con el concepto del estado como entidad máxima e incuestionable, que es propio del discurso predominante en el siglo XIX y desemboca en la gran expansión de los imperialismos europeos (Inglaterra y Francia, en particular) en el último tercio del siglo. No obstante, el caso de España es singular. A diferencia de otras naciones europeas en pleno proceso de incremento de su poder, España es en ese momento una nación humillada y el narrador trata de hallar una justificación para esta situación.

La guerra es el instrumento capital del programa de política exterior de las naciones en el siglo XIX. A diferencia de la actualidad en que la guerra se considera como un recurso excepcional y extremo de la política nacional, para el marco cognitivo en el que Trafalgar, como textualidad, queda incluido, la guerra es una parte integral del programa político de las naciones. Es más. La guerra no es sólo una acción al servicio de una causa sino que genera, además, una estética afín a lo sagrado que se vincula incluso con los emblemas más ostensibles de la religión, como son las iglesias, que ejemplifican el espacio de veneración colectiva destinada al Dios cristiano.

Dentro de esta perspectiva, es posible equiparar de manera indisociable los barcos de guerra con las catedrales como si la guerra y la religión formaran parte de la misma realidad ideológica y espiritual sin solución de continuidad. Rememorando las naves de guerra atracadas en el puerto de Cádiz en preparación para la batalla, el narrador establece un nexo entre esas naves y las catedrales atribuyendo a ambas unos atributos de espiritualidad especial: ―no he podido menos de traer a la memoria las distintas clases de naves que he visto en mi larga vida, y he comparado las antiguas con las catedrales góticas. Sus formas, que se prolongan hacia arriba; el predominio de las líneas verticales sobre las horizontales; cierto inexplicable idealismo, algo de histórico y religioso a la vez‖ (Galdós, 1950: 235). La situación epistémica actual no podría suscribir esta unión de máquinas para la destrucción, destinadas a la guerra, y el impulso religioso. Sin embargo, para el narrador de Trafalgar esa asociación aparece como natural e incuestionable.

Además de la religión, la imagen de la guerra se vincula con la belleza. Por ello, el Santísima Trinidad, el gran buque de la armada española en la batalla, es comparado con el edificio del monasterio del Escorial: ―el interior era maravilloso, las cámaras situadas a popa eran un pequeño palacio por dentro, y por fuera una especie de fantástico alcázar‖ (Galdós, 1950: 235). Ante la presencia de esta embarcación extraordinaria que él denomina ―Escorial de los mares,‖ Gabriel Araceli, se queda absorto ―en la contemplación de tan hermosa máquina, sin acordarme de nada más‖ (Galdós, 1950: 234).

Para Gabriel, los barcos de guerra amarrados en el puerto de Cádiz poco tiempo antes de su salida al mar para enfrentarse con la escuadra inglesa no son tantos instrumentos de destrucción y muerte sino bellas construcciones con las que emprender el espectáculo épico de la guerra. La guerra y lo relacionado con ella —barcos, marinos, cañones— son los componentes esenciales de una gran fiesta colectiva en la que Gabriel puede participar no

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tanto de manera activa sino como espectador privilegiado en primera línea y finalmente transmisor artístico.

A pesar de esta expectativa inicial, una vez comenzado el enfrentamiento naval entre las dos escuadras, la característica festiva en torno a la guerra se va diluyendo progresivamente y se imponen las características de dolor y muerte que inequívocamente acompañan a los enfrentamientos bélicos. No obstante, la narración de Gabriel todavía queda envuelta en el aura en torno a la acción militar que se concretiza en su impulso nostálgico hacia el modelo de guerra que ejemplifica la batalla de Trafalgar. En ella, las máquinas y las armas de la guerra, según Gabriel, tienen todavía unas dimensiones accesibles y hechas a la medida del sujeto individual que no queda sometido al poder de la tecnología. Los barcos de guerra propios del momento en el que escribe Gabriel —muy posterior al tiempo de la batalla de Trafalgar— han evolucionado de tal manera que no permiten la ―destreza y el valor‖ personales (Galdós, 1950: 234).

La tecnologización de la guerra siguió aumentando a lo largo de todo el siglo XIX hasta culminar en la primera guerra mundial en la que la tecnología predomina ya abiertamente sobre el combatiente individual y lo convierte en una pieza insignificante y dispensable dentro de una estrategia subordinada a las armas de artillería pesada, los carros de combate, las bombas y los gases. La primera guerra mundial significa la eliminación definitiva del aura de la acción militar. Las numerosas manifestaciones de heroísmo y valor que tuvieron lugar en el transcurso de los combates de trincheras en esa guerra quedaron borradas por el horror y la destrucción generalizadas de una guerra convertida en total. Esa guerra eliminó las connotaciones épicas posibles en torno a la guerra ya que esas posibles connotaciones se vieron abrumadas por la incontrovertible presencia de un horror ilimitado.

La decepción de los grupos intelectuales respecto a una guerra que se les aparecía como absurda fue común. El Gotterdämmerung de las trincheras en Verdún definió el arte y la cultura de toda una época: ―the urge to destroy was intensified; the urge to create became increasingly abstract. In the end the abstractions turned to insanity and all that remained was destruction‖. (El impulso de la destrucción se vio intensificado; el deseo de crear se hizo crecientemente abstracto. Finalmente, las abstracciones se hicieron locura y no quedó más que la destrucción), (Gray, 1997: 122).‖ La guerra que debía ser la postrera y final y debía acabar con todas las guerras desemboca en otra versión todavía más deshumanizadora de la acción militar que queda ejemplificada en la segunda guerra mundial.

Es parcialmente comprensible el que Gabriel pueda permitirse todavía una visualización nostálgica de una versión de la guerra que nunca existió objetivamente pero que, debido a que quedaba delimitada en el alcance de su destrucción —fue parcial y no total—, puede ser reconstruida de manera idealizada como un espacio donde actualizar algunas cualidades innatas en el ser humano, como la entrega personal y la solidaridad con el compañero. En el modelo bélico que evoca nostálgicamente Gabriel, la tecnología militar es conmensurable con el individuo. De modo distinto, en el concepto de la guerra posmoderna, la tecnología se impone sobre el sujeto individual. Cualquier aura en torno a la guerra ha quedado, por tanto, definitivamente eliminada.

En última instancia, no es Gabriel sino Doña Francisca quien presenta la visión más fiable en torno a la guerra. Es, además, la visión que se aproxima más al escepticismo y el distanciamiento crítico con que percibimos el hecho militar en la actualidad. Doña Francisca no comparte los conceptos del honor y el sacrificio personal por la patria que su marido preconiza y le llevan a dejar su hogar para unirse a la escuadra en Cádiz. De modo diferente a su marido, Doña Francisca aconseja moderación y pragmatismo dando prioridad a la preservación de la vida por encima de otras consideraciones.

Es interesante destacar que esta perspectiva procede de una voz femenina que contempla con ironía la dimensión heroica de la actividad militar que ella contrapone a la apacibilidad

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doméstica. En lugar de presentar la guerra como un acontecimiento épicamente espectacular, Doña Francisca se concentra en los aspectos de destrucción y muerte que la acompañan. Al margen de los grandes paradigmas y sistemas hegelianamente utópicos que invaden y ocupan todo el siglo XIX, Doña Francisca prefiere la seguridad minimalista de la domesticidad. Su posición no es tanto un rechazo de la aventura y la exploración de nuevas opciones individuales y comunitarias como la afirmación de que la guerra no tiene que ser el vehículo último y definitivo de las relaciones entre los estados. Desde su perspectiva femenina, modesta pero resoluta, Doña Francisca ofrece una contrapartida a las propuestas de los hombres de estado. Como la microhistoria de Gabriel, la marginalidad histórica de Doña Francisca se beneficia de que no participa de los principios que determinan los parámetros de la Historia protagonizada y narrada por los hombres. Su aportación a la historia es precisamente optar por quedarse deliberadamente fuera de ella e ironizar, desde la marginación, sobre los presupuestos éticos que condenan a su marido y a los otros hombres implicados en la defensa de un supuesto honor a partir de la violencia de las armas.

El predominio de la posición de Doña Francisca desde la marginalidad histórica se corresponde con la prevalencia del narrador en la conclusión de su narración. La discriminación social que aleja a Gabriel de su amada, Rosita, le conduce al mismo tiempo a superar la estructura social y cultural que le condiciona. Lo que le obliga a separarse de ella es tan sólo su condición social marginada, no sus cualidades personales. Frente a ello, decide abandonar el entorno humano que hasta ese momento le ha dado albergue y realizar su libertad personal: ―puedo asegurar que una resolución súbita me arrancó de la puerta y salì del jardìn corriendo, como un ladrón que teme ser descubierto‖ (Galdós, 1950: 275). En esa elección está contenida no sólo la liberación de sus condicionamientos personales sino, además, la afirmación de su clase social in toto como la vanguardia potencial del cambio histórico. La paz familiar de Doña Francisca se combina con la libertad individual de Gabriel y se opone a los condicionamientos de una estructura social inflexible e impenetrable. Lamentablemente, ni la historia posterior europea ni la española en particular se rigieron por las opciones propuestas por estas dos figuras posicionadas en el extrarradio de la historia.

LA COMUNIDAD INTERNACIONAL Y LA INSULARIDAD DE LA NACIÓN

Galdós afirma en Trafalgar el derecho inviolable a la soberanía de la nación frente a las posibles imposiciones de otros estados. En ese momento de la historia mundial, los estados que aparentemente tienen peso en la escena mundial se reducen a Europa. La lamentación de Gabriel Araceli, y través de él, Galdós, como la voz de la conciencia nacional, es que España ha quedado en los márgenes del núcleo de la historia y que el desenlace nefasto de la batalla de Trafalgar es la corroboración última de esa devaluación de la condición del país. La narración oscila entre el análisis de las causas de la disminución del estatus de la nación española y el imperativo de la defensa de la patria frente al acoso externo.

No es ésta, no obstante, la única posición de Galdós frente a la nación. La nación es necesaria, pero no colma todos los impulsos de la identidad personal. Es más. La identificación excesiva con la nación puede ser la causa que impida la realización de la paz universal que el paradigma de la modernidad kantiana promueve con optimismo una década antes de la batalla de Trafalgar (1805) que Galdós describe y analiza setenta años después.

Es de nuevo la visión de un espectador marginal la que desarrolla la crítica de la nación-estado como valor y principio absoluto e incontestado de las sociedades modernas. Las consideraciones críticas del concepto de nación proceden del niño de catorce años, Gabriel Araceli, que presencia las consecuencias de sufrimiento y odio que acarrea la guerra e impiden cualquier posible justificación de ella. El Gabriel Araceli maduro que escribe sobre los acontecimientos que él presenció en la infancia, suscribe plenamente la visión del niño:

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―los niños suelen también pensar grandes cosas; y en aquella ocasión, ante aquel espectáculo, ¿qué cerebro, como no fuera el de un idiota, podría permanecer en calma?‖ (Galdós, 1950: 252).

Para Gabriel las naciones son ―islas‖ hostiles entre sì que previenen el desarrollo de la fraternidad universal que él propugna e ilustra con casos concretos en la narración. Por ejemplo, Gabriel describe la colaboración entre los marinos ingleses y los españoles para ayudarse mutuamente después del combate. En ese caso, la naturaleza humana común prevalece por encima de las divisiones impuestas por los dirigentes de los estados y los marinos de ambos paìses cooperan entre sì para la salvación de sus vidas: ―era curioso mirar cómo fraternizaban [los marinos], amparándose unos a otros en el común peligro, sin recordar que el día anterior se mataban en horrenda lucha, más parecidos a fieras que a hombres‖ (Galdós, 1950: 252).

Reconocer la naturaleza humana común compartida por encima de las divisiones artificiales de las naciones es el primer dato que Gabriel establece para su propuesta de la superación de los límites de la patria reafirmando el proyecto moderno kantiano de una humanidad compartida. Gabriel articula de ese modo la dicotomía patria/humanidad universal que ha sido una motivación determinante de la historia política moderna. Jürgen Habermas y Jacques Derrida, por ejemplo, vuelven a invocarla para fundamentar y justificar el programa de una Europa unida en la actualidad (Levy, 2005: 7).

La propuesta de Gabriel es abstracta y general, pero no vacía. Contiene, además, un componente político importante. Responsabiliza de la causa de las dificultades entre las naciones-islas a sus dirigentes que priman la ambición e interés personales por encima de las relaciones comunes: ―en todas ellas [las islas-naciones] debe de haber hombres muy malos que son los que arman las guerras para su provecho particular (…). Estos hombres malos son los que engañan a los demás, a todos estos infelices que van a pelear; y para que el engaño sea completo, los impulsan a odiar a otras naciones‖ (Galdós, 1950: 253).

La propuesta de Gabriel conecta directamente con los parámetros de la realidad geopolítica actual también condicionados por las ambivalencias y las tensiones en las relaciones entre los programas nacionales y una humanidad globalizada. Por encima de las divergencias temporales y epistémicas entre su época y la nuestra, el análisis de Gabriel Araceli sigue siendo vigente. Los ―mentirosos utópicos‖, a los que Gabriel alude admirativamente, los hombres quijotescamente geniales, tienen la capacidad de motivar a la sociedad por encima de los torpes y prosaicos planes de los políticos profesionales.

El componente irracional y subliminal en la visión de Araceli, asociado con la tradición quijotesca, lo distancia epistemológicamente del programa de la modernidad racional y científica (Troncoso, 1995: XXXIX). El suyo es un vislumbre utópico que procede por convicción emotiva más que por persuasión lógica. Lo que en Kant deriva de los nuevos principios de una humanidad posmetafísica y antropocéntrica (ejemplificada en el motto del ―sapere aude‖), en Gabriel es una proyección personal todopoderosa que emerge precisamente a partir de la experiencia de la guerra entre las naciones. En él, guerra y nacionalismo están indisolublemente unidos y operan conjuntamente en contra de un plan más propicio para la humanidad: ―apuesto doble contra sencillo a que dentro de poco los hombres de unas y otras islas [naciones] se han de convencer de que hacen un gran disparate armando tan terribles guerras, y llegará un día en que se abrazarán conviniendo todos en no formar más que una gran familia‖ (Galdós, 1950: 253).

Es un adolescente el que hace esta afirmación que actualiza en la textualidad literaria el desiderátum de los pensadores de una época que generó un repertorio considerable de pensamiento utópico: desde Comte y Marx a Bakunin, Nietzsche y Tolstoi, en el siglo XIX abundan los marcos conceptuales omnicomprensivos en torno a una comunidad humana que supere las insuficiencias de las divisiones ideológicas y éticas entre las sociedades. En el caso

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de Marx, esa afirmación es sistemática y cerrada. En otros casos, como el de Nietzsche o Bakunin, el antisistematismo antihegeliano es el impulso motivador. Gabriel defiende la utopía a partir de su experiencia vital que le conduce a privilegiar el valor de la ―mentira genial‖, que es susceptible de transformar el futuro a partir de una idea excepcionalmente persuasiva que puede beneficiar a toda la humanidad en general.

Esa es la razón de que Gabriel confiera una relevancia destacada a figuras ―sobrehumanas‖ que están dispuestas a sacrificar su vida por una causa o principio colectivo. El almirante Nelson y Churruca son ejemplos. El desenlace grandiosamente trágico de sus vidas les confiere unos atributos individuales especiales. Ambos mueren en la acción de la batalla y sufren, de ese modo, las consecuencias de la destrucción y la muerte que van vinculadas con la guerra. No obstante, su muerte no hace más que incrementar su condición transcendental y sobrehumana. Ambos son Übermenschen que se adhieren a una ética personal fundada en la entrega a unos principios que superan los códigos convencionales de conducta. El reconocimiento de Gabriel a ambos por igual hace patente que ha optado por situarse plenamente más allá de las demarcaciones nacionales. Nelson muere de manera ejemplar y sus últimas palabras afirman un ethos personal por encima de las demarcaciones y límites nacionales: ―atormentado por horrible dolores, no dejó de dictar órdenes, enterándose de los movimientos de ambas escuadras, y cuando se le hizo saber el triunfo de la suya, exclamó: —Bendito sea Dios, he cumplido con mi deber‖ (Galdós, 1950: 248). El posicionamiento personal del almirante se hace con relación a un concepto del honor personal que le lleva a valorar su código de conducta por encima de cualquier otro generado externamente.

El caso de Churruca es igualmente un paragon de conducta personal. Es así como sumariza definitoriamente Gabriel la trayectoria vital y humana de este marino: ―aquella noble vida se había extinguido a los cuarenta y cuatro años de edad, después de veintinueve años de honrosos servicios en la armada como sabio, como militar y como navegante, pues todo lo era Churruca, además de perfecto caballero‖ (Galdós, 1950: 258). Como en el caso de Nelson, la ejemplaridad y perfección de Churruca se realizan a través del sacrificio máximo que es la propia vida. Lo que los une, por encima de la diferencia de su país de origen, es su dedicación a una causa ética personal. El emplazamiento fundacional de esa ética no se produce en el ámbito nacional sino en el paradigma más amplio de la condición humana en general.

CONCLUSIÓN. TRAFALGAR Y LA GUERRA POSMODERNA

Después de la última guerra moralmente inequívoca, que fue la segunda guerra mundial en su lucha contra el nazismo y el fascismo internacionales, ya no es posible aproximarse al fenómeno de la guerra con un criterio moral estrictamente unidimensional. Las guerras —cualesquiera que sean su origen y procedencia nacional— producen violencia, destrucción y muerte generalizadas y no es fácil, por tanto, justificar ninguna guerra a partir de unos principios morales unívocos. Esa es una de las razones de que la guerra haya dejado de ser, después del intento nazi de imposición de un programa político y social a partir de la fuerza, un instrumento explícito de la política de los estados. Sin duda, hay y seguirá habiendo guerras y la experiencia bélica continuará siendo parte de la historia humana. Existe, no obstante, una diferencia cualitativa considerable entre nuestro momento y otros momentos de la historia pasada. Hoy sabemos que no hay guerras absolutamente limpias frente a otras que acaparan el mal. La dimensión épica de la guerra, tal como se presenta en la novela de Galdós, no es ya una opción viable porque, a partir de la emergencia de la indefinición axiológica posmoderna, el discurso contemporáneo ha dejado de estar motivado por la univocidad moral. La moralidad no va adscrita tampoco a las grandes narraciones en torno a la nación. Hoy se potencian más bien los relatos personales y, en particular, los que destacan

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la marginalidad del narrador frente a los grandes acontecimientos históricos. En este sentido, el narrador de Trafalgar, clarividente pero anónimo y tangencial, es un anticipo de las premisas de la episteme actual y del modo de narrarla.

Además, la masiva tecnologización de la guerra que se inicia con la gran guerra de 1914-18, ha conducido a la progresiva devaluación de la dimensión individual en las accciones militares. Las máquinas de guerra, cada vez más complejas e inescrutables, se han convertido en los agentes decisivos de las operaciones militares. Ganar una guerra está vinculado cada vez más a la superioridad de la tecnología de unas fuerzas sobre las del enemigo. La técnica ha tenido siempre un peso notable en los resultados de las guerras. Por ejemplo, la derrota de los tercios en la batalla de Rocroi está vinculada al uso de la artillería por las tropas francesas frente a la dependencia de la caballería y la infantería por parte española. La diferencia del pasado con la situación actual es que la tecnología se ha convertido en el componente definitivo y determinante del desenlace de las guerras haciendo que las cualidades superhumanas de figuras como Nelson o Churruca sean menos relevantes e imperativas en la actualidad.

La guerra es y seguirá siendo sine die un componente constitutivo central de la historia humana. Asimismo, la guerra seguirá generando relatos en torno a ella. Con sus ambivalencias en torno a la legitimidad y la necesidad de la guerra y su análisis de las conexiones entre las insuficiencias del Estado absoluto y la guerra, la novela de Galdós es un anticipo de lo que son los condicionamientos de la guerra y los relatos bélicos contemporáneos. Como es aparente en un relato bélico actual, Soldados de Salamina de Javier Cercas, la guerra moderna segrega, más allá de las acciones militares, una devaluación generalizada de valores humanos, una pérdida que no es sólo física sino sobre todo ética y embarga a toda una comunidad, contaminando de negatividad todas las relaciones entre todos sus miembros. La versión narrada de la batalla de Trafalgar que hace Galdós es un preludio de la visión actual, poskantiana y posmoderna, de la guerra.

La épica y la guerra posmoderna

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