EDICIÓN DE REFERENCIA: Gloria, Perlado, Páez y Compañía, (Sucesores de Hernando), Madrid, 1908.
INTERVENCIONES: Actualización ortográfica. Corrección erratas.
GLORIA
Primera parte
I
Arriba el telón
Allá lejos, sobre verde colina a quien bañan por el norte el océano y por levante una tortuosa ría, está Ficóbriga, villa que no ha de buscarse en la geografía sino en el mapa moral de España, donde yo la he visto.
Marchemos hacia ella, que el claro día y la pureza del aromoso ambiente convidan al viaje. Estamos en junio, mes encantador en esta comarca costera cuando la deja de sus terribles manos destructoras el huracán. Hasta el mar, el displicente y sañudo Cantábrico está hoy tranquilo. Permite a las naves correr sin miedo por su quieta superficie, se arroja adormecido sobre las playas, y en lo profundo de las grutas, en las ensenadas, en los acantilados y en los arrecifes sus mil lenguas de espuma modulan palabras de paz.
Las suaves colinas verdes van ascendiendo desde el mar hasta las montañas, subiéndose unas sobre otras, cual si apostaran a quién llega primero arriba. En toda la extensión del paisaje se ven casitas rústicas de peregrina forma esparcidas por el suelo; mas en un punto los desparramados edificios se convocan, se reúnen, se abrigan unos contra otros, formando el nobilísimo conjunto urbano que los siglos llamaron Ficóbriga. Elévase en el centro la torre, no acabada, semejante a una cabeza sin sombrero; pero tiene en su campanario dos ojos vigilantes, y allí dentro tres lenguas de metal que llaman a misa por la mañana y rezan la oración al anochecer.
En torno al pueblo (pues estamos cerca y podemos verlo) lozanas mieses y praderas muy lindas anuncian cierto esmero agrícola. Silvestres zarzas cercan una y otra heredad y madreselvas llenas de aromáticas manos blancas, árgomas espinosas, enormes pandillas de helechos que se abanican a sí mismos, algunos pinos de verde copa y muchas higueras, a quienes sin duda debe su nombre Ficóbriga.
¡Hermoso espectáculo ofrecen desde aquí las montañas, inmensa escalera que conduce a los cielos! Las más lejanas confunden sus vagas tintas con las nubes; en las más próximas se ven manchas rojas semejantes a sangrientas heridas, y lo son realmente, hechas por el escalpelo minero que uno y otro día destroza la musculatura de aquellos gigantes. Atropellándose suben hacia poniente y la luz simula en las remotas cumbres extrañas cresterías, protuberancias, torres, grietas, excrecencias, lobanillos, hasta que las nubes envuelven en blancos velos la deforme arquitectura.
Después de atravesar un puente de madera, que sumerge en el salobre fango sus podridos pilotes, subimos una cuesta (casi estamos ya en Ficóbriga), desde la cual se ve la ría, dando vueltas como si no supiera adónde va, ni dónde está el mar que la espera,
metiéndose en todos los charcos de las marismas cuando hay marea y huyendo de ellos aprisa desde que empieza la baja. Escaso número de buques navega en sus pobres aguas y sabe Dios el trabajo que les cuesta dar dos pasos dentro de aquella angosta callejuela, cuando se duerme el viento y la corriente empuja hacia la peligrosa barra.
Las primeras casas (por fin llegamos, señores) son miserables; las segundas también. Es Ficóbriga una villa de marineros y labradores pobres. Algunos indianos ricos duermen sobre sus lauros comerciales en media docena de viviendas pulcras y cómodas. ¡Qué calles, Santo Dios! Las pobres casas, estrechas y sucias, no se caen al suelo por no dar qué decir, y de sus indescriptibles balcones penden redes, vestidos azules, húmedos capotes y mil suertes de descoloridos harapos, así como de sus caducos aleros cuelgan panojas en racimos, pulpos puestos a secar y ristras de cebollas.
Pasamos por delante del Consistorio que está en el fondo de la plaza, enfáticamente convencido de que es digno de ser visto; pasamos cerca de la Abadía, huraña vieja que se esconde entre casuchas tan viejas como ella, formando el más deplorable corrillo arquitectónico; y después de dar vuelta a la villa, volvemos al extremo de ella sobre la ría, por donde entramos. En dicho sitio hay una plazoleta, sombreada por dos acacias y un álamo verrugoso.
En la plazoleta (miradla bien, porque ahora comienza nuestra historia) hay una casa; mejor sería llamarla palacio, porque su aspecto en medio de tan ruin pueblo es verdaderamente magnífico. Compónese en realidad de dos edificios, el uno viejo y decorado con hiperbólicas piezas heráldicas; nuevo y bonito y casi artístico el otro, no menos elegante que las llamadas villas o cottages en el lenguaje a la moda. Adórnalo por sus partes de mediodía y levante hermosísimo jardín de pinos de Alepo, floridas acacias, plátanos, magnolias, coníferas de diversas clases, por entre cuyas ramas se ven las cinco ventanas del piso principalc
Esta mansión encantadora está situada en punto desde el cual se domina el mar por el norte, la extensión toda de la accidentada costa y la ría con su puente por el este, Ficóbriga por poniente, y por mediodía, el campo y las montañas. Rodéala vegetación umbrosa y florida, y la bañan benéficos aires. Es vivienda hecha para el amor egoísta o para las meditaciones del estudio. ¡Qué dicha para el alma tocada de amor o de las anhelantes curiosidades de la ciencia encerrarse en tan deliciosa cárcel, buscando al modo de aparente muerte para el mundo y vida inmensa para ella sola!
La casa es de esas que detienen al viajero y le dicen: «¿A que no aciertas quién vive en mí?».
Silencio: ábrese una de las verdes persianas que dan al jardín por el lado de las montañas. Hermosa mano rápidamente la empuja; se mueve la cortina, dejando ver una cara de mujer. Sus ojos negros exploran durante un rato todo el paisaje y si la luz va lejos, ellos van más. Su rostro indica con rasgos infalibles la ansiedad del que espera y las penosas inquietudes de un pensamiento ocupado por entero con la imagen de la persona que no quiere venir.
Miramos nosotros también hacia los montes y no vemos más que montes. La graciosa joven desaparece y al poco rato torna a presentarse y a mirar, más impaciente cuanto más tiempo pasa. Diríase que sus audaces ojos quieren ver lo que hay detrás de las montañas... Pero en los remotos caminos no aparece aún cosa alguna con forma de hombre ni de bruto y ella se inquieta primero, se fastidia después. No sólo está impaciente sino enojada y del enojo pasa a la cólera y de la cólera a la desesperación.
Esta linda casa, que tiene el inmenso interés de toda vivienda a cuya ventana se asoma un semblante bello, esta mujer graciosa, estos negros ojitos que buscan y no hallan, se enfurecen y echan rayos insolentes contra una parte de la creación... ¡Oh! por aquí anda el amor.
¡Adentro!
II
Gloria y su papá
Estaban los dos en una sala del mediodía, con ventana al jardín, por la cual este prestaba gratísima vista y olores al sentido. Parecía despacho más que otra cosa la tal pieza, por la regular balumba de libros y papeles que en diversos lugares de ella había; y las paredes se vestían con mapas, láminas de santos, el busto del Sumo Pontífice y un gran cuadro que contenía el retrato al óleo de un obispo, representado con pluma en la mano.
Sentado en ancho sillón estaba allí don Juan de Lantigua, hombre que iba ya mucho más allá de los cincuenta, serio, muy simpático a la vista y de fisonomía harto inteligente. Su frente y perfil no carecían de majestad, sin ofrecer bellezas académicas; pero lo dominante en todas las partes de su rostro era la expresión patente de una tenacidad acerada, como debió de ser aquella que hizo los héroes cuando había héroes y los mártires cuando había mártires. Así es que si pasó su vida sin ser ni una cosa ni otra, no consistió en él. Parecía la naturaleza corporal de aquel hombre quebrantada o por estudios o por penas. Podía también observarse en su semblante una tristeza serena, muy distinta de la teatral misantropía de los escépticos. Cuando le conozcamos mejor, veremos que aquel melancólico sentimiento, que tan claramente salía de lo hondo a la superficie de su persona, era más que hastío de sí mismo, una como lástima profundísima de los demás.
Contemplando a su hija, que por centésima vez se asomaba a la ventana, le dijo con afable tono:
−Gloria, por más que te muevas y mires, y esperes y tornes a mirar, nuestro querido viajero no viene todavía. Ten calma, que ya llegará.
Gloria volvió al lado de su padre. Andaba en los dieciocho años y era de buena estatura, graciosa, esbelta, vivísima, muy inquieta. Su rostro, por lo común descolorido en las mejillas, revelaba un desasosiego constante, como de quien no está donde cree debe estar, y sus ojos no podían satisfacer con nada su insaciable afán de observación. Allí dentro había un espíritu de enérgica vitalidad que necesitaba emplearse constantemente. ¡Encantadora joven! A todo atendía, cual si nada ocurriese en la Creación que no fuese importantísimo; atendía a la hoja desprendida del árbol, a la mosca que pasaba zumbando, a cualquier ruido del viento o bullanga de los chicos en el camino.
Su fisonomía, parlante y expresiva como ninguna, no carecía de defectos; mas eran de esos que no sólo se perdonan, sino que se admiran. Era su boca un poquito grande y su nariz casi más pequeña de lo regular; pero el conjunto no podía ser más hechicero. Sus labios encendidos eran la más hermosa y dulce fruta que puede ofrecerse en el árbol de la belleza a los hambrientos antojos del amor. Contrastaba con la frescura de esta golosina la exaltación, la flamígera viveza de sus ojos negros, que tan pronto resplandecían con súbito rayo, tan pronto se abatían con lánguida pereza. Sobre estos dos astros aleteaban sus grandes pestañas. Mirando como miraba, ponía en sus ojos el reflejo de una conciencia pura. Aquella sensibilidad profunda, dispuesta a desarrollarse a tiempo y que, no encendida todavía con verdadero fuego, a todas horas echaba chispas; aquel afán de sentir fuerte estaba tan lleno de honestidad como el de algunas
que por esta virtud han llegado a la canonización. El que no lo quiera creer que no lo crea.
A la moda vestía la preciosa criatura con elegancia no afectada. Todo participaba en ella de la gracia de su persona y ningún pormenor de su peinado y de su ropa podía estar de otra manera que como estaba.
En el instante en que la vemos, la inquietud de Gloria era tan grande, que no existía en su semblante rasgo alguno en el cual no se mostrara la impaciencia. Cuando se apartaba de la ventana, recorría la estancia de un punto a otro, tomando un objeto de este sitio para ponerlo en aquel, moviendo las sillas sin motivo que justificase las ventajas del cambio de colocación, observando los cuadros que había visto mil veces en su vida. Podía decirse de ella lo del poeta: «Hasta cuando el pájaro anda, se conoce que tiene alas».
− III −
Gloria no espera un novio, sino un obispo
−Son las diez, papá −dijo la señorita con impaciencia−. Desde la estación de Villamojada aquí no se tardan más de dos horas.
−Sí; pero sabe Dios a qué hora habrá llegado el tren −repuso el padre−. Esta fórmula abreviada de la civilización se toma unas libertades... No hay que impacientarse. Desde que llegue el coche al ventorrillo de Tres Casas, nos lo avisará el tío Gregorio disparando un buen puñado de cohetes que alegrarán con sus estadillos la comarca. Caifás está en la torre aguardando el primer chispazo para echar a vuelo las campanas. Descuida, que no podrá darnos una sorpresa; habrá demasiado ruido.
Gloria se asomó de nuevo para mirar a la torre de la Abadía que por encima de los tejados alzaba su caduco campanario, y dijo con alborozo:
−Sí; allí está Caifás con todos sus chiquillos, esperando para repicar a que reviente en los aires el primer cohete... Bien muchachos, bien Paco, bien Sildo y Celinina: tocad fuerte, muy fuerte para que se oiga en toda la provincia.
El padre sonrió con dulzura, demostrando el apacible contento de su alma en aquel instante.
−Papá −dijo Gloria poniéndosele delante con resolución−: ¿apostamos a que Francisca no ha espumado las cuatro gallinas, ni puesto en el horno la dorada, ni arreglado los platos de leche?... Francisca es así: dos horas para mover cada brazo y otras dos para pensarlo... Y nada, llegarán los viajeros y estarán todo el santo día esperando la comida.
Luego que esto dijo, marchó a la carrera hacia la puerta.
−Gloria, Gloria −indicó el padre obligándola a detenerse−. Ven acá, no salgas de aquí. Siéntate...
−¡Ay!, no puedo, no puedo ver que en un día de tanto apuro se les pasee el alma por el cuerpo −declaró la joven sentándose−. Yo me abraso la sangre. Llegarán y no habrá nada preparado.
−Mira hija −dijo el buen señor riendo−: es preciso que aprendas a no ser tan vehemente, a no tomar tan a pechos cosas nimias y de escaso interés para el cuerpo y para el alma. ¿Cuándo te enseñaré la serenidad y el aplomo que debe tener la persona en presencia de los actos comunes de la vida? Dime: si pones esa fuerza inusitada de la atención en negocios triviales, ¿qué piensas hacer cuando te encuentres en alguno de los mil graves lances que ofrece la vida? Reflexiona en esto, hija mía, y modera tu
arrebatado temperamento. Mira, la pobre Francisca a quien tú acusas, te podrá dar buenas lecciones. Observa con qué admirable método y previsión, con qué reposado estudio hace las cosas de la casa. Parece que tarda, y sin embargo todo lo hace con prontitud, porque todo lo hace bien. En cambio tú con tu impaciencia y ligereza te equivocas a menudo y, o no concluyes nada, o si concluyes algo, es preciso volverlo a empezar. Yo he visto muchachas vehementes, atolondradas, ligeras como el aire y vivas y deslumbrantes como la luz; pero tú, hija mía, a todas les das palmetazo. Agradece a Dios que te hizo buena, piadosa, honesta, que te dio natural honrado y generoso, que puso en tu alma las maravillas de la fe; todos los sentimientos puros y nobles, y el don de la gracia inefable, dejando las agitaciones para la superficie.
−Si Dios me dio tantas cosas buenas −dijo Gloria con la convicción de un Padre de la Iglesia−, también es Él quien me ha dado este genio vivo, esta impaciencia porque pase pronto la vida, y este afán de llegar a mañana.
−Vamos a ver. ¿Qué motivo hay para que la próxima llegada de mi hermano, te haya puesto en ese sobresalto calenturiento?
−Como que hace tres noches que no duermo −repuso ella−. A fe que hay poco que hacer... ¿A un señor obispo se le puede recibir como a cualquier pelagatos? Mi tío traerá consigo a su secretario el doctor Sedeño y quizás, quizás a dos de sus pajes o cuando menos a uno; ¿y no se han de disponer las cosas para tantos y tan dignos huéspedes? Si me fiara de Francisca, ya había que tener paciencia hasta el año que viene. ¿Cree usted que hay poco que hacer? Pues nada: todo el piso bajo de la casa es poco para la gente que viene. Y no se les va a poner en la mesa pan, vino y aceitunas. Tres viajes ha dado Roque para traer lo necesario. ¿Pues y la capilla?
−Vamos a ver, ¿qué tiene la capilla?
−Nada; que Su Ilustrísima querrá decir misa en ella como la otra vez. ¡En bonito estado se hallaba la capilla! Ha sido preciso dar tres jabonaduras al Cristo, en cuyo santo cuerpo las moscas habían hecho más desperfectos que los judíos. El manto de la Virgen, perdido: he tenido que quemarlo y hacer otro nuevo con el terciopelo que compré para mí... Yo creí que no saldrían con toda la tiza que hay en la casa, las manchas de los candeleros. Afortunadamente Caifás y yo fregoteamos bien y todo ha quedado como un oro... Pero ¡ay!, ¡si supiera usted que los ratones se habían empezado a comer los pies de San Juan!...
−¡Pícaros animalejos! −exclamó don Juan riendo.
−¡No sé qué les haría! Gracias a que Caifás, que es tan habilidoso, le puso al santo en las heridas de los pies no sé qué pastas y rellenos, con lo cual y una mano de pintura ha quedado muy bien... Ya no harán más picardías estos tunantes que nada respetan. En tres días que van de puesta y armada la ratonera han caído once, todos como lobos... ¿Todavía le parece a usted poco trabajo el mío?
−Me parece demasiado.
−¿Pues y las camisas que he tenido que hacer a los hijos de Caifás para que puedan salir a recibir decorosamente a mi tío? ¡Y se asombra usted de que entre y salga y suba sin cesar! Yo soy así, papá querido.
−Tú eres así... lo sé. Dios te bendiga.
−Adoro a mi tío, que es un santo, y me siento tan feliz pensando que va a vivir bajo el mismo techo que yo; me parece tan poco lo que tenemos para obsequiarle, que quisiera traer aquí las maravillas de los palacios de un rey, y no teniéndolas, me voy a inventar mil agasajos para albergar dignamente a quien tanto se parece a Dios... No vivo, no puedo tener calma, me desvelo y me consumo... Paso las noches sin dormir pensando en la pachorra de Francisca, en la capilla, en el pobrecito San Juan roído, en
los candelabros manchados, en los ratones, en la pequeñez de la casa para tales huéspedes...
−¿Has creído −dijo con bondad cariñosa el padre−, que mi hermano necesita palacios y lujo y ostentación? No, hija mía. Mi hermano, como discípulo de Jesucristo, es humilde. Si esta casa fuera una choza, no sería menos digna de albergarle. Ofrezcámosle corazones puros, ardiente fe y admiración profunda de sus virtudes; regocijémonos al calor de su compañía para ver de imitarle; apropiémonos parte de los inmensos tesoros de su corazón, lleno de Dios, y no nos cuidemos de lo demás...
−Eso es lo primero; pero también...
−Pobre o resplandeciente de riqueza, la capilla será siempre un recinto sagrado, pues mi hermano ha celebrado ya y celebrará de nuevo en ella cuando los albañiles compongan el techo que se ha caído. Si los ratones se atrevieron con los pies de San Juan, fue porque esos infelices, también criados por Dios, no encontraron bocado más exquisito con que regalarse. Ni la imagen dejará por eso de ser imagen de un bienaventurado, ni este dejará de interceder por nosotros, aunque no llamemos al industrioso Caifás para que remiende el retrato. Hija mía, que tu alma no atienda tanto a la superficie de las cosas; elévese a las alturas de lo que no ven los sentidos; no se inquiete tanto de los asuntos que la encadenarán demasiado a lo terrestre... Y sobre todo ese ardor tuyo por cualquier insignificante suceso de un día, no me hace gracia.
Apenas pronunciada la última palabra de este discursillo, oyose un estallido lejano en los aires, luego otro y otro, como si los ángeles estuvieran cascando nueces en el cielo.
−¡Ya... ya...! −gritó Gloria poniendo toda su alma en los ojos.
−Ya está ahí mi hermano −dijo Lantigua con calma acercándose a la ventana−. Bien venido sea.
− IV –
El señor de Lantigua. Sus ideas.
Don Juan Crisóstomo de Lantigua nació de padres honrados en la misma villa donde acabamos de conocerle, ya gastado por la edad y consumido por el trabajo. La riqueza que desde 1860 poseía, así como la moderna casa y el bienestar tranquilo que disfrutaba, provenían de un tío suyo que volvió de Mazatlán (Méjico) con regular carga de pesos duros, la cual al poco tiempo soltó de sus hombros, juntamente con la de la vida, muriendo casi en el primer día de descanso. Su fortuna, que era de las más pingües, pasó a los cuatro sobrinos, don Ángel, a la sazón capellán de Reyes Nuevos, don Juan, abogado de mucha fama, y los más jóvenes don Buenaventura y Serafinita Lantigua. No entrando por ahora en nuestros fines estos dos últimos, les dejamos a un lado, concretándonos a los dos primeros y por ahora exclusivamente a don Juan de Lantigua.
Había recibido este de Dios naturaleza apasionada y ardiente; imaginación despierta, que se inclinaba a las cosas contemplativas; inteligencia elevada, si bien un tanto paradójica; sentimientos enérgicos, que impulsaban su alma al exclusivismo lo mismo en los afectos que en las ideas. Sus primeros trabajos en la abogacía fueron de no poco provecho y brillo, y más tarde, cuando la herencia del tío le aseguró cómodo bienestar, no abandonó completamente el foro. Renunciar a las controversias, hubiera sido en él renunciar a la vida.
Devorado por insaciable afán de estudio, mezcló con la jurisprudencia la teología y la historia y la ciencia política. Dedicose con predilección a entresacar de los escritores
místicos y políticos del Siglo de Oro en España, cuanto pudiera hallar de eternamente verdadero, y por consiguiente, aplicable a la gobernación de los pueblos en todas las edades. Pero su entendimiento, acalorado por entusiasmos juveniles y por prejuicios formados no se sabe cómo, se aferraba tercamente a ciertas ideas; así es que no pudo, aun intentándolo de buena fe, juzgar con imparcial serenidad ni la historia ni las obras de los que por tantos siglos han disputado sobre los medios de hacer a la humanidad menos desgraciada.
Su inclinación contemplativa le llevó a considerar la fe religiosa, no sólo como gobernadora y maestra del individuo en su conciencia, sino como un instrumento oficial y reglamentado que debía dirigir externamente todas las cosas humanas. Dio todo a la autoridad y nada o muy poco a la libertad. Pocos años después de haberse metido en el golfo de estas lecturas y en el torbellino de estos pensamientos, don Juan de Lantigua salió fuerte en erudición y en silogismos; desafió con imponente orgullo la turba de frívolos y descreídos; brindole la política con una tribuna, y subido en ella, la nube que había condensado en sí tanta pasión y tanto saber tronó y relampagueó contra el siglo. La elocuencia del nuevo Isaías arrebataba.
Sus enemigos, (pues ya se comprende que los tuvo encarnizadísimos) decían: «Lantigua es el abogado de los curas y de los obispos, hace su agosto con las causas de expolios, de capellanías colativas, de disciplina eclesiástica. Justo es que adule y sirva a los que le mantienen». Estas groserías, comunes en la época presente, hacían sonreír al señor don Juan. Nunca se ocupó de defenderse de este cargo, porque, según afirmaba, es preciso no quitar a los tontos el derecho de decir tonterías.
Como hombre de convicciones inquebrantables, honradísimo caballero en su trato social y de intachables costumbres, le estimaban todos. En la vida práctica, Lantigua transigía benignamente con los hombres de ideas más contrarias a las suyas, y aun se le conocieron amigos íntimos a los cuales amó mucho, pero sin poderlos convencer nunca. En la vida de las ideas era donde campeaba su intransigencia y aquella estabilidad de roca jamás conmovida de su asiento por nada ni por nadie. Las tempestades de la revolución del cuarenta y ocho, de la república romana, de la formación de la unidad de Italia, de la caída del imperio austriaco, de la humillación del francés, de la destrucción del poder temporal del Papa, de la formación del imperio alemán, Minerva parida por el cerebro de Bismarck, y otras menos trascendentales y que, localizadas en nuestra patria, sólo fueron lloviznas menudas en el cielo de Europa, no produjeron en el ánimo de aquel varón insigne otro efecto que el de cimentar más y más su creencia de que la humanidad pervertida y desapoderada merece un camisón de fuerza.
Estos hechos y otras recientes desgracias ocurridas en el suelo patrio llevaron a Lantigua a un estado de irritación lamentable que dio a sus escritos y a sus discursos lúgubre y displicente tono. Profetizó el vilipendio del próximo siglo, la confusión de las lenguas y tras la confusión la dispersión y tras la dispersión la esclavitud, hasta que una nueva florescencia de la fe católica en los corazones fecundados por la desgracia reorganizase a los pueblos, congregándolos bajo el manto tutelar de la Iglesia. Según él, las decantadas leyes del humano progreso conducen a Nabucodonosor. Antes muriera Lantigua que ceder en esto. Y en realidad ¿cómo había de ceder? Los que han reducido todas sus ideas a esta fórmula abrumadora o Barrabás o Jesús, necesitan dejarse llevar hasta los últimos extremos, porque la menor flaqueza equivale en ellos a pasarse a Barrabás.
V
Cómo educó a su hija
Don Juan de Lantigua no había presidido personalmente la educación de su única hija. Además de que sus ocupaciones en el foro y en la tribuna le dejaban poco vagar para consagrarse a ello, creía que con encerrar a su hija en un colegio bastaba. Lo importante era que en el colegio reinasen buenos principios. Advirtamos que don Juan enviudó a los catorce años de casado. Su digna esposa le dejó a Gloria de doce años y a dos pequeñitos que volaron al cielo, desde Ficóbriga, cuando apenas habían aprendido a andar por la tierra.
Después de residir algunos años en un colegio, a que daba nombre una de las advocaciones más piadosas de la Virgen María, volvió Gloria a su casa en completa posesión del catecismo, dueña de la historia sagrada y de parte de la profana, con muchas, aunque confusas, nociones de geografía, astronomía y física, mascullando el francés, sin saber el español, y con medianas conquistas en los dominios del arte de la aguja. Se sabía de memoria sin omitir sílaba ni aun letra los deberes del hombre, y era regular maestra en tocar el piano, hallándose capaz de poner las manos en cualquiera de esas horribles fantasías que son encanto de las niñas tocadoras, terror de los oídos y baldón del arte musical.
Lantigua la oyó recitar trozos de historia sagrada y no pareció satisfecho.
−En estos colegios del día −afirmó−, preparan el entendimiento de los niños para las ideas como los dedos para las teclas. El pensar es tocar, reproduciendo con el órgano de la palabra la música del padre Astete.
Un día, como Gloria, viéndole sumergido en hondos comentarios sobre la unidad religiosa impuesta a los estados después de la unidad política, le dijese que en su sentir los reyes de España habían hecho mal en arrojar del país a judíos y a moriscos, Lantigua abrió mucho los ojos, y después de contemplarla en silencio mientras duró el breve paroxismo de su asombro, le dijo:
−Eso es saber más de la cuenta. ¿Qué entiendes tú de eso? Vete a tocar el piano.
Gloria corrió como un pájaro alegre que siente en su alma el ansia de los trinos, y posándose en la banqueta, y dejando correr sus manos por el teclado, se puso a tocar algo que sonaba a zarzuela. Lantigua no entendía una palabra de música. Había oído hablar de Mozart y de Offenbach, y para él todos eran lo mismo, es decir, unos holgazanes. Pero su espíritu elevado y su sensibilidad exquisita le hacían conocer instintivamente diferencias profundas entre las distintas clases de música que había oído. En general, todo cuanto tocaba Gloria le parecía horrible.
−No sé qué diera, hija mía −le decía−, por oírte tocar otra cosa que esa música de organillo de las calles. No me digas que así es toda la música, porque yo he oído en alguna parte, no sé si en la iglesia o en el teatro, graves y patéticas composiciones, que penetrando más allá de los sentidos, conmueven el ánimo y nos sumergen en dulce meditación. ¿No sabes algo de eso?
Gloria repasaba todo su repertorio de fantasía, nocturnos, flores de salón y auroras del pianista, sin poder encontrar lo grave y patético que el alto espíritu de su padre pedía. En honor de la verdad, que es antes que todo, aun antes que el prestigio y las gracias de la linda niña, debo decir que Gloria aporreaba el piano de un modo lamentable, cual si las teclas, convictas y confesas de algún espantable crimen, merecieran ser azotadas todos los días por espacio de tres horas.
−Basta ya de monsergas, hijita −le decía don Juan−, coge un libro y ponte a leer.
Gloria volaba a la biblioteca de su padre; miraba a todos lados; hojeaba un libro y con desdén lo volvía a poner en su sitio. Cogía otro, leía algunas páginas, mas pronto se cansaba.
−¿Qué buscas?..., ¿novelas? −decía don Juan entrando tras ella y sorprendiéndola en el escrutinio−. Algo de eso tengo también... Espérate.
−Ivanhoe −decía Gloria, leyendo un título.
−Esa es buena; pero déjala por ahora... Aquí han entrado pocas novelas. De la basura que diariamente han producido en cuarenta años Francia y España, no hallarás una sola página... De lo bueno hay algo, poco... Me parece que en algún rincón encontraremos a Chateaubriand, a Swift, a Bernardino de Saint−Pierre y, antes que a ninguno, a mi idolatrado Manzoni.
Pero al poco tiempo don Juan prohibió a su hija la lectura de novelas, porque aun siendo buenas, decía, enardecen la imaginación, encienden deseos y afanes en el limpio corazón de las muchachas, extravían su juicio y les hacen ver cosas y personas con falso y peligroso color poético.
En cambio si Gloria no leía para sí, leía para su padre. Don Juan, con la mucha fatiga del estudio, y con el continuo hervir de su cerebro y las largas vigilias y aquel afán constante en que su viva pasión política le tenía, iba perdiendo la vista. Llegó a no poder leer de noche; mas como a todo trance necesitase tener a mano textos de Quevedo, Navarrete y Saavedra Fajardo para ilustrar la obra que a la sazón escribía, instituyó a su hija en lectora. Don Juan se ocupó algún tiempo en comentar los discursos ascéticos y filosóficos de Quevedo, porque aquel genio colosal de las burlas descansaba de su gigantesco reír con seriedades sombrías.
Gloria leyó en alta voz la Vida de San Pablo Apóstol, La cuna y la sepultura y Las cuatro pestes del mundo. Después se engolfó en la Política de Dios y Gobierno de Cristo, y como el sabio colector tuvo el buen acuerdo de poner en el mismo tomo en que se halla el mencionado escrito, la incomparable historia del Buscón, Gloria, cuando su padre mandaba suspender la lectura para escribir, doblaba bonitamente algunos centenares de hojas, y tapándose la boca para que no estallase la risa que a borbotones pugnaba por salir, se deleitaba con las travesuras del ingenioso Pablos.
En otras ocasiones, como don Juan no pusiese reparos a los libros clásicos españoles del gran siglo, Gloria se apoderó de varios tomos, y leyó la Virtud al uso y mística a la moda, de don Fulgencio Afán de Ribera. Casi, casi estuvo a punto de engolfarse en La pícara Justina; pero Lantigua al fin puso mano en ello, permitiéndole sólo Guzmán de Alfarache. Desgraciadamente en el mismo tomo estaba La Celestina.
VI
Cómo se explicaba la niña
Sin más norte que su buen juicio y libre de preocupaciones, Gloria conversando un día con su padre sobre el viejo asunto de las novelas cuya lectura debe permitirse o vedarse a la juventud, dijo que la literatura picaresca de que tanto se envanece España por sus riquezas de estilo, le parecía una literatura deplorable, inmoral, irreverente y en suma antirreligiosa, porque en ella se hace la apología de las malas costumbres, de la holgazanería ingeniosa y truhanesca, de todas las malas artes y travesuras groseras que degradan a un pueblo. Concluyó por afirmar con una osadía verdaderamente escandalosa que las gracias de aquellos perdidos, héroes de tales novelas, si al principio le causaron agrado, bien pronto le dieron repugnancia y tedio; y que tales gracias, comúnmente obscenas y sin delicadeza, habían encanallado la lengua.
Si hemos de creer a testigos presenciales cuya veracidad no debe ponerse en duda, Gloria mutatis mutandi dijo también que al penetrar con ánimo valeroso en el laberinto
de desvergüenzas, engaños, groserías y envilecimiento que con tanta gracia pinta la literatura picaresca, no podía menos de considerar a la sociedad del siglo XVII como una sociedad artista en la imaginación, pero caduca en la conciencia; y que comprendía el decaimiento de la raza española, que a la sazón no conservaba más virtud que un heroísmo ciego, virtud no suficiente a suplir la falta de un sentido moral puro y de una religiosidad sencilla y desnuda de superstición.
Cuentan que don Juan de Lantigua, cuando esto oyó, estuvo largo rato perplejo y confuso, no tanto por lo peregrino de tales conceptos, sino por el desenfado con que su hija los manifestaba. Sucedió a la confusión cierto terror ocasionado por la precocísima aptitud que mostraba Gloria para el sofisma y la paradoja; mas notando en ella un entendimiento de mucho brío aunque extraviado, consideró lo mejor llevarlo dulcemente por el buen camino. Con tales ideas y propósitos, ordenó a su hija que se diese una buena hartada de comedias de Calderón, acompañándola con lecturas diarias de los místicos, poetas y prosadores religiosos, para que variasen sus ideas radicalmente respecto a la sociedad española del glorioso siglo.
En efecto, hizo la señorita todo lo que su padre le mandaba, y a vuelta de algunas semanas le manifestó que en efecto sus ideas habían cambiado un poco, aunque no radicalmente. Usando términos comunes que me veo obligado a variar para expresarlo con más viveza, aseguró que en la sociedad de aquellos tiempos encontraba además de lo indicado antes, una inclinación demasiado ardiente al idealismo, la cual si bien producía maravillosos efectos en la poesía y en las artes, era tal que sacaba a la sociedad fuera de su asiento. Le repugnaban los perdidos, los rufianes, las busconas, los estudiantes, los militares, los escribanos, los oidores, los médicos, las terceras, los maridos zanguangos y las mujeres livianas de las novelas picarescas; pero todos estos tipos tenían innegable sello de verdad. Como una protesta contra tal linaje de gentuza, los galanes y damas, los caballerosos padres y los hidalgos campesinos de los dramas querían establecer con sus nobles ideas y estupendas acciones, el imperio de lo bueno y de lo justo; pero a juicio de Gloria, había en el hermosísimo semblante de aquellas figuras sin par la expresión melancólica de quien ha estado durante cien años empeñado en un objeto sin conseguirlo.
Como Lantigua se riese de tan evidente despropósito, Gloria afirmó (empleando, por supuesto, frases comunes), que aquel ideal del honor y del amor no era la mejor ni más sólida piedra para asentar el edificio moral de una sociedad. Luego se ocupó de los místicos, reconociendo en ellos falta de equiponderación entre la fantasía y el discernimiento, y afirmando que su literatura, en ocasiones muy bella, no podría servir nunca de guía al común de las gentes, por ser de pocos comprendida.
Resumió sus ideas sobre este punto diciendo que no podía tolerar que se tratase de religión sin sencillez suma, por lo cual ponía por encima de todos los tratados y disertaciones místicas el Catecismo de las escuelas, que, hablando como Jesucristo, lo decía todo. Parece que al llegar a este punto don Juan de Lantigua hizo, no sin burlarse de su hija, algunas observaciones sobre la profunda filosofía y estudio de la divinidad y del hombre que en tales obras se encierra, y vierais aquí a la pícara Gloria sosteniendo que la sociedad modelo, según las ideas de su padre, había alambicado y desvirtuado un poco la idea religiosa, dejándose seducir demasiado por los símbolos que la misma idea religiosa emplea como órganos eficaces y al mismo tiempo como culto tributado por la verdad a la belleza eterna.
−Esas novelas de truhanes y desalmados −dijo Gloria para terminar−, esas comedias de caballeros enamorados y discretos, aunque no siempre intachables bajo el punto de vista de la moral cristiana, esas disertaciones donde mi espíritu se pierde sin poder seguir el hilo sutilísimo del enrevesado discurso, bastan a darme idea de la gente
para quien tales cosas, por lo común admirables, se escribían. Veo las conciencias muy anchas y gran tolerancia para mucha parte de los vicios que degradan al hombre en todas las épocas. No dudo que existiesen caracteres generosos, los cuales creyeran cumplir su misión y dar vuelo a los nobles impulsos de su alma, elevando por cima de la general torpeza, como enseñas sagradas, el ideal del honor y la fe religiosa. Pero el pueblo, a quien no habían enseñado a discernir y que vegetaba comido de vicios, incapaz para el trabajo, y soñando con guerras que traían el pillaje o conquistas que dieran fácil fortuna, no tenía más que sentidos. No ponía atención a nada, ni aún al sublime misterio de la Eucaristía, si no se lo presentaban en forma de comedia.
Por un lado se me presenta una realidad baja y común, compuesta de endémica miseria, en cuyo seno haraposo y vacío se agitaba la gran masa de la nación pidiendo destinos al rey, a los nobles las sobras de sus mesas, a los frailes el bodrio, y a la política nuevas tierras que expoliar. Por otro no veo más que hombres bien alimentados, a quienes deslumbra un ideal de gloria y una dominación del mundo, que cual sombra vana se desvanece al fin, dejándolos con la mano puesta en las mechas de sus arcabuces para matar pájaros. En el arte, veo también dos términos: los poetas que cantan el amor y el honor, y los místicos y poetas de claustro, que pasan sus días buscando fórmulas nuevas para hacer comprender al pueblo los dogmas sagrados. De estas dos musas, una sublima el amor humano y otra el divino, pero empleando iguales formas poéticas, iguales símiles, hasta iguales versos, sin duda porque lenguas de la tierra han sido hechas para lo humano y humanamente lo dicen todo.
Los poetas, los grandes guerreros, los teólogos, los hombres de inteligencia cultivada entrevén una sociedad mejor, vislumbran un mundo moral superior a aquel en que viven y se agitan los pedigüeños desnudos, los holgazanes pícaros y demás gente menuda. Luchan unos contra otros. La cosa no va bien; pero no se sabe cómo puede enmendarse. Los unos piden pan, destinos, bienestar material, y no hallando quien se lo dé, roban lo que pueden; los otros piden gloria, amor exaltado, profunda fe, caballerosidad, justicia perfecta, belleza perfecta, y jamás pueden entenderse. De estas dos voluntades que aparecen una frente a otra en aquella sociedad calenturienta, se apodera Cervantes y escribe el libro más admirable que ha producido España y los siglos todos. Basta leer este libro para comprender que la sociedad que lo inspiró no podía llegar nunca a encontrar una base firme en que asentar su edificio moral y político. ¿Por qué? Porque don Quijote y Sancho Panza no llegaron a reconciliarse nunca.
Parece indudable por los datos confusos que han llegado a mis noticias, que cuando Gloria expuso a su manera las ideas del párrafo anterior, estaban en compañía de su padre obra de cuatro o seis personajes graves, que no podían con la fama de sabios, tales eran el peso y grandor de ella. Alabando el agudo ingenio paradójico de la muchacha, se rieron mucho de sus donaires, y celebraron sus originales ocurrencias, mezclando hábilmente a veces la crítica con la galantería; y como alguno, más curioso que los demás, manifestase deseos de conocer en qué consistía la reconciliación entre don Quijote y Sancho Panza, Gloria, un poco confusa por el dudoso éxito de su osada tesis, se expresó así:
−Ustedes que son tan sabios no habrán dejado de observar que si don Quijote hubiera aprendido con Sancho a ver las cosas con su verdadera figura y color natural, quizás habría podido realizar parte de los pensamientos sublimes que llenaban su grande espíritu; así como si el escudero... pero no digo más, porque se ríen ustedes de mí. Ya sé que esto que hablo es algo extraño, quizás disparatado y hasta ridículo, por lo muy contrario a la verdad, que sólo ustedes pueden conocer; pero si es así, ténganlo por no dicho o por pura broma mía.
Más tarde, cuando los sabios privaron a la casa de su presencia majestuosa, don Juan de Lantigua, a quien las absurdas opiniones de su hija habían puesto algo malhumorado, encerrose con ella y la reprendió afablemente, ordenándole que en lo sucesivo interpretase con más rectitud la historia y la literatura. Afirmó que el entendimiento de una mujer era incapaz de apreciar asunto tan grande, para cuyo conocimiento no bastaban laboriosas lecturas, ni aun en hombres juiciosos y amaestrados en la crítica. Díjole también que cuanto se ha escrito por varones insignes sobre diversos puntos de religión, de política y de historia, forma como un código respetable ante el cual es preciso bajar la cabeza, y concluyó con una repetición burlesca de los disparates y abominaciones que Gloria había dicho, y que evidentemente la conducirían, no poniendo freno en ello, al extravío de la razón, a la herejía y tal vez al pecado. Retirose Gloria muy confusa a su alcoba, pues era hora de dormir, y a solas meditó largo rato, llegando por fin ¡tal era el ascendiente de su padre sobre ella! a un convencimiento profundísimo de que había pensado mil tonterías y despropósitos abominables. Pero deseosa de absolverse, echó toda la culpa a los libros, e hizo voto de no volver a leer cosa alguna escrita o impresa, como no fuera el libro de misa, las cuentas de la casa y las cartas de sus tíos. Arrodillándose para orar, según su piadosa costumbre, dijo:
−¡Gracias, Dios mío, por haberme revelado a tiempo que soy tonta!
Acostándose discurrió que le sería muy difícil dejar de pensar toda suerte de extrañas cosas, porque aquella facultad suya de discernir era como una monstruosidad fecunda que llevaba dentro de sí y que a todas horas estaba procreando ideas. Pronto pudo observar que si bien los libros estimulaban en ella aquel surgir constante de pensamientos varios y jamás ideados de otro alguno, el fenómeno no cesaba por completo renunciando a las lecturas. Esto la puso en cuidado.
−Pues si no puedo menos de pensar –se dijo−, al menos callaré.
Pero la verdad era que, aun sin manifestarse por medio del discurso, sus facultades estaban siempre en febril ejercicio, y a su observación no escapaba cosa alguna. Durante largo tiempo, su padre no cambió con ella ni una sola palabra relativa a ningún alto asunto. Asistía la joven al culto religioso con devoción minuciosa y con regocijo, y en lo demás mostraba afición a las cosas nimias, detallando hasta un extremo pueril todos los actos de la vida. Tenía cortadas las alas. Así la hemos hallado.
Pero en sus horas de soledad y meditación, en los crepúsculos que preceden o siguen al sueño y en los cuales la percepción interna suele ser más viva, Gloria sentía hondas voces dentro de sí, como si un demonio se metiese en su cerebro y gritase:
−Tu entendimiento es superior... los ojos de tu alma abarcan todo. Ábrelos y mira... levántate y piensa.
Cuando leía, cuando daba su opinión sobre los pícaros y sobre la sociedad del gran siglo, Gloria tenía dieciséis años.
VII
Los amores de Gloria
Pero en los días en que esta historia empieza tenía ya dieciocho.
Aún no se le habían conocido amores, ni noviazgos, ni inclinación a ningún mozalbete, ni señales de que hubiese entregado parte mínima de su corazón a hombre nacido. Don Juan no la tenía sometida a inquisitorial vigilancia, ni le prohibía que fuese al teatro, al paseo y a las tertulias en compañía de sus primas.
Pero si la juventud masculina que Gloria conocía no despertaba en ella ni aun mediano interés, no por eso su corazón dormía. Perdió a su madre a los doce años de edad. Quedáronle dos hermanitos, el uno de tres años, y el otro de quince meses, con los cuales hizo el papel de madre, hasta que ambos murieron, con intervalo de pocos días. Ella misma, después de cuidarles en su enfermedad con extremado celo, les había cerrado los ojos, les había vestido, les había puesto flores en las sienes y en las manos, y al fin había cerrado la caja, cuando Caifás se los llevó al camposanto de Ficóbriga. Las dos inocentes criaturas ocuparon siempre lugar muy grande en el corazón de su hermana, y esta no pasaba sin derramar lágrimas por el rústico cementerio de la villa, donde aquellos habían dejado su mortal vestidura.
Además el corazón de Gloria estaba lleno de un amor inefable y celestial inspirado por su tío don Ángel, obispo de ***. Le consideraba como un santo bajado de los altares, o mejor dicho, del cielo, para departir con ella, darle buenos consejos y vivir bajo su mismo techo y comer de su mismo pan.
Gobernaba aquel santo varón una diócesis de Andalucía, y muy rara vez venía a Madrid; pero últimamente sus achaques le obligaron a buscar alivio en el país natal, y solía pasar algunos meses de verano en Ficóbriga en compañía de su hermano y sobrina. No era su primera visita aquella reciente en que le hemos visto llegar, anunciado por los cohetes. Dos años antes había estado también.
La afición pura y entrañable de Gloria al hermano de su padre pertenecía al orden de sentimientos que consigna en su primer artículo el Decálogo. Le amaba como a una representación de Dios en la tierra. Recordaba que en una grave enfermedad que ella padeciera en la niñez, su tío había venido de la diócesis para verla; recordaba haber sentido ante él alegría tan viva, que cuerpo y alma se reanimaron con ardor desconocido. Figurósele que una mano celestial la sacaba del negro abismo en que iba sumergiéndose. Ya convaleciente, se le permitía jugar en el cuarto, mas nunca salir de él.
El obispo, dejando a un lado su breviario, tomaba asiento junto a la mesa donde Gloria tenía un completo ajuar diminuto de casa, con preciosos mueblecitos, vajilla de comedor y cocina y dos docenas de damas y señoritas de alta categoría, de las cuales unas estaban en visita y otras recibían. Su Ilustrísima discutía largamente con Gloria sobre la colocación que debía darse a las sillas y sofás, y ambos se pasaban las horas muertas con las imaginarias visitas y los cumplidos y saludos de las mudas personas de cartón. Llegada la hora de la comida para los habitantes de encima de la mesa, el patriarca por un lado y la chiquilla por otro, parecían la gente más atareada del mundo, limpiando cacerolas del tamaño de dedales, espumando cazuelas en cuyo seno unos pedacitos de pan hacían las veces de pavos y gallinas, y soplando hornillos sin lumbre.
−Que ponga usted bien esos manteles, tío...
−Allá voy, hijita, y no seas tan viva de genio...
−¿Qué tal? ¿Está ya frita la merluza?.
−Divinamente; como que me están dando ganas de comérmela...
−Vaya, lave usted esos platos, mientras yo limpio los cuchillos, pronto...
−Pues manos a la obra...
−Todo está preparado; que entren las señoras...
−Pues allá van las señoras...
−Música, tío, música...
−Pues allá va la música... Ton, torontón...
Al coloquio de las dos voces igualmente infantiles, aunque de distinto tono, sucedía entonces musical murmullo al modo de himno de Riego o marcha real acompañada de golpecitos sobre la mesa, dados con las patitas de palo de una muñeca.
En aquellos solitarios diálogos dentro de una estancia donde ningún extraño podía penetrar, no se oía nada teológico; pero a veces caían boca arriba las figurillas: olvidábase todo, cacerolas, visitas, cocina, sofás, ceremonias; Gloria fijaba sus ojos en el placentero semblante de su tío; preguntábale cómo era el Cielo, y entonces el ángel y el santo empezaban a hablar de ello con tanto fervor como los desterrados hablan de la patria.
Más tarde, años adelante, cuando Gloria, disputando con su padre, comenzaba a dar las muestras de precocidad que hemos expuesto, don Ángel se reía de tan buena gana que era cosa de seguir disparatando para gozar de su alegría. A menudo se cercioraba el obispo (y esto con la mayor seriedad) de la ortodoxia de su sobrina, y en punto tan delicado jamás tuvo ocasión de censura, antes al contrario, de grandes alabanzas y de que el inmenso amor que le tenía se aumentase.
Aquí punto.
VIII
Un pretendiente
Estalló, como he dicho el cohete en los aires, y casi en el mismo instante resonaron las campanas de la Abadía, mezclándose el agudo son de la esquila con la hueca salmodia del fabordón para anunciar a los habitantes de Ficóbriga el feliz suceso. Salieron todos a la calle; abandonaron la playa marineros y calafates; de los campos acudieron labriegos y pastores; afluyó de una y otra parte enjambre de chiquillos; todos los funcionarios municipales aparecieron de gran etiqueta, y ninguna persona quedó en su casa. La cariñosa manifestación provenía de que los Lantiguas eran muy queridos en la localidad, especialmente el don Ángel.
De todas las personas importantes que salieron al encuentro de Su Ilustrísima, el más apresurado fue don Silvestre Romero, cura de la villa. Siguiole correteando, según se lo permitían sus cortas piernas, el llamado don Juan Amarillo, varón rico y pálido, que no llevaba tal apellido por ser, como era, el usurero de la comarca, sino porque lo heredó de sus dignos padres. Fue también el boticario, industrial ingeniosísimo, que iba en camino de ser poderoso; y no se quedó atrás, sino que fue de los primeros en correr al camino, abrochándose el recién puesto y de antiguo raído pantalón, don Bartolomé Barrabás, el liberalote del país, ex-dómine con puntas de filósofo, hogaño maestro de escuela, con pespuntes de hombre político, y aun de orador y también de periodista. Siguiéronle varios indianos paso a paso, marchando con gravedad y compostura, porque hombres que habían pasado toda su vida trabajando no podían igualarse a los chicos de las calles ni a los holgazanes, como don Bartolomé Barrabás. Iban acompañados de sus sombreros de copa, para tan alta ocasión sacados de las sombrereras, y también de sus paraguas, que desafiaban a las nubes.
Cuando don Ángel llegó a las primeras casas del pueblo, se bajó del coche para abrazar a su hermano y sobrina. Una exclamación inmensa, como el bramido del mar irritado, le saludó. De entre aquel tumulto de entusiasmo saltaron al aire gorras y sombreros. Los paraguas de los indianos, cual aves majestuosas, desplegaron sus alas negras para recibir unas cuantas gotas que a la sazón caían. Abalanzose el gentío hacia Su Ilustrísima para besarle el anillo, y muy difícil le fue a don Ángel llegar a la Abadía para orar breve rato. De la Abadía a la casa continuaron las apreturas, y fue preciso que la autoridad municipal, siempre vigilante en lo que al buen orden de los pueblos se refiere, interviniese para apartar a un lado y otro a la pegajosa muchedumbre.
Cuando el prelado entró en la casa quiso orar también un rato en la capillita de esta; pero le advirtió su hermano que estaba fuera de uso por hallarse en reparación. En la
sala baja el prelado conversó un rato con las eminencias ficobrigenses que habían salido a recibirle.
En la casa había gran movimiento de personas que iban de aquí para allí, y subían y bajaban. Gloria se dirigía precipitadamente a la escalera para subir a dar ciertas órdenes, cuando encaró con un joven. Ambos sonrieron; ella, con sorpresa, él con alegría.
El señor obispo había traído consigo a tres personas, dos del orden sacerdotal y un laico.
El laico era un joven como de treinta años muy cumplidos, delgado y rubio, de ojos oscuros acompañados de sutilísimas gafas de oro, cejas muy arqueadas como curva de puente antiguo, barba abundante y azafranada, fisonomía inteligente y porte caballeroso y hasta cierto punto elegante. Eran fáciles sus maneras y su habla un tanto campanuda, como de quien gusta oírse y se ha oído mucho en estrados, en las Cortes o en las varias academias de mancebos aprovechados que hay en Madrid. Nada había en su persona de asacristanado ni de frailuno, como pudiera creerse al verle venir en compañía de clérigos.
Este personaje fue el que encaró con Gloria en el primer peldaño de la escalera, inmutándose un poco al verla.
−¡Cómo! ¿Usted por aquí, Rafael? ¿Ha venido usted con mi tío? −le preguntó la señorita, después del primer saludo.
−He venido con Su Ilustrísima; pero me quedé un poco atrás, porque nuestro coche se detuvo en la cuesta −repuso el mancebo estrechando la mano de la joven−. Ya sé que todos están buenos. El señor don Juan hecho un mozalbete. Usted siempre tan linda...
−Yo creí que usted no saldría de Madrid. Como ahora están las cosas tan enredadas por allá...
−Por allá y por aquí y por todos lados... No sé adónde irá a parar el mundo. Yo he venido a Ficóbriga para cierto asunto de elecciones y también para uno mío... Ya se lo dirá a usted don Juan. He venido en el mismo tren que Su Ilustrísima, que después me ofreció su coche y hospitalidad en su casa. No la acepté por no molestar. Además tengo compromiso con mi íntimo amigo el señor cura para vivir con él unos días.
−¿Estará usted mucho tiempo por aquí?
−Me estaría toda la vida −dijo el joven con evidentes señales de debilidad amorosa en su grave semblante, y arqueando las cejas de un modo excesivo, hasta ponerlas en mitad de la frente−. El mes pasado la vi a usted por última vez en casa de su tía... ¡Qué pícara! ¡Dejarnos en tal soledad!... ¿Se acuerda usted de lo que hablamos allí la última noche de tertulia?
Gloria se echó a reír.
−Dos días después fui a casa de mi amiga. El pájaro había volado. Ficóbriga y siempre Ficóbriga. Aborrezco a este pueblo.
−¡Aborrece a este pueblo!
−No, ahora no −respondió con viveza el de las gafas−. Es un paraíso este lugar. Por desgracia el asunto de las elecciones me entretendrá poco más de dos semanas... ¡Qué dulce es vivir aquí, tan cerca de usted, Gloria!... Parece un sueño, y sin embargo, es verdad!... Verla todos los días, a todas horas...
−El honor es para nosotros, señor del Horro. Pero dispénseme usted... Voy a mandar que bajen los azucarillos... ¡Francisca, pero Francisca...!
IX
Recepción, discurso, presentación
El joven entró en la casa. Estaban allí además de los dos hermanos Lantigua, el doctor López Sedeño, secretario de Su Ilustrísima, el paje del mismo, don Juan Amarillo, el cura y el alcalde de Ficóbriga, los tres indianos y don Bartolomé Barrabas, que a pesar de la firmeza de sus ideas republicanas, no vacilaba en tributar respetuoso homenaje a la principal gloria de Ficóbriga, aunque tal gloria estuviese representada en un príncipe de la Iglesia.
El cura de Ficóbriga, don Silvestre Romero, que era un hombre proceroso, fornido, de fisonomía dura y sensual, como la de un emperador romano, pero muy simpático y francote, dio comienzo, no sin turbación, a un discurso que preparado llevaba, y del cual la historia, muy negligente en esto, apenas conserva algunos párrafos.
−Todos los habitantes de esta humilde villa −dijo−, sienten el más vivo gozo al ver a Usía Ilustrísima en el seno de esta humilde villa, y esperan que la presencia de Usía Ilustrísima en esta humilde y honrada villa sea anuncio felicísimo de paz, origen de concordia y señal de bienes sin cuento...
Y más adelante, cuando se serenó un poco, y pudo con desembarazo echar fuera los pensamientos que traía almacenados en su mente, agregó esto:
−¡Benditos nosotros que vivimos ausentes de los escándalos que pasan allá donde la corrupción y la irreligiosidad tienen su asiento! Lo que llega a nuestros oídos nos hace estremecer. El señor don Juan profetizó en aquel su célebre discurso los fuegos de Nínive, y los fuegos de Nínive, que ya cayeron sobre Francia, caerán también sobre la católica España, y la abrasarán, y podrá decirse de ella: «Pereció su memoria con el sonido»: periit memoria ejus cum sonitu.
Y después:
−Antes se había entibiado la religiosidad; pero ahora se ha perdido por completo en la mayor parte de las personas, y las que aún saben dirigir sus almas al cielo, se ven perseguidas, amenazadas por la caterva brutal de filósofos y revolucionarios. Los hombres que gobiernan al país predican públicamente el ateísmo, se burlan de los Santos Misterios, insultan a la Virgen María, denigran a Jesucristo, llaman bobos a los santos, y mandan demoler las iglesias y profanar los altares. Los ministros del Señor hállanse hoy en la condición más precaria: se les trata peor que a los ladrones y asesinos: el culto sin decoro ni magnificencia a causa de la general pobreza de la Iglesia, entristece el ánimo. Los hombres no piensan más que en reunir dinero, en reñir los unos con los otros y en disputarse el gobierno de las naciones, que al dejar de ser guiadas por la política cristiana y único gobierno posible que es el de Cristo, marchan con paso ligero a su disolución y total ruina.
Don Silvestre no quitaba los ojos, mientras hablaba, de don Juan de Lantigua, como preguntándole: «¿Qué tal lo hago?». Pero el insigne jurisconsulto fue la única persona que no se mostró entusiasmada con el discurso del cura, sin duda por no creerlo ni nuevo ni oportuno; que todas las ocasiones no son propias para decir verdades. El doctor Sedeño, que era un poco enfático, dijo también algo coruscante sobre la ruindad de los tiempos; pero a pesar de su mérito no ha llegado el texto a nuestras manos.
−Malos son los tiempos −dijo Su Ilustrísima, dirigiéndose principalmente al cura y a Barrabás que muy azorado no decía palabra−, pero Dios no abandonará a los suyos en medio de la tempestad que se acerca, y no faltará un arca para los que viven en Él. Oremos sinceramente, señores; la oración es antídoto celeste contra la epidemia del pecado que por todas partes nos rodea; oremos por nosotros y por los que cierran sus oídos a la voz de Dios y sus ojos a la luz de la verdad. Fervor y piedad constantes en los que creen pueden atraer sobre la tierra especiales favores del cielo. Te, domine, custodies nos a generatione hac in aeternum. «Tú, Señor, nos salvarás y nos guardarás de esta generación para siempre».
Al llegar aquí, el prelado fijó sus ojos con expresión de gran benevolencia en el joven seglar que había traído consigo, y presentándole a sus amigos, hablo así:
−Aquí está nuestro heroico joven, nuestro valiente soldado. Señores y amigos míos, saluden al benemérito campeón de los buenos principios, de las creencias religiosas, de la Iglesia católica, y al perseguidor del filosofismo, del ateísmo, de las irreverencias revolucionarias. ¡Gloria a la juventud creyente, fervorosa, llena de fe y de amor al catolicismo!
Don Rafael del Horro inclinándose con modestia, balbució algunas palabras en protesta de aquellos elogios.
−Cuando la juventud −añadió el prelado−, se entrega a los vicios de la inteligencia y se corrompe con perniciosas lecturas, este joven aspira al honroso nombre de soldado de Cristo. La Iglesia pelea allí donde la provocan al combate. ¡Ah, señores! No es vana cortesanía lo que sale de mis labios, sino admiración por su valiente espíritu, por su animosa decisión en pro de la combatida Iglesia, por la constancia con que persigue, acosa y anonada la pícara francmasonería y el materialismo, por su elocuencia oratoria y su enérgico estilo literario, prendas todas que han sido armas poderosas de la causa de Dios en el período que acaba de pasar...
−¡Ah! −dijo don Juan Amarillo haciendo al joven Horro un saludo pomposo−, ya sabemos que el señor es un gran orador y un gran periodista.
Don Silvestre Romero abrazó con efusión a Rafael del Horro. Eran antiguos amigotes, y en cierta ocasión, como el joven orador y publicista necesitase un buen corresponsal en Ficóbriga, brindose a desempeñar este cargo el cura, enviando unas cartas muy saladas que no dejaban nada que desear.
Mientras duraron las felicitaciones, don Bartolomé Barrabás, que era el demagogo de la localidad, no se atrevió a decir una palabra en pro de sus perversas doctrinas, y aunque el cura y Amarillo dejaron caer alguna punzante cuchufleta sobre la persona del filósofo de aldea, este no creyó prudente empuñar las bien afiladas armas de su dialéctica en aquella ocasión. El respeto a don Ángel ponía una mordaza en sus labios. Y tan bien pagó el noble prelado esta prudencia, que como don Silvestre aludiera claramente al demagogo, diciendo que también Ficóbriga estaba tocada de pestilencia, habló de este modo:
−No me toquen a don Bartolomé, que espero convertirle, puesto que es bueno en su corazón, y estos desvaríos no perderán su alma, si llegamos a tiempo.
Barrabás se inclinó dando las gracias. Para decir algo, dijo:
−Y según la prensa, el señor don Rafael del Horro viene a trabajar en las elecciones.
−Viene a trabajar y a triunfar −afirmó con desenfado el cura−. No pasará como la otra vez, cuando por nuestra negligencia y descuido se nos pusieron estos encima.
Y luego, amenazando a Barrabás con la derecha mano, añadió:
−Ahora se dirá: Exurgat Deus et dissipentur inimici ejus, et fugiant... Sicut fluit cera a facie ignis, sic periant peccatores a facie Dei. «Levántese Dios y sean dispersos sus enemigos, y huyan... Como se derrite la cera delante del fuego, así perecerán los pecadores delante de Dios».
Repitiendo el gesto de amenaza, don Bartolomé dijo riendo:
−Iremos a votar.
El demagogo no estaba en la lista de los convidados aquel día; pero don Ángel le rogó que se quedase, lo que en extremo agradeció Barrabás. Al mismo tiempo don Juan de Lantigua gritaba desde la puerta:
−Gloria, Gloria, hija mía; ¿pero no se come hoy en esta casa?
X
Don Ángel de Lantigua, obispo de ***
El obispo parecía un niño grande. Su cara redonda, sonrosada y siempre risueña se destacaba entre la ampulosa envoltura episcopal y bajo el sombrero verde, respirando profundo gozo de espíritu, benevolencia, paz completa con la conciencia y relaciones perfectas con Dios. Era hombre que por natural impulso de su sano corazón se inclinaba a suponer lo bueno en todo. Sus estudios, su experiencia, su confesonario le enseñaban que hay malvados en el mundo; pero siempre que hablaba con alguien, decía para sí: «¡Qué buena persona, qué excelente sujeto!».
Como una luz alumbra cuanto la rodea, así su corazón proyectaba las claridades de la bondad sobre los que se le acercaban. Era incapaz de aplicar un mal pensamiento a individuos conocidos, y cuando oía hablar de las picardías de alguien, no omitía decir cualquier palabra en su defensa. Su inteligencia era quizás inferior a la de su egregio hermano don Juan; pero le ganaba en verdadera piedad y en dulzura de sentimientos; y aunque tocante a materias dogmáticas profesaba la doctrina de la intolerancia en el verdadero sentido teológico, no en el vulgar de esta manoseada palabra, la viva compasión que sentía hacia los errores de nuestros contemporáneos parecía atenuar el rigor de sus ideas. Se ignora lo que don Ángel habría hecho si hubiera tenido en el hueco de la mano la pecadora sociedad presente. En cuanto a don Juan es seguro que la habría echado al fuego, quedándose después con la conciencia no sólo tranquila, sino satisfecha de haber realizado el bien.
En las prácticas religiosas era don Ángel intachable. No se le podía tildar ni de flaqueza ni de exceso de celo. Jamás desmayó en sus deberes de prelado: jamás extremó la letra a expensas del espíritu. En sus ratos de vagar, recreaba el ánimo con piadosas lecturas, y aborrecía los periódicos de cualquier partido que fuesen. En Ficóbriga, como los médicos le ordenasen una vida tranquila y que huyese de lecturas taciturnas y mentales trabajos, gustaba de pasear por el jardín, contemplando las muchas y bellas flores, y oyendo las explicaciones de su sobrina acerca del tiempo y condiciones con que cada una se criaba. Gustaba también de pasear por el pueblo hacia la mar, bajando casi siempre a la playa y al muelle y deteniéndose infaliblemente a ver llegar las lanchas pescadoras, cuya vuelta al abrigo le producía inefable sensación de placer y asombro por la bondad infinita de Dios. Sus ojos las buscaban en el horizonte, las seguían por la superficie del mar, y cuando atracaban, tenía gozo especial en ver desembarcar la sardina, la merluza y el besugo. Siempre le causaba admiración que trajesen tantos peces, y decía a los marineros: «Creí que no quedaban más, después de lo que trajisteis ayer. ¡Bendito sea Dios que no deja morir a los pobres!».
Le agradaba la música, cualquiera que fuese, sin distinción de escuelas. No entendía de buena y mala música. Para él toda era buena, y siempre que su sobrina tocaba algo al piano, oíala con placer, y aun con cierto respeto, porque aquel precipitado correr de los dedos sobre las teclas le parecía el colmo de las habilidades humanas. Pegábansele al oído aquellos ritmos y por las mañanas, cuando bajaba al jardín, después de decir misa en la Abadía o en la capilla si estaba habilitada, solía tararear entre dientes algún cantorrio sin principio ni fin. Pero su principal gusto consistía en departir con su sobrina sobre cualquier materia sagrada o profana. Autorizábala benévolamente para decir cuanto se le antojara: le preguntaba mil cosas frívolas que de ningún modo podían interesarle y hacía comentarios sobre los diversos sucesos que ocurrían en Ficóbriga, pues también allí había sucesos.
Tenía en tanto aprecio a su secretario el doctor López Sedeño, que en ninguna cosa grave ponía mano sin consultarle, por ser Sedeño teólogo eminente y gran sabedor de cánones; de algún tiempo acá se había dado el secretario con exceso a los negocios políticos, y leía con afán los periódicos y aun escribía algo en ellos. Si al principio desagradó esto a don Ángel, pronto se fue acostumbrando, y acabó por alabarlo, considerando que los tiempos exigían tomar las armas. No faltaron maliciosos que en las antesalas del palacio episcopal de *** murmuraron de la excesiva preponderancia del doctor Sedeño en los consejos de Su Ilustrísima, y hubo quien por mote llamó al leal servidor y amigo le petit Antonelli. Pero de estas pequeñeces, que quizás fueran malignidades, no nos ocuparemos aquí. Otros decían que Sedeño era muy soberbio y aspiraba al episcopado de ***, cuando fuese trasladado don Ángel, como se anunciaba, a la metropolitana de S. y recibiera el capelo. Nosotros lo ignoramos y cerramos los oídos a los chismes capitulares.
Sólo sabemos que don Ángel era amado con delirio por sus diocesanos lo mismo que por sus compatriotas los de Ficóbriga; que su corazón estaba limpio de ambiciones; que si tomaba con calor la perversidad de los tiempos era sólo atendiendo a lo espiritual. Gran cariño tenía a Rafael del Horro, joven espada de la Iglesia, diputado, una especie de apóstol laico, defensor enérgico del catolicismo y de los derechos de la Iglesia. Sin embargo, cuando por el tren le habló el ardiente joven del negocio de la elección, Su Ilustrísima le dijo:
−Creo que mis paisanos le votarán a usted, porque son buenos católicos, y darán fuerza a los defensores de la Fe; pero no me pida usted que les hable de este negocio. Allá se las entienda con su amigo don Silvestre, que es, según dicen, un águila para esto de elecciones, pues las que él ha dirigido dejaron fama en todo el país.
Este fue un punto en que ni el mismo doctor Sedeño, con ser le petit Antonelli, pudo hacer variar la inquebrantable resolución del prelado. Tampoco quiso este intervenir en otro asuntillo que traía a Ficóbriga Rafael del Horro, y lo encomendó por entero al cuidado de su hermano don Juan, como se verá en el capítulo siguiente.
XI
Un asunto grave
Rafael del Horro vivía en la casa del cura, y todos los días, bien al almuerzo, bien a la comida, se personaba en casa de Lantigua, llevado del afán de hablar con Gloria. Una mañana antes de que el aguerrido campeón de Jesucristo pareciese por la casa, don Ángel, que con su sobrina acababa de llegar de la Abadía, donde había celebrado, dijo a esta:
−Tu padre está en el jardín y quiere hablarte; ve.
Gloria corrió al jardín, donde estaba don Juan en pie, con las manos a la espalda, inspeccionando los materiales que habían traído para componer la capilla. Fueron ambos a sentarse en un apartado y umbroso sitio que abrigaban corpulentas magnolias y otros árboles. Un sol tibio calentaba el jardín convocando en el espeso verdor de este toda la república de pájaros vecinos que entraban y salían por diversas partes jugando y charlando. Don Juan miró con afectuosos ojos a su hija, y le habló así:
−Por lo mucho que te quiero voy a enterarte de un asunto que interesa mucho a tu porvenir y a tu felicidad. Si se tratara de una jovenzuela de esas que no poseen tu buen juicio y tu rectitud, seguramente el camino que debía seguirse sería distinto; pero tú no
eres como las demás, y yo tomo la senda más breve. Creo, hija mía, que ha llegado la ocasión de que te cases.
Quedose la señorita absorta; quiso hablar y no se le ocurrió nada digno de ser dicho en tan crítica ocasión y ante la majestad imponente de don Juan, en quien veía entonces juntas las dos personas de su padre y su tío.
−Sí −prosiguió Lantigua−. Lo que en otra clase de personas es cuestión difícil, aquí es problema facilísimo, y puede resolverse con honra y contento de todos. Una joven que no ha entretenido su edad florida en noviazgos indecentes, ni con necios amoríos de balcón o de tertulia, es el tesoro más preciado de una honesta familia. Esa joven eres tú. Tu carácter bondadoso, dócil, tu educación cristiana y hábitos humildes; tus pensamientos, que si alguna vez han sido soberbios, después se han sometido al yugo de la autoridad, me mueven a hablarte de este modo, seguro de que tus ideas se acordarán con las mías y tu sentir con mi sentir.
La señorita quiso de nuevo hablar algo, aunque fuera para dar su asentimiento; pero nada de lo que vino a su mente le pareció digno de la gravedad del caso, por cuya razón hubo de callarse.
−¡Qué seria te has puesto! −dijo el padre−; y también pálida. Así me gusta. Una muchacha casquivana y ligera habría sonreído y soltado por la boca mil palabras torpes o fútiles; pero tú comprendes que el asunto del que trato es una piadosa unión por toda la vida, un sacramento instituido por Dios, el paso más difícil y más delicado de la existencia, y sólo la idea de avanzar el pie para darlo debe sumergir el ánimo de la mujer cristiana.
Después de sonreír, prosiguió así:
−Sin duda sospechas quién es el hombre a quien tengo por el más digno de ser tu esposo. Hay un joven cuyo carácter, talentos no comunes y costumbres cristianas son una excepción entre todos los de su clase y de su edad, como lo eres tú entre las niñas de estos tiempos. Ese mozo ¿necesito nombrártelo?, es don Rafael del Horro... En verdad que si no descollase por sus virtudes tanto como por su talento, se habría dirigido a ti y te habría mareado la cabeza con boberías de novela, contrarias a la moral cristiana y que, aun cuando los fines sean buenos, dejan siempre germen de vicio y concupiscencia en el alma. Cuerdo, sensato, honesto, respetuoso contigo y con nosotros, se ha abstenido de demostraciones apasionadas. En Madrid y aquí mismo me ha confesado que siente hacia ti una afición purísima y santa, y que se considerará feliz si le das el nombre de esposo.
Gloria, más incapaz entonces que nunca de pronunciar una palabra, trazaba con la punta de la sombrilla rayas horizontales sobre el piso de arena.
−Si fuese preciso enumerarte los méritos de Rafael, hija mía −agregó don Juan−, te diría que, entre todas las personas que conozco, no hay ninguna que más me cautive por la valentía de sus convicciones, por el entusiasmo con que ha consagrado su juventud a la defensa de una causa perseguida por los malos, por su honradez, laboriosidad y formalidad, prendas todas que no suelen ser adorno de los jóvenes, sino de hombres sesudos y maduros, ya templados y hechos a la vida por el trabajar de los años.
Gloria, después que trazó sobre la arena regular número de líneas horizontales paralelas, empezó a trazar otras verticales, que formaban enrejado con las primeras.
−En este último período Rafael ha conquistado la admiración y la gratitud de todos los que vivimos perseguidos. Su talento y su valor para luchar solo contra los verdugos de la Iglesia, me han recordado al gran Judas Macabeo, sólo que aquel trabajaba con la espada y este con la lengua y la pluma. Admirables triunfos le debe la Iglesia en sus relaciones temporales, gratitud eterna los pobres eclesiásticos perseguidos, que no pueden ir a defenderse a los antros de herejía ni subir a la cátedra de las blasfemias.
Pero como la verdad necesita órganos en todas las esferas, en la de estas mundanales luchas tiene la Iglesia buen número de piadosos seglares que la defienden, la amparan y son un valladar firme contra las amenazas de los impíos.
−¡Una caterva de pícaros! −dijo Gloria que encontrando al fin coyuntura a propósito para decir algo no quiso dejarla pasar.
−Tal vez en su conciencia no sean tan malos como dicen −indicó don Juan−; pero ello es que Rafael sabe entenderles... ¡Pobre joven! Cuando me reveló, respetuosamente por supuesto, la casta afición que le has inspirado, sentí mucho gozo. «Puesto que mi hija no ha de ser monja, dije, ya le encontramos el compañero de su vida...». No he querido contestarle nada hasta saber lo que piensas acerca de esto.
Gloria empezó a trazar rayas diagonales en el enrejado.
−Mis ideas en esto son, hija, que al matrimonio debe preceder una elección libre del corazón, previo el consejo de las personas mayores. Pero si admito el consejo y a veces la oposición a inconvenientes afectos de las niñas, rechazo la violencia y la imposición para realizar el gusto, a veces equivocado, de los padres. Esto suele ser causa de matrimonios desgraciados y pecadores. Si a pesar de las prendas rarísimas de Rafael, no sientes inclinación a darle tu mano, nada de hipocresías, nada de violencias. Si le has tratado poco y te es indiferente, como creo, un trato decoroso te revelará los tesoros de su corazón bueno y recto. No confundas los arrebatos de un día con el afecto tranquilo y que ha de durar toda la vida, reflejo del amor puro y reposado que tenemos a Dios.
Gloria se ocupó en trazar en los cuatro costados del enrejado unos picos a manera de fleco. Después apartó de su complicada obra geométrica los ojos y fijándolos en su padre, dijo:
−Bien, papá, yo haré siempre lo que usted me mande.
−Si yo no te mando nada −declaró Lantigua con viveza−. Veo que no estás dispuesta a dar una contestación terminante y categórica. Eso es prueba de sensatez. Estas cosas deben pensarse...
−¡Eso es, pensarse! −exclamó Gloria asiéndose a la idea del pensar, como el náufrago a una tabla.
−Bien −dijo don Juan levantándose−. Tómate todo el tiempo que quieras, y piensa, hija mía. Tienes entendimiento, corazón, piedad y fe cristiana suficientes para encontrar la mejor solución... ¿Quedamos en eso?
−Quedamos.
−Pero desearía que tu contestación no se retardase mucho.
−Contestaré pronto −dijo Gloria.
−Te doy tres días; vamos, cuatro. Esto me prueba, como he dicho antes, que no ha habido noviazgo. ¿Rafael te ha hablado de esto?
−Un poco... pero así como broma. Yo siempre lo tomé como broma...
−Ya ves que es muy serio. Conque, hijita, prepárate a responderme. Medítalo bien. Ni tu consentimiento ni tu negativa disminuirán el cariño que tu padre te tiene... Vaya, adiós. Me voy a trabajar. Te encargo que cuides de que no me hagan ruido.
−Descuide usted, papá.
Don Juan de Lantigua se metió en su cuarto, y como el buzo se arroja al mar, él se sumergió en el océano de sus libros. Hasta la hora de comer nadie tendría noticia de su existencia.
XII
El otro
Lo propuesto por don Juan dejó a Gloria en la mayor confusión. Aquel asunto realmente grave no podía presentarse a su espíritu sin ocuparlo al punto vivamente, y durante largo rato su meditación fue tan profunda, que el tiempo transcurría sin que ella lo advirtiese. Al fin dando un suspiro, y alzando la cabeza, como que volvió en su acuerdo, advirtiendo gran soledad en el jardín, bastante caldeado el sol que a mucha altura estaba ya. Cerradas todas las persianas de la casa, ningún ruido venía de ella; hasta los pájaros se habían callado, y sólo dos o tres cuchicheaban algún secreto o refunfuñaban alguna disputa en las últimas ramas de los plátanos. Gloria se levantó, pues el ardiente vibrar de sus nervios la impulsaba a pensar marchando.
Complacida del silencio y soledad en que estaba, dejose ir hacia un escondido y ameno bosquecillo. Al ver lo presuroso de su marcha y el afán con que, marchando hacia el oscuro sitio, miró a sus espesuras, cualquiera habría creído que alguna persona la aguardaba allí; pero no había nadie. El bosquecillo estaba enteramente solo. Después acercose a la verja, y por entre los huecos que dejaba a trechos el follaje de la madreselva miró hacia el camino con los ojos fijos y el semblante pálido: sus grandes pestañas aleteaban como mariposas negras, jugando en la luz. ¡Ah! Cualquiera que en tal actitud la hubiese visto y observase con cuánto interés exploraban sus ojos el camino, ya en dirección a la playa, ya en dirección a las montañas, habría creído que esperaba a una persona. Sin embargo, podemos jurarlo y lo juramos; por allí no pasaba, ni había pasado jamás nadie que interesase a su corazón.
Luego subió a su cuarto y se puso a trabajar en una obra de aguja. Seguía meditando; pero los sonidos más insignificantes la hacían volver súbitamente la cabeza. A veces el caer de una hoja, las pisadas del jardinero sobre la arena, el ruido de las huecas regaderas de latón al ser puestas vacías en el suelo, el surtidor que caía en la pila llena de agua con pececillos encarnados, el arrullo de las palomas en lo alto del granero de la casa vieja, el silbar lejano de un vapor zarpando de la ría impresionaban su oído tan enérgicamente cual si voces amadas la llamaran y la nombraran en distintos puntos del espacio infinito. Y, no obstante, será preciso repetirlo, nadie la llamaba desde el jardín ni desde los altos aires vacíos, ni desde los mares profundos, como no fuera una voz sólo por ella oída. Su corazón latía con fuerza y vivo compás. Sobre él se sentían pasos.
Intentaremos describir la situación de espíritu de la señorita de Lantigua. La razón no le decía nada en contra del proyecto de su padre, y reconocía fácilmente en Rafael todas las cualidades de un joven maduro, de un carácter honrado y bondadoso, de un atleta del catolicismo, de un trabajador incansable, de un apóstol seglar. Reconociendo esto, ella hacía esfuerzos para despertar en su pecho inclinación vehemente hacia aquel joven; pero aquí empezaba la dificultad, porque se interponía siempre entre ella y él una sombra intrusa viniendo no sabemos de dónde.
Esto debiera conducirnos a la afirmación categórica de que la señorita de Lantigua había encontrado ya el elegido de su corazón; pero una serie de indagaciones hechas con la ayuda de las personas más diligentes de Ficóbriga, demuestran lo contrario. Teresita la Monja, esposa de don Juan Amarillo, en cuya casa hay un ventanuco desde el cual se atisban con buen ojo el jardín y los patios y corredores de la casa de Lantigua, asegura que si Gloria tuviese algún novio del tamaño de una lenteja, o recibiese cartas, o hablase por el balcón, a ella no se le hubiera escapado. Lo mismo dicen las dos hijas de don Bartolomé Barrabás, ambas muy instruidas en todas las historias del pueblo, amigas íntimas de Francisca Pedrezuela, criada principal de los Lantigua. Y sin embargo, el otro existía. ¿Dónde? ¿Quién era?
La señorita descendió al jardín después de la comida. Entonces, sin mover los labios, hablaba. Oigámosla:
−Es una locura −decía− esto que tengo; es una locura pensar en lo que no existe, y desvanecerme y afanarme por una persona imaginaria... Fuera, fuera tonterías, ilusiones vagas, diálogos mudos. Aquí hay algo de enfermedad sin duda, y mi cabeza no puede estar buena. Vivo en grande error, sueño lo imposible, lo que no existe ni puede existir sobre la tierra. ¿En qué consiste, pues, que entre todos los hombres que he visto y oído y conocido, ninguno se parece a este? Si mi padre y mi tío le conocieran, no harían tantos elogios de Rafael.
¿Pero cómo le han de conocer si no existe, si no está en ninguna parte, si no tiene cuerpo, ni vida, ni realidad?... ¡Loca, mil veces loca soy!... Déjame, tú, y no vuelvas más... Calla, tú, y no digas una palabra más, pues no te escucho. Eres una mentira, menos que una sombra, menos que un fantasma, menos que un rayo de sol; eres un pensamiento nada más. No sólo no existes, sino que no puedes existir, porque serías la perfección. Sal, pues, del jardín y no vuelvas más, ni me hables, ni me llames en el silencio de la noche, ni pases haciendo sonar con tus pisadas las hojas arrugadas y secas del otoño... Adiós, tú; has sido conmigo cortés, fino, generoso, delicado, leal, apasionado sin impureza y cariñoso con un respeto sagrado hacia mí; pero te despido, porque mi padre me manda que quiera a ese don Rafael, buena persona, apreciable joven, como él dice. Sin duda no puede haberlos mejores sobre la tierra, y el creer en ti, el pensar en ti es un disparate, como alzar la mano para coger una estrella.
Cada cosa, en su lugar. El cielo tiene estrellas y soles, la tierra hombres y gusanos... Vivimos abajo y no arriba. Mi padre me ha dicho varias veces que si no corto las alas al pensamiento voy a ser muy desgraciada... Vengan, pues, las tijeras. O se tiene voluntad o no se tiene... o se vive en la realidad o en el sueño. Señor y padre querido, tienes razón en llevarme por este camino; guiada por tan fiel mano, entraré gozosa en él y me casaré con tu soldado de Cristo.
Luego siguió pensando que era necedad propia de colegialas castigadas a pan y agua por no saber la lección, el divagar a solas fijando el entendimiento en imaginarios galanes, el representarse escenas platónicas y apasionadas entrevistas y mil otras aventuras novelescas, embellecidas al mismo tiempo por la fantasía y la inocencia. Afirmó además que tales desvaríos eran indignos de una persona de sólidas calidades y principios como ella, y aunque su conciencia diáfana, clara y limpia como los cielos no le mostraba la nube de ninguna impureza, juzgó que en aquel perpetuo y descarriado imaginar suyo había no poco de pecado o al menos de germen pecaminoso...
Después se rió un poco de sí misma, y dejando ir el pensamiento hacia su padre, encontró en él tanta bondad, tanta previsión, tal rectitud de miras, que sintió aumentarse la admiración y el cariño que hacia él sentía. Por la concatenación natural de las ideas, su pensamiento, después de revolotear locamente, fue a posarse sobre la persona de Rafael.
−¡Qué excelente joven es ese don Rafael! −dijo andando hacia la casa−. He sido una tonta en no comprender antes su mérito. Se le tomaría por un viejo... ¡Y luego ese talentazo que le ha dado Dios!... Ahí es nada traer mareados a los pícaros revolucionarios y herejes, y volverles tarumba con sus discursos y despedazarles con sus artículos... ¡y qué discursazos! Bien me acuerdo de aquel que decía: «¡Estáis conculcando todas las leyes divinas y humanas; estáis insultando a Dios...!». Luego es piadoso, es religioso, no tiene la despreocupación infame de los muchachos del día... ¡Ay!..., allí viene; me escaparé.
Y azorada huyó por un lado, mientras el modelo de jóvenes entraba por otro.
XIII
Llueve
Tales pensamientos duraron poco en la mente de Gloria. Como mudan las corrientes en la esfera del mundo, volviéndose del Norte al Sur, así las ideas de ella marcharon con rumbo distinto; se dijo:
−No, yo no puedo querer a ese hombre. Hay en él algo que me repugna, sin poder explicarme lo que es.
Aquella tarde, que era la del 23 de junio, víspera de San Juan, fueron todos a la Abadía. Don Ángel la recorrió toda para ver las composturas hechas en algunos altares, los nuevos vestidos con que había sido obsequiada la imagen de la Virgen, y los ornamentos de plata Meneses recién comprados por suscripción entre los fieles de Ficóbriga. Examinolo bien el obispo y sobre cada pieza dio su dictamen con mucho acierto. Después de orar un rato, salieron para dar un paseo. En el atrio, Su Ilustrísima dijo:
−Daremos un paseo por la playa si les parece a ustedes.
Don Juan, el doctor Sedeño, Rafael y el cura accedieron muy gustosos.
−Veremos llegar las lanchas −dijo el cura, poniendo la mano a guisa de pantalla ante los ojos para mirar al mar−. Hoy vendrá buena sardina... Hola... está picada la mar.
−¿Tendremos temporal? −preguntó don Ángel.
El cura miró al cielo y al horizonte. Parecía que olfateaba las vías aéreas, inquiriendo el rastro de las tempestades.
−Tendremos vendaval esta tarde −afirmó, echándose atrás el manteo, prenda para él de grandísimo estorbo, pero que no podía menos de usar mientras acompañase al prelado.
−Hombre de Dios −dijo este con festivo disgusto−; ¿se empeñará usted en aguarnos el paseo?
−Don Silvestre −manifestó el padre de Gloria−, se deja atrás a los mejores barómetros conocidos.
Romero extendió la mano hacia el noroeste señalando un cerro aplanado cuya falda tocaba el mar y que tenía por nombre la Cotera de Fronilde.
−Infalible −dijo−. Hay celaje allí, y no puede fallar la sentencia que dice: Fronilde nublada, Ficóbriga mojada.
−Pues pica el sol −indicó el obispo.
−Otra señal de próxima lluvia, ilustrísimo Señor...
−En fin, ¿bajamos o no a la playa?
−¿Quién dijo miedo?... ¿Vienes tú, Gloria?
Esta, durante las observaciones meteorológicas, se había visto precisada a contestar a varias preguntas del joven del Horro y a oír estudiadas frases que bajo frivolidad aparente escondían la intención amorosa.
−¿Vienes, Gloria?−repitió don Juan.
−No− replicó ella vivamente−, tengo que rezar y me vuelvo adentro.
El semblante de Rafael se nubló como la Cotera de Fronilde.
−Se le exime a usted de la obligación por esta tarde −dijo afablemente y con cierto tonillo de galantería Sedeño.
−No, no; que rece, que rece −dijo don Ángel−. Señor don Rafael, deme usted el brazo.
Gloria volvió a entrar en la Abadía, y los demás emprendieron su paseo por una vereda pedregosa que empezaba detrás de la iglesia y terminaba en la playa. Delante iba
don Ángel, apoyado en el joven orador y periodista, imagen de la Iglesia sostenida por la entusiasta juventud batalladora. Desde aquel rústico sendero se veía el mar en extensión considerable. Dos o tres lanchas corrían tendiendo las blancas alas hacia la barra, y allá lejos, muy lejos, en el punto en que se confundían cielo y tierra, una mancha negra ensuciaba el azul del firmamento.
−Un vapor −dijo Su Ilustrísima.
−Pasa de largo −indicó Romero.
En el mismo instante, el sol dejó de iluminar al grupo de paseantes.
−Parece que el señor párroco se va a salir con la suya −apuntó don Ángel−. Nos quedamos sin sol, aunque más allá sigue descubierto. Esto pasará.
−Tenemos agua −manifestó el barómetro.
Don Ángel miró al cielo, y al mirar le cayó una gota de agua en la punta de la nariz.
Don Juan extendió la mano, diciendo:
−Caen gotas.
−Ya que estamos aquí −propuso don. Ángel alargando también la mano−, más vale que sigamos y demos la vuelta por el resguardo para salir a casa. Casi se tarda lo mismo.
−Pues adelante −dijo don Silvestre abriendo su paraguas rojo y dándolo a Rafael para que cubriese al señor obispo.
Don Juan abrió también el suyo. Las gotas menudeaban. De pronto una racha de noroeste sopló con fuerza, levantando remolinos de polvo, pues la tierra apenas se había mojado, y azotando con violencia suma a los paseantes, obligoles a detenerse un momento. Las ropas talares del obispo, del cura y del secretario se arremolinaron silbando en torno de los cuerpos, como si el viento quisiera arrancárselas para ponérselas él.
−¡Dios mío!, ¿qué es esto? −exclamó don Ángel.
En poco tiempo la nube parda se extendió por todo el cielo cubriéndolo. Los viejos álamos de tronco leproso y de sonoras hojas, se encorvaban gimiendo, y sacudían sus ramas con movimientos de desesperación. El viento, después de barrer furioso los tejados arrancando todas las tejas que no estaban seguras, caía con furia loca sobre el mar, y embistiendo las olas las ahuecaba, silbando en los cóncavos cilindros de ellas y esparciendo su espuma. Había desaparecido el horizonte, y cielo y tierra eran una inmensidad blanquecina, toda agua, toda bruma. De repente, veloz culebra de fuego violáceo cruzó el espacio vibrando fugazmente en él como el pensamiento dentro de nuestro cerebro, y después sonó allá arriba hondo estrépito de mil montañas que parecían rodar, chocando unas con otras.
La lluvia empezó a caer fuerte, punzante, espesa, torrencial. Calado en un instante hasta los huesos, don Ángel se volvió a sus amigos, y con voz dolorida y semblante de compasión profunda, exclamó:
−¡Pobres marinos, pobres navegantes!
XIV
El otro está cerca
Gloria penetró en la iglesia, gozosa de encontrarse sola y en sitio a propósito para soltar el freno a su imaginación. En el sagrado recinto no había ya sino cinco o seis personas, entre ellas Teresita la Monja, que era la última que salía, y dos marinos ancianos que iban todas las tardes.
Dirigiose a la capilla de su familia y sentose en un rincón de ella, mirando al altar. La tranquila atmósfera del templo, la media luz, el silencio, eran como un espejo donde el alma posaba blandamente sus ojos y se veía. Buena ocasión también para rezar, para mirar a Dios cara a cara, como si dijéramos, y subir hasta Él con el pensamiento, dejando acá todo lo que puede dejarse. Así lo pensó Gloria.
En la iglesia de Ficóbriga, hay sillas muy bajas y de alto respaldo las cuales sirven de reclinatorio. Gloria tomó una de las de su casa, y arrodillándose en ella, apoyó su frente en el respaldo, sosteniéndola con ambas manos. Un momento después pensaba así:
−¡Que no pueda yo arrojar esto de mí! ¿En qué consiste, Señor, que lo que no es nada, lo que no existe, lo que no puede existir, ocupa mi pensamiento noche y día para mortificarme, para condenarme tal vez? Rezaré, rezaré con toda mi alma.
Empezó a rezar con la boca. Pero su pensamiento no iba donde la tiránica voluntad le mandaba, y así como la brújula mira siempre al norte, él miraba constantemente a su idea. No había fuerza humana que le apartase de aquella dirección.
−Esto es locura, locura... −afirmó Gloria alzando la cabeza.
Volvió a cerrar los ojos y a hundir la frente, y una voz decía dentro de su cerebro:
−¡Ya voy, ya estoy cerca, ya te toco!
La señorita de Lantigua experimentó una sensación de anhelo o expectativa que la llenaba de indecibles congojas. Sentía su corazón ensancharse y contraerse. Allá dentro, en lo íntimo de su ser, había como un anuncio misterioso, que no tenía explicación fácil. El alma sentía pasos, que es como decir que su facultad de adivinación anunciaba la proximidad de algo profundamente interesante para ella. Era un resplandor que en la dulce oscuridad del ser iba poco a poco despuntando como una aurora y que anunciaba otra luz mayor. Dentro de Gloria misteriosos sones murmuraban: −«¡Oh, alma; pronto en ti será de día!».
Alzando de repente los ojos tuvo miedo. Miró a las bóvedas del templo y violas oscuras, a pesar de ser las cinco de la tarde. La arquitectura de la vetusta iglesia, obra románica del undécimo siglo, estaba toda cubierta profanamente por una capa de yeso, bajo la cual las emblemáticas figurillas de los capiteles y de las archivoltas apenas tenían forma. Parecían tiritar de frío arrebujadas en gruesos mantos blancos. Algunos arcos ojivos o peraltados habían perdido, con el paso de tantos años, su original curva; algunas ventanas desquiciadas hacían muecas; algunas columnas habían dejado de ser verticales; paredes había que se inclinaban con ceremoniosa reverencia. El conjunto estético de tal fábrica era triste.
Sobrecogida por secreto espanto, Gloria se levantó. En el mismo instante un fragor horrísono retumbó allá arriba sobre el techo, y la Abadía gimió en los atléticos brazos del suelo. Por las abiertas ojivas entraron ráfagas violentas que recorrieron las bóvedas cantando con atronadores bramidos, y dieron vuelta a toda la iglesia, rozando los bancos, difundiendo el polvo de los altares, agitando los huecos vestidos de las imágenes. Derribaron una lámpara, que rompió, al caer, la urna o sepulcro de cristal en que estaba el Señor difunto. Azotaron con un ramo de flores de trapo el rostro de San José, y le arrancaron la espada de la mano a San Miguel, arrojándola dentro de un confesonario. Dieron vueltas alrededor del órgano, haciendo murmurar a los tubos, y volvieron las hojas del libro de coro, como si febril mano de un lector invisible las repasara. Besaron la frente de Gloria y escaparon después por las puertas, cerrándolas con golpe tan violento, que estas perdieron la mitad de sus podridas tablas.
La señorita de Lantigua tuvo miedo, vio la iglesia casi a oscuras y sin alma viviente. Al salir de su capilla, creyó sentir pasos, corrió y alguien corría tras ella.
Indudablemente oía pisadas y una voz diciendo: −«Espera; soy yo, soy yo que he llegado».
Su terror aumentó, y con su terror el afán de huir. Pasaba de una capilla a otra... Casi estuvo a punto de pedir auxilio. Creyó ver los altares corriendo también y oír a los santos gritar: «¡socorro!»... Detúvose al fin; trató de serenarse, mirando hacia atrás y a todos lados con observación atrevida que disipase las absurdas aprensiones. Pero no pudo tranquilizarse por completo, y su corazón se contraía recogiéndose como la sensitiva cuando la tocan. Creíase tocada por una mano invisible.
−¡Qué nerviosa estoy! −dijo tratando de sacudir el miedo.
Entonces sintió una alegre voz de muchacho. Por la sacristía apareció corriendo uno de los hijos del sacristán.
−Sildo, Sildo −gritó Gloria−, ven acá.
−¡Ah!... La señorita Gloria −dijo el muchacho acudiendo a ella.
−Ven acá: dame la mano.
−Voy a cerrar las puertas; se ha metido un aire, que... ya, ya. ¿Quiere usted salir?
−No, parece que llueve mucho. Esperaré.
Poco después Sildo la guiaba a la sacristía.
XV
Va a llegar
−¿Está tu padre?
−Sí, señorita. Está poniendo una tabla al ataúd de pobres.
Pasó Gloria a la sacristía, que era lóbrega y húmeda; de allí a un patiecillo estrecho cubierto de hierba y del patio a una habitación destartalada, que tenía el techo en tres planos distintos, y en las paredes un resto de arco bizantino destrozado y cubierto de yeso; vivienda construida sobre las ruinas del palacio abacial y que servía de asilo al sacristán de la parroquia. Dicha pieza estaba llena de objetos distintos en revuelto montón: era almacén, carpintería, taller y dormitorio de Caifás y sus hijos. Hacheros de madera plateada y horriblemente manchados con gotas de amarilla cera aparecían patas arriba, junto al túmulo negro que servía para los funerales. Un San Pedro sin manos, y por consiguiente sin llaves, mostraba su calva cabeza, coronada con el nimbo de oro, por encima de un rimero de astillas y tablas rotas. Lienzos pintados, como telones de teatro, o más bien como pedazos de monumento de Semana Santa, estaban clavados verticalmente para servir de biombo o abrigo a la cama en que dormían los tres hijos de Caifás, y la armazón de una vieja manga-cruz sin forro tenía dentro ollas rotas, vasos desportillados, una calavera de palo y un libro de palo también, atributos de alguna imagen de anacoreta. Ninguna silla ni otro mueble destinado a sentarse había allí, como no sirviese para esto un banco de carpintero. Cuando Gloria entró, Caifás martillaba en las negras tablas del ataúd de pobres, echándole una pieza en el fondo. A cada golpe, el horrible cajón despedía un quejido.
−¡Qué espantoso temporal! −exclamó Gloria entrando en el taller de Caifás.
−Señorita −dijo el sacristán riendo cariñosamente−, ¡cómo la ha cogido el agua en la iglesia! Iré a casa del señor cura por un paraguas.
−No, esperaré a que pase el chaparrón. De casa vendrán por mí −dijo Gloria, buscando con los ojos un sitio donde sentarse.
−¡Ay, niña de mi corazón! Esto es una Babel. No hay sillas para sentarse las personas decentes. Pero acomódese usted en esta tarima de la Virgen. A bien que no está mal en ella quien podría ser puesta en los altares sin que Dios se enfadase por ello.
Gloria se sentó. Caifás, dando el último martillazo, dio por terminada su obra.
−Vamos, ya está concluido. Ahora no les entrará aire a los pobrecitos que van a la tierra. La caja estaba desfondada, y anteayer cuando llevaron al cementerio el cuerpo del tío Fulastre, se le salió fuera un brazo por la tabla rota. Como el brazo saliera al pasar por frente a la casa de don Juan Amarillo, y se movía a modo de insulto, la gente dijo que el tío Fulastre aplazaba a don Juan Amarillo para el día del juicio.
Gloria no estaba serena. El desorden de aquella estancia y la vista de la triste caja no eran espectáculo propio para volver el sosiego a un espíritu sobresaltado.
−¡Qué terrible tempestad! −dijo la joven mirando el torvo cielo que por la ventana se veía−. ¡Cuántos barquitos habrán perecido hoy!
−El Señor no manda más que calamidades −afirmó Caifás dando un suspiro−. No sé cómo hay quien quiera vivir. ¡Bonito oficio es este de la vida!... Verdad es que como no nos lo dieron a escoger...
−Ten paciencia −le dijo Gloria−, que otros hay más desgraciados que tú.
Caifás, que estaba en el suelo, elevó sus ojos hacia la hermosa doncella, sentada en la tarima. No era posible mayor semejanza con los cuadros en que el arte ha puesto una figura mundana orando de rodillas al pie de la Virgen María. Sólo los trajes podían quitar la ilusión. Entre los ojos de topo, la faz angulosa, el estevado cuerpo, la color amarilla de José Mundideo (a quien todos en Ficóbriga conocían por el mote de Caifás) y la seductora hermosura de Gloria, había tanta distancia como de la miseria del mundo a la majestad de los cielos. El sacristán infló el pecho para echar fuera un suspiro tan grande como la Abadía, y acurrucándose en el suelo, dijo:
−¡Paciencia yo!... Pues qué, ¿queda todavía algo de paciencia en el mundo? Creí que yo me la había cogido toda... En verdad que si no fuera por las almas caritativas como la señorita Gloria, ¡qué sería de mí y de mis pobres hijos!
Los tres chicos de Mundideo parecían confirmar esta aseveración del padre, contemplando a la señorita Lantigua con miradas fervorosas. Eran dos varones y una hembra pequeñuela. Esta, poseída de profunda admiración hacia la señorita, se acercaba tímidamente, y con sus deditos sucios, como hojas de rosa que han caído en el fango, tocaba los guantes de Gloria y los bordes de su sobrefalda, y hubiera tocado algo más, si el respeto no la contuviera. El mayor, Sildo, limpiaba el polvo de la tarima y de todo cuanto a Gloria rodeaba, mientras el segundo, Paco, cuidaba de poner en el mayor orden los hilos de la borla del quitasol que estaban cada uno por su lado.
Gloria sacó su portamonedas diciendo:
−Esta semana no te he dado nada. Toma.
−¡Bendita sea la mano de Dios!... −exclamó José tomando seis moneditas de plata−. Ya veis, hijos, cómo Dios no nos abandona... ¡Ah!, señor cura, señor cura, no todos tienen corazón de hierro como usted.
−¿Qué dices del cura?
−Señorita Gloria− repuso Caifás enjugando una lágrima con la manga de la camisa−desde el primero de mes ya no comeré amargo pan de la parroquia. El señor cura me despide.
−¿Te despide?...
−Sí, dice que por mis escándalos... porque tengo deudas y no las puedo pagar, porque soy un tramposo, un miserable, un desdichado... Y tiene razón. Yo no debo estar más en estos lugares sacratísimos. Soy un tramposo, estoy comido de deudas, tengo empeñada hasta la camisa en casa de la Cárcaba y debo a don Juan Amarillo más de lo
que peso... Iré pronto a la cárcel y después a presidio y después a la horca, que es lo que merezco.
−Por Dios, José, me estás asustando −dijo Gloria acariciando a los chicos que se habían echado a llorar viendo llorar al padre−. Si es verdad lo que dices, eres un hombre de muy mala conducta.
−Yo no soy más que Caifás el estúpido, Caifás el feo, Caifás el idiota, como me llaman en Ficóbriga, y Caifás el desgraciado, como me llamo yo.
−Francisca me dijo que el domingo estabas borracho como una cuba en el prado de la Pesqueruela.
−¡Oh!, sí, señorita Gloria, es verdad. Me emborraché..., ¿cómo lo diré? Estuve dudando si echarme al mar o emborracharme para dormir algunas horas, para olvidarme de que soy Caifas el horrible. El vino alegra o adormece... ¡Sueño y alegría! ¡Qué cosas tan divinas para quien no las conoce nunca!
−No, no vengas con disculpas −dijo Gloria en tono de amable amonestación−. Tú no eres bueno; yo no creo que seas tan malo como dicen; pero ello es que tú no eres bueno. Verdad es que estás mal casado y que tu mujer es capaz de hacer pecar a un santo.
−¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Virgen mía! ¡Oh, señorita Gloria! −exclamó Caifás demostrando en lo lastimero de su tono que la herida de su corazón había sido tocada−. ¿Cómo ha de haber virtud al lado de esa mujer? ¡Si usted la viera cuando entra aquí de noche, con el carpancho tan sucio como su cara, y su cara tan dura como el carpancho, pintada toda con la almagre del mineral, que no parece sino que la han echado de sus cavernas los infiernos!... Como en el embarcadero beben que es un primor, siempre viene alegre, me pega, me quita el dinero, azota a los chicos, da gritos y echa unos cantorrios que escandalizan al señor cura y a todos los vecinos. Ella, señorita Gloria, es la causa de que yo tenga mi casa por los suelos, de que todas mis ropas y alhajas y colchones hayan ido a parar a casa de la Cárcaba, de que jamás tenga un real, de que esté a punto de ser llevado a juicio por don Juan Amarillo, y echado de la sacristía por el señor cura... ¡Esta es mi situación, esta es la situación de Caifás, el dejado de la mano de Dios!... ¡De Caifás el que se irá al infierno por culpas ajenas!...
−Eres un majadero −dijo Gloria con enfado−, ¿por qué te dejas dominar por esa arpía?
−Yo no me dejo dominar por ella. Anoche reñimos y le pegué. Pero, aunque quiera, ya no puedo salir del infierno en que me he metido. Como no puedo pagar mis trampas, me echan de la sacristía, y como me quedo sin pan, pediré limosna, iré a la cárcel... No, señorita Gloria, yo creo que Caifás el feo no puede seguir viviendo... Me dan unas ganas de echarme al mar... ¡Qué bien se debe de estar allí en el fondo, en el fondo!...
−¡Infeliz! −exclamó Gloria conmovida−. Ya se te amparará. No desconfíes de Dios, José; no pienses en el suicidio que es el mayor de los pecados.
−Cuando usted me dice que tenga confianza, casi la tengo; cuando la veo a usted, parece que me sale de dentro un no sé qué... me siento más fuerte contra la desgracia... Dios debe de ser muy poderoso, cuando la ha hecho a usted, señorita Gloria... Mi vida es negra y oscura como este ataúd. Usted pasa, me mira y parece que de esta caja salen flores. Sí, señorita mía, delante de usted yo soy otro... Adoro a la doncella celestial que me ha socorrido tantas, tantísimas veces; a la que me sacó de la enfermedad que tuve el año pasado; a la que no ha permitido que mis hijos estén desnudos, a la que se ha dignado consolarme, honrando mi humilde morada, a la única persona que me ha dicho: «Caifás, tú no eres tan malo como dicen. Confía en Dios y espera».
−Eres tonto −dijo Gloria−. ¿Eso qué significa?
−Significa que usted es un ángel... ¡Ay!, si se me presentara ocasión de mostrarle mi agradecimiento... ¿Pero yo qué puedo si soy como un guijarro de las calles, a quien todo el mundo da con el pie?
−Vamos, no te acuerdes de mis beneficios, que no valen nada −dijo Gloria con impaciencia, mirando al cielo a ver si había concluido de llover.
−¿Que no me acuerde? ¿Que no me acuerde de quién me da el pan de cada día? No la aparto a usted del pensamiento a ninguna hora. Yo creo que antes que olvidar a mi ángel tutelar, me olvidaré de mí mismo y de la salvación de mi alma. Me parece que veo en todas partes a mi Divina Pastora. Anoche, señorita Gloria, soñé con usted.
−¿Conmigo? −dijo Gloria sonriendo−. ¿Qué soñaste?
−Una cosa triste; pero muy triste.
−¿Que me moría?
−No; que me había olvidado usted a mí y a mis pobres hijos y ya no nos hacía caso.
−Es particular. ¿Y por qué os había olvidado?
−Porque estaba usted enamorada.
Gloria se sonrojó, poniéndose seria.
−Sí; soñé que había venido un hombre.
−¡Un hombre!
−Es claro. ¿Pues a quién podía querer usted sino a un hombre?... Yo le veía, y me parece que le estoy viendo.
−¿Cómo era? −preguntó Gloria sonriendo.
−Era..., ¿cómo decirlo?... un hombre horrible, espantoso...
−¡Jesús!
−No, entendámonos... no era horrible de cara, sino al contrario, tan hermoso, que no hay otro semblante que pueda comparársele sino el de Nuestro Señor Jesucristo.
−Entonces, ¿por qué te espantaba? −preguntó Gloria, prestando a tal trivialidad más atención de la que merecía.
−Porque se la llevaba a usted lejos, muy lejos −dijo Caifás con el énfasis de un artista muy poseído de su asunto.
−Caifás, no me marees con esos novios horribles y guapos y que llevan muy lejos. Déjate de simplezas.
−Yo soñé que había venido volando por los aires, que caía del cielo como un rayo.
−Vamos, calla −dijo Gloria−. Me voy a destemplar otra vez. Esta tarde he estado muy nerviosa en la iglesia; José, tuve mucho miedo.
Gloria se levantó.
−¿Sabes −dijo después de mirar al cielo−, que la tempestad no cesa? Extraño mucho que de mi casa no me hayan mandado a buscar.
−Es particular −indicó Caifás−, ¿quiere la señorita que avise?
−No; ya vendrán. Papá querrá mandarme el coche, y estarán enganchándolo... Pero ahora me acuerdo de que una de las mulas se ha puesto mala ayer... Al menos ha podido venir Roque con un paraguas.
−Yo tengo uno que está roto −dijo Mundideo−; pero algo tapa. ¿Quierelo la señorita?
−No; esperaré. Han de venir.
Como pasase algún tiempo, Gloria se impacientaba.
−Pues estoy con gran cuidado. Anochece y nadie viene a buscarme. ¿Habrá pasado algo en mi casa?
−¿Quiere la señorita marcharse? Vamos allá. Parece que ahora llueve menos.
−Sí, el temporal cede. Vámonos. Aprovechemos este claro. ¡Cómo estarán esas calles!
−La distancia es corta.
Caifás sacó de detrás de San Pedro un paraguas rojo y lo abrió dentro de la casa para enterarse de su estado. No era pieza, en verdad, de consolador aspecto para un día de temporal. La tela huía de las puntas de las varillas, dejándolas descubiertas, y los descosidos paños se recogían hacia dentro, plegándose como las hojas de una flor marchita.
XVI
Ya llegó
−Está bueno −dijo animosamente Gloria−. Vamos.
Después de dar a los chicos todos los cuartos que llevaba, la señorita y el sacristán salieron. Gloria se recogía el vestido, Caifás ponía cuidadosamente el paraguas de modo que su Divina Pastora se mojase lo menos posible, y le indicaba los charcos del camino y las piedras salientes donde debía poner el pie.
−Estoy con cuidado −repitió Gloria−. ¿Qué sucederá en mi casa?
Cerca de la Abadía, y a mayor altura que ella, contenido por grueso muro de mampostería sobre la calle de la Poterna, estaba el cementerio de Ficóbriga. Gloria nunca pasaba por allí sin sentir religiosa emoción.
−¡Qué mala noche para mis pobres hermanitos, Caifás!− dijo.
−Ellos no tendrán frío como nosotros −repuso el sacristán.
−Es verdad; pero somos tan materiales, estamos tan apegados a la tierra, que no podemos pensar nada del alma si no lo referimos al cuerpo.
Sopló de súbito otra racha del noroeste tan fuerte, que los dos viajeros tuvieron que detenerse. A Caifás se le volvió el paraguas del revés y tuvo que hacer grandes esfuerzos para defenderlo del viento que quería arrancárselo de las manos. Una rama arrastrada por el huracán pasó rozando el rostro de Gloria. Después la lluvia los azotó a entrambos con furia.
−¡Jesús, Dios nos favorezca!− exclamó la señorita.
Lívida claridad iluminó a Ficóbriga, y Gloria vio una cinta de fuego bajar culebreando hasta los techos de la villa, a punto que el trueno retumbaba en los altos cielos llenos de agua.
−¡Un rayo! −gritó con angustia−; Caifás ..., ¿no te parece que ha caído en mi casa?
Detúvose espantada y sin aliento mirando hacia oriente; mas en la negrura de la noche no se distinguían con precisión los edificios.
−Por allá parece que cayó, pero mucho más lejos. No tenga la señorita cuidado; ha caído en la ría.
−Corramos, Caifás. Me he quedado muerta. ¡Dios mío, qué nerviosa estoy esta noche! Juraría que el rayo cayó sobre mi casa.
−Es el hombre que ha bajado del cielo −dijo Mundideo riendo−; el hombre con quien yo soñé.
−Tú estás borracho... Por Dios, José, ¿querrás callar?... Mira que estoy muy nerviosa esta noche. Me haces daño.
−Pues callo.
−Aprieta el paso... Vaya: al fin estamos cerca. Veo luz en la ventana del cuarto de papá. Parece que todo está tranquilo.
La noche era oscurísima; mas no tanto que no se viese perfectamente la superficie de un gran charco que las aguas habían formado en la plazoleta frente a la casa de Lantigua.
−Bonito está esto, Caifás. Si es un lago la plaza...
−Yo pasaré a la señorita en brazos −dijo Caifás disponiéndose a hacer lo que decía.
−No, no es preciso. Por aquí, por el callejón se puede pasar a la casa vieja. Me parece que está abierta la portalada.
Ya se ha dicho que el palacio de Lantigua lo componían dos casas, la vieja morada solariega de los primeros Lantiguas y la moderna que fabricó el indiano y que fue heredada por don Juan. Ambos edificios estaban unidos exterior e interiormente; pero la vieja no tenía sino un par de piezas habitables. Lo demás destinose a graneros y almacén. En la planta baja había un hermoso establo y las cocheras. Por la portalada de la casa antigua entró Gloria, después de dar las gracias a Mundideo por su compañía.
Subió rápidamente la escalera vieja, atravesó el largo corredor desierto y entró en una vasta pieza que servía para conservar frutas en cuelga y contenía sacos vacíos, arcas y otros objetos. De allí se pasaba a otra pieza que servía de comunicación con la casa nueva. Gloria empujó la puerta y al pronto sorprendiose mucho de ver luz allí donde no habitaba nadie. Entró y miró a todos lados, quedándose atónita y sin habla por breves momentos. Allí había un hombre.
Estaba tendido en la cama y cubierto con gruesas mantas, a excepción de la cabeza. Sobre la cercana mesa había una luz. La señorita dio algunos pasos hacia el lecho y vio un rostro lívido y dolorido, con algunas manchas amoratadas como de golpes, entreabierta la boca, cerrados los ojos, ligeramente fruncido el ceño, húmedo el pelo. El perfil de aquella cara era perfecto, la frente hermosísima, entre oscuros cabellos desordenados. De las cejas rectas ligeramente arqueadas hacia la sien, partía la nariz aguileña, fina, intachable, como cortada por diestro cincel. Bigote castaño y barba del mismo color, un poco puntiaguda y ligeramente bifurcada en su extremidad, remataban dignamente un rostro que era de los más acabados que pueden imaginarse. Gloria, en aquel breve instante de observación, hizo un paralelo rápido entre la cabeza que tenía delante y la del Señor que estaba en la Abadía, dentro de la urna de cristal y cubierto con blanquísimas sabanas de fina holanda.
Pero no había tenido tiempo de hacer deducción alguna cuando se abrió la puerta que comunicaba con la casa nueva y aparecieron don Ángel y don Juan. Andaban con cuidado para no hacer ruido.
−¡Oh! ¿Ya estás aquí? −dijo don Juan−. ¿Por dónde has entrado?
−Por la portalada.
−Hija, no mandé a buscarte, porque no hemos tenido un punto de reposo. Ya ves.
Don Juan señalaba al hombre.
−Nos hemos llevado un rato, hija... −dijo el obispo con orgullo−. Pero por bien empleado. Hemos realizado un acto heroico.
Gloria preguntaba con la mirada.
−Ahí le tienes, ahí tienes a un desgraciado joven a quien acabamos de salvar del furor de las olas. ¡Qué satisfacción tan pura!
−Pero no hagamos ruido −murmuró don Juan−. El médico ha dicho que no hay ya cuidado; pero que se le deje descansar.
−¿Y quién es? −preguntó Gloria.
−Es... el prójimo. ¿Qué nos importa? ¡Bendito sea Dios que nos ha permitido hacer esta obra de caridad!
−Si no es por don Silvestre...
−¿Don Silvestre le sacó?
−De en medio de las olas, hijita. Todavía estoy conmovido. ¡Qué tarde hemos pasado! Pero triunfamos de los elementos, y todos se salvaron. Los pobres náufragos están repartidos por las casas de Ficóbriga, y a nosotros nos ha tocado este... Pero estás hecha una sopa, hija. Ve a mudarte de vestido.
El hombre se movió entonces y dijo algunas palabras en lengua que ninguno de los presentes entendió.
XVII
El vapor Plantagenet
Conviene retroceder unas cuantas horas.
Después que Su Ilustrísima, bajando de paseo a la playa, dijo aquellas palabras: «¡Pobres marineros, pobres navegantes!», siguieron andando a toda prisa para guarecerse en la casilla del resguardo. Todos deploraban el chasco, y aunque don Ángel reía para animar a los demás, antes se oían quejas que felicitaciones en el grupo. El grave doctor López Sedeño tuvo la mala suerte de meter su pie derecho en barro hasta la pantorrilla, con lo que todos recibieron un gran disgusto. Por fin llegaron a la casilla del resguardo, que fue como tocar la tierra después de un largo viaje por entre escollos y tormentas.
−Es cosa de cantar un Te Deum −dijo Romero sacudiéndose la ropa.
Don Ángel, tomando asiento en un barril vacío que le presentaron con tal objeto, repitió:
−¡Pobres marineros!
En el mismo instante oyose un cañonazo. Era un buque que pedía auxilio. Miraron todos y entre la bruma del mar vieron un fantasma que elevaba sus brazos al cielo con desesperación, vomitando humo.
−¡Un vapor, un vapor! −gritaron todos.
En el embarcadero reuniéronse al punto muchos marineros y pescadores.
−¡Se estrella contra Los Camellos!
A la izquierda de la boca de la ría había una serie de rocas que se mostraban completamente en marea baja, y en la pleamar eran indicadas por movibles espumarajos del agua. Uno de los peñascos tenía forma parecida a un camello, y de aquí vino el nombre de Los Camellos dado a todo el arrecife.
−¡Jesucristo les ampare! ¡Pobres marinos! −exclamó el obispo, asomándose también a la puerta−. ¿Conocen ustedes ese barco?
−Es inglés −indicó un marinero.
−Ya, es el Plantagenet −dijo un forastero de los que a la sazón se guarecían allí−. Lo he visto la semana pasada atracado a los muelles de Manzanedo descargando carriles.
−¿Y se perderá, se perderá? −preguntaron ansiosos don Juan, don Ángel y los demás de la partida.
−Debe de haber perdido el timón, y no puede gobernar −dijo un robusto y hermoso marinero, que vestía grueso camisón de lona, pantalones recogidos dejando ver toda la pierna desnuda, y cubría su varonil cabeza de Neptuno con un sueste de hule que por todos sus bordes despedía el agua.
−¡Pero se ahogará esa pobre gente! −exclamó con terror el señor de Lantigua−. Germán, es preciso hacer un esfuerzo.
−Es ir a buscar la muerte, señor −repuso Germán llevando la mano a la delantera del sueste.
El Plantagenet, mientras de este modo se discutía sobre su suerte, se acercaba más a Los Camellos Arrojaba el vapor silbando con verdadera rabia, como lanza su grito el animal herido que presiente la muerte. Era un buque pesado y sin elegancia, como nave de carga. Su casco parecía un almacén negro, y su arboladura, sin garbo ni esbeltez, consistía en tres palos con escaso cordaje. Tenía dos vergas en el palo de trinquete, y en el de mesana, que era pequeñísimo, flotaba un jirón rojo, ennegrecido por el humo, en cuyas aspas podía reconocerse las insignias de la Gran Bretaña. La proa vertical se alzaba desmesuradamente, mostrando hasta el primer número de las medidas de flotación y las planchas rojas de hierro mal pintado. Daba grandes tumbos a babor y estribor, mostrando ora la horrible panza, ora la cubierta en desorden, negra y húmeda, las escotillas, el mamparo de la máquina, el puente y la chimenea negra con dos anillos blancos y una T, emblema de la casa Taylord and Cor., de Swansea, poseedora de treinta y dos buques de carga y pasaje.
El pobre barco inspiraba esa compasión hondamente patética que acompaña al espectáculo de los grandes peligros. Se le veía forcejear con las olas, tratando de gobernarse con la hélice para huir de los escollos, y su figura tomaba la especial fisonomía que adquiere todo lo que interesa, personificándose a los ojos de los que están en salvo. No era un buque, sino un hombre, un pobre nadador, que luchaba con la resaca; se le veía romper las olas con la dura cabeza, y sacarla fuera para respirar por los dos agujeros llamados escobenes, abiertos a manera de narices. La hélice trabajaba con frenesí tornillando el agua y sacando hirvientes virutas de espuma. Tragaba el casco inmensos sorbos de agua y al tumbarse las arrojaba en catarata por los portalones, sin cesar de dirigir al cielo su espantosa imprecación en forma de humo densísimo y de rugiente vapor blanco y rabioso como el chorro de la ballena herida.
−A los condenados ingleses −observó Germán−, les pasa esto por borrachos. Sabe Dios los cuartillos de aguardiente que tendrá a estas horas en el buche el capitán.
−No digáis desatinos, hijos míos −manifestó con angustia el señor obispo−, y ved si podéis salvar a esos desgraciados.
Germán puso un gesto que daba miedo.
−Ese buque venía a nuestro puerto −dijo el prelado, buscando todos los medios para interesar a los rudos marineros ficobrigenses−, con el fin de traernos riquezas, mercancías, dinero, trabajo.
−Perdone Su Ilustrísima −gruñó uno de los presentes−. El Plantagenet no puede entrar en esta ría. No es sino que pasaba para levante, se sintió con averías y quiso guarecerse en el abra de Ficóbriga, aguantándose a máquina. Pero se le rompió el timón, y ya ve Su Ilustrísima... Dentro de dos horas no quedará nada.
−Sí, ya veo que el buque no puede salvarse; pero la tripulación, la tripulación...
En aquel momento el pobre Plantagenet volvió la proa a noroeste, y hundió toda la popa en el agua. Había caído en la trampa. Los agudos escollos, como tenazas de hierro, trincaron la quilla de popa y la hélice: la presa no debía ser soltada ya. Alzaba el buque moribundo la proa, dejando en descubierto toda la roda y a ratos parte de la quilla. Ya no se movió más; y en su convulsión postrera, temblaban las rotas jarcias; y el palo de trinquete con la doble cruz formada por las vergas se doblaba como un báculo roto. Entonces las olas avanzaron triunfantes sobre el cadáver de la nave que ya era un cuerpo inmóvil, y se posesionaron de él ebrias de feroz gozo. Una entraba frenética y se metía hasta las bodegas; otra pasaba por encima de la cubierta arrollando cuanto hallaba al paso; esta subía, salpicando, por las escalas de las jarcias hasta tocar las cofas; aquella se estrellaba contra la convexa armadura negra; y otra, la más fatua de todas, daba un salto hasta la chimenea y entraba por la boca para inundar las máquinas.
−¡Hijos míos! −exclamó el obispo en tono grandioso, alzando la mano bendecidora de los pueblos−. No sois cristianos, no sois españoles, si dejáis perecer a esa pobre gente.
Los marineros gruñeron. Se miraron unos a otros buscando entre ellos al más valiente. Pero el más valiente no parecía.
−No se puede, ilustrísimo señor, no se puede −dijo al fin Germán encogiéndose de hombros.
−Parece que se aplacan las olas −manifestó don Juan que trataba de convencer a dos marineros amigos suyos.
−¡Ánimo, muchachos!
−En nombre de Nuestro Señor Jesucristo −dijo Su Ilustrísima con exaltación evangélica−, os suplico que salvéis a esos pobres náufragos. ¡En nombre de Nuestro Señor!...
Profundo silencio. Alguno se rascaba la oreja. Alguno se escabulló bonitamente, subiendo a Ficóbriga.
−Señor, que nos ahogaremos todos −exclamó Germán−. ¿No ve usía esos mares como montañas?
−Fuera de aquí cobardes −gritó una voz enérgica, terrible, única voz digna de alzarse entre la espantosa música del océano.
Era la voz del cura.
−¿Qué, se atreverá el señor cura?...
−¿Pues no me he de atrever? −vociferó don Silvestre arrojando manteo, canaleja, paraguas, inútil carga de fastidiosos dengues. Su impetuosa naturaleza, su indómito valor, hecho a los combates con la Naturaleza, mostrose en sublime cuadro.
−¡Bien, bien por el soldado de Cristo! ¡Bien por el sacerdote!... ¡Aprended, hombres sin fe! −exclamó el obispo derramando lágrimas de piedad y admiración.
Don Silvestre se arremangó los brazos, mostrando las musculosas manos de oso, aquellas manos que lo mismo tomaban la hostia que el remo. Quitada también la sotana, se encajó un camisón de lana.
−¡Venga la trainera, un cable, dos!... A ver quiénes son los bravos que me van a acompañar.
−Yo, yo, yo...
Y todos querían ir.
−Tu, tú, tú, tú... −dijo rápidamente el cura, escogiendo su escuadrón.
XVIII
El cura de Ficóbriga
Ha llegado la ocasión. A su hazaña debe preceder su retrato. Era don Silvestre joven, sanguíneo, fuerte, grandullón de cuerpo, animoso hasta la temeridad, ambicioso de aplausos, y ganoso de estar siempre en primera línea; grande amigo de sus amigos, y al propio tiempo muy alegre, muy rumboso, vivísimo de genio, generoso y de trato galán y campechano con grandes y pequeños. En la iglesia, las hembras le querían mucho porque predicaba con alta entonación y dramático y pintoresco estilo; los varones también, porque despachaba la misa en un momento. Así es que cuando decía la misa el padre Poquito, que era de mucha pesadez, todos aquellos fieles abrumados de ocupaciones, se quedaban charlando en la plaza.
−Para una misa corta no hay otro como don Silvestre −decían−. Bien comprende que no somos holgazanes que van a desperezarse y a dormir en la iglesia. Hace todas las ceremonias y dice todos los latines con una presteza que enamora.
Don Silvestre era hombre rico. Además de que poseía regular hacienda heredada, se había dado mañas para adquirir algunas mieses, prados y, por último, una hermosa finca de bienes nacionales. Vivía con comodidad, y no era tacaño ni apuraba a los pobres caseros para que le pagasen, sin descuidar por esto la administración de sus bienes. Socorría benigno a los menesterosos, se preciaba de hacer muchas limosnas, y por esto, así como por su carácter franco y bondadoso, estaba muy en paz con sus feligreses.
−Don Silvestre no es un santo −decían allí−; pero sí un caballero.
Además tenía el párroco una salud de hierro, fortalecida con el frecuente ejercicio de la caza y la pesca, diversiones que ocupaban gran parte de su existencia. Su casa era, pues, un arsenal venatorio y piscatorio, cual no se veía en aquellos contornos. Escopetas, carabinas, cuchillos, trampas, mil artificios ingeniosos, ora aprendidos, ora inventados por su propio genial cacumen, y que tenían por objeto apoderarse de la mitad del reino volátil, ocupaban una regular pieza. En la otra no faltaba ninguna abominable máquina de las que arrancan del seno de las aguas todo lo nadante. Cañas, liñas, aparejos, diversos linajes de anzuelos, garabatos, pinchos y agujas, los unos para la merluza, los otros para el calamar; moscas artificiales para las pobres truchas de los regatos, garfios para los salmones de los ríos, guadañetas para los calamares, y además redes, chinchorros trasmallos, medio-mundos, palangres, todo lo guardaba aquel Nemrod de la tierra y los mares.
Había nacido Romero en aquella región agreste que llaman de Picos de Europa, donde parece que el hombre retrocede a las primeras edades venatorias, y ha de vivir disputando a las bestias el suelo, que aún no se sabe si pertenecerá a la fuerza o a la destreza. Ágil, valiente, emprendedor, atrevido, había desafiado los temibles osos, en compañía de otros jóvenes del país. Se familiarizó con el terreno abrupto, quebrado, con los precipicios, las cascadas, las deformidades de un suelo que parece no ha concluido aún de tomar, después del cataclismo, su forma definitiva, y vivía contento en su salvaje y libre estado. Mas como la voz paterna sonara un día en sus orejas, haciéndole ver la conveniencia de no dejar perder ciertas capellanías, Silvestre se atiborró de latín y se hizo cura. No le fue mal. Olvidó muchas cosas; pero no la ingénita afición a la caza.
−Es un vicio −decía−, pero un vicio de reyes.
Don Silvestre era hombre vehemente y algo testarudo. En el desempeño de cuanto tomaba a su cargo, ponía siempre mucho ardor. En cierta ocasión le dio por revocar y componer la iglesia y se hizo pintor, albañil y arquitecto. Cuando le escribieron para que trabajase en las elecciones, realizó estupendas maravillas. Su regular hacienda, el prestigio de que gozaba en el pueblo, su carácter jovial y caballeroso le hacían único para acaudillar hueste de electores y mangonear eficazmente en la comarca. Ponía con tanto ahínco su voluntad y su influencia al servicio de la causa política, que durante los azarosos días en que los ficobrigenses ejercitaban el más importante de sus derechos, el buen don Silvestre no paraba en el bosque, ni en la playa, ni en la sacristía, ni en su casa, sino que cual poseído del demonio o enamorado corría de una parte a otra incesantemente. Viéraisle allí emplear doctamente ora la astucia, ora la amenaza; con este la ruda coacción, con aquel el malicioso soborno, y de este modo someterlos a todos a su arbitrio.
Con tales experiencias adquirió Romero acabada maestría en el arte de elegir, que nunca ha sido fácil, que a muchos empequeñece, pero que al cura de Ficóbriga, por su mucho ingenio y sutileza, le ponía en los cuernos de la luna. Montar a caballo, andar
seis o siete leguas con frío y nieve en busca de Fulano para comprometerle; tomar la delantera a los contrarios acumulando recursos, sin aumentar por eso de un modo escandaloso la tarifa de gastos electorales; realizar el portento de la multiplicación de los panes y los peces aplicado a las cédulas de votar, eran otras tantas industrias que aumentaban la valía de don Silvestre. Como prueba de su enérgica voluntad avasalladora, óigase lo que la misma Ficóbriga refería poco ha.
Estaba muy reñida y a punto de perderse la elección. Entre los votantes de última hora había un pastor de aquellos andurriales, hombre zafio y torpe que apenas sabía hablar. Cansado del plantón en las puertas del edificio donde funcionaban los comicios, y maldiciendo las obligaciones políticas que le habían llevado tan fuera de su rústico elemento, volvió la espalda y se marchó. Había junto a la urna electoral un río, por más arriba vadeable, por allí muy hondo. Mi hombre tomó por el vado las de Villadiego.
Aquel voto de menos podía comprometer seriamente la elección. Advirtiolo don Silvestre, y bramando de furor llamó al campesino, que en salvo ya en la otra orilla y frente por frente de los comicios, con el río de por medio, hacía con ambos brazos gestos de burla y provocación. Exasperado don Silvestre contra aquel salvaje que no sólo se escabullía en el momento de votar, sino que con los gestos de los dos movibles brazos le insultaba delante de la nación en el momento de ejercer su soberanía, no reparó en nada, y con presteza suma se arrojó al agua. Como era gran nadador y se había despojado del levitón que le ceñía, bien pronto puso el pie en la otra margen del río. Corrió hacia el fugitivo, le agarró por el cuello y arrastrándole con hercúlea fuerza, se metió con él nuevamente en el agua, y asido por los cabellos le trajo a la orilla de acá y le entró en la casucha y le puso, chorreando agua, delante de la urna. Este acto de energía, atemorizando a los que se mostraban indecisos, aseguró la elección.
Otras muchas anécdotas podría contar para mayor realce de la valentía de este varón insigne; pero no quiero alargar las dimensiones de su retrato. A fin de que sea, aunque breve, completo, diré que don Silvestre despuntaba en los juegos de tresillo y ajedrez. Él y don Juan de Lantigua se batían sobre el tablero casi todas las tardes. Como poseía dos o tres lanchas de pesca, salía a la mar muchos días y era más conocedor del terrible elemento que los mejores prácticos de Ficóbriga. También nadaba como un pez, siendo el asombro de todos cuando se ponía a luchar con las olas, y si se ofrecía empuñar el timón o el remo y dirigir la ciaboga mientras la embarcación pasaba la barra, los marineros más forzudos no le igualaran. Muchos aseguraban que el mar le tenía miedo, y bien se podía decir con el Libro Santo: Draco iste quem formasti ad illudendum ei, «este dragón a quien hiciste para burlarle».
Cuando le hemos conocido, la ocupación favorita y el sueño dorado de don Silvestre eran cuidar una huerta primorosa que había formado en un sitio llamado el Soto de Briján, frente a Ficóbriga, a la otra orilla de la ría pasando el puente de Judas. Allí estaba la mayor parte del día, sin descuidar sus deberes parroquiales (dicho sea en honor suyo). Aunque vivía de ordinario en Ficóbriga, tenía en el Soto hermosa casa, los mejores frutales del país y un amplio corral y establo llenos de animalia pusilla cum magnis, de cuanto Dios crió. Pavos, gansos, gallinas de diversos linajes, vacas de leche, conejos, cerdos gordísimos, a quienes don Silvestre solía rascar con la punta del bastón, pájaros, cabras exóticas, en suma, nada de cuanto puede hacer placentera la vida del campo faltaba allí.
En los días de nuestra historia no atendía mucho don Silvestre a su granja−modelo del Soto, porque le distraían los negocios electorales de su buen amigo Rafael del Horro. Habíase estrechado esta amistad por relaciones periodísticas y por la virtud de ciertas cartas que don Silvestre escribió desde Ficóbriga a un periódico de Madrid, firmadas con el seudónimo de El pastor de la montaña. Rafael del Horro vivía en casa,
del cura y todas las horas las pasaban en grata conferencia sobre los elementos de que podían disponer y las probabilidades de triunfo. Habían concertado plantarse ambos en el terreno de la lucha y no abandonarlo hasta alcanzar completa victoria sobre los impíos.
Tal era el hombre extraordinario y valeroso que dijo: «Yo salvaré a los náufragos».
Momentos después saltaba a la trainera. Impávido se lanzó a las olas. Don Silvestre tenía fe en su poderoso brazo, en su pericia de marino y de pescador.
La trainera embistió las olas. Subía por la empinada pendiente de agua, desapareciendo después entre revueltos torbellinos de espuma. A veces creeríase que los montes de agua se la tragaban de un sorbo, a veces que la escupían entre salivazos de rabia. Pero avanzaba, débil y valerosa, como la fe en Dios, por entre los embates del mundo.
Don Ángel se había quitado el sombrero verde, que era ya una esponja, y arrodillándose en el fango, rezaba en voz alta. Don Juan, Rafael, Sedeño, sentían las vivísimas emociones del sentimiento cristiano en su mayor pureza.
−Llegarán, llegarán y les salvarán −dijo don Ángel con la inefable convicción del creyente−. Dios oirá nuestros ruegos.
Y los atrevidos salvadores lograron acercarse a los costados del buque, recogieron el grueso cable que de este les fue arrojado, y en menos de una hora toda la tripulación estuvo en tierra. ¡Admirable efecto de la misericordia de Dios! Cuando la trainera volvió a tierra, las olas se aplacaron, como si el mismo océano que jamás perdona, se sintiera enternecido. Cuando los infelices tripulantes (eran ocho) pusieron el pie en tierra, don Ángel los abrazó a todos, mezclando sus lágrimas con el agua salada que les empapaba. Habían acudido a la playa el alcalde, el secretario, el alguacil y muchas personas, entre las cuales se contaba don Juan Amarillo, que era vicecónsul de Francia. En un instante se decidió dar a los desgraciados náufragos el auxilio que necesitaban, conviniéndose en repartirlos en las casas más acomodadas. Al señor de Lantigua le tocó uno con graves contusiones y que había perdido el conocimiento.
XIX
El náufrago
Le asistieron con grande solicitud; le acostaron; vino don Nicomedes, médico titular de Ficóbriga...
−Golpes en la cabeza que no parecen tener gravedad −dijo−, y además un poco de asfixia.
Ordenó algunos remedios caseros y que le dejasen reposar después. Hízose todo con presteza, y el enfermo después de pronunciar algunas palabras a media voz, reposó al parecer tranquilo. Salieron de la pieza un instante y cuando volvieron a entrar, el caballero (pues indudablemente lo era) sacado de las aguas, abrió los ojos, mirando a todos lados con curiosidad.
−Tranquilícese usted −dijo don Juan−. Está usted entre amigos, bien asistido, y no carecerá de nada. El lance ha sido terrible; pero gracias a Dios, usted y sus dignos compañeros están en salvo.
Dijo el náufrago algunas palabras en inglés. Miraba a un lado y otro, abriendo con gozo a la luz sus ojos azules y examinando uno por uno los semblantes de Gloria, don Juan y don Ángel. Los que resucitan no miran de otro modo.
−Estoy en... −murmuró en español.
−En España, en Ficóbriga, humildísimo puerto de mar, que si tuvo la desgracia de presenciar la pérdida del Plantagenet, también ha tenido la dicha de arrancar ocho hombres a la muerte.
Con acento patético y solemne dijo el naúfrago:
−¡Señor, Señor nuestro: cuán maravilloso es tu nombre en toda la tierra!
Y el obispo repitió el salmo en latín:
−Domine, Domine noster, ¡quam admirabile est nomen tuum in universa terra!
Hubo un instante de grave silencio, en que todos los presentes sintieron su corazón palpitar con fuerza.
−¿Y qué tal se encuentra usted?
−Bien, bien −dijo el extranjero con seguro tono, poniendo la mano sobre su corazón−. Gracias.
−Aunque habla usted nuestra lengua, se me figura que es usted inglés.
−No señor; yo soy de Altona.
−¿Altona? −dijo Su Ilustrísima poco fuerte en geografía moderna−. ¿Dónde es eso?
Y al instante se acercó a un viejo mapa que de la pared colgaba.
−Es sobre el Elba, cerca de Hamburgo −manifestó don Juan.
−Soy hamburgués de nacimiento −dijo con entera voz el enfermo−, pero mi familia es de Inglaterra. He vivido seis meses en Sevilla y Córdoba hace tres años, y ahora...
−¿Iba usted para Inglaterra?
−No le conviene mucha conversación por ahora −dijo solícitamente Su Ilustrísima−. Dejémosle descansar.
−Gracias, señores. Puedo hablar. Sí, yo iba a Inglaterra. Dios no ha querido...
Su semblante expresó viva pesadumbre.
−Tranquilidad, amigo –añadió don Juan−. No hay que apurarse. Irá usted a su casa. ¿Tiene usted familia?
−Padres, hermanos...
−Cuide usted de reponerse. En mi casa no le faltará nada. Mi nombre es Juan de Lantigua; este es mi hermano Ángel, obispo de ***, y esta señorita es mi hija Gloria. Le cuidaremos a usted lindamente. Dios nos manda consolar al triste, amparar al desvalido. Todos los días no se presenta ocasión de practicar las obras de misericordia.
El náufrago miró sucesivamente a don Ángel y a Gloria, conforme el señor de Lantigua se los presentaba, y después tomando la mano de este la oprimió contra su pecho.
−El que sigue la misericordia −dijo−, hallará vida, justicia y gloria.
Don Ángel repitió también en latín esta sentencia de Salomón.
−Ahora −dijo el señor de Lantigua−, descanse usted, señor... ¿Cómo es el nombre de usted?
−Daniel.
−¿Y su apellido?
−Morton.
Al decir su nombre el extranjero añadió ardientes y cariñosas expresiones de gratitud. Les devoraba a todos gozosamente con los ojos, como si fueran apariciones celestiales que sucedían al horror y a las tinieblas de la muerte.
−Esto que hemos hecho −dijo don Juan−, no merece ni alabanza ni agradecimiento. Es lo más sencillo y fácil que nos ha mandado Jesucristo... Pero usted tomará algo. Gloria, haz preparar una buena colación para este caballero. Ya comprenderás que no debe tomar cosas pesadas.
XX
El santo proyecto de Su Ilustrísima
El sol apareció seis veces por encima del gallardo pico de Monteluz, junto al mar; y seis veces se hundió tras la cotera de Fronilde, vistiendo de púrpura las montañas, y en la casa de Lantigua no ocurría nada aparentemente digno de ser contado. Únicamente ocuparon los ociosos ratos fervientes elogios de la acción heroica de don Silvestre, comentándola quién por el lado humano, quién por el divino, y poniéndola todos en las mismas nubes como en realidad merecía; resultado portentoso, al decir de don Ángel, de la fe cristiana y de la hercúlea constitución física que el gran Romero debía a la bondad de Dios.
La noticia corrió por toda la provincia, que tiene el honor sumo de sustentar en su risueño suelo a la excelsa Ficóbriga, y llegó hasta Madrid, llevando camino de pasar después a Londres como en efecto pasó. Orgullosísimo estaba don Silvestre, y aquellos días tenía una cara como el sol resplandeciente, y sin cesar repetían sus labios el trance sublime, pintando en términos tan vivos la furia del borrascoso mar, que los oyentes creían verlo. Daniel Morton gustaba más que ninguno de oír contar al señor Romero la historia toda del naufragio y salvamento milagroso, y no sabía de qué manera mostrarle su agradecimiento, pues no bastaban las manifestaciones de una amistad profunda que debía durar tanto como la vida.
El extranjero sacado de en medio de las aguas no había podido aún dejar el cuarto que se le destinó; pero recibía frecuentes visitas de todos los habitantes de la casa, que le trataban con muchísimo agasajo y cariño. Él por su parte merecía bien tantas atenciones, porque era de lo que no hay en punto a caballerosidad y cortesía. Pronto conoció don Juan que había dado albergue a una persona bien nacida, de trato muy afable, de carácter noble y recto, delicadísima, adornada con instrucción tan vasta, que en casa de Lantigua todos estaban atónitos.
−¡Cómo se conoce que es un cumplido caballero! −manifestó don Juan a su hermano cuando los dos, juntamente con el doctor Sedeño, tomaban chocolate, después de volver de la Abadía, donde el prelado decía misa diariamente.
−Es verdad. Me agrada en extremo −dijo el obispo−. ¡Lástima que sea protestante!
−¿Y lo será?
−Debe de serlo −afirmó Sedeño−. Siempre que hablamos de asuntos religiosos parece deseoso de esquivar la conversación.
−¿Pero ha dicho algo ofensivo a nuestra Santa Iglesia?
−Ni una palabra. Se muestra muy deferente con el catolicismo, y no le he oído jamás vocablo ni reticencia que puedan tomarse a vituperio...
−¡Qué ocasión, hermano mío −indicó don Ángel con devoto celo−, para hacer una gran conquista, para traer una oveja al rebaño de Jesucristo!
−Es difícil −murmuró Lantigua−. Será hombre de convicciones.
−Pero de convicciones perniciosas. Mira tú, hermano; pues yo lo he de intentar...
−Cuidado, que estos herejes, cuando les tocan a su herejía, son como el puercoespín.
−Nada se pierde con intentarlo, hombre. Él estará todavía algún tiempo en tu casa, porque no es justo que le dejemos marchar antes de que se reponga por completo.
−Seguramente.
−Bien, ¿pues qué se pierde? Yo le diré algo que le llegue al alma. Sembraré, hijo. Si la simiente cae en pedregales, no es culpa mía. Habré cumplido con mi deber.
−Caerá en pedregales −afirmó don Juan con la sequedad del hombre acostumbrado a ver las malicias del mundo, y cansado de arrojar simiente sobre él, sin que naciera nada.
−Pero figúrate que Dios le toca el corazón, figúrate que un rayo de luz... Nada, no me quedaré sin intentarlo.
−Perderás el tiempo, querido hermano.
−O no... Ese caballero me ha demostrado no ser un alma vulgar. Al contrario, posee un entendimiento privilegiado.
−¡Oh, eso sí! ¡Qué lástima!...
−Y un gran corazón.
−También.
−Tenemos lo principal, el terreno.
−¿Y las preocupaciones, y la costumbre, y las ideas adquiridas ya, es decir, la mala hierba que ha echado raíces y todo lo invade?
−Hombre, por Dios. ¡La hierba!..., me río yo de la hierba. Nuestro Señor Jesucristo nos enseñó el modo de arrancarla y echarla al fuego. Yo no desconfío hasta que lo pruebe... ¿Me permites que le proponga quedarse unos días más?
−Como quieras. Veremos qué tal lo toma... Pero no vayamos a perder su buena amistad, y hasta el agradecimiento que nos tiene...
−Pues mira tú: por eso del agradecimiento le voy a meter el diente; esa es la hendidura de su coraza, y por ahí, por ahí...
Don Juan se echó a reír. Después llamó a su hija. Gloria se había desayunado a la hora en que los pájaros saludan el día, porque en aquel tenía muchas ocupaciones la señorita de Lantigua y era preciso empezar pronto.
Cuando por el comedor pasó apresurada como persona que trae muchos negocios entre manos, su padre le dijo:
−¿Te has olvidado del café para ese caballero?
−No señor. Se lo han subido ahora mismo.
−¡Qué mal gusto tienen estos extranjeros en no gustar del chocolate! −dijo el reverendo don Ángel, arramblando lo que en el fondo del cangilón quedaba−. Gloria, sobrina mía, acompáñame a dar una vuelta por el jardín.
Sedeño tomó un periódico que había llegado la noche anterior, y dirigió a él los vidrios de sus anteojos, poniendo cara de gran importancia.
−Vea usted adónde conduce la irreligiosidad, señor don Juan −dijo dando un golpe con la siniestra mano en la hoja impresa−. Oiga usted este caso.
Y leyó. Don Juan, apartando el jicarón, ahuecó la palma de la mano y la puso en el oído al modo de trompeta. Era un poco teniente, es decir, sordo de la oreja derecha, sobre todo cuando había variaciones atmosféricas. En tanto don Ángel salió murmurando una cancioncilla y acompañado de su sobrina.
−Picarona− le dijo−, gracias a Dios que te he echado la zarpa. Tu padre quiere hablarte.
Gloria sintió pena, porque recordó que cuando días atrás le dijo su tío: «Tu padre quiere hablarte», fue para el enojoso asunto de Rafael.
Al pasar al jardín cogió en la puerta una flor de madreselva y se la puso en la boca para mascullarle el palo.
−Juan se queja −indicó el obispo−, de que no le has contestado aún a una pregunta que te hizo.
−¡Ah!, ya sé... −dijo Gloria sintiendo que las palabras de su tío se le clavaban en el corazón como espinas.
−Pero yo no me mezclo en tales asuntos −añadió Su Ilustrísima−. Allá te entiendas tú con tu padre. No es sino que como hoy se marcha ese joven... Pero hazme el favor de no andar tan aprisa, que mis piernas, hijita, no están para fiestas. Desde el día de la gran mojada...
−Cuando salvaron al señor Morton...
−Por bien empleado doy el chapuzón, eso sí. Gran conquista hicimos. Dime una cosa respecto a ese caballero...
Gloria, arrojando la madreselva, oyó con toda su alma.
−¿Has observado −preguntó Su Ilustrísima deteniendo el paso−, si ese caballero...?
−¿El señor Morton?
−Justamente: si ha pronunciado alguna palabra referente a nuestra santa religión.
−Le he oído hablar de Dios, de... aguarde usted.
−No es eso, tonta: de Dios hablan todos. ¡Cuán pocos le conocen! ¿Le has oído pronunciar alguna frase depresiva para nuestra santa religión?
−No, tío...
−Porque, verás; mi hermano y yo, lo mismo que Sedeño, hemos comprendido que ese hombre es protestante.
−¡Protestante!
Gloria se quedó atónita.
−Es decir, que se condenará −dijo Gloria vivísimamente−. Es lástima que teniendo tan buen corazón...
−Sí que es una lástima... Te confieso que estoy verdaderamente afligido, afligidísimo.
−Si da ganas de correr hacia él y gritarle: «Caballero, por Dios, sálvese usted, adónde va usted... Véngase usted con nosotros».
−Justo, como cuando miramos a un ciego que por no ver el camino se va a caer en un pozo. Has interpretado a maravilla mi pensamiento. Yo estoy desasosegado desde que ese joven está en nuestra casa, y el día en que le vea marchar tendré un disgusto... quiero decir, si se marcha como ha entrado, ciego.
−Protestante.
−Cabal. Y me parece que soy indigno apóstol de Cristo si no consigo...
−¿Convertirle? −preguntó la señorita con incredulidad.
−¿Te parece difícil? Otras cosas más difíciles se han visto realizadas. Es imposible que Dios haya creado un ejemplar tan hermoso de la persona humana para dejarle perder. ¡Quién sabe si su sabiduría infinita encaminó a este hombre a nuestras playas abriéndole con el naufragio el camino de su salvación!
−¡Oh, quién sabe! −exclamó Gloria elevando sus ojos al cielo como para preguntarle si era verdad la suposición de su tío−. ¡Dios dispone tan admirablemente las cosas!
−Él es la verdad, la vida, el camino. Nada, yo estoy decidido a dirigirme a ese joven, a encararme atrevidamente con él, como ministro que soy de Jesucristo, y decirle: «Morton, tú debes ser católico».
−Muy bien, tío −exclamó Gloria aplaudiendo con entusiasmo.
Sus ojos se humedecieron ligeramente.
−Estoy decidido −continuó Su Ilustrísima sintiendo en sí la inspiración evangélica que le hacia tan admirable en el púlpito−, a decirle como Jesús a Lázaro: «¡Morton, despierta; Morton, levántate! Tú no has nacido para vivir en la región de las tinieblas. Arroja esa sacrílega venda y mira esta luz que tengo en la mano, esta luz divina que el Señor se ha dignado confiarme para que te guíe, para que te ilumine. Ven y reposa sobre mi corazón, hijo mío, ven a aumentar el reinado de Jesucristo con tu preciosa
inteligencia, con tu sensibilidad exquisita, con tu noble aunque extraviado espíritu». ¡Oh! y si viene, ese día será el más glorioso de mi vida, porque habré arrancado de las manos de Satanás una víctima, habré rescatado un miserable cautivo de las regiones infernales, habré conquistado una oveja al rebaño de Cristo, y aumentado los celestes dominios de la Iglesia; y cuando Dios me llame a juicio, podré decirle: «¡Señor, he ganado una batalla al enemigo!».
−¡Oh, tío, tío de mi alma −exclamó Gloria, besando con frenesí las manos del prelado, trémulas aún por la oración oratoria−, usted es un santo.
−Santo no; pero al considerar este caso de que ahora hablamos, no se aparta de mi mente el recuerdo de aquel gentil llamado Saulo, que después fue gloriosísimo apóstol. Yo sería feliz desempeñando el papel de Ananías, que por mandato de Dios corrió en busca del perseguidor de la Iglesia, y le dijo: «Saulo hermano, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo». Y al instante cayeron de sus ojos unas como escamas y recobró la vista, y levantándose, fue bautizado.
−¡San Pablo!
−Una de las más gloriosas conquistas de la fe cristiana, sí. Aquel hombre era tan despejado que Nuestro Señor quiso traerle a su servicio y le trajo. Hace dos o tres días que no pienso más que en esto, y cuanto más trato a este joven y oigo sus palabras y mido la altura de su discernimiento, más vivos son mis deseos de decirle: Saulo hermano, Jesucristo me ha enviado a devolverte la vista. En las empresas heroicas más energía y bravura despliega el alma, cuanto más señalado es el mérito de la plaza que se quiere conquistar y más grande la fama y destreza del enemigo.
−Y como Daniel parece...
−No parece, sino que es una de las más acabadas hechuras de Dios. Cuando veo aquel admirable y soberbio vuelo de su entendimiento, digo: «¡Qué lástima, Señor, qué lástima!». ¿Recuerdas qué bellísima explicación hizo de las fuerzas de la Naturaleza, relacionándola con la previsión divina?
−Si, sí, lo recuerdo.
−¿Y aquella sencilla y patética figura que trazó de las costumbres de su anciana abuela?
− ¡Oh! Sí, sí: lo recuerdo.
−¿Y las consideraciones que hizo sobre la muerte de sus dos hermanas doncellas, contagiadas de la peste por asistir a los enfermos?
−Sí, tío, sí... lo recuerdo bien.
−¡Y qué bien manifestó sus aficiones sencillas, patriarcales, exentas de vicios, su admiración a las obras de Dios!
−También, también lo tengo presente.
−¿Y el cariño que tiene a nuestro pobre país tan desgraciado?...
−Sí, sí, tío, todo lo recuerdo.
−Y yo al oírle y al verle, digo: «¡Qué lástima, Señor, qué lástima!».
−¡Qué lástima! −repitió Gloria cruzando las manos y elevándolas hasta apoyar en ellas la barba.
−Hoy mismo, hoy mismo pienso dar principio a mi gran empresa −dijo el obispo con noble decisión−. Al fin haremos algo grande en nuestra pobre vida.
−¿Hoy mismo?..., pero si se marcha pronto −dijo Gloria afectando naturalidad.
−No, porque tu padre y yo hemos convenido en decirle que se quede en Ficóbriga y en nuestra casa quince días más o un mes.
−Entonces, entonces, tío −dijo la sobrinita disimulando mal su alegría−, triunfará usted, triunfará la Iglesia de Jesucristo... ¡Oh, qué excelente idea han tenido papá y usted!
−Ahora subiré a decírselo. Aceptará porque no se halla bien de salud y el sosiego de este país le repondrá. Hoy le hablo de religión y... no me faltarán argumentos. Donde hay un buen corazón, está la mitad del camino... ¿Sabes si se ha levantado?
−Roque nos lo dirá.
El criado pasaba por el jardín.
−¿Se ha levantado el señor Morton?
−Sí señor. Voy con un encargo suyo −dijo mostrando un paquete.
−¿Qué es eso?
−Toda la ropa que el señor don Daniel tenía en los baúles mojados. La llevo al señor cura para que la reparta a los pobres.
−Apuesto −manifestó Gloria con pena−, a que don Silvestre no da ninguna pieza a Caifás.
−Voy al instante arriba −dijo el obispo.
Gloria le acompañó hasta la escalera. Después corrió a la cocina. Su alma revoloteaba en el seno del éter más puro, en plena luz celestial, como los ángeles que agitan sus alas junto al Trono del Señor en todas sus cosas.
− XXI −
Sepulcro blanqueado
Y era en verdad contraste singular que mientras su alma, como dice el salmista, escapaba al monte cual ave, estuviese su cuerpo en lugar tan rastrero como una cocina, y arremangándose los lindos brazos y poniéndose un delantal blanco, empezara a batir con ligera mano muchedumbre de claras y yemas de huevo que en honda cacerola espumarajeaban formando bolas de fragilísimo cristal. La cuchara, que por la rauda agitación apenas se veía, levantaba amarilla nube; hervían las albuminosas claras, simulando graciosas excrecencias de ámbar y mil y mil engarces de topacios en cuyas facetas temblaba la luz. Después pasó aquel menjurje de una cacerola a otra, quitó a un limón toda la cáscara, picola en menudos trocitos, revolvió con harina los huevos, sacó de un cajón unas viejecillas arrugadas y dulcísimas que en su juventud se llamaron uvas, acaparó bizcochos, apoderose por último de un molde de hojalata, todo con gran presteza y pulcritud, hasta que Francisca, no pudiendo tolerar tal invasión en sus dominios, le dijo de muy mal talante:
−¿Qué haces ahí, tonta? ¿Qué comistrajo es ese?
−Tú sí que eres tonta −repuso Gloria riendo−. ¡Qué entiendes tú de cocina fina, ni de pudines!
−¿Y eso para quién es? −prosiguió la respetable criada con ironía−. ¿Para el perro? Niña, por Dios, que te vas a echar a perder las manos. Vete arriba, que aquí no hacen falta espantajos.
La antigua cocinera trataba a Gloria con la familiaridad de los criados que han visto nacer a todos los niños de una casa. Después de agitarse mucho, dio la señorita por terminada su tarea y abandonó la cocina, subiendo a su cuarto, donde se ocupó en arreglarse y ponerse guapa, porque la hora del almuerzo se acercaba.
Atentos a ella, entraron en la casa don Rafael del Horro y el cura que aquel día andaban muy entretenidos por el negocio de su viaje electoral. Subieron a saludar a don
Juan en su despacho; pero como hallaran a este muy atareado con una serie de cartas que escribía para varios personajes influyentes de la provincia y que nuestros dos expedicionarios habían de llevar; como además vieran al doctor Sedeño abstraído en la lectura de los periódicos políticos, tornaron al jardín.
Gloria, después de pasar revista al comedor y ver qué tal ponía la mesa Robustiana, salió al jardín. Había en este por la parte próxima al camino un bosquecillo formado de altas magnolias, algunos espesos pinos y dos o tres plátanos, los cuales sobrepujaban a toda la familia vegetal, extendiendo sus grandes ramas en tan gran espacio, que por un lado salían sobre la verja hasta fraternizar con los olmos del camino, y por otro acariciaban las ventanas de la casa. En el centro del bosquecillo había una glorieta, a la que rodeaban espesos matorrales hechos de evónimos, retamas olorosas, tamarindos, verónicas, adelfas y otros arbustos, combinados con arte primoroso. Por detrás corría un estrecho camino semicircular, oscuro, húmedo, en el cual solían verse menudos hilos de telarañas tendidos entre las ramas y en los troncos de los árboles grandes. Gloria entró por este camino. Al poco rato oyó voces y se detuvo. Su primera intención fue no hacer caso y seguir adelante. Pero oyó pronunciar su nombre, reconociendo la voz de Rafael. Este y el cura hablaban en la glorieta. No pudiendo refrenar la curiosidad, escuchó:
−Gloria es perfecta, como usted dice −hablaba el cura−, y además de perfecta es hija única de un hombre rico. Mi opinión es, amigo don Rafael, que todo no debe ser sentimental y te amo y te adoro, sino que debe mirarse mucho al bienestar de ambos cónyuges. La pintura que usted me ha hecho de lo cara que se ha puesto la vida en esa endiablada corte, me horripila. Dígame usted, ¿qué tal pinta la abogacía?
−Mal −repuso el joven con hastío−; después que Lantigua entregó su bufete a los pasantes, estos han acaparado todos los negocios eclesiásticos... Sin embargo, algo se hace.
−¿Y el periodismo?
−Eso no se nombre como profesión lucrativa. Es un excelente medio para hacerse lugar en la política, única carrera de provecho para la juventud.
−Y usted la ha hecho buena −dijo hiperbólicamente el cura−. A los treinta y cuatro años, este nene va a tragarse el mundo.
−¡Pero usted no sabe, amigo mío, qué compromisos, qué cargas tan atroces trae este maldito oficio en su primera época!. La posición que se adquiere impone...
−¡Ajajá! Ya lo sé. Gastos atroces, ¿no es verdad? ¿Pues qué? ¿Quería usted pescar truchas a bragas enjutas?
−No...; ya sé cómo se pescan.
−Por eso dicen que en Inglaterra sólo se dedican a la política los ricos −dijo el cura−. Este sistema me parece excelente.
−En España, por el contrario, es la carrera de los pobres. Y es un mal, lo conozco; pero, ¡qué se va a hacer! Los pleitos no dan, amigo mío, sino a los que han empollado el bufete con el calor que les dejó en el cuerpo la silla ministerial. Los negocios exigen capital, el comercio menudo es indigno de quien ha estudiado una carrera científica; no quedan, pues, más que las armas y la política, y a mí no me gustan las armas.
−Las armas de la palabra, de la pluma, amigo mío −dijo el cura con entusiasmo−. ¿Sabe usted que si alguna cosa envidio en este mundo es la gloria de usted?
−Pues tiene poco de envidiable −replicó Rafael con cierto tonillo de despreocupación que contrastaba con su habitual énfasis−. Yo me río a veces de mí mismo, y cuando estoy a solas en mi despacho, me digo: «Parece mentira que seas tú mismo ese que pronuncia tales discursos terroríficos y escribe los artículos furiosos que entusiasman al partido». Yo, que no soy capaz de matar una pulga ni gusto de que se moleste a nadie, predico la ruina de la sociedad actual; yo, que tengo como cada hijo de
vecino mis dudillas acerca de muchas cosas que nos enseña el catecismo, aunque no de las principales, parece, según la vehemencia con que lo digo, que me quiero tragar a los que creen poco.
−¡Ah, ah! −exclamó el cura riendo−; ese es mal común a toda la gente de hoy, blancos y negros. Nadie tiene fe. Hace poco hablé con un señor que pasa la vida escribiendo contra los incrédulos y llevando y trayendo recados al Papa. En confianza me decía: «Señor don Silvestre, no hay quien me haga creer en el infierno». Yo me reía mucho con sus rarezas, y jamás disputábamos, porque aborrezco las disputas. Íbamos a cazar juntos. Yo le enseñaba el cartapacio de mis sermones para que les echara un vistazo... Ya se ve... Es persona de muy buen gusto y estilo, una especie de fray Luis de Granada sin hábitos y sin fe, y por lo demás sujeto apreciabilísimo, persona excelente. Usted también es de los que hablan mucho y creen poco.
−Entendámonos, señor cura. Yo creo que sin religión no hay sociedad posible. ¿Adónde llegaría el frenesí de las masas estúpidas e ignorantes, si el lazo de la religión no enfrenara sus malas pasiones?
A lo cual el cura, riendo, contestó:
−Pero en esto de creer hay algo más que un freno para contener a los ignorantes. Los ilustrados y los sabios deben acrisolar su fe con el estudio.
−Así debiera ser.−dijo Rafael− Conviene que todos contribuyamos a conservar sólida y firme esta base del edificio social. Si la religión desapareciera, los demagogos y petroleros nos declararían una guerra a muerte. Es cosa que espanta.
−Tremendo, sí.
−Por eso yo soy de opinión de que sigan las misas, los sermones, las novenas, las procesiones, las colectas y todos los demás usos y ritos que se han creado para coadyuvar a la gran obra del Estado, y rodear de garantías y seguridades a las clases pudientes e ilustradas.
−Según usted −observó el cura dando rienda suelta a su jovialidad−, las prácticas religiosas no son otra cosa que una especie de instrumento correccional contra los pillos. Pero señor don Rafael de mi alma, desarrollando su sistema de usted debiéramos decir: «Suprímase la religión y auméntense los presidios».
−¡Oh!, no bromee usted y tenga presente que aquí hablamos los dos en confianza y que esto no sale de los dos. ¡Bueno andaría el mundo sin religión! ¡Benditas sean mil veces las creencias que nos legaron nuestros padres y la fe en que fuimos criados! ¡Qué dulce es la religión!... ¡Las mujeres tienen en ella tales consuelos!... Se muere una persona de la familia, una madre, un hermano, un niño, y ellas creen que la verán después y que el difunto se está paseando por encima de las nubes, y si es niño, correteando y enredando de estrella en estrella. La religión debe existir siempre, siempre, y existirá. Además hay en ella muchas cosas que consuelan y algunas que son verdades irrecusables.
−Todas; que no algunas, como usted dice, lo son −dijo el cura afectando cierta gravedad−. Si yo tuviera a mano mis libros o recordara fácilmente lo mucho y bueno que en ellos he leído, le probaría a usted que todo, todo lo que la religión sostiene es verdad, y todo sirve de gran consuelo al ignorante y al sabio, al pobre y al rico. Pero tengo una memoria perversa y con mis ocupaciones de cada día no me acuerdo de nada.
−¡Oh!, yo he leído bastante, y por mi parte no puedo acusarme de haber hecho daño alguno a la Iglesia ni a las personas eclesiásticas. Por el contrario, en mis discursos en las conversaciones privadas con mis amigos políticos, siempre he dicho: «Señores, la religión antes que todo. No quitemos al pueblo ese freno moral... Conviene, pues, que la Iglesia esté de nuestra parte. Es el gran auxiliar del Estado, y hay que tenerla contenta. ¿Pide seis?, pues darle ocho...». Aborrezco a esos que se llaman filósofos y
librepensadores y que se ponen a gritar en las asambleas y en los clubs haciendo ver que la Iglesia es esto y lo otro. Yo les digo: «Señores, en el fondo casi estamos conformes. ¿Cómo puede negarse que muchas de las cosas que nos quieren hacer creer, no andan muy acordes con el sentido común? Pero, ¿hay necesidad de subirse encima de una silla y decirlo a todo el mundo? El pueblo ignorante no lo entiende, y al oír a ustedes, cree que le están permitidos el robo y el asesinato. Hay que mirarse bien antes de propagar ciertas doctrinas…». Por esto soy enemigo de esos charlatanes, y en mi humilde esfera defiendo con la palabra y con la pluma las creencias religiosas, la doctrina toda de la Iglesia católica, el culto y el clero, venerandas instituciones sobre las cuales descansa el orden social; defiendo la fe de nuestros padres, las prácticas sencillas, las oraciones que nos enseñó nuestra madre en la cuna, todo eso, en fin, tan fácil de aprender y tan bonito... porque la religión es bonita. Yo he estado en Roma, he visto muchas ceremonias en San Pedro. ¡Ah, señor don Silvestre! Es cosa que entusiasma... ¿Pues y las procesiones de Sevilla?... Todo esto debe conservarse.
−Todo esto debe conservarse; pero lo que importa principalmente es la fe, y si esta no se conserva...
−Sí, también, también. Todos debemos trabajar para que crean los demás, para difundir los dones del Espíritu Santo, para que se mantenga incólume la fe de nuestros padres... ¡Oh, la fe de nuestros padres!
−Usted, Rafael −dijo el cura−, pertenece a la escuela de los que defienden la religión por egoísmo, es decir, porque les cuida sus intereses. Ven en ella una especie de guardería rural y dicen: «La religión es muy buena, debe creerse: verdad es que yo no creo; pero crean los demás para que tengan miedo a Dios y no me hagan daño». En tanto no se cuidan de los altos fines religiosos, ni de la vida eterna.
−¡La vida eterna! −dijo don Rafael del Horro−. Aquí está la gran cuestión. ¡Admirable idea para que la sociedad no se desborde!
−¿No cree usted en ella?
−Sí; forzosamente ha de haber alguna otra cosa después de morir... porque no debe acabarse uno sin más ni más... Pero digo yo: si después que expiremos resulta que no hay nada de lo dicho, y caemos en profundísimo sueño, ¡qué chasco, amigo Romero! Y la verdad es que por mucho que uno piense, no puede limpiarse de dudas. Francamente, eso de que lo que no es ni sombra, ni aliento, ni rayo, en suma, lo que no es nada, siga viviendo después del hoyo, y nos manden al cielo o al infierno... ¡Ah!, lo que es esto... No hay quien me haga creer en el infierno. ¿Es posible que usted me sostenga que hay un pozo lleno de fuego donde caen los que han hecho picardías? Vamos, yo creo que la misma Iglesia ha de tener que transigir al fin diciendo que eso del infierno es... cualquier cosa, nada entre dos platos. ¿Pues y la vida eterna, y el paraíso? En fin, se aturde uno al pensar en ello, y más vale dejarlo a un lado.
−Vive Dios −exclamó con vehemencia don Silvestre Romero dándose fuerte porrazo en la rodilla con la palma de su mano de oso−, que si yo recordara todo lo que he leído en mis libros, le contestaría punto por punto a todas esas cuestiones, dejándole a usted tan convencido de que hay alma, de que hay infierno, de que hay cielo, como de que ahora es día; pero tengo una memoria infame; leo hoy una cosa y mañana se me olvida. Luego mis ocupaciones... figúrese usted que este ir y venir al Soto y a la playa ha tiempo que no me permite abrir un libro. ¡Vaya con el don Rafael, qué ideas tiene! Cáspita, no se ha de decir esto a los electores, porque entonces... Al contrario, todo ha de ser religión y más religión. A este son les hemos tocado siempre, y a este son bailan que es una maravilla.
−Bailarán también ahora −dijo del Horro sonriendo−; por cierto, señor don Silvestre, que si no nos vamos hoy, me parece que llegaremos tarde.
−Tenemos tiempo de sobra. Esta noche llegamos a Villamojada, vemos a los amigos; pasado mañana a Medio−Valle, vemos a los amigos... Todo se reduce a pasar de pueblo en pueblo y a ver amigos. Fíese usted de mí, hombre. En todo lo que sea de los Madriles y de la política gorda puede discurrir y quebrarse la cabeza; pero en esta tierra y en elecciones, déjeme usted a mí y cállese y estese quieto. Cada uno en su elemento.
−No me falta confianza, señor cura Caraculiambro −dijo Rafael dando una gran palmada en el hombro del gigante clérigo−. ¡Oh!, si todos los negocios que he traído a este Ficóbriga de mil demonios fueran tan bien como el de mi elección...
−¡Ah! ¿Lo dice usted por la señorita de Lantigua? ¡Qué bocado de ángeles!... Usted tiene la culpa de que este pez no haya picado...
−¡Si Gloria no me quiere ni parece inclinada a quererme nunca!...
−Ya; después de casada ya la enderezaría yo −afirmó el cura−. Ello es que usted ha puesto su asunto en manos de don Juan, y este con las finuras y tiquismiquis que usa lo habrá echado a perder. Si yo fuera don Juan, saldría del paso diciendo: «Niña, a casarse, y chitón».
−A mí nadie me quita de la cabeza que Gloria tiene algún novio en Ficóbriga −dijo Rafael pensativo.
−Lo que es eso... Yo sostengo que esa niña, a pesar de su viveza y de sus ojos que echan lumbre, es un hielo.
−Qué sé yo, qué sé yo −indicó el joven campeón de Cristo mirando fijamente al suelo, y pronunciando con mucha lentitud palabra tras palabra−; le digo a usted que esa niña me tiene ya hasta la corona.
Gloria no quiso oír más y se retiró.
− XXII −
La respuesta de Gloria
Entró la niña en el despacho de don. Juan, al mismo tiempo que el señor obispo, el cual tenía gozoso semblante y se acariciaba una mano con la otra, señal de regocijo que se advierte en todos los que acaban de hacer una cosa buena.
−Querido hermano −dijo Su Ilustrísima−; me parece que no he tocado a la puerta de una casa vacía: alguien responde.
−¿De veras? −exclamó don Juan metiendo en el sobre la última carta.
−Ha empezado por mostrarse muy agradecido a tus nuevas bondades. Acepta la hospitalidad que le concedes por quince días o un mes.
−¿Has hablado con él de religión? −preguntó Lantigua pasando por su lengua la parte engomada del sobre.
−Sí; mas él con habilidad suma ha eludido entrar en las cosas hondas de doctrina. No habla más que de generalidades, de la Creación, de la bondad de Dios, del perdón de las injurias... nada concreto.
−Teme descubrirse. Esa reserva me agrada, porque no me gusta ver a los herejes hacer alarde de su herejía y provocarnos con argumentos comunes de los que usan los periódicos.
−No le he oído ni una sola vulgaridad. Mas nada puedo sacar en claro respecto a lo concreto de sus creencias −dijo Su Ilustrísima con lástima−. Lo que sí puedo asegurarte con toda verdad es que...
Don Ángel acercó su silla a la silla de su hermano.
−Que es un alma profundamente religiosa, un alma llena de fe...
−Falta saber qué especie de fe...
−Tienes razón −dijo el obispo rectificándose con presteza−. Llámalo predisposición a la fe, íntimo anuncio de la verdadera fe que ha de venir. Al estado de ese noble espíritu lo comparo yo a una lámpara perfectamente preparada, llena de aceite hasta los bordes y con su mecha en toda regla. No falta más que encenderla.
−¡Y es nada!
−Basta un fósforo, que es un soplo, una ráfaga, el momento convertido en luz. Lo que no conseguirás por todos los medios del mundo es dar lumbre a una lámpara vacía.
−Seguramente.
−Nuestro señor Morton −añadió don Ángel−, podrá estar a oscuras de la verdadera luz; pero bien se conoce que no es por falta de ojos. ¡Cuán distinto es de muchos jóvenes de por acá, que diciéndose cristianos católicos y habiendo aprendido la verdadera doctrina, nos muestran en su frivolidad y corrupción moral, almas vacías, almas oscuras, almas sin fe, los sepulcros blanqueados de que nos habló el Señor!
Gloria se acercó a su padre.
−¡Buena se ha armado en la Asamblea de Francia! −exclamó de súbito el doctor Sedeño que leía un diario−. Esto es la dispersión de gentes. ¡Oh! ¡Francia, Francia, bien merecido lo tienes! Oiga Usía Ilustrísima y formará idea de cómo se acaba un país por abandonar las vías del catolicismo.
Don Ángel miró a su secretario y al periódico que leía. Gloria puso la mano sobre el hombro de su padre.
−¿Qué quieres, hija mía? −le dijo este cariñosamente tomando aquella mano−. ¡Ah!, picarona, ya que estás aquí no te marcharás sin llevar un buen sermón.
−¿Por qué?
−Porque no tienes formalidad. Hace días te hablé de un asunto; me prometiste contestar pronto y esta es la hora...
−Pues bien, papá −indicó Gloria inclinándose−. Voy a contestar.
Don Juan dejó la pluma.
−Y contesto que no −dijo la señorita sonriendo y reforzando su frase negativa con un vivo movimiento de cabeza.
−¿Rehúsas?
−Rehúso... pero de todo corazón.
−¿Lo has pensado bien?
−Lo he pensado bien, y no puedo, no puedo de ningún modo querer...
−¿Podrías darme alguna razón? −dijo don Juan mostrando un sentimiento extraño que sólo podría llamarse severidad benévola.
−Una no, mil −dijo Gloria con su natural propensión a la hipérbole.
−Con una me contento. ¿Has considerado bien las prendas de ese joven?
−Sí, y he visto que es un sepulcro blanqueado.
−Mira bien lo que dices.
−¡Ah! usted mismo no tardará en reconocerlo. No es oro todo lo que reluce. Verdad es que para mí nunca ha brillado el don Rafaelito sino como hojalata.
−¡Qué manera de juzgar! −observó don Juan−. Acaso tú, una chiquilla, puedes juzgar... Pero silencio que viene aquí.
Don Silvestre y Rafael entraron, dirigiéndose ambos a besar el anillo al obispo y preguntarle por su salud. Por un instante no se habló más que del proyectado viaje.
−¡Oh!, aquí tenemos un documento importantísimo −dijo el doctor Sedeño señalando otro periódico−. Es una carta de Ficóbriga en que se da cuenta de la
portentosa y nunca vista hazaña de don Silvestre Romero, al sacar a salvo de en medio de las olas a los tripulantes del Plantagenet.
−¿A ver, a ver? −dijo el cura lleno de emoción y con los ojos chispeantes de vanidad.
−Le ponen a usted en las nubes... aquí; lea usted −indicó Sedeño dando el periódico al tonsurado atleta.
Romero leyó en voz alta el articulejo en que se narraba con prolijos detalles el suceso del veintitrés de junio, y dijo al concluir:
−No está mal, no está mal.
−El señor cura −indicó Su Ilustrísima con bondad−, se vanagloria demasiado de su acción benéfica y le da publicidad excesiva, presentándola de un modo dramático y teatral, con lo que aquella pierde un tantico de su gran mérito y espontaneidad evangélica.
Don Silvestre, algo turbado, se inclinó con respeto.
Si esto dijo el obispo al ver la complacencia con que Romero leía las alabanzas de su proeza, ¡cómo le reprendería si hubiera sabido que estaban hechas por él mismo!
−Los amigos −dijo este reponiéndose−, se empeñan en que todo el mundo ha de saber mi hombrada. Yo no he vuelto a acordarme de lo que hice.
−Y así debe ser, amigo mío −manifestó Su Ilustrísima estrechándole la mano−. El recuerdo de la limosna incumbe al que la recibe. Oiga usted al señor Morton. ¡Qué bien caen en su boca los elogios de la valentía de usted!
−¿Y al fin el señor don Daniel se nos marcha? −preguntó Romero.
−No −repuso el obispo−. Con permiso de mi hermano, acabo de invitarle para que esté aquí quince días más o un mes.
Don Juan, que meditaba al lado de su hija, alzó la cabeza y dijo:
−¿No te parece que bastará con ocho días?
−Como quieras; pero ya le he dicho que quince días...
−Como quieras tú −indicó don Juan−. Lo que ahora nos importa más es comer. Gloria, esa comida, por amor de Dios. Mira que estos dos señores tienen que marcharse pronto.
−Ya pueden ustedes bajar −repuso ella con semblante animadísimo, derramando claridad y alegría por sus negros ojos−. Tío, señor doctor, señor cura, Rafael...
Al suave anuncio del comedor, Sedeño dejó en paz la prensa periódica.
−¿Baja hoy el señor Morton?
−Sí, hoy baja por primera vez −dijo Su Ilustrísima−. Aquí está.
Una sombra se interpuso en la puerta. Era Morton, todo vestido de negro, pálido, hermoso y demacrado, semejante a un mártir de los primeros siglos que, resucitando, se pusiera levita.
−Bien, amigo, bien por ese valor −dijo el cura saliendo al encuentro del extranjero.
El señor obispo salió apoyándose en su bastón. Ofreciole Daniel el brazo y bajaron ambos delante. Siguiéronles los demás.
Gloria se quedó la última.
XXIII
Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo
Daniel Morton no salvó sino una parte muy pequeña de su equipaje, que era considerable; pero sí los fondos que traía en la caja de a bordo a cargo del capitán. Este fue a visitarle el día en que partieron todos los náufragos, y entregole lo que de él había
recibido, descontando una cantidad que Daniel destinó a auxiliar a la tripulación. Púsose luego este en relaciones con el cónsul inglés de la capital de la provincia (situada a dieciséis kilómetros de Ficóbriga por camino real), y recibió dos grandes baúles con efectos. Al día siguiente de su primera salida de la casa, Morton tuvo la abnegación de confiar su persona a un descuadernado cajoncillo, que usurpando aleve el nombre de coche, iba todos los días a la capital de la provincia, moliendo gente so pretexto de llevarla y traerla. Por la noche Daniel volvió caballero en un gallardo potro negro.
−Fui con intención de comprar un caballo, aunque sin esperanza de encontrarlo −dijo al llegar junto a la verja de la casa, donde se habían detenido los tres Lantiguas después de su paseo vespertino−; pero he podido conseguir este animal, que no es un prototipo de belleza, pero que anda.
−A mí me parece arrogantísimo y digno de Santiago, si fuera blanco −dijo don Ángel.
−Pues no creí yo que allá encontrará usted tan buena pieza −indicó don Juan examinando el corcel−. Es de lo poco bueno que se suele encontrar por estas tierras.
Gloria no dijo nada.
Morton, a poco de apearse, subió diciendo:
−Ya tengo caballo. No me falta más que escudero.
Y aquella misma noche cerró trato con Roque, criado de la casa, para que un hijo de este, nombrado Gasparuco y que parecía bueno, le sirviese de criado.
−Por lo visto, se despierta en usted la afición a nuestro país −dijo el señor de Lantigua−. ¿Y le tendremos a usted mucho tiempo por aquí?
−Es posible que sí −repuso Morton.
En pocos días el caballero hamburgués visitó y conoció prolijamente toda Ficóbriga, en especial la Abadía, curiosísima obra del undécimo siglo, que no por estar tan dejada de la mano de los hombres, toda destruida y afeada, carecía de encantos para el artista. También vio el castillo desmantelado, el torreón o cubo señorial que se alza más arriba de la huerta abacial, hogaño cementerio, y las casas infanzonas de la villa, algunas de las cuales llaman con justicia la atención de los forasteros.
Los habitantes de esta miraron con simpatía al extranjero, si bien le inundaron de comentarios. Varias personas, como don Juan Amarillo y dos de los indianos, hicieron amistades con él.
En casa de Lantigua había ganado Morton las simpatías de los dos hermanos por su trato afabilísimo y la amenidad de su conversación. Demostraba un entendimiento privilegiado sin pedantería, una sensibilidad exquisita sin afectación y el más acabado conocimiento de todas las reglas sociales.
No se le cocía el pan a don Ángel hasta plantear de lleno la empresa que pensaba acometer, apretándole a ello su tesón de apóstol cristiano y el natural afecto que el extranjero le inspiraba. Un día enunció el tema resueltamente.
Por desgracia para nuestra fe sacratísima, las santas aspiraciones del prelado no tuvieron éxito. Pasaban horas discutiendo sin que Morton revelase deseos de abrazar el catolicismo, y para que la pena del reverendo pastor de almas fuese mas honda, ni aun pudo conocer de un modo claro las creencias religiosas del extranjero, que hablaba siempre en términos generales y eludiendo su personalidad. Maravilló ciertamente a don Ángel en estas disputas, estériles por desgracia para el aumento de la grey católica, el conocimiento que Daniel mostraba de todos los libros santos desde el Génesis hasta el Apocalipsis. No ignoraba lo más selecto de los Santos Padres, y conocía perfectamente toda la polémica religiosa del presente siglo y de los tiempos más cercanos, con las disposiciones del Santo Padre, el último concilio y los triunfos y persecuciones recientes de la Iglesia de Cristo.
Mas de tanta erudición, hija de formales estudios y afición a las cosas divinas, nada de provecho sacaba el buen pastor, lo que le causaba amarguísima pena. Últimamente había pensado desistir de su empeño, considerando que Dios elegiría, sin duda, otros caminos y ocasión distinta para llevar la luz al espíritu de aquel hereje.
En cuanto a don Juan de Lantigua, si al principio asistió con interés vivo a los diálogos religiosos, pronto se apartó de ellos, por no permitirle perder ningún tiempo los trabajos que entre manos traía. Devorado por un ansia fervorosa, entregábase sin descanso a las lecturas y a la composición literaria, bebiendo en libros y derramando su pensar en cuartillas. Tan por entero absorbía su espíritu aquel afán, que no había fuerzas humanas que le arrancaran del despacho durante cuatro horas por la mañana y otras tantas por la noche. Su hermano le reprendía cariñosamente por esta tarea ardorosa y febril, que gastaba sus peregrinas facultades y le iba irritando el cerebro y enflaqueciendo las fuerzas físicas en términos que don Juan se desmejoraba más cada día. Pero no hacía caso él de los sermones episcopales y seguía erre que erre sobre los libros, sacándoles el redaño para escribir después. ¡Admirable aplicación que debía dar por resultado una de las más hermosas obras de la época presente!
Una mañana era tanta su fatiga, que don Juan, sintiendo su cabeza más pesada que el plomo, salió a ver si se le despejaba conversando con Morton. Cuando llegó al gabinete de este, extrañó que no estuviese allí de visita don Ángel, por ser costumbre trabar las polémicas en aquella hora.
−Vamos −dijo−, veo que mi buen hermano se ha visto obligado a levantar el sitio.
−El señor obispo −dijo Morton−, es tan bueno y tan sabio, que sin duda ganará muchas plazas en el mundo. Las que él no tome, sin duda son inexpugnables.
Tomando pie de esto, don Juan le preguntó si había firmeza en sus creencias, cualesquiera que fuesen. No vaciló en contestarle Daniel, diciéndole que sus creencias no eran superficiales, rutinarias y frías como las de la mayor parte de los católicos españoles, sino profundas y fijas; a lo cual contestó don Juan que más le gustaba ver el tesón y la consecuencia en los sectarios de las falsas religiones, que la tibieza y despreocupación en los que tenían la dicha de haber nacido en la verdadera. Añadió que efectivamente se había debilitado mucho la fe en nuestro católico suelo; pero que este mal, ocasionado por los excesos revolucionarios y la influencia de extranjeros envidiosos de la nación más religiosa del mundo, tendría fácil remedio en la propaganda, en las oraciones y en los trabajos de la Iglesia si acertaba a encontrar un Gobierno piadoso que le ayudara.
Morton no pareció muy conforme con esta opinión. Sin embargo, deferente con su generoso amigo, le dijo que confiaba en la regeneración religiosa de este país, si abundaban en él pastores tan virtuosos y tan ilustrados como don Ángel de Lantigua y seglares como don Juan.
−Yo conozco regularmente el Mediodía y la capital de España −añadió−. Ignoro si el Norte será lo mismo; pero allá, querido señor mío, he visto el sentimiento religioso tan amortiguado, que los españoles inspiran lástima. No se ofenda usted si hablo con franqueza. En ningún país del mundo hay menos creencias, siendo de notar que en ninguno existen tantas pretensiones de poseerlas. No solo los católicos belgas y franceses, sino los protestantes de todas las confesiones, los judíos y aun los mahometanos practican su doctrina con más ardor que los españoles. Yo he visto lo que pasa aquí en las grandes ciudades, las cuales parece han de ser reguladoras de todo el sentir de la nación, y me ha causado sorpresa la irreligiosidad de la mayoría de las personas ilustradas. Toda la clase media, con raras excepciones, es indiferente. Se practica el culto, pero más bien como un hábito rutinario, por respeto al público, a las familias y a la tradición que por verdadera fe. Las mujeres se entregan a devociones
exageradas, pero los hombres huyen de la Iglesia todo lo posible, y la gran mayoría de ellos deja de practicar los preceptos más elementales del dogma católico. No negaré que muchos acuden a la misa, siempre que sea corta, se entiende, y no falten muchachas bonitas que ver a la salida; pero esto es fácil, amigo mío; ¿no comprende usted que esto no basta para decir: «Somos los hombres más religiosos de la tierra?».
−Efectivamente no basta, no −dijo don Juan con voz triste mirando al suelo.
−Usted conoce muchas, muchísimas personas ilustradas, buenos, leales, que no pueden menos de considerarse virtuosas; personas a quienes usted, que es tan buen católico, no negará su amistad; personas de quienes nadie se aparta con horror, personas amables...
−Ya, ya sé lo que usted quiere decirme −indicó don Juan melancólicamente.
−Pues bien: de esas personas... (y yo supongo que conocerá usted más de mil) de esas personas, ¿cuántas cree usted que cumplen el precepto fundamental del catolicismo, la penitencia?
−¡Oh!, tiene usted razón, tiene usted razón −dijo Lantigua con verdadera angustia−. De cada cien, noventa y cinco no se han confesado en veinte años.
−Con la particularidad −añadió Morton−, de que la Iglesia manda confesar una vez al año a lo menos. Los grandes e intachables católicos, los que se pueden llamar vasos de elección (me refiero a los varones, querido don Juan), gracias que cumplan esa vez al año, olvidando que la Iglesia aconseja una vez al mes y asegura que los que no lo hacen viven una vida relajada y están en peligro de perderse. Si tienen ustedes conciencia no deben suponerse en peligro, sino completamente perdidos.
−El precepto, el precepto, señor Morton −dijo don Juan con sequedad−, no manda más que una vez al año.
−Hay otro síntoma −prosiguió Daniel−, que he observado muchas veces. Cuando en una casa rezan el rosario, los hombres se echan fuera, sin que por esto se alarme la familia femenina. He oído a algunos niños inocentes hacer esta pregunta: «Dime, mamá, ¿por qué papá no reza?». Muchas veces no se sabe qué contestar; pero en ocasiones se les dice: «Papá reza en su cuarto». Pero donde reza papá es en el casino o en el café. Las mujeres aquí, por lo general creen que siendo ellas rezonas, no importa que sus maridos sean blasfemos. Debo añadir, y no creo que usted se ofenda por esto, que España es el país, no diré más blasfemo del mundo, sino el país blasfemo y sacrílego por excelencia.
−En eso tiene usted razón −afirmó Lantigua con pesadumbre−. También reconozco la irreligiosidad; pero usted parece indicar que las causas de este grave mal están en otra parte que en la filosofía y en las libertades modernas.
−No puedo creer que estas dos cosas hayan arrebatado al pueblo español sus creencias. En otros países hay más, muchísima más filosofía que aquí, más, muchísimas más libertades, y sin embargo, la fe religiosa no muere. ¡Hablan de revoluciones! Si en España no ha habido nada que merezca tal nombre, amigo mío. Si en España todos los trastornos políticos han sido tempestades en un vaso de agua. Por Dios, ¿qué idea hemos de formar del espíritu religioso de un país si es tal que lo echan por tierra esos quince o veinte movimientos políticos que se han sucedido desde 1812? Comprendo que los grandes edificios caigan en el sacudimiento de un terremoto; pero ¿cómo han de caer con la trepidación que producen las patadas de un regimiento de caballería? Admitiendo, como no puede menos de admitirse, que ustedes no han tenido grandes cataclismos, es preciso deducir que los edificios caídos no debieron de ser muy sólidos. Fuéronlo, sí, en otros tiempos, pero al entrar este siglo todo estaba ya carcomido. España, como la mujer rencillosa de que habla el Eclesiastés, es ahora un tejado con muchas goteras.
−No admito eso de que no hayamos tenido revoluciones −dijo don Juan−. Las hemos tenido superficiales y profundas en el orden político; pero ¿y la irrupción de libros, y la transformación social, esas oleadas de soberbia, de amor al lujo, de concupiscencia, de materialismo que nos vienen de fuera?
−Veo que muchas cosas que en otras partes hacen poco daño, aquí envenenan. Sin duda el organismo moral de España es tan endeble como el de aquellos seres enfermizos y nerviosos, que se emponzoñan sólo con el olor del veneno.
−¿Con el olor...?
−Sí; porque de los inmensos progresos industriales, del lujo, del colosal aumento de las riquezas, del refinamiento material, ustedes no tienen más que el olor. España, por lo que veo, no puede vivir sino metiéndose dentro del fanal de su catolicismo para que nada la toque ni contamine, para que ni átomos siquiera de lo exterior lleguen hasta ella.
−¿Y qué le recetaría usted?
−El aire libre −dijo Morton con energía−, el aire libre, el andar sin tregua entre toda clase de vientos, arriba y abajo; dejarse llevar y arrastrar por todas las fuerzas que la solicitan; romper su capa de mendigo o mortaja de difunto y exponerse a la saludable intemperie del siglo. España se parece al enfermo de aprensión, todo lleno de emplastos, vendajes, parches, abrigos mil y precauciones necias. Fuera todo eso, y el cuerpo enfermo recobrará su vigor.
Habían llegado a un punto de la discusión en que don Juan creyendo a su huésped totalmente descarriado, le tenía lástima.
−Hace usted un uso poco razonable de la fantasía −le dijo bondadosamente y en tono de maestro−. De esa manera nunca me probará usted que España es el país menos religioso del mundo. ¿Por ventura, amigo Morton, no ha visto usted en él algo que le pruebe lo contrario?
−No significan nada para mí −continuó Daniel−, las manifestaciones teatrales de devoción, que son más bien políticas que religiosas. Yo me río de la piedad de un pueblo que, como Madrid, habla mucho de religión, y sin embargo, jamás supo levantar un solo templo digno, no digo yo de Dios, pero ni aun de los hombres que entren en él. En Madrid, pueblo rico, vemos más teatros que en Londres, una plaza de toros que es un monumento, cafés soberbios, tiendas, paseos y distracciones donde se conciertan el lujo y las artes; pero no hay una sola iglesia que no sea pocilga.
−¡Por Dios, señor Morton! −dijo Lantigua−, eso es demasiado duro.
−Un poco duro −repuso el extranjero riendo−, pero la idea es exacta. Y lo que pasa en Madrid pasa en toda España. El sentimiento católico que en este siglo no ha levantado un solo edificio religioso de mediano valor es tan tibio que no se manifiesta en cosa alguna de gran valía y lucimiento. El país más piadoso ha venido a ser el más incrédulo. El país más religioso, y que en otros tiempos asociaba la piedad a todas las grandezas de la vida, al heroísmo, a las artes, a la opulencia, a la guerra misma ha concluido por formar de la piedad cosa aparte, separada de lo demás. Un hombre devoto que se persigna al pasar por la iglesia, que confiesa y comulga semanalmente, es en la mayor parte de los círculos un hombre ridículo.
−¡Por Dios, amigo Morton!...
−Señor de Lantigua, por Dios, dispénseme usted; pero es fuerza decirlo. Hábleme usted con su franqueza de hombre honrado y de católico sincero. Dígame usted si hay en España mujer alguna capaz de dar su corazón y su mano a un hombre que pase tres o cuatro horas todos los días dentro de la iglesia, que se rompa el pecho a golpes, que tenga su casa llena de agua bendita y que entone una oración al realizar los actos más insignificantes de la vida, cuales son salir a la calle, entrar en ella, estornudar, etc... Un
devoto tal como lo conciben las congregaciones piadosas del día, es un ente irrisorio: confiéselo usted. Hasta los mismos que defienden a pie firme la religión y se llaman soldados avanzados de las filas de Cristo, cuidan mucho, en sociedad, de disimular todo lo posible su ortodoxia, o, mejor dicho, de olvidarla, so pena de perder gran parte de las simpatías y de las amistades que por sus prendas, su figura o sus virtudes hayan logrado alcanzar.
−Algo hay de eso; pero no tanto, amigo mío.
−Quizás los de casa, no vean esto tan claramente como los extraños −dijo Morton−. Quizás yo me equivoque; pero he manifestado mi opinión con lealtad. Creo a España el país más irreligioso de la tierra. Y un país como este, donde tantos estragos ha hecho la incredulidad, un país que tanto tiene que aprender, que tantos esfuerzos debe hacer para nutrirse, para llenar de sangre vigorosa sus venas por donde corre un humor tibio y descolorido, no está en disposición, no, de convertir a nadie.
Breve rato estuvo don Juan de Lantigua sin dar contestación; pero al fin con cierta sequedad, muy propia de su carácter, habló así:
−No aseguro yo que mi país sea hoy el más piadoso del mundo. Por desgracia no le falta a usted razón en parte de lo que ha dicho; pero creo que si siguiéramos discutiendo hallaríamos iguales o quizás peores señales de descomposición en otras tierras que usted me presentará como modelo. Hay aquí hombres perversos, hay hombres indiferentes en grandísimo número; pero tenemos intacto el tesoro de nuestra doctrina, conservamos la semilla, y un período de protección del cielo puede hacerla fructificar. En medio de la torpeza y frivolidad que por todas partes se ve, existe pura y entera la fe, no dañada ni podrida por los errores, y la fe ha de triunfar, la fe ha de dar resultados de virtud, si no hoy, mañana.
»Deploro los desórdenes de mi patria; pero no los creo irremediables como la muerte, como la podredumbre que constituyen el fondo de otros países bajo engañosa cubierta de prosperidad, de orden, de brillo artístico, industrial, social. Cada raza tiene su organismo propio. No sé si Dios me dejará ver el día de la regeneración general del mundo; pero esta regeneración no la busque usted, no la busque usted fuera de los principios inmutables de la moral católica. De entre las ruinas no renacerá sino aquello que haya conservado el germen de esa moral, y ese germen, señor Morton, lo tenemos nosotros, nosotros, sí, aunque usted no lo vea.
»Quíteme usted las revoluciones chicas o grandes, las ideas subversivas que vienen de fuera, y que en otros países tienen aplicación transitoria; quíteme usted la propaganda de doctrinas contrarias a nuestra naturaleza social, y entonces podrá ver usted que esta nación resucitada y puesta en pie después de tantos años de aparente muerte, se hallará de nuevo en disposición de convertir a todas las gentes en uno y otro mundo, de convertirlas, sí señor, porque la posesión de la verdad le da derecho a decirlo y a ejecutarlo resueltamente.
Iba a contestar Daniel, cuando se oyeron voces en el jardín de la casa, y con las voces lamentos y lloros de chiquillos.
−¿Qué es esto? −dijo Lantigua asomándose a la ventana−. Gloria, Gloria...
Morton se asomó también.
−No es nada −dijo Lantigua, retirándose−. Son los hijos de Caifás que vienen pidiendo auxilio en nombre de su padre, un perdido, un borracho, a quien estoy cansado de socorrer.
Su Ilustrísima desde el jardín llamaba a don Juan.
−Vamos –dijo este−. Mi hermano se ha enternecido y quiere que yo tome bajo mi amparo a ese mal hombre. Es un miserable; pero la caridad cristiana, amigo Daniel, nos manda perdonar y compadecer.
XXIV
Una obra de caridad
Ambos bajaron. En el jardín estaba don Ángel y frente a él un lastimoso terceto de muchachos llorones, con los puños en los ojos, los sucios rostros llenos de babas y de tierra que con las lágrimas se amasaba.
−Vamos a ver, ¿qué es eso? −preguntó don Juan tirando suavemente de la oreja a la pequeñuela.
La aflicción no les dejaba contestar.
−Que el teniente cura ha despedido a Caifás por orden de don Silvestre −dijo Su Ilustrísima−. Pero hijos míos, si vuestro padre es malo, ¿cómo queréis que esté en la iglesia?
−¡Buena pieza es el tal Mundideo! −exclamó Lantigua−. ¿Y qué más le pasa? ¿Que ha perdido toda la ropa, por no haber podido pagar a la Cárcaba ?
−Sí, se... se... se... ñor −gimió Sildo.
−¿Y que don Juan Amarillo le ha echado de la casa de Arriba, y le va a llevar a la justicia?
−Sí, se... se... ñor.
−¿Y que os habéis quedado sin casa?
−Sí, se... se... ñor.
−Estos pobres niños están desnudos −dijo don Ángel−. Es preciso darles algo de ropa.
−De eso se encargará mi hija. ¿En dónde está Gloria?
−Ha salido al camino a hablar con Caifás, que no ha querido entrar porque le da vergüenza.
−Y con razón. No pienso hacer nada por él. Estoy cansado de favorecerle. Le daré para comer y ropa para estos niños; pero nada más.
Gloria apareció entonces por la puerta del jardín. Sus ojos encendidos anunciaban la aflicción de su alma.
−Papá− dijo secando sus lágrimas−, ahí está Caifás. Dice que quiere hablarte, y que te contará lo que le pasa si no te enfadas.
−¡Pobre hombre! −dijo Lantigua mirando a Morton−. Mira, Gloria, prefiero que me cuentes tú lo que le pasa a ese tunante.
−Pues le han echado de la sacristía.
−Bien merecido.
−Y don Juan Amarillo le ha embargado lo único que le quedaba ya, las herramientas de carpintero.
−Ya se ve. No parece sino que don Juan Amarillo tiene el dinero para que Caifás lo gaste en beber.
−Y él y sus hijos han andado desde ayer pidiendo limosna por los caminos.
−Basta −dijo don Juan gravemente−. Aquí entra la caridad. Dales hoy de comer. Puedes decirle que mande a los chicos todos los días.
−Vendrán −dijo Gloria con alegría.
−No, lo que es él no tiene que poner los pies en casa...
−Pero, papá...
−Es un vicioso. Que vengan los chicos.
−Y los vestirás por mi cuenta, Gloria −dijo Su Ilustrísima−. Algo podré darle también a Caifás.
−Pero él quisiera...
−¿Aún pide más?
−Para los desgraciados −indicó don Ángel−, se escribió aquello de pedid y se os dará.
−Darle dinero es fomentar sus vicios −afirmó Lantigua−. ¿No lo cree usted así, señor Morton?
−Seguramente.
−Vamos, vamos −murmuró don Juan sonriendo con bondad−. Me figuro lo que queréis.
−Sí, papá. La casa de la Cortiguera será, aunque no tiene más que medio techo, un palacio para el pobre Caifás.
−¡Un verdadero palacio! −dijo Su Ilustrísima−. ¿Sabe usted dónde es, señor Morton? Allí detrás de aquella loma, por donde están los cinco viejísimos castaños que llaman en el país los Cinco Mandamientos.
Morton miraba y don Ángel hacía indicaciones con el palo.
−Bueno, pues que se meta en la casa.
−Bien, Juan, bien determinado. Vaya, niños, ahora os podéis marchar. La señorita Gloria os dará para cubrir esas carnes.
Gloria salió corriendo a dar la noticia al pobre Mundideo. Los chicos fueron detrás.
Cuando la señorita volvió, don Ángel se había unido al doctor Sedeño que le mostraba las cartas recién llegadas, y don Juan se acercó a los albañiles que habían venido para componer la capilla. En el jardín tan sólo estaba Morton. Gloria, al verse sola junto a él, se turbó ligeramente. Dudó si seguir o detenerse, y cuando el extranjero se dirigió a ella en ademán de hablarle, tembló como tiembla el reflejo de la luz en el agua movible.
−Gloria −dijo Morton−, ¡qué felices son los pobres de Ficóbriga!
−¿Por qué? −preguntó la señorita.
−Porque usted se ocupa de ellos.
−¡Este pobre Caifás es tan desgraciado!... Tiene fama de vicioso y de malvado; pero es un alma de Dios. Yo no puedo menos de favorecerle. ¡Él me quiere tanto!... Se dejaría matar por mí.
−Eso lo comprendo. ¡Morir por usted!... ¡Ah! Gloria, yo haría lo mismo.
−¿Qué?... −dijo la señorita con la mayor turbación.
−¡Morir por usted! Es lo único posible después de haberla amado.
−¡Daniel, por Dios!
−¡Gloria!... ¿De qué manera lo diré para ser creído?
El expresivo rostro del extranjero revelaba una emoción grave y honrada.
−Me voy −dijo la señorita de súbito.
Veía claramente la emoción que brillaba con luz singular en los azules ojos del hamburgués. Medía también la inmensidad de la suya que le alzaba turbulento oleaje en el fondo del alma, y de ambas tuvo miedo.
−¿Se va usted? −dijo Daniel dando un paso hacia ella.
−Sí.
−No sin oír una cosa.
−¿Una cosa?
−Que la adoro a usted.
Ya se lo había dicho Morton dos veces; pero no con las mismas palabras ni con la vehemencia de entonces.
−XXV−
Otra
A los dos días de esta escena, y después de almorzar, Gloria estaba en su cuarto muy atareada. Había salido por la mañana a comprar algunas telas y luego revolvía sus roperos buscando todo aquello con que pudiera vestir la desnudez de los hijos de Caifás. El señor obispo entró a la sazón y le dijo, mostrándole un envoltorio de papel:
−Mira, sobrinita, esto es todo lo que poseo. Los tiempos revolucionarios nos tienen a los pobres obispos a la cuarta pregunta.
−¡Oh tío, qué bueno es usted!..., ¿a ver? −dijo Gloria sacando las monedas del papelejo que las aprisionaba−. Esto es un caudal: con esto y con lo que yo tengo le desempeñaremos a Caifás los colchones, parte de la ropa y las herramientas para que trabaje y sea hombre de bien.
−Has pensado admirablemente. Yo siento no tener más. He rebañado, hija mía, he rebañado mi erario sin poder reunir ni un ochavo más. ¿Pero no ves que estamos sin renta? Este invierno las pobres monjas de *** me han limpiado las arcas. ¡Infelices!, yo quisiera tener millones para dárselos.
−¡Bendito sea usted mil veces! −exclamó la joven con piadoso entusiasmo.
−Yo no opino, como tu padre −dijo Su Ilustrísima−, que debamos privar en absoluto de dinero a ese desgraciado Mundideo. El dinero es necesario para todo, y si como tú dices y yo lo creo, no es un malvado sino más bien un pobre de espíritu, justo es que le ayudemos a salir de su miserable estado. Convéncele de la necesidad de que sea económico, bien arreglado, precavido.
−Su infame mujer tiene la culpa de todo.
−«¡Infame!...», no des tales epítetos a ningún nacido de madre, sin estar bien segura de que lo merece −dijo el reverendísimo en tono de afable amonestación.
−Es verdad, tío; pero ello es que la Caifasa no es buena. Todo el mundo dice que no es buena.
−¿Vas a mandar esos trapos y ese dinero al pobre desterrado de la Cortiguera?
−Se los llevaré yo misma.
−De buena gana te acompañaría. Una sola felicidad hay en el mundo, hija, y es la que proporcionamos a los demás.
−Venga usted.
−¡Oh!, no, tengo que hacer. Primero rezar, luego despachar el correo para la diócesis. Vete a la dulcísima faena de tus caridades, que yo me quedo aquí.
Un rato después Gloria tomó su sombrilla y salió. Atravesando la plazoleta y una calleja rodeada de higueras y zarzas, pasó a un grande y hermoso prado que frente a la casa se extendía y al cual cruzaban dos o tres veredas. Iba con la vista fija en el suelo, despacio, deteniéndose a ratos, como si los pensamientos que seguramente ocupaban su mente se le pusiesen delante para no dejarla pasar. Otras veces alzaba la vista al cielo y miraba cruzar las bandadas de pájaros, volviendo los ojos conforme ellos torcían el raudo vuelo, y siguiéndoles hasta que sólo eran puntos temblorosos que se borraban sobre la inmensidad azul.
Pasó por el sitio en que estaban los cinco castaños llamados Mandamientos, antiguos ejemplares llenos de cicatrices, ya mil veces podados; pero que devolvían las injurias del hacha con bendiciones, es a saber, con castañas. Luego atravesó una mies, donde los frescos plantones de maíz sostenían en sus primeros pasos a las tiernas alubias, viendo correr por entre sus pies a las holgazanas y rastreras calabazas.
Enseguida tuvo que descender por una pendiente desde la cual no se veía ya la casa de Lantigua, ni ningún edificio de Ficóbriga, a excepción de la torre. Allí había tres vacas que, mientras pasó, se quedaron mirándola sin pestañear. Pasando después por un pequeño hueco abierto entre las zarzas, árgomas y helechos de una cerca, Gloria penetró en los dominios de Caifás. Al acercarse sintió la voz de este que cantaba. La señorita dijo para sí:
−Muy contento está Mundideo.
Los tres chicos corrieron a su encuentro gritando:
−¡La señorita Gloria, la señorita Gloria!
Caifás salió a la puerta de su casa, que más bien era choza, y al ver que era verdad lo que sus pequeños decían, soltó el martillo de la mano, y de la fiera boca, como espuerta, una carcajada de alegría.
−Señorita Gloria, Divina Pastora, ángel del cielo, bien venida sea usted a mi casa... ¡bien venida! −exclamó.
−Alegre estás.
Mundideo, no creyendo que las risas expresaban bien su gozo, dio un brinco en el aire.
−Esas risotadas y esas cabriolas −dijo Gloria sentándose en una piedra que junto a la casa había−, no sientan bien en la persona de un desgraciado que acaba de sufrir tan terribles golpes.
−Si yo no soy desgraciado, si no he recibido golpes, si llueven sobre mí felicidades.
−Vamos, tú has perdido el juicio −dijo Gloria mostrándole el lío de ropa que traía−. Si me prometes ser hombre de bien, ser arreglado y económico, te auxiliaré con un poco de...
Gloria mostró el papel que contenía el dinero.
−¡Dinero! −exclamó Caifás−. Si no necesito nada, si soy rico...
−¡Rico tú! −exclamó la de Lantigua con enojo−. No te burles de mí.
−¿Burlarme yo de mi ángel divino? Es verdad lo que digo, señorita −manifestó Caifás tomando aire de persona formal−. ¿Usted creerá que mi ropa y mis colchones están en casa de la Cárcaba? Patraña; ya están aquí. ¿Usted creerá que mis herramientas están embargadas? Patraña; aquí las tengo todas. ¿Usted creerá que yo debo algún dinero a don Juan Amarillo? Patraña; aquí tengo los recibos que me devolvió.
−¡Le has pagado!
−Cuatrocientos treinta y dos pesos. A esto ascendía mi deuda, que empezó por mil reales, y con los pícaros intereses ha ido subiendo, subiendo como el humo del incienso que no para hasta el techo y llena toda la iglesia.
−Tú deliras.
−Creí delirar ayer, cuando...
−¿Te has desempeñado, has arreglado tus asuntos?... −dijo Gloria llena de confusión−. Explícame ese milagro.
−¡Esa es la palabra, señorita de mi alma! −exclamó José con acento de predicador entusiasmado−. Milagro. Yo creía en los milagros; pero tenía cierta comezoncilla por ver alguno, y decía: ¿por qué ahora no hay milagros? Pues bien, señorita de mi alma, ayer he visto un milagro.
−Vamos, te has encontrado un tesoro −dijo Gloria riendo.
−No es eso. El tesoro ha venido en busca mía. Dios...
−¡Dios!... No llames Dios a la lotería. ¿Te ha tocado el premio gordo?
−Nunca jugué.
−Entonces...
−¡Dios!... −repitió Mundideo.
−¡Dios!... Dios no da dinero así a lo bóbilis bóbilis.
−Eso mismo creía yo. No me negará usted que a todos da Dios el pan de cada día.
−No lo niego.
−Pues a mí me ha dado de un golpe el pan de un año, el pan de toda mi vida. Yo me puse de rodillas en esa tierra y exclamé: «Señor, tú dijiste: pedid y se os dará. Pues bien, Señor: ¿cómo es que yo te pido y te vuelvo a pedir y nunca me das nada?». No habían pasado diez minutos desde que lo dije, cuando... ¡milagro, milagro!
−Me estás engañando. Enséñame tus pagarés devueltos por don Juan Amarillo.
José penetró corriendo en la casa. Sildo y Paquito se habían alejado. Gloria se quedó sola con Celinina, cuyo nombre era abreviatura y diminutivo de Marcelina.
−¿Quién ha estado ayer aquí?
−Un babero− repuso la niña.
Gloria, conocedora ya del idioma especial de Celinina, sabía que un babero quería decir un caballero en el diccionario de ella.
−¿Y cómo era ese babero?
−Ito.
Gloria tradujo bonito.
−¿Y cómo venía?
−Balo.
−A caballo, ¿no es eso? ¿Y de dónde venía?
Celinina elevó su manecita, y con expresión religiosa y acento y pronunciación clarísima, dijo:
−Del cielo.
Mundideo presentó los pagarés a Gloria.
−En resumidas cuentas, José, tú has tenido un protector. Ha habido una buena alma que te ha socorrido.
−Hay algo más, señorita; ha habido un milagro.
−Ya no hay milagros; ha sido una persona, una persona −repuso Gloria−. Ahora has de decirme quién ha sido esa persona que te ha hecho tan gran caridad.
El sacristán miró fijamente a Gloria, y su semblante expresaba contrariedad y pesadumbre.
−¿Pero estás lelo? Habla.
−No puedo.
−¿Por qué?
−Porque me lo han prohibido. Sentiré que usted se enfade; pero... yo no puedo decir lo que usted quiere que diga.
Gloria meditó breve rato.
−Ya comprendo. Jesucristo ha dicho: «Tu mano izquierda…».
−No debe ver lo que hace tu mano derecha. No todos son como el señor cura, que cuando da dos duros a los pobres, o les reparte el pescado podrido, o saca a algún mal nadador de la ría, manda un relato retumbante de ello a todos los papeles de Madrid.
−¿Quién, quién ha sido? −preguntó Gloria con verdadera ansiedad.
Oprimió el lío de ropa contra su pecho, cual si sintiese insaciable y vivísimo anhelo de abrazar a alguien.
−No lo puedo decir −repitió Mundideo bajando los ojos.
−Y si yo dijese quién es y acertase, ¿me dirías que sí?
−Entonces...
−Pues ha sido el señor Morton.
−¡Ah, señorita Gloria!... ¿Por qué lo ha adivinado usted?... El extranjero, el del vapor... Yo no sé su nombre; pero es el que se parece a nuestro divino Redentor.
−Ningún hombre se parece a nuestro divino Redentor. –objetó la de Lantigua−.No blasfemes.
−Se le parece en la cara. En las acciones le obedece, ¿no es verdad?... ¡Ay, señorita de mi alma, yo he cometido una falta. Me hizo jurar que a nadie revelaría... pero usted no es nadie, señorita Gloria, quiero decir, que usted no está comprendida en eso de... nadie... porque usted es la Divina Pastora, un ángel del cielo.
−Yo no revelaré el secreto −dijo la de Lantigua dominando su emoción, la cual era tan grande, que apenas la dejaba respirar−. Pero dime cómo vino, cuándo, qué habló contigo.
−Hablamos poco. Él estaba ya enterado de mi situación. Preguntome cuánto debía... ¡Ay!, yo había cantado muchas veces en el coro: «Alzad, oh príncipes, vuestras cabezas, y alzaos vosotras puertas eternas y entrará el rey de gloria...», mas Caifás el feo, Caifás el malo, no había visto que se abrieran esas puertas ni que entrara para él ningún rey de gloria... pero ayer vi eso, vi, como se suele decir, abierto de par en par el cielo, cuando ese hombre me dijo: «Toma», y me dio de un golpe todo lo que necesitaba.
−Es muy rico −dijo Gloria.
−Más rico debe de ser don Juan Amarillo, y sin embargo... Cuando mi favorecedor, mi enviado de Dios, alargó su mano y me puso el dinero aquí y cerró el puño con sus propios dedos, yo le miraba creyendo soñar. Me volví tonto: ni siquiera supe darle las gracias. Después me eché de rodillas, y llorando le besé los pies. Él me levantó, y abrazándome... ¡porque me abrazó, señorita!..., abrazándome, díjome que su acción no tenía nada de particular.
−¿Y no te reprendió tus faltas, no te dijo que fueses bueno?
−Me dijo: «Tú no eres perverso, sino desgraciado. Sé siempre hombre de bien», y nada más. Yo estaba aturdido. Creí que Dios había entrado en mi casa, y cuando el caballero del vapor partía en su caballo, me volví a poner de rodillas.
−¿Y no te dijo nada más? ¿No te habló...?
Gloria se detuvo, como si no acertara con la palabra más adecuada para expresar su idea.
−¿De qué?
−¿No te habló de ninguna otra persona?... Porque podía suceder... Recuerda bien: ¿no te dijo nada de ...?
−¿De qué?
−¿No te dijo nada de... de mí?
Esforzábase la señorita por afectar completa naturalidad.
−Tengo todas sus palabras tan presentes como si las estuviera oyendo a todas horas y nada, nada me dijo de usted.
Gloria se levantó.
−Aunque no lo necesitas −dijo−, yo traje esto para ti, y aquí te lo dejo.
−Aunque no lo necesito, lo tomo por ser de esas divinas manos, y con la condición de darlo a otros pobres más pobres que yo... ¡Ah! ¡Qué feliz soy, señorita mía! Si fuera malo me volvería bueno ahora. Trabajo sin cesar, y el señor don Juan no se arrepentirá de haberme dado esta choza, porque se la estoy componiendo.
Gloria no miró las grandes obras de carpintería que traía entre manos Mundideo.
−Adiós −dijo−. Abrázame.
−¡Señorita Gloria, por Dios! −exclamó Mundideo retrocediendo.
−¿No te abrazó el del vapor?
Y antes de que Caifás pudiese impedirlo, Gloria le estrechó entre sus brazos.
−Ahora tienes que ser hombre de bien −gritó alejándose a buen paso de la choza.
Andando hacia su casa, no vio las vacas que al pasar la miraban, ni el verde maizal, ni los cinco castaños mutilados y generosos, que se cargaban de fruto en su vejez, como los patriarcas bíblicos padres de tantos hijos; ni vio la torre de Ficóbriga, ni los pájaros que volvían del horizonte en vagabundo grupo. No vio nada más que un sol poderoso que había salido ha tiempo en su alma, y que subiendo por la inmensa bóveda de esta, había llegado ya al cenit y la inundaba de esplendorosa luz.
XXVI
El ángel rebelde
Por las noches, después de la cena que recrea y enamora, se rezaba el rosario en el comedor, con la puerta del jardín abierta si el tiempo era bueno. Durante este acto piadoso, Morton salía fuera, pero permanecía sentado en el jardín con la cabeza descubierta.
Tras la cena venía un poco de grata tertulia, y luego cada cual iba a su cuarto. Gloria subía la última. Poco después, todo era silencio. Envuelta en sombras de sosiego, la casa dormía, tranquila y callada como el justo.
Pero en la habitación de la esquina velaba el pensamiento y seguían abiertos, fijos en la oscuridad, los ojos de Gloria. El ruido de una cercana fuente, el canto de los sapos y a veces el silbo amoroso del viento, formaban en torno al cerebro de la joven despierta un ritmo extraño que favorecía la actividad de su imaginación. De su brazo derecho hacía una aureola, dentro de la cual metía la cabeza, escondiendo el rostro como lo esconde el pájaro bajo el ala; y sola allí, sin más testigo que Dios, abría de par en par las puertas de su corazón para que a borbotones saliese la llama que en él ardía; soltaba los diques al pensamiento para que sin detenerse corriese fuera. Así pasaba largas horas de la noche, primero inmóvil, inquieta después a causa del febril insomnio, hasta que la vencía el sueño ya cercano el amanecer y sobre el lecho tranquilo flotaba su respiración.
Una de aquellas noches, cuando mató la luz y se escondió entre sus alas, hablaba de este modo:
−Hoy me dijo: «Yo he nacido con mala estrella, Gloria, y preveo desgracias. El corazón me anuncia que no llegaremos al complemento de nuestro destino. ¿Tienes tu confianza?...». Yo le respondí: «Confío en Dios...». Y él dijo tristemente: «Muchas veces se le llama y no responde, y otras muchas permite que los conflictos del corazón sean resueltos por las maldades de los hombres...». ¿Qué quiso decir? ¡Dios mío, yo dudo, soy feliz y estoy llena de zozobras, espero y temo! No ceso de pensar en las florecillas de los prados, tan bonitas y tan felices, pero que, según me parece a mí, han de estar siempre medrosas y temblando, no sea que las pise la planta del buey que ven acercarse... Yo tiemblo, yo veo llegar el pesado pie del buey...
»Hoy, cuando salió a pasear a caballo, ¡tardaba tanto!..., yo creí que no volvería más, y una nube negra se asentó sobre mi corazón, oprimiéndolo. Cuando le vi aparecer, cuando sentí las herraduras del animal sobre las piedras del patio viejo, me parece que todo se iluminaba. Yo no sé lo que es esto. ¡Qué cosa tan extraña! Recuerdo que cuando he tenido días de estar muy triste, por ejemplo, cuando murieron mis hermanitos, todo se revestía de mi pena. Los árboles y las casas y el cielo, Francisca, mi padre, mi cuarto, mi vestido, el jardín, la escalera, la vajilla del comedor, la jaula del pájaro, las magnolias, el camino, los palos del telégrafo, el reloj de la Abadía, las nubes, los barcos, Germán, Caifás, el cura, mi dedal, la estera, los prados, las teclas del piano, todo, todo estaba vestido de mi tristeza. Ahora todo está vestido de él.
»Hace diez días me dijo lo que ya presagiaba mi corazón... Hace seis que me exigió una respuesta. Bien claro debía conocer, al dirigirme la palabra, que el alma se me estaba saliendo por los ojos. Muchos días hemos estado diciendo discreteos que en mí eran verdaderas simplezas. Al fin no he podido disimular más, y las palabras, lo mismo que entra la luz por una puerta cuando la abren, se me han arrojado fuera de la boca, y le he dicho que le quiero con toda mi vida. No me avergüenzo de ello, y mi conciencia sigue tranquila. Dios está conmigo, lo siento, lo conozco. Veo la mano inmensa que traza en mi interior la cruz, bendiciéndome.
«Gloria», me ha dicho, «maldito sea yo, malditos mi padre y mi madre, si no te adoro. Mi corazón te adivinaba hace tiempo. Cuando te vi no me pareció verte sino hallarte». ¡Ay! Mi corazón le aguardaba también como al hermano que se ha ido para volver.
»Ni una sola palabra ha salido de sus labios que no sea de mi agrado. Ni un solo movimiento he visto en él que no me enamore más. Su persona es perfecta, su corazón lleno de bondades que nunca se agotan, su entendimiento como el sol que todo lo alumbra, su genio suave y dulce que jamás ofende, sus palabras delicadas. Me adora y le adoro... Pues bien, yo pregunto al cielo y a la tierra, a los hombres y a Dios: ¿por qué este hombre no ha de ser mi marido? ¿Por qué no ha de estar unido a mí, siendo los dos uno solo en la vida usual, como somos uno en la del espíritu, y lo seremos siempre, sin que nada ni nadie lo pueda impedir?... ¿A ver, por qué? Respóndanme, ¿por qué?
Como nadie le respondía, Gloria se daba a sí misma la contestación diciendo, cual si no estuviera sola: «Mi esposo serás».
Pero otra noche se expresaba el tono distinto diciendo:
−Aquello que sólo existe para el bien, aquello que viene de Dios, aquello que es la necesidad primera y la luz toda del alma, la religión, es hoy para mí fuente de amargura. Entre los dos cae el filo de una espada terrible. Nadie puede resolver esto, nadie puede hacer polvo esta muralla que se nos pone en medio, y en la cual se hieren desgarrados nuestros brazos cuando queremos juntarnos para siempre.
»Conozco a mi padre. Es una roca. Malditos sean Martín Lutero, la Reforma, Felipe II, Guillermo de Orange, el Elector de no sé dónde, la paz de Westfalia, la revolución de no sé cuántos, el Syllabus, todo eso de que ha hablado mi padre esta noche... He aquí que ataja nuestros pasos y corta el hilo de vida que nos une, no Dios, autor de los corazones, de la virtud y el amor, sino los hombres que con sus disputas, sus rencores, sus envidias, sus ambiciones han dividido las creencias, destruyendo la obra de Jesús, que a todos quiso reunirlos. No sé cómo hay alma honrada que lea un libro de historia, laguna de pestilencia llena de fango, sangre, lágrimas. Quisiera que todo se olvidase, que todos esos libros de caballerías fuesen arrojados al fuego, para que lo pasado no gobernara lo presente, y murieran para siempre diferencias de forma y de palabras.
»Yo pregunto: ¿No es él bueno, no practica la ley de Dios? ¿Le querría yo si así no fuera? ¿No tiene un alma privilegiada? ¿Qué le diferencia de mí? Nada, un nombre vano, una palabrota, inventada por los malvados, para encubrir sus rencores. ¡Ay! Los que se aman son de una misma religión. Los que se aman no pueden tener religión distinta, y si la tienen, su amor los bautiza en un mismo Jordán. Quédense las sectas distintas para los que se aborrecen. Mirándolo bien, veo dos religiones, la de los buenos y la de los malos. ¡Concebir yo que Daniel no está con Jesús, yo que Daniel no es de la religión de los buenos... eso no puede ser!
»Pero si digo esto mañana a la luz del día se reirán de mí. ¡Oh Dios poderoso, yo lo veo tan claro como la luz, como tu existencia, como la mía, y no puedo decirlo sin pasar por tonta a los ojos de tanto sabio!
Y cuando esto pensaba, aquella voz secreta de su alma que otras veces le daba consejos de orgullo, decíale ahora: −«Levántate, no temas. Tu entendimiento es grande y poderoso. Abandona esa sumisión embrutecedora, abandona la pusilanimidad que te ha oprimido, y haz cara a las preocupaciones, a los errores, a las ideas falsas donde quiera que se hallen. Tú puedes mucho. Eres grande: no te empeñes en ser chica. Tú puedes volar hasta los astros; no te arrastres por la tierra».
Gloria oyendo esto decía:
−Sí, sí. Yo sé más que mi padre, yo sé más que mi tío. Les oigo hablar, hablar mucho con el sabio lenguaje de los libros, y en mis adentros digo: «Con una frase sola echaría abajo toda esa balumba de palabras.» Ellos son buenos, están llenos de rectitud; pero no sienten el amor, que es el que ata y desata. Se fijan en la superficie; pero no ven el fondo. Yo, iluminada, lo veo y lo toco. No puedo equivocarme, porque una luz divina me acompaña, porque amo, porque las sombras que a ellos les oscurecen la vista caen delante de mí. ¡Ay si me atreviera!... Yo he sido hipócrita; yo me dejé cortar las alas y cuando me han vuelto a crecer, he hecho como si no las tuviera... He afectado someter mi pensamiento al pensamiento ajeno, y reducir mi alma, encerrándola dentro de una esfera mezquina. Pero no: ¡el cielo no es del tamaño del vidrio con que se mira! Es muy grande. Yo saldré fuera de este capullo en que estoy metida, porque ha sonado la hora de que salga, y Dios me dice: «Sal, porque yo te hice para tener luz propia como el sol y no para reflejar la ajena como un charco de agua».
Gloria vertía lágrimas ardientes, su cerebro relampagueaba, y en sus sienes vibraban las arterias como los bordones de un arpa heridos por vigoroso dedo. Todo en ella gritaba:
−¡Rebélate, rebélate!... ¡Ay de ti si no te rebelas!
Y no pudiendo permanecer en molesta quietud, arrojose del lecho, para ir tentando en el vacío y adivinando con su febril mano los objetos, envueltos en profunda oscuridad.
−¿Dónde estás, Señor y Dios mío? −dijo.
Al fin puso la mano sobre el Cristo de marfil que presidía en su cuarto.
−Señor −exclamó−. ¿Es posible que consientas esto? ¿Para esto valía la pena de que expiraras en esta afrentosa cruz? ¿Se ha cumplido tu ley?
Después inclinó la cabeza sobre el pecho, exhalando un gemido, y puesta la mano ante los ojos lloró al sentir la amargura del cáliz. No tenía más que dos caminos: resignarse o rebelarse.
Las primeras luces de la mañana, entrando por las rendijas que en las maderas de la ventana había, resbalaron sobre el hermoso cuerpo medio vestido de la enamorada doncella. A un tiempo mismo afectáronla el frío y el pudor, y se acostó temblando. Durmiose al fin.
XXVII
Se va
Una mañana, don Juan de Lantigua dijo a su hermano:
−Veintiséis días hace que el extranjero está en nuestra casa. Ya oíste lo que dijo anoche.
−Sí; aunque nos tiene buena amistad, su delicadeza le ha impulsado a pedirnos la venia para marcharse. Bien se le conoce que no tiene ganas; pero no quiere abusar de nuestra hospitalidad.
−Aunque le dije anoche que se quedara algunos días más, no pienso instarle mucho. Conviene que se marche. ¿Qué te parece?
−Me parece bien.
−¿Y qué tal? −dijo don Juan con cierta ironía−. ¿Estás satisfecho de tu conquista? Estos protestantes, querido hermano, mientras más discretos son, más apegados viven a su herejía. Hay que dejarles.
−No creo lo mismo −objetó Su Ilustrísima−. Debe intentarse atraer al rebaño la oveja extraviada; llamarla, correr tras ella. Si a pesar de eso no quiere venir...
−Ya ves cómo tus esfuerzos no han tenido éxito.
−¿Qué sabes tú? Yo no pierdo la esperanza. Yo he hablado, él me ha oído. Derramé la palabra divina. ¿Puedes tú asegurar que no fructifique algún día?
Don Juan movió la cabeza indicando duda.
−Por de pronto −dijo−, bueno es que se marche. No es nada conveniente que ese hombre esté más tiempo en mi casa. Nos privamos de una excelente compañía; pero es preciso que salga de aquí. No carece de atractivos superficiales. Hay en todo él cierto brillo que fascina y encanta. Tengo una hija bastante impresionable...
−¿Pero qué, temes que Gloria?...
−No, no temo nada... ¿Cómo puedo imaginar que mi hija?... Hay aquí un abismo insuperable, la religión, y ante ese obstáculo creo que, no ya el buen juicio, sino la fantasía misma y la sensibilidad de una muchacha educada en el catolicismo deben detenerse. No puede ser de otro modo... Pero con todo, aunque es grande mi confianza en ella, bueno es alejar hasta la más remota probabilidad.
−Me parece que has hablado cuerdamente −dijo don Ángel−. Por mi parte nunca sospeché que pudiera suceder lo que tú temes. No concibo que existiendo el obstáculo religioso pudiera nacer el amor en una mujer de verdadera piedad.
−Querido Ángel, no debe olvidarse que el amor es puramente humano.
−Y la religión divina, sí; pero...
Don Ángel se confundía.
−Nada que sea humano es imposible −afirmó don Juan−. Por consiguiente, alejemos las ocasiones.
−Dices bien; nada se pierde en ello.
Después de este breve coloquio, don Juan se dio la encerrona de costumbre, calentándose la cabeza con lecturas y el continuo escribir. Por la tarde dijo a su niña:
−Ya sabes que se va el señor Morton. Acaba de entregarme una cantidad considerable para los pobres de Ficóbriga. Entre tú, Ángel y yo la repartiremos.
Gloria no respondió nada; mas a pesar de sus esfuerzos para aparecer serena, don Juan creyó ver alguna nube en aquel puro cielo del espíritu de su hija.
−¿Qué tienes? −le preguntó sorprendido y receloso.
−Nada −respondió−. Pensaba que no habrá pobres para tanto dinero.
−¡Oh! Sí habrá. Ve buscando. También ha dado para las pobres monjas de ***. Ya se ve. El dinero es para este hombre, como para nosotros la arena de la playa.
−Pero no es él como el rico avariento.
−Eso no lo sabemos.
−¿Cree usted que no se salvará?
−Pregúntaselo a tu tío −dijo don Juan riendo, a punto que don Ángel entraba en el despacho−. Oye, Ángel, el problema que plantea mi niña. Me pregunta si Morton podrá salvarse. ¿Cuál es su religión? Se me figura que no tiene ninguna.
−¡Salvarse, salvarse!... −indicó el obispo frunciendo el ceño−. Ni siquiera sabemos a punto fijo cuáles son sus creencias. ¡Salvarse! ¿Piensas que esa cuestión puede resolverse con una palabra? Según y conforme se encuentre su alma. ¡Quién sabe las vicisitudes de esta en el momento de la muerte!... Pero aquí sale el señor Morton, dispuesto a abandonarnos.
Morton se inclinó respetuosamente para besar el anillo a Su Ilustrísima. Después dio la mano a don Juan y a Gloria. Estaba ligeramente conmovido, lo que a los dos hermanos no causó extrañeza, pues ellos no veían con indiferencia la partida del náufrago. El caballo le aguardaba en la plazoleta. Dos horas antes había mandado todo su equipaje con Gasparuco.
−¿Vendrá usted por estos barrios alguna vez?... ─le dijo Lantigua apretándole de nuevo la mano.
−Sí señor. No pienso partir para Inglaterra hasta el mes que viene.
−Tendremos mucho gusto en verle −dijo don Ángel con dulzura−. ¡Cuanto siento no ver en usted más que un amigo!
−Yo veo en usted algo más −repuso Morton con cariño−, veo un buen consejero, un admirable pastor de almas y una hermosa imagen de Dios.
−Mal pastor he sido con usted −manifestó el obispo con sentimiento−. Al ver que tan valiosa res se me escapa, debería romper mi cayado y decir: «Señor, mi inteligencia es limitada y no sirve para acrecentar tus dominios».
−El límite de los dominios de Él, ¿quién lo sabe? −dijo Morton.
−Es verdad, es mucha verdad. Por eso yo espero... yo espero siempre... ¿por qué no decirlo claramente? −repuso don Ángel con enfado de sí mismo−. Yo espero que algún día será usted católico.
−Dios quiera que sea siempre bueno −replicó Daniel bajando los ojos.
Despidiose otra vez, no olvidando al doctor Sedeño, y partió a caballo.
XXVIII
Vuelve
Al oeste de Ficóbriga hay un pinar solitario y abandonado, vecino a la mar, expuesto a todos los vientos, en tal disposición que siempre, por leves que estos sean, suenan con murmurante música las ramas. Espesísimo en el centro, se clarea en sus extremos formando anchas calles, y algunos pinos se separan del grupo, corriendo hacia el arenal o hacia la montaña, cual si hubieran reñido con sus compañeros. Corre por medio una cerca de rústica arquitectura, donde piedras y yerbas se confunden formando al parecer una sola familia. Al pie de los pinos crecen mil encantadoras florecillas azules de rara especie que no son conocidas en los jardines, y parece que brillan entre los helechos como pedacitos de cielo que las tempestades arrancan de la gran bóveda del mundo, esparciéndolos por la tierra. La naturaleza está allí sola, atenta a sí misma, regocijándose en su paz nemorosa, y los caminantes creen oír una vibración de aquella música callada de que habló el poeta, y que en tal sitio les dice: «No me turbéis».
Una tarde de julio, la alfombra de helechos fue hollada por un caballo y Daniel Morton que lo montaba echó pie a tierra junto a la cerca. No tenía que esperar, porque a dos pasos de allí, fiel y puntual como las horas, estaba la señorita de Lantigua. Toda la hermosura de la tarde templada y serena se había concentrado en su persona, según la veían los ojos del cariñoso amante, y ella era el cielo azul, la mar profunda y llena de armonías patéticas, el suelo fresco y salpicado de sonrisas, la dulce umbría del bosque con su balsámico ambiente, la luz que a trechos entraba por los claros, semejantes a las ventanas de una catedral.
Gloria miró a todos lados.
−No hay nadie −murmuró Morton.
−Siempre me parece que alguien nos ve −dijo ella−. Anteayer cuando volvía encontré a Teresita la Monja, la mujer de don Juan Amarillo.
El insecto que aleteaba sobre las flores, la araña que se descolgaba por una cuerda casi ideal, una vela en el horizonte, un escollo, que con el movimiento del agua se tapaba y se descubría como el que acecha, asomando a intervalos la cabeza... estos eran los únicos testigos.
−No hay nadie −repitió Morton.
−Pero algún día habrá alguien −dijo la señorita de Lantigua con tristeza−, y seremos expulsados de aquí como lo fuimos de mi casa, y no habrá playa ni bosque que nos ampare. En las siete veces que hemos venido aquí hemos tenido suerte; pero ¿sucederá otra vez lo mismo? Todo está lleno de ojos suspicaces que miran, Daniel.
−¿Por qué siendo buenos los dos, vivimos como criminales? No hemos faltado a la ley de Dios, y sin embargo huimos, como el incendiario que ha pegado fuego al techo del rico. ¿Por qué es esto?
−Eso pregunto yo: ¿por qué?, Dios mío, ¿es posible que Tú hagas esto?
−Él no lo hace −dijo Daniel con melancolía−. Estamos tocando la obra de estas sociedades perfeccionadas, que juzgándose dueñas de la verdad absoluta, conservan las leyes de casta como en tiempo de los filisteos.
−Yo he pensado anoche que lo que los hombres han hecho los hombres pueden deshacerlo −repuso Gloria, regocijándose en contemplar el semblante de Morton, cuya hermosa mirada parecía descender de lo alto de la cruz−. No es tan difícil. Estudiemos un medio... ¡Pero es particular que siempre, por más que nos propongamos lo contrario, hemos de hablar de cosas tristes!
−¿No ves que hablamos de religión? Y la religión es hermosa cuando une; horrible y cruel cuando separa.
Morton acercó su rostro, fijando la vista en los ojos de la señorita de Lantigua.
−¿Qué miras? −preguntó esta retrocediendo un poco.
−En tus pupilas negras −dijo Daniel riendo−, estoy viendo el mar y el cielo. Es admirable lo bien que se reproduce en esa pequeña convexidad todo el paisaje. Cuando pestañeas se borra y luego vuelve a aparecer.
−No atiendas a tonterías y piensa en lo que te he dicho −replicó Gloria−. Mira, tienes una cosa en la barba.
−¿Qué?... ¿Aquí? −repuso Morton echando mano a la barba.
−No, más hacia la boca... Es un gusanito muy chico que ha caído de las ramas de un pino.
−¿Aquí?
−No tanto... Más hacia la boca. Aquí.
Diciéndolo, arrancó Gloria con los dedos de la barba de su amado el extraño objeto y lo tiró lo más lejos que pudo. Como se caza una mariposa al vuelo, Daniel le cazó la mano y se la besó con afán diciendo:
−Gloria, ¿de qué quieres que hablemos? Si nada podemos decir que no sea triste como los pensamientos del condenado a muerte...
−Nosotros también somos condenados a muerte −dijo la señorita retirando su mano−. Y lo que es peor, condenados inocentes...
−Como del presidio los presidiarios −dijo el hamburgués−, nosotros sacamos de nuestras cunas una marca en la frente. Nadie en el mundo nos la puede quitar.
−¿Nadie? No tanto −observó Gloria−. Pidamos fuerza a Dios y Él nos abrirá camino.
−Pero se necesita valor, un valor muy grande, vida mía.
−¡Un valor muy grande! Por Dios −exclamó la doncella con pena−, no aumentes las dificultades en vez de allanarlas. Si eres valiente lo seré yo también.
−¿Por qué me respondes así?... Querido amor mío, cuando llegan los conflictos supremos, los grandes sacrificios están cerca.
−Sí, es preciso hacer un gran sacrificio, Daniel; pero ese sacrificio lo debe hacer uno de los dos. ¿A cuál le tocará, a ti o a mí?
Morton cayendo en profunda tristeza, fijó los ojos en el suelo.
−A los dos, querida mía.
−¿Los dos? −repitió Gloria algo confusa−. No te entiendo entonces. La cuestión es muy sencilla. Daniel: no la compliques. Somos dos..., nos queremos; pero, ¡ay!, si nuestras almas adoran a Dios, vivimos cada cual en Iglesia distinta. Aquí sobra una religión, hijo.
−Es verdad, sobra una religión, y es preciso eliminarla −afirmó Daniel sombríamente.
−Es preciso pagar ese tributo a la sociedad. ¿Tú qué piensas de esto?
−Que la sociedad es terriblemente feroz y con mucha dificultad se aplaca.
−Eso quiere decir −manifestó Gloria con enojo− que no hay solución posible. Yo abro las puertas y tú las cierras.
Morton suspiró, mirando al cielo, señal evidente de que no veía puertas abiertas ni cerradas en ninguna parte.
−¿Por qué suspiras así? ¿Qué tienes? −preguntó la joven con el impaciente desasosiego de un alma alborotada.
−Nada... pensaba en mi desgracia, que es más grande, infinitamente más grande que la tuya.
−No..., no −dijo la de Lantigua, rompiendo a llorar−. Me voy convenciendo de una cosa, de una cosa muy triste... ¡Ah! Daniel, tú no me quieres a mí como yo a ti.
−Gloria, vida mía, Gloria, por Dios −exclamó el extranjero besando las manos de su amiga−, no me mates con tus quejas... Si supieras cuánto padezco, yo que he estado a punto de abandonarlo todo, nombre, familia, el amor de mis ancianos padres, de perderlo todo por ti... yo que aun en este momento vacilo y tiemblo, igualmente aterrado por la idea de poseerte y por lo terrible del sacrificio que quieres imponerme. Claramente lo has dicho: es preciso quitar de en medio una de las dos religiones.
−Sí.
−Y como si echáramos suerte, le toca a la mía, ¿no es eso lo que piensas?
−Tú eres hombre. El hombre debe sacrificarse por la mujer.
−En este asunto, la sentencia debe caer sobre el que tenga creencias menos firmes. ¿Cuáles son las tuyas?
−Creo en Dios uno, Señor del cielo y de la tierra −exclamó Gloria con la mano puesta en el pecho, y elevando al cielo los ojos llenos de lágrimas y de la luz divina−; creo en Jesucristo, que murió en la cruz para redimir al género humano, creo en el perdón de los pecados y en la resurrección de la carne, en la vida perdurable... Te
desafío a que seas tan explícito como yo. Nunca me has dicho de un modo claro cuáles son tus creencias.
−Gloria, tu fe es tibia en muchas cosas ordenadas por la Iglesia... Me lo has confesado.
−Es firme y ardiente en lo principal.
−Todo es principal. Pregúntalo a tu tío.
−No tengo necesidad de declararme contraria a ciertas cosas.
−Entonces no eres buena católica. Es preciso creerlo todo absolutamente. Ya ves que...
−¿Que he de ver?
−Que yo soy más religioso que tú, porque creo todo, absolutamente todo lo que mi religión me enseña.
−Eso quiere decir −afirmó Gloria ahogada por la pena−, que el sacrificio debo hacerlo yo.
Daniel no contestaba.
−Esto quiere decir −manifestó al fin−, que moriremos, Gloria, que moriremos, y que Dios hará con nosotros en el otro mundo lo que es imposible alcanzar en este, porque este mundo, amiga de mi corazón, no es para nosotros.
Gloria se levantó y, con la inspiración sublime de quien pone el pie en la puerta que conduce al martirio, exclamó:
−¡Adiós!
Morton, asiéndole las puntas de los dedos de ambas manos, tiró de ella. Gloria cayó de nuevo en su asiento de piedra.
−No hará el sacrificio uno de los dos, sino los dos a un tiempo −afirmó Daniel.
−Jesucristo, que murió en la cruz −dijo ella−, Jesucristo, a quien adoro, me ha enseñado el modo de hacerlos yo sola, si es preciso; pero si me da fuerzas para aceptar el de la vida, no me las da para aceptar el cáliz de un escandaloso cambio de religión por casarme a disgusto de mi familia. ¡Oh, Dios mío, dichosas las tierras donde la religión está en las conciencias y no en los labios, donde la religión no es una impía ley de razas! Andamos por aquí como las reses marcadas con hierro en su carne.
Concluyendo su ardiente protesta, la señorita de Lantigua se levantó de nuevo, repitiendo:
−Adiós, adiós para siempre.
−Has pronunciado la palabra terrible −dijo Morton con amargura−; la palabra que ha venido a ser nuestra única solución. ¡Adiós! No hay otra fórmula, Gloria. Yo sentía en mi alma esta palabra; pero no podía ni debía decirla. Tú la has dicho.
−Porque tú acabas de arrancarme toda esperanza.
−Porque no hallo solución alguna a nuestro conflicto, porque es imposible, porque no hay remedio, porque no puede ser de otra manera.
−Sea, pues −dijo Gloria, cayendo en triste abatimiento.
−Dios lo quiere así.
−Nos separaremos para siempre.
−Mañana.
−No, hoy mismo, ahora mismo −afirmó la señorita con viveza.
−¡Oh, grandeza del sacrificio! No, no es tanto lo que yo pedía −manifestó Morton con energía−. Noble y hermosa es tu alma, Gloria. Si como dices, nos separamos para siempre, déjame que te vea algún tiempo más. Piensa en mi soledad, que va a ser como la de los mares, siempre revueltos en sí mismos, y en su lejana inmensidad, sin testigo. Gloria, vida mía, sol de mi vida: óyeme, no me dejes así. Si cuando desaparezcas de mis ojos quedo con recelo de haberte ofendido, padeceré mucho...
Gloria se levantó.
−Todavía no, aguarda −dijo él deteniéndola−. Grande es mi fe en quien hizo los cielos y la tierra, en quien a ti te hizo. Poniéndole por testigo, juro que te adoro, que de mi boca no salió expresión que no fuese verdad, que te adoro, y que jamás, mientras respire, ningún otro amor más que el tuyo entrará en mi pecho, ni en mi memoria otro recuerdo que el recuerdo de ti.
La infeliz joven sentía temblar las manos de Morton que le oprimía sus manos, y en su rostro sentía el aliento de él y la reverberación de sus ardientes miradas. La doncella se agitó gimiendo, como la espiga devorada por la llama. Su corazón se deshacía.
−Gloria −añadió él con el acento de quien llama al que no ha de responder−; Gloria, yo arrastraré toda mi vida un remordimiento muy pesado, si no te confieso ahora que soy un malvado, porque no debí amarte y te amé, porque no debí mirarte y te miré. Tus ojos, tu gracia, tu hermosura, tu bondad y tu alma toda me cautivaron... Olvidándome de las leyes terribles que nos separan, me acerqué a ti. Reconozco que mi deber entonces era huir, huir antes de que el mal fuese irremediable; pero fui débil, conocí que me amabas, y tu espíritu encadenó al mío. Se necesita ser Dios para no caer en este lazo. Ya viste mi conducta. En vez de abandonar a tiempo tu casa, quedeme en ella. Después creí que un favor especial del cielo allanaría los obstáculos; pero ha pasado el tiempo, y los obstáculos subsisten más terribles, más imponentes cada día. Ha llegado la hora del envilecimiento o de la retirada, y tú me das el ejemplo. Tú eres grande; sabes hacer lo que yo, miserable, no supe. ¡Maldito sea yo, que vi la felicidad y no la pude poseer! Te devuelvo a tu casa, a tu religión, y te devuelvo pura, inmaculada... Por Dios, ¿no ves, no ves clara y patente la honradez de mi alma?
−Sí −respondió ella entre angustiosos sollozos.
−¿Conservas alguna sombra de recelo con respecto a mí?
−No.
−¿Me creerías digno de ti, si una fatalidad de nacimiento no lo impidiera?
−Sí.
−Pues ahora −dijo resueltamente el extranjero levantándose−, separémonos.
−Para siempre –añadió Gloria levantándose también.
Pálida y grandiosa en su dolor, semejaba el ángel de la muerte cuando viene a llevarse un alma. Daniel la abrazó. La señorita de Lantigua ocultó la frente en el pecho de su amigo, regándolo con lágrimas breve rato.
−Dame un recuerdo tuyo −dijo Morton.
−La memoria fiel no necesita recuerdos materiales.
−Es verdad: yo no los necesitaré; pero si te vas, no te vayas toda. Dame aunque sea un cabello.
Gloria se llevó la mano a la cabeza y separó de ella una mata de pelo.
Sonriendo en medio de su pena, con esas terribles palpitaciones o vagidos humorísticos que tiene el dolor, dijo:
−No hay tijeras.
−No importa −dijo Morton−. Lo cortaré yo...
Y con los dientes, en medio minuto, cortó el pelo.
−Es casi de noche.
−Para mí ya todo es noche −murmuró el extranjero.
Se separaron algunos pasos; pero volvieron a juntarse. Eran como la playa y la ola que siempre parece que huyen la una de la otra, y siempre se están abrazando. Por fin, cuando la noche avanzó más, por los cerros lejanos, tierra adentro, se veía un jinete que marchaba despacio, inclinada la cabeza sobre el pecho. Su figura negra no era favorable
a la armonía del risueño paisaje: diríase que después que él pasaba todo volvía a estar alegre.
Hacia Ficóbriga caminaba Gloria arrastrando la pesadumbre de su dolor, como el imitador de Cristo a quien este ha dicho: «Toma tu cruz y sígueme». Todo en derredor suyo respiraba paz y el dulce reposo de los campos. Volvían los bueyes de las praderas y del trabajo, lentos, paso a paso, cabeceando con sus pesadas testas y sus nobles semblantes llenos de gravedad. Las mujeres de la aldea iban en opuesto sentido, llevando sobre la cabeza largos panes de más de media vara, y los pescadores ponían a secar sobre el altozano de la Abadía las húmedas redes, en cuyas mallas resplandecían aún como limaduras de plata las escamas de las sardinas.
Todo esto lo vio Gloria, y todo se vestía de aquel fúnebre luto de su alma.
XXIX
Se fue
Al día siguiente muy de mañana, las persianas del cuarto de Gloria se abrieron de par en par, y la luz penetró a punto que ella se asomaba. La doncella esparció su vista por el campo y la villa, y deteniéndola en los árboles del cementerio, pensó así:
−Ahora, hermanitos míos, vosotros sois mis únicos amores.
No lejos de la ventana, corría el camino real y por él los hilos del telégrafo, que plantaba a lo largo sus escuetos postes a distancias iguales que parecían pasos. En los alambres venían a posarse todas las mañanas algunos pájaros, que habían encontrado muy bueno aquel casi invisible punto de descanso en medio de los aires, y después allí contemplaban la casa y la ventana abierta, donde aparecía temprano la señorita de Lantigua para saludar el día y bendecir a Dios.
Esta no creía que aquellos graciosos seres fueran las almas de sus hermanos acompañadas de las de otros niños, porque no podía creer tal cosa; pero en su mente se asociaba tal espectáculo con el recuerdo de las dos personitas a quienes Caifás había llevado al cementerio en azules cajas. Ello es que uno y otro día miraba con amor a los pájaros del alambre, sintiendo no verlos cuando los alejaba la lluvia. A tan rara ilusión contribuía la circunstancia de haber sobre el cementerio de Ficóbriga una gran arboleda, que era el cuartel general de aquellos vagabundos. Gloria les veía salir de allí en bandadas y volver a la caída de la tarde, haciendo gran ruido, hasta que vencidos del sueño callaban dentro del espeso ramaje, y el cementerio se quedaba sin música.
Pero aquella mañana la señorita proyectaba su tristeza a todo lo creado. Si pudiera existir luz negra, ella sería el sol de ella. El contrasentido de las palabras no está en las ideas, porque el mundo parecíale alumbrado con el negror de su alma. En vez de sonreír ante las avecillas que en el alambre la esperaban como siempre, creyó ver la figura de sus dos hermanos muertos, que se le acercaron tal como estaban en las cajas azules el día del entierro, amarillos como cera los rostros, tan frescas aún las flores de sus coronas como secas las de sus mejillas, cubiertos de blancas vestiduras rizadas y encintadas; pero venían con los ojos abiertos dando la mano el mayor al más pequeño y moviendo los piececillos por el aire. Señalando la tierra le decían: «Sólo aquí se está bien».
Mirando luego a la torre de la iglesia experimentó viva sensación de miedo y antipatía. La torre era una idea, y el espíritu de la joven chocó, rebotando con dolor, en aquella idea, como el ave ciega que tropieza en un muro. De pronto una voz gritó desde el jardín:
−Niña, ¿no bajas? Te espero hace un rato para ir a la iglesia.
Era don Ángel, que salía para decir su misa en la Abadía. Gloria le acompañaba siempre con gozo; mas en aquel día sintió frío en el corazón y un extraño ímpetu rebelde. Uniose, sin embargo, con sumisión y cariño al bendito prelado; mas al entrar en el templo renovose en su alma el terror, porque aquellas piedras bárbaramente blanqueadas no la dejaban respirar, oprimiéndola con su peso.
Cuando don Ángel salió al altar, Gloria evocó todas las fuerzas de su alma, su piedad y su fe, y no en vano, porque siendo don Ángel un santo, la impiedad no era posible en su presencia. La turbada doncella luchaba con las dolorosas repugnancias que surgían en su espíritu, débiles aún, pero que crecían enroscándose, como las culebras al salir del nido, y cuando vio que los dedos del anciano alzaban la hostia, en su pecho se elevó una manera de ola que fue creciendo, creciendo hasta caer como catarata, y entonces Gloria se deshizo en lágrimas y dijo:
−Señor, Señor, yo también sabré padecer y morir.
Don Juan de Lantigua, que observaba bien cuando quería observar y por aquellos días había dado un poco de la mano a sus tareas literarias, notó alguna novedad en su hija. Meditó en ello y, como la sospecha es hermana de la cavilación, diose a formar juicios más o menos aventurados, pero sin pensar nada contrario a la honestidad de la joven, porque esto, dicho sea en honor de ambos, no le cabía en la cabeza. Sus sospechas y recelo versaban sobre otro orden de cosas.
−Gloria −decía don Juan a su hermano una mañana en el cuarto de este−, no está tranquila. Algo pasa en su espíritu. He sorprendido en ella frases y reticencias que indican gran trastorno en sus ideas religiosas. Su imaginación es fuerte, y su entendimiento, inclinado a remontarse sin guía, puede caer en grandes errores. Además temo mucho a su sensibilidad.
Gloria entró.
−Hija mía −dijo su padre−. Otros años has recibido a Dios el día de Santiago. ¿Hace mucho que no cumples el precepto?
−Desde Pascua −repuso ella palideciendo.
−¡Oh!, es mucho, mucho tiempo −dijo Su Ilustrísima con bondad, dejando caer ambas manos sobre los brazos del sillón en que estaba sentado.
−¿Por que no confiesas hoy o mañana −manifestó don Juan afectando indiferencia−, para que puedas comulgar el día de Santiago? Mira: se me ocurre que yo debo hacer lo mismo, y esta tarde confesaré. Juntos recibiremos a Su Divina Majestad.
−Mi confesor, el padre Poquito, no está ahora en Ficóbriga −dijo Gloria.
−¿Eso qué importa, tonta? Antes confesabas con tu tío.
−Sí, cuando era niña.
−¿Y ahora por qué no?
−Ven acá, mansa ovejuela −dijo don Ángel sonriendo−. ¿Tienes vergüenza? Ya se ve... con esos pecadazos tan tremendos...
−Pues me retiro −dijo don Juan, a tiempo que su hermano extendía amorosamente el brazo derecho para agasajar con paternal cariño a la penitente.
Gloria no pudo decir una palabra. Desfallecía. Cayó de rodillas y don Ángel le rodeó el cuello con su brazo diciendo:
−Vamos a ver, hija mía.
Silencio: la confesión de un alma ha empezado. Ante acto tan solemne, el más hermoso que existe en religión alguna, el narrador calla. Nadie tiene derecho a inmiscuir su atención irreverente en este diálogo del alma con Dios. Cierre el lector el libro y espere.
XXX
Pecadora y hereje
Lo confesó todo, absolutamente todo; rebañó en su conciencia, sacando de ella hasta las últimas heces, y a medida que iba sacando, respiraba con más desahogo, porque verdaderamente su carga era grande.
Durante la confesión, que fue larga, un indiscreto que se acercase, habría oído suspiros y sollozos y alguna palabra suelta del buen pastor de Cristo. Cuando concluyó, don Ángel no estaba sereno. Su bondadoso rostro que, según la expresión de un entusiasta amigo suyo, era un pedazo del Paraíso, tenía cierta movilidad que no puede definirse: desconsuelo semejante al de los que presencian la desaparición instantánea de una cosa muy bella, sin poderlo evitar ni tampoco enojarse. Se quedó don Ángel como Tobías cuando vio desaparecer para siempre el ángel que le había acompañado tanto tiempo.
Después de rezar brevemente, ordenando a su sobrina que hiciese lo mismo, le dijo con voz muy triste:
−Hija mía, no puedo absolverte.
Gloria inclinó la cabeza con sumisión.
−Por ahora −añadió el prelado− procura serenarte... descansa. Salgamos un momento al jardín o a paseo y hablaremos despacio.
La pecadora corrió a tomar el sombrero y el bastón de su tío.
−Por cierto −dijo este−, que no me gusta que tu padre ignore estas cosas. Yo no le puedo decir una palabra, si no me autorizas para ello del mismo modo que si no te hubiera oído en confesión.
−Quiero que lo sepa −dijo Gloria−; yo me confieso a los dos.
−Muy bien, me parece muy bien... No te sofoques. Vamos a dar una vuelta.
Saliendo ambos de paseo hacia la Pesqueruela, el prelado se expresó así:
−Te dije que no podía absolverte. Ahora sabrás por qué. No es la causa de mi rigor que hayas amado. Eres mujer y la ley natural en esta tu edad florida despierta inclinación hacia otro ser, la cual, si es honesta y va bien dirigida por el discernimiento, puede producir beneficios, conduciendo al servicio de Dios. Bien es verdad que hallo en ese afecto tuyo demasiado ardor, y es de tal suerte, que más parece desasosiego de un alma llagada y enferma, miserablemente ansiosa, como dice San Agustín... También es muy vituperable que hayas guardado secreto. Esas entrevistas ocultas son muy impropias de una doncella pudorosa y bien educada. Lo que se esconde no puede ser bueno. Sin embargo, este pecado, con ser tan grande y tal que jamás lo creyera en ti...
A Su Ilustrísima se le turbó un poco la voz por la emoción; mas dominándose prosiguió:
−Con ser tan grande tu pecado, no es imperdonable, mayormente si estás dispuesta, como has dicho, a arrojar de ti esa insensata llama, sofocándola con una aspiración firme hacia el único soberano amor, que es el de Dios. Para que veas cuán grande es mi tolerancia, te perdono también el que hicieras objeto de tu pasión a un hombre que vive fuera de nuestra santa fe, porque en verdad debiste cerrar prontamente tu herida, negándole al alma toda comunicación y roce con el alma de un hereje. Y reconociendo yo la seducción aparente de las prendas morales de ese joven a quien estimé mucho, extraño que tú pudieras hallar verdadero encanto amoroso en quien carece de la principal y más valiosa hermosura, que es la de la fe católica... Pero me has manifestado tu firme propósito de renunciar a la inquietud tenebrosa de ese amor, lo que es verdaderamente un mérito en tu flaca edad, y esto basta para obtener mi indulgencia.
Hasta aquí vamos bien, hija mía; pero la disconformidad empieza ahora, y voy a manifestártela claramente.
Gloria atendía con toda su alma.
−Pues bien, hija mía −continuó el venerable señor−; la causa de mi enojo contigo es que, según me has confesado, han nacido en tu espíritu y lo han anublado de la misma manera que los vapores cenagosos oscurecen la claridad y limpieza del sol, ciertas ideas erróneas contrarias de todo en todo a la doctrina cristiana y a las decisiones de la Iglesia. El mal no está precisamente en que te hayas contaminado de esos errores, pues el enemigo, que vigilante acecha el estado de flaqueza para verter en la oreja del hombre la ponzoña, pudo sorprender tu alma e inficionarte de la pestilencia. A estos percances están sujetos todos los hombres, aun los más fuertes; pero viene de improviso la saludable reacción del alma, se aclara el sentido, entra poderosamente la gracia, y el error huye como los demonios arrojados del cuerpo, entre alaridos. Tú no has gozado de este beneficio de la limpieza de tu entendimiento, sino que conservas tus errores, estás encariñada con ellos, según me has dicho, los tienes enclavados en tu espíritu como el rótulo de ignominia que los judíos pusieron en la cruz, y en vez de arrancártelos y arrojarlos al fuego, los acaricias. ¿No es esto lo que me has querido decir?
−Sí, señor −repuso la penitente con respeto, pero también con seguridad.
−Pues bien, estás infestada de una pestilencia muy común en nuestros días, y que es la más peligrosa, porque tomando cierto tinte de generosidad, a muchos cautiva. Es lo que llamamos latitudinarismo. Tú dices: «Los hombres pueden encontrar el camino de la eterna salvación y conseguir la gloria eterna en el culto de cualquier religión...». Pues bien, esa proposición está condenada por el Soberano Pontífice en las encíclicas Qui pluribus y Singulari quadam, y en la alocución Ubi primum. Tú dices: «Todo hombre tiene libertad para abrazar y profesar aquella religión que, guiado por la luz de su razón, creyere verdadera...». Pues bien, esta proposición está condenada en las letras apostólicas Multiplices inter, y en la alocución Maxima quidem... ¿Qué te parece?
Su Ilustrísima se detuvo, mirando cara a cara a la señorita de Lantigua.
−Ya te explicaré con toda calma esos delicados puntos −prosiguió el prelado−. Hablaremos largo, porque no dormiré tranquilo, mientras no te saque hasta las últimas heces de ese veneno. Pero dime ahora, loquilla de mi corazón, ¿cómo pudiste dar calor en tu entendimiento a esas malditas víboras? Sin duda el hombre a quien has tenido la desdicha de amar te inculcó esos principios del latitudinarismo, desgraciadamente esparcidos por el mundo, en razón de la aparente benevolencia y generosidad que encierran.
−No ha sido él −dijo con viveza y emoción la pecadora−, quien me ha inculcado esas ideas. Daniel, sin dejar entrever a punto fijo cuáles son sus creencias, se ha mostrado siempre poco inficionado de eso que llama usted...
−Latitudinarismo, hija.
−Latitudinarismo... Pues en ese hombre las creencias parecen muy firmes y hasta intolerantes, señor. Además, siempre ha tenido la delicadeza de no decirme nada que quebrantara en mi alma la religión de mis padres. Hemos hablado de la religión como lazo social y nada más.
−Entonces, tú... Mira, estoy algo cansado, y bueno será que nos sentemos en esta piedra.
−Yo, yo sola −dijo Gloria sentándose también−, soy la culpable. Hace tiempo, desde que le conocí, dime a cavilar en estas cosas noche y día. No podía apartarlas de mi pensamiento y, según mi entender, discurría acertadamente sobre ellas. Me parecía que mis argumentos no tenían réplica, y me vanagloriaba de ellos pronunciándolos en mis diálogos oscuros conmigo misma.
−Has dicho, «desde que lo conocí»; luego él en cierto modo es responsable...
−No, no, querido tío, yo, yo sola. Si he de hablar a usted con entera lealtad, mostrándole mi alma hasta lo más hondo, aun antes de conocerle pensaba yo en estas tristes cosas, si bien no daba forma clara a mis pensamientos. El trato de Daniel parece que encendió en mi espíritu mil luces, y a su claridad empecé a ver diferentes temas de religión y de las disputas de los hombres sobre ella, así como de la grandeza y lejanos linderos del reino de Jesucristo, a quien yo veía Señor de todas las gentes, de todos los buenos, de todos los limpios de corazón.
Don Ángel frunció el ceño.
−Veo −dijo con cierta severidad−, que tu llaga crece, crece que es un primor. ¡Oh! ¡Cuándo tu padre sepa esto!..., ¡él que sobresale por sus estudios ortodoxos y la claridad con que ha sabido deslindar la verdad del error en las abominables luchas de la época presente!...
−Mi padre y usted me convencerán de seguro −dijo Gloria inclinando con humildad la frente.
−¡Te convenceremos!..., y lo dices como si fuera tarea larga... ¿De modo que te encastillas en tu error, y te cercas de la muralla de una terquedad y reincidencia más abominables que el error mismo?... Gloria, Gloria, hija mía, por Dios, vuelve en ti. Mira que no puedo absolverte si no desechas esos pensamientos, si no los arrojas con espanto de ti, como arrojarías un animal inmundo que te mordiese.
−No hay mayor tormento para mí −declaro la señorita de Lantigua−, que estar separada de usted y de mi padre por cosa tan pequeña, tan vana como es un pensamiento que a cualquier hora puede mudarse... Pero si ahora le dijese a usted: «Tío, ya he desechado el monstruo asqueroso, ya estoy limpia de errores», hablaría con la boca y no con el corazón, porque esas ideas que he dicho no se van de mi cabeza con sólo decirles vete. Están tan arraigadas, que no puedo echarlas fuera. Invoco mi fe en Jesucristo a quien adoro, y mi fe en Jesucristo no me dice nada contra ellas.
−¡Chiquilla, por Dios, por la Virgen María...!
−¿No sería peor que el error mismo, negarlo con los labios, careciendo de fuerza interior contra él?
−Eso sí. ¿Pero estás loca? ¿Has perdido acaso la gracia divina y los preciosos dones del Espíritu Santo?
−No sé, tío de mi corazón, lo que he perdido. Sólo sé que me será muy difícil convencerme de que no son verdaderas las ideas que usted desaprueba. No quiero mentir, no quiero ser hipócrita. Aquí está mi alma abierta hasta lo más recóndito, para que usted mire dentro de ella. No puedo hacer más; no puedo violentar mi conciencia.
−De modo que para ti nada vale la autoridad... Veo que marchas de herejía en herejía −exclamó don Ángel con verdadero espanto.
−Pues si estoy en error, si estoy tocada de herejía −dijo Gloria−, declaro que deseo no estarlo; que haré todo lo posible para limpiarme de ella; pero entre tanto, ¡oh buen pastor mío!, huyo de la mentira, huyo de afectar una sumisión que no tengo, huyo de confesarme creyente en ciertos puntos que no creo, porque no es capricho lo que me obliga a pensar lo que pienso, sino una fuerza poderosa, una llama tan viva como perdurable que hay en mi entendimiento.
−De modo que te rebelas... Niña, por amor de Dios, considera bien lo que dices −exclamó Su Ilustrísima lleno de tribulación.
−Tío, tío mío, si pierdo el amor de usted −dijo Gloria derramando lágrimas−, me parecerá que estoy ya condenada.
−Y lo perderás, lo perderás, lo perderás todo −dijo don Ángel cada vez más severo−. Esto no puede quedar así. ¿Me autorizas para hablar a tu padre?
−Ya he dicho que sí.
−Pues vamos a casa −dijo el prelado levantándose.
No hablaron más. Por el camino, don Ángel pensó que los ejercicios de piedad combinados con un saludable sistema de paciencia y de exhortaciones delicadas, cual convenían a la delicadísima alma de Gloria; cierta reclusión y un comercio muy frecuente con las cosas santas, curarían aquella lepra que había tocado el privilegiado espíritu de su sobrina.
Esta, andando hacia la casa, absorta, pensativa, triste, oía zumbar en su oído la funesta voz que ha tiempo, en sus desvelos y en sus meditaciones, le decía:
−Rebélate, rebélate. Tu inteligencia es superior. Levántate; alza la frente; limpia tus ojos de ese polvo que los cubre, y mira cara a cara el sol de la verdad.
XXXI
Pausa. El conflicto parece resolverse y tan solo se aplaza
Por desgracia, o por ventura suya (que esto no hemos de dilucidarlo ahora), Gloria movía con más vigor a cada hora las funestas alas de su latitudinarismo, que debían conducirla Dios sabe a qué regiones de espanto. Después de meditarlo mucho, don Ángel resolvió no revelar a su hermano la funesta pasión de Gloria. Aquello era ya cosa pasada y resuelta, y mientras más pronto se olvidase mejor. Pero al mismo tiempo juzgó prudente advertirle de los errores de su hija, porque si se les dejaba, tomarían gran crecimiento, como la mala hierba.
No es preciso decir que don Juan sintió viva pesadumbre al conocer las descarriadas pendientes por donde iba dando tumbos el despeñado pensamiento de su hija. Recordando entonces las atrevidas ideas de Gloria dos años antes, comprendió que el mal era antiguo y que sólo variaba de forma. Amargósele la vida en aquel día, y todo en él era discurrir paliativos, imaginar tratamientos morales que volviesen a su adorada niña al primitivo ser católico que antes tenía. No pudo adivinar el buen señor lo que había pasado con Morton; pero allá en el fondo de su alma rebullía una sospecha vaga. Sin creer que su hija se prendara del extranjero, consideraba que el brillo exterior de este no había dejado de influir en los desvaríos heterodoxos de la interesante joven. Por esta razón deploraba entonces más que nunca el lastimoso naufragio del Plantagenet.
Emprendieron los dos hermanos sin pérdida de tiempo un verdadero asedio de consejos y amonestaciones. Con suavidad el obispo y el seglar con enojo y rigor trataban de volverla al camino de la salvación; pero estas embestidas no produjeron resultado alguno positivo, o mejor dicho, diéronlo contrario a las bonísimas intenciones de ambos Lantiguas y al esplendor de la Iglesia. En aquel mismo día de la confesión, Gloria dio a conocer nuevas proposiciones heréticas y en su cabeza iban entrando atropelladamente demonio tras demonio. Del latitudinarismo pasó al racionalismo y a otras execrables pestilencias.
Llegó, sin embargo, un punto en que las relaciones cariñosísimas entre ella y su padre y tío empezaron a quebrantarse, y aquí la sensibilidad de la infeliz muchacha se sobrepuso a todo. Perder el amor de ellos era desgracia irreparable, y resolvió echar en olvido sus errores, ya que no podía extirparlos. Al día siguiente, cuando don Ángel la amonestaba delante de su padre, dijo:
−¡Ay! ¿Quién puede resistir a tanta autoridad ni a tanta bondad? Me declaro conquistada. Creo todo lo que la Santa Madre Iglesia me manda creer.
Sometiose, sí; pero allá en el fondo de su espíritu las proposiciones erróneas, aquello que mil veces llamó pestífero la autoridad visible, continuaban vivas en su mente, como raíz que de un año para otro guardan el germen de nueva flor. Gloria hizo lo que hacen las nueve décimas partes de los católicos, es decir, guardarse sus heterodoxias para no lastimar a los viejos. De aquí resultó que era, como la muchedumbre, creyente para los demás y latitudinaria para sí.
Don Juan de Lantigua volvió entonces con nuevo ardor a sus trabajos, y el prelado tornó lentamente a la paz de su espíritu, satisfecho en extremo de haber salvado de espantosa catástrofe la hermosísima alma de su sobrina. El amor que sentía por Gloria no disminuyó por los desvaríos de ella, antes se mezclaba de cierta compasión cariñosa. Aquel varón insigne, que todo quería resolverlo con su bondad angelical, dejábalo todo, no obstante, sin resolución; ejemplo que muy a menudo se repite en el mundo. Quiso convertir un hereje, y su santo empeño no dio fruto. Intentó también desviar el noble espíritu de Gloria de un vulgar error, y su victoria no fue más que aparente. La buena voluntad del prelado derramaba su luz; pero la herejía y el error iban sin inmutarse derechos a realizar el fin que una ley inflexible les había marcado.
Cuando los hechos toman una dirección determinada es inútil querer desviarlos de ella. Así en esta ocasión nos hallamos con que a pesar de la aparente serenidad que han tomado las cosas, la tempestad está sólo contenida, mas no aplacada, y la corriente oculta bajo el hielo saldrá fuera y marchará por donde tenía trazado su camino.
Ved de qué singular manera se anudan los sucesos, cómo los pequeños incidentes traen los grandes y de qué suerte se establece el natural y lógico encadenamiento de las cosas. El conflicto de Ficóbriga no estaba más que suspendido; había tomado un respiro para estallar con más fuerza, al modo que el colérico detiene la voz y el brazo antes de descargar el golpe. Aquella pausa enteramente ilusoria era, bien puede decirse así, como el intervalo aparente entre el relámpago y el trueno (a causa de la diversa rapidez del sonido y de la luz), siendo en realidad simultáneos.
Hemos visto ya el relámpago. Pues irremisiblemente sonará el trueno. Dijimos que los acontecimientos traían marcado su curso fatal. ¿Llamaremos a esto fatalidad o lógica? Ello es difícil de decidir. Corría, pues, la lógica sin que la bondad de los buenos ni la perversidad de los perversos pudiera detenerla.
XXXII
Los cazadores de votos
Llegó la víspera de Santiago, y no eran las nueve de la mañana cuando oyose gran vocerío en la casa de Lantigua. Echose fuera de su despacho don Juan, creyendo que había estallado un motín en su vivienda; mas se tranquilizó viendo que toda aquella algazara la hacía don Silvestre Romero.
−¡Ganamos las elecciones! ¡Ganamos las elecciones!
La vigorosa y sensual cara de emperador romano despedía fulgores de alegría y orgullo.
Juntamente con Romero venía su amigo Rafael del Horro, candidato triunfante, a quien también le rebosaba el júbilo por los ojos. No les había abrazado aún don Juan, cuando empezaron a contarle los graciosísimos lances de la lucha, que salpimentados con mil donosas ocurrencias del cura, hacían morir de risa.
−Si no fuera porque es caro, inmoral y pernicioso −decía del Horro desprendiéndose de su abrigo de viaje−, esto que llaman juego parlamentario debiera conservarse.
A poco llegó el doctor Sedeño, que venía de decir misa, y aquí fueron las congratulaciones y los plácemes. En un punto Sedeño les enteró de cuanto había eruptado la prensa periódica durante la larga ausencia de los dos amigos, y ellos hicieron un pasmoso recuento de votos y relación de varias protestas, palos, cohechos, bofetadas, etc...
Don Ángel no tardó en presentarse.
−Mucho tiempo ha estado usted ausente de sus ovejas, distraído pastor −dijo bondadosamente al cura.
−También se cuida el ganado, Ilustrísimo Señor, persiguiendo a los lobos o trabajando por confundir a esos pícaros ladrones de ovejas.
−También, también −dijo el obispo−. Si no riño... pero a nosotros no nos han hecho cazadores sino pastores. Pase por una vez... ya sé que es preciso, absolutamente preciso. En tales apreturas nos vemos los pastores que, mal de nuestro grado, hemos de coger la honda.
−Y el palo y el cuchillo y cuanto hay que coger ¡O ellos o nosotros! −vociferó don Silvestre.
−Justo es −dijo don Juan mirando a su hermano−, que tomemos las mismas armas que ellos usan contra nosotros. Si sólo se tratara de nuestras vidas, moriríamos; pero la Iglesia está en nuestras manos y no podemos abandonarla.
El abogado, el seglar, así se expresaba, con el tono de la autoridad irrecusable, mientras el sacerdote, el pastor callaba aceptando su papel de pasiva bondad. El uno tenía la idea, el otro el prestigio exterior; el uno la iniciativa, el otro las bendiciones.
Durante largo rato el despacho de don Juan fue un hervidero de planes, de noticias, de amenazas, de humildades religiosas mezcladas con mundanos ímpetus de soberbia. Al fin, don Ángel y Rafael pasaron a la sala, donde Gloria recibió a este. El distinguido joven se empeñó con cierta fatuidad en llevar la conversación al punto para él interesantísimo de su reciente triunfo; pero la excelsa joven que derramaba su resplandor en las cumbres, estaba demasiado alta para deslumbrarse con la luz de un fósforo.
Oyéndolos, don Ángel sentía en su alma profunda pena, sabedor, como era, de dos sucesos igualmente deplorables: el desaire que había hecho la pícara a las gracias y perfecciones del soldado de Cristo y su detestable afecto a un impío extranjero; pero respetando los designios de Dios, bajaba sus párpados orando para sí, y enlazaba los dedos de ambas manos, rozando una con otra la yema de los pulgares.
−Dios lo ha dispuesto así –pensaba.
Romero bajó también a saludar a la señorita de la casa.
−Una queja tengo de usted, señor cura −le dijo Gloria después que le oyó alabarse de sus recientes hazañas.
−¿Cuál, querida niña? ¿Una queja de mí?
−Que mandara usted arrojar de la sacristía al pobre Caifás. ¿No es un dolor?...
−¡Ah tunante, borracho!... Pero no debe quejarse, pues según me han dicho está hecho un potentado...
−¡Ah!, sí... −murmuró Gloria turbándose.
−Al entrar en Ficóbriga, supe que Mundideo ha pagado todas sus deudas, y desempeñado toda su ropa... Vamos, que está rico.
−Mi sobrina y yo −dijo Su Ilustrísima sonriendo−, le dimos algún socorro; pero no era para tanto. Si no se ha repetido el milagro de la multiplicación de los panes...
−Para milagros estamos −añadió el cura−. Aquí no hay tal vez sino latrocinio. ¡Oh!, es mucho pájaro aquel Caifás.
−¡Señor cura, por Dios! −exclamó Gloria indignada.
−Qué, ¿me equivoco? ¿Pues de dónde saca Caifás tanto dinero?
−Se lo habrá dado alguien.
−¡Oh, sí!..., eso dice él. ¿Pues no tiene la poca vergüenza de decir que don Daniel Morton se lo dio?
−Y será verdad.
−Yo no lo creo. Don Juan Amarillo que entiende mucho de estas cosas me ha dicho que está alarmadísimo... Ha contado su dinero; está seguro de que no le falta nada... sin embargo, no puede desechar cierto recelo...
−Sí −dijo don Juan que a la sazón entró−. En todo Ficóbriga no se habla más que de las riquezas de Caifás. Parece que me está componiendo la casa. Vamos, yo no salgo mal.
−Mi opinión −afirmó el cura−, es que no debe levantarse mano hasta averiguar lo que hay en esto. Ya el juzgado está decidido a intervenir.
−¿Por qué? ¡Es una iniquidad! −exclamó Gloria con ardor−. Esto no debe consentirse... y no lo consentiremos.
−Ya está mi hija en su elemento −dijo Lantigua−, es decir, ocupándose excesivamente y con gran furor de lo que nada le interesa.
−Me ocupo de salvar de la calumnia a un inocente.
−¿Y cómo sabes tú que es inocente? Vamos a ver... Lo mejor es no hacerte caso, y dejarte con tu tema... Conque, señores, vámonos a comer. Hoy es día de alegría.
El cura les detuvo antes de pasar al comedor, y solemnemente habló así:
−Señores, señores...
−¿Tenemos discursos? −preguntó don Juan viendo que, después del vocativo, el buen párroco alzaba el brazo derecho en la actitud más ciceroniana.
−Señores, espero que mañana todos los presentes, empezando por Su Ilustrísima el reverendo obispo de *** y acabando por nuestro insigne y valeroso diputado señor del Horro, me honrarán aceptando mi mesa y una hidalga reunión en mi finca del Soto de Briján. De esta manera sencilla y por medio de una frugal comida pienso que celebremos nuestra victoria, sin ruido, sin mundano estrépito, sin pompa, sin jactancia, como se reunían los primitivos cristianos en aquellos piadosos banquetes...
Don Juan vio que el cura iba tomando un tonillo de sermón harto enojoso en hora de grande apetito, y dijo así:
−Aceptado, aceptado. Mas por ahora vamos a lo que está más cerca. A la mesa, señores.
Bien pronto estuvieron todos reunidos en la mesa de don Juan, que era suculenta a pesar de ser vigilia por marcar el almanaque el veinticuatro de julio.
−¿Conque aceptan ustedes? −preguntó Romero.
−¡Comilonas! −dijo Su Ilustrísima−. Por mi parte doy las gracias al señor cura.
−Si Usía Ilustrísima no gusta de este festejo −dijo Romero con sumisión−, renunciamos a él.
−No, hijos míos, ¿por qué? Celébrese el banquete, que ya supongo ha de ser frugal y decoroso. Pero no asistiré: primero, porque no gusto de festines; segundo, porque celebran ustedes con él un acto político, y yo huyo de los actos políticos.
−Siento en el alma que Su Ilustrísima no nos acompañe −dijo el cura−. ¿Se trata por ventura de una orgía? El salmista ha dicho: «Banqueteen los justos». Et justi epulentur.
−Et justi epulentur et exultent in conspectu Dei −añadió vivamente el prelado−. «Y regocíjense en la presencia de Dios». No violentemos los sagrados textos, señor cura, ni sostengamos que el inspirado David nos recomienda la glotonería.
−¡Oh Ilustrísimo Señor −exclamó el párroco−, lo que usía diga esa será mi ley!
−Pues digo que celebren ustedes su banquete profano; pero que no me inviten a él porque no voy. Por lo tanto, luego que hayan ustedes comido, alargaré mi paseo hasta allá. No es muy lejos.
−No hay más que bajar a la ría, pasar el puente de Judas, subir los prados de don Juan Amarillo, y enseguida se llega al Soto.
−Ya, ya sé el camino.
Entró un criado con una carta para don Juan. Este la abrió y después de recorrerla con la vista, dijo:
−Es de Daniel Morton. Me escribe anunciando que se embarca mañana por la mañana y se despide de todos.
Don Ángel miró con disimulo a su sobrina. Fuerte, animosa, heroica, Gloria recibió el golpe sin dar a conocer las grandes sacudidas de su alma angustiada. Sólo don Ángel, sabedor del caso, creyó distinguir una extraña neblina en el rostro de la joven. Don Juan la miró también. Tal vez se hubiera entablado conversación sobre Daniel Morton; pero entró el señor de Amarillo, y quieras que no, tuvo que sentarse a la mesa y tomar un bocado, aunque con prisa, porque el juez le estaba esperando para ver qué resolución se tomaba en el negocio de Caifás. Don Juan de Lantigua, a quien consultó, dijo de este modo su opinión:
−No veo razón alguna para molestar a Mundideo, mientras no se le pruebe que ese dinero ha sido mal adquirido.
−Es que se le probará.
−¿Le falta a usted algo en su caja?
−No señor; pero el dinero no sale de la tierra como la hierba. Caifás ha robado, ¿a quien? No lo sé. Propongo que todos los vecinos de Ficóbriga recuenten sus fondos, y mientras tanto que José Mundideo sea puesto a la sombra.
−Pero la ley...
−¿Qué ley, ni ley?...
−Señor don Juan −dijo el cura−, ¿quiere usted venir a comer mañana a mi casa del Soto?
−Ya sé que han ganado ustedes las elecciones. ¡Bien por el ejército de Cristo! −exclamó Amarillo con entusiasmo.
Y levantándose al instante con una copa de vino en la mano, añadió:
−Propongo un brindis, señores. Brindo por Su Ilustrísima don Ángel de Lantigua, el glorioso hijo de Ficóbriga, el apóstol más ferviente del apostolado español, el modelo de virtudes, de quien todos debemos tomar ejemplo, el varón piadoso, el justo...
−Por Dios, por Dios −dijo Su Ilustrísima tapándose los oídos y todo confundido y turbado−. Basta de incienso, don Juan, basta, basta. El mejor brindis que usted puede dirigirme y el único que le agradeceré, es no molestar al pobre Caifás.
Todos los presentes besaron el anillo al prelado, y cuando este se retiró, tomaron café.
XXXIII
Ágape
El día de Santiago había feria en Ficóbriga, es decir, venta de ganado en la pradera, un novillo corrido en la plaza, diversos puestos de frutas y pastas, vinos y licores, algo de teatros, bailes del país, y por la noche gran función de fuegos artificiales. Pero el principal festejo del día debía ser el banquete con que don Silvestre Romero, espléndido en todas sus cosas, obsequiaba a sus amigos en el Soto de Briján. Desde muy temprano innumerables servidores no daban paz a las manos ni a los pies, apercibiéndolo todo con arreglo a las instrucciones del buen párroco, tan perito en estas materias. Llegaban las provisiones en repletos carros del país, cuyas ruedas sin engrasar gemían al subir la cuesta en cuyo alto término estaba la finca.
Admirable diligencia ponía en tan grande faena la señora Saturnina, a quien podremos llamar archiama, por ser como gobernante de las dos o tres amas y demás servidumbre del opulento cura. Puede decirse que la excelente mujer no durmió en la noche del veinticuatro porque toda ella se la pasó de claro en claro, ya batiendo huevos, que por centenares fueron vaciados en un desaforado artesón; ya desplumando aves, que al anochecer perecieron en horrorosa hecatombe. Pero la gran batahola fue por la mañana cuando, encendida la cocina, dio principio el fuego a su gran obra, y las cacerolas empezaron a murmurar, y el humo y los espesos vapores olorosos, llenando parte de la casa, salían al campo como nuncios benditos de la gran hartazga que se disponía. Doña Saturnina y cuantas la ayudaban no tenían manos para tomar quién los papelillos de las especias, quién la nuez moscada o el limón o la canela; y espumando guisados, o albardando fritos, o batiendo ensaladas, o templando sopas, parecían traer entre manos el sustento de un ejército.
A hora conveniente, dos jayanes pusieron sobre la mesa del comedor un mediano monte de pan, mientras no lejos de allí se preparaban la vajilla y la mantelería. Cestas ventrudas parían dulces a montones, obra de hábiles monjas; y de un barrigudo tonel iban sacando el rico vino añejo de Rioja, el cual, después de hacer buches y remolinos en un embudo de latón amoratado por el uso, se colaba dentro de las botellas, sonándolas como bocinas. Doña Saturnina no olvidaba ninguna de las operaciones, poniendo sus ojos en todo para que nada se retrasase, y hasta dispuso ella misma los ramos de flores que se debían colocar en la mesa, los palillos, el aguamanil y otras menudencias y accesorios de una buena comida.
Mediodía era por filo cuando los convidados salieron de Ficóbriga, con un sol que aun en aquellas frescas tierras abrasaba. Delante venían en el coche de Lantigua, don Juan, el cura y Rafael. Seguían luego en otro coche don Juan Amarillo con el teniente cura y dos beneficiados de las cercanías, y después, en un breck, los demás convidados, que eran amigos venidos para tal solemnidad de la capital de la provincia. Total: once bocas.
Sentados los comensales, bendijo don Silvestre la comida, y comenzó el stridor dentum.
Había tenido doña Saturnina la feliz idea de poner la mesa fuera de la casa, en medio de la frondosa huerta, y a la sombra de dos o tres álamos, que con sus ramas la cubrían toda, dejando tan sólo penetrar algunos rayos de sol que caían aquí y acullá, como si hubieran sido salpimentados con luz los manteles. Aquí brillaba un melocotón, allí el cuello de una botella, más allá un salero, más lejos la calva de don Juan Amarillo.
En cuanto a la parte principal del banquete, que era la comida, todos los elogios que de ella se hagan serán pálidos ante la realidad de su abundancia y el exquisito sabor de toda ella, si bien era más rica que fina, algo a la pata la llana, demasiado suculenta,
comida española de esa que más parece hecha para atarugar rústicos cuerpos que para deleitar delicados paladares.
Vierais allí la sopa de arroz calduda, que bastaba por sí sola a dejar ahíto al más hambriento, y después los pollos con tomate, precediendo a las magras también entomatadas, para hacer lugar a los finísimos pescados cantábricos en picantes escabeches, o nadando en salsas ricas. Entre ellos venían las bermejas langostas mostrando la carne como nieve dentro de la destrozada armadura roja, y los sabrosos percebes, como patas de cabra, y luego volvía el imperio de la carne representado en piezas adobadas del animal que mira al suelo; siguiendo a esto chuletas con forro de fritura, y otras viandas riquísimas y olorosas, acompañadas por delante y por detrás de aceitunas, pepinillos, rajas de queso flamenco o del país, anchoas y demás aperitivos, sin que faltaran calabacines rellenos, en los cuales no se sabía qué admirar más, si el especioso sabor del alma o la dulzura del cuerpo, y también gran copia de colorados pimientos, que como llamas de fuego iban de boca en boca.
¿Y qué diremos de los vinos, algunos de ellos de las mejores estirpes andaluzas? ¿qué de los dulces y platos de leche, que bastarían para hartar a todos los golosos de la cristiandad? Por último, el generoso olor del tabaco habano se dejó sentir, y una azulada nube flotó sobre la mesa, envolviendo el grupo de convidados en sensual atmósfera.
El anfitrión don Silvestre Romero (la moda nos obliga a darle aquel nombre) había comido bien; don Juan no había hecho más que probar los platos; Rafael del Horro estuvo muy parco y don Juan Amarillo devoraba. Los demás no desairaron a don Silvestre. Este se desvivía porque todos comieran mucho; no tenía consuelo al ver que no se atracaban como él, y a cada instante les excitaba echándoles en cara su desgana y presentándoles los platos para que repitiesen. Fue digno de notarse un incidente de la comida, por la semejanza que ofrecía con casi todos los banquetes políticos que se celebran en Madrid. Rafael del Horro propuso que el ramillete puesto en el centro de la mesa se enviase a la señorita de Lantigua.
Cuando fumaban, don Silvestre creyó que debía tomar la palabra, y lo peor fue que la tomó.
−Queridos hermanos y amigos míos −dijo−, nos ha reunido aquí la celebración de un triunfo. Porque ha sido un triunfo grande, inmenso, que nos ha de conducir a una victoria aún mayor, a la victoria de la verdad sobre el error, de la virtud sobre el vicio, de Dios sobre Satanás.
−Muy bien −repuso don Juan Amarillo abriendo los diminutos ojos que había cerrado poco después de la última copa.
−Hemos combatido como buenos −añadió el cura, que gustaba de emplear, hasta en los sermones, símiles guerreros− y seguiremos combatiendo. En los libros santos se ha dicho: «Y tú, Jehová, Dios de los ejércitos, no hayas misericordia de los que se rebelan con iniquidad... Acábalos con furor, acábalos y no sean; y sepan que Dios domina en Jacob hasta los confines de la tierra». Y en otro pasaje: «Fuego irá delante de él y abrasará en redor sus enemigos». Nuestra obligación es, pues, combatir, ya que las cosas han llegado al extremo de tener que emplear sus infames armas. ¡Oh! señores, si yo tuviera la elocuencia y la erudición de mi ilustre amigo el gran católico don Juan de Lantigua, os diría a qué extremos llegan la impiedad y la osadía de los revolucionarios, y el aprieto en que quieren poner a los hombres religiosos y píos; si yo tuviera, repito...
Don Silvestre se atragantó ligeramente. Todos le oían con serenidad; en los labios de don Juan vagaba una sonrisilla que parecía decir:
−Más vale que te calles, pedazo de alcornoque.
−Pero, en fin, no las tengo −añadió el cura atleta−, no tengo ni esa erudición pasmosa, ni esa elocuencia fulgurante; y así es bien que le ceda la palabra...
−¡Oh!, si el señor don Juan nos concediera oír su palabra... −dijo Amarillo cabeceando.
Lantigua se puso la mano en el pecho y tosió.
−Señores, no puedo −dijo con humildad−. Rafael, hable usted, que lo hará mejor que yo.
Del Horro se excusó con frases de modestia; pero al fin, no pudiendo resistir a la sugestión de todos los convidados que a un tiempo le apretaban para que hablase, se levantó, limpió las gafas, se las puso, y arqueando las cejas, habló de este modo:
−Señores, ninguna voz más desautorizada que la mía para dirigiros la palabra. Joven, sin experiencia, sin conocimientos, me falta autoridad. Válgame por las prendas de que carezco, mi acendrada fe, mi sincero amor al catolicismo, los esfuerzos que hice en mi limitada esfera para conseguir el triunfo práctico de la Iglesia, de esa amorosísima madre nuestra, por quien vivimos, por quien alentamos, por quien respiramos. Dios ha querido que el más indigno de sus soldados, el más pequeño de sus servidores alcance hoy un triunfo material en las contiendas que han establecido los inicuos. Él me dé fortaleza para defenderle; Él dé a mi labio energía, poder a mi corazón, vigor a mi espíritu. Estote ergo forte in bello. «Sed fuertes en la guerra».
Inmensa, asquerosa, pestilente lepra cubre el cuerpo social. El llamado espíritu moderno, dragón de cien deformes cabezas, lucha por derribar el estandarte de la Cruz. ¿Lo permitiremos? De ninguna manera. ¿Qué valen algunos centenares de inicuos depravados contra la mayoría de una nación católica? Porque no sólo somos los mejores, sino que somos los más. Alcemos en esta cruzada el glorioso estandarte, y digamos: «Atrás, impíos, malvados sectarios de Satanás, que contra el reino de Nuestro Señor Jesucristo no prevalecerán las puertas del infierno». Y luego, volviendo mi humilde rostro hacia el Oriente, distingo una venerable y hermosa figura. Al verla llénase mi corazón de intensísima congoja y las lágrimas acuden a mis ojos, considerando el aflictivo estado en que los perversos tienen al que es antorcha esplendorosísima que ilumina el mundo. Lleno de admiración y respeto exclamo: «Grande eres, ¡oh Pedro!, no sólo por tus bondades, sino por tus martirios. También de ti se puede decir que rasgaron tus vestiduras y sobre ellas echaron suertes. ¡Ay de los impíos que después de despojarte te han encarcelado! Ya les arreglarán los demonios en el infierno. En tanto, ¡oh Pastor Santo!, yo te saludo con lágrimas en los ojos, yo canto un hosanna amorosísimo en tu presencia y te pido la bendición para que se redoblen mis fuerzas, se enardezca mi espíritu y no desmaye en la gran contienda que se prepara».
Terminado el discurso del valeroso joven, recibió apretados abrazos de todos los concurrentes, y entonces don Juan de Lantigua, sin dejar su asiento, y con gran atención y religioso silencio de todos dijo lo siguiente:
−¿Me atreveré, queridos amigos y hermanos míos, a haceros presente que para esta lucha en que la impiedad y malvada desvergüenza de los revolucionarios nos empeña, no bastan, no, la finura y temple de las armas, ni el denuedo de los brazos varoniles? La mejor arma es la oración y el más terrible baluarte las virtudes y el buen ejemplo. Seamos buenos, píos, caritativos, fervientes católicos, y tendremos asegurado la mitad del triunfo. Con sentimiento declaro, porque así lo reconozco, que el espíritu religioso está muy enflaquecido entre nosotros. Se habla mucho de batallar y poco del amor de Dios. Inter vos dormiunt multi, «entre vosotros duermen muchos». Es preciso que todos despierten, porque la tempestad está encima; es preciso que despierte no sólo la carne sino el espíritu. ¿No habéis conocido que entre nosotros cunde desparramada la herejía? ¿No veis que hasta los más fuertes han caído? ¿No veis que el racionalismo y el ateísmo han robado muchas almas al seno de Dios? ¿No veis que disminuye cada día el número de los fervorosos católicos y aumenta el de los indiferentes? He aquí un mal demasiado
grave para conjurarlo fácilmente. Yo os digo: no sólo es preciso batallar, sino predicar: no sólo ha llegado la hora de la pelea, sino del ejemplo santo. Abnegación, paciencia, martirio. He aquí tres palabras mágicas que superan en eficacia a los más cortantes aceros.
−Muy bien, muy bien. ¡Viva el señor Lantigua! −exclamó don Juan Amarillo sin poderse contener.
−Aborrezco las exclamaciones y detesto las apoteosis de hombres. No se debe enaltecer más que a Dios; no se debe glorificar sino a Aquel que era, como dice David, antes que nacieran los montes y desde el siglo y hasta el siglo. Continuando, pues, mis observaciones, diré que los males que he indicado y esta general corrupción y ponzoña provienen de los maleficios extranjeros que han dañado nuestro cuerpo. Gozaba España desde edades remotas el inestimable beneficio de poseer la única fe verdadera, sin mezcla de otra creencia alguna ni de sectas bastardas. Pero los tiempos y la maldad de los hombres han traído un poder civil que, por obedecer a los malvados de fuera, ha dejado sin amparo a la Iglesia, cuando el deber de la potestad civil, como dijo San Félix, es dejar a la Iglesia católica que haga uso de sus leyes, no permitiendo que nadie se oponga a su libertad.
»¿Qué sucede, pues? Que el error ha fundado mil cátedras en nuestro suelo. Espantaos, católicos: según los enemigos de Dios, la preciosísima unidad de nuestra fe es un mal, y para remediarlo, piden que se abra la puerta a los cultos idólatras, a los errores de la Reforma, a los desvaríos del racionalismo, semejantes a despropósitos de hombres borrachos. Ved aquí por qué corren las más asquerosas doctrinas como arroyos de inmundicia, cuando desatadas las cataratas del cielo, rompen las aguas el dique de los muladares, y el fango de los campos es arrastrado entre materias putrefactas y miserables cuerpos muertos.
»No y mil veces no. O España dejará de ser España, o su suelo se ha de limpiar de esta podredumbre y en su claro cielo volverá a brillar único y esplendoroso el sol de la fe católica. Yo de mí sé decir que esta idea puede en mi espíritu más que todas las ideas, más que todas las afecciones, más que la vida y que cuanto existe. Por ver realizada esta idea y extirpado el cáncer que empieza a devorarnos, diera mil veces cuanto poseo, la paz de mi familia, mi familia misma, mi persona miserable. Tengo el ardor de los verdaderos creyentes, señores, y mi fe no está en los labios, sino en lo profundo del alma.
»Si no lucháis por tan grandioso fin, más vale que no luchéis; si no trabajáis con todas las fuerzas del espíritu, con la oración, con el ejemplo, con la caridad, más vale que os arrinconéis, cual mujeres, dejando a otra generación más varonil la santa empresa.
No dijo más, porque estaba fatigado, y en verdad había dicho bastante. Todas sus palabras fueron de oro, según la expresión de don Juan Amarillo. Las felicitaciones no podían ser más delirantes. Reinaba gran entusiasmo en la reunión, y quizás, quizás se hubiera atrevido a tomar la palabra el cura, si Rafael, mirando el camino, no viese a Su Ilustrísima don Ángel de Lantigua, que lentamente se acercaba. Entonces dijo con lengua y expresión místicas:
−He aquí que se acerca el que viene en nombre del Señor.
Y todos salieron a recibirle.
XXXIV
En el puente de Judas
Mientras una docena de laicos arreglaban así, después de comer bien, los asuntos de la iglesia católica, don Ángel de Lantigua, separándose de su sobrina, a quien dejó rezando en la Abadía, marchaba por el camino real en dirección al puente de Judas, con objeto de visitar a los comensales del Soto. Acompañábanle a un lado y otro su secretario y el paje, y seguíanle varios cojos, tullidos y toda la pobretería del camino, anhelantes de que les echase bendiciones, pues algunos las estimaban en más que las limosnas que recibían.
El santo varón con el alma gozosa como de costumbre iba departiendo afablemente con sus dos adláteres, cuando al entrar en el puente de Judas (cuya fábrica de palo era en extremo frágil) notó que este se estremecía bajo sus pies. Mas no tardó en hallar la razón de la sacudida, porque por la otra cabeza del puente acababa de entrar un hombre a caballo. Galopaba.
−¡Eh!, caballero −le gritaba el guarda−. Está mandado que por aquí se vaya al paso.
El jinete era Daniel Morton. Luego que vio a Su Ilustrísima, observando al mismo tiempo la estrechura del puente, semejante en esto al que tienen los mahometanos para entrar en el paraíso, detúvose y echo pie a tierra.
−¡Ah!, señor Morton... −exclamó don Ángel con estupor, sintiendo que de improviso se desvanecía el gozo de su alma.
Daniel le besó el anillo con gran respeto, y descubriéndose dijo:
−¿No esperaba Su Ilustrísima verme otra vez en Ficóbriga?
−No, seguramente. Ayer recibió mi hermano una carta en que usted le anunciaba su viaje.
−Pues Dios no ha querido que me vaya hoy.
−Cuidado: no hay que echar la culpa de todo a Dios −dijo el prelado gravemente−. Dios lo habrá permitido; pero no lo habrá querido.
−Con perdón de Usía Ilustrísima −afirmó Morton−, pienso que lo ha querido. Yo estaba en el muelle de X... junto a mi equipaje, esperando el bote que me había de conducir a bordo del vapor, cuando sentí que una mano muy pesada me tocaba al hombro; volvíme y vi a Caifás, señor don Ángel, con el semblante más angustiado que puede imaginarse.
−Ya, ya voy comprendiendo.
−Caifás se puso de rodillas delante de mí y me dijo: «Señor, en Ficóbriga aseguran que he robado, en Ficóbriga dicen que el dinero que tengo no es mío. El juez me amenaza y todos piden que Caifás el feo, Caifás el malo, Caifás el idiota vaya a la cárcel. Yo, quebrantando mi palabra, he dicho que usted me sacó de la miseria; pero nadie cree al humilde, y don Juan Amarillo, soberbio entre los soberbios clama contra mí ...». En resumen, señor obispo, he tenido que detener el viaje para sacar a ese hombre de tan mal paso, pues si así no lo hiciera, la limosna que le di, y que nada vale en verdad, se trocará en vilipendio suyo sumergiéndole en mayor miseria.
−¡Buen pensamiento y excelente acción! −dijo el prelado seriamente−. Ella es tal que se le puede permitir a usted el paso de este puente, que de otro modo le estaría vedado. Adelante, pues, y no se me detenga usted en Ficóbriga.
Despidiole bondadosamente, aunque con sequedad y Morton siguió su camino hacia Ficóbriga, mientras don Ángel no paraba en el del Soto; pero a cada diez pasos volvía la cabeza para ver qué dirección tomaba el hamburgués. Viole marchar hacia la Cortiguera, donde vivía Caifás, y con esto Lantigua sintió calmarse la zozobra que empezó a alborotar su espíritu.
Cuando el obispo estuvo cerca del Soto, toda la servidumbre y deudos del cura, con las amas a la cabeza y doña Saturnina al frente de estas, a la manera de tambor mayor, salieron a recibirle y besarle el anillo, de lo que resultó no poca confusión. Y al mismo tiempo le aclamaban con gritos y decían: «Viva la gloria de Ficóbriga».
Hasta que el venerable no atravesó la portalada de la huerta, no cesaron las importunidades de la plebe.
−Aún están aquí los restos del festín −dijo el prelado viendo la desordenada mesa−. Ha sido buena idea ponerla al aire, porque hace un calor sofocante.
−Pues me parece que no pasará la tarde sin llover, señores −dijo el cura husmeando el horizonte−. ¿No quiere Su Ilustrísima tomar el chocolate?
Al punto trajeron los cangilones, y don Ángel se sentó en un banquillo rústico. Rodeáronle todos, menos Sedeño y Rafael del Horro, que se apartaron para leer un suelto del periódico.
−Señor don Silvestre −dijo el prelado cuando empezó a tomar chocolate−. ¿Lloverá esta tarde?
−Me temo que sí. Está la atmósfera muy cargada. Tendremos vendaval, y fuerte. Así se puso el tiempo el día que naufragó el Plantagenet. ¡Qué día, señores, qué día!
−Fue tremendo −dijo Su Ilustrísima−. ¿A quién creen ustedes que acabo de encontrar ahora al pasar el puente de Judas?... ¿No lo adivinan ustedes? Pues al mismo don Daniel Morton en persona.
−¿Iba a Ficóbriga? −preguntó con mucho interés don Juan Amarillo.
−Allá iba... Parece que él fue quien le dio a Caifás...
−Quien no te conoce que te compre −dijo el usurero ficobrigense, guiñando el ojo−. No creo en tales limosnas, aunque ese extranjero debe de ser hombre muy adinerado...
−Entonces bien podía hacer una limosna...
−Precisamente lo que no creo es la limosna, lo que no creo es una generosidad de tal calibre. Aquí no somos bobos, señor Morton; aquí en España no nos mamamos el dedo y sabemos conocer a los pillos...
−Amigo don Juan −manifestó Su Ilustrísima devolviendo el pocillo de chocolate−, Jesucristo dijo: «No juzguéis para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados...».
Y variando al punto de tono y de asunto, añadió:
−Es una gloria esta huerta de don Silvestre. Aquí todo prospera, y el trabajo y esmero del cultivo son frutos de bendición. ¡Ojalá sucediera lo mismo en toda nuestra España, y tras de cada siembra de sanos consejos y exhortaciones viniese una cosecha de buena conducta! ¡Qué manzanos, qué perales, qué melocotoneros!
Don Silvestre vio llegado el momento de saborear uno de los más dulces placeres de su regalona vida, enseñar su huerta. Levantose el prelado, y Romero fue delante mostrando las hermosas castas de perales alineados en espaldera los unos, sustentados otros por alambres gordos y todos ellos frondosísimos y cuajados de peras. Las había bergamotas, duquesas, amantecadas, pardas de invierno y de otros muchos linajes exóticos. El cura hacía fijar la atención en los ramilletes de frutas verdes aún, y las tomaba en la mano para mostrarlas, diciendo:
−¿Pero ven ustedes qué peras? En toda la provincia no hay nada que se les pueda comparar.
Mientras esto sucedía, don Juan Amarillo había llevado aparte a don Juan de Lantigua para hablarle de un negocio importante.
−No nos alejemos mucho −le dijo el literato y jurisconsulto−, porque me parece que va a llover esta tarde.
XXXV
Los juicios de Dios abismo grande
Morton detuvo su caballo en la Cortiguera y Sildo le dijo:
−Padre vendrá enseguida. Ha ido a rezar a la iglesia.
No tardó en aparecer Caifás.
−Aquí me tienes −le dijo Morton−. Llévame a donde quieras; pero despacha pronto, porque he de volverme a X... antes de anochecer. ¿Dónde está ese juez que no cree que los hombres tengan dinero si no es robándolo?
−Si vuecencia me quisiera acompañar a casa del escribano don Gil Barrabás, hermano de don Bartolomé Barrabás, y firmarme un papel diciendo que me hace donación de los dieciocho mil reales...
−Anda delante y guía a casa de Barrabás.
−¡Oh, señor, cómo podré pagarle a vuecencia tantas bondades!...
−Que Sildo me tenga el caballo y lo cuide aquí mientras volvemos. Esto no durará mucho.
Media hora después Morton volvió con Caifás a la Cortiguera; pero uno y otro miraron a todos lados. ¡Oh sorpresa de las sorpresas! Ni Sildo ni el caballo estaban allí.
Y sucedió que Sildo, al tener las riendas del generoso animal, sintió en su alma un vivísimo impulso de caballero, es decir, que deseó montarlo. En los doce años de su edad, el pobre chico no había oprimido los lomos de ningún caballo.
−¡Si yo me montara en él −dijo−, y diera dos pasos de aquí a los Cinco Mandamientos, cómo se reirían mis hermanos!
La vanidad se amparó de su alma. La serpiente dijo en su oído palabras dulcísimas, y Sildo oyó claramente: «Sube en el caballo del bien y del mal y montarás como el señor Morton, y como él serás gallardo y hermoso».
Es difícil detenerse en la pendiente de los goces. Sildo fue de los Cinco Mandamientos a la ladera del Rebenque, y del Rebenque atravesó todo el prado de la Pesqueruela, y después de un poco más allá y siempre más allá. Cuando quiso detener el caballo no pudo, y este emprendió a correr, no pareciendo dispuesto a parar en media provincia. Celinina y Paco indicaron que Sildo había corrido hacia la Pesqueruela. Marcharon allí a toda prisa Morton y Caifás; pero no vieron nada. Bajaron a la playa por el pinar; mas el jinete no parecía por ninguna parte, y las noticias que adquirían de los transeúntes eran contradictorias. Desesperado estaba Daniel por aquel accidente, y más desde que le pareció ver en el cielo síntomas de mal tiempo. Caifás se encomendaba a todos los Santos y rezaba padrenuestros a San Antonio. Por último discurrieron buscar cada uno por un lado y reunirse en la Cortiguera. Separáronse, pues, en el pinar.
Pero Morton, cansado, al fin, de buscar en vano su caballo, decidió volverse a pie. Por no atravesar el centro de Ficóbriga, dio un gran rodeo y pasó por detrás de la Abadía. Al llegar al callejón que da entrada por Oriente al atrio de ella, sintió gemir los viejos goznes de la puerta. Miró y vio salir a la señorita de Lantigua. En presencia de una visión sobrenatural, Daniel no hubiera experimentado tan vivo sacudimiento en todo su ser. El primer impulso fue correr tras ella, pero se contuvo y en uno de los huecos del carcomido muro se incrustó como estatua. Gloria tomaba el camino de su casa. Pasó como los pensamientos placenteros que al modo de relámpagos cruzan la mente en horas de tristeza.
Morton la vio desaparecer en la revuelta de una calle, e instintivamente salió de su escondite para correr tras ella.
−¡Qué esté condenado a no verla más!... −pensó−. ¡Ni una vez siquiera!...
Le siguió a mucha distancia, deteniéndose cuando estaba demasiado cerca, adelantándose cuando se quedaba muy lejos. Por fin, cuando Gloria entraba en el jardín de su casa, Morton dijo para sí:
−Todo acabó. Ahora me marcharé.
Pero antes de decidirse a partir estuvo media hora sentado sobre una piedra en cierta calleja que por un lado salía a la plazoleta y por el otro a las pendientes que bajaban al mar.
Pesada y tibia gota de agua, cayendo sobre su mano, le sacó de su abstracción. Mirando al cielo, vio una nube amarilla con intensos cambiantes grises, y pudo observar el aire sofocante. Sopló formidable viento que hizo remolinos de polvo, y empezaron a caer gruesas gotas que manchaban el suelo con redondeles negros, como si llovieran piezas de dos cuartos. Buscando donde guarecerse, salió Daniel de la calleja, penetró en otra, y al fin pudo hallar una gran tejavana, bajo la cual se abrigó perfectamente.
Entonces descargó una lluvia tremenda, espantosa, un diluvio que parecía inundar la tierra y desleír a Ficóbriga.
−Así llovía sobre el pobre Plantagenet el día del naufragio −pensó Morton−. ¡Pobre de mí! Las tempestades me trajeron y las tempestades me llevan. ¿Quién puede penetrar los designios del Señor?
Después, mirando al cielo que se descuajaba en rayos y se vaciaba en chorros de agua, dijo así:
−«Viéronte las aguas, oh Dios, viéronte las aguas, y temieron y temblaron los abismos... Las nubes echaron inundaciones de agua, tronaron los cielos, y discurrieron tus rayos... Anduvo en derredor el sonido de tus truenos; los relámpagos alumbraron el mundo; estremeciose y tembló la tierra... En la mar fue tu camino, y tus sendas en las muchas aguas; y tus pisadas no fueron conocidas».
La tempestad acabó de oscurecer la tarde que ya se acababa. Morton miró a la casa de Lantigua, que frente a él estaba por el costado del Oeste, y vio luz en las habitaciones altas.
−Ya están ahí todos los de la casa −pensó−. Gloria, con sus encantos que la igualan a los ángeles, alegra las horas de los dos ancianos... ¡Oh Dios mío, qué felices son!
Pasó algún tiempo más. Las calles eran ríos. Los tejados vaciaban agua, cual si sobre ellos se rompiesen las compuertas de un estanque; la lluvia azotaba con sus mil látigos las paredes; corría la gente despavorida. Por fin, después de media hora de diluvio pareció que se había concluido el agua de los cielos. Adelgazaron los chorros. La nube de verano pasaba y la naturaleza tendía a serenarse con la rapidez del que se ha encolerizado por broma.
−Me parece que podré seguir −pensó Morton−. Pero, ¡cómo habrán quedado esos caminos!... Está escrito que no naufrague yo una vez sola en Ficóbriga.
Esto pensaba cuando sintió gritos y voces en la plazoleta y también dentro del jardín de Lantigua. Mucha gente se reunía allí. Daniel acudió tranquilamente primero, y a toda prisa cuando sintió entre las distintas voces de alarma la voz de Gloria.
−¿Qué ocurre? −preguntó al primero que encontró en la plazoleta.
−Que con la mucha agua se ha roto el puente de Judas, y la señorita Gloria está asustada porque el señor don Juan y el señor obispo no han vuelto todavía del Soto.
Morton halló abierta la puerta de la verja y entró. Lo primero que vieron sus ojos fue a Gloria, que atravesaba el jardín, envuelta en un mantón encarnado. En su cara y en
sus pestañas brillaban algunas gotas de la escasa lluvia que aún caía. El frío y el espanto la hacían temblar, cubriendo de palidez su hermoso rostro.
−¡Daniel! −exclamó sobrecogida−, ¿qué buscas aquí?...
Y corrió hacia la casa. Morton la siguió.
−¡Jesús crucificado! −añadió Gloria−; ¿no sabes... no sabe usted lo que pasa? La lluvia ha destruido el puente de Judas. Mi padre y mi tío deben de haber salido ya del Soto... Yo no puedo vivir en esta incertidumbre...Corro allá.
Volvió a salir.
−Si no se puede pasar −dijo uno.
−Se puede pasar −afirmó otro−. Francisquín el del cura acaba de venir del Soto. Hay un tramo medio roto; pero agarrándose bien se puede pasar.
−¿Decís que ha venido Francisquín? −preguntó Gloria con viva ansiedad.
−Sí, señorita; ahí está con un recado del señor.
−¡Francisquín, Francisquín! −gritó Gloria desde la verja.
Un muchacho pequeño y colorado, húmedo todo desde la cabeza hasta los pies, como una deidad de los ríos, penetró en el jardín.
−¿Y mi padre, y mi tío? −preguntó la señorita.
−No tienen novedad; pero no pueden pasar para acá en coche, y a pie con mucho trabajo. La crecida es grande.
−¿Te dieron algún recado para mí?
−Sí, señorita; que esté usted sin cuidado; que todos los señores se quedarán en el Soto esta noche, y vendrán mañana, subiendo hasta Villamojada para coger el puente de San Mateo, aunque yo creo que mejor se podrá pasar en lanchas.
−¡Gracias a Dios! −dijo Gloria−. Ya estoy tranquila.
Fijó entonces sus ojos en Daniel Morton. Desvanecido el sobresalto, su espíritu se ocupó por entero de aquella aparición singular.
−Adiós −dijo el extranjero−. Puesto que de nada sirvo aquí...
Gloria se detuvo un instante turbada y confusa.
−Adiós −repitió−. ¿No estabas ya en camino de Inglaterra? ¿Ha naufragado otra vez el vapor? ¡Jesús! ¡Vienes siempre con las tempestades!... ¿Por qué estás aquí?... ¿Cómo estás otra vez aquí?... Daniel, por Dios, ¿qué es esto?
Una curiosidad muy viva apareció en su semblante, juntamente con claras señales del amor que la dominaba y que no se había extinguido.
−Hazme el favor de darme la mano −dijo el extranjero.
Los criados que estaban presentes se alejaron uno tras otro.
−Yo quiero saber por qué estás aquí y no en camino de Inglaterra. No pensé verte más... ¿Por qué has vuelto?... Pero no quiero saberlo... no quiero saber nada.
−Dios ha querido que te vea esta noche. Dame la mano.
−Tómala, y adiós.
Morton le besó ardientemente la mano.
−Pero adiós de veras.
−De veras −repitió Daniel.
−¿Dónde está tu caballo? −dijo Gloria.
−Lo he perdido.
−¡Perdido! Entonces...
−Me voy a pie.
−¿Por dónde, si no hay puente?
Morton pensó con profunda seriedad en aquella fatal ruptura del puente.
−Hay mucha distancia... −añadió la señorita sondando con sus ojos el alma de su amigo.
−Me quedaré en la posada de Ficóbriga.
−Es verdad. Adiós.
El hamburgués parecía clavado en el suelo.
−Adiós. ¿Pero te retiras ya? −exclamó−. ¡Ay! ¡Esto es espantoso! ¡Esto es inicuo!
Gloria estaba también clavada en el suelo.
−Sí, es preciso... −dijo con voz dolorida−. Este encuentro inesperado parece una cosa infernal. Amigo, vete.
−¡Me expulsas!... Eso sí que es infernal y horrible. Maldígame Dios si te obedezco −dijo Morton dando un paso hacia la casa.
−Pues yo te echo de mi casa, porque es preciso, porque Dios lo quiere así −dijo Gloria tratando en vano de echar tierra sobre su pasión.
−¡Mentira!, ¡mentira! −exclamó este con febril ardor−. Tú no me amas, tú has hecho burla de mí, del pobre extranjero arrojado aquí por los mares y que quiere huir y no puede.
−Tú no eres ya juicioso y bueno, como la última vez que nos vimos. Amigo, si me estimas, si me amas, vete. Te lo suplico.
La pobre damisela casi se ahogaba hablando.
−¡No verte más!... Si cuando huyo, Dios me trae otra vez aquí. ¡No verte más!... Me arrancaré los ojos antes que obedecerte.
−Se ve mejor con el pensamiento que con los ojos. Tú me aconsejaste que hiciéramos ambos un sacrificio, ¿por qué te opones ahora?
−Porque mi Dios me impulsa hacia ti, y me dice: «Anda y tómala, que es tuya y lo será por los siglos de los siglos».
−¿Quién es tu Dios?
−El tuyo. No hay más que uno.
Gloria sintió que a borbotones manaba de su alma la sensibilidad. No pudo contenerla.
−Daniel, amigo de mi alma −dijo con pasión−, te suplico que te vayas. Vete, si quieres quedarte en mi corazón.
−¡No quiero, no quiero!
Lo dijo con tanta fuerza, que causaba miedo.
Sintió Gloria circular en derredor de sus sienes un remolino ardiente que cegaba las claras facultades de su espíritu, como el vértice de caliginosos vapores que oscurece la luz del sol.
−Amigo, si quieres que te ame más que a mi vida −exclamó con delirio−, vete, y déjame en paz... ¿No crees lo que te digo? Ausente, ausente es como te quiero más.
−¡Falsedad, falsedad, falsedad!
−¡Oh, qué pequeño eres! −exclamó la joven apelando desesperada a la razón−. Esto es indigno de ti. No eres como yo creía, Daniel.
−Soy... como soy −murmuró Morton−, y no de otra manera.
−Te aborreceré.
−Aborréceme. Lo prefiero... Es mil veces preferible.
−Todos los lazos están rotos −dijo con viva agitación la señorita de Lantigua−. ¿Por qué no huyes de mí?
−Huí ya... pero el destino, Dios, o no sé quién, me ha traído otra vez a tu lado.
−¡Dios, Dios! −exclamó ella con desesperación.
−No creo en la casualidad.
−Yo creo en Satanás...
Furioso viento se levantó entonces, como para secar la tierra inundada. Apenas se oyeron estas palabras del extranjero:
−¡Oh, por el Dios que hizo el cielo y la tierra!−gritó Morton con frenesí−. Gloria, Gloria de mi vida, ven, huye conmigo, sígueme.
−¡Jesús! −gritó la de Lantigua horrorizada.
−Tú no entiendes las misteriosas voces del destino, de Dios. El cielo y la tierra, todo me está diciendo: «es tuya...».
−Adiós, adiós −exclamó Gloria llevándose las manos a la cabeza y huyendo hacia la casa.
−Aguarda −dijo Daniel corriendo tras ella.
Gloria entró y quiso cerrar la puerta; pero Morton impidiendo con enérgica mano su movimiento, entró también.
XXXVI
¡Que horrible tiempo!
−¡Qué horrible tiempo! −refunfuñó Francisca−. ¡Si parece que se acaba el mundo!... ¡Jesús! el viento ha apagado la luz de la escalera!... ¡Cómo golpean las puertas! Roque, Roque.
A la voz de la venerable criada, que avanzaba por el fondo del pasillo bajo, Roque apareció soñoliento.
−Hombre, muévete −dijo Francisca andando casi a tientas hacia la escalera−. ¡Jesús, María y José... qué miedo! Si me parece que he visto una sombra, un bulto escurriéndose por la escalera arriba.
−Usted ve visiones, señora Francisca.
−Con verte a ti tengo bastante, monstruo.
−Cierra la puerta del jardín. Puesto que los señores no vienen... ¡Qué horrible ventisca! Vaya que Santiago se porta. Después de la tormenta, fuelle. Si parece que los demonios levantan en peso la casa y se la llevan por los aires... Dime, zopenco, ¿has visto subir a la señorita?
−Sí señora; hace rato.
−¡Qué has de ver tú, si dormías! ¿Estará en el comedor? No, todo a oscuras... Anda, cierra la puerta, enciende el farolillo y vamos a registrar la casa.
−¿A registrar?
−Sí; no estoy tranquila. Me pareció que vi... ¡San Antonio bendito!
−Algún alma del otro mundo.
−Ea, cierra, sube y calla.
Callados subieron ambos después de cerrar.
−¡Ah! −dijo Francisca al llegar al pasillo alto−, la señorita está ya encerrada en su cuarto. Veo claridad por la ventanilla alta.
Y acercándose a la puerta del cuarto de Gloria, gritó:
−Buenas noches, señorita.
Enseguida dieron un paseo por la casa; pero no hallaron a nadie.
El viento seguía; daba vueltas alrededor de la casa, estrechándola en vorágine horrible y como si la arrancase de sus poderosos cimientos para llevársela en un vuelo. Creeríase que toda Ficóbriga, con su Abadía en medio y su torre como un mástil, corría llevada por el huracán, del mismo modo que corre un mísero barco sin timón. Los árboles del jardín flotaban cual desmelenadas cabelleras, sacudiéndose, y las rachas de lluvia rasguñaban los cristales como uñas. Cuando el viento calmaba su furia loca, seguía llorando en el techo con lastimero y penetrante gemido que se apagaba y
avivaba, recorriendo toda la escala, cual un monólogo de aflicción, con imprecaciones y suspiros.
Después soplaba de nuevo con rabia; las ramas, en su rozar vertiginoso, se azotaban unas a otras, y parecía que entre aquel torbellino, difundido por la inmensidad de los cielos, se estaba oyendo el rumor de las rotas alas de un ángel que caía lanzado del paraíso.
XXXVII
Al fin se supo
Gloria sintió frío en el cuerpo y en el alma. Volvía lentamente a la normalidad de su espíritu. Cuando dirigió la primer mirada a su conciencia, se horrorizó. Todo era negro y espantoso. Cuando trajo a la memoria su familia, su nombre, creyose abandonada de Dios y de los hombres.
−¡Daniel, Daniel! ¿Dónde estás? −exclamó cerrando los ojos y alargando la mano como si pidiera socorro.
Morton la estrechó entre sus brazos.
−Aquí −dijo−, a tu lado, del cual no me separaré jamás.
−¡Qué locuras piensas! Debes huir; pero por Dios, no me dejes ahora. Yo muero.
−Ahora −afirmó Daniel con energía−, nadie, nadie me arrancará de tu lado.
−Mi padre... −murmuró ella.
−No me importa.
−Mi religión...
El extranjero calló, hundiendo la cabeza sobre el pecho.
−¡Daniel, Daniel! −clamó la joven llena de congoja−. ¿Qué tienes?
Morton no contestaba. Gloria puso su mano en la barba de él tratando de obligarle a alzar la cabeza.
−Has pronunciado la palabra terrible; ya no me acordaba de ella −murmuró el extranjero−. Has helado la sangre en mis venas, has hecho saltar mi corazón como si hubieras dado sobre él un latigazo.
−¿Por qué te espantas así? −dijo la de Lantigua espantándose también−. Daniel, amigo de mi alma, no aumentes el abismo que nos separa; al contrario, tratemos de llenarlo.
−¿Cómo?
−Hagamos un esfuerzo: reunamos nuestras creencias en una sola; reconciliemos nuestras conciencias. ¿No han concordado ya en el pecado? Pues hagámoslas una en el bien, en la verdad. Daniel, examinemos bien lo que nos separa, y se verá que la distancia entre los dos no puede ser grande.
−Ante el que hizo los cielos y la tierra no; pero ante los hombres es inmensa...
−¡Dios mío! −exclamó ella bañado el rostro en lágrimas−. ¿No habrá para nosotros misericordia?
−Querido amor mío, esposa –dijo él abrazándola con efusión−; ha llegado el momento de que todo sea verdad entre nosotros.
−Y de que miremos cara a cara este problema cruel.
−Sí, sí.
−Nuestro remordimiento sale terrible y amenazador del fondo de nuestra alma −dijo Gloria−, y nos grita: «Ya estáis unidos para siempre».
−Para siempre −murmuró él.
−La separación es imposible.
−¡Imposible!... Pero la hora de la verdad ha llegado.
−¡Oh Daniel, Daniel! −exclamó la de Lantigua, sintiendo en su alma violentísima irrupción de sentimiento religioso−; amigo de mi vida, compañero de mi alma, esposo mío, arrodillémonos delante de esa imagen de Nuestro Señor Jesucristo y hagamos voto solemne de disponer esta noche misma nuestra reconciliación religiosa, haciendo todos los sacrificios posibles tanto tú como yo. Hijos somos ambos de Jesucristo: volvamos a Él los ojos... Daniel, Daniel, ¿por qué huyes de mí?
Gloria arrodillándose delante de la imagen, tiró del brazo de su amante para que hiciera lo mismo. Daniel dejó caer la cabeza sobre el pecho. Nunca su rostro había estado más hermoso ni más patético. Pálido y grave, sus ojos azules se abatían con sombría tristeza, y vistas de perfil la elegante línea de su nariz y de su frente y la graciosa barba puntiaguda, su semejanza con el semblante mortal del Salvador del mundo era perfecta.
−¿Por qué no me miras? −preguntó Gloria llena de desconsuelo.
−No puedo más −gritó Morton con súbito arranque−. Vida mía, yo no soy cristiano.
−¿Qué dices? ¡Daniel, por Dios y la Virgen!
−Es preciso decírtelo al fin −añadió el extranjero con voz trémula−, y te lo diré. Gloria: yo no soy cristiano, yo soy judío.
−¡Jesús! ¡Padre y Redentor mío!
Estas palabras las pronunció la infeliz mujer con el espanto del que muere cosido a puñaladas; del que ve abrirse bajo sus pies la tierra y salir las llamas del infierno. Diciéndolas cayó sin sentido. Morton acudió hacia ella; arrodillándose tomola en brazos, procuró reanimarla con amorosas palabras; pero cuando ella abrió sus ojos y pudo ver junto a sí el característico rostro semítico que tanto había contribuido al cautiverio de su corazón, le rechazó severamente, diciendo:
−¡Impostor!... ¡Judas!..., me has engañado.
−Te oculté mi religión −dijo Morton sombríamente−. Esa es mi culpa.
−¿Por qué has ocultado tu religión? −dijo Gloria incorporándose con viveza.
Sus negros ojos echaban llamas.
−Por egoísmo, por temor a que no me amases −repuso Daniel con timidez y sumisión−. Yo no mentí; no hice más que callar: pero reconozco que callar fue gran falta.
−¡Infamia, infamia! No; es mentira... −dijo Gloria con desesperación−. Tú no puedes tener fe en esa doctrina.
−¡Quizás más que tú en la tuya!
−Mentira, mentira −exclamó la joven de rodillas en el suelo y retorciéndose los brazos−. Si fueses tú israelita, es imposible que yo te hubiese querido. ¡Ay!, parece que la lengua se me quema al decir esa palabra... Si el nombre solo de tu religión es una blasfemia... ¿Es posible, di, que no creas en Jesucristo, que no le ames?... Si esto es verdad, ¡qué horrible engaño, qué vida tan espantosa, qué muerte de las muertes! ¡Creer yo en ti de este modo, amarte, adorarte, y cuando pensaba vivir unida a ti para siempre, descubrir, Dios mío, descubrirme este horrendo secreto!... ¿Por qué no escribiste en la frente tu creencia infame? ¿Por qué cuando me viste correr hacia ti, no me dijiste: «Apártate que estoy maldito de Dios y de los hombres?».
−¡A qué demencia te lleva tu fanatismo! −dijo Daniel contemplándola con expresión compasiva−. Acúsame por haberte ocultado la verdad; pero no injuries a mi desgraciada raza, ni participes de un odio vulgar indigno de ti.
−Si es verdad lo que me has dicho, ¿por qué no tuviste mala la apariencia, como tienes mala religión? ¿Por qué no fueron horribles tus palabras, tus acciones y tu persona como lo es tu creencia? ¡Impostor, cien veces impostor!
−Gloria, amiga de mi vida, no hables así. Tus injurias me matan.
−¿Por qué me has engañado, por qué consentiste que te quisiera, sabiendo que debíamos estar eternamente separados? −exclamó ella con el desvarío de quien va a perder la razón−. Dime, ¿por qué consentiste que te amara?
−Porque te amaba yo. Es verdad que procedí mal; pero también conocí mi falta, y viendo venir imponente y amenazador el conflicto religioso, de mí partió la idea de separarnos y te lo propuse. Mi pensamiento no podía ser más honrado.
−Sí; pero después volviste.
−Volví −repuso Morton confuso como el criminal−. Es verdad; no sé quién me trajo. Todo se ordenó de modo que yo volviese. Me trajo una especie de ola infernal, o quizás hálito divino. El hombre es juguete de las fuerzas de Dios que gobierna en el mundo.
−¡Dios! No tomes en tu boca ese nombre... Tú no eres tú; no puedo decir fijamente si te amo o te aborrezco, y si cupiera esto en la mente humana, diría que al mismo tiempo te odio y te quiero.
Ocultando el rostro entre las manos, rompió a llorar sin consuelo.
−¡Y todo por un nombre, por una palabra! ¡Oh, qué iniquidad! −exclamó Morton con angustia−. Las palabras gobiernan al mundo, no las ideas. Dime, cuando me amaste, ¿por qué me amaste?
−Te amé porque me parecía que Dios te había puesto delante de mí; te amé por tu lenguaje, por tus acciones, por tu persona, por una dulce concordancia de tu alma con la mía..., ¿qué sé yo por qué?... Pero, no..., tú me estás engañando ahora... tú no puedes ser lo que dijiste, Daniel, porque tú has practicado la caridad.
−Nuestra ley nos dice: «Bienaventurado el que piensa en el pobre. En el día malo lo librará Jehová».
−Tú no puedes pertenecer a esa secta infamada −añadió Gloria asiéndose a su incredulidad como a un clavo ardiendo−. Aunque mil veces me lo jures, mil veces me negaré a creerlo... Si lo eres, ¡qué horrible disimulo el tuyo!
−He disimulado, sí. Esta es nuestra costumbre cuando viajamos por un país intolerante como el tuyo. Pero a ti debí decirte la verdad, lo conozco, lo confieso, declaro ante ti mi culpa, esperando perdón.
−Esto no puede perdonarse, no, de ningún modo −dijo Gloria con airada resolución.
−Tu Maestro −afirmó Morton−, te dice: «Perdona a tus enemigos, ama a tu prójimo como a ti mismo». ¿Es posible que tú participes del tradicional encono contra nosotros y de esa antipatía vulgar con que apacienta su rudeza y sus malas pasiones la plebe cristiana? Gloria, por el que hizo el cielo y la tierra, no puedo creer que degrades así tu preciosa inteligencia...
−Dentro de Jesús lo admito todo; fuera de Él nada. No llames preocupación al horror que me inspiras.
−Horror que desaparece callando un nombre. ¿Por ventura esto no te dice nada? ¡Me amaste sin conocerme! Di: ¿no parece esto una burla de tu misma fe? O yo estoy loco, o esto es la voz de la humanidad que a gritos reclama sus derechos.
−¡Ay! ¡Yo no sé lo que es esto!... −exclamó la infeliz mujer con arrebato−. ¿Por qué siendo lo que eres, todo en ti es amable? Sin duda tu alma es buena, y se conserva pura en ese cieno donde has nacido. Un esfuerzo, amigo de mi alma, un esfuerzo y sacudirás de ti esa podredumbre. Tu espíritu está preparado para la redención: basta un
movimiento ligero, una mirada dentro de ti mismo. Daniel, Daniel −añadió abrazándole con pasión−, por el amor que me tienes, por el que yo te tengo y que ahora o se extinguirá para siempre o se aumentará, te pido que seas cristiano... Daniel, Daniel, abandona tu falsa creencia y entra conmigo en el seno amoroso de Nuestro Señor Jesucristo.
Morton la estrechó contra su pecho. Después rechazándola suavemente, dijo con voz tétrica:
−¡Abandonar yo la religión de mis padres!... ¡Jamás, jamás!
Saltando lejos de él, Gloria le miró con espanto, como se mira una visión del infierno, más terrible cuanto más hermosa, más espantable cuanto más se viste de risueña forma.
−¿Qué has dicho?
−Que yo también tengo familia, padres, nombre, fama, y aunque sin patria común, nos la formamos en nuestros hogares y en la santa ley en que nacemos y morimos. Desde mis remotos abuelos, que eran de Córdoba y fueron expulsados de España por una ley inicua, hasta el presente y en todas estas sucesivas generaciones de honrados israelitas que constituyen mi familia, ni uno solo ha abjurado la ley.
−¡Ni uno solo! −exclamó Gloria con amargo desconsuelo−. ¿Y crees que gozan de Dios?...
−Los que fueron buenos como lo es mi padre, gozarán de Él por los siglos de los siglos −afirmó Morton con el acento de una convicción profunda−. No, no llenaréis con nosotros vuestro horrible infierno cristiano.
−Siempre me he resistido a creer en el Infierno −dijo Gloria con el espanto pintado en sus ojos−; mas ahora se me figura que existe sólo para mí esa caverna llena de llamas. ¡Oh, qué horrible confusión en mis ideas! Si no hay Infierno, para nosotros dos, para ti y para mí solos creará Dios uno, Daniel... Pero no, yo me salvaré y te salvaré. Merezco arder en el eterno fuego si no te salvo... ¡Daniel, Daniel, abre tus ojos, ven a mí!
−Del modo que tú quieres que vaya es imposible −afirmó el extranjero con sombría resolución.
−Entonces... di, ¿qué palabra hay para vituperarte?... ¿Cuál es mi suerte ahora?... Veo que en tu religión no hay conciencia.
−Puedes leer en la mía como en un libro.
−No hay la admirable virtud del arrepentimiento.
−Si este es el dolor y la vergüenza que causa el pecado, yo puedo decir: «Señor, estoy encorvado, estoy humillado en gran manera... mi dolor está delante de mí continuamente».
−No hay abnegación, no hay la confesión de las culpas.
−Sí; porque yo digo: «Mis iniquidades han pasado mi cabeza: como carga pesada se han agraviado sobre mí. Por tanto, denunciaré mi maldad, congojareme con mi pecado».
−¿Dices que lea en tu conciencia? −repitió Gloria−. No, no puedo leer nada en ella. Todo lo veo oscuro como la noche, como mi infamia, como estas tinieblas en que he caído para siempre. Arrodíllate delante de ese Cristo y creeré cuanto me digas.
−No delante de ese profeta crucificado en quien no creo, sino delante de ti a quien adoro, me humillaré −dijo Morton arrodillándose y besando las manos de Gloria−. ¡Que mi padre me maldiga y me arroje de su casa si no te muestro ahora mi conciencia toda, tal como es, y si te oculto mínima parte de la verdad! Yo te vi, y desde que te vi te amé. Creí desde luego que mi naufragio era providencial y que Dios te destinaba a ser mía. ¿Quién sabe sus designios? ¿Quién lee en su libro? Mi creencia en Él es grande y fuerte;
en todo le veo, y cuando falto a su ley, más terrible pero más claro se me aparece... Hice para ti un misterio de mi religión y procedí con egoísmo, porque conociendo el horror que inspiramos a los católicos, no quería destruir con una palabra la felicidad de que inundabas mi alma. Sabía que no podías amarme conociendo mi religión y callé... Cuando quise hablar, ya no era tiempo, te quería demasiado, estaba cogido en las redes de un insensato amor; parece que mi vida toda dependía de ti en el alma y en el cuerpo, y descubrirme equivalía al suicidio... Entonces pensé en los medios para conseguir una unión perpetua contigo; pero el problema religioso me espantaba, me volvía loco, me aturdía más que los mil truenos del Sinaí y que todas las venganzas de Jehová... Al fin comprendí que no había solución. Nuestro amor era una contradicción horrible entre Dios y la Humanidad, un absurdo espantoso, la idea absoluta de la irreconciliación; y al entenderlo así, retrocedí y saqué fuerzas de mi espíritu para la separación que te aconsejé. Huimos el uno del otro, porque no teníamos más remedio que separarnos como la noche y el día... Hasta aquí no es tan grande mi maldad.
−Pero después...
−Después... Yo no había pensado quebrantar mi resolución. Con el alma destrozada me disponía a abandonar para siempre este suelo, cuando los incidentes producidos por una obra de caridad, que carece de importancia y mérito, me obligaron a volver. Yo no sé cómo vine a tu casa; pero no creo en la fatalidad, y según mis ideas, nada pasa sin la voluntad expresa del que con sus dedos hizo el mundo y formó los astros y las almas. He sido juguete de misteriosas fuerzas. Dios me envió, sin duda, para probarme y conocer el temple de mi espíritu; caí; no tuve rectitud; caí, como cayó David; he sido un malvado, ¿qué quieres? pero te quiero, te adoro, y esto me disculpa ante Dios y debe disculparme ante ti. Mi pasión ha sido más fuerte que yo... Confieso mi crimen... Yo no protesto. Pero quita de en medio la funesta disparidad de nuestras creencias, y verás cuán gran parte quitas a mi iniquidad.
−¡Oh, no mezcles el nombre de Dios a esto... no lo mezcles!
−Yo digo: «¡Tu justicia, como los montes; tus juicios, abismo grande, oh, Jehová!»... Obra de Dios es este conflicto supremo. El amor vivísimo que a entrambos nos inflama obra suya es. Maldigamos... pero ¿a quién hemos de maldecir? A Dios no es posible; a nuestro amor tampoco... Maldigamos a las edades de quienes esto es obra perversa.
−Maldice a tu raza que, sacrificando a Jesús, se imposibilitó para la redención... −dijo Gloria con brío−. No creo en tu confesión, porque tu alma está a oscuras. Huye de mí; no me toques. El mismo amor que te tengo y que no puedo vencer, aumenta mi horror.
−¡Oh, Gloria, Gloria! −exclamó lleno de dolor el hebreo−, no consientas en ser inferior a mí, porque yo aborrezco el catolicismo y a ti te venero; porque sé distinguir entre tu falsa creencia, que desprecio, y tú misma, a quien pongo sobre todas las cosas de la tierra. Entre los ángeles de la luz has sido escogida. Me glorío en ti, y si fueras mi esposa, ninguna mujer existiría en la tierra ni más venerada ni más amada.
−¡Yo tu esposa, tu esposa yo!... ¿Qué dices? −gimió la de Lantigua−. ¡Yo también soñaba eso, Dios poderoso, y lo soñaba creyéndolo posible! ¡Cómo había de sospechar este horrible conflicto! Dios me ha desamparado, Dios me abandona para siempre.
−Si el tuyo te deja −dijo Morton corriendo hacia ella−, el mío te recoge. «¡Tus juicios, oh Jehová, abismo grande!».
−Déjame −gritó Gloria huyendo de él−. No me toques.
Pero no pudo impedir que Morton la estrechara entre sus brazos. Trémula y sobrecogida, la infeliz mujer se arrodilló, y abrazándole los pies, gritó con voz doliente:
−¡Daniel, Daniel, mírame de rodillas ante ti; mírame deshonrada, perdida para Dios y para el mundo!. Por el amor que te tengo, por el honor que perdí, por el respeto a Dios y el instinto del bien que hay en tu alma, te suplico que me saques de este infierno. Hazte cristiano; lava tu alma, y con tu alma mi deshonra. Has hecho una ruina espantosa, repárala. Quizás esto sea un aviso del cielo. Un gran pecado ha abierto a muchos los ojos... ¡Conviértete, si me amas; sé cristiano; adora esa cruz, y verás cómo sientes sublimado tu espíritu, verás cuán pronto se llena del verdadero Dios!
−Hagamos un pacto −dijo Morton, levantándola del suelo.
−¿Cuál?
−Sígueme.
−¿Yo... adónde?
−A mi casa...
−¡Oh, tú has perdido el juicio!
−Sígueme.
−Pues bien −dijo Gloria con entusiasmo−. Recibe el agua del bautismo; cree en Jesucristo y te sigo, te seguiré abandonándolo todo, cualquiera que sea la voluntad de mi familia; te seguiré aceptando mi deshonra. ¿Puede darse mayor sacrificio? Pero ganar un alma al reino de Jesucristo bien lo merece.
−Mi pacto es de otro modo −prosiguió Morton con febril impaciencia−. Cada cual trate de convertir al otro a su religión. Si tú vences seré católico, si yo venzo serás hebrea.
Gloria volvió el rostro con horror.
−Eso no puede ser −declaró−, la idea de no ser cristiana me espanta más que la de la condenación eterna.
−Y yo no puedo ser cristiano, no puedo.
−Daniel −murmuró ella, desfalleciendo de dolor−, ¿por qué no me matas? Busca un arma.
−Gloria, vida mía, ¿por qué no me matas tú a mí? Yo soy el que debe morir, tú no. El criminal he sido yo, no tú.
−Ha llegado la ocasión de morir. Dios nos abandona.
−No hay solución en la tierra −dijo él sombríamente.
−Ni en el cielo −añadió la joven con desesperación, dejando caer sus brazos sin aliento y cerrando los ojos, porque las fuerzas todas de su espíritu se habían agotado.
Cayó de rodillas, y apoyando la frente en el lecho, oró en silencio. Morton sentado en un sillón, se oprimía la abrasada frente entre las manos. De improviso los dos se estremecieron y se miraron, porque habían sentido pasos.
XXXVIII
Job
Dejamos al bueno de don Silvestre mostrando, lleno de orgullo, las peras de su huerta, mientras don Juan Amarillo se apoderaba, cual ave de rapiña, del señor de Lantigua, llevándole aparte para hablarle de un grave asunto.
Digamos algo de este hombre, cuyo apellido es de los que más admirablemente se conforman con la persona. Pasaba el tal Amarillo de los sesenta años y era un hombre despacioso, metódico hasta lo sumo, muy casero, gran rezador de rosarios, blando en su conversación, atravesado en su mirar, de cabeza generalmente inclinada hacia un lado como breva madura, nariz de pico, cabeza calva, ojos negros sombreados de largas
pestañas ásperas, barba fuerte, pero afeitada, y todo el rostro amarillísimo y reluciente como pergamino. Su ocupación era prestar con usura. Principal banquero de Ficóbriga, a todos sacaba de apuros, previo un interés que jamás pasó de cuarenta por ciento. Como se ve, no debía de ser de los peores en el arte.
Con el dote que le llevó su esposa Teresita la Monja, y con su buen manejo y economía (pues fue económico en todo hasta en tener hijos), en cuatro lustros se hizo muy rico. Tenía bastante amistad con don Juan de Lantigua, una de las pocas personas de Ficóbriga a quienes jamás prestó nada, como no fuera atención. Gozaba fama de ser hombre muy religioso, lo mismo que su mujer, gran atisbadora de vidas ajenas, y tan fuerte en la vida y milagros de todo el mundo que solían llamarla el confesonario de Ficóbriga.
Amarillo tomó del brazo a don Juan, y llevándole por bajo un emparrado en sitio muy solitario, le dijo:
−Hace días, mi querido don Juan, que deseaba hablar a usted de un asunto, y no quiero dejar pasar más tiempo.
−¿Qué es ello? −preguntó Lantigua algo alarmado por el tono misterioso que el otro don Juan tomaba.
−Un asunto grave. ¿Qué opinión ha formado usted de mí como hombre veraz?
−Opinión muy favorable.
−¿Me cree usted capaz de mentir?
−No señor, ni por pienso.
−¿De embrollar, de calumniar, de levantar catálogos?
−Nada de eso.
−Pues oiga usted la advertencia de un hombre honrado que le estima, que se interesa por la honra de su casa.
−¡Por la honra de mi casa! Don Juan −exclamó Lantigua con enojo−, ¿qué quiere usted decir?
−Suelen ser ciegos los ojos del marido. Sonlo también los de los padres bondadosos y confiados.
−No comprendo...
−Pues acabaré de una vez. Debe usted vigilar mucho, pero mucho, a su hija.
−¡A Gloria! −exclamó don Juan lanzando un grito.
−A la señorita Gloria −afirmó el judío cristiano−. Ella es buena, no lo dudo; pero está en la edad de las pasiones... No encuentro yo malo que las muchachas tengan novio: es muy natural; pero al menos que le escojan católico.
−Don Juan, ¿qué farsa es esa? −dijo Lantigua poniéndose tan amarillo como su interlocutor.
−¿Me cree usted capaz de decir una cosa por otra, de faltar a la verdad y de mortificar inútilmente a un amigo? Cuando me atrevo a hablar a usted, señor de Lantigua, es porque el hecho es cierto, ciertísimo. Gloria ha tenido entrevistas con don Daniel Morton.
−¿Dónde... cuándo? −preguntó Lantigua, cambiando del amarillo enfermizo al rojo sanguíneo.
−En los pinos... hace pocos días... Con decir a usted que mi esposa lo advirtió primero, y que después lo vi yo con mis propios ojos... Como se dijo que Morton partía, yo me callé; pero al oír al señor obispo que le había visto entrar en Ficóbriga, me alarmé y dije: «Pues no pasa de esta tarde sin contarle todo al amigo don Juan».
−¡Por vida de...! −exclamó Lantigua cerrando los puños y apretando los dientes−, que si no fuera verdad lo que usted me cuenta... ¿Quién lo ha visto, quién?
−Mi esposa y otras personas de la villa. A caballo venía Morton de la capital de la provincia, y dando un rodeo por los prados de la Pesqueruela para no entrar en Ficóbriga, iba a los pinos, donde le aguardaba...
Después del primer arrebato, vacilante entre la incredulidad y la alarma, Lantigua cayó en estupor profundo. Sintió un dolor agudísimo en el corazón, y no pudo decir palabra. Parecía que le habían arrancado de repente la ilusión de toda su vida, y quedose como el santo árabe Job, cuando llegando un criado, le dijo: «Tus hijos y tus hijas estaban bebiendo vino en casa del primogénito. Y he aquí un gran viento que vino del lado desierto e hirió las cuatro esquinas de la casa y cayó sobre los mozos y murieron, y solamente escapé yo para traerte las nuevas».
Pero don Juan no rasgó su levita, ni trasquiló su cabeza, ni cayó en tierra; antes bien, reponiéndose algo de la sorpresa, si bien no de la pena, decía luego para sí: «Es mentira, es mentira».
−Pero haremos bien en retirarnos dentro de la casa, porque llueve, amigo Lantigua −indicó Amarillo.
En efecto, llovía. Todos se metieron dentro huyendo del agua, y los criados de don Silvestre retiraban a toda prisa mesa y vajilla expuestas a la intemperie.
−Esto pasará pronto −dijo el padre de Gloria mirando al cielo.
−Yo creo −manifestó Romero−, que tendremos una segunda edición de aquel famoso día, cuando sacamos a los náufragos de a bordo del Plantagenet. ¡Qué día, señores! Aquello sí que era llover, aquellas sí eran olas... Yo, lo confieso, tuve miedo...
−Vámonos −dijo de improviso el señor de Lantigua indicando en su rostro una gran impaciencia.
−¿Lloviendo?... Por Dios, don Juan, ¿qué prisa hay?
−Yo me quiero marchar. Peor será esperar a que llueva más y a que se haga de noche.
−Como tú quieras −dijo don Ángel.
Don Silvestre mandó enganchar el coche de Lantigua. Cuando estuvo preparado arreció de tal modo la lluvia, que fue opinión general esperar a que pasase la turbonada. Los caminos estaban intransitables, y el cochero de Lantigua así como el del breck, aseguraron que sería milagro llegar a Ficóbriga sin que se rompiese alguna ballesta.
−No importa −manifestó don Juan−. Vámonos.
Pero en el mismo instante dijeron:
−El puente de Judas se ha quebrantado y no puede pasar ningún coche.
−Hoy es día de desgracia −gruñó don Juan hiriendo el suelo con el pie−. ¡El puente quebrantado! Vean ustedes lo que son nuestros ingenieros... ¡Qué Gobierno! Con el dinero que se gastó en ese puente de palo, se podrían haber hecho dos de sólida piedra.
−No hay más remedio que tener paciencia −dijo Su Ilustrísima con tranquilidad.
−No hay más remedio que marcharnos a pie −añadió don Juan−. Es calamidad... Ni siquiera tenemos paraguas...
−¿Pero tú estás loco? ¿Adónde vas? −manifestó don Ángel deteniendo a su hermano.
−¡Por Dios! don Juan... no parece sino que arde la casa.
El camino en realidad estaba intransitable, y espumosos arroyos de fango y agua descendían por las laderas. Don Silvestre dispuso que un criado suyo llamado Francisquín bajase a reconocer todo el camino hasta Ficóbriga. Al poco rato volvió diciendo que estaba medianillo y que el puente se podía pasar, andando por él con mucho cuidado.
−¡Qué cobardes somos! −exclamó Lantigua dirigiéndose a la puerta.
Por segunda vez le detuvieron; y he aquí que el cura dijo:
−Más vale que pasen ustedes aquí la noche. Tengo buenas camas. La crecida de la ría es espantosa, y no vale la pena que nos expongamos a perecer. Si subimos hasta Villamojada para pasar el puente de San Mateo, tardaremos cinco horas lo menos, porque el acarreo de mineral ha puesto la carretera intransitable.
Mucho costó persuadir a don Juan a que se quedara; pero al fin lo consiguieron, y se mandó a su casa el recado de que ya se tiene noticia.
Y he aquí que al volver Francisquín, dijo:
−La señorita Gloria esperaba muy alarmada; pero ya está tranquila.
−¿Quién estaba allí? −preguntó don Juan con viva ansiedad.
−Roque, don Amancio el de la botica, José el cartero, el maestro Rubio, Germán...
−¿Y nadie más?
−Y el señor don Daniel.
Por el abrasado pensamiento de don Juan de Lantigua pasaron aquellas palabras del libro de Job: «Fuego de Dios cayó del cielo, que quemó las ovejas y los mozos y los consumió; solamente escapé yo solo para traerte las nuevas».
−¿Qué es eso, don Juan, le ha hecho a usted daño la comida? −preguntó don Silvestre a su amigo.
¿Estás malo? −le dijo el obispo observándole cariñosamente.
Don Juan se había puesto verde.
−A ver ese pulso −indicó don Silvestre que también se las echaba de médico.
−Por fin −dijo uno de los compinches del cura, que había venido de la capital de la provincia−, cierto amigo que encontré en Villamojada y que acaba de llegar de Madrid, me ha informado de la religión de ese señor Morton, a quien don Juan ha nombrado. Es nada menos que judío.
Una exclamación de sorpresa y espanto sonó en toda la sala.
−¿Es eso verdad? −preguntó Lantigua echando fuego por los ojos.
−¡Tan verdad!... Daniel Morton es hijo de un riquísimo israelita de Hamburgo, rabí de la secta, o como si dijéramos, el sumo sacerdote o el papa de los judíos.
−A pesar de eso, no me pesa haberle salvado la vida −dijo con petulancia don. Silvestre−; porque está escrito: Bendecid a los que os maldicen y haced bien a los que os aborrecen... ¡Qué día aquel!
−Muy bien −afirmó el prelado estrechando la mano del cura−. Así me gusta.
Después se quedó tan pensativo que parecía una estatua.
−Mi opinión −dijo don Juan Amarillo gravemente−, es que no se debe consentir en Ficóbriga la presencia de ese hombre.
−No se debe consentir −añadieron dos o tres de los presentes.
Entonces Su Ilustrísima habló así:
−Mientras el impío exista, existirá la esperanza de traerle al buen camino. Dios no revela a nadie los caminos de su justicia. San Agustín, amigos míos, nos enseña que el impío está sobre la tierra ut corrigatur, ut per illum bonum exerceatur, es decir, para que se corrija, para que el bien, por razón de él, sea hecho.
Don Juan de Lantigua se levantó, diciendo con firmeza:
−Yo me voy.
Su tono indicaba una resolución tan firme que nadie se atrevió a contradecirle. El obispo empezando a participar de la inquietud de su hermano, añadió.
−Pues yo me voy también.
−Iremos por Villamojada −indicó don Juan.
−¡Qué temeridad! −dijo don Silvestre en voz baja al joven del Horro−. Cuando a este don Juan se le mete una cosa en la cabeza... Y no está nada bueno. ¿No ve usted qué color se le ha puesto? Tiene calentura.
XXXIX
El rayo
Gloria y Daniel Morton habiendo sintieron pasos y temblaron. Ni uno ni otro se atrevían a moverse. Ninguno de los dos pudo articular una sílaba. Contenían el aliento. Ambos deseaban ser aire impalpable para desvanecerse.
De repente la puerta abriose y apareció don Juan de Lantigua. Gloria lanzó un grito terrible. No se sentirá mayor espanto cuando se oigan las trompetas del juicio y aparezca entre inflamadas nubes el que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Don Juan avanzó hacia su hija con el brazo levantado; pero, como si le faltara la tierra a sus pies, cayó violentamente al suelo exhalando un gemido. Su venerable cabeza cana rebotó contra el suelo.
Don Ángel que venía detrás, Sedeño, Gloria y Morton se abalanzaron al cuerpo del infeliz padre. Le examinaron: parecía muerto.
Diéronse voces de socorro y acudieron atropelladamente los criados. Cuando levantaban a don Juan, el prelado separó con vigorosa mano a Daniel Morton, diciéndole:
−¡Deicida, sal de aquí!
Por primera vez en su vida se había visto la ira en el semblante del glorioso hijo de Ficóbriga.
El hebreo salió como un muerto que anda.
En tanto vino el médico y dijo que don Juan de Lantigua tenía un ataque de apoplejía fulminante y que duraría pocas horas. Sin embargo, se aplicaron con actividad febril todos los remedios indicados para arrancar su presa a la muerte. Había perdido por completo el conocimiento y solamente el pulso anunciaba los últimos congojosos esfuerzos de la desesperada vida.
Tenía Gloria en su remordimiento y en su dolor un peso tan grande que cuando la retiraron del lado del enfermo llevándola a su cuarto, no pudo salir de él, ni aun moverse. De rodillas, atónita, los espantados ojos fijos en el suelo, parecía estatua de mármol esculpida para conmemorar un gran desastre o representar la idea de la condenación eterna. En su paroxismo de dolor oyó los lúgubres pasos de los sacerdotes que subían con el Óleo Santo; los sintió después bajar a punto que entraba por las ventanas la luz de una aurora más triste que la lóbrega y fría noche.
Al fin vio aparecer a don Ángel que le dijo: −Tu padre ha muerto.
El santo hombre llevó ambos puños a sus ojos y empezó a llorar como un niño.
FIN DE LA PRIMERA PARTE
1
Segunda parte
I
Serafinita y don Buenaventura de Lantigua
Lo que ahora se refiere ocurrió en abril y en Semana Santa, que vino aquel año algo atrasada. En cambio la primavera se adelantó tanto, que san José trajo muchas flores, la Encarnación más y san Venancio entró lleno de rosas y claveles. Pocas veces se había visto Ficóbriga tan bien engalanada para las festividades religiosas más interesantes al alma y a los ojos del cristiano; y además de la placentera estación y del delicioso temple con que le favorecía Naturaleza, tenía el devotísimo pueblo otros motivos de gozo. Sí, sabedlo: aquel año habría procesiones, regocijo de que estuvieron privados los anteriores a causa de la pobreza del clero y lastimosa decadencia del culto.
Y aquel año habría procesiones, porque ofrecieron costearlas de su bolsillo particular dos beneméritos ficobrigenses, el excelentísimo señor don Buenaventura y la señora doña Serafina de Lantigua, hermanos de don Ángel y del difunto don Juan Crisóstomo, que falleció repentinamente el día de Santiago del año anterior. En el capítulo cuarto de la Primera Parte se hizo rápida mención de estas dos estimables personas; mas no era entonces ocasión de hablar mucho de ellas: ahora sí.
−Venturita y la Serafina −decía a sus amigas en el pórtico de la abadía la esposa de don Juan Amarillo−, han venido a Ficóbriga con el objeto que todos sabemos, y cuanto digan de arreglar la testamentaría del señor don Juan es farsa y enredo... Aquel desgraciado señor, aunque murió como si le partiera un rayo, dejó sus intereses y sus papeles en orden completo... Pero es preciso decir algo para que el público no se fije en la verdad... ¡Ah, la verdad! ¡Bienaventurados los que, como yo, la ponen por encima de todas las cosas!... Y la verdad es que...
Y al decir esto, Teresita la Monja susurraba al oído de sus amigas sílabas misteriosas. Sonreían persignándose las señoras, y acto continuo entraban todas en la iglesia.
En efecto, don Buenaventura y su hermana habían ido a Ficóbriga (esta en septiembre del año anterior y aquel en marzo del que corría) para asuntos no relacionados con la testamentaría del señor don Juan. ¡Y qué excelentes personas eran uno y otra! Verdad es que tratándose de aquella privilegiada y sin igual familia, no pueden sorprender a nadie las perfecciones morales y altas prendas del alma que parecían vinculadas en ella.
Serafinita seguía en edad al difunto don Juan. El obispo era el primogénito y don Buenaventura el más joven. Este era feliz esposo y felicísimo autor de numerosa prole; en cambio su hermana era viuda y no tenía ni había tenido nunca hijos. Distinguíase la noble señora por una semejanza tan peregrina con don Ángel, que verla a ella era ver a Su Ilustrísima vestido de mujer, con un peinado entre antiguo y moderno, traje negro sin pretensiones de elegancia, pero también sin abandono, alguna vez guantes negros de hilo, mantón negro y anillo negro en uno de los colorados y regordetes dedos de su mano derecha. En días de nordeste, que es un viento muy amigo de las neuralgias, solía ceñir fuertemente su cabeza con un pañuelo negro y pegarse en las sienes negros parchecillos. Cuando las humedades la hacían claudicar de la pierna izquierda a causa de la detestable propensión al reuma adquirida años atrás, se apoyaba en un bastón negro. En los días serenos y templados que convidaban a gozar de la naturaleza y confiarse sin miedo a ella, daba una vuelta por la orilla del mar en compañía de
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Francisca. Sentándose en cualquier roca, sacaba del hondo bolsillo la labor que jamás olvidaba, y picoteando con las agujas se ponía a trabajar en una media negra.
Tenía el semblante agraciado y tranquilo, teñidas las mejillas de leve rosicler mustio como de flor tiempo ha tronchada. Lo mismo que en el señor prelado, en ella la sonrisa era el signo más elocuente y sostenido del lenguaje de su cara, y sus hermosos ojos claros que habían visto tanto mundo y llorado tantas penas, relucían con cierta expresión festiva entre las negruras de que estaban rodeados. Del mismo modo el alma de Serafinita se sostenía confiada y valerosa, con el admirable temple que dan la conciencia pura y una creencia inmutable.
De su matrimonio puede decirse, como del infierno cristiano, que había sido el conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno. El hombre con quien se casó por compromisos de familia reunía en su alma proterva todas las maldades, vicios y groserías imaginables: era libertino, disipador, cruel, falso, tramposo. La pobre Serafinita sufrió con resignación malos tratamientos, infidelidades, escaseces y molestias a que no estaba acostumbrada; presenció escándalos, vilezas, vergonzosas intervenciones de la justicia, riñas, estafas; y por último padeció la mayor humillación y la pena más aguda al ser maltratada salvajemente por aquel monstruo. Horror causa referirlo. Un día el bárbaro esposo la abofeteó públicamente. Otro día en la intimidad de la casa la arrastró por los cabellos. La admirable entereza y resignación de virtud tan modesta le enfurecía más, como si en el heroico silencio de ella oyera terribles anatemas de su vil conducta. En aquella lucha horrible, a la humillada víctima pertenecía el grandioso valor, la cobardía al verdugo victorioso. Al fin Dios introdujo en la casa su mano justiciera. El marido cayó enfermo con lepra repugnante. La esposa abofeteada y arrastrada, viendo llegar la ocasión propicia de su venganza, tomola con arreglo a la idea evangélica tan arraigada en su alma, es decir, que le abrumó a cariños, le abofeteó con cuidados, y le clavó en la cruz de la más dulce solicitud y ternura. Aseguran que el infame murió convertido, y Serafinita, hablando de aquella muerte, decía:
−El demonio me lo entregó a mí y yo le entregué a Dios. Buen chasco te has llevado, Satán.
Al enviudar manifestó deseos de retirarse del mundo, consagrando sus días al amor de Dios, y en verdad aquel trabajador había hecho bastante en la viña y merecía jornal y descanso; pero la muerte de don Juan con las horribles circunstancias que la acompañaron impidieron su santo propósito. Dios decía a Serafinita: «Todavía te necesito en el mundo algún tiempo más…». De la puerta del convento marchó a Ficóbriga.
Don Buenaventura tenía poca semejanza en lo físico con sus tres hermanos. Era el menos guapo, así como don Juan había sido el más hermoso. En cambio parecía ser el más feliz. Dedicado a los negocios de banca, había sabido acrecentar su fortuna y vivía holgadísimamente muy estimado de todo el mundo, en el seno de una familia ejemplar, que se divertía cuanto era posible sin ofender a Dios. Además, don Buenaventura no había declarado la guerra a la generación presente, como su hermano; tenía un carácter más franco, conciencia menos rigorista, pensar más elástico aunque mucho menos brillante, facultad de adaptación que aquel no conocía; y a causa de estas prendas, que cada cual juzgará como mejor le acomode, y del lisonjero estado de sus asuntos, inclinábase a creer que el mundo no iba tan mal como alguien decía, ni que la sociedad presente era la más ruin y execrable de las sociedades posibles.
La muerte de don Juan, a quien amaba con delirio, hizo en su espíritu efecto desastroso y la desgracia de su adorada sobrinita le tenía sin consuelo. En marzo del año siguiente a la catástrofe llegó a Ficóbriga. Sus paisanos se alegraron de verle, y corrió la voz de que don Buenaventura proyectaba algo muy interesante para su familia y para el
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buen nombre de su hermano difunto y deshonrado. ¿Era esto verdad? No queda duda de que su mente trabajaba. Veíasele pasear por la playa, o detenerse largas horas en el cementerio examinando el sepulcro que se estaba construyendo para su hermano, o vagar solo por los alrededores de la casa, huyendo de toda amistosa compañía, con las manos a la espalda, la cabeza inclinada, fijos los ojos en el suelo, ligeramente fruncido el ceño, lento el paso. A ratos alzaba semblante y mirada hacia el cielo, como quien quiere preguntar algo; mas volvía pronto a leer en la tierra, sin duda por no haber recibido contestación.
Vestía cómodo traje negro, calzando zapatos de cuero amarillo a prueba de arenas y lodos, por cuya combinación de colores los holgazanes de Ficóbriga que pasaban su vida murmurando en la botica, decían al ver a don Buenaventura: «Ahí viene el mirlo». Era su cuerpo alto y no fornido, un poco echado hacia adelante. Su rostro, sin dejar de ser harto común, era muy agradable, uno de esos rostros mundanos que parecen hechos para el saludo y el comercio social, y que siempre aparecía pulcramente afeitado, pues en los varones de aquella familia el aspecto eclesiástico era como una tradición. Apenas se advertían canas en su cabeza, y de su cuello pendían lentes azules que usaba en días muy claros, porque sus ojos, ya que no lloraban por penas, lloraban por la luz meridional. Rara vez usaba bastón, y las manos por lo común se volvían hacia atrás, se juntaban, se acariciaban, dándose cordiales apretones como dos buenas amigas.
Así era don Buenaventura de Lantigua. Cierto día (precisamente el viernes de Dolores) al volver de una diligencia, encontró a su hermana que sentada en un banco del jardín trabajaba en su media negra. Ambos hablaron.
II
Lo que dijeron
−¿Tampoco hoy ha querido salir? −preguntó don Buenaventura.
−Tampoco −repuso Serafinita sin levantar la vista de su obra−. ¡Pobrecilla!... Hazte cargo, Ventura, de cómo estará su espíritu. Ni sé yo cómo vive, ni sé cómo no ha muerto de tristeza, de dolor, de vergüenza.
−Pues es preciso −dijo él con entereza−, que no muera de ninguna de esas tres cosas, sino que viva.
−¡Vivir! −exclamó doña Serafina suspirando−. Sí, ese es nuestro deber. ¡Ay! Para algunos es una obligación bastante pesada... Comprendo la angustia de esa infeliz hija de mi hermano, ¡pobre flor tronchada por el bárbaro pie del asno que en un momento de descuido entró en el jardín!... No, no he conocido en mi ya larga vida ejemplo semejante, ni hay otra caída que a esta se iguale, como no sea la de Satanás... Y no me digas que tiene remedio en el orden mundano, Ventura...
−Para todo hay remedio en el mundo −replicó don Buenaventura tomando una silla de hierro y sentándose frente a su hermana.
−Ventura −dijo Serafinita alzando los ojos de la obra negra−; recuerda bien lo que nos manifestó nuestro bendito hermano al partir para Roma en enero.
−Lo recuerdo bien.
−Nos dijo estas mismas palabras: «Queridos hermanos, en el asunto de la pobre Gloria, obrad con arreglo a las ideas de nuestro idolatrado Juan Crisóstomo, que está en el cielo. Haced lo que él habría hecho si hubiera sobrevivido a la horrenda catástrofe de su honor. Inspirémonos en su recuerdo; seamos herederos fieles de su conducta ya que no podemos serlo de su inteligencia poderosa».
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−Eso dijo, sí −repuso don Buenaventura−. Yo creo que el mejor modo de proceder con arreglo al pensamiento del pobre Juan es hacer lo que nos inspire nuestra conciencia. Juan habría hecho lo mismo.
−¡La conciencia! −exclamó Serafinita moviendo la cabeza−. Esa palabra por decirlo todo a veces no dice nada. ¡La conciencia! ¡Ay! Ventura, yo veo a la tuya inclinada a ciertos acomodamientos más deshonrosos que la misma deshonra que pretenden evitar; la veo dispuesta a eso que el mundo llama transacción, justo medio o no sé qué. Piénsalo bien y di si en este caso horrible puede hacerse más que aceptar el golpe que el Señor se ha dignado descargar sobre nuestra familia, abrumándola de vilipendio; dime si es posible otra cosa más que sucumbir gimiendo, y llorar nuestra deshonra, haciendo todo lo posible para que no se divulgue lo que no debe divulgarse.
−Y al fin será del dominio público.
−No... −dijo vivamente Serafinita con cierto orgullo−. Hay algo que no se sabrá nunca, al menos por ahora... Mi prudencia responde de ello; mi discreción me asegura que en eso no picarán las viperinas lenguas de Ficóbriga.
−También en eso picarán.
−Pues sea lo que quiera... Si Dios dispone que la vergüenza aumente, aumentará. A todo estoy preparada. Ya nada me espanta. El Señor ha querido probarnos. ¡Bendita sea su mano!
−¡Bendita sea! −replicó don Buenaventura.
−No, tú no puedes decir eso −objetó vivamente Serafinita−. Tú no puedes bendecir la mano que nos ha herido, porque quieres rebelarte contra ella; quieres hacer ahí unas composturas y unos amasijos de que no puede resultar nada bueno para la conciencia ni para la fe cristiana. ¿A qué aspiras tú? Vamos a ver; dímelo claramente.
−A lo que se aspira siempre cuando ocurren estas desgracias en una familia honrada −repuso don Buenaventura con flemático acento.
−Si el caso presente fuera como otros muchos que vemos un día y otro en nuestra sociedad, pase −dijo la señora sintiéndose fuerte con sus argumentos−; pero ya sabes que desde que el mundo es mundo, Ventura, no ha ocurrido un caso como este, al menos en España. Se podría creer que Dios ha enviado tan singularísimo y horrendo suceso como una especie de aviso, con el cual quiere advertir a los españoles los conflictos dolorosos que les aguardan...
−Hermana −dijo don Buenaventura interrumpiéndola−, sin quererlo tal vez, has dicho una cosa muy sabia.
−No te burles −repuso Serafinita rascándose tras de la oreja con una de las agujas−; lo que quiero decir es que si el caso que estamos llorando fuera como otros... Estoy cansada de ver niñas caídas en un momento de debilidad, por una ilusión funesta... pero, hijo, la ley, la religión y la misericordia paterna hallan medio de arreglar estas cosas entre nosotros.
−¿Y por qué no hemos de aspirar ahora a un resultado semejante?
Serafinita miró con estupor a su hermano, dejando caer la media negra sobre sus rodillas.
−¡Estás loco! −exclamó−. Ventura, Ventura, ten presente que para que caiga la bendición del cura sobre este nudo horrible y lo desate, y lo ate después como es debido, es preciso que Dios deshaga el mundo y vuelva a hacerlo de otro modo; que veamos desbaratada pieza por pieza la sociedad actual con sus creencias, sus castas, sus leyes y armada de nuevo, conforme a tu gusto y capricho.
−Puede ser que quedara mejor −dijo don Buenaventura sonriendo y balanceándose en la silla.
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−Pues anda, pon tu mano en la obra, enmienda la hechura de Dios y de tantos siglos...
−En suma, querida hermana –manifestó Lantigua resueltamente−; yo no quiero enmendar la obra de Dios, ni volver el mundo del revés. Reconozco la fuerza del argumento terrible que acabas de hacerme. ¿Pero no es lo más prudente y lo más cristiano tentar todos los medios antes de declarar irreparable esta desgracia?.
−Reparos que sólo están en tu imaginación. Pareces un niño, Ventura. No siendo posible que una religión falsa y otra verdadera se mezclen y confundan como el agua y el vino que se echan en un vaso; no siendo posible que nuestra santa fe católica transija en esto ni se humille ante las mentiras sacrílegas de una secta infame, ignoro cómo vas a componerlo.
−Precisamente deseo intentar algo que proporcione un gran triunfo a nuestra santa fe católica −dijo don Buenaventura.
−¿Qué? ¿Convertirle?... Me pareces tonto. Lo que nuestro bendito hermano no pudo conseguir, ¿has de lograrlo tú?... ¡Ah! Como no intentes su conversión por la vía de los negocios...
−Cuando mi hermano intentó convertirle, no existían para él las poderosas razones sociales, los graves compromisos de honor, de dignidad, de delicadeza, los deberes de humanidad...
−¡Honor, dignidad, delicadeza, humanidad!... Probablemente no entenderá esa lengua el que ha causado nuestra ignominia.
−Esta es lengua universal. En fin, querida hermana, pronto saldremos de dudas.
−¿Cómo?
−Oyéndole.
−Pues qué... −exclamó Serafinita con terror−. ¿Ese hombre...?
−Va a llegar. Le he llamado yo.
−¡Ventura, Ventura!...
Serafinita no pudo decir más. Era incapaz de cólera; pero su corazón se llenó de pena. Emprendiendo con frenética actividad su obra, fijaba sus animadas pupilas en las puntas de las dos agujas, que, rozándose con fuerza, parecían las espadas de irritados duelistas que se batían furiosamente. Después de un rato de silencio, Serafinita dijo:
−¡Ventura, Ventura!... ¿Has escrito al hebreo?
−Sí, y vendrá.
−Tal vez no. Ya sabes que en diciembre estuvo aquí y nuestra sobrina no quiso recibirle.
−Ya lo sé.
−Y que le ha escrito muchas cartas...
−Sin que ella se haya dignado leerlas. También lo sé.
−Pues ahora tampoco le recibirá.
−Allá lo veremos. No creo que mi venida a Ficóbriga sea en balde, ni que mi autoridad sea una irrisión −dijo Lantigua demostrando gran confianza en la eficacia de su voluntad.
−Querido hermano, tú has olvidado la recomendación de Ángel. ¿Crees que nuestro hermano Juan habría escrito a ese hombre rogándole que viniera?
−No lo sé... Juan no pudo pronunciar una sola palabra sobre su deshonra. Murió callado.
−No murió de apoplejía −manifestó con emoción muy honda doña Serafina−, murió de ira; que también la indignación mata. Su pensamiento se abrasó, su alma huyó escandalizada del cuerpo en un instante horrible. El cielo desplomósele encima. Me parece que oigo la íntima exclamación de su espíritu al volar temblando de este
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mundo... Ventura, Ventura, inspírate en nuestro hermano, muerto por su deshonra; identifícate con él y represéntate aquel instante tremendo, la sorpresa de Juan, su terror, su congoja de padre amantísimo y de católico ferviente; haz un esfuerzo y procura creer que tú eres él mismo y no tú; que él ha resucitado en ti...
−Inspirándome en mi conciencia −dijo serenamente el banquero−, creo inspirarme en él...
Y levantándose, echó ambas manos a la espalda y encorvó ligeramente el cuerpo y se puso a pasear por el jardín de un ángulo a otro, sin apartar la vista de la arena que crujía bajo sus amarillos zapatos. Serafinita, desbaratando un gran trozo de media negra que estaba detestablemente hecho, empezolo de nuevo.
III
Cosas que se ignoran y otras que se saben y deben decirse
La casa no estaba lo mismo que el año anterior. El jardín hallábase bastante descuidado, creciendo en él o con excesiva libertad o sin la cariñosa esclavitud del jardinero las flores de primavera que ornaban sus verdes cuadros. Los arbustos y árboles de sombra, los recortados setos, las enredaderas de mil brazos, el césped y los tiestos vivían angustiadamente bajo el imperio del olvido. En cambio los caracoles sacaban el vientre de mal año en aquellos meses, y se extendían, cual inmenso rebaño jamás saciado, por todo lo verde, subiendo por los tallos arriba hasta llenar de inmundas babas la más alta hoja; que tal es el oficio de estos ministros de la envidia. Algunos tenían tal descaro que se subían por las faldas de doña Serafina y la observaban con sus ojuelos y movían ante ella sus expresivos tentáculos, como diciendo: «¿Qué habrá venido a hacer aquí esta buena señora?..».
En lo exterior de la casa los desperfectos causados por el último invierno no habían sido reparados. Faltaban pedazos de yeso y molduras. Por no hallarse en buen estado los canalones, existía en la pared de levante una gran mancha de humedad, al modo de sombra irregular y compleja, que casualmente parecía representar una figura o monstruo de muchas patas y amenazante boca. La veleta se había doblado con los poderosos bofetones del huracán, y la flecha desquiciada y sin movimiento señalaba siempre al norte. Estaba muerta.
Dentro podían notarse asimismo los tristes efectos del abandono. Algunas estancias no habían sido abiertas en mucho tiempo. El reloj de gran esfera y resonante timbre que estaba en el vestíbulo para advertir a todos los de la casa la hora de las obligaciones, de los placeres, del descanso y del trabajo, había enmudecido, y su rostro mofletudo que tan bien sabía responder antes a los que le preguntaban cosas del tiempo, no expresaba ya nada, como no fuera la inmovilidad y el tétrico silencio de la muerte. En vano don Buenaventura trató de ponerle en movimiento con el dedo, ora impulsando las agujas, ora el péndulo. El reloj daba dos o tres latidos, unas cuantas pulsaciones quejumbrosas y volvía a caer en su hondo letargo. Había en la quietud de sus agujas sobre la blanca esfera numerada algo semejante a entornados párpados y a respiración sosegada y profunda. Viéndole, veíase a uno que duerme.
En las habitaciones altas había otro de chimenea que, trocado en bufón, reía de los grandes chascos que daba a sus amos y del trastorno que producía. Su conducta era más propia de un pillete que de un reloj. Así cuando eran las seis, él marcaba y tañía las once o viceversa, y a veces se tragaba medio día lindamente, o se empeñaba en hacer creer que el sol salía después de misa mayor. Siempre que esta buena pieza le daba un bromazo, decía Francisca tristemente:
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−Anda, hijo, anda: no eres tú solo el que disparata. Como tú van todas las cosas de esta casa.
Las habitaciones de don Juan, habían permanecido cerradas hasta que llegó don Buenaventura, que, tomándolas para sí, pasaba allí largas horas, ordenando los manuscritos y cartas de su hermano y completando el catálogo de la biblioteca. Serafinita vivía en la planta baja, por ser enemiga de escaleras, y Gloria continuaba morando en su habitación primitiva. Pero hacía muchos meses que los habitantes de Ficóbriga no habían visto a la señorita de Lantigua en la calle, ni en el jardín, ni en los balcones. Los propios criados de la casa, a excepción de las dos mujeres, tampoco la habían visto. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacia? Teresita la Monja enunciaba con su labio sibilítico mil abominables cosas, y ningún ficobrigueño pasaba por el camino real ni por la plazoleta sin mirar a las tristes ventanas, cerradas también, cual ojos de durmiente, y decir para sí: «¿Qué hará?».
Durante algunos meses Gloria había sido objeto de comentarios diversos. Bastante trabajó la curiosidad en aquellos días, muchísimo la envidia. Se quería demostrar que las grandes reputaciones son casi siempre usurpadas, que no hay nada superior ni sublime; que todo es pequeño y miserable, que las flores no son flores sino fango; que el diamante no es luz solidificada sino carbón; en fin, que todos somos iguales y que si alguno sube mucho por hipocresía o arte mundano, debe bajar y ponerse al nivel de los demás, restableciendo la armonía del vulgo, tan necesaria a la del universo.
¿Tenía razón la plebe? ¿Quién puede decirlo sin conocimiento de cosas y personas? La señorita se oculta de todo el mundo, se esconde de todas las miradas, haciendo de su vida un misterio impenetrable; y como el laborioso insecto, ha tejido un capullo y se ha quedado dentro, con intención sin duda de no salir sino con alas o sea en espíritu. Si penetramos en la casa, no nos es posible llegar hasta ella, porque los criados detienen a todo intruso. Hasta el taciturno reloj del vestíbulo parece decir con su torvo silencio: «¿Adónde vas, insensato? Aquí ya no hay nada»... Creemos sentir leves pasos sobre el entarimado superior. Son sin duda los pasos de la señorita... pero no: son los de un gatito que juega. Aunque ponemos gran atención, no conseguimos oír su voz que ha querido extinguirse para siempre como la del reloj, creyéndose indigna de sonar entre los vivos.
Atrevidos subimos; mas tampoco arriba nos es posible verla. La puerta de su habitación está cerrada. Por la noche, si la sorprendemos por breve instante abierta, descubrimos vaga sombra de una cabeza sobre la pared. La cabeza se mueve: es ella sin duda; pero convertida en leve mancha oscura sin alma y sin vida. Si hay conversación dentro de la alcoba, percibimos, aguzando mucho el oído, el vago silbar de las eses que se destacan sobre la pronunciación castellana, como la espuma sobre las olas.
Si continuamos observando, vemos al través de la puerta, que no ha sido bien cerrada, súbita claridad rojiza que se extingue pronto. No hay duda de que la señorita ha quemado un papel. Por Roque, que dice todo lo que sabe, sabemos que Gloria ha recibido poco antes una carta con sellos encarnados, que no son los de España. Después sale Francisca, entra don Buenaventura y se entabla nueva y más viva conversación, que dura hasta hora muy avanzada. Pero no podemos atrapar sino las fluctuantes eses que marean y nada dicen solas. Don Buenaventura se retira al fin meditabundo como siempre; óyese el rumor de los perezosos rezos que preceden al sueño, y sale después Serafinita serena y mística, como un santo que baja de su nicho para pasearse. Luego se siente el chasquido de la llave. ¡Adiós! La señorita se ha encerrado; duerme, y envuelta en delicada nube de silencio, de oscuridad, de reposo, ha lanzado su espíritu a las zonas infinitas. Avancemos, apliquemos nuestro oído indiscreto al hueco de la llave. ¿Oís algo? Nada... Quizás un rumor más tenue que el de las alas del más pequeño insecto
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batiendo en el aire, una leve cadencia que no sabemos si es la respiración de Gloria o el aliento de su ángel de la guarda, que vela con la mano puesta sobre la frente de ella.
Un día, que era sábado de Pasión, el narrador espió también. A la escalera llegaba gratísimo olor de claveles y rosas, accidente relativo a ella que parecía ella misma. La señorita estaba haciendo un ramo. De hallarnos en el jardín, habríamos sentido ligero ruido en la persiana alta, y alzando la cabeza con la prontitud del curioso, habríamos visto una mano que en breve instante apareció y huyó después de arrojar palos de flores y ramitas inútiles. Aquella mano era la misma que muchísimos días antes había empujado la puerta de la casa para no dejar entrar a un hombre. En cuanto a la cara, sólo la vieron los pájaros alineados como tropa en el alambre, o los que volando y piando pasaban.
Francisca bajó por más flores y doña Serafina subió llevando unos alhelíes que ella misma cogiera. Oyéronse los tijeretazos cortando los palitroques sobrantes en el tronco del ramo. Ni el mismo Roque, que todo lo sabe, sabía para quién eran aquellas flores.
Pronto lo sabremos nosotros. Era media tarde cuando entraron y se reunieron en el comedor don Buenaventura y los dos personajes de más peso en la república ficobriguense, don Silvestre Romero y don Juan Amarillo, este último elevado poco antes a la categoría de alcalde, con lo cual su respetabilidad, que ya era grande, se había remontado a lo sublime.
Don Silvestre a poco de estar en el comedor subió con objeto de ver a su amada penitente, como él decía. Quedándose solos don Buenaventura y el digno alcalde, este habló a su amigo de los últimos acuerdos del Ayuntamiento referentes a las procesiones de Semana Santa costeadas por el generoso banquero y que debían ser dos a la usanza antigua, la del Salvador el Domingo de Ramos y la del Crucificado, con dos pasos más y la Dolorosa, el Jueves. A todo dijo amén don Buenaventura; mas no se mostró muy gozoso cuando Amarillo le notificó que a él, al propio señor de Lantigua, correspondía lugar muy honroso en ambas procesiones, debiendo en la del Salvador acompañar a la sagrada imagen, propiedad de la esclarecida familia.
Debemos decir que esto y otras cosas municipales de que habló el insigne Amarillo, como el acuerdo recién tomado por el Ayuntamiento de llamar en lo sucesivo plaza de Lantigua a la plazoleta de la Charca, y colocar una corona en el sepulcro que se estaba labrando al señor don Juan, no fueron sino pretextos que el alcalde tomaba para hablar de un asunto de vivísimo interés para él. Desde la catástrofe del día de Santiago, corrió por Ficóbriga la voz de que la desgraciada joven, antaño llamada joya de aquella villa, entraría en un convento, y que la familia pensaba vender la casa, por ser muy antipáticos para ella los lugares de su desgracia y deshonor. Enunciada esta idea, don Juan Amarillo, dueño de copiosos caudales afanados Dios sabe cómo, concibió la felicísima idea de adquirir tan hermosa finca y establecerse en ella, haciéndola trono de su omnipotencia y de la gran superioridad que sobre toda la redondez de Ficóbriga había ganado.
La idea culminante, la idea madre de todas las ideas de don Juan Amarillo era esta: «ser el primer personaje de Ficóbriga».
La idea cardinal que gobernaba toda la máquina intelectual de Teresita la Monja era esta: «Ser la primera señora de Ficóbriga».
La presencia de los Lantiguas en aquel pueblo que por tradición les veneraba era grandísimo estorbo, porque la villa obedecía puntualmente a la ley que dijo: «No servirás a dos señores». Pero si los Lantiguas se marchaban, después de que la joya fuese guardada en el estuche de un convento, ¡oh!, indudablemente la dinastía de Amarillo reinaría ya sin rival entre el mar y la Pesqueruela, entre el cerro de doña Fronilde y Monteluz.
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Ambos esposos vivían desasosegadamente esperando saber lo que se determinaría, y no cesaba don Juan de hacer indiscretas preguntas al banquero. Aquel día repitió sus proposiciones para quedarse con la casa; pero don Buenaventura no pudo contestarle nada categórico.
−Pronto daré a usted una contestación terminante −dijo Lantigua−. Esto ha de decidirse pronto; pero muy pronto.
En esto oyéronse acompasados taconazos en la escalera, que retemblaba cual si un gigante bajara por ella. Era don Silvestre que volvía de su visita, trayendo un gran ramo de flores entre cuyas frescas hojas hundía a cada rato su carnosa y sensual nariz para aspirar la fragancia de ellas.
−La encuentro −dijo el cura−, mucho más animada... Mejor color, menos tristeza, algunas ganitas de hablar, interés por las cosas... en fin, resucita, la pobre resucita poco a poco.
−Así me parece a mí −indicó don Buenaventura demostrando la importancia que daba al bienestar de su sobrina−. ¡Si Dios quisiera apiadarse de ella y de todos nosotros!...
−Vean ustedes qué hermoso ramo me ha dado −dijo el cura acercándolo a la picuda nariz de don Juan Amarillo, que olió por espíritu de adulación−. Es para el Salvador, para la histórica imagen de los Lantiguas. Se lo pondremos en las alforjas al borriquito.
−Ya el señor don Buenaventura −manifestó Amarillo levantándose−, está conforme en dar realce con su presencia a ambas procesiones.
−Pasaremos por aquí. Ya me ha prometido la señorita que saldrá al balcón −afirmó don Silvestre con regocijo−. Le he dicho que dejaré de ser su amigo si no va mañana a la misa mayor y a la hermosísima festividad de las palmas. La pobrecita no quiere...
−Irá; yo le prometo a usted que ira −dijo don Buenaventura despidiendo a sus amigos−. Esta situación debe acabar pronto.
En el jardín don Juan Amarillo alzaba la cabeza circundada de rayos de autoridad, y poniéndose la mano a guisa de pantalla en la frente, para que el brillante sol no ofendiera sus ojos, contemplaba la fachada de la casa, diciendo para su hondísimo capote:
−En reparaciones tendré que gastar otro tanto de lo que vales; pero no importa si al fin eres mía. ¡Oh, mía...!
IV
Las amigas del Salvador
La capilla del Salvador, propiedad de la familia de Lantigua, estaba en la derecha nave de la Abadía, con ventana ojival abierta al atrio, altar churrigueresco, pesados bancos de nogal, dos o tres inscripciones sepulcrales y un cuadro de ánimas en el cual los desnudos cuerpos bailaban entre rojas llamaradas. Pequeña puerta de arco escarzano daba entrada a la sacristía o camarín, pieza no muy clara, abovedada y húmeda, donde generalmente no ocurría nada digno de ser contado, como no fueran los devastadores progresos de la carcoma, monstruo imperceptible que parece la representación viva de otro monstruo, el tiempo.
Pero el sábado de Pasión, alegre cháchara de mujeres bachilleras resonaba en la olvidada estancia, como discorde piar de urracas más que de jilgueros; parlerío semejante al de un taller de modista; rumor entreverado de risas y exclamaciones, y
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salpicado de broncas toses y truenos de nariz, lo cual indicaba que no había allí una congregación de juventud.
En el centro del camarín, puesto ya sobre las plateadas andas que le habían de sostener, estaba el Salvador, imagen de madera cuya hermosa cabeza debió ser modelada por algún escultor del gran siglo. Sus ojos negros miraban con seriedad dulce y profunda. De sus labios iba a salir la palabra... Hablaba; faltaba poco para oír su voz, a ninguna humana voz parecida. Su majestuosa frente descubierta en forma de triángulo por la caída de las dos bandas de cabellos, superaba a cuanto ha podido idear la escultura griega. Pero sobre todas las perfecciones de tan ideal rostro descollaba aquel mirar que era la irradiación de la inteligencia suprema, y que infundía pasmo y veneración. La pupila inmensa que todo lo ve y que penetra hasta lo más íntimo de los corazones no podía tener representación más adecuada.
El resto de la imagen no correspondía a la cabeza. Había tomado el escultor por su cuenta busto y extremidades, dejando lo demás al carpintero. El divino cuerpo consistía en un tosco madero que la humedad y el tiempo habían roído a competencia; mas como debía cubrirse con la rica vestidura de tisú, el efecto artístico no se perdía. Montaba el Señor aquella asna que los discípulos cogieron en la aldea cercana a Betfagé, y fuerza es confesar que el escultor tampoco puso la mano en ella ni en el pollino que la seguía. Ambas figuras eran de tosca labor; pero aun así desempeñaban bien su papel, y principalmente el borriquito hacía las delicias de toda la grey devota y de los chicuelos, que no podían menos de ver en él un santo juguete.
El Salvador estaba aún sin vestido, y el borriquito sin alforjas. Tres mujeres trabajaban allí con celo incansable. La una varonilmente subida en las andas, lavaba con esponja el rostro de la sagrada imagen. La segunda cosía una rica tela, añadiéndole tal cual pieza y fijando los galones. La tercera manejaba flores de trapo, combinándolas en graciosos ramos y lindos festones. Si ocupadas estaban las seis manos, no lo estaban menos las tres lenguas.
Teresita la Monja, esposa de don Juan Amarillo era la que lavaba. Mujer rica y desocupada por tener más dinero que hijos y más devoción que menesteres domésticos, había mostrado siempre afición a las cosas de iglesia y a meterse en sacristías y enredar en camarines, ora vistiendo santos, ora manipulando cofradías, gustando además de saber y comentar todo lo que pasaba y todo lo que iba a pasar entre el coro y el altar mayor, y dar su voto sobre cuanto atañese a las ceremonias religiosas.
La segunda era cuñada de la primera, por ser mujer infelicísima del hombre más desautorizado y más perdido de Ficóbriga, del filósofo y ateo y mentecato, don Bartolomé Barrabás, hermano de Teresita la Monja; pero Isidorita la del Rebenque (que tal nombre tenía por haber sido su padre dueño del prado del Rebenque) llevaba con gran paciencia la cruz de su nefando matrimonio; y todo lo que Barrabás perdía en opinión y en intereses por su mala cabeza, ganábalo ella con su trabajo y ejemplar conducta. Hacía con igual arte ropa de mujer, de hombre y de clérigo, pudiendo competir sus levitas con las de Caracuel, como lo probaba la gallardía y elegante soltura del cuerpo de don Juan Amarillo. En la temporada de verano albergaba huéspedes, tratándolos bien. Había sido hermosa; mas últimamente la obesidad y las penas la tenían en lastimoso estado. Unida con vínculos de parentesco y de cordial amistad a la Monja, de quien recibía frecuentes favores, acompañábala en la iglesia y en casa, siendo un eco de ella en las opiniones y un admirable estímulo preguntón para que Teresita, o sea el Confesonario de Ficóbriga, satisficiese su ardiente necesidad de contar todos los secretos de la villa.
La tercera, o sea la que se ocupaba en arreglar las flores, era la más joven de las tres, y si se quiere la más hermosa, pues había en su rostro vestigios de una belleza
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varonil y provocativa. Llámabanla comúnmente la Gobernadora de las armas, por haber sido esposa de uno que componía armas, o que las gobernaba, como es uso decir. Doña Romualda era florista y braguerista, y así consta en los estados de la contribución de subsidio industrial, donde puede verlo quien dude de las múltiples habilidades de esta señora. La muerte repentina del gobernador de las armas la había dejado viuda; pero ella se sostenía regularmente, aunque no está averiguado que lo hiciera con la virtud de aquellas dos preciosas industrias.
Respecto a Teresita la Monja debe añadirse que era flaca y lustrosa, y su piel al modo de placa cobriza: las malas lenguas de Ficóbriga decían de ella que se frotaba todas las mañanas largo rato con polvos y ante para sacarse brillo. Era su perfil a lo griego, de líneas rectas formado, pero con cierta indecisión o vaguedad a la manera de moneda gastada por el uso. Sus ojuelos grises y a veces dorados como los de los gatos no paraban un momento, y lo que más envidiaba a la Divinidad era el don supremo de ver lo invisible y de leer en los corazones. Llamábanla Monja, porque la exclaustración la sorprendió novicia en las clarisas, con lo cual torciose la vereda de su destino, y enfriándose de su religioso anhelo ante las gracias personales de don Juan Amarillo (cuando era pollo), cayó en sus dulces brazos y se descarrió en un momento de tentación funesta o de falso idealismo. El matrimonio puso luego las cosas al derecho, pero Teresita no perpetuó el linaje de los Amarillos. En efecto, aunque esto no pueda definirse bien, había en ella una como personificación de la esterilidad.
V
Realismo
Pasó suavemente la esponja por el augusto semblante de la imagen que representaba la encarnación de lo divino, y después la exprimió sobre el cubo para que saliese el agua sucia. Al mismo tiempo decía:
−¡Ay! ¡Jesús mío, cómo estás!... Ya se ve... ¡Catorce años pudriéndote en ese nicho! Vaya, que los Lantiguas pueden hablar... ¡Tanta devoción, y esta sacratísima imagen olvidada!... ¡Qué horror! La mitad de la pintura se queda en el paño...
−Estás haciendo de Verónica, Teresa −dijo sonriendo Isidorita la del Rebenque−. Con poco más sacarás el divino rostro en el lienzo.
−Pues has dicho la verdad. Vamos, no fregoteo más: bien está así. Ahora le pasaré un paño seco. Así viejecita y despintada no hay otra cara como esta en todo el mundo. Miren qué expresión... parece que nos oye y que nos mira y que quiere hablarnos.
−Parece que nos agradece los cuidados que tenemos con él −dijo la Gobernadora de las armas apartando sus ojos de las flores y fijándolos en el Salvador−... Pero, ¡ay!, amigas lo que me ocurre en este momento... Sabéis que en efecto...
−¿Qué?
−Se parece, sí: no hay duda de que se parece...
−¡Ah!, cállate, por Dios −exclamó Teresita bajando la escalera y sujetándose las faldas para que el borriquito que estaba todavía en el suelo no le viera las piernas−. No sigas... por Dios. Es verdad que se parece... pero esto no se puede decir, ni aun pensar. Es un sacrilegio.
−Todas las cosas, incluso las malas, son hechura de Dios −dijo la esposa de Barrabás−. Pero hay quien dice que las caras guapas son obra de Lucifer. Más vale que no hablemos de esto...
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−Venga la camisa −dijo Teresita tomando una especie de funda de riquísimo hilo que le alargó la del Rebenque.
−Me parece que en ningún tiempo, ni aun en los del mayor esplendor de los Lantiguas, se ha puesto el Salvador una prenda como esta. Es lo que sobró de aquella pieza que compré el año pasado para hacerle camisas a mi Juan... En fin, Isidora, a ver cómo se la ponemos... Coge tú por allí... A ver cómo entramos las mangas sin romperlas... Cuidado con los encajes. Son los de aquella mantilla antigua que deshice.
−¿Ayudo yo también? −preguntó la Gobernadora.
−No, mujer... acaba esas flores; que esto pronto lo despachamos.
Así fue en efecto, y luego ocupáronse ambas de la túnica de terciopelo morado, no por cierto inconsútil, que acababa de componer Isidora.
−De veras digo −manifestó Teresita−, que si sé que tenemos procesión este año, le regalo una túnica nueva al Salvador. Entre mis sobrinas y yo la hubiéramos hecho en un momento. Esta no se puede mirar. Serafinita me dispense; pero esto es un pingajo... ¡Qué galones! ¡Qué forros! ¡Ah!, los Lantiguas, los Lantiguas... mucha devoción de pico, mucho hablar de cosas santas... discursos por acá, librotes por allá... Pero los hechos, las obras; ¡ah! yo me fijo en las obras y sólo por ellas juzgo... Arriba con la túnica. Yo subiré la escalera; alarga los brazos todo lo que puedas.
Apenas quedara cubierto el cuerpo del Señor abriose la puerta de la capilla, dejando ver una boca remilgada y sonriente, dos alegres ojos pequeños, apenas visibles entre los pliegues de la cara contraída por la sonrisa, una nariz redonda como avellana, un cuerpo forrado en verdinegra funda desde el cuello a los pies, dos brazos negros, en fin, toda la persona de Agustín Cachorro, sacristán de la Abadía. Ya sabemos que el año anterior se había quitado la plaza a José Mundideo, a quien más tarde se dio la de sepulturero. Su sucesor en la sacristía había sabido conquistar simpatías en puestos análogos, y, la verdad sea dicha, ninguno existía más atento a sus deberes. Honrado, activo, complaciente, respetuoso y siempre festivo, el buen Cachorro agradaba a un tiempo al cura y a los fieles, al pastor y al rebaño.
−¿Qué tal, señoras mías, se trabaja muchito? −dijo desde la puerta.
−Entre usted... entre usted... hermano Cachorro −respondieron a una y chillonamente las tres.
−Esperen un ratito, que voy a meter las palmas en la sacristía. Vaya, que está muy guapo el Salvador... ajajá... ¿quién conoce a este caballero?...
−Entra, Cachorrillo −dijo Teresita, que tenía gran familiaridad con él−. No podías haber venido más a tiempo. Las tres te necesitamos.
−¿De veras?... ¿Y si me riñe el señor cura porque abandono mis obligaciones?
Agustín entró riendo, pues la risa era su fisonomía.
−Vas a ayudarnos a poner el borriquito en su sitio.
Cachorro tomó el tiento a la escultura, que no era de plumas.
−¡Ay mi niño, cómo pesas!... Pareces un pecado −exclamó echándoselo a cuestas.
El animal tenía en sus patas cuatro espigones de madera, que encajaban en otros tantos agujeros abiertos en las andas al lado izquierdo del asna madre que montaba el Señor.
−¡Ya está! −dijo Cachorro afirmando al animal en su sitio−. Señoras, adiós.
−¿Pero te vas?
−No se vaya usted.
−Señoras, tengan paciencia −dijo el sacristán−. Yo me estaría aquí todo el día con mucho gusto; pero el señor cura me riñe y dice: «¡Anda, hipocritón, que no sirves más que para retozar con las santurronas!..».
−Es el tal don Silvestre el hombre más deslenguado...
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−¡Qué cabeza la mía! −murmuró Agustín−. ¿En dónde he dejado el ramo?
−¿Qué ramo?
−¡Ah! Lo he dejado en la capilla. Voy por él.
Salió ligero como un ratoncillo. Isidorita mostró entonces su más bella obra, que era un par de alforjas de raso encarnado con galones y lentejuelas, como las chaquetas de los toreros.
−¡Lindísimo! −exclamó la Monja metiendo la mano en ellas para medir su cavidad.
Reapareció entonces Cachorro trayendo un hermoso ramo.
−Aquí está −dijo presentándolo con orgullo−. Me lo ha dado el señor cura para que las señoras lo pongan en la alforja de este tunante. ¡Ay qué guapo vas a estar!...
−¡Preciosas flores!
−¡Magnífico ramo!
−Es regalo de la señorita de Lantigua −añadió el sacristán.
−¡De la señorita de Lantigua! −exclamó absorta Teresita, deteniendo sus flacas y amarillas manos en el momento en que iba a coger el ramillete.
Isidorita iba a olerlo; pero también se detuvo. La Gobernadora de las armas no se movía de su sitio, y Cachorro viendo que nadie quería tomar el ramo, lo dejó sobre la mesa. Pero el chusco sacristán debía sentir en su alma necesidad imperiosa de expansión, porque estirando los brazos y haciendo castañetear los dedos y dando ligero brinco, dijo alegremente:
−Señoras, el cura se ha ido... ¡Ah!, me ha encargado que las obsequie a ustedes... En la sacristía ha dejado bizcochos, una botella de anisete y tres de vino muy rico; pero muy rico. Al marcharse el señor don Silvestre me dijo: «Ve y pregunta a esas señoras si quieren tomar alguna cosa... Las pobrecitas han estado trabajando como negras todo el día».
−Yo no quiero nada −dijo Teresita meditabunda.
−Yo tengo mala la cabeza.
−Mejor que mejor −afirmó Cachorro dando una palmada.
−Y yo no estoy bien del estómago −indicó la Gobernadora.
−Eso quiere decir que vaya por el calicem salutis... ¿Pero qué tienen las señoras? −añadió observándolas preocupadas−. ¿No quieren poner el ramo en las alforjas?
Aspirando el delicado olor de las tempranas rosas, hizo un mohín grotesco.
−Señoras− dijo−, ¿saben ustedes que esto me huele a judiíto pasado?... En fin, voy por aquello.
De un brinco se puso en la puerta y desapareció. Las tres damas habían revestido su semblante de una seriedad oficiosa, y la más respetable de ellas expresó el pensamiento de la cofradía en esta forma:
−Esas flores no se pueden poner en las alforjas.
−No deben ponerse.
−Es claro, porque ella está en pecado mortal.
−Sería un ultraje, un sacrilegio.
Cachorro entró de nuevo con una gran bandeja de pasteles, bizcochos y algunas botellas.
−Corpus et sanguinem −exclamó desde la puerta, y avanzó alzando la bandeja a la altura de la cabeza con la actitud propia de los mozos de café−. Aquí está lo que resucitó a Lázaro... Parece que sigue la perplejidad. ¿Se ponen o no las flores judaicas?
−Mi opinión es que no se pongan −afirmó la de Amarillo, consultando a sus amigas con la mirada.
−En fin, ¿tenemos concilio ecuménico para decidir?...
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−Mi opinión −manifestó la Gobernadora−, es que se pongan, puesto que el cura lo ha mandado así. Nuestro primer deber es la obediencia.
−Es verdad.
−Tiene razón.
−Póngase el ramo −ordenó la Monja apartando con soberano desdén sus ojos del animalito, a punto que Cachorro le ponía la preciosa carga de flores, contrapesándolas con el racimo de panojas preparado para el caso.
Las tres damas habían concluido su tarea. Fatigadas de tanto trabajo se habían sentado en tres sillas preparadas para el objeto por el sacristán, y contemplaban en silencio su obra, pudiéndose observar en el semblante de dos de ellas la satisfacción y el arrobo del artista vencedor, mientras la señora de Amarillo frunciendo la dorada piel de la frente, demostraba hallarse embebecida en otros pensamientos.
−Todavía no sale de la casa −dijo cual si contestara a una pregunta que nadie le había hecho.
−¿Quién?
−La señorita Gloria.
−Hace bien −afirmó la del Rebenque−. Su vergüenza es mucha.
−¡Qué mimitos!... ¿También tiene vergüenza de venir a la iglesia? ¿No está ya convencida de que no puede casarse?... ¿A qué aspira? ¿Piensa que en Ficóbriga se le seguirá teniendo el amor que siempre merecieron los Lantiguas?... ¿Creerá conservar la respetabilidad del difunto don Juan, a quien mató con sus liviandades?... Por supuesto que la niña conservará su orgullito, y cuidado cómo se pone en duda que es la primera persona del pueblo...
−¿Y de veras no sale?
−Ni siquiera al jardín. Se levanta a las seis..., toma chocolate..., se peina... Yo lo observo todo desde mi ventana alta. Lee en dos o tres libros... trabaja en costura... va a la biblioteca de su padre... vuelve... se acuesta temprano... le suben la comida... no habla casi nada... ¡Y qué destrozada tiene la casa! Da lástima verla. Pero Juan me asegura que será nuestra, y en verdad que la pobre lo merece.
A la sazón había empezado a escanciar el bueno del sacristán.
−Vaya, señora doña Isidorita, usted dirá −indicó inclinando la botella sobre el cortadillo.
−Una gota, nada más que una gotita... Basta, hombre, basta; que tomo eso para ver si mi estómago entra en caja.
Isidora gustó del precioso licor. La Gobernadora de las armas hizo ascos al anisete, pero no a un delicado néctar de la Nava que en otra botella tenía el señor Cachorro, y lo acompañó con bizcochos para que la confortase más.
−Esto da la vida −gruñó Agustín probando de una y otra cosa.
Teresita no probó nada.
−Vamos, vamos a colocar las flores −dijo a sus amigas poniendo fin al descanso−. Aún queda algo que hacer... Por cierto que si yo no hubiera mandado traer las flores de S... ¡Dios mío! ¡Qué abandonado tenían esto los Lantiguas!
−Señora, ¿qué es esto? ¿Qué tengo yo? −murmuró la Gobernadora pasándose la mano por los ojos−. Si parece que se me va la cabeza.
−Pues a mí también −añadió Isidorita dándose aire−. Este diablo de Cachorro nos ha dado algún brebaje...
−Ánimo, señoras; eso se llama hallarse en estado anacreóntico, como dice don Bartolomé Barrabás. Cuando no es vicio, no hay pecado.
−Váyase usted allá, borrachón. ¿Cree que somos como él?
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En el mismo instante sintiose un chasquido como de madera que se agrieta; la alforja había caído de los lomos del pollinito, y por el suelo rodaban las panojas y el ramo.
Teresita y doña Isidora se miraron aterradas.
−Es que se ha caído el clavo que sujetaba la alforja −observó Agustín examinando el animal−. Ya se ve. Está la madera apolillada y se cae a pedazos. Digo lo que Teresita. Esos Lantiguas tenían muy abandonados a los asnos del Señor.
−No se comprende cómo han podido desprenderse las alforjas −añadió la Monja acercándose con cautela.
El sacristán tomó el ramo.
−No, lo que es mientras yo dirija esto −manifestó la señora de Amarillo gravemente− no se vuelven a poner las tales flores sobre el pobre animalito.
−Hay algo, señoras, aquí hay algo que no comprendemos.
−Yo he visto al asnito dar coces y tirar las alforjas −dijo la Gobernadora de las armas−. Sí señoras, lo he visto.
−¡Jesús!, ¿qué dice esa mujer? −exclamó con terror Teresita−. Yo no he visto nada de coces.
−Eso no tiene duda −repuso Cachorro con cómica gravedad tirando de la oreja al asno−. Aquí hay algo. Cuando yo digo que este bergante tiene malas mañas...
−Hermano Cachorro −dijo Teresita−, hágame usted el favor de tomar este ramillete y ponerlo sobre una silla. Yo no lo toco con mis manos.
−Ni yo.
−Pues ni yo.
El sacristán que había salido llevándose las botellas, volvió sin ellas y dijo en voz baja:
−Ahí está la señora doña Serafina. Viene a ver cómo ha quedado esto.
−¡Qué a tiempo llega! ¿En dónde está?
−En la capilla rezando.
−Voy a hablarle. Sigan ustedes colocando los ramos de trapo −dijo la Monja.
Pero las dos amigas no podían tenerse fácilmente en pie.
En la capilla, de hinojos, devotamente humillada ante el altar de su familia y junto a los sepulcros donde reposaban sus ilustres antepasados, estaba doña Serafina de Lantigua. No vio acercarse a la señora de Amarillo que pasó lentamente por la puertecilla de arco escarzano y se fue acercando poco a poco, más como quien resbala que como quien anda. Cuando silbó la primera palabra de saludo al oído de la ilustre señora, esta se estremeció, exhalando ligero grito.
−¡Ah!, señora... −exclamó−, me ha asustado usted.
−Mi queridísima amiga −dijo Teresita dándole la mano.
VI
Domingo de Ramos
En la mañana del domingo, don Buenaventura dijo a su hermana:
−Ya la he convencido de que debe ir hoy conmigo a la preciosa función de las palmas.
−¡La pobre hace un gran sacrificio! −dijo Serafinita−. Pues si la llevas que se arregle pronto. Yo me voy delante, que tengo que rezar.
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Y tomando su bastón negro salió. Don Buenaventura tuvo que esperar algún tiempo, y discutiendo con Gloria sobre el mismo tema oyó de sus labios estas palabras:
−Bien, tío: iré porque no diga usted que no le complazco. No tengo gusto en salir; pero por lo mismo... por lo mismo saldré.
Poco más tarde la señorita de Lantigua salía de la casa paterna en compañía de don Buenaventura, después de muchísimos días de reclusión voluntaria. Vestía de riguroso luto, con el cual su palidez era realzada. Triste huella habían dejado en su rostro, antes lleno de gracia y lozanía, los huracanes que pasaron meses atrás y todas las penas que arrastraron tras sí, las cuales bastarían a consumir y acabar la belleza más perfecta. Pero la de Gloria más que perdida parecía modificada, adquiriendo una dulce madurez y cierto aire de consternación que inspiraba lástima a cuantos sin odio la veían. Diríase que sus ojos al mirar comunicaban extraordinaria tristeza hasta a los objetos inanimados. Si antaño todo lo que continua o pasajeramente estaba unido a su persona decía: «Gracia, amor, esperanza», ahora todo decía: «Compasión». Verla y no sentir el más vivo interés hacia ella era imposible.
Antes de que sobrina y tío llegaran a la Abadía, ya se habían repetido mucho en Ficóbriga estas palabras: «La señorita Gloria ha salido». En el último cabo de la villa repetía un eco de femeninas voces: «Ha salido». Los muchachos que vagaban en la puerta del templo, por ser día de ceremonia, la miraron, unos con asombro, casi todos con lástima, algunos con curiosidad descortés y sin delicadeza. Pasó ella con los ojos bajos, tomando el brazo de su tío. Gran fatiga sintió dentro de la iglesia a causa del esfuerzo que había hecho, y su espíritu quedó como sobrecogido y anonadado
−Vete a nuestra capilla y siéntate, que estarás cansada −le dijo don Buenaventura al darle el agua bendita.
En aquel instante empezaba la sublime ceremonia de la bendición de las palmas, y el coro cantaba: Hosanna filio David. Benedictus qui venit in nomine Domini. ¡Oh Rex Israel! Hosanna in excelsis.
Resonaron estas palabras en el alma de la joven con atronador llamamiento, y se sintió confundida ante una superior grandeza. Detúvose junto a la pila de agua bendita sin poder dar un paso. Don Buenaventura, tomándole la mano, le dijo:
−Si quieres, ven conmigo al altar mayor para que veas al Salvador, puesto ya en sus andas para salir esta tarde.
−No, no quiero verle −repuso Gloria con súbito terror dejando caer la cabeza sobre el pecho.
Don Buenaventura, al tomarle la mano, notola fría y temblorosa.
−¿Qué tienes?... −le dijo−. ¿Estás mala?... Siéntate... Yo voy a sentarme en los bancos del centro. Vete a nuestra capilla.
El subdiácono había empezado a cantar la dramática relación del Éxodo: «Y llegaron a Elim, donde había doce fuentes de agua y setenta palmas; y asentaron allí junto a las aguas». Este sublime capítulo mosaico, contiene las murmuraciones de los israelitas contra Moisés por haberles llevado al desierto después de pasar el mar Rojo, la escasez que sufrieron, y óyese la tremenda voz de Jehová que les dice: Ecce ego pluam vobis panes de caelo. «He aquí que os haré llover pan del cielo».
Gloria conocía perfectamente estos cantos y toda la serie de interesantes ceremonias de aquel clásico día. Sabía que la salida de Egipto era la redención, el maná la gracia, y contemplando en su espíritu ideas tan hermosas, trataba de regocijarse en ellas.
Aún tardaron algún rato en separarse. Don Buenaventura se dirigió a los bancos del centro donde estaban las autoridades, Gloria entró en su capilla, cuando el diácono cantaba la Sequentia. En la capilla de Lantigua había muchas mujeres. Gloria creyó
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encontrar allí a doña Serafina; pero esta había ido a la capilla de los Dolores. Entró la señorita sin mirar a las que de rodillas o sentadas en los bancos asistían devotamente al parecer a la piadosa ceremonia. Si Gloria hubiera atendido más a lo que a su alrededor ocurría que a lo que pasaba en su espíritu, habría visto que era observada con impertinentísima atención por las fieles; que entre todas distinguíase una por su indiscreto reconocimiento de las facciones y del vestido de la desgraciada huérfana. Después oyose en la capilla sordo cuchicheo de murmuraciones y susurrantes comentarios, el cual, empezando por un rincón, se fue extendiendo hasta agitar todo el conjunto de negros mantos. Uníanse unas a otras las cabezas; buscaban los movibles labios el oído; inquietábase el rebaño, y por último sonaron también las almidonadas faldas al levantarse tal cual oveja, que gran desasosiego padecía. Gloria no alzaba los ojos de su libro de rezos. Si los alzara habría visto a Teresita la Monja, acompañada de sus tres sobrinas, las hijas del escribano don Gil Barrabás. Pero sí advirtió que la señora de Amarillo se levantaba, y dando terminante orden a las niñas, salía con ellas de la capilla.
Distraída un momento por esta brusca desaparición, Gloria fijó de nuevo los ojos en su piadosa lectura. Pero no habían pasado dos minutos cuando otra señora, seguida de dos niñas abandonó también la capilla. Era la Gobernadora de las armas.
−Huyen de mí −pensó la joven.
Al poco rato otras dos señoras y un hombre huyeron también de la capilla como se huye de un sitio infestado. Sólo quedaron dos viejas y un anciano marinero, que atentos con profunda edificación al acto religioso, no ponían mientes en lo demás. Gloria sintió opresión en su pecho y una necesidad de llorar que no podía satisfacer; pero al fin, de sus ojos corrieron a raudales las lágrimas cuando oyó cantar: «Oh, Dios que enviaste a tu hijo a este mundo para salvarnos, para que se humillara entre nosotros».
El sacerdote había bendecido las palmas, que fueron rociadas con agua bendita y ahumadas con incienso. Distribuidas aquellas, empezó la procesión. El coro entonaba el capítulo de San Mateo: Cum apropincuaret Dominus. Gloria cerró los ojos, orando recogidamente y con profunda ternura, mientras pasaban clérigos y seglares. No quería ver nada, ni mirar al presbiterio donde estaban el Salvador y el borriquito, interesante objeto de la atención general y del fervor más pío por parte de los muchachos. Sentía los lentos pasos, el canto grave, la humareda de incienso, el murmullo del conmovido pueblo, y sometiendo su imaginación y su pensamiento a la idea de tan bello símbolo, contemplábalo en toda su grandeza y sublime significado.
Las ceremonias con que la Iglesia conmemora en Semana Santa el extraordinario enigma de la Redención son de admirable belleza. Si bajo otros aspectos no fueran dignas de excitar el entusiasmo cristiano, seríanlo por su importancia en el orden estético. Su sencilla grandeza ha de cautivar la fantasía del más incrédulo, y comprendiéndolas bien, penetrándose de su patético sentido, es por lo menos frivolidad mofarse de ellas. Quédese esto para los que van a la iglesia como al teatro, que son en realidad de verdad porción no pequeña de los católicos más católicos a su modo, con falaz creencia de los labios, de rutinario entendimiento y corazón vacío.
Es evidente que las ceremonias de Semana Santa despiertan ya poco entusiasmo, y muchos que se enfadan cuando se pone en duda su catolicismo, las tienen por entretenimiento de viejas, chiquillos y sacristanes. Sólo en Jueves Santo, cuando la afluencia de mujeres guapas convierte a las iglesias en placenteros jardines de humanas flores, son frecuentadas aquellas por la varonil muchedumbre de nuestro orgulloso estado social, el más perfecto de todos, según declaración de él mismo. Nuestra sociedad se cree irresponsable de tal decadencia y la atribuye al excesivo celo y mojigatería de la generación precursora, la cual, adulando al clero y adulada por él,
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quitó a las ceremonias religiosas su conmovedora sublimidad. ¿Cómo? multiplicándolas sin criterio y haciéndolas complejas y teatrales por el abuso de imágenes vestidas, de procesiones y pasos y traspiés irreverentes, absurdos, sacrílegos, irrisorios; por la falta de seriedad y edificación que trae consigo la injerencia de seglares beatos en las cosas del culto. No es fácil designar quiénes son responsables de esto; pero a nadie se oculta el hecho peregrino de que en el país católico por excelencia las cuatro quintas partes de los fieles se resistan a tomar parte en ese carnaval de las mojigatas, como dicen muchos que por costumbre oyen misa, y aun confiesan y comulgan, aunque no sea sino por no parecer demagogos.
VII
Tía y sobrina
Después de la procesión de las palmas y de la bellísima ceremonia y cánticos en la puerta al regreso de aquella, se celebró la misa de Pasión. Muy tarde salieron; don Buenaventura fue en busca de su sobrina para irse a comer. No les acompañó a esta función doña Serafina porque ayunaba, y sin más sustento que el chocolate se estaba todo el día en la iglesia hasta el anochecer, hora en que iba a su casa y tomaba la colación.
Por la tarde don Buenaventura llevó nuevamente a Gloria a la Abadía para que viese salir la procesión del Salvador. Dejola en la capilla; repitiose el mismo desaire de la mañana; pero ni un instante decayó el valeroso ánimo de la joven. Cuando se puso en marcha la procesión y salió el Salvador, Gloria cerró los ojos para no verlo. Pasaron, salieron todos, santos, clérigos, señores, pueblo. En la Abadía no quedaban sino algunos ancianos inválidos, dos cojos y las nubes de incienso suspendidas con imperceptible movimiento en el aire. Gloria, al hallarse casi sola, encontró más fácil la subida de su mente hacia Dios, y la angustia que oprimía su pecho comenzó a ceder. Fatigada extremadamente de estar de hinojos, se levantaba para sentarse en un banco, cuando oyó pasos acompañados de un golpecito de bastón y reconoció la persona de su tía, que se acercaba. Serafinita entró en la capilla.
−Al fin has venido −le dijo−. ¡Pobrecita! Mi hermano es muy terco y pesado. Perdónale, porque su intención ha sido buena.
−¡Perdonarle!... Antes le agradezco que me haya hecho salir. Me siento bien.
−¿Te sientes bien? −dijo Serafinita con expresión de lástima−. ¿Estás contenta?
−Contenta no; pero tranquila sí.
−¡Y yo que venía a consolarte!...
−¿A consolarme? ¿De qué?
−Entremos en el camarín. Tengo que hablarte. Allí descansarás mejor.
Ambas entraron. Gloria vio sobre una silla, abandonado, pisoteado, mustio y lleno de polvo el ramo que entregara a don Silvestre con el fin que sabemos.
−¡Aquí está! −exclamó con asombro, fijando los ojos en su tía.
−Ahí está, sí −repuso Serafinita sentándose−. Ya debías comprender que no podía estar en otra parte. Ayer no quise decirte nada; pero ya pensé que podías excusar ese regalo de flores al Salvador, imagen protectora de nuestra familia.
Absorta y anonadada, Gloria no halló en su pensamiento palabras para contestar. Miraba a su tía y después a las flores, cual si de estas más que de aquella debiera esperar explicación razonable.
−Es verdad −dijo al fin sollozando−. No debí mandarlo.
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−Esas buenas señoras −continuó Serafinita−, tuvieron escrúpulos que yo disculpo... Te consideran en pecado mortal... Ya ves... Debemos respetar las creencias generales. Yo comprendo bien que en esta deplorable fama de tu vergüenza hay algo de injusticia y desde ayer algunas ideas supersticiosas.
−¿Qué ideas? −preguntó Gloria.
−Dicen que ayer cuando el borriquito sintió encima el peso de tu ramo, empezó a dar coces y a sacudirse hasta que lo arrojó de sí... Sería alucinación o quizás algún hecho casual alterado por los sentidos. Pero sea lo que quiera y aunque suprimamos el sobrenatural prodigio, siempre quedará la idea…
−¡De que estoy en pecado mortal!..., ¡de que estoy condenada! −exclamó la señorita de Lantigua−. ¡Oh!, querida tía, ¿está usted segura de no equivocarse?
−Yo no creo que el estado de tu conciencia sea tan malo como piensa la gente; pero la opinión del pueblo en que vivimos y que siempre nos ha demostrado tanto cariño, es muy desfavorable a ti.
−Ya lo he comprendido.
−Si no hubieras salido hoy de casa, como yo quería −dijo la señora sollozando con aflicción−, ni tú ni yo pasaríamos las amarguras que hemos pasado hoy a causa del atroz desaire de que has sido objeto.
−Es cierto, sí. Varias personas se retiraron de la capilla cuando yo entré −dijo Gloria a medias palabras.
−¡Ay! −murmuró doña Serafina llevando ambas manos a su sereno rostro y llorando sin consuelo−. Grandes penas he sufrido; pero nunca se ha sonrojado mi cara como hoy... al ver...
El llanto la ahogaba.
−Al ver −prosiguió−, que en esta villa, en esta santa iglesia, en nuestra capilla, había de ocurrir una escena semejante. ¿Cómo podía yo pensar que al entrar en ella la hija de mi hermano, la hija de aquel que fue tan justamente querido en todas partes... de aquel que tanto enalteció con sus virtudes y con su talento el nombre de Lantigua, cómo podría yo pensar que al entrar tú, una mujer de mi sangre y de mi nombre en esta capilla, habían de huir escandalizados los fieles con espanto de tu compañía?
Gloria no contestó. Con las manos cruzadas sobre las rodillas, tocando la barba en el pecho, oía el lastimoso clamor de su tía, y apuraba sin protesta el cáliz.
−Yo lo sufro con paciencia −continuó la señora tomando las manos de Gloria y estrechándolas con cariño−. Yo lo sufro con paciencia, y además, hija de mi alma, reconozco que tienen razón.
Al oír esto Gloria se estremeció... Sus labios se desplegaron incitados por la palabra que quería salir... pero no dijo nada, y volvió a inclinar la cabeza.
−Sí −añadió Serafinita−, sí, tienen razón. El cariño no me ciega, hija, y veo con claridad tu tristísimo estado y disculpo a las personas que apartan de tu presencia a las tiernas niñas... Si hicieras lo que yo te ruego a todas horas... Si siguieras mis indicaciones que son las de una madre desinteresada, y se ajustan al criterio de tu padre y a la voluntad de tu santo tío, entonces, querida Gloria, ¡cuán distinta sería tu situación ante Dios y ante los hombres! Las circunstancias terribles de tu caída exigen que renuncies a todo, que mueras para el mundo, para la sociedad, para todo absolutamente, que sólo vivas para Dios. Gloria, amada hija mía −añadió alzando la voz con acento que algo tenía de terrible−, muere, muere para el mundo si quieres salvar el alma.
−¡Muerta estoy! −murmuró Gloria con un gemido.
−No, porque esperas aún en cosas de la tierra.
−No espero nada −repuso la huérfana−. Acepto la expiación horrible que me ha sido impuesta y la acepto sin ira, con humildad. Perdono las injurias; no siento ni
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aborrecimiento ni antipatía por los que han hecho de mi nombre la palabra del escándalo; no diré una sola voz por defenderme, porque sé que todo lo merezco, que mis culpas son grandes; bebo hasta lo más hondo, hasta lo más repugnante de este cáliz amargo, y ofrezco a Dios mi corazón llagado que chorrea sangre y que jamás en lo que le resta de vida dará un latido que no sea un dolor.
−Padeces, sí, padeces −dijo la tía con amor−; pero no lo bastante. Hay en tu mismo martirio y en esa expiación de que hablas una independencia, una rebeldía, que ya es un nuevo pecado.
−¿Qué debo hacer para no ser rebelde? Estoy dispuesta a todo −dijo Gloria arrojando fuera hasta el último átomo, si así puede decirse, de libre albedrío.
−Reconciliarte completamente con Dios.
−¿No lo estoy ya?
−Creer todo lo que manda la Santa Madre Iglesia.
−Bien. Lo creo.
−Y después... después entrar en un convento.
Al oír esto, Gloria alzó la cabeza. Creeríase que en su alma estallaba repentina sublevación de sentimientos poderosos que no podía dominar. Sin duda iba a decir algo enérgico y categórico, porque sus negros ojos brillaron y sus labios palidecieron; pero la voluntad, más firme cuanto más combatida, cayó como la losa de un sepulcro sobre aquello que con audacia se levantaba, y bien pronto todo su espíritu fue paciencia.
−Si un convento −dijo sordamente−, es un sepulcro donde se entra viviendo, yo quiero vivir para todo lo que no sea Dios y mi remordimiento, quiero vivir en la soledad más negra y más completa que pueda imaginarse, quiero que mi nombre no exista más en la memoria de nadie, a no ser en la de aquellos que lo pronuncien para ultrajarme, y que mi persona en el mundo sea como una figura trazada en el agua.
−¡Ah! −exclamó con un poco de alteración doña Serafina−, ese es el pérfido sofisma del mundo. No, no... De esos conventos que labra el alma de sí misma se puede salir. ¡No, no mil veces! No tenemos garantía de la perpetuidad de tu reclusión, y esa garantía la necesitamos a un tiempo la Iglesia y tus parientes, la exigen la fe que profesamos y el decoro social. ¡Ay!, pobre hija mía, piénsalo bien; esta solución que te propuse desde el primer día es la única posible.
−La solución es padecer −afirmó Gloria con voz firme.
−¡Oh!, no me lo niegues, no me lo niegues, tú esperas.
−Espero en Dios.
−No; tú esperas en cosas livianas, tú esperas en el mundo. Sin sospecharlo tú misma, estás solicitada por el pecado que ya te hundió en los abismos... ¡Ay!, no puedes apartar de ti esa víbora. Confiésalo, reconócelo.
−No espero nada del mundo −dijo Gloria con tranquilidad.
−Sí, tú esperas. Aún te tiene en sus garras la bestia horrible. Gloria, hija mía, ¿no cabe en tu mente la cristiana idea de la muerte social, que es la salvación del alma, esa muerte en cuyo punto empieza la eterna y gloriosa vida?
−No puedo morir más de lo que muero para el mundo.
−Desgraciada, sueñas con una reparación imposible.
−No hay reparación para mí.
−Mientras sobre la tierra aliente un hombre, tú no tendrás valor para arrancarte de la tierra. La tienes asida con tus manos y aunque te quemas, todavía no quieres soltarla.
−Desasida estoy. He renunciado a la reparación, al matrimonio, al amor mismo. Yo arrancaré cuanto existe en mí de aquel tiempo, hasta los recuerdos, para estar todo lo sola que deseo.
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−¿Pero sabes tú lo que podrá ocurrir? Ese hombre te ha solicitado de nuevo, te ha buscado...
−No he querido verle ni escribirle...
−Eso no basta. Tu situación siempre es equívoca y deshonrosa. ¡Baldón para ti y para tu familia!... Gloria, hija de mi corazón, entra, entra en un convento, que es la solución natural de tu desgracia irreparable, la solución religiosa y social.
Abrazándola con ternura, Serafinita besó a su sobrina en las mejillas. La infeliz penitente, entre ahogados sollozos, exclamó con categórica determinación:
−Jamás, jamás, querida tía, entraré en un convento.
−Dime la razón, dímela −suplicó Serafinita.
−¡La he dicho tantas veces!... Es lo único que queda en mí de la voluntad extirpada, lo único que resta después del sacrificio de toda mi persona, el único deseo de quien a nada aspira en el mundo, el único móvil por el cual mi estancia en la tierra merece el nombre de vida.
−Siempre la falsa idea. Tú esperas, esperas −repitió Serafinita moviendo la cabeza−. Eso es esperanza, y esperanza del mundo.
−Yo creí que era sacrificio y virtud.
−Siempre la misma idea −volvió a decir la dama moviendo la cabeza con desaliento, como el que ve perdido aquello que quiere salvar−. ¡Siempre el lazo que te ata a la vida y que te seduce porque es en su origen noble y generoso!... No te dejes engañar por sentimientos que no te corresponden ya, por sentimientos, hija mía, a los cuales no tienes derecho a causa de tu culpa.
−Si es así −exclamó Gloria con sumisión, demostrando el agudísimo dolor que la dominaba−, mi castigo será infinitamente superior a mi pecado, y este es muy grande.
−No tienes idea de la grandeza de las penas. Te pareces al que por un rasguño se lamenta como si tuviera terribles heridas. ¡Padecer! ¿Sabes bien hasta dónde alcanza este concepto? ¿Sabes acaso todo lo que cabe en las fuerzas del humano espíritu, tratándose de padecer? Es lo único en que el ser humano no conoce límites ni debe desearlos. Fíjate bien en la Pasión que conmemoramos los católicos en esta semana, y tus alardes pueriles de sufrimiento te causarán risa. Quítale al presente dolor la amenaza de otro dolor más grande, y te parecerá un consuelo. ¡La resignación! ¿Sabes lo que entraña esta palabra? Contiene el propósito firme de aceptar todas las amarguras que pueden venir detrás de las que por el momento apuramos. Tú no lo comprendes así; no vas hasta el último extremo, no aceptas la totalidad de tu expiación, y haciéndote juez de tu propia causa te sentencias a un aislamiento placentero y tranquilo donde sabrás rodearte de delicias. Renunciando sólo a los gustos que no valen nada, te quedas con aquello que por ser muy bueno sirve para premio de las más altas virtudes...
Gloria gimió con dolor al oír esto.
−¡Donosa resignación la tuya! −añadió Serafinita−. ¡Lindo modo de purificarte por el martirio! Si Jesús, después de azotado, hubiera huido cuando le iban a crucificar, ¿crees que habría redimido al género humano? Pues tú haces eso: crees tener bastante con los azotes, y huyes de la cruz... Tu resignación será ineficaz para tu alma, si no es completa, absoluta, si no comprende la renuncia de todo, absolutamente de todo.
Doña Serafina al decir esto, abrazó y besó tiernamente a su sobrina, la cual agobiada en extremo y bañada en lágrimas, repetía:
−Todo, absolutamente todo...
Era necesaria la gran mansedumbre que se había impuesto para no caer en la más negra desesperación. Sin rechazar las terribles afirmaciones de su tía, que aún no podemos comprender bien por ignorar el hecho que las ocasiona, Gloria no podía menos
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de dar salida a una dolorosísima queja, que, brotando de lo más íntimo de su angustiado pecho, se manifestaba en estas breves palabras:
−¡Oh qué crueldad, qué crueldad!
−No te sofoques más ahora −dijo la buena tía besándola tiernamente−. Ya tendremos tiempo de hablar de este asunto. Volvamos a la iglesia. No sé cómo no ha entrado ya la procesión. No siento nada. Es extraño...
¡Inaudito caso! La procesión que no debía emplear más de cuarenta minutos en recorrer su carrera, no había vuelto aún, después de transcurrida una hora.
−No salgas así −añadió Serafinita−. Sosiégate, y aguarda en el camarín un ratito. Voy a ver por qué se ha detenido esa procesión.
Doña Serafina, al salir a la capilla, vio con asombro que entraban alborotadas algunas mujeres, oyó rumor de voces y gritos en la plaza.
−Ya... −dijo al fin buscando una razón−. Llueve sin duda y se ha desorganizado la fiesta.
Pero no: lucía espléndido sol y la tarde estaba serena.
VIII
El Salvador en la calle
Lucía sol espléndido cuando la procesión salió a la calle. Alzadas las andas sobre los robustos hombros, descollaba entre la multitud de cabezas descubiertas y entre el movible bosque de amarillas palmas el asna que sostenía al Salvador del mundo. La hermosa cabeza de este, animada de celeste expresión vital por la inspiración del artista, era centro de las miradas y de la atención del devoto pueblo. Aquel Señor tan bueno, tan hermoso, tan amigo de Ficóbriga, parecía sonreír a sus amados hijos y decirles: «Al fin estoy otra vez entre vosotros, queridos míos». El que entró en Jerusalén saludado por el hosanna y las aclamaciones de triunfo, no podía ser de otra manera que aquel tan bello y afable, con su rizada barba, sus ojos que miraban como sólo puede mirar el que después de haber fabricado los mundos, vio que eran buenos; su delicado perfil y las graciosas bandas de cabellos que partidos sobre la frente caían sobre sus hombros.
A su lado iba el borriquito. Llevaba sus alforjas provistas para lo que pudiera suceder, circunstancia que aumentaba la gracia de su presencia en aquel sitio, produciendo en el pueblo, sin menoscabo de la devoción, una hilaridad de buen gusto. En uno de los huecos de las alforjas cargaba ración cumplida de doradas panojas, y en la otra un ramo, que fue puesto allí por la señora de Amarillo en sustitución de otro que no servía. Algo impropia de la severidad humilde de quien quiso entrar en la celestial Jerusalén caballero de una jumenta, era la vestidura de terciopelo bordada de oro; pero pase este exceso de piedad, la cual gusta de expresar el ardor y grandeza de los sentimientos con objetos materiales de extraordinario valor. El sol, hiriendo los bordados, daba al Rey de los reyes aspecto semejante al de un temporal soberano de Oriente; pero de todo esto puede hacer caso omiso el artista cristiano, porque aquella cara sin igual, aquella mano que se alza amonestando, aquellos desnudos pies que pronto serán clavados a un leño, no son de nadie más que de Él.
Cantaba el coro Turba multa clamabat Domio: Benedictus qui venit in nomine Domini: Hosanna in excelsis. Destacábase con singular tono de fervor la voz de José Mundideo, a quien se había concedido poco antes la plaza de sepulturero, con la condición de ir a cantar a la Abadía en los días solemnes, porque su mucha práctica del coro le hacía necesario. No lejos de él iba Sildo con el incensario, echando unas
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humaredas que parecían nubes. Don Silvestre llevaba su capa pluvial con mundana elegancia y presidía la ceremonia religiosa con recogimiento y circunspección, cual hombre que sabe su oficio. Al padre Poquito, que hacía de diácono, le arrastraba la dalmática, por ser él de menguadísima estatura, y marchaba con los ojos bajos y toda su cara contrita y afligida como la de quien, siendo ángel, se cree pecador.
Más atrás iba don Juan Amarillo, henchido de vanidad, por hallarse en la plenitud de sus funciones municipales, sintiendo algo grande y divino en su mente augusta. Representaba allí la autoridad humana protegiendo y amparando con su tutelar brazo a la divina, y en tal ley era preciso que su persona estuviese a la altura de tan insigne papel. Andaba con lento y muy marcado compás, y a cada paso hundía con fuerza en el suelo la contera de su bastón de áureo puño, pareciendo decir: «¡Cuán feliz eres, oh Ficóbriga, en estar bajo mi mano!». Al mismo tiempo, ni esta especie de endiosamiento ni ningún otro estado peculiar de su elevado espíritu podían hacer que don Juan Amarillo olvidase en tan delicada ocasión los deberes que su cargo le imponía, y he aquí que ni por un instante daba reposo a los ojos para observar todo lo que en curso de la procesión podía ocurrir. Su cara no cesaba de moverse, ora para mirar a la gente, ora para ver si entorpecían los chicos el paso del religioso cortejo. Emanaba de su persona lo que podríamos llamar la esencia absoluta del celo gubernativo, y de sus ojos podría creerse, no que se apresuraban a observar los incidentes procesionales, sino que los preveían y los anunciaban. En la expresión de su mirada, a un tiempo mismo amenazante y protectora, se conocía que los ficobriguenses no debían contemplar la procesión sin permiso del Municipio, ni devotamente entusiasmarse, ni rezar; ni las damas gemir en los balcones o en la calle con pía ternura. Si estuviera en su mano, habría reglamentado la luz del sol, como reglamentó el puesto que debían ocupar los fieles, el orden de la marcha, el número de coscorrones que debían administrar los alguaciles a los chicos que enredaran en el tránsito.
Cuando pasaron junto al Casino, la banda del pueblo (compuesta de seis instrumentos de cobre soplados por otros tantos humanos fuelles) se entusiasmó, digámoslo así, y suspendiendo bruscamente el airecillo de Barba Azul que ejecutaba, dio principio al degüello de la Marcha Real, cuyas notas salieron, chorreando sangre, para ir a rasguñar las orejas de los fieles. Al oír tan soberbia música, don Juan se hizo la ilusión de que no por el Salvador, sino por él mismo se tocaba, y su mente se ofuscó un momento, cual la de aquellos que asisten a su propia apoteosis; viose circundado de rayos de gloria y oyó como un Ave Caesar imperator, que por las bocas abolladas de los roncos trombones juntamente con el cardenillo salía. Junto al alcalde marchaba, por creer que aquel puesto era el más conveniente, don Buenaventura, cuyo semblante no expresaba a primera vista el deseo de que la procesión durase hasta la noche. Sólo contestaba con monosílabos, cuando Amarillo le decía:
−No puede uno distraerse ni un momento, señor don Buenaventura, si se ha de conseguir que cada cual ocupe su puesto, y marche todo este gran gentío con orden. Es preciso tener cien ojos y aún no basta.
Lantigua, que tenía predilección especial por los pisos cómodos y no gustaba de que sus pies tropezaran primero en cortante guijarro para hundirse después en un hoyo de fango, hacía mentalmente paralelos muy juiciosos entre las eternas leyes de urbanización y el antediluviano empedrado de Ficóbriga, el más detestable de cuantos vieron pasar alcaldes y curas y procesiones. Lantigua decía para sí:
«Si otro año me ocurre tirar el dinero, será para adoquinarte ¡oh madre villa!».
Mas a pesar de la ruindad del piso, la procesión marchaba con orden perfecto, sin que fuera estorbo la mucha gente que había en ella: hombres y mujeres de la villa, del campo y de la mar, creyentes los unos, tocados de la mácula del siglo los otros, astutos
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aldeanos, honrados y sencillos marineros, toda la grey díscola y ladina de aquellas verdes montañas, todos los ejemplares de vanidad infanzona, de gárrula presunción, de socarrona travesura, de solapada codicia, de graciosa sencillez, de castellana hidalguía y de ruda generosidad trasladados por Pereda con arte maravilloso al museo de sus célebres libros montañeses. No faltaba nada ni nadie; y como aquellas repúblicas cantábricas son de tan fácil gobierno, iba todo a pedir de boca, sin que ningún nacido se extralimitara, sin que ocurriera desorden, y marchando cada cual dentro de la órbita trazada por don Juan Amarillo. Pero de improviso, presentose un obstáculo muy deplorable, y he aquí que se descompuso tan pasmoso concierto.
La procesión debía entrar por la calle de la Poterna hasta el cementerio, torciendo desde allí a la izquierda por las Monjas Claras y entrando en la plaza del Consistorio, para dirigirse después a la Abadía por el callejón del Cristo Viejo. El sitio llamado de las Monjas Claras es una encrucijada irregular y estrecha, donde afluyen tres o cuatro calles tortuosas y mezquinas, una de las cuales es la que por aquella parte une el camino real con la plaza. Entraba la procesión en la encrucijada, cuando por una de las bocacalles de enfrente apareció un hombre a caballo.
Los cantores callaron, los marineros que llevaban las andas se detuvieron, el sacristán apoyó la cruz en el suelo, y los ciriales se bambolearon en manos de los acólitos, como árboles azotados por el viento. Sildo dejó caer el incensario, el cura frunció el ceño, el padre Poquito alzó del suelo los ojos y, en los labios de don Juan Amarillo fluctuaban las palabras: «¡A la cárcel, a la cárcel!».
Al ver tanta gente, el hombre que a caballo venía quiso volver grupas a toda prisa; pero el animal se encabritó y alzando las patas delanteras, puso al caballero en peligro de caer al suelo. Por fortuna suya era buen jinete. La multitud prorrumpió en exclamaciones y amenazas. Aumentado el espanto del animal con tanto vocerío, empezó a dar vueltas caracoleando y relinchando, con la espumeante boca abierta. En el mismo momento apareció por la misma callejuela otro hombre a caballo. Era rubio, encarnado, alto, más bien gigantesco, de robusto cuerpo y puños formidables.
Don Juan Amarillo al ver que había dos hombres bastante audaces para entrar a caballo en Ficóbriga en el momento sublime de la procesión, sintió en sí la grandiosa cólera de los dioses antiguos y se lanzó en medio del gentío llevando el rayo en sus ojos. Su mano empuñaba el bastón como un dardo. Haría, pues, escarmiento, pondría a inmensurable altura el principio de autoridad, aquel sacro principio que se le había confiado para que lo transmitiera incólume y lleno de gloria a las generaciones futuras.
−¡Paso al señor alcalde! −gritaba el gentío.
El primer caballo hirió con sus patas delanteras a una mujer en la cabeza. Espoleado briosamente, dio un salto, pero retrocedió de pronto, volviendo a quedar entre la muchedumbre, que le rodeó decidida a destrozar caballo y caballero, principiando por los insultos y siguiendo a los insultos las obras. Pero el segundo, o sea el gigante, apeándose con ligereza, empezó a puñadas con todos los que hubo a mano, de tal manera y con tanta presteza en dar y recibir, que se armó una contienda de mil demonios. ¡Y el alcalde, aquel varón destinado por la sociedad y aun por Dios a convertir el mundo en una balsa de aceite, no podía llegar, a causa del gentío, al lugar del siniestro!
El primer jinete pudo apearse y trató de contener al que parecía su criado; pero este, rojo como un pimiento, pronunciando palabrotas extranjeras que semejaban ladridos, movía los férreos brazos en cuyo término estaban las martilludas manos, que caían como piedras sobre los carrillos, pescuezos, hombros, omoplatos, esternones y
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occipucios de los procesionarios. Era un boxeador de lo más florido de Inglaterra; pero en aquella trágica ocasión no quiso Dios que probara su destreza en tierra de alfeñiques, y por suerte había allí media docena de focas del Cantábrico que en cuanto vieron las furibundas manotadas del coloso extranjero, empezaron a probar que la mar no cría puños de algodón. ¡Oh descomunal contienda!... ¡Y el alcalde, aquella personalidad augusta que se tenía por semidivina, que con una palabra, un homérico gesto o un simple fruncimiento de cejas podía confundirles a todos y convertirles de leones en corderos, no acertaba a llegar al sitio de la catástrofe, porque el gentío, apretándose, le había cogido en medio! Y he aquí que don Juan flotaba de un lado a otro con la oscilación de la ola, cual náufrago, estirando su cabeza, alzando en su mano derecha el bastón y en la izquierda la palma, pues no quiso soltar ni lo humano ni lo divino, y gritaba: «¡Orden!... ¡A la cárcel!».
El primer jinete, o sea el amo, había logrado apaciguar a algunos, administrando un par de pescozones muy convincentes a su propio defensor y criado; pero entonces viose que en el aire se blandía un cirial y que caía sobre un cuerpo duro; viose la cabeza del formidable vestiglo boxeador chorreando sangre; y después el mismo boxeador, frenético, echando espumarajos de rabia, arremetió al que cargaba la bendita manga− cruz. Prodújose entonces gran marejada, retrocedió la multitud, hubo esas corrientes que aplastan arrastrando, esos temblores de gentío que atruenan, esas dispersiones que atascan las calles como barrancos estrechos en días de temporal, esos choques de una ola de gente con otra que desnarigan y despechugan y descalabran. Sintiose entonces chasquido de madera vieja y apolillada que se hiende, y el Salvador, el asna, el borriquito desaparecieron, cayendo en aquel hirviente mar de pies y manos.
El cuadro de Goya La procesión dispersada por la lluvia puede dar idea de tal escena. Veíase por una calle la cruz, poniéndose en salvo sin ayuda de los ciriales. Estos iban a escapar por otra llevados al hombro, como los fusiles después de un rompan filas. El cura, agitando la capa pluvial cual si fuera a terciársela en la cintura para arremeter, llamaba a gritos al diácono. Furioso y descompuesto don Silvestre parecía decir: «¡Ah!, si yo no tuviera este demonche de paño morado encima…», y con su airado pie golpeaba el suelo, como un genio de las Mil y una noches.
El padre Poquito había desaparecido, sicut avis velut umbra; el suelo estaba lleno de palmas pisoteadas; algunas personas no habían querido separarse del Salvador y trataban de remediar el percance, recogiendo los pedazos del casi pulverizado borriquito y el ramo que había ido a parar a cuatro varas de distancia, saltando como un ser cautivo que recobra la libertad. Un sochantre andaba solo por tal calle mirando a todos lados y Sildo incensaba por broma a los que se habían refugiado en los portales y en las tiendas... ¡Y en tanto el alcalde, aquella providencia, aquella alta personificación del orden, aquella mente suprema en cuya previsión descansan los pueblos, si al fin pudo esgrimir su bastón en el sitio mismo de la reyerta, no había logrado tener al alcance de su voz y de su mano a los delincuentes, no había podido dar público testimonio de su justicia, no había podido hacer de una manera dramática y elocuente, a los ojos de todos, el ejemplar que tan inaudito caso exigía!
−¿Dónde están? ¿Dónde están? −decía revolviendo a los cuatro puntos del horizonte sus ojos que echaban sentencias, multas, días de cárcel, penas de cadena perpetua, de garrote vil.
Dio órdenes tan terribles a los alguaciles, que estos temblaban. El principal de ellos habría deseado acudir a un mismo tiempo a todas partes en busca de los delincuentes; pero no pudo ir más que a una, aunque don Juan le gritaba:
−Al momento, al momento... inmediatamente, préndales ustedes.
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Pero así como después de una derrota los diseminados cuerpos de ejército van poco a poco juntándose de nuevo y dándose la mano, así los fragmentos de la desbandada procesión fueron acercándose, uniéndose, por marchar todos camino de la iglesia, y Serafinita vio entrar primero al padre Poquito, después a un cirial, más tarde a Sildo, luego a los cantores, y así sucesivamente hasta que llegaron las destrozadas andas. Sólo la persona del Salvador no había sufrido deterioro ni en su divina cara, ni en su cuerpo y traje: los dos animales sí se hallaban miserablemente mutilados. Pero lo que aterró verdaderamente a Serafinita fue que los grupos de gente que con aquellas diversas partes de la deshecha procesión iban entrando, decían con azoramiento y enojo: −«¡El judío, el judío!».
Cuatro momentos de terrible asombro y dolor inmenso, había tenido aquella virtuosa dama en su trágica vida. Primero: cuando vio morir a su madre. Segundo: cuando su infame esposo cometió la cobarde y villana acción de herir su cara en público. Tercero: cuando supo sin preparación alguna la muerte de su hermano Juan y la ignominia de Gloria. Cuarto: cuando oyó decir en la iglesia de Ficóbriga: «¡El judío, el judío!».
IX
El Maldito
Toda la tarde estuvo Daniel Morton detenido en el Ayuntamiento; pero después de anochecido, don Juan Amarillo fue en persona a darle libertad para que buscase alojamiento. Parece incomprensible a primera vista tal generosidad, y la explicación más razonable es que nuestro celoso alcalde no llevó más adelante sus rigores movido por el singular respeto que infunde a los avaros la riqueza de los demás, cuando es considerable. Sabiendo, como sabemos, cuál era la religión de don Juan Amarillo, fácil nos es comprender el prestigio que a sus ojos debía tener el que poseía, al decir de la gente, fabulosas e inagotables arcas de dinero. Para ciertos ricos, que ven en el pobre un gusano, el más rico es una especie de Dios. Además, el grande hombre de Ficóbriga en quien se acordaban maravillosamente la afectación con la astucia y la vanidad con el positivismo, razonó del modo siguiente:
−Este hombre, que entre los suyos es de los primeros, ha de tener buenas relaciones en Madrid. Si le molesto, se quejará a la embajada inglesa o alemana, armará un escándalo en los periódicos, y quizás se le ocurra al señor ministro la funesta idea de mandar al Gobernador que me destituya... Para dar satisfacción a la vindicta pública, bastará tener en la cárcel un par de días al criado, que fue en realidad el verdadero delincuente.
Así lo hizo en efecto. Lo más que pudo conseguir Morton fue que don Juan prometiera soltarle al día siguiente, cuando la indignación estuviera un tantico aplacada y el principio de autoridad restablecido del ultraje que acababa de padecer.
Dirigiose Daniel a la posada de Ficóbriga. Esta se llamó en un tiempo La Equidad, y después con el raudo progresar de los tiempos y la introducción del gusto de los baños, fue creciendo en importancia, si no en limpieza, hasta que dio en manos de un francés, el cual la mejoró, aderezando el servicio un poco a la moderna y haciendo imprimir para repartirlas, tarjetas que decían: Hotel de France, tenu par Mirabeau. El nombre del gran orador no podía estar en peor sitio.
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Morton entró sin hacer caso de las groseras insinuaciones que oyó en la puerta, y subía resueltamente a ocupar un cuarto, cuando el mismo monsieur Mirabeau en persona le detuvo diciéndole en todas las lenguas posibles menos en la española:
−Caballero, perdón. Perdón, caballero; pero no puedo admitir a usted. Prefiero tener la casa vacía tres años.
El extranjero salió a la calle. Su semblante indicaba gran pena y fatiga; pero decidido a buscar alojamiento a todo trance, preguntó a los transeúntes si no había en Ficóbriga alguna fonda, posada, mesón o cuchitril además del establecimiento de monsieur Mirabeau. Dos mujeres le conocieron, y lanzando una exclamación que más parecía de terror que de sorpresa, se apartaron de él gritando:
−¡El judío!... ¡El judío!
−Llevo dinero −pensó−, y al fin encontraré un techo.
A pesar de que las calles de Ficóbriga estaban muy oscuras, casi todos los que andaban por ellas conocían a Daniel Morton. Algunos al verle venir pasaban a la acera opuesta, otros se detenían para mirarle como a un ser raro. Oyó soeces invectivas o necedades triviales; pero de nadie pudo conseguir satisfactoria respuesta. Por último, decidió preguntar a los niños, que, por su falta de malicia, no podrían, según él, ni rechazarle con aquel horror propio de las conciencias varoniles, ni engañarle. Pero dos o tres rapazuelos a quienes pidió auxilio saltaron dando alaridos a bastante distancia y tomando piedras del suelo se las arrojaron.
Seguía la noche, la oscuridad, el desamparo, y con esto el cansancio del pobre extranjero a quien mortificaban terriblemente el hambre y la sed. Después de haber recorrido todas las calles, encontró en sitio solitario a una niña que venía cantando. Dirigiéndose a ella, le preguntó por una posada que no fuese la de monsieur Mirabeau. La niña, más ignorante o más humana, le señaló la calle inmediata y una puerta donde la seca rama marcaba la existencia de una taberna. Morton dio una moneda a su salvadora, y acercándose vio las azules letras de un tarjetoncillo que decía: Posada.
En la taberna resonaban broncas voces de marinos. Acercose a un hombre con mandil que estaba en la puerta, y pidió alojamiento. El hombre, después de observarle fijamente, díjole que subiera, y ambos emprendieron ascensión muy peligrosa por una escalerilla.
«Gracias −decía Morton para sí con gozo−, gracias a Dios que no me han conocido».
Pero al llegar a una sala alta, donde había tres mujeres en cháchara, una de ellas gritó:
−¡Ese, ese es!
Y el asombro más vivo pintose en los semblantes. Una mujer menos prudente que las demás se asomó a la ventana y gritó con discorde chillido:
−¡El judío, el judío!
Subieron atropelladamente varios de los marineros que había en la taberna.
−Le conozco −dijo uno−. Es el que salvamos cuando se perdió el vapor inglés.
Mujeres y hombres, todos le miraban con estupor vivísimo. Hubo al fin en cierto grupo un movimiento de hostilidad, pero el tabernero alzó la voz y extendió sus manos diciendo:
−En mi casa no se maltrata a nadie. Caballero, salga usted.
Morton marchó hacia la escalera; pero antes se detuvo, y volviéndose, dijo:
−Véndame usted un pan.
−Vale cinco duros −gritó con chillido de arpía una de las mujeres.
−Diez duros −añadió otra.
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El tabernero cogió un pan del cesto que cerca estaba y lo ofreció a Morton. Este, al tomarlo con una mano, metió la otra en el bolsillo.
−No −dijo el hombre deteniéndole.
−¿Por qué? −preguntó Daniel.
−Es limosna −repuso con gravedad el tabernero.
−Caridad −añadió un marinero−. Nosotros somos así.
−Tú me salvaste la vida −dijo Morton a uno de ellos, poniéndole la mano en el pecho.
−Sí; ese es mi oficio.
−Pues bien −añadió el hebreo−. Dame ahora un vaso de agua. Dios te lo pagará.
El marinero trajo el vaso de agua. Morton, después de beber, salió llevándose el pan.
Ya con tan preciosa conquista sintiose medianamente satisfecho, como Robinsón cuando en su isla desierta alcanzaba de la Naturaleza los primeros dones para prolongar su vida. Poquísima gente había ya en las calles de Ficóbriga, por lo cual Daniel experimentó gran consuelo, habiendo llegado el caso de que la aproximación de cualquier humano rostro le produjese miedo y vergüenza. Si en su solitaria excursión por las calles sentía pasos, volvíase y apresuradamente tomaba otro camino, como el ladrón que huye con su robo mal cogido en las trémulas manos. Cualquiera habría visto en él a un desalmado que acababa de robar un pan.
Con ser tan frugal su cena le gustó, a causa del hambre que padecía, más que cuantos manjares ricos había probado en su vida. Satisfecha aquella primera necesidad de su cuerpo, este, que cuando le niegan se resigna, pero si empiezan a darle, más pide cuanto más le dan, pidiole descanso, un abrigo, un techo, un colchón, un montón de paja. Esto era más difícil, porque ninguna puerta de Ficóbriga se abriría para él. A falta de asilo cómodo, buscó un abandonado hueco de ruinas, un tronco de árbol, o paredón solitario y apartado de toda humana vivienda que al menos le resguardara del frío nordeste. Anduvo largo trecho alejándose del centro de la villa y volviendo a él. Por último, vio una escalera de piedra que se abría en el hueco del viejo murallón para dar acceso a una planicie donde se veían algunas construcciones entre las ramas de espesos árboles. Sentose allí. El sitio era relativamente cómodo y resguardado del cierzo.
Al poco rato aparecieron dos perros, a quienes Morton dio lo que había sobrado de pan, obsequio que no rechazaron.
−Vamos −dijo el israelita−, ya no se podrá decir que hasta los perros huyen de mí. Al menos es un consuelo.
Poco después acercose un anciano mendigo con una niña en brazos, y alargó la mano tostada y angulosa para pedir una limosna.
−¿Eres de Ficóbriga? −le dijo Morton.
−Sí señor, soy un marinero del cabildo de Ficóbriga, pero como estoy tan viejo, hace dos años que no salgo a la mar y vivo en la mayor miseria, si esto es vivir.
La voz del anciano temblaba, anunciando debilidad, hambre y frío. Era su rostro curtido y surcado de arrugas como pergamino, blanca su barba, su estatura corpulenta; su cuerpo, a pesar de la desnudez que le enfriaba y de la inanición que le enflaquecía, conservábase aún derecho, las roturas de la camisa, más desgarrada que una gavia hendida por los temporales, dejaban ver el negro pecho velludo, fortalecido por las olas que se habían estrellado en él. En sus brazos, y arropada entre andrajos, dormía la niña angelical sueño, agarrándose con sus manecitas al cuello del anciano, murmurando a ratos algunas palabras y moviéndose intranquila, no porque estuviera enferma, sino porque soñaba, aun estando en brazos de la miseria, cosas agradables y risueñas, por
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ejemplo: que se estaba atracando de bizcochos, o jugando con tres piedras, un pucherito y dos panojas, que eran otras tantas muñecas.
−¿Eres muy pobre? −preguntó Daniel al mendigo.
−Señor, no tengo más que lo que me dan. Vivía con mi hija que era casada y tenía que comer porque su marido trabajaba en las minas. Pero hará dos meses se desplomó una piedra de las minas y mi yerno murió. Mi hija trabajaba para mantenernos; mas hará dos semanas que la enterramos. Dejome esta niña; no tenemos casa; no tenemos más que las limosnas de las buenas almas, y hasta ahora, ni mi nieta ni yo nos hemos muerto de hambre, porque el Señor ha sido bueno y nos ha mirado todos los días.
Daniel sacó una moneda de oro, diciendo para sí: «Ahora sí que voy a ganarme un amigo».
Entregole la limosna y el anciano partió después de dar las gracias y de prometer que rezaría a la Virgen del Carmen por el alma del favorecedor. Morton le observó desde lejos, le vio detenerse en la esquina de la calle de la Poterna donde había un farolillo, y examinar la moneda a la débil luz de la antorcha municipal; le vio inclinarse al suelo para sonar la pieza de oro sobre una piedra, y luego el anciano volvió corriendo al lado de Daniel Morton.
−¿Qué hay? −le dijo este−. ¿Es falsa?
−No señor; es que se ha equivocado usted −dijo el viejo devolviendo la moneda−. Me ha dado usted un centén en vez de una peseta.
−¿Y por qué piensas que había de darte una peseta?
−Porque es lo que más se da. Yo no puedo tomar sino lo que se me da por buena voluntad, no por equivocación.
−Yo sé lo que doy −dijo Daniel con emoción−. Guarda la moneda; que si en algo me equivoqué fue en darte una sola. Toma otra, toma dos más, y mañana es preciso que nos veamos.
Y se las ofreció. Pero el pobre viejo no las había tomado aún en su mano, cuando dio un paso atrás lanzando una exclamación de sorpresa y terror.
−¿Qué? −dijo Morton con ira−. ¿Tú también me conoces?
−¡Ah! No...; no..., señor −balbució el viejo−; ¡pero este dinero, tanto dinero! ¡Darlo así!... Es la primera vez que le veo a usted; pero no hay más que un hombre que así tire el dinero... ¡y ese hombre es el judío!
−Ese soy yo −dijo gravemente Daniel.
El anciano quiso poner las monedas en la mano de Daniel; mas como este no las tomara, arrojolas al suelo, diciendo con tremenda voz:
−Tome usted sus doblones, que ningún cristiano recibe el dinero por que fue vendido el Señor.
Daniel Morton quedose frío y estupefacto.
−Hombre sin entrañas −gritó al fin con rabia−, has hablado como un idiota.
−Yo no quiero limosna de usted. Adiós.
−Aguarda... −dijo Morton con angustia−. ¿No ves que esta noche soy más pobre que tú, más miserable que tú? Haces alarde de cristianismo y no tienes lástima de mí, no te apiadas de la soledad en que estoy, sin un amigo, sin una voz que me consuele, sin otro hombre que me diga hermano y se siente junto a mí, aunque no sea sino para recordarme que ambos hemos sido hechos por el mismo Dios.
El marinero movió la cabeza y después hundiendo la mano en un hueco de sus andrajos, que se abría al modo de bolsillo, sacó medio pan.
−Toma −dijo secamente y con acento despreciativo, que también era indicado por el familiar tratamiento.
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−¡Ay! −repuso Morton −, no es pan lo que quiero: otro menos cruel que tú me lo ha dado antes. Pan se da hasta a los perros. Dame tu compañía, tu fraternidad, tu conversación, tu tolerancia, el consuelo de la voz de otro hombre, algo que no sea discordias de religión, ni acusaciones por un hecho de que no soy responsable... ¿Por qué te niegas a tomar mi limosna? ¿Me tienes miedo?
−Horror.
−¿Por qué?
−Porque así debe ser. Adiós.
El anciano se retiró, y a cada pocos pasos volvía la cabeza para mirar al hombre de los treinta dineros.
Oprimiendo su cabeza entre las manos, Daniel permaneció largo rato en meditación dolorosa. Después exclamó con airado acento.
−¡Ah, impío Nazareno..., nunca seré tuyo! ¡Nunca!
X
Hospitalidad a medias
Había pasado más de una hora cuando sintió ruido de pasos. Un hombre subía la escalera. Daniel le reconoció al instante.
−¡Caifás! −gritó levantándose.
−Señor Morton −dijo Mundideo con asombro.
Vivísimo gozo se pintaba en el semblante del forastero. Tomó a Caifás del brazo y le dijo con acento conmovido:
−Tú también me conoces; pero tú no me rechazas.
−Parece que no ha podido usted encontrar alojamiento −dijo Caifás.
−Y tú me ofreces el tuyo. ¡Cuánto me alegro de encontrarte, José! Eres una aparición divina. Me hielo de frío. Tengo mi equipaje en el Ayuntamiento, y no quieren dármelo hasta mañana. Mi criado está preso.
−Ya lo sé... Que un caballero tan poderoso pase la noche en la calle...
−¿En dónde está tu casa?
−Aquí, muy cerca −repuso Caifás, demostrando el diligente afán que nace de la verdadera gratitud−. ¿Pero qué es eso que brilla en el suelo? Parecen tres monedas de cinco duros.
−Es dinero que se me cayó −repuso Daniel−. Puedes tomarlo.
Mundideo recogió los centenes y los entregó a su dueño.
−Guárdamelos −dijo Morton−. Después me los darás. ¿Y tus niños?
−Buenos, señor... Vamos por aquí... Ande usted con cuidado para no tropezar.
Pasada una planicie pequeña que sombreaban dos o tres plátanos de corpulenta talla, empujó Caifás una puertecilla abierta en un muro de mampostería y entraron en un terreno que parecía huerta.
−¿Qué es esto? −preguntó Daniel sin soltar el brazo de Mundideo que le guiaba en la oscuridad.
−Esta es la alcoba grande donde todos hemos de dormir.
−¡El cementerio de Ficóbriga! −exclamó el hebreo sintiendo frío en sus huesos.
−Esto es muy húmedo −dijo Caifás−. No se detenga usted.
−Ya veo las cruces... ¡cuántas cruces!... y esa mole blanca...
−Es el sepulcro que se está construyendo para don Juan de Lantigua.
Daniel se quedó más frío, más asombrado, y en su pecho se enroscaba una serpiente que no le permitía respirar.
−¿El señor don Juan... −murmuró−, está aquí?
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−Junto a él pasamos −dijo Caifás descubriéndose−. Los pequeñitos están aquí a la derecha.
Morton se descubrió también.
−Ese gran enterramiento que se está labrando −añadió José−, es para toda la familia.
−¡Para toda la familia!... ¿Pero tú vives aquí..., en este triste sitio?
−Sí señor. Yo soy el sepulturero de Ficóbriga. Mal destino, señor; pero pienso dejarlo pronto... Ya llegamos. Entre usted.
Pasaron a un patio y de este a una casa humildísima. Caifás, después de encender luz, guió a su amigo por estrecho carrejo a una pieza no pequeña donde había varios muebles, descollando entre ellos un inválido sofá de paja de Vitoria. Una puerta comunicaba la tal pieza con otra que debía ser alcoba, porque Caifás señalándola, dijo:
−Ahí dormimos mis hijos y yo. Sacaré mi cama a la sala, donde estará usted con más desahogo.
−Gracias, no necesito cama. Dame una manta y descansaré en este sofá... Al fin he encontrado un hombre, un verdadero hermano... Pero te compadezco, amigo. No podías haber elegido un oficio más detestable.
−Pronto lo dejaré a quien lo quiera −repuso Mundideo, poniendo en el sofá manta y almohada−. Ahora, señor Morton, mi situación no es tan mala como cuando usted tuvo la bondad de favorecerme.
−Me alegro infinito. ¿Has variado de fortuna?
−Así, así.
La actitud de Caifás frente al israelita era algo cohibida. Sus miradas indicaban el mayor respeto y la singular veneración que su favorecedor le inspiraba; pero a tal respeto uníase cierto recelo o más bien repugnancia, torpeza en las palabras, miedo quizás. No era preciso ser zahorí para conocer que el pobre Mundideo padecía y que su conciencia hallábase enfrente del más grande y aterrador enigma que jamás se le presentara.
−¿Y cómo has mejorado de fortuna? –preguntó el extranjero acomodándose en el sofá.
−Puse una taberna en la cual me fue muy mal. Pero hace poco murió un tío materno en Veracruz...
−¿Y has heredado?
−Poca cosa; mas para mí es un capitalazo. Como está el dinero en un Banco de Inglaterra, no lo he cobrado todavía. Dicen que vendrá la semana que viene, y para entonces, señor de Morton...
Caifás miró al suelo.
−¿Qué?
−Para entonces le devolveré a usted su dinero.
−¿Qué dinero?
−El que usted tuvo la bondad de darme cuando yo estaba en la Cortiguera.
−No te lo di para que me lo devolvieras.
−Pero yo lo devuelvo porque tal es mi deber.
Estaba Caifás en pie y en actitud de sumisión, pálido, descubierta la cabeza. Acababa de dejar sobre la mesa las tres monedas recogidas del suelo poco antes.
−¿Tú deber? −dijo Daniel en tono de ira.
−Sí señor... yo... ¿Cómo lo diré de modo que usted no se ofenda? ¿Cómo lo diré sin que mi favorecedor me crea ingrato?
−Dilo pronto.
−Pues yo no sabía que usted...
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−Ya −indicó Morton volviendo el rostro con expresión de amargo desprecio.
−No se ofenda el señor don Daniel, ni crea que soy malo, ni que dejo de apreciarle... Yo... vamos no sé lo que me pasa... No lo puedo remediar. Cuando supe la muerte del señor don Juan y que usted era...
−Yo soy judío −afirmó Morton gravemente.
−Sí −añadió Caifás sollozando−, y su dinero de usted, señor don Daniel, me quema las manos... El confesor me dijo que devolviera ese dinero aunque para ganarlo tuviera que estar barriendo las calles con mi lengua, o cargando piedras como un asno, o tirando del arado como un buey. Felizmente puedo devolver lo que no debí tomar, no...
−Calla, calla... −dijo Morton oprimiéndole con airada violencia un brazo, y pálido de ira−: calla, idiota... estás hablando como una bestia... ¿Qué dices de mí?... ¿Por qué juzgas mi alma? ¿Quién eres tú, miserable gusano, para condenar a eterno abandono a otro hombre, hechura de Dios como tú; quién eres para fallar contra mí, contra mí que te he favorecido? ¿Sabes que la conciencia hace al hombre, y la ingratitud, la negra ingratitud, es la única conciencia de los malos?
−¡Oh! Yo no soy desagradecido, no señor, ¡eso no! −gritó Caifás con verdadera angustia−. ¡Si pudiera usted leer en mi conciencia!... No sé lo que me pasa. Yo le he adorado a usted como se adora a los que están en los altares... yo he rogado a Dios por su salvación más que por la mía. Pídame todo lo que tenga, y hasta la última hilacha de mi casa será suya. Me quitaré el pan de la boca porque usted no padezca hambre, y partiré con usted mi casa, aunque para ello pierda mi destino y esté pidiendo limosna toda la vida.
−Lo que te pido no es abrigo, que puede darlo un árbol, un tronco, una peña, una gruta, sino el amparo dulce de la amistad, de la benevolencia, de la grata compañía.
−Cuanto sea caridad y agradecimiento tendrá usted siempre de mí −dijo Mundideo con acento de emoción− Pero...
−¿Pero qué...?
−Quiero decir −repuso Caifás con gran turbación de voz−, que no quiero su dinero... no quiero su dinero... Mi conciencia me manda que no tenga con usted más relaciones que las de la caridad.
−No querrás ser mi amigo, como se entiende la amistad social; no querrás frecuentar mi trato, ni servirme, ni tener conmigo la comunidad de vida que por lo común existe entre los que profesan una misma religión.
−Usted lo ha dicho muy bien... eso es lo que yo quería decir, pero no sabía decirlo.
−Si no te lo impidiese la ingratitud, ¿me aborrecerías, José?
−Con todo mi corazón −repuso vivamente el sepulturero−. Con toda mi alma. ¿Cómo podría querer al que ha hecho derramar tantas lágrimas a una familia que adoro, al que mató al padre y deshonró a la hija?...
Morton sintió que cada palabra era un lanzazo con que aquel hombre hería su corazón; pero al tocar tan delicado punto, sentíase débil y sin fuerzas para protestar.
−No juzgues de lo que no conoces −dijo sordamente−. Yo creí que siempre serías mi amigo. ¡Qué engaño! Al verte me alegré, porque esperaba adquirir por ti noticias de la persona que amo y sin la cual no puedo vivir.
−¿De la señorita Gloria?...
−¿Sabes algo de ella?... ¿La ves?
−Sé mucho −dijo Caifás con misterio y hostil intención−. La veo con frecuencia, pero a usted, a usted, no puedo darle ninguna noticia.
−¿No me cuentas lo que hace, si está buena, si está alegre, si sale?...
− Sólo diré que es muy desgraciada.
−Quizás deje pronto de serlo.
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Caifás movió la cabeza en señal de duda y después lanzó un gran suspiro.
−¿Y has dicho que la ves?
−Todos los días.
−¿No me das ninguna otra noticia?
−Ninguna −replicó sordamente Mundideo, guardando en su pecho las palabras, como si echara un muerto al hoyo−. Una sola, una sola daré, y es que siempre veo en ella un ángel del cielo, tan ángel después de su caída como antes.
−Dices bien. Gracias, José: tú eres hombre de corazón... Me han asegurado que la opinión de este pueblo le es muy desfavorable.
−Mucho. Dicen que la señorita está mal con Dios. Ayer ha pasado una cosa muy rara. La señorita envió un ramo para que se pusiera en las alforjas del borriquito que acompaña al Salvador. En cuanto el animal sintió encima las flores, principió a dar coces y las arrojó mismamente contra la pared. Todos los que tal vieron quedáronse horrorizados.
−¿Y la gente de aquí cree eso?
−Como el Evangelio. No se habla de otra cosa en Ficóbriga.
−¡Qué horrible estupidez! Pero tú no lo creerás.
−No señor, no, no lo creo −afirmó Caifás después de un instante de duda−. La señorita es un ángel del cielo, lo digo y lo repito.
−Muy bien, amigo mío, muy bien. Puedes decir y repetir otra cosa, y es que la señorita saldrá de su desdichada situación y será feliz.
−Eso no...
−¿Por qué?
−Porque es buena cristiana y usted... No me haga usted decir lo que no debe decirse al que nos ha favorecido.
−Pues bien... dejemos esto. Háblame de ella tan sólo. Cuéntame todo lo que sepas.
−Sé mucho.
−Pues dímelo todo, todo.
Caifás se llevó los dedos a la boca para pillarse con ellos, a guisa de tenazas, sus carnosos y oscuros labios.
−De mi boca no saldrá una palabra, ni una sola, que pueda servir a usted para sus planes.
−Mis planes son buenos.
−Eso Dios lo sabe.
−¿Y tú no? ¿No lo sabes tú que tienes pruebas de mi modo de proceder, tú que ya me conoces bastante?...
−Yo no sé nada, nada− gruñó Caifás con aturdimiento−. Yo no sé nada. Usted es un misterio para mí, señor Morton: un ángel y una calamidad, lo bueno y lo malo juntamente, el rocío y el fuego del cielo... Yo no sé qué pensar, yo no sé qué sentir delante de usted... Si le amo, me parece que debo aborrecerle; si le aborrezco me parece que debo amarle. Usted es para mí como demonio disfrazado de santo, o como un ángel con traje de Lucifer... No sé nada, no sé nada, señor Morton.
Callaron ambos. Grave y cejijunto, doblemente horrible por su fealdad natural y la expresión de recelo que había en su semblante, Caifás contemplaba a Daniel desde regular distancia, sentado, los brazos en cruz, la cabeza ligeramente inclinada, atónita la vista y algo siniestra. Jamás se había presentado a una conciencia problema semejante, y aquel hombre rudo vio desarrollarse en su espíritu todo el panorama inmenso de los problemas religiosos, sintiéndose turbado y atormentado por ellos de una manera confusa, indefinida. Vio que en su interior se elevaban fantasmas y oyó esas aterradoras preguntas que en lo íntimo del espíritu son formuladas por misteriosos labios y que rara
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vez reciben contestación. Otro hombre de inteligencia más cultivada habría sacado de la meditación de aquella noche alguna idea clara, alguna negación terrible quizás, algo absoluto aunque fuera lo absolutamente negro del ateísmo; pero Caifás no sacó nada, ni luz completa ni tinieblas, sino confusión, aturdimiento, el caos, el claroscuro incierto del alma humana cuando la fe vive arraigada en ella, y la razón, como diablillo inquieto evocado por la magia, entra haciendo cabriolas, enredando y hurgando aquí y allí.
No duró poco la meditación de ambos. El caballero parecía dormir, pero velaba. Pasaron las horas y rodó la noche con ese voltear majestuoso y taciturno que la asemeja a un cerebro pensando en silencio y reposo, lleno de misteriosos sones, de imágenes y vagas ideas que se entrelazan como los círculos movibles de la retina de los cerrados ojos del que vela. Ya muy tarde, casi de día, Morton dijo a Caifás:
−¿No te acuestas?
−No tengo sueño −replicó el enterrador−. Estoy cavilando, cavilando cosas extrañas que no me dejan dormir.
−Parece que luce la aurora... Deseo hablar al señor don Buenaventura.
−¿Tan temprano?
−Ese señor, ¿madruga?
−Se levanta con los pájaros.
−Pues te ruego que vayas allá y le digas de mi parte que estoy aquí a su disposición.
Caifás no se movía.
−¡Qué! −dijo Morton con ira−. ¿También te niegas a servirme en esto?
−En esto no −repuso Caifás levantándose−. Voy a llamar al señor.
XI
Dieciocho siglos de antipatía
No eran las seis cuando don Buenaventura y Daniel Morton se hallaban solos en la habitación de Caifás. Los chicos habían sido enviados a la calle por su padre, y este después de ahondar un poco la sepultura abierta en la tarde anterior se ocupaba en enterrar a uno de esos pobres muertos que entran en la inmensidad misteriosa de la descomposición subterránea sin amigos, sin cánticos religiosos, sin lágrimas, sin flores, sin mortaja. Para esos todo es materia y verdadero polvo... Ambos caballeros después de contemplar un instante tan triste escena, se sentaron junto a una mesilla con tapete de hule que en mitad de la pieza había. Uno y otro callaban, hallándose bastante perplejos y diciendo para sí: «¡Él hablará primero!». Por fin, don Buenaventura rompió el silencio:
−Nada necesito indicar a usted −dijo con torpeza−, de las inmensas desgracias que han caído sobre mi familia. Usted las conoce bien; y debo creer, al verle acudir tan puntual a mi llamamiento, que no es indiferente a ellas, aunque no sea sino por el remordimiento de haberlas causado.
−Es la segunda vez que vengo después de aquellos terribles días −repuso Morton−. Al volver con tanta insistencia al lado de los que ofendí, demuestro que deseo ardientemente desagraviarlos.
−Ahora se probará. Yo he llamado a usted contra el deseo de mi familia y de la misma Gloria. Separándome de su opinión en materia tan delicada, creo que esto puede arreglarse, y... qué sé yo... se me figura que lo conseguiré, si hallo en el autor de nuestra deshonra las ideas elevadas, la dignidad y el sentimiento del honor que supongo siempre
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en todo caballero bien educado, cualesquiera que sean sus creencias. He tomado informes en Madrid, y por personas de su raza de usted a quienes estimo mucho, he sabido que no tendré que habérmelas con un calavera, ni con un hombre corrompido y sin conciencia, insensible a los estímulos del honor.
−¡No soy un malvado para usted!... −dijo el hebreo con expresión de gratitud−. Mayor consuelo no podía yo recibir después de tantos ultrajes... ¡No soy un apestado, un réprobo, un paria, un hombre ignominioso colocado fuera de todas las leyes!... ¡No inspiro horror, no huye usted de mí, no se cree condenado por darme la mano!...
−Mi opinión sobre usted no es definitiva −indicó don Buenaventura gravemente−. Dependerá de la conducta de usted y de la facilidad con que se preste a una inteligencia conmigo.
−La tolerancia que hallo en usted −repuso Daniel−, me da mucha esperanza, predisponiéndome a los mayores sacrificios.
−¡Sacrificios!..., esa, esa es la palabra −dijo Lantigua con gozo y energía−. De eso es de lo que se trata. Aquí, señor mío, nos hallamos en presencia de un problema terrible, la religión; la religión que en diversidad de formas gobierna al mundo, a las naciones, a las familias. De ella no podemos prescindir para nada. Casi siempre es consuelo, estímulo y fuerza que impulsa; ahora se nos ha puesto enfrente con amenazadora gravedad, y es para usted y para nosotros obstáculo implacable, desunión, discordia, una montaña que se nos cae encima.
Don Buenaventura dio un suspiro. Daniel Morton suspiró también.
−Pero quizás estamos dando a esta dificultad importancia mayor de la que realmente tiene −añadió el caballero español, no sabiendo cómo abordar la cuestión−. Para toda persona que se estima y que sabe dar a los deberes sociales su valor propio, hay leyes categóricas que no admiten distingos, ni sutilezas, ni interpretaciones; habló de las leyes del honor.
−Las leyes del verdadero honor −dijo Morton gravemente−, son las leyes morales fundadas en la religión o en la filosofía. Fuera de esto, todo es convencional y falso.
Por un momento estuvo suspenso don Buenaventura, pero no tardó en dominar sus ideas.
−En rigor, eso es verdad. Pero dejémonos de generalidades. Usted tiene el deber ineludible de reparar la injuria que ha hecho a mi sobrina. Para esto es necesario un sacrificio. ¿Qué importa? El honor lo exige, lo exige esa ley que rige todas nuestras acciones, ley que viene no sé yo de dónde, pero que es ley, ley. Religión sin teología, por lo cual no hay en ella cismas ni heterodoxias. Su única herejía es la falta de valor... Aquí se nos presenta una virtuosa y angelical señorita deshonrada, una víctima preciosa e inocente, y esa víctima exige de usted un gran sacrificio.
−¡El sacrificio de la religión!
−Justo.
−¿En nombre del honor?
−Justo.
−Eso quiere decir que antes que la religión es el honor. ¿Y si yo dijera que la mayor deshonra consiste en la abjuración de la fe en que uno nace?
−Eso depende de los motivos por que se abjure. En un caso como este no.
−¿Me permitirá usted que ponga un ejemplo y le interrogue?
−Con el mayor gusto −dijo Lantigua orgulloso, creyéndose más fuerte que su contrario.
−Pues bien, supongamos que va usted a Hamburgo, a Amsterdam, a Londres...
−Ya, ya veo su intención. Supongamos que amo a una joven israelita, que... Vamos, que se repite este caso con los términos invertidos.
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−¿Se apresuraría a hacer la reparación debida sacrificando su religión?
−Según fuera la joven.
−Como Gloria, lo mismo que Gloria. Se supone que usted la amaría con pasión.
−Hombre, eso de hacerse judío es demasiado fuerte. Comprendo que se abrace el protestantismo, cualquier cosa... Pero, en fin, concedida la pasión, las circunstancias terribles de este caso... sí... aseguro a usted que me haría judío.
−Señor de Lantigua −dijo Morton con entereza y dignidad−. Usted no tiene religión; usted no es católico.
Asombrado y balbuciente se quedó el español; mas repuesto de pronto de su confusión, habló así:
−Soy católico sincero, por educación, por convicción, por el ejemplo santo de mis virtuosos hermanos, porque creo que el catolicismo es la religión más perfecta, porque si algún momento flaquease mi razón, vendría a fortalecerme el recuerdo de mi amorosa madre, y con recordarla sólo, la fe que en ella hizo prodigios de virtud, a mí me daría también fuerzas y consuelo; soy católico, porque veo en Jesucristo, Hijo de Dios, el más admirable ejemplo de perfección moral que puede ofrecerse al hombre.
−Nada de eso prueba una fe muy ardiente. Acepta usted lo que más le acomoda y lo demás lo rechaza. Pero aun con fe tan tibia no le creo a usted capaz de hacerse judío por amor, por el cariño de una mujer, por cosas de un día.
−Y por deber, por la responsabilidad terrible de una gran falta −añadió Lantigua con energía−; por estas razones y otras no vacilaría en cambiar, al menos aparentemente, la religión más aceptable por la más desacreditada.
−¡Aparentemente!... ¡Es decir, con reservas mentales!... −dijo Morton lleno de confusión.
−¡Ah!, veo que usted es más intolerante en su religión falsa que yo en la mía verdadera. Yo concedo algo, usted nada. Siga usted mi ejemplo y verá cómo no soy fanático, ni intransigente, ni mojigato. Me atrevo a esperar que mi creencia se asemeja bastante en el fondo a la de usted o a la de cualquier otro hombre del siglo.
−¿Cómo? −preguntó Morton con curiosidad.
−¿Será posible que en el fondo no pensemos lo mismo, señor Morton? Óigame usted con atención. Yo creo que la fe religiosa tal como la han entendido nuestros padres, pierde terreno de día en día, y que tarde o temprano todos los cultos positivos tendrán que perder su vigor presente. Yo creo que los hombres buenos y caritativos pueden salvarse y se salvarán fácilmente, cualquiera que sea su religión. Creo que muchas cosas establecidas por la Iglesia, lejos de acrecentar la fe, la disminuyen, y que en todas las religiones, y principalmente en la nuestra sobran reglas, disposiciones, prácticas. Creo que los cultos subsistirían mejor si volvieran a la sencillez primitiva. Creo que si los poderes religiosos se empeñan en acrecentar demasiado su influencia, la crítica acabará con ellos. Creo que la conciliación entre la filosofía y la fe es posible, y que si no es posible, vendrá el caos. Creo que cada vez es menor, mucho menor, el número de los que tienen fe, lo cual me parece funesto. Creo que ninguna nación ni pueblo alguno pueden subsistir sin una ley moral que les dé vida; y si una ley moral desaparece, vendrá necesariamente otra... Esto que declaro, esto que pensamos, ¿a qué negarlo?, todos los hombres del día, es de esas cosas que pocas veces se dicen, y yo las callo siempre porque la sociedad actual se sostiene, no por el fervor, sino por el respeto a las creencias generales. Las circunstancias en que nos encontramos oblíganme a confiar a usted mi pensamiento, mostrándole todo lo que hay en él, y a manifestarme con entera franqueza; pues ni mi nombre, ni el respeto que debo a la memoria de mi hermano muerto y a las virtudes del que vive, concuerdan bien con estas ideas que a pesar mío exhibo. Y al hacerlo así, revelando lo que nadie hasta hoy ha oído de mis
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labios, espero hallar un eco en el pensamiento de usted, pues teniéndole por hombre instruido en las ideas corrientes, no puedo creer que esté tan tenazmente aferrado a la secta más desautorizada de todas. Creo, finalmente y para decirlo todo de una vez, que el fondo moral es con corta diferencia uno mismo en las religiones civilizadas... mejor dicho, que el hombre culto educado en la sociedad europea es capaz del superior bien, cualquiera que sea el nombre con que invoque a Dios.
Breve pausa siguió a esta profesión de fe. Morton miraba fijamente el hule de la mesa, y absorto en el grave asunto, se ocupaba maquinalmente en retorcer una hilacha que sus manos habían encontrado allí.
−Estimo la declaración −dijo sin alzar los ojos de la mesa−. Ya sabía yo que muchos adalides del partido católico son racionalistas in pectore. Ahora en cambio de sus concesiones yo voy a hacer otras.
Don Buenaventura decía para sí: «¡Quién me había de decir que yo vaciaría estas heces de mi conciencia delante de un judío!... Pero es preciso transigir, sí, transigir, ceder un poco, para que él ceda otro poco y nos entendamos».
−Mi familia, como la de usted −dijo el hebreo−, se ha distinguido por su fervor religioso; ha sido y es, como la de usted, una familia respetada y querida por sus virtudes y su generosidad; ha tenido y tiene gran prestigio en nuestra raza, por sostener con noble tesón la idea de la consecuencia israelita en medio de la desgracia en que vivimos y de la degradación en que han caído muchos de nuestros hermanos. Yo fui educado con gran solidez de principios. Me infundieron la fe, más en la conciencia que en la imaginación, hablándome poco a los sentidos y mucho al alma. Además, me inculcaron la idea de que por nuestra religión fueron revelados al mundo los eternos principios que lo rigen, y que no pierden su valor por las modificaciones que recibieran en un día memorable. Me han enseñado a amar una ley que contiene todo lo bueno y todo lo verdadero, pues ninguna verdad moral posee el mundo que no se halle en mis libros. Al afirmar esto, no llegaré al extremo de creer que fuera de mi ley todo es corrupción, inmoralidad, mentira, como hacen aquí, no; yo también cederé, imitándole a usted, y diré que los preceptos morales por los cuales nos regimos son los mismos que gobiernan el alma cristiana, los mismos que gobiernan a todos los hombres que tienen preceptos. No sé que haya en pueblos civilizados ninguna religión, cuya moral diga: «Matarás, mentirás, robarás, harás daño a tu prójimo…».
−Muy bien, muy bien −dijo Lantigua radiante de satisfacción−. ¿Ve usted cómo nos acercamos? ¿Qué queda entre nosotros?... El culto, la forma, la liturgia, un fantasma, señor Morton.
−¡El culto!... −exclamó Daniel solemnemente−. ¿Y a eso llaman ustedes fantasmas? Para ustedes lo será, para mí no.
−¿Es posible que quien piensa como usted piensa, dé valor…?
−Sí: doy valor al culto, y valor inmenso.
−¿Por qué?
−Porque es nuestra nacionalidad. No tenemos patria geográfica y nos la hemos formado en la comunidad de prácticas religiosas y en la observancia de la ley. Por razón de nuestro estado social tenemos más íntimamente confundidas que ustedes la patria, la familia, la fe. Para el cristiano la religión no es más que la religión; para nosotros además de la religión, es la raza, es una especie de suelo moral en que vivimos, es la lengua, es también el honor, ese honor de que usted me ha hablado y que en nosotros no se concibe sin la consecuencia, sin la constancia en amar una fe augusta y venerable, por la cual somos escarnecidos.
−Todo eso es de forma; al fondo, al fondo −dijo Lantigua con impaciencia−. Usted ha demostrado creer que su religión no es en lo moral superior a la mía.
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−Lo es por la antigüedad y por la sencillez. Creo firmemente que cuanto Dios ha revelado al hombre está en mi ley. Todo lo demás es postizo. No aborrezco al cristianismo por falso ni por malo, sino por cruel e inútil.
A don Buenaventura se le vinieron a la boca mil argumentos terribles, abrumadores, sin réplica; pero se contuvo antes de enunciarlos, y llenándose de paciencia, siguió escuchando.
−Hay razones históricas y sociales −añadió el hebreo−, razones terribles, amigo mío, para que nuestra abjuración sea más deshonrosa que la de otro hombre cualquiera.
Don Buenaventura dejó ver una sonrisa de desdén.
−Además de que siento un instintivo amor al Dios de mis padres, y antipatía invencible a la inútil innovación cristiana...
A don Buenaventura se le acababa la paciencia.
−Déjeme usted seguir. Además de esto, obedezco a una ley de raza: ¡y qué terribles son las leyes de raza! El mismo valladar establecido por los cristianos para que vivamos separados del resto del linaje humano, aviva y enciende más nuestra consecuencia, porque las injurias que hemos recibido, la expulsión de España, el injusto odio del cristianismo nos aferran más a nuestro dogma, fórmula de la patria entre nosotros. ¡Abjurar!... ¡Pasarnos a este enemigo implacable que durante dieciocho siglos nos ha estado insultando, escupiendo y abofeteando; que nos ha expulsado, nos ha quemado vivos, nos ha arrojado de todas las ocupaciones honrosas, nos ha cerrado todas las puertas, nos ha prohibido todos los oficios, dejándonos sólo el más vil, el de la usura; que nos ha llenado de denuestos groseros, apartándonos de todo lo que puede llamarse fraternidad y negándonos hasta el goce de los derechos naturales; que nos ha considerado siempre como una excepción en la humanidad, como una raza abyecta y manchada, y nos ha estado martirizando con la infame y absurda nota de deicida, ¡de haber matado a Dios!... No, no puede ser, entre nosotros no habrá un solo hombre de honor que se pase a este enemigo implacable y feroz. Dieciocho siglos de venganza por haber dado muerte a un filósofo, el más grande de los filósofos si se quiere, es demasiada crueldad.
−Merecido baldón ha sido −dijo don Buenaventura− y lo prueba la espantosa duración del castigo. Un año, diez, un siglo, pueden equivocarse. Mil ochocientos años no se equivocan. Su fallo merece respeto.
−No tendrá jamás el mío −declaró Morton con ira−. Ha tocado usted la fibra más delicada de mi corazón, de un corazón que tiene el acendrado fuego de la raza. Yo siento la pasión de mi nacionalidad perdida, de mi culto sencillo y grandioso, de mi pueblo desgraciado y escarnecido que conserva en sí un fondo admirable de valor moral. Sí, quisiera tener mil bocas para decirlo con todas ellas. Un pueblo que ha resistido dieciocho siglos de desprecio, un pueblo que subsiste después de mil ochocientos años de verse proscrito, errante, vejado, humillado, es digno de mejor suerte.
−Procuren ustedes mejorarla.
−Yo he pasado horas en amarguísima tristeza pensando en la suerte infeliz de mi raza. Desde que tuve uso de razón, comprendí, que en nosotros había un gran vacío, aunque no me podía explicar cuál era; comprendí que una nube siniestra nos envolvía, que no éramos como los demás, que la sociedad nos rechazaba... He pasado la mayor parte de mi juventud en tétricas meditaciones sobre nuestro aflictivo destino social, y con esto el amor que siempre tuve a mi casta, a mi grandiosa historia, se inflamaba más cada día hasta llegar a una vehemencia que hizo creer en la pérdida de mi razón. Mi juventud ha sido un delirio doloroso, un sueño en que se han confundido los intentos más atrevidos con las ideas más nobles. He soñado con la rehabilitación del judaísmo;
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con borrar la maldición horrible; he pasado años enteros en soledad sombría, como los anacoretas, meditando en la pasión y crucificación de un pueblo inocente, y después, lanzándome al mundo y a los viajes infatigables por todos los países donde había israelitas, he tomado el tiento a la terrible carga de esta empresa. Y a pesar de hallarla muy pesada, no he renunciado a echarla sobre los hombros, y en horas de duda o vacilación he sentido en mí un aliento poderoso, una inspiración, una solemne voz de mi ultrajado Dios que me decía: «Adelante». Y a un hombre de tal temple, a un hombre que tiene el fanatismo santo de su casta, que no vacila en morir cien veces por ver realizada una rehabilitación que el siglo cree imposible; a un hombre que no es de estos vanos creyentes del día superficiales y corrompidos ni sabe mirar con indiferencia las cosas de Dios y del corazón, le dice usted: «Abandona todo eso y ven a humillarte aquí delante de mí; ven a besar esta cruel mano que te ha estado abofeteando por espacio de dieciocho siglos; ven a adorar al filósofo crucificado en cuyo nombre hemos decidido que eres una bestia».
−En nombre de Jesucristo −dijo don Buenaventura, sintiendo que en su corazón había sido tocada una fibra de sentimiento, aunque estaba muy honda y el dolor no era grande−. En nombre del que redimió al género humano transformando toda la tierra. Parece mentira que en un entendimiento cultivado y claro exista obcecación semejante, ¡Dios mío, lo que es nacer en el error!... Pero hay una cosa que me hace poner en duda la sinceridad de su fanatismo. Si tan lleno estaba usted de la idea de su raza, si esta idea le ocupaba por entero, rigiendo completamente su vida, sus actos todos y sus sentimientos, ¿cómo cayó el señor Morton en la debilidad de enamorarse de una mujer cristiana?
−Dios nos somete a durísimas y terribles pruebas. Los católicos tibios que piensan poco en Dios, los ateos que le niegan y los racionalistas cristianos que le han despojado de sus maravillosos atributos personales, no comprenderán esto, y reirán con impía necedad de las pruebas a que me refiero. Yo no soy así. Creo en las pruebas como en los castigos. Mi insensato y desvariado amor es una de aquellas. He caído, he caído con pecado nefando y he sentido las dudas más terribles y congojosas que pueden imaginarse. ¿Qué debo hacer? ¿En qué grado deben interesarme respectivamente mis deberes sociales y mis deberes religiosos? Aquí tiene usted la gran duda que me ha traído a la mayor desesperación, y a desear ardientemente la muerte, la madre muerte, que todo lo resuelve.
−Yo no le he llamado a usted, ni usted ha venido tampoco, para entregarse a una desesperación inútil. Es preciso ser razonable, abordar la cuestión, esta cuestión terrible que se nos ofrece en presencia de mi sobrina, inocente y buena y hermosa; de mi hija debo decir, pues por tal la tengo.
−Es verdad. Yo he venido deseoso de abordar la cuestión y de resolverla.
−¿Cómo? Después de lo que acabo de oír −dijo don Buenaventura con acento de indignación−, parece que, según usted, el horrendo sacrificio debe hacerlo ella.
−No, no; comprendo que eso no puede ser... Hay otro medio.
−No alcanzo ninguno.
−Si yo no creyera que hay otro medio, no hubiera venido, me habría quedado en Londres. Sólo el acudir puntual a su llamamiento, indica que mi deseo es...
−Conciliar... bien.
−Pero esta conciliación no puede celebrarse sino entre ella y yo, entre su conciencia y la mía.
−Es necesario −dijo Lantigua con interés−, es necesario que usted la vea. Ella le recibirá a usted. Ya se lo he dicho y tendrá que obedecerme.
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−El problema es difícil; pero quién sabe... Creo que en la cuestión de fe no nos sería difícil llegar a una concordia provisionalmente aceptable... la cuestión de forma es la más terrible.
−Ahí, ahí está el quid. ¿Pero será imposible encontrar una fórmula?
Don Buenaventura que en su vida política, no por cierto muy larga ni muy brillante, había descollado en el arte de buscar fórmulas, creía posible en la ocasión que ahora relatamos lucir nuevamente su ingenio. Pensando en esto dijo para sí:
«No se presenta mal. ¡Algo duro está! Veremos; creo que repetidas conferencias entre los dos han de abrir algún camino... Todavía me queda un argumento muy fuerte, un argumento de corazón, de ternura, y ese lo dejo para cuando sea oportuno. Ahora no lo es».
−Nada podemos adelantar, mientras yo no la vea y hable con ella −dijo Morton con inquietud.
−La verá usted. Su repugnancia es mucha; pero yo la venceré. Nos rodean mil dificultades. No contábamos con el disgusto y la alarma que su presencia de usted produciría en este piadosísimo pueblo. Las ideas de mi familia tampoco nos son muy favorables. Mi hermana se empeña en dirigir la mente de Gloria al ascetismo, y esto no me gusta.
−¿Y el señor don Ángel?
−No está aquí. Menos temor me infundiría él que mi hermana... ¡Una fórmula! ¡Hallar una fórmula! ¿Pero es tan difícil?... Se me figura que entre los tres llegaríamos a una solución lisonjera, o al menos admisible. ¡Todo menos la deshonra de esa infeliz!...
−Que yo la vea, que yo la vea es lo principal −dijo Morton con ardor.
−La verá usted...
−Que pueda yo además mostrarme libremente en el pueblo, y que cese el absurdo horror que inspiro; que pueda ir a todas partes; que mi nombre no sea una blasfemia...
−Cierto −dijo Lantigua hondamente preocupado−. Ante todo conviene redimirle a usted de esta horrible abominación pública, indigna de la cultura moderna.
−Sí, sí.
−Y darle a usted alojamiento digno, decoroso, a la luz del día; que no viva oculto como los ladrones.
−Sí, sí, también eso.
El buen señor miró fijamente al suelo, sosteniendo su barba con los dedos de la mano derecha.
−¡Ah! −exclamó de improviso, dándose una palmada en la frente−. Tengo una idea, una idea felicísima.
−¿Cuál?
−Permítame usted que no se la diga por ahora.
−Pero...
−Tendrá usted alojamiento decoroso, y se modificará o se atenuará por lo menos el rigor de esa implacable opinión pública... Hoy mismo notará usted las consecuencias de mi idea.
−Deseo saberla.
−Confíe usted en mí −dijo don Buenaventura levantándose−. Nos veremos luego. Voy a ocuparme de usted.
No quiso dar más explicaciones el noble señor de Lantigua, y salió dejando al hebreo en confusión no menos grande que la que al principio de la conferencia tenía. Morton se asomó a la ventana y vio a Caifás enterrando otro muerto.
−Un enemigo menos en Ficóbriga− pensó.
En tanto Lantigua corría presuroso en busca del señor cura don Silvestre Romero.
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XII
La fórmula de don Buenaventura
En la tarde del Domingo de Ramos, cuando después de rota y deshecha la procesión se retiraron consternadas a su casa Gloria y Serafinita, esta mandó a Roque con toda diligencia a Villamojada para que pusiera en la estación telegráfica el siguiente despacho:
«A don Ángel María, cardenal de Lantigua, arzobispo de X***, en el palacio arzobispal de Tolouse (Francia). −Gravísimo peligro. Enemigo en Ficóbriga. Ven al punto. Serafina».
El señor don Ángel había sido elevado en noviembre anterior a una silla metropolitana, digna recompensa de sus altos merecimientos y preclaras virtudes. En febrero concediole Su Santidad la púrpura, y a principios de marzo partió para Roma a recibir la birreta. Regresaba en abril apresuradamente para tomar posesión de su nueva diócesis antes de la Semana Santa, y al atravesar Francia para entrar por Bayona, sintiose acometido por su fiero enemigo, el reuma. Encolerizarse contra el reuma y el mal tiempo y la humedad habría sido encolerizarse con Dios: por lo tanto, llenose de resignación, y en vez de irritarse, suspiraba. No obstante la cojera, insistía en proseguir el viaje; pero los médicos ordenáronle descanso y el arzobispo de Tolosa de Francia, grande amigo suyo en el Concilio, le invitó a que descansara. No lo hizo de muy buen grado Su Eminencia; mas las traidoras piernas se negaron a obedecer al corazón. Escribió a su hermana y entre otras cosas le decía:
«No estoy tan mal que no pueda ponerme en camino si un urgente negocio lo exige. Si ocurre algo muy grave en nuestra familia, o si se presentara en Ficóbriga el antedicho sujeto (en los primeros párrafos de la carta hablaba de él), avísamelo sin pérdida de tiempo, pues aunque deba ir arrastrándome seguiré mi itinerario».
De las intenciones y pensamientos del señor cardenal no tenemos aún conocimiento exacto, y casi nos atrevemos a creer que Serafinita, a pesar de su buen deseo, no los interpretaba con estricta fidelidad. En cuanto a don Buenaventura ya sabemos que deseaba resueltamente poner fin a aquel duro conflicto por medio del matrimonio. No había duda para él respecto a la medicina; pero la fórmula de esta se ocultaba a su perspicuo entendimiento. ¡La fórmula! He aquí el secreto. Era preciso ser Arquímedes, Galileo, Newton, es decir, poseer el genio y la inspiración sublime de los grandes descubrimientos para encontrar aquella fórmula.
Don Buenaventura militaba públicamente en el partido católico, el cual ha extendido a todas las cosas la intolerancia, nervio del dogma. Pero es ley fatal también que al combatir con un enemigo que emplea determinada táctica, se aprende esa táctica, y se la adopta después. Eso le pasó a don Buenaventura; y el hábito de los parlamentos, del salón de conferencias y de la política menuda enseñole sin saber cómo el fino arte de las transacciones. Era que su espíritu por el frecuente combate con las habilidades llegó a inficionarse de ellas primero, a usarlas instintivamente después, y por último, a creerlas buenas y necesarias.
Había defendido enérgicamente, aunque sin elocuencia, la unidad rigurosa del culto, y eran de oír sus palabras calificando los matrimonios contraídos por personas de diferentes creencias; pero una cosa es la declaración teórica y otra el hecho abrumador y elocuente, más persuasivo que cuanto encierran las bibliotecas. Ante aquel hecho que directamente hería su corazón, don Buenaventura vaciló, concluyendo por admitir la
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imprescindible necesidad de un arreglo. Este arreglo era posible con tal que se encontrase una fórmula.
Amaba tan tiernamente a su sobrina Gloria, que en su corazón no la distinguía de sus propias hijas. En Madrid había tomado informes de Morton, y por el barón de W... y otros israelitas con quienes tenía relaciones de amistad o de negocios, supo nuestro banquero las sobresalientes cualidades de todos los individuos de la familia de Daniel y de Daniel mismo.
−O yo valgo poco, o los caso −decía Lantigua−. Sobre la conveniencia y la posibilidad de esto no hay duda. El cómo, la pícara fórmula es lo que falta.
Desde su llegada a Ficóbriga, confió a Romero su pensamiento, y este se mostró muy dispuesto a prestarle ayuda. Ambos discutieron, indagaron, escudriñaron. Por último, don Silvestre lleno de interés por la señorita de Lantigua, decía:
−No hay más remedio que sacarla a todo trance de tan triste situación. Aquí no se trata de teorías, se trata de un hecho, de un hecho innegable, evidente, terrible. Comprendo que para evitar estos hechos se establezca la unidad religiosa más intolerante, que se expulse, que se queme, que se condene, que se fulminen rayos... pero ya no se trata de prevenir, sino de reparar. No habrá ninguna autoridad divina ni humana que se atreva a decir en presencia de esto: «Quédese el mal como está…». Lo que falta es la fórmula, una formulita.
Don Silvestre fue desde entonces cómplice de todos los planes de su noble amigo. Ambos, sin dejar de ser muy católicos y de manifestar inflexibles opiniones, cada cual según su estilo, eran hombres de mundo; habían tomado el tiento a la sociedad, habían sufrido la fascinación de lo práctico el uno en sus negocios, el otro en sus luchas contra la naturaleza; habían dicho: «Conviene huir de la corriente para que no nos arrastre; pero si por desgracia viene un brazo de mar y nos quiere llevar, es tontería luchar con él: hay que sortearlo».
Don Buenaventura no admitía de ninguna manera el matrimonio puramente civil en aquel caso; ni entraba en sus miras que Gloria fuese a casarse a un país extranjero. Para él la fórmula más aceptable hubiera sido aquella en que el matrimonio se verificase con todas las apariencias de concordancia religiosa.
−Me basta −pensaba−, me basta con que ese hombre nos conceda una farsa de abjuración... Será un malvado si no lo hace... Piense luego en su interior como le dé la gana. Al fin y al cabo el fondo, el fondo de todas las creencias ¿no es uno mismo? La sociedad nos obliga a establecer diferencias en el culto; pero esas diferencias deben desaparecer ante un deber social también muy poderoso... He aquí la fórmula, sí, ya la tengo; se la propondré. Una conversión fingida, con reservas mentales... ¡Oh, Dios, Dios! Imposible que Tú no seas uno mismo para todos... ¡Ah!... Ved aquí una de esas pícaras ideas que nosotros los hombres de peso no decimos nunca, nunca; no se pueden decir; la taimada idea, la saltona y diabólica idea que tenemos asentada en el fondo de la conciencia... Si mi hermano sospechase esto...
El día de la conferencia que hemos descrito, habló con don Silvestre antes de misa mayor y ambos se pusieron de acuerdo sobre la conveniencia de rehabilitar al hebreo en el concepto público de Ficóbriga, y proporcionarle una entrevista con Gloria.
−¡Ah! −decía don Buenaventura−. Si esa desgraciada se empeña en no verlo, yo probaré que tengo autoridad... Bueno es el misticismo; pero ahora se trata de ajustar una cuenta con la sociedad. La de Dios está ya saldada y el perdón de nuestra pobre huérfana debe de haber sido puesto a la firma allá arriba. Estoy seguro de esto, segurísimo.
Y pensando luego en Morton decía:
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−Se me figura que los mayores obstáculos no vendrán de parte de él. Su fanatismo más que de religión es de raza... Y si aún vacilara tengo un argumento poderoso, que guardo para la ocasión crítica, un arma de sentimiento, de ternura, con la cual pienso herir en él la fibra más sensible.
Desde el Lunes Santo empezó a correr por Ficóbriga un rumor que en pocas horas dio la vuelta a todo el pueblo y penetró en todas las casas, como un aire fuerte y súbito que sorprende abiertas las puertas y hasta el más hondo rincón se introduce. El rumor era que el señor Morton había ido a Ficóbriga con el fin santo de abrazar el catolicismo. Divulgose esta noticia, que era buena, con la rapidez de las malas, haciendo efecto poderoso en pueblo tan crédulo como sencillo. No hubo una sola boca que de esto no se ocupara lunes y martes, y por doquiera oíanse exclamaciones de alegría y comentarios optimistas. Hubo quien asegurase haberlo oído de los labios del mismo cura o de los no menos respetables de don Juan Amarillo. Causaba igual pasmo la noticia de que el extranjero había sido alojado decorosamente en una de las buenas casas de Ficóbriga, y que se esperaba de un instante a otro al señor don Ángel de Lantigua para echar a don Daniel los Evangelios.
No hay para qué decir que estos rumores llegaron a la casa de Lantigua, y hallando abierta la puerta se metieron dentro y subieron y bajaron dando vueltas a toda la casa. Pero no entraron sólo por conducto de los criados, sino que el mismo cura, enunciándolos con su venerable boca, les dio autoridad. El martes por la tarde fue a la casa a ver a su querida penitente, y delante de ella y de doña Serafina habló de la estupenda noticia que por el pueblo corría. Apoyole don Buenaventura; mas las dos hembras no dijeron nada.
−Si es cierto −dijo Romero decidido a que la idea penetrase donde debía penetrar−, si es cierto, esta conversión será muy sonada. Aquí tenemos al jornalero de las viñas que ha venido tarde; pero que recibirá, según Jesucristo, la misma soldada que los que vinieron pronto. Grandísima gloria será esta conversión para nuestra humilde villa, y también para mí que tuve la dicha de sacar de las aguas...
Viendo que aparentemente no prestaban atención a sus palabras, volviose a don Buenaventura y prosiguió así:
−Yo le saqué de las aguas como se saca un pez; de modo que si yo no le hubiera pescado... Y aquí viene bien repetir lo que dijo Nuestro Señor Jesucristo a los Apóstoles cuando recogían sus redes en las orillas del lago de Genesareth: «Seguidme y os haré pescadores de hombres». He aquí que si al fin le bautizo yo, puedo decir con doble motivo que he pescado a un hombre.
Gloria, que leía los oficios del Martes Santo, miraba tan de cerca su libro, que parecía no poder hallarse en disposición de entender la lectura si no se metía las letras dentro de los ojos. Serafinita permanecía inmutable y silenciosa, como si su espíritu, su voluntad y sus creencias se hallaran en esfera superior a todos los miserables eventos de la tierra. Cuando el cura salió, don Buenaventura le dijo:
−Basta con que lo sepa... La idea ha de hacer efecto. No es cerebro de paja el suyo, y cuando una idea entra en él... ya, ya levantará buen remolino... ¡Ah!, señor don Silvestre... Se me figura que he encontrado la fórmula, esa deseada fórmula.
XIII
El secreto
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Por la tarde, miércoles, Serafinita acompañó a su sobrina a dar un paseo por el jardín. Departían sobre cosas triviales; pero la señorita hablaba tan poco, que a veces doña Serafina tenía que suspender su discurso y preguntarle dulcemente:
−¿En qué piensas?
−En nada −respondía Gloria.
−En mucho −afirmó la señora sonriendo−. No creas que te riño por eso. Bien sé que no es cosa fácil purificar completamente el pensamiento de ideas mundanas. Aún lucharás mucho, padecerás congojas, sufrirás terribles asaltos de la mala idea, batallarás horriblemente antes de que tu pensamiento limpio y libre se pueda consagrar por entero a Dios... Para llegar a este lisonjero fin, hija mía, no hay mejor camino que el de la desgracia, y prueba evidente soy de ello... Pero has de poner algo de tu parte. Desáhuciale de una vez... Esta idea es dolorosísima, pero muy saludable. Piensa en el ejemplo del tratante en perlas, que presentó Nuestro Señor Jesucristo; y fue que, viendo el mercader una perla más hermosa que todas, vendió las que tenía para comprarla. Del mismo modo tú, para comprar la perla del reino de los cielos, es fuerza que vendas todas, absolutamente todas las que posees.
−Menos una −contestó Gloria tímidamente.
−Dios no agradece los sacrificios de las cosas pequeñas, sino los de las grandes... ¿Qué le has ofrecido hasta ahora? Los placeres del mundo, las relaciones sociales, tu fama, tu reputación... Eso no vale nada: lo que Él quiere es tu corazón. ¡Los corazones son las joyas con que se obsequia al Eterno Padre! Esos son los diamantes y las perlas de que está formado su trono... ¿Crees que basta el perdón de las injurias, la humildad y la conformidad en sufrir desaires y calumnias?
−Ya sé que ese mérito no es grande, querida tía −dijo Gloria−, ya sé que hay sacrificios mayores, mucho mayores. ¡Dichosas las almas que tienen fuerza para hacerlos!... Para perdonar a mis enemigos creo que no necesito probar la desgracia. Si en mis tiempos felices los hubiera tenido, los habría perdonado del mismo modo. De la humildad no puedo vanagloriarme, porque no la tengo completa, yo sé que no la tengo; y en cuanto a los desaires y calumnias, escasa virtud hay en sufrir pacientemente los primeros, que bien poco valen. Las segundas, si existen, no han llegado a mis oídos.
−Pues sí; existen las calumnias, querida hija, eres calumniada y voy a decirte cómo, para que perdones a las bocas maldicientes.
−No es calumnia hablar de mi deshonra.
−No se trata de eso; se trata de verdaderas calumnias, de falsedades indignas y deshonrosas, propaladas por personas que se llaman amigas nuestras y que nos deben respeto y consideración, o por lo menos, la caridad que a todos los cristianos nos une.
−Tristes son los desaires que me han hecho −repuso Gloria−; pero como hijos de una superstición grosera, no merecen gran atención.
−No me refiero al incidente del pollinito −dijo la señora−. Ya eso, después de que ocupó bastante las lenguas de Ficóbriga, ha pasado a la historia. Me refiero a calumnias, a verdaderas calumnias que corren acerca de tu conducta. Esta mañana, hija mía, he pasado un rato de dolor y de vergüenza al oír contar...
La voz se ahogó en la garganta de la noble señora; pero haciendo un esfuerzo, continuó así:
−Teresita la Monja, una señora a quien siempre hemos guardado los de casa la mayor consideración, me dijo de ti cosas abominables. He necesitado de toda mi paciencia, de toda la mansedumbre y paz de mi alma para no llenarme de infame ira... Pero hija, ciertas cosas no se pueden oír... no... Oyendo a esa mujer, he tenido que hacer un esfuerzo casi sobrehumano, para ahogar en mi pecho la indignación... No he podido contestarle una palabra y me he deshecho en lágrimas delante de ella y de sus amigas.
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−¿Y qué dice de mí? −preguntó Gloria con perfecta tranquilidad.
−Es tan bestial y horrenda la calumnia, que me da vergüenza decírtela; pero te la diré para que apurando también este cáliz de amargura, tengas una ocasión magnífica de perdonar...
−¿Perdonar?
−Sí, de perdonar a esas mujeres, como las he perdonado yo. Ni aun quiero hacer comentarios de su maldad; ni siquiera las vitupero como te han vituperado a ti, y tan sólo digo: «Señor, perdónalas, porque no saben lo que se dicen».
−¿Pero qué es?
−Te horrorizarás; mas no importa. Dicen que a altas horas de la noche, cuando todos duermen en nuestra casa y en la villa, sales... sí, dicen que sales ocultamente para reunirte en un paraje solitario, allá junto al cementerio, con el desgraciado autor de tu deshonra.
Gloria se quedó blanca, inmóvil y muda como mármol. Sin embargo, aquel estupor no indicaba en modo alguno la turbación de una conciencia sorprendida por la denuncia.
−Comprendo tu espanto −añadió la señora−. ¡Oh! ¡Cuántas lágrimas he derramado hoy! Oír estas cosas yo, yo, que pondría cien veces mi mano en el fuego de tu inocencia en este caso... Quise responderles; pero la lengua se me entorpecía... Teresita se reía. ¡Si vieras con qué pérfida seguridad afirmaba haberte visto ella misma!
−¡Ella misma!
−Sí; dice que el lunes te vio. Era más de media noche. Ella había salido a asistir a una sobrina que estaba de parto, la hija mayor del escribano don Gil Barrabás... Dice que te vio salir de la casa, tomar por la calle de la Poterna... En fin, no quiero atormentarte más. ¡Qué calumnia tan infame!
Cierto era que Teresita la Monja había propalado la atroz calumnia; bueno es asentarlo así, aunque ningún lector habrá puesto en duda la veracidad de la de Lantigua, persona incapaz de mentir. La horrible invención había corrido de boca en boca por todo el círculo de beatas, neutralizando el buen efecto que produjera en Ficóbriga el rumor de la conversión del israelita.
−Al principio no creí prudente contarte estas abominaciones −añadió Serafinita con el acento de la lealtad más pura−; pero después he decidido que lo sepas para que tengas el gusto inefable de perdonar a esas personas... No quiero darles ningún calificativo infame; sólo pienso en perdonarlas y en rogar a Dios por ellas. ¡Oh!, hija mía, este gozo de olvidar la calumnia y perdonar a los calumniadores, no es permitido sino al alma del cristiano. ¿Las perdonas?
−Con todo mi corazón −repuso Gloria, volviendo del estupor que la noticia le produjera−. Y aunque cien veces me difamaran, cien veces las perdonaría.
−Así es como te quiero −dijo Serafinita con efusión de amor y de piedad, abrazando y besando a su sobrina.
No hablaron más de este tema. Ya cerca del anochecer vino Caifás a dar cuenta de la distribución de limosnas que solía hacer por encargo de doña Serafina y de Gloria. Esta, llevándole a su cuarto, le dio más dinero e instrucciones nuevas que no podemos conocer. Por la noche, los tres Lantiguas hicieron la colación; rezó el rosario la señora acompañada de todos, y cuando llegó la hora de recogerse, dirigiose a su cuarto don Buenaventura, mientras Serafinita acompañaba a Gloria al de esta, pues era costumbre hacerle compañía hasta que la dejaba acostada y cediendo a las dulces caricias del sueño.
−Buenas noches, niña mía −dijo la señora poniendo la mano sobre la frente de su sobrina−. Duerme en paz. ¿Quieres que te apague la luz?... Ya está apagada.
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Dio un soplo para matar la luz, y tomando la suya, besó a Gloria con ternura y se fue. Por breve rato oyéronse sus pasos al bajar la escalera; pero al fin extinguiose el ruido y también la triste claridad que dejaba tras sí la vela con que se alumbraba.
Gloria no dormía. Vigilante en medio de la profunda oscuridad de su cuarto, sus negros ojos se abrían ante las tinieblas, como ante un hermoso espectáculo, y su oído acechaba los murmullos de la noche. Aterrada de su propia zozobra, se ponía la mano sobre el corazón para sentir sus latidos, y a ratos suspiraba, moviéndose ligeramente en el lecho. Pasado algún tiempo después de la partida de su tía, alargó el cuello, poniéndose en acecho, y contuvo la respiración para que el leve rumor de esta no se confundiera con los sones lejanos que quería sorprender.
Crujieron en la casa las últimas puertas que se cerraban; allá en lo profundo oíanse a ratos golpes que parecían subterráneos, y eran las pisadas de las mulas en el suelo de su cuadra; después el ladrido de los vigilantes perros que se alborotaban por el paso de una sombra, y constantemente el vibrante chasquido de los sapos, cantores de la hierba húmeda. Los oídos de Gloria, estimulados por la zozobra de su alma, sondeaban el silencio de la noche, penetrando hasta las últimas honduras para cerciorarse de que la casa se hallaba en completo reposo.
−Ya duerme −pensó−. Todos duermen.
Siguió escuchando, y claramente percibía el resuello de la mar jamás callada ni aun cuando duerme, como en aquella tranquila noche dormía; sus olas eran suaves dilataciones de un pulmón en reposo... Gloria contaba el tiempo, pues sin necesidad de reloj podía apreciar los instantes que transcurrían. No atendía, no, a ninguna idea pasada y toda su alma estaba en lo presente y en aquel rato de acecho, que iba creciendo hasta ser una hora, dos horas...
−Ya es tiempo −pensó−. ¿Qué tiene esta noche el reloj de la Abadía que no suena?
Y no había acabado de formular esta idea, cuando se oyó la primera campanada, larga, cóncava, pesada, prolongada como un lamento. Como los duendes que esperan la hora de su libertad, Gloria se incorporó rápidamente. Al dar la segunda campanada tomó su ropa, tanteando en la oscuridad, pero sin equivocarse, porque sabía muy bien el lugar donde estaba cada pieza. El reloj seguía dando campanadas lentamente, y la señorita con presteza suma se ponía los vestidos, atando cintas y ajustando botones en la oscuridad con incansable mano. Las cintas se enroscaban velozmente cual menudas sierpes en su cintura. Gloria vestida por completo, calzada, envuelta en su manto negro, se puso en pie y dio algunos pasos. Sus manos iban delante como asidas a las manos de un fantasma que la guiaba. No tropezó con ningún mueble, no dio un solo paso en falso, y llegó a la puerta, que abrió tan suavemente, cual si esta girara sobre goznes de algodón.
Por el corredor discurría como vana creación de la penumbra, llevada en brazos del aire, y sus pasos, como los de pies que andan sobre nubes, no se sentían. Largo rato tardó en descender la escalera, poniendo suavemente los pies en cada escalón, y si algún ligero crujido de la madera anunciaba el peso, deteníase llena de terror, recogiendo todo movimiento en lo íntimo de su alma. Por fin llegó abajo, donde por ser el suelo de mosaico, no era preciso andar con tantas precauciones. Débil claridad de los cielos iluminados a ratos por la luna permitía conocer los ángulos y las paredes y puertas del pasillo. Detúvose Gloria ante una y aplicando el oído a la cerradura, exploró la intensidad del silencio que reinaba detrás de aquella puerta.
−Duerme −pensó.
Sin detenerse después de esta observación, pasó a una pieza que había en el fondo de la casa nueva: dio dos golpecitos en una puerta, y esta se abrió por mano invisible con ligero rechinar. Pasó la joven a la casa antigua, acompañada ya de alguien que en
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las tinieblas la guiaba. Poco más duró su tránsito por sitios oscuros, porque ella misma, al fin, con una llave que en la mano traía, abrió una puerta y salió al patio y a la calle, donde la esperaba un hombre. Este le dio la mano para ayudarle a salvar el escalón y ambos desaparecieron sin hablar.
XIV
Casa
Por indicación de don Buenaventura, a quien deseaba servir, el mismo alcalde de Ficóbriga, señor don Juan Amarillo había proporcionado a Daniel Morton un alojamiento decoroso, pues no cuadraba a la cultura de Ficóbriga ni a la proverbial hospitalidad de aquella noble raza, cerrar a un ser humano con impía dureza todas las puertas. A estas razones expresadas por el señor de Lantigua, añadió Amarillo otras no inferiores en peso, a saber: que siendo el hebreo persona de elevadísima posición social y de grandes posibles, no debía en todo rigor aplicársele el criterio del vulgo; que nada perdía nuestra santa religión porque se diese posada al peregrino, y que la doctrina evangélica prescribía hacer bien a los enemigos.
Como al mismo tiempo se había levantado el rumor de la conversión del israelita, el alcalde no temió que su pueblo se alborotara; y viendo que todo favorecía su propósito, dirigiose ante la presencia de Isidorita la del Rebenque, (que solía en tiempo de baños poner varias piezas de su casa a disposición de los forasteros) y le propuso tomar bajo su manto protector al hebreo.
Oyó Isidorita la proposición con grandísimo descontento, y si no exageran los autores que de esto han tratado así como cronistas del linaje de Rebenque, se le cortó el habla, cambiáronse en azucenas las rosas de su cara, quedándose una buena pieza de tiempo como si fuera a caer con un síncope. Pero el señor de Amarillo díjole que no se sofocase antes de tiempo y sin motivo, añadiendo que él, a fuer de alcalde, tomaba para sí toda la responsabilidad. Como el señor cura (que a la sazón llegó) apoyase la proposición de don Juan, autorizando a Isidorita para albergar al infiel y asegurándole que su casa quedaría limpia de toda mácula después del consentimiento del párroco, la excelente esposa de Barrabás fue recobrando poco a poco la serenidad. Sus escrúpulos cesaron por completo con una nueva exhortación de don Juan, el cual estableció que el señor Morton pagaría diariamente una libra esterlina por sí y otra por su criado.
Dieron libertad a este, y entregado el equipaje, señor y escudero se trasladaron a su nuevo hospedaje en la tarde del lunes. La única condición que les puso don Juan, fue que durante las ceremonias públicas de Semana Santa no se dejaran ver en las calles de Ficóbriga. Así lo prometieron ambos, mostrándose muy gustosos por la deferencia de aquel celoso representante de la autoridad, que tan bien comprendía los deberes de su alto cargo. El criado era también judío y de los recalcitrantes. Llamado Sansón, hacía honor a su nombre, pues era un coloso rudo y fuerte, con cada mano como una maza, leal y cariñoso con su amo, displicente con los demás, puntual en el servicio y muy charlatán; mas como no entendiese ni una palabra de español, hablaba consigo mismo largas horas. Aún le molestaban sus chichones y descalabraduras, mas no era cosa de cuidado.
Dioles Isidorita en su casa tres habitaciones cómodas y bonitas, arregladas sin lujo pero con limpieza, y desde el primer día les trató con esmero, ofreciéndoles comida abundante y bien aderezada. Era la señora de Barrabás hembra de mucha conciencia y no podía corresponder con un trato mezquino a la enorme cantidad que por su hospedaje le entregaban diariamente los forasteros. Morton estipuló que su incomunicación con la
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familia de Barrabás sería completa, porque no deseaba molestar ni ser molestado, y esto desagradó a don Bartolomé, hombre muy entrometido; no así a Isidorita que siempre ponía la circunspección por encima de todas las cosas.
Desde el primer momento la señora de la casa vio en su huésped un caballero decentísimo, lleno de comedimiento, finura y generosidad. Esto unido a la noticia de su conversión y a la insistencia con que Teresita aprobaba el hospedaje, acalló poco a poco la alborotada conciencia de aquella mujer. El primer día no pudo arrojar de su alma el recelo, y permanecía delante de Daniel con cierto espanto; el segundo buscaba motivos de hablar con él, hallando su conversación bastante agradable; el tercero no sabía qué hacer para complacerle. Jamás voluntad alguna fue más prontamente conquistada.
Morton huía todo lo posible de las conversaciones con el ama de la casa, cuyo afán de tertulia crecía de hora en hora, y cuando ella y su esposo no podían hallar pretexto para introducirse en la habitación del forastero, se entretenían oyendo chapurrear nuestra lengua a Sansón, que había hecho buenas migas con el filósofo. Juntábanse por las noches en la sala baja, y allí era el dialogar por señas, el reír de todo, el vaciar botellas de cerveza (pagadas por el descendiente de Abrahán, porque Isidorita jamás permitió a nuestro filósofo el goce de un ochavo); y allí era el encender puros y el hablar cosas que recíprocamente no entendían.
Desde que tan gran novedad ocurría en casa de la del Rebenque, Teresita no faltó una sola noche en acudir a ella, para inquirir, indagar, hacer comentarios, recoger y glosar cada palabra del caballero hebreo. Ni gesto, ni acción, ni voz, ni salida ni entrada del joven quedaba sin ser sometida a prolija discusión. Ocupáronse también las tres (pues antes faltara en el cielo la casta Diana que a las tertulias la Gobernadora de las armas) de los Lantiguas, de la casa de los Lantiguas, de la señorita Gloria, y de la inaudita, escandalosa y execrable conducta de la joya de Ficóbriga. Sí; Teresita la había visto y lo juraba por todos los santos del cielo. En la noche del lunes, cuando la llamaron para asistir al parto de su sobrina la hija del escribano, había visto a la señorita salir de la casa y dirigirse en compañía de un hombre hacia el cementerio. Resistíanse las dos amigas a creerlo; pero la de Amarillo invocaba a media corte celestial y al Padre Santo en testimonio de su afirmación.
Isidorita por su parte daba fe de que el señor Morton había estado casi toda la noche fuera en la del lunes; pero no podía asegurar lo mismo del martes, porque él tenía llave y podía salir con su criado sin ser visto; pero prometió solemnemente a sus amigas vigilar para tenerlas al corriente de cuanto ocurriese. Luego que se retiraron estas para asistir a las Lamentaciones del miércoles, Isidorita fue llamada por su huésped para recibir una orden concerniente a detalles del servicio, y después de un breve coloquio, la señora dijo:
−¿Va usted a salir tarde esta noche?...
−No señora.
−Como el lunes estuvo usted toda la noche fuera...
Daniel no contestó. Entonces Isidorita demostrando vivo interés por el hombre infiel que se aposentaba en su casa, habló así:
−Yo, si usted me lo permite, me voy a tomar la libertad de darle un consejo.
Y como Daniel se dispusiera de todo corazón a recibir consejos de la señora, añadió esta:
−Mi consejo es que tenga mucho cuidado con los Lantiguas. Son personas muy buenas; pero de mucho tesón y no consienten que nadie...
−Acabe usted.
−Es que me estoy metiendo en lo que no me importa y temo enojarle a usted.
−De ningún modo.
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−Pero como va en ello el bien de una persona tan digna... Lo que quiero decir es que tome usted precauciones, si ha de seguir sus entrevistas secretas a media noche con la señorita Gloria.
−¡Yo! −exclamó Daniel con asombro.
−Claro: usted no ha de darme cuenta de sus acciones. En fin, usted hará lo que guste. Si una noche no le ve a usted el señor don Buenaventura, otra noche puede verle, y tendremos un disgusto, un verdadero disgusto.
−Señora... teme usted que nos vea don Buenaventura... ¿Dónde? ¿A qué hora? −dijo el hebreo con gran interés.
−Eso ustedes lo sabrán. Mi cuñada que es persona incapaz de mentir ha visto a la señorita Gloria salir de la casa a media noche con un hombre...
−¡Salir de la casa!
−Con un hombre...
−¡Con un hombre!
−Sí señor... La vio el lunes desde la calle, porque fue al parto de Nicanora, la de mi cuñado Gil... pues... Después acechó el martes por la noche desde su ventana, porque Teresa vive al lado... ya sabe usted... y no sé si la vio salir también. Por mucho que se quieran ocultar ciertas cosas, no se puede, señor de Morton. Este pueblo, aun en la lóbrega oscuridad de sus noches, tiene cien ojos. Los de Ficóbriga somos algo curiosos, y aquí ruedan las noticias que es un primor. No habrá hoy en la villa quien no sepa...
−Que la señorita Gloria sale...
−En busca de usted. Es natural... En fin, me estoy metiendo en lo que no me importa. ¿No es verdad, señor don Daniel? ¡Qué importuna soy!... Que pase usted buena noche, caballero.
Y se retiró. El hebreo cayó en profunda meditación. Largo rato paseó por su cuarto. Cuando su criado quiso desnudarle, le dijo:
−Nos vamos a la calle, anda.
XV
¿Adónde va? ¿Adónde ha ido?
Teniendo llave de la puerta principal podían entrar y salir cuando les acomodase sin pedir permiso a los dueños de la casa. Eran más de las once y media cuando salieron. La noche estaba clara y bastante fría. Había luna llena; pero las densas nubes que corrían, viniendo del mar y en dirección a las montañas, la velaban a ratos, y cuando el astro quedaba descubierto, aparecía como arrastrado por los vaporosos brazos blanquecinos, cuya colosal gesticulación en los altos cielos imponía miedo a los que con ánimo triste vagaban a tal hora por la tierra.
−¿Adónde vamos esta noche, señor? −preguntó Sansón que no podía ocultar la nostalgia del lecho.
−Ya lo veremos −repuso Morton sombríamente.
−¡Oh!, señor... −dijo el criado, marchando a la izquierda de su amo por la calle adelante−. Si yo me atreviera, diría al señor aquellas sentencias: «Quita, pues, el enojo de tu corazón y aparta el mal de tu carne, porque la mocedad y la juventud vanidad son»... «Yo miré todas las obras que se hacen debajo del sol; y he aquí que todo ello es vanidad y aflicción de espíritu…».
Daniel no contestó nada.
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−¡Ah señor! −añadió Sansón sonriendo−. Es verdad que yo no debo dar consejos, ni señalar el peligro a mi amo, porque el amo es siempre sabio y el criado necio; pero no puedo remediar el saber de memoria los proverbios de nuestra ley, que se me salen de la boca cuando menos lo pienso. Si el señor me diera su venia, le diría... «Vase en pos de ella luego, como va el buey al degolladero, y como el loco a las prisiones para ser castigado... Como el ave que se apresura al lazo y no sabe que es contra su vida, hasta que la saeta traspasó su hígado».
−Entremos por esta calleja −dijo Morton sin hacer caso de la erudición de su criado−. Aquella es la casa de Lantigua.
Habían llegado cerca de la plazoleta, ya bautizada con el nombre de Plaza de Lantigua, y allí se detuvieron.
−¿De modo, señor, que esta noche no iremos a pasear por la orilla del mar? −dijo Sansón−. ¿Nos estaremos de centinela, señor, en este delicioso lugar, mirando a la luna?
Morton con los ojos fijos en la casa de Lantigua, no atendía la verbosidad salomónica de su sirviente, el cual continuó diciendo:
─Vi entre los jóvenes un mancebo falto de entendimiento... El cual pasaba por la casa, junto a la esquina de aquella... A la tarde del día, ya que oscurecía, en la oscuridad y tiniebla de la noche... Y he aquí que le sale al encuentro una mujer, astuta de corazón... Rencillosa y alborotadora, sus pies no pueden estar en casa».
−Calla, idiota −dijo repentinamente Daniel, poniendo la mano en la boca de su criado, para tapar aquella fuente de sabiduría−. ¿No ves?..., por aquella puerta que está en la callejuela ha salido una mujer.
−Yo veo un hombre.
−Sí, un hombre la acompaña −dijo Morton con voz ahogada−. Sansón, Sansón, si pronuncias una sola palabra te estrangulo... Ocultémonos tras esta esquina, porque vienen hacia acá.
Por la puerta de la casa vieja que da a la callejuela había salido una persona, la cual, uniéndose a otra que esperaba fuera, marchó precipitadamente hacia la plaza; después torcieron a la izquierda, entrando en la calle que conducía al centro de la villa.
−Sigámoslos −dijo Morton−. Andemos a su paso y no hagamos ruido... La conozco... Es ella. En medio de las mismas tinieblas absolutas la conocería. El que la acompaña es Caifás.
Morton les vio apartarse luego de la vía central del pueblo y dirigirse a la misma escalerilla donde él pasó parte de la noche del domingo de Ramos.
−Van al cementerio −pensó lleno de estupor−. ¿Que es esto?
Gloria y Caifas subieron la escalera; pero en vez de dirigirse al cementerio torcieron a la izquierda, costeando la tapia. Iban a buen paso como quien tiene medido el tiempo. Daniel y Sansón los siguieron a conveniente distancia, por la orilla de un prado inmediato a las tapias.
−Que se nos van, que desaparecen −dijo Morton con angustia, apresurando el paso.
−Les detendremos, señor.
Los perseguidos, que un momento desaparecieron de la vista de los perseguidores, volvieron a ser vistos. Iban más deprisa, y pasando junto a las casuchas del arrabal, parecían dirigirse a un camino estrecho que conducía a la carretera.
−Hay allí un bosque −dijo Morton apresurando más el paso.− Si se internan en él les perderemos de vista.
Pero entonces Gloria y su acompañante se detuvieron. Oyéronse rumores de un corto diálogo y la voz que se acostumbra dirigir a un caballo impaciente. Corrieron los perseguidores; poco habían avanzado, cuando viose partir un breck, que llevaba al parecer más de una persona. El vehículo iba, rápidamente en busca del camino real. Los
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dos hebreos corrieron tras él; pero el coche adelantaba y al poco tiempo desapareció. Su ruido sordo duró algo más, pero al fin difundiose también en el hondo monólogo de la noche. Daniel se halló en el camino real desconsolado y perplejo. «¿Adónde ha ido?» −se preguntaba−. «¿Volverá?».
Su aturdimiento fue como el de quien ve prodigios y fenómenos incomprensibles dentro de la esfera de la razón humana.
−La he visto −pensaba−, la he visto, y aún dudo si sería ella. ¿Por qué no la llamé? ¿Por qué no pronuncié a gritos su nombre?
Sentándose sobre una piedra, meditó.
−¡Ah! −dijo después de largo rato−. Ya sé... huye de su casa y de su familia... Pero entonces no volverá.
−No volverá −repitió Sansón, sentándose junto a su señor−. Sería temeridad buscarla más, y ahora aunque el señor no me lo permita, me atreveré a decirle...
−Sansón, déjame en paz −dijo Morton−. ¿Qué piensas tú de esto? ¿Volverá?
−Pienso que «el avisado ve el mal y escóndese; mas los simples pasan y reciben el daño». Pues hemos visto el mal, señor, escondámonos, es decir, vámonos mañana para Londres.
−Amigo −dijo Daniel desarrollando su tema−, yo creo que aquí hay algo grande que no comprendemos.
−Lo que yo comprendo −repuso el servidor−, es que se ha dicho: «Sima profunda es la mujer. Aquel contra el cual estuviese airado Jehová, caerá en ella».
−Sansón, Sansón −manifestó Daniel regocijándose con una idea lisonjera, que brillaba en su mente como luz que nace y crece−. Yo estoy seguro de que volverá. El corazón me lo dice.
−¿Y estaremos aquí hasta que vuelva, señor?
−Aquí estaremos mientras sea de noche. ¿Tienes frío? Pues toma mi gabán y póntelo sobre el tuyo.
−Gracias, señor. ¿Es absolutamente preciso que yo esté en vela?
−Puedes dormir si para ello tienes cuerpo. Yo te despertaré en caso necesario.
−Entonces con permiso del señor −dijo Sansón acomodándose en el suelo−, voy a descansar, porque... «¿qué más tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol?... Generación va, generación viene, mas la tierra siempre permanece... ¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará, y nada hay nuevo debajo del sol... Vanidad de vanidades, dijo el predicador, vanidad de vanidades, y todo vanidad».
Poco después de pronunciar su última sentencia, dormía. El amo, siempre vigilante, no apartaba los ojos del último término visible del camino real y de las colinas que se sucedían tierra adentro. Nada podía distinguirse en aquella masa oscura, a ratos mal iluminada por la luna. Los negros árboles ocultaban los senderos; pero el hebreo, empleando su alma toda en la atención, buscaba en la inmensidad negra un rastro del ave cuyo vuelo había visto, y tan grande es el poder del espíritu que al fin lo hallaba. No veía nada con los ojos, pero su curiosidad, excitada hasta la inspiración, estaba segura de la existencia de una estela misteriosa, trazada por un corazón que corría en busca de su amor. Era como aquella seguridad de la fe que sostiene y declara la verdad sin verla ni poder explicarla.
Después oyó cantar un gallo, y a la voz de aquel respondieron otros sucesivamente cerca y lejos, formando el más bello concierto que puede imaginarse. No existe en la naturaleza fuera de lo humano, voz más conmovedora que el alarido de aquel noble animal, exclamación lanzada por los campos en los instantes lúcidos de su placentero
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sueño y con la cual dice al hombre: «Yo soy la amenidad de la vida, la paz, la sencillez, la diligencia y el trabajo».
Daniel oía los remotos alertas del gallo que clamaban: «¡Allá va, allá va!».
−Ha de volver −pensó, dirigiendo ávidas miradas hacia las colinas−. Si el corazón me engaña esta vez dudaré de él toda la vida.
Había transcurrido poco más de hora y media desde la desaparición del coche, cuando el israelita creyó sentir torbellino de ruedas. No era todavía más que un convencimiento íntimo sin nada real que resultara de una sensación clara. Esperó, y al cabo de cierto tiempo adquirió la certidumbre de que un coche venía.
−Sansón, Sansón −gritó tirándole de un brazo−. Levántate, perezoso.
−Señor, señor... ¿Nos vamos para Londres?... −dijo el criado frotándose los ojos−. Soñé que me embarcaba y decía...
−No digas nada... Prepárate para hacer lo que te mande. Tú tienes buenos puños. Detén ese coche.
−¿Cuál?
−Ahí viene. ¿No oyes?
Dejose ver el carruaje, que venía corriendo tirado por dos caballos.
−¡Dos caballos! −dijo el amante de Dalila.
−Aunque sean veinte, hemos de detenerlos.
El coche se acercó, y Sansón, poniéndose en medio del camino, con los brazos abiertos como un misionero que va a exhortar a la buena vida, gritó:
−¡Stop!
Mas el que guiaba blandió el látigo, cruzando con él la cara del importuno que intentaba detener el coche. Entonces los caballos elevaron rugiendo sus cabezas al sentirse contenidos por una mano de hierro que sujetaba sus riendas; anduvieron trabajosamente algunos pasos; sacudiose el vehículo; una voz de mujer grito angustiada: «¡Jesús!», un chico dijo: «¡Ladrones!», y Caifás, que era el que guiaba, exclamó: «¡Por vida de Patillas!, ¡me lo temía!».
Daniel Morton, tirando del brazo de Caifás, le hizo bajar más que deprisa del pescante, y después extendió sus brazos al interior del breck, que se cubría con cortinas de hule. Una mujer aterrada y llorosa estaba allí en compañía de un chico, de quien Morton no hizo caso alguno. Era Sildo.
Gloria no habló nada. Quiso luchar un instante con los brazos que la robaban; pero esto no era posible. El hebreo la sacó del coche, llevándola como a un niño.
−Señor Morton, por amor de Dios −dijo Caifás poniéndose de rodillas delante del hebreo.
−Márchate −le dijo Daniel−. Sansón, vete tú también con el coche a la entrada del pueblo.
−Déjame −murmuró Gloria sordamente cuando los demás se alejaban−. Déjame; yo no te he llamado, ni te he buscado, ni quiero verte.
XVI
Prisionera
−Lo contrario me pasa a mí −dijo Morton abrazando tiernamente a la joven, a despecho de ella−. Yo te busco, te llamo, te quiero.
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Gloria luchaba por desasirse y huir.
−No te librarás de mí por ahora −afirmó Daniel.
Sentose en una gran piedra del camino, sin dejar de sostener a Gloria en los brazos, y la puso sobre sus rodillas, cual si fuera la carga más ligera.
−Aquí, aquí has de estar, aunque no quieras −exclamó con turbada lengua, y estrechando más a la joven en sus brazos de hierro−. Ahora es mi vez, ahora me toca a mí mortificar. No te soltaré, vida mía que he conquistado. ¿Ves cómo no se puede huir de los que nos aman? Te sepultarías en la tierra, y la tierra se abriría para ponerte en mis manos. Gloria, Gloria, ¿por qué me has cerrado tu puerta, por qué huyes de mí?
−Déjame −repitió ella−, déjame. Mientras más me contraríes, mayor será el miedo que te tenga. Suéltame, por Dios, no me mates más.
−¡Matarte yo!
−No es esta la primera vez. Te suplico que me dejes.
Presa en los amantes brazos, Gloria estaba inmóvil, y el mantón que la cubría dejando tan sólo libre la preciosa y afligida cara, hacía más estrecha la prisión en que se encontraba.
−No me digas que te suelte, porque te abrazaré tanto, tanto, que te ahogaré.
−¡Ya no te quiero, ya no!
−Y yo te adoro... Esto basta.
−Es que yo te aborrezco...
−¡Mentira!..., eso no puede ser. Si tú me aborrecieras, se había de conocer en el universo. El sol no alumbraría lo mismo.
−¡Déjame!
−¡Dejarte! ¡Soltarte! ¡Soltar el bien que se ha ganado!... Tú has perdido el juicio. Por este momento me alegro de haber nacido, de haber vivido tantos años entre penas; me alegro de ser quien soy y me regocijo de todo.
−¿Pero qué pretendes?... ¡Estás loco!...
−¿Qué quiero? Morir contigo, o darte la vida que mereces...
−Yo no necesito de ti.
−Yo sin ti me muero. Tú lo sabes, y sin embargo me rechazas. Y cuando reces a tu Dios, mirarás a tu conciencia y la verás tranquila y satisfecha, sin acordarse del pobre que no vive sino por la esperanza de verte y de pedirte perdón.
−Te perdono; pero déjame.
−Sí, y cuando nos hayamos separado, iré al mar, iré a ese buen amigo que nos está llamando hace tiempo, y atando una gran piedra a mi cuello, me arrojaré en él. Entonces, querida mía, no te mortificaré más.
−¡Por Dios! −dijo Gloria desfalleciendo−; ¡me ahogas!
Dilatando ligeramente sus brazos, Daniel permitió a la joven respirar con más libertad.
−Así −dijo con dulzura−, así. Déjame ahora, y no te guardaré rencor.
−¿Por qué me tratas así?... ¿Por qué huyes? ¿Por qué un instante de mi compañía ha de ser tan violento? ¿Por qué para oírte y para verte he de necesitar atarte como un prisionero?
−Porque así debe ser −repuso ella, cesando en sus movimientos para desasirse.
−Y, sin embargo, al huir de mí, al encerrarte, al despedirme en tu puerta, tú no eres feliz −dijo Morton, besándola con ardor−. Tú padeces.
Como el agua que afluye mansa y sin esfuerzo de la fuente, así salieron de la boca de Gloria estas palabras:
−¡Padecer! Mucho..., padezco mucho.
Dando un suspiro, cerró los ojos.
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−Ya lo sé. Tus penas, vida mía, tienen un eco sensible en mi corazón, y aquí se repiten, doliendo, porque tus heridas son mis heridas, porque estoy destinado a vivir con tu vida y a morir con tu muerte.
−Eso no puede ser −dijo ella, tratando nuevamente de evadirse−. Bien está cada uno con lo suyo... Déjame seguir mi camino. ¡Por Dios vivo, te suplico que me dejes!
−No... ¿Por qué no quieres descansar un instante de tu martirio?
−Yo no quiero descansar. Padeceré por espacio de cien vidas, y aún no expiaré mi culpa.
−¡Por mi madre te juro que no consiento, que no puedo consentir esto! −exclamó Daniel con exaltación.
−¿Qué?
−Esta separación horrible. Yo romperé todas las leyes; pero esto no seguirá, te lo juro. Cuanto hay de violento y brutal verás en mí si es preciso. Prepárate, porque así como ahora te tengo, así espero tenerte por los siglos de los siglos... ¿Quieres satisfacer una curiosidad que me devora, quieres darme una prueba de confianza, quieres que te perdone lo que me has hecho padecer negándote a verme? Pues dime adónde has ido esta noche, adónde has ido otras noches que te han visto salir.
−No debo decirlo −murmuró Gloria−. Pero... Si me dejas seguir mi camino, te lo diré.
−A ese precio, no.
−Pues no.
−Pues si tú no me lo dices, te lo diré yo, porque lo sé; porque esta misma noche ha sabido adivinarlo mi corazón, Gloria; mi corazón, que no puede estar mucho tiempo ignorante de lo que pasa en el tuyo. ¡Oh armonía sublime! Si esta correspondencia de afectos no existiera, no existiera el alma.
Acercando sus labios al oído de la joven, pronunció unas palabras que ni el aura de la noche pudo oír. Gloria cerró los ojos, en cuyas pestañas brillaban temblando algunas lágrimas.
−¿Es cierto? −le preguntó el hebreo besándola con ardor.
Gloria palideció más de lo que estaba y cruzó sus manos en la actitud de los muertos.
−¿Es cierto? −repitió él con frenesí.
La señorita exhaló un tenue suspiro, y con él, como el último vagido del alma que se marcha, un sí. Pero sus cerrados ojos parecían hundirse y sus labios perdieron el color. Daniel le tentó las manos y sintió la suya oprimida fuertemente por las de ella, con la fuerza que imprime a los músculos la emoción de un adiós postrero. Luego creyó notar que el pulso de la joven se extinguía; advirtió extremada frialdad en la frente; tuvo miedo, la llamó:
−¡Gloria! ¡Gloria! −oyeron las soledades del campo.
La joven no respondía; pero entreabrió ligeramente los ojos, sonrió después y sus manos crispadas apretaron con más vigor las del hebreo.
−¡Gloria! ¡Gloria! −gritó este de nuevo.
Los labios de la hija de Lantigua quisieron hablar, mas nada dijeron. Hizo un gran esfuerzo, y entreabriéndose sus párpados, mostraron las negras pupilas que parecían decir con su lenguaje mudo: «Que te vea un momento más».
El extranjero esperó un instante de ansiedad terrible. «Es un desvanecimiento», dijo para sí.
Y al instante gritó:
−¡Sansón, Sansón!
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Sin esperar auxilio, Morton, levantándose con su preciosa carga, marchó hacia Ficóbriga. Caifás, Sildo y Sansón salieron a su encuentro.
−Ya sabía yo que había de pasar alguna cosa mala −gruñó Mundideo.
−¿Qué es eso, señor? −preguntó Sansón.
−Un desmayo sin duda −indicó Caifás examinando a la señorita−. ¡Rayos y centellas! ¿Y adónde la llevamos ahora?
−A su casa.
−¡Jesús, María y José!
−No perdamos tiempo −indicó el hebreo−. Adelante. A casa de Lantigua. Temo cualquier accidente desgraciado si no la auxiliamos pronto... Tú, Caifás, guía... por aquí.
Llegaron. La verja del jardín estaba abierta, por ser costumbre de la casa no cerrarla nunca. Un perro empezó a ladrar furiosamente. A Dios pedía Caifás que se abriese un gran hoyo en la tierra y le sepultase; pero Morton fijo en su objeto y sin atender a ningún accidente no se detuvo hasta llegar a la puerta.
−Sansón, llama.
Tenía la puerta de la casa de Lantigua un pesado aldabón de cobre, que martillaba sobre enorme clavo de luciente cabeza. Cuando el forzudo inglés cogió con su mano de león el llamador y lo sacudió empleando fuerza igual a la que arrancó las puertas de Gaza, los furibundos golpes, semejantes a disparos de cañón, hicieron retemblar con tal estrépito la casa, que esta parecía la mansión del trueno.
XVII
Declaración
Serafinita dormía tranquilamente, cuando empezó a soñar que el mundo se partía en dos pedazos, al golpe de un martillo celestial que iba a destruir en pocos momentos la obra de siete días, endurecida por seis mil años. Mas esta idea pasaba por la serie de transformaciones y de matices, que enlazan lo soñado con la realidad. Tuvo miedo; dudó si creer a sus sentidos que le anunciaban un terremoto, hizo la observación de que en otras ocasiones había soñado con cataclismos, incendios y quebrantamientos de astros cuyos pedazos llovían sobre el nuestro; pero su conocimiento fue muy claro al fin, y diose por despierta. Sintió voces en la casa, y Francisca, llegando a su puerta, dijo con voz muy angustiada:
−Señora, señora, levántese usted.
−Francisca... ¿qué?..., ¿hay fuego?
−No señora... levántese usted.
−¿Hay fuego, mujer?
−No señora, otra cosa peor.
−¡Jesús, María y José! −exclamó doña Serafina, invocando con su acostumbrado fervor y piedad a Dios y los santos.
Comenzó a levantarse con mucha presteza, pero las piernas le temblaban, y chocaban sus dientes unos con otros...
−Señora −volvió a decir Francisca−, ¿no se levanta usted?
−¿Qué hay?
−La señorita Gloria...
−¿Pero qué le pasa, mujer?
Quiso acelerar más la operación de vestirse, y evocando las fuerzas de su espíritu que eran grandes, trató de sobreponerse a su pavor. Estaba aún a media tarea cuando
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sintió los pasos de su hermano que bajaba precipitadamente. Después sintió voces desconocidas en el comedor.
−Esa pobrecita −pensó−, habrá tenido un susto, una pesadilla, habrá alarmado la casa... Pero esas voces desconocidas...
Salió al fin, y en el pasillo, Francisca que volvía de la cocina le dijo:
−No ha sido nada, un desmayo. Ya ha vuelto en sí.
Fácil es comprender el estupor de Serafinita al ver a su sobrina vestida como si acabara de llegar de la calle, y a dos hombres desconocidos, uno de los cuales la asistía juntamente con don Buenaventura. La piadosa y noble señora permaneció en pie, aterrada, los ojos fijos, el labio a punto de soltar la palabra, extendida una mano, todo su cuerpo y fisonomía como estatua labrada en representación del ideal del asombro. Sansón estaba junto a la puerta, serio y estirado como un centinela; mas a una señal de su amo se retiró.
−No es nada −dijo don Buenaventura lleno de turbación, al parecer muy disgustado de la presencia de su hermana−. ¿Para qué te has levantado, Serafina?...
−¡Ha salido!... −exclamó la señora con espanto señalando a su sobrina−. ¡Ha salido...! ¡Gloria!
−No..., es que −repuso don Buenaventura pálido y balbuciente−. Sí... en efecto... salió... Ya ves cómo ha regresado. La pobre ha tenido un susto.
−¿Y ese hombre quién es?−preguntó Serafinita señalando al hebreo.
−Es... un señor... un amigo mío −replicó Lantigua.
−Daniel Morton −dijo él presentándose con respeto.
Serafinita tembló como si sintiera súbito el calofrío de una enfermedad fulminante. Acudió a ella prontamente don Buenaventura temiendo que la impresión recibida la trastornase, y afectando tranquilidad que estaba muy lejos de tener, dijo:
−Querida hermana, no te aflijas sin motivo. Aquí no ha ocurrido nada de particular. Este caballero pasaba casualmente cuando...
−¿Por qué no decir la verdad? −manifestó Daniel interrumpiendo−. Yo detuve su coche cuando volvía...
Gloria, que había recobrado el conocimiento y lloraba en silencio, cayó de rodillas delante de su tía, besole las manos, y entre ahogados sollozos, bebiéndose las lágrimas, habló así:
−Señora, tía de mi corazón, he faltado, he pecado contra la obediencia, contra la resignación, he faltado a mis votos y al deseo y a las órdenes de usted; pero merezco perdón porque soy madre... Soy madre y he ido a ver a mi hijo, de quien me separa una prohibición justa; pero a la cual no puedo resignarme.
A la declaración de Gloria sucedió tétrico silencio, por lo cual aquella fue más solemne y pareció que sus palabras subsistían sonando y quedaban como grabadas en el silencio mismo. Don Buenaventura levantó a la joven del suelo, hízola sentar, colocose a su lado doña Serafina que también lloraba y los dos hombres permanecieron en pie consternados y mudos.
−No he podido resistir a mi afán −continuó Gloria−. Me he portado, querida madre mía, como los hipócritas, como los ladrones, y he salido en silencio, a deshora, cuando todos dormían, acompañada de un hombre humilde que en todo me obedece... Esta es la verdad. Lo digo porque ha tiempo que esto se me sale del corazón y no puedo ocultarlo, porque me dan ganas de salir a la calle y decirlo a gritos... Lo digo también porque no se crea lo que no es, al verme entrar como he entrado...
−Sosiégate, hija mía −dijo Serafinita con ternura−. Creo que tus móviles siempre son buenos y honrados. Esto mismo que me cuentas y que me ha dejado absorta, esta
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misma desobediencia ha sido impulsada por un sentimiento noble, por el más noble de todos después del amor de Dios, sí, después.
A las palabras de doña Serafina sucedió otro espacio de silencio, que las hizo, como las de Gloria, más solemnes, dejándolas, por decirlo así, esculpidas.
−Por eso −continuó la señora acariciando las manos de su sobrina−, no me atrevo a dirigirte una sola palabra de reconvención... Ahora me explico lo que oí de tus salidas de noche... ¿Por qué has hecho esto?... ¡Qué confusión!... Pero no es oportuno reprender... no... Un preciosísimo sentimiento te ha guiado... No necesito que me expliques el hecho de volver acompañada... Segura estoy de que no es culpa tuya.
Doña Serafina miró al hebreo sin rencor ni curiosidad, como si tratara más bien de pedirle estrecha cuenta de la perdición de un alma que de confundirle con anatemas.
−Ahora, a descansar −propuso don Buenaventura−; estás fatigada, hijita. Vamos arriba... No se piense más en lloros ni sofoquinas. A descansar.
−Este hombre− balbució Serafinita, señalando a Morton− no necesitará que le demos hospitalidad. Tendrá su casa donde pasar la noche.
−Estoy dispuesto a retirarme −dijo Morton, pálido como un muerto−; pero, si la señora me lo permite, antes hablaré un poco con su señor hermano.
−Yo también tengo que hablar. Al momento soy con usted −dijo don Buenaventura, enlazando con el brazo la cintura de su sobrina para conducirla a lo alto de la casa.
Morton se quedó solo, esperando al banquero, que no tardó en volver. El poderoso argumento de ternura que guardaba este para la ocasión más favorable habíase al fin enunciado por sí mismo.
En el vestíbulo de la casa, Roque y Francisca entablaron viva disputa con Sansón, intentando convencerle de que debía ponerse inmediatamente en la calle; pero él, haciendo más gestos que un molino de viento, ya que con la lengua no podía explicarse, les decía que mientras su amo estuviese dentro de la casa, él no saldría. Reforzó luego Francisca su argumento con empellones y denuestos terribles. Al fin transigieron, conviniendo en que ni a la calle saldría, ni aguardaría a su amo dentro de la casa, quedándose entre infierno y cielo, o sea en el jardín. Al bajar la gradería de la puerta principal, decía en alta voz, recordando los libros santos:
−«Mejor es que se encuentre un hombre con una osa a quien hayan robado sus cachorros, que con una mujer necia».
XVIII
Pasión, sacrificio, muerte
−Acuéstate −dijo a Gloria doña Serafina, cuando se quedaron solas en la alcoba de esta, después de bajar don Buenaventura y de salir Francisca, a quien la señora mandó retirarse−. Estás cansada.
−Sí, mucho –murmuró la señorita con desfallecimiento, apoyando su cabeza en la palma de la mano y el codo en el lecho.
−Acuéstate −repitió doña Serafina quitando el mantón a su sobrina−. Ven, te desnudaré.
−No tengo fuerzas para nada −dijo Gloria dejando caer los brazos después de que se incorporó un instante−. Haga usted el favor de llamar a Francisca, no tengo fuerzas para nada.
−Yo estoy aquí −indicó la señora desabrochándole el vestido.
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−No, tía, por Dios, yo lo haré.
Después doña Serafina se arrodilló delante de ella, con objeto de descalzarla.
−No..., tía, ¡por amor de Dios! −exclamó la joven rechazando con rubor aquel servicio−. ¡Usted de rodillas delante de mí, usted como una criada!
−Así comprenderás la humildad −dijo Serafinita─. ¿Qué importa que yo sea tu criada? Debemos creernos siempre inferiores a los demás. La mejor manera de conservar la humildad es creer que todos valen más que nosotros.
−No, no lo puedo consentir.
−Me causarás pena si te opones a que te sirva, querida hija. Déjame. Es mi gusto. Tú necesitas de mi auxilio porque estás fatigada, pobre y desgraciada niñita.
Gloria procuró vencer su fatiga, y al fin descansó en su lecho, del cual había salido tres horas antes. Los gallos cantaban más fuerte, anunciando la proximidad del día.
−¿Quieres tomar algo?
−No, querida tía, gracias.
−¿Tienes sueño?
−Tampoco.
−¿Te molesta mi compañía? ¿Quieres que me vaya o que me quede?
−Que no se separe usted de mí es lo que deseo; pero no quiero que usted esté en vela por mí.
−¿Te agrada mi compañía?
−Mucho... Me consuela oír su voz... Yo quisiera hablar algo también. Tengo muchas cosas que decir.
−Pues dímelas.
−O mejor será que me calle. Si no está usted muy cansada, querida tía, no me deje sola porque no dormiré y estaré pensando horribles disparates... Pensaré mucho en el afán que me ha sacado de mi casa a hurtadillas tres noches, y en otras cosas que me turban.
−Te acompañaré si quieres.
−Siéntese usted ahí, junto a mi cama, y repréndame por mi mala conducta. No debí hacer lo que he hecho, ¿no es verdad?
−Quizás esta falta no sea tan grande como tú crees.
−¿Merece perdón?
−Sí, merece perdón, y yo te lo doy con toda mi alma −repuso amorosamente Serafinita, poniendo su suave y blanca mano sobre el angustiado seno de Gloria−. ¿Has podido creer otra cosa de mí? ¿Has visto en mí alguna vez crueldad, violencia o coacción brutal? ¿He empleado otros medios que la exhortación, el ruego y el natural prestigio que los mayores ejercen sobre los pequeñitos, sobre los niños?... Porque tú eres una niña, un tierno arbolito al cual es preciso guiar y poner derecho para que jamás y por ninguna causa se tuerza de nuevo. La prohibición de ver a tu hijo y la dura ley de tenerlo alejado de ti en estas circunstancias no es mía, es de nuestro común padre espiritual, de mi bendito hermano Ángel.
−Mi tío es muy santo, muy bueno; yo le respeto y le quiero mucho −dijo Gloria−; pero en este caso... no sé... yo creo que su conducta conmigo y con mi pobre hijo desvalido no es la más generosa ni la más humana.
−Por todos los santos, niña mía −dijo doña Serafina con aflicción−, por tu alma, querida, que está en grandísimo peligro, no digas tales cosas. Ese es tu flaco, la soberbia, la independencia de juicio, la crítica, la perversa crítica de actos y de ideas emanadas de la autoridad. Hija de mi corazón, mientras no te sometas por entero, no tendrás paz; mientras no renuncies a ese perverso juicio de las determinaciones superiores, no alcanzará tu espíritu la humildad que ha de acercarte a Dios.
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−No lo puedo remediar, querida madre, por más que trato de encadenar mi entendimiento, por más que le pongo ligaduras y lo azoto y lo pisoteo... sí, todo eso hago... pero aun haciéndolo así no puedo conseguir nada. Todas las fuerzas de mi espíritu no pueden obligar al pensamiento a que se convenza de que un hijo desvalido debe estar separado absolutamente de la madre que le dio el ser, de que eso no es una violación de las leyes más santas, y de que Dios aprueba crueldad tan grande.
−¡Oh, hija mía, expresada de ese modo tu querella parece razonable! ¡Qué horrible cosa! ¡Separar a un hijo de su madre, privarle a él de las caricias y de los cuidados de la que le llevó en sus entrañas!... ¡Quitarle a ella el goce más puro y el afán más legítimo que en humano corazón puede existir, después del amor y del goce de Dios!... ¡Qué barbarie! En efecto, dicho así, parece el caso presente un ejemplo del más fiero y despiadado rigor.
−Es verdad que lo parece, ¡ay!
−Te tengo lástima, la compasión más viva que se puede tener por una criatura −dijo Serafina apartando su mano del pecho de la joven, como una divinidad que retira su protección−. Hablas y piensas vulgar y torpemente con las vanas ideas de los soberbios. No penetras el sentido de las cosas, porque no eres sencilla y humilde en tu criterio, porque no tienes el desprecio de tu propio juicio, que es lo que conduce a entender las más elevadas cosas sin trabajo, por la misteriosa luz que se recibe del cielo... Ven acá y dime; ¿acaso mi hermano te ha negado en absoluto las delicias de la maternidad? ¿Acaso ha mostrado saña o prevención contra ese pobre niño? ¿No te envió su bendición para ti y para él, no te escribió diciéndote que te ama hoy como antes, que te perdona todos tus yerros, que se enternece sólo de pensar en esa inocente criatura que has dado a luz, y que la ama con paternal cariño?...
−Sí, es verdad, es verdad... −repuso Gloria anegada en llanto−. Yo sé que mi tío es el mejor de los hombres... yo también le adoro a él... pero...
−¿Pero qué?... ¡Ay!, pobre hija de mi corazón, siento que mis palabras claven otra vez el cuchillo en tu reciente herida no curada; pero es preciso. No, no basta concebir un hijo y darlo a luz para tener derecho a los goces de la maternidad. No ha nacido, no, ese desdichado niño, a quien pusimos por nombre Jesús para que hasta el nombre indique nuestro deseo de criarlo en Jesucristo; no nació, digo, ese infeliz niño de padres unidos por el sacramento; no nació entre las aclamaciones alegres de una familia, ni entre el regocijo de la Iglesia nuestra madre; no nació rodeado de esa aureola de honra y felicidad que circunda al heredero de una familia ilustre; no nació deseado, sino temido; no nació como una esperanza sino como un horror, y tú misma, al sentir en tu seno las palpitaciones que eran aviso de esa vida nueva que arrancaba de ti, no temblabas de alborozo sino de vergüenza, porque lo que en el orden natural hubiera sido el más dulce consuelo de tu alma y la gala más rica de tu familia y de tu nombre, era en este caso la encarnación de tu infamia. Nació inocente, sí, y sin más culpa que la que todos al nacer traemos; nació digno de ser amado y educado, pero no nació en la sacrosanta ley de la familia cristiana. ¿Has olvidado que tu caída es la más deshonrosa que se puede imaginar? Jamás el demonio tendió lazo más horrible. Escogió la mejor criatura para víctima, y para cebo... un hombre de raza maldita por Dios y que expía el crimen de deicidio con su dispersión y envilecimiento.
Gloria que había oído la anterior arenga con indecible congoja, sintió, al llegar el último punto, que sus cabellos se erizaban, que sus músculos se contraían, que su sangre se paralizaba... Extendió su mano como para imponer silencio a la señora, y con la otra se oprimió la frente.
−Te mortifico −dijo Serafinita−. Callaré, pues, porque no puedo faltar a la caridad. Pero por tu parte debes desear la mortificación, debes buscar el padecimiento y renovar
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tus dolores y clavarte cien veces estas espinas y estos clavos, pues sólo cuando no te canses de padecer, cuando hayas bebido el cáliz de la pasión, serás salva y regenerada, hija mía querida.
−Pues siga usted, quiero oír.
−No; sólo me resta decirte que mi hermano ha considerado con gran sabiduría que ese niño debía ser reclamado por Jesucristo, puesto en salvo, en seguridad, con garantías de que nunca dejará de pertenecer a nuestra santa fe católica.
−Pues qué −dijo Gloria vivamente−, ¿temen que yo sea capaz de apartar a mi hijo de la fe de Jesucristo?
−Tú no... si bien tus ideas no son las más a propósito para darle una educación verdaderamente cristiana... Y mientras no veamos completa y absolutamente limpio tu corazón de liviandad, de vanidades sentimentales...
−Pues qué, ¿no lo está ya? −dijo Gloria vivamente.
−¡No, querida hija mía, no lo está! Bien conozco que existe aún la levadura del desordenado afecto y de las mundanas imaginaciones que trastornaron tu alma. Mientras esa levadura exista no podemos esperar nada de provecho para tu perfección moral.
−Si algo me queda −repuso la sobrina con resignación−, yo lo iré arrancando poco a poco, que no he de hacer yo en un día lo que personas muy santas no consiguieron sino a fuerza de paciencia, abstinencias y mortificaciones.
−Tienes mucha razón −dijo Serafinita con complacencia−; pero es la verdad que tu espíritu no se halla en la mejor disposición para que te entreguemos a tu hijo. «Mientras exista sobre la tierra el que la engañó», ha dicho mi hermano, «Gloria estará en peligro de caer de nuevo». Pues bien, pobrecilla, ese hombre no sólo existe, sino que te persigue, te ha buscado... ¡está aquí, en Ficóbriga, y anoche!... Con respecto a tu hijo, la voluntad de mi hermano es bien clara. «Puedes concederle», me escribió desde Roma el mes pasado, «algún consuelo, permitiéndole ver a esa tierna criatura, aunque no conviene que se exalten demasiado sus sentimientos maternales. Puedes permitirle este desahogo tan natural y de tan buen origen; pero si por acaso el Malo se presentase en Ficóbriga, establece la incomunicación más absoluta; esconde a nuestro buen Jesús, que criamos para el cielo, ponlo donde sus extraviados padres no puedan alcanzarlo, porque temo mucho que perdamos esta tierna alma, ofrenda piadosa de nuestra familia al que hiriéndonos nos ha mostrado su poder, y mortificándonos su misericordia».
Al oír esto, cayó Gloria en profundo y lúgubre silencio.
XIX
Espinas, clavos, azotes, cruz
−Tú me dijiste que aceptabas esta cruz como expiación.
−Sí la acepté −dijo la infeliz después de una pausa en que Serafinita aguardó con impaciencia la contestación−. La acepté, pero luego... luego, querida tía, sentí que no podía, que no podía resignarme a ella; no tuve valor, mentí, disimulé, engañé a todos los de casa, salí ocultamente, después de sobornar a Mundideo para que me acompañara... Me porté mal, lo reconozco; pero el grito que sale de mis entrañas puede más que todo, y cuando suena en mí no sé dominarme, ni ser santa como usted dice, ni resignarme a padecer, ni llevar la cruz, ni clavarme clavos, ni beber cálices, ni ponerme corona de espinas.
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−Hija mía, cada vez me causa más alarma ver en ti ese desasosiego que te aleja de la perfección. Tú no estás curada ni puedes estarlo, mientras no hagas un esfuerzo supremo, el último de tu alma pecadora para coger a Dios que se te escapa. Estás llena de ansiedades incomprensibles, de dudas horrendas. No conoces ese admirable fruto del Espíritu Santo que llamamos paz.
−¡Paz! −dijo Gloria con desaliento−. Temo que nunca jamás vuelva a haberla en mi alma.
−Hablas como el réprobo, hija mía. Te hace falta gracia; ya sabes que lo primero que ha de hacerse para tener gracia es desearla.
−La deseo.
−Pedirla fervorosamente a Dios.
−La pido.
−Es indispensable ponerte en estado de merecerla, sacrificando a Dios todos tus afectos, todos tus deseos terrenales, cuanto te liga a este mundo; desprendiéndote de todo, absolutamente, para no poseer más que a Dios; renunciando a tener voluntad propia, convenciéndote de que vivimos desterrados en este mundo, de que nada existe bajo el sol que no sea digno de ser despreciado y trocado por la única ganancia real: Dios. Es preciso que te rodees de tinieblas para que el Señor se digne rodearte de luz; que te sujetes de todo corazón a Dios para poder obtener la verdadera libertad de espíritu; que vivas constantemente mortificada para que no puedas ser tentada; que te creas vil y despreciable para que tu miseria te redima; que renuncies al deseo de saber cosas ocultas y hondas y abraces la mejor sabiduría y la filosofía mejor que consisten en no tenerse en nada a sí mismo; que apartes tu corazón del amor de las cosas visibles para llenarlo de las invisibles.
Dijo estas palabras doña Serafina con emoción tan profunda y tal acento de convicción, que era imposible oírlas sin asombro. Gloria cruzó las manos sobre el pecho, y con acento de fe respondió:
−A todo renuncio; pero no acierto a renunciar a mi hijo. Me desprecio como mujer; pero como madre no puedo hacerlo. Arranco de mi corazón todos los sentimientos menos este que me da vida. Ofrezco a Dios todo lo que hay en mí; pero no puedo ofrecerle como un homenaje piadoso la negación de mis derechos y mis goces de madre. ¿No es esto noble, no es esto santo, no es esto divino también, tan divino por lo menos como esa perfección que consiste en negarse a sí mismo?
−Sí, noble, santo, divino también es ese sentimiento −dijo Serafinita−. ¿Quién lo duda? En la forma de la maternidad fue enaltecida sobre todos los seres humanos la Santísima Virgen. Los sentimientos maternales son puros y santos sobre todo encomio, hija mía, aunque jamás, no siendo por gracia especial del cielo, enaltecerán tanto como el estado de perfección infundido por los que llamamos Consejos del Evangelio: «pobreza voluntaria, estado de castidad absoluta y vida de obediencia…». Esta es la luz que he puesto ante tus ojos, adorada hija mía, induciéndote a seguirla...
−Pero yo me hallo en circunstancias excepcionales −dijo Gloria defendiéndose angustiadamente−. Yo soy madre.
Su exclamación fue como el ahogado gemido del que en sueños lucha con un monstruo sin poderlo vencer.
−¡Eres madre! −repuso Serafinita moviendo la cabeza en señal de que esperaba tal argumento−. Sí; pero ¿de qué modo? ¿Qué leyes divinas o humanas han presidido tu estado? Gloria, Gloria, por amor de Jesucristo, empapa tu alma en mis ideas. No hables de maternidad. Pues qué ¿a una mujer casada, a una mujer coronada con esa guirnalda divina de los hijos legítimamente habidos y recibidos con júbilo por la Iglesia y la sociedad; a una mujer de estas me atrevería yo a decirle: «Deja a tus hijos, renuncia a
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los afectos terrenos, niégate a ti misma, no te ocupes más que en la meditación, en la abstinencia, en el amor único y exclusivo de las cosas santas»? ¿Me crees loca? Esto sería un absurdo, una falta de caridad, una aberración del sentimiento religioso. Pero a ti, que has caído en la ignominia, a ti que no te hallas atada a ningún varón por los lazos del Sacramento, a ti que has sido madre por tu escandaloso y sacrílego amor, te digo, sí, te digo mil veces: «Renuncia a tu hijo, no por dureza de sentimientos sino por penitencia; no como desnaturalización, sino como castigo». Has cometido gravísima falta, has ofendido a tu Dios. Pues ofrécele el único deleite que existe en tu corazón, el cariño maternal... ¿Ese cariño te sirve de consuelo? Pues no tienes derecho a consuelo ninguno... ¿Quieres ser redimida? Pues no hay redención sin pasión, sin cruz... ¿Adoras a ese niño infeliz que no debió haber nacido? Pues sacrifica a Dios este sentimiento... Necesitas irremisiblemente una cruz, pero una cruz pesada, porque tu culpa ha sido enorme. Pues bien, toma esa que tu mismo Dios te propone, tómala y anda con ella... La maternidad podría hacerte feliz, y tú, si quieres salvarte, no debes ser feliz de ningún modo. Si para ti no debe haber ya más que penas, ¿para qué te apegas a los goces? Mientras más noble es el sentimiento que te deleita, más grande será el mérito de tu sacrificio, porque se ha dicho: «Y cualquiera que dejare casas o hermanos o padres o hijos por mi nombre recibirá cien veces tanto y heredará la vida eterna».
−¡Oh, qué cruz tan pesada, tan espantosa! −exclamó Gloria elevando sus brazos.
−Hija mía, no interpretes mal esto que no es imposición mía, sino simplemente exhortación y consejo −dijo Serafinita tomándole las manos y estrechándoselas con amor−; no creas que yo predico la desnaturalización, no. Pero a la altura de tu falta ha de estar tu purgatorio. Si necesitas llevar una cruz muy pesada para ser recibida arriba, no has de llevar una caña. Sacrificando niñerías, caprichos vanos y cosas de poco valor, no se gana la vida eterna. Es forzoso arrancar del corazón la fibra más sensible, arrojar la joya de más precio, matar lo grande, lo querido y lo entrañable, meter la espada en lo más hondo, llorar mares de lágrimas, padecer, padecer mucho y siempre padecer. Esta es la clave del cristianismo, amor mío. Ya sabes que en el día de hoy celebramos el augusto sacrificio de la víctima del Calvario, del divino Cordero. Fija tu pensamiento en este ejemplo sublime y considera que es necesario que nos crucifiquemos para parecernos a Él y entrar en su reino.
−¡Crucificarme! ¿No lo estoy ya? −dijo Gloria extendiendo los brazos en cruz.
−Pero no basta crucificarte como mujer, sino como madre. Viviendo como vives, estás expuesta a mil peligros, y esa maternidad que tanto adoras es un lazo que te une sin quererlo al autor de tus desdichas. Vivirás sujeta a horribles tentaciones. Ya sabes que Job lo ha dicho: «La vida del hombre sobre la tierra es una tentación». Además el que todo lo sabe ha dicho: «Si tu mano o tu pie te fuere ocasión de pecar, córtalos y échalos de ti».
−Es verdad, es verdad.
−Hija mía −añadió la señora besando con cariño a la atribulada joven−, mete la mano en tu corazón y tócalo y observa si el amor de ese niño y la llama infame a cuyo primer fuego debió la vida, no se confunden el uno con la otra.
Gloria callaba. Parecía que en efecto metía la mano en el corazón y tanteaba llamas.
−¿Callas?
−No sé qué responder −dijo la infeliz dejando caer sus brazos con desaliento−. Acongojada está mi alma, y en mi pensamiento todo es confusión, desvarío. No sé lo que pienso ni lo que siento, porque estoy llena de terrores, de angustias, de presagios, de deseos, y no puedo tomar resolución alguna, porque cada esfuerzo de mi voluntad es seguido de un desfallecimiento que me mata.
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−Pues yo te ofrezco los medios para salir de este estado y los rechazas Te señalo el amor exclusivo de Dios como término feliz de tus ansias, y dudas todavía... Desarraiga todo amor criado, y entrará en ti la gracia como un torrente. Retira tus ojos de toda criatura y verás el rostro del Criador. Sepárate de cuanto ves y estarás unida a Él eternamente. Cierra tus oídos a la música fascinadora de los afectos pasajeros, y oirás en tu interior el habla del Señor Dios. ¡Bienaventurados los oídos que no escuchan la voz que viene de fuera, sino la verdad que habla y enseña interiormente!... Nadie mejor que yo puede darte estos consejos, porque en mí no sospecharás egoísmo. Hice voto de pobreza, he repartido mi fortuna entre los pobres y las hijas de mi hermano. Desengañada de las vanidades del mundo, me disponía a entrar en un santo retiro, cuando supe tu desgracia. Esto me detuvo y sentí en mi conciencia el habla dulcísima de mi Dios que me dijo: «Ve y tráemela»... ¡Hija de mi corazón! Corrí a tu lado, te asistí en tu enfermedad como pudiera hacerlo la madre más cariñosa; pero mi orgullo no se cifraba en librarte de la muerte física, sino de la muerte moral que es la condenación eterna. Te exhorté, te puse mil ejemplos ante la vista, lloramos juntas, te he tratado con dulzura, con ardiente cariño y sin dureza ni altanería; que en las conquistas cristianas la humillación trae la victoria. Yo no puedo consentir que tu alma arda en los infiernos por un extravío pasajero, y seguiré exhortándote hasta que me arrojes a golpes. Mientras tenga lengua te diré: «Ven, ven, hija mía, ven conmigo a esa morada pacífica y solitaria donde tu alma se purificará por la oración, por la humildad, por la penitencia, recibiendo al modo de ablución divina, la gracia que ha de regenerarla». Allí tu corazón se limpiará de esa escoria tenebrosa por la llama del divino amor, que irá creciendo, creciendo, hasta producirte los más dulces arrobos, la gratísima previsión del reino de los cielos, sólo concedidos a los que todo lo dejan por el Amado, y al Amado consagran cuanto en la persona humana existe de espiritual y divino...
−¡El convento! −murmuró Gloria dando en su lecho una angustiosa vuelta−. No me asusta el encierro..., pero allí no veré a mi hijo.
−El que hizo el mundo, el que fue sacrificado por nuestro amor es el primero de todos los amores, hija mía −dijo Serafinita, derramando sin cesar lágrimas de emoción y piedad−. ¿Es posible, es posible que no te convenzas todavía?
Gloria cerró los ojos, y como el que se hunde en los abismos de un letargo, contestó desde dentro con profunda voz, que apenas hacía mover sus labios:
−Todavía no.
−¡Miserable de mí, mil veces miserable −exclamó doña Serafina con patético dolor−, que no tengo fuerzas, ni elocuencia para salvar un alma querida!
−Usted es una santa −dijo Gloria abriendo los ojos y ofreciendo sus brazos a su tía para estrecharla en ellos.
−Soy una infeliz que he aspirado a ejercer el ministerio de los apóstoles, y Dios me castiga por mi soberbia.
−Usted es una santa −repitió la joven− pero... nunca ha sido madre.
La noble señora no contestó. Observaba la creciente desfiguración de las facciones de su sobrina.
−¿Qué tienes?
−Una cosa... que sería deseo de morir −repuso Gloria con abatimiento−, si no siguiera viviendo mi hijo.
−¿Tienes sueño?
−La pereza de la muerte; pero con esto se duerme.
−Debes descansar.
−No puedo... No se separe usted de mí. Si me quedo sola pensaré cosas malas... ¿Qué hora es?
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−Ya amanece. Jueves Santo, hija mía. ¡El día más hermoso para salvarse!
Algo trató de decir Gloria; pero entrole una congoja penosísima; su corazón oprimido latía con fuerza y era tal la sofocación de su pecho, que Serafinita le retiró las sábanas para que el peso de ellas no la molestase. Moviose la infeliz con febril inquietud en el lecho, y su hermosa cabeza con los negros cabellos en desorden, echábase violentamente hacia atrás. Por último se llevó ambas manos al pecho y oprimiéndoselo, cual si quisiera detener allí alguna cosa que se le escapaba, gritó con voz ronca:
−Señor, Señor, no puedo.
Al fin iba cayendo en un estado semejante al sopor. Serafinita notó que las sienes de la joven latían violentamente y que su respiración era fatigosa. Pero seguía aletargada, y como esto tranquilizara a la buena señora, arrodillose junto a la cama y empezó a rezar con el mayor recogimiento.
XX
¿Qué haré?
Daniel Morton y don Buenaventura hablaron larguísimo rato.
De la casa salió el hebreo cuando todavía era noche oscura, pues la luna no queriendo esperar al sol, desapareció volviendo atrás el rostro como novia enojada que huye de su amante observando si este la sigue. Sansón uniose a su amo, pero este le dijo secamente que se retirase a la casa dejándole solo. Aparentando obedecer, Sansón le siguió desde lejos. Morton rodeó la casa de Lantigua, y tomando el camino que conduce a la playa bajó lentamente, con las manos cruzadas a la espalda, la vista fija en el suelo, cuando no la extendía por la negra inmensidad de los cielos apagados o por la del mar, cuya exclamación grave y mugidora le iba ensordeciendo a medida que a él se acercaba.
Cuando sus pies se hundían en la arena y avanzó hacia el fino y húmedo suelo que había pulido la última pleamar arrastrando sobre él sus láminas de agua, sintió una especie de simpatía inexplicable y como un deseo de expansión y confianza semejante al que se experimenta en presencia de un buen amigo. Morton miró las olas que iban y venían con el más admirable ritmo sensible que existe en lo creado, y mirándolas sacó del caos de su espíritu esta pregunta: «¿Qué haré?».
En la playa había una piedra enorme arrancada por las olas a un acantilado cercano. Sobre aquella piedra se sentó Daniel, contemplando el mar grave y cadencioso, como péndulo inmenso que determina un secreto equilibrio. En aquel mar, en su voz semejante al zumbar de un cerebro donde hierven las ideas, en el resoplido de sus olas y en aquel latido de su enorme vida corriendo sin cesar del fondo a la playa y de la playa al fondo, vio Morton la perfecta imagen de la perplejidad en que se hallaba su espíritu. A poca distancia y entre las peñas de la derecha yacían aún los restos del Plantagenet, herrumbroso esqueleto, que se desgastaba lentamente sin que hicieran caso de él ni los hombres ni los peces.
Sentado en la piedra, el codo en la rodilla y la barba sostenida en los dedos, fijo y quieto como una esfinge, centinela en la puerta de lo infinito, mirando siempre hacia adelante y mirado por el mar cuyas olas son una fisonomía, porque hablan, saludan, escarnecen, injurian, escupen, sonríen, desprecian, se adormecen y braman de coraje, atento al espectáculo de una gran perplejidad, que, según él, llenaba el universo todo, Daniel Morton decía:
−Lo que yo sospechaba es cierto. Morirá por mi causa y morirá de pena. No se ha resignado aún a aceptar la solución que su familia le propone, porque espera... pero al perder la esperanza caerá, caerá en ese horrible lazo, y exaltada por el espíritu de una
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religión que ordena el padecer, doblará al fin la cabeza ante el ascetismo y arrastrará miserable vida en un convento cristiano... Con buena intención, porque su celo religioso y el entusiasmo por su falsa doctrina son sinceros, esa noble señora y don Ángel, el discípulo del Nazareno, han negado al corazón de Gloria el más dulce consuelo, ¡le han prohibido a su hijo!... Esto da horror, y al pensarlo no hay en mi corazón una sola fibra que clamando no proteste...
¡Y pensar que con una sola palabra podré sacarla de ese infierno y devolverle la salud, la paz, la felicidad, la estimación del mundo y que con esta palabra volverá a sus brazos el pobre ángel espúreo, que vive rechazado de todo el mundo y escondido como la vergüenza o como un tesoro robado!... ¡Pensar que con una palabra puedo causar tan grandes bienes y que esta palabra no se puede decir!... Pues se dirá. Tengo por corazón una piedra; no soy hombre si no pronuncio esa palabra. Soy un miserable, merezco ser perseguido eternamente por mi conciencia y no tener un solo día de paz si consiento tan gran desdicha: la pobre madre atormentada, el niño encubierto y confiado a manos mercenarias...
Detúvose un instante. Su pensamiento, dando una vuelta, le mostró otro hemisferio, y dijo entonces:
−¿Pero qué es lo que debo hacer? ¿Qué debo decir? Una palabra que es la apostasía infame de mi religión, el desprecio de Dios en cuya santa idea crecí y crecieron antes mis honrados padres, y antes mis abuelos y del mismo modo las generaciones remotas hasta llegar a los que fueron elegidos para recibir la Ley directamente del mismo Dios y enseñarla a todo el mundo. ¿Puede caber en mi cabeza la idea de negar a Dios y negarle para abrazar otra fe? ¡Y qué fe!... ¡La de un falso profeta, la del Nazareno, en cuyo nombre hemos sido dispersados, perseguidos, quemados e injuriados por espacio de dieciocho siglos!... Y yo he de llegar al Nazareno y decirle: «Aquí me tienes a tus pies, aquí está el que se vanagloriaba de no pertenecerte jamás, el que ha tratado de enaltecer a los suyos para apartarles de caer en ti, aquí está el más soberbio de tus enemigos»... Y yo he de decir a mi Jehová: «Ya no te pertenezco. Soy como el siervo a quien su amo ha distinguido poniendo en él toda su confianza, y he aquí que este ingrato siervo huye de la casa de su señor, robándole, y después va a casa del enemigo y pide salario y escarnece a su antiguo señor»... y todo ¿por qué?, por una mujer... por un amor poderoso, irresistible, pero que es cosa terrenal, y por un hijo que adoro, pero que es un pobre gusano, indigno de atención desde el momento en que aparece a su lado la presencia aterradora y sublime del que hizo los cielos y la tierra...
Al llegar aquí su pensamiento, sin pausa ni intermedio alguno le puso delante el primer hemisferio.
−Pero es que al considerar la desgracia de la amada de mi corazón, he de recordar que yo soy autor de ella. Yo, yo solo he causado desdicha tan lastimosa. Ella era pura y feliz, yo turbé la paz de su corazón, arrastrándola a la ignominia; yo la arranqué de aquel cielo hermosísimo en que vivía su alma y la precipité en las tinieblas; yo ahuyenté de su lado a los ángeles que velaban con atención misteriosa su persona, y llené su corazón de culebras. Era como una flor y la pisoteé. Había nacido para que su sola mirada derramase felicidad, para que hasta su sombra hiciera nacer bienes por todas partes, y yo de aquel astro brillante he hecho una noche lóbrega, una oscuridad llena de dolores que hace llorar cuantos se le acercan... Yo tengo la culpa de todo, yo causé su mal y lo causé con villanía, porque oculté mi religión, que era un estorbo, y siendo enemigo me presenté como amigo. Yo soy el autor de su desgracia. Y no hay remedio, no hay sofisma que valga, esa desgracia debe ser reparada por mí. Si así no es, no tengo idea de la justicia, no tengo noción del deber ni del honor, y siendo extraño a la idea de justicia, no puedo ni aun saber lo que es Dios... Debo reparar esa desgracia y sacar a la
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pobre mártir del potro en que está. No son sus tíos los que la tuestan viva; soy yo, yo solo. Por consiguiente, mi deber es salvarla. Me lo ordena la justicia, que es Dios; el deber, que es Dios; la verdad, que es Dios; la compasión, que es Dios. Me lo ordena también la sociedad y esta ley de recíproco respeto, de la cual no podemos prescindir... Sí... es preciso, es fatal, inevitable; y si así no lo hiciera, no habría nombre bastante vil en ninguna lengua para vituperarme. Merezco morir y ser devorado por los perros, sin que jamás mi cuerpo disfrute el descanso del sepulcro... Nadie arrancará de mí esta convicción profunda que mete su raíz hasta lo más hondo de mi pecho. Esto es la evidencia, la verdad pura...
Al llegar aquí, subía la marea y una ola extendió su lengua bordada de espuma sobre la arena, mojando los pies del pensativo. Retirose entonces, subió al acantilado, y arrojado sobre las peñas, dijo así:
−No, no es posible que Dios y la justicia estén en desacuerdo. No puedo imaginar que para ser fiel a un compromiso del corazón necesite yo ser apóstata. Aquí hay algo que mi inteligencia limitada no puede penetrar; hay, sin duda, un resorte misterioso, y es preciso que yo lo busque y lo toque, porque esto ha de tener solución, porque lo absurdo no puede prevalecer. ¡Oh, Dios mío!, dame luz, dime dónde está la salida de este horrible laberinto; muéstrame un resquicio, pues salida o hendidura ha de haber. Si no la hubiere, ¡oh, soberano Dios! todo, empezando por ti, debería ser negado, y esto no puede ser...
»¿Pero cuál es en realidad mi pensamiento en religión? ¿Qué pienso, qué creo yo? Conciencia, muéstrame lo que tienes más oculto, tu voz más recóndita, lo que es aún menos que voz, un susurro que apenas oigo yo mismo... ¿Qué creo yo? ¿Creo acaso que mi religión es la única en que los hombres pueden salvarse, la única que contiene las verdades eternas? No, felizmente sé remontar mi espíritu por encima de todos los cultos, y puedo ver a mi Dios, el Dios único, el grande, el terrible, el amoroso, el legislador extendiéndose sobre todas las almas y presidiéndolas con la sonrisa de su bondad infinita desde el centro de toda sustancia. Entonces, miserable, ¿qué te detiene? ¿No hallas en el cristianismo las verdades eternas? Existen, sí; pero desfiguradas y adulteradas... No, no puedo inclinarme a contemporizar con una yuxtaposición inútil, con la destrucción de la sencillez, con una fe que poco o nada ha enseñado al mundo. Aborrezco esa idea con todas las fuerzas de mi alma; y todo el odio venenoso que esa secta alienta contra mí, se lo devuelvo centuplicado. No lo puedo remediar; lo he mamado con la leche; lo traigo encendido en mis entrañas desde el vientre de mi madre, y mi espíritu lo trajo también desde la nada. Si cuando mi espíritu se eleva a la contemplación de la esencia primera soy tolerante, expansivo, y generoso, al considerar la idea cristiana, nuestro verdugo y nuestro cadalso, soy fanático y brutal como los inquisidores católicos... Y para mi tormento, el ser que idolatro sale del tumulto aborrecido de esa secta y se me presenta lleno de gracia y luz, único ser a quien puedo absolver de la responsabilidad cristiana, único ser a quien perdono los agravios hechos a mi raza... ¡Oh, Dios, Dios! ¿Qué misterio es este, qué enigma es este terrible y espantoso? Mi cabeza estalla como un volcán... no sé qué pensar. Aquí hay algo, algo que mi limitada razón no comprende. Dios mío, Dios de las inteligencias, ¿por qué has hecho estas contradicciones horrorosas y estos absurdos que hacen dudar de la bondad de la creación y de la lógica del mundo?
El cielo comenzó a aclararse; la superficie del mar brillaba junto al horizonte, tiñendo de amarillo sus ondas lejanas. Toda la tierra empezó a inundarse de luz. Amanecía; pero Morton no advirtió nada, porque en su mente continuaba la noche y un caos perpetuo.
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−Más vale −dijo−, que continúe todo como ahora está, que siga su deshonra, su vergüenza, la bárbara separación de la madre y el hijo, mi soledad, el remordimiento implacable que me tritura las entrañas. Quizás el tiempo nos consuele a todos... Ella entrará en ese aborrecido convento, más triste que la sepultura porque en él se vive... No la veré más, no veré tampoco a mi hijo, porque será escondido de mí, como se esconde del ladrón la joya. Crecerá y le veré algún día sin conocerle... Le enseñarán a maldecir mi nombre y mi sangre... ¿Y cómo se evita esto, cómo? ¡Si pudiera evitarse dando la vida!... No; no se evitará con cien vidas, sino con una palabra breve, como las que a todas horas pronuncian nuestros labios; pero que encierra una idea, todas las ideas y el universo y la vida futura.
Después de una pausa, añadió:
−Soy un miserable si no digo esa palabra, si no la digo clara, leal, sin impostura. Lo pide a gritos cuanto hay en mí de sentimiento y piedad. Soy un miserable si no digo esa palabra, si no cierro los ojos a todo, a mi historia, a mi raza, a mi culto, a mi familia, y me arrojo en brazos de la infame secta que aborrezco, de esa secta, que sin duda no es tan mala como yo creo, porque a ella pertenece la que reina en mi corazón.
Oprimiose la frente con ambas manos como si quisiera sujetar una idea que se le escapaba, y detener aquel remolino horrible de su pensar; pero no pudo sustraerse a un razonamiento que le anonadó:
−¡Mi padre!... No, desde que adopté esta resolución ya no tengo padre, ni madre, ni amigos... No quiero pensar en su enojo, en su soledad. En mi familia se llora al hijo muerto; pero al renegado... al renegado se le mirará como si no hubiera nacido. La imagen de mi madre que es personificación sublime de la consecuencia israelita, me abruma más que mil razonamientos incontestables... ¡Mi madre, de cuyos brazos escapé en silencio para venir aquí; mi madre que ha de venir en mi seguimiento para detenerme; esa mujer que adora en mí el orgullo de su raza y que morirá de seguro cuando sepa...! No, no mil veces, esto no puede ser, no será. Si es imposible, si es como beberse toda esa agua que tengo delante, si es como decirle a la marea: «no subas más»... ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué me criaste si sabías que había de llegar esta hora?
Levantose frenético y agitando los brazos y volviendo la cara hacia el cielo, gritó desaforadamente:
−¡Oh, Señor, Señor, yo digo que tu obra no está bien así!
Avanzaba el día considerablemente sin que él lo notase, y las risueñas horas de la mañana viniendo unas en pos de otras, derramaban claridad y alegría sobre los campos, reverdeciendo las húmedas praderas. El día era tan bello y apacible cual si la naturaleza, sensible al enigma de la Redención, quisiera también celebrarlo. El aire que mecía los árboles, las nubes que pomposamente discurrían por el cielo con grave paso, dándose unas a otras la mano, el mar sonoro y las flores, que por todas partes presentaban sus lindos rostros a las caricias del sol, todo, todo estaba de fiesta en aquel día.
Bajando a la playa, recorriola toda lentamente. Parecía que contaba las arenas. Después se arrojó al suelo y contempló el mar que bajaba, recogiendo sus láminas de espuma de minuto en minuto. La perplejidad continuaba y el péndulo seguía su atormentador movimiento; pero al fin, ya cerca de medio día el extranjero se levantó. Diose un golpe en la frente, y mirando al cielo dijo con la firmeza propia del que ha tomado una resolución:
−Al fin, al fin, ya sé lo que debo hacer.
XXI
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Jueves Santo
Abrió Gloria los ojos después de un prolongado letargo durante el cual su fatigado espíritu logró algún reposo. Había soñado con la pasión de Cristo, con los horribles judíos que le azotaban, había visto elevar el madero con la Divina Persona clavada por pies y manos; y este cuadro lamentable que se le representaba al vivo por el poderoso fingir del sueño, llenó su alma de dolorosa compunción. Al despertar vio a su tía encendiendo algunas velas delante de la efigie del Salvador, hermosa figura de marfil que le representaba en el momento de expirar y cuando, alzados los moribundos ojos al cielo, decía: «Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen».
Serafinita había dispuesto la mesa como altar, poniéndole preciosas velas de esas que tan bien labran y adornan las monjas. No puso flores en los floreros, por temor de que el olor de ellas molestase a Gloria; pero sí las llenó de ramas de pino y otras matas verdes y sin aroma.
−¡Qué bien está, qué bien está eso! −dijo Gloria contemplando con gozo el altar
−Hija mía, ¿qué tal te encuentras?
−No muy bien, pero podré levantarme.
−Más vale que te quedes en la cama. Yo no pienso salir hoy ni ir a la iglesia, a pesar del gran día en que estamos. Debo acompañarte, querida mía, y juntas rezaremos el oficio del día, que es hermoso sobre toda ponderación.
−Muy bien pensado. Lo leeremos.
−Y nos deleitaremos en su sublimidad contemplando el amor de Aquel que con ser Dios, quiso derramar su sangre por nosotros.
Después que Gloria hizo sus oraciones de la mañana, se levantó y de nuevo se acostó vestida sobre el lecho. Francisca arreglaba su cuarto, mientras doña Serafina bajó a preparar algo sustancioso para que la enferma se desayunase. Nada más admirable que el celo que ponía aquella noble dama en todas las cosas, lo mismo en las grandes que en las pequeñas. Todo lo hacía conforme a su conciencia, y no se perdonaba cosa alguna, ni jamás dejó de hacer nada que le pareciese justo y conveniente. Era el alma de más rectitud que podía existir, y si hubiera destruido al género humano, Dios se lo perdonaría, porque sin duda lo habría hecho por convicción y creyendo que realizaba un bien. En ella no se conoció jamás ni sombra ni hipocresía. Todo su espíritu y sus creencias y su voluntad retratábanse claramente en sus acciones; ni existió conciencia más pura, porque en ella eran imposibles las reservas y distingos insidiosos. Y sin embargo, el alma tan limpia de perversidad podía ser dañosa... Mas para juzgar a Serafinita y condenarla por esto, sería preciso que Dios recogiese su Decálogo y lo volviese a promulgar con un artículo undécimo que dijese: «No entenderás torcidamente el amor de Mí».
Y para juzgarla los hombres y condenarla debían a su vez arrojar de los altares a muchos varones y hembras que subieron a ellos por ser como Serafinita.
Estaba preparando el almuerzo de su sobrina y se caía de debilidad a causa de los repetidos ayunos; pero el esfuerzo de su voluntad vencía los desmayos del cuerpo, infundiéndole una resistencia poderosa. ¡Lástima grande que aquella santidad no fuese más humana!
Cuando Gloria almorzó, vino el médico y le ordenó el mayor reposo y que huyera de toda emoción viva. Serafinita rogó a la joven que diese un paseo por la habitación, lo que ella hizo de muy buen grado, admirando desde el balcón la espléndida mañana.
−¡Qué hermoso día! −exclamó−. Parece que en días así no puede menos de pasar algo grande.
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−El día, querida sobrina −dijo la señora−, está lleno de la sagrada memoria que hoy celebra la Iglesia ¿No ves en la naturaleza una especie de atención solemne, un recogimiento grave y placentero? Hoy celebramos la muerte y la vida, la muerte corporal del que expiró por darnos la vida... Yo leeré.
Serafinita se colocó junto al altar, y poniéndose las antiparras que su fatigada vista exigía, empezó la hermosa lectura, mientras Gloria tomaba asiento en un sofá junto al balcón. Empezando por los maitines y nocturnos, que son los oficios llamados Lamentaciones, y que la Iglesia canta en la tarde del día anterior, leyó el Salmo: «Sálvame, ¡oh Dios!, porque las aguas han entrado hasta el alma. Estoy hundido en cieno profundo y la corriente me anega. Cansado estoy de llamar; mi garganta ha enronquecido. Han desfallecido mis ojos esperando a mi Dios... Dios, tú sabes mi locura y mis delitos no te son ocultos».
Ambas mujeres tenían su alma absorta en tan sublimes conceptos. Doña Serafina recitó con entera voz la Lamentación: «¿Cómo está sentada sola la ciudad antes populosa? La grande entre las naciones se ha vuelto como viuda... Amargamente llora en la noche. No tiene quien la consuele de todos sus amadores»...
Y así siguió la lectura con edificación de entrambas. Como Serafinita se fatigase, Gloria le pidió el libro, y con la emoción más viva leyó el Miserere: «Ten piedad de mí, ¡oh Dios!, conforme a tu misericordia grande, y conforme a la multitud de tus piedades, borra mis iniquidades... Porque conozco mi iniquidad y mi pecado está siempre delante de mí».
La misa, la epístola de San Pablo a los Corintios, la Sequentia del Evangelio tocaron a Serafinita, que a su vez reclamó el libro. Después de leer todo lo concerniente a la Cena, dijo a su sobrina:
−Hemos llegado al punto más interesante, más patético, más solemne de nuestra doctrina, la institución de la Eucaristía. Si tú, hija mía de mi alma, meditando mucho en esto, lograras penetrarte bien de la idea del sacrificio tan sublime, si consiguieras asimilártela y hacerla tuya, ¡cuán grande facilidad hallarías para dar al problema de tu vida la solución que te propongo! ¿Pero no te dice nada tu corazón, no se enternece contemplando el inmenso amor de la sacratísima víctima del Calvario? Lo que a gritos dicen tu situación social y los acontecimientos, ¿no lo ha de decir tu corazón? Yo veo tan claro esto, niña mía, que no comprendo cómo puedes dudar.
Gloria, los ojos bajos, inclinada la cabeza sobre el pecho, callaba, trenzando los hilos de lana del pañuelo que cubría sus hombros.
−Dada tu situación no veo otro camino −añadió Serafinita−. Mucho habían de cambiar los sucesos, para que la lógica de tu porvenir cambiase. Sería preciso que ese infiel empedernido abriese sus ojos a la luz cristiana, sería menester que viéramos una de esas conversiones ruidosas que hacen época en el mundo... y esto es difícil aunque no imposible. ¿Dime, lo crees tú posible? ¿Das crédito a los rumores que han corrido?
−No −repuso lacónicamente Gloria.
−¿Crees tú que abrace nuestra santa fe?... ¡Oh! Si así sucediera, yo sería la primera que te diría: «Cásate; tu deber es casarte. El Señor lo manda». Tu amor quedaría legitimado por el glorioso hecho de traer al rebaño una oveja, que no por venir tan tarde sería mal recibida... En tal caso no podrías aspirar a la perfección cristiana, que consiste en desprenderse de los afectos humanos, pero podrías acercarte mucho a ella por otros caminos... No hay que pensar en este medio, hija mía. Tú misma has dicho que no tienes esperanza.
−Es verdad −murmuró la joven−. Ninguna tengo.
−Pues debes tenerla.
Gloria alzó vivamente los ojos fijándolos en su tía con gran curiosidad.
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−Debes tenerla −repitió la doña Serafina con aplomo.
−¿De qué?
−No de casarte, no −dijo la señora sintiendo en su alma la inspiración apostólica más viva que nunca−, no de casarte, sino de traer a ese infiel a nuestra santa fe.
−¿Cómo?
−Por medio de la oración, unida al sacrificio.
−No entiendo bien, tía −repuso Gloria poniendo sumo interés en aquel asunto.
−Por medio de la oración −repitió la dama con entusiasmo−, y mejor aún por medio del sacrificio. ¿Acaso esto necesita explicarse?
−Me parece que lo voy entendiendo.
−Si haces a Dios el inmenso, el doloroso sacrificio que te he propuesto como el mejor camino para salvar tu alma; si le consagras por entero toda, absolutamente toda tu vida, arrancándote del mundo y de los mundanos afectos; si haces esto, amor mío, y pides a Dios que te conceda la redención de un alma, ciega hasta ahora a la verdadera luz, ¿cómo es posible que Dios te lo niegue?
−¡Oh, Jesús mío!..., si eso fuera verdad...−exclamó Gloria deshaciéndose en lágrimas−. Y parece que ha de ser verdad, que ha de poder suceder como usted dice...
En el semblante de Serafinita brillaba un destello de alegría infinita, el júbilo del triunfo evangélico.
−¡Ay! −exclamó oprimiendo su pecho−. Yo tengo una convicción profunda... Mi corazón se abre como un abismo lleno de voces y a gritos clama que ese hombre será salvo por tu mediación.
−¡Señora!... −exclamó Gloria exaltándose como su tía−. Yo he orado tanto, tanto, que tal vez...
−No, desgraciada, no basta la oración. Es necesario el sacrificio, es necesario que llegues, y ante esos pies taladrados por el clavo, pongas tu corazón dolorido, tu vida, tu voluntad, tus acciones, tu porvenir, tu carne y tu espíritu, diciendo: «Señor, tómalo todo, toma todo lo que recibí de ti. No quiero ya nada que no seas Tú, Tú solo, ni más amor que el tuyo por entero. Abrásame en tu fuego y hazme temblar noche y día con las dulces ansias de amarte incesantemente, contemplándote, oyéndote en mi interior, magnificándome con tu gloria, padeciendo con tu pasión. Este resto de existencia que conservo mientras no me lleves a tu lado, sólo será para tener voz con que nombrarte a todas horas, labios con que besar tu santa imagen, y si das a mi cuerpo el santo tormento de que me duelan tus heridas, mayor gozo tendrá mi alma. Perezcan los ojos de mi cuerpo, que de nada me sirven, y así te verán mejor los del alma. Perezca mi hermosura, que no por ella te he de agradar sino por la pureza y la violencia de mi amor. Soy toda tuya, Señor, y aun así no creo ofrecer bastante al que murió por redimirme del pecado».
Doña Serafina se había levantado y con su majestuoso ademán daba más energía y realce a su admirable elocuencia.
−Lo que usted dice −manifestó Gloria−, resuena en mi corazón como un eco del cielo.
−Dios aceptará tu sacrificio y lo premiará −añadió la mística−. La inagotable bondad del Amado se te revelará bien pronto. Oirás su voz en tu interior; le verás allá en lo profundo y en lo más negro de tu mirar, cuando cierres los ojos en la dulce oración. ¿Cómo no ha de concederte lo que le pides, si le pides un nuevo triunfo para su Iglesia? ¿Qué premio más digno puede ambicionar un alma consagrada a Dios? «Señor, le dirás, trae a tu seno a un ser que me fue querido y que tiene la desgracia de carecer de la verdadera luz»..
−El Señor me oirá −dijo Gloria cruzando las manos−. Tía, querida tía, mi alma se llena repentinamente de fe; en mí ha entrado una luz prodigiosa; siento como una gran
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lluvia... Soy otra... Suena dentro de mí una voz como el trueno... Me parece que Dios me dice: «Sí, sí, sí».
−Sí, sí, sí −repitió la predicadora con exaltación que rayaba en delirio−. Y se salvará, abominará de su execrable secta, y entrará en el Paraíso.
La piadosa señora, que había estado tantos meses predicando a su sobrina las excelencias de la vida ascética y agotado todos los argumentos, todas las razones, todos los sofismas sin conseguir nada, lograba al fin su objeto: ¿Cómo? Tocando una fibra más sensible que todas las fibras del corazón de su sobrina, la fibra del amor humano. Al llegar allí el espíritu rebelde gimió doloridamente sucumbiendo; y lo que antes le pareció monstruoso e inútil, pareciole después bello, provechoso en grado sublime. Estremecida hasta lo más íntimo de su ser, sintió la bullidora expansión del amor, pidiendo su consecuencia natural, el sacrificio.
−Acepto, acepto... −exclamó levantándose, ágil, inquieta, exaltada, cual si recibiera por milagro prodigiosas fuerzas.
Pero extendiendo después un brazo, llevándose la izquierda mano a los ojos, murmuró con súbito desaliento:
−¡Mi pobre hijo!...
−Dios, el Creador de todas las cosas −gritó Serafinita acudiendo veloz a agarrar a su víctima que se le escapaba−, miró a la tierra pervertida por el pecado, y enviando a ella a su Hijo en carne mortal, le vio padecer y morir como un hombre... ¡Y Aquel era el Verbo, la razón universal, la justicia, la ley... el Hijo!... Lo que hizo Dios por redimir el género humano que formó de barro, ¿no podrá hacerlo una miserable criatura por salvar a otra de las eternas llamas del infierno?... ¿Y no sería capaz esta criatura de hacer un sacrificio tanto más aceptable cuanto más noble es el afecto sacrificado? ¡Dios infinito, inmenso, más grande que todo lo grandísimo ve morir a su Hijo!... y tú... ¿Acaso le pierdes, acaso le matan?
−Madre querida −exclamó Gloria contestando a las caricias de su tía con otras no menos ardientes−. Soy de usted. No vacilo más. Ya no tengo voluntad. Venga la cruz, pronto, pronto. Mi espíritu la acepta... ¡Oh, qué idea, qué sublime idea!
Cayó sin aliento en la silla.
Serafinita no se sentó, y en pie dijo:
−Partamos esta misma tarde. No debe perderse tiempo.
Sin duda temía volubilidades y arrepentimientos.
−Esta misma tarde −repitió Gloria, pálida, sin aliento, transfigurada, como si tuviera ya marcada la hora para salir de este mundo.
−Nos prepararemos en un instante; arreglaremos todo para ir a tomar el tren en Villamojada.
−Saldremos sin que lo sepa mi tío.
−Eso no: se lo diremos. ¿A qué ese engaño indigno de nosotras?... Es preciso preparar todo −dijo la señora con febril impaciencia−. Es verdad que no necesitamos gran cosa.
−Es verdad... Yo...
Gloria no pudo seguir la frase porque se sintieron pasos. Abriose la puerta y apareció don Buenaventura.
XXII
Esperanza de salvación
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−Vengo −dijo el buen caballero algo turbado−, a anunciarte una visita, y no podrás ahora negarte a recibirla, porque se trata de una cosa muy importante, muy grave, muy lisonjera; en resumidas cuentas: ahí está y va a subir a verte, porque lo mando yo... Es cuestión de vida o muerte.
Gloria no contestó una sola palabra; tan confundida y absorta estaba. Doña Serafina iba a decir algo, pero no pudo porque su hermano se retiró con presteza. No tuvieron tiempo de hacer comentarios sobre aquella visita y el misterioso anuncio, porque al poco rato regresó don Buenaventura acompañado de Daniel Morton, vestido completamente de negro, la faz hermosa y tétrica. Parecía recién salido de una enfermedad grave, o que en una noche había vivido diez años. Gloria al verle sintió profundo desconcierto en todo su ser y se quedó como muerta. Turbose de tal modo su espíritu, que creía soñar o ser presa de un delirio, cuando oyó a su tío pronunciar estas palabras:
−Querida Gloria, querida hermana, tengo el más vivo placer al anunciar a entrambas que nuestra santa religión ha hecho hoy una gran conquista. El señor Morton, que está presente, abraza el catolicismo.
El efecto de estas palabras fue tremendo, como la voz de Jehová en las alturas. Gloria y su tía eran dos estatuas.
−Lo que mi ilustre amigo dice −manifestó Daniel−, es verdad. Al tomar esta resolución he creído deber anunciarlo a quien puede vanagloriarse de ser el ángel de mi conversión.
Nada hay ni más glorioso ni más digno de regocijo para el cristianismo que la entrada de un infiel en el reino de Cristo; y sin embargo de esto, Serafinita, que era, como hemos visto, una especie de candidato a la perfección cristiana, experimentó en el primer momento después de oír la plausible nueva una contrariedad vivísima. Esta contrariedad, justo es decirlo, pasó como un relámpago, porque la rectitud que moraba en el espíritu de la buena señora ocupando todo el lugar que le permitía la exaltación mística, estableció el dominio del Verbo, de la razón universal, o sea, de la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo, según el Evangelista. Pero aun rindiendo culto a la razón externa, siempre quedó en el espíritu de la señora algo que no era el júbilo de la Iglesia triunfante. Podremos expresar, aunque pálidamente, el estado de su alma, diciendo que se resignó a regocijarse por la salvación del judío. Este sentimiento extraño tomaba la forma de lástima de su sobrina, por la desviación que iba a sufrir una preciosa vida llamada ya a las deliciosas esferas de la perfección.
−Querida hija −dijo don Buenaventura, acariciando a Gloria−; al fin Dios ha oído tus oraciones y vas a recobrar tu dicha, tu paz, tu dignidad, por el procedimiento más plausible que puede imaginarse. Estás de enhorabuena y tu familia también.
−No quiero −dijo Morton dirigiéndose a Gloria−, que nadie se envanezca de esta resolución mía, sino tú sola.
−Yo más querría −repuso ella animándose−, que tan hermosa acción se debiera antes a la santidad de la doctrina de Jesucristo que a mí.
Serafinita se apresuró a tomar la palabra, diciendo:
−Nosotros no dudamos que esa frase sublime Soy cristiano, haya sido dicha con lealtad; no creemos que puedan los labios pronunciar el dulce nombre de Cristo mientras lo niega el corazón; pero este caballero no extrañará que exijamos alguna garantía. Para entrar en nuestra Iglesia es preciso recibir la instrucción cristiana y el agua del bautismo.
−Sé lo que me corresponde hacer −afirmó Morton gravemente−, y a todo estoy dispuesto.
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−Tan grande, tan inesperado, tan sorprendente es este suceso −dijo Gloria con emoción−, que necesito esforzarme mucho para creerlo... ¡Tú adorar a Jesucristo!... Vuelve los ojos a esa cruz y júrame por la imagen crucificada que es verdad lo que me dices, que lo haces con el firme propósito de ser cristiano y no por móviles que no son religiosos, que persistirás en tu designio, y que crees firmemente que la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo es no sólo la mejor sino la única verdadera.
Blanco como el marfil de aquella hermosa imagen que tanto en el rostro se le parecía, estaba Daniel, cuando extendió la mano hacia la cruz, y con los ojos bajos habló así:
−Lo que dije, dicho está. Por ese... te juro que es verdadero el propósito que he formado.
Más parecía reo convicto a quien el delito se le sale de la conciencia a los labios, que entusiasta neófito proclamando un Dios nuevo. En el mismo instante de pronunciar su juramento, oyose un sonido áspero, estridente, desagradable, que de los aires venía. No era tañido de campana, ni rumor de ruedas, ni rechinar de goznes, sino un horrible choque de tablas con piedras, retumbando en hueco. Parecía que andaba por el cielo una legión de seres extraños calzados con almadreñas y bailando sobre guijarros.
−Ya tocan la carraca −dijo don Buenaventura−. Sale la procesión... En cuanto a los trámites que ha de seguir este acontecimiento, mi hermano Ángel los decidirá. ¿No crees tú lo mismo, Serafina? Ayer recibí una carta de Ángel en que me decía que si hubiera conversión, él arreglaría todo de modo que en tres días quedase el bautismo celebrado y mi sobrina casada en paz y gracia de Dios. La extrañeza del caso es motivo para abreviar ciertas prácticas, y cuando mi hermano lo cree así, es porque la Iglesia lo permite. Por ahora −añadió dirigiéndose a Gloria−, creo que debemos fiar en su palabra.
−Fiaremos, sí −repuso Gloria mirando al extranjero con amor−; pero es tanto lo que esta idea me cautiva, es tanto el júbilo que siento, no por mi reparación sino por tu conversión, que quiero oírte decir: «Creo en Dios uno y trino, creo en Jesucristo».. Es este un gozo que me hace llorar. Es la compensación de todo lo que he padecido, la prueba visible e innegable de que mi Dios no me abandona, y la promesa del Paraíso... Adora esa cruz, besa esa imagen, representación del que tus ascendientes injuriaron, escupieron, abofetearon y crucificaron, y con una palabra, una voz sola, breve si quieres, pero salida del corazón, pruébame que en tu alma generosa, a la cual no faltaba más que la luz, ha entrado ya esa luz; pruébame, no que abrazas el cristianismo, sino que te sientes cristiano.
Brillaba en los hermosos ojos de Gloria la inspiración divina. Sus palabras, como salidas de un corazón lleno de verdad, no podían oírse sin entusiasmo y devoción. El que ya no debemos llamar hebreo se levantó de su asiento. Estaba su rostro cadavérico, y sus manos temblaban como las del enfermo calenturiento.
−Creo en tu Dios, en el único Dios −exclamó con voz de delincuente−, en...
No pudo decir más. Su brazo cayó como si perdiera la vida, e inclinando la cabeza exhaló un suspiro semejante a aquel inmortal suspiro del Cristo, tan bien expresado en el momento de la agonía por el artístico marfil que estaba sobre la mesa.
−Perdóname, amor y salvación mía −balbució Morton−, perdónenme todos; pero no estoy suficientemente instruido aún en los dogmas cristianos, y temo decir algo que sea resabio del culto que abandono.
Gloria rogó al catecúmeno que se sentase. Le causaba terror su palidez, su consternación y sobresalto; pero esto tenía explicación satisfactoria por la singularidad de aquel acto, y el trastorno que la presencia de la mujer amada debía de producir en el alma del extranjero.
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Venía de la plaza de Lantigua un rumor de gente y de religiosos cánticos. Pasaba la procesión de Jueves Santo, y Serafinita corriendo al balcón se arrodilló. Todos la imitaron. Gloria y Daniel estaban juntos a la derecha de la señora, don Buenaventura a la izquierda.
Tras cuatro guardias civiles que iban despejando, pasó el negro pendón enarbolado por un hombre, pasó la cruz negra, acompañada de los dos ciriales, siguió el primero de los pasos que era la Oración en el Huerto; y los que conducían cruz, pendón, cirios e imagen, se quedaron mirando al balcón de Lantigua, donde había una cosa extraordinaria, inaudita, el judío de rodillas, mirando la procesión. A la derecha se veía el alambre telegráfico lleno de pájaros en fila, con tanto comedimiento y gravedad atentos a la comitiva, que parecían tocados de la más pura devoción.
Oíanse allá lejos los acordes de fúnebre marcha, tañida por los implacables trombones y cornetines de la banda del pueblo, y la larga masa de gente avanzaba despacio por la calle principal. De las descubiertas cabezas sobresalían los ramos de olivo del primer paso, el flotante vestido de terciopelo bordado de oro, los feroces judíos azotadores, y más atrás una señora vestida de negro, y un palio negro también. Pasó la primera imagen, pasaron dos filas de individuos que componían la cofradía más numerosa de Ficóbriga, todos con vela en la mano, y ni uno solo dejó de apartar su vista y su mente de los lastimosos cuadros de la Pasión para fijarlas en la casa de Lantigua.
Antes de que acabase la larga fila de los cofrades, vino el grupo de los azotes, y hasta los feroces judíos de sañudo aspecto parecía que se quedaban mirando al balcón de Lantigua, suspendiendo sus impíos golpes. Gran número de mujeres rodeaban aquel grupo, encapotadas con negros mantos las unas, otras con humildes pañuelos, señoras y aldeanas, amas y criadas, niñas y viejas, todas con los ojos encendidos de llorar; pero al llegar a la plaza ni una sola dejó de encontrar más interesante que todos los pasos el balcón de Lantigua, y un rumor de comentarios y una oleada de cuchicheos corrieron por la superficie de aquel mar de gente.
Tras el segundo paso iban los penitentes, hombres que habían venido de los pueblos inmediatos a visitar el monumento y a expiar sus culpas mediante el transporte de una grande y pesada cruz. Iban con el santo leño a cuestas y vestían la tradicional hopa negra con capuchón calado sin ningún resquicio por donde se violase el incógnito, ni más respiradero que los agujeros por donde daban luz a sus ojos. También ellos, a pesar de hallarse acongojados por la memoria de las faltas que expiaban sudando la gota gorda, miraron por sus espantables claraboyas el balcón de Lantigua.
Venía después el Crucificado y por fin la Dolorosa, y alrededor de ella estaba lo más notable del pueblo. Los señores alcurniados llevaban las varas del palio, que iba detrás como de respeto; seguía el clero y por último el Ayuntamiento con la banda de música y la media compañía de carabineros. Marineros y señores, los del palio y los que cargaban la imagen, clérigos y monaguillos, Sildo con el incensario y Caifás con el piporro, cantores y alguaciles, el soplado alcalde don Juan y el jefe de los carabineros, los chicos que agitaban en la inquieta mano las carracas, todo lo viviente, en fin, miraba al balcón de Lantigua. El cura dijo algunas palabras por lo bajo al padre Poquito, y Amarillo frunció el ceño, como enojado de que un gran suceso excitara la curiosidad sin su permiso.
XXIII
Los viajeros
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Y como aquel día debía ser notable en la villa de Ficóbriga por la acumulación de acontecimientos imprevistos y sorprendentes, bien pronto la atención del pueblo se fijó en otro hecho. Y he aquí que al salir de la plaza de Lantigua al camino real, la guardia civil divisó un coche al cual mandó que se detuviera. El del pendón y los conductores del primer paso miraron airados al importuno vehículo que avanzaba entorpeciendo la vía, cuando por la portezuela izquierda de él apareció el semblante de una hermosa dama desconocida. Comenzaban los murmullos, cuando por la portezuela derecha viose un sombrero de colores y bajo él la risueña, la seráfica, la angelical cara de don Ángel de Lantigua. El señor arzobispo de X*** gritó al cochero:
−Pare usted, para usted... no entorpezcamos la procesión.
E incontinenti bajó Su Eminencia, acompañado del doctor Sedeño, y quitándose el sombrero saludó a las santas imágenes. Un clamor inmenso resonó en la cabeza de la procesión, clamor que fue propagándose y retumbando como los ecos del trueno hasta llegar a la cola. El clamor decía:
−¡Viva el cardenal de Lantigua! ¡Viva!
Poco faltó para que los pasos fueran abandonados en medio de la vía, y cogido en brazos y llevado en procesión el glorioso hijo de Ficóbriga, a quien sus paisanos no habían visto después que fuera elevado al cardenalato. Don Ángel lloraba de agradecimiento.
Pero el entusiasmo ficobrigense no impidió que todos y cada uno de los acompañantes de la procesión se fijase en un hecho singularísimo. En el coche de Su Eminencia venían dos señoras, una de ellas muy principal y soberanamente hermosa, la otra con aspecto de subordinación, mas no tan humilde que pareciese criada. Ambas bajaron del carruaje cuando el señor cardenal lo abandonó, y contemplaban la procesión con más curiosidad que recogimiento.
¿Quiénes eran? Esto preguntaban todos los que al pasar las vieron, y en largo trecho no se habló de otra cosa que de las dos damas que exornaban con su belleza el carruaje cardenalicio. Don Juan Amarillo lanzó sobre ellas un rayo de autoridad en forma de mirada altanera, indagadora, terrible; pero las dos señoras, que sin duda no estaban hechas a miradas de alcalde, soltaron la risa. Don Juan, llamando al alguacil, fulminó al punto una orden, diciéndole corriese a ver qué casta de pájaros eran aquellos y por qué estaban allí, y por qué miraban la procesión, y por qué llevaban sombrero, y por qué reían, y en fin, por qué respiraban sin permiso del Ayuntamiento. A la casa de Lantigua llegó el rumor de los vivas y aclamaciones con que era recibido el cardenal; y pasado el bullicio procesionil y despejada la plazuela, don Buenaventura salió al encuentro de su hermano, a quien dio estrechísimos abrazos.
−Por un milagro de Dios me tienes vivo −dijo don Ángel sonriendo−. Si aún me asombro de tener piernas y brazos... ¡Ay!, hijo, creí que no me había quedado hueso sano.
−¿Ha volcado tu coche?
−En la peligrosísima cuesta de San Lucas. Figúrate qué paso tan malo. No fuimos al río porque Dios nos reserva para dar que hacer un poco todavía. El coche quedó inútil... dos ruedas menos, una ballesta rota. Por fortuna nuestra, esta señora...
El arzobispo señaló a las dos señoras que no lejos de él estaban, mientras don Buenaventura se apresuraba a saludarlas con la más hidalga cortesanía.
−Esta buena señora −continuó Su Eminencia−, esta buena alma que a la sazón pasaba, tuvo la bondad de ofrecerme su coche, y yo abusé de su finura aceptándolo. Dios se lo pague... ¿Y qué novedad hay por casa, querido hermano?
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El alguacil no atreviéndose a meterse con las señoras desde que las vio tan mano a mano con los Lantiguas, se ocupó en apartar a los chicos que rodeaban al cardenal besuqueándole la mano y estorbándole el paso.
−Gran novedad en casa −dijo don Buenaventura.
−¿Hay algún enfermo?
−No: todos buenos. Gloria un poco delicada, bastante delicada; pero es seguro que ahora se repondrá en breve tiempo. Así lo ha dicho el médico.
−Señora −dijo Su Eminencia a la viajera−. Ruego a usted que si se detiene en Ficóbriga, acepte un humilde hospedaje en mi casa.
−Gracias −repuso con afabilidad graciosa la dama−, muchas gracias, señor cardenal.
−Pues no quiero que ignores más tiempo este fausto suceso −dijo don Buenaventura−. Sabrás que Daniel Morton se nos convierte al catolicismo.
Don Ángel abría su venerable boca para lanzar exclamaciones de sorpresa o de júbilo, cuando la señora desconocida dio un paso hacia ellos diciendo:
−Caballero, si no temiera molestar...
−Señora...
Ambos hermanos sonreían con afabilidad.
−Caballero −dijo después de una pausa la desconocida dama−, ruego a usted que se digne indicarme el alojamiento de mi hijo.
−¿Y quién es su hijo de usted, señora?
−Ese que acaba usted de nombrar.
−Daniel... Precisamente le dejé en nuestra casa. Si usted gusta...
−Gracias −repuso la dama secamente−. Dígnese usted señalarme la casa donde habita mi hijo.
El señor arzobispo, poniendo el semblante más serio del mundo, hizo a la extranjera una cortés reverencia y acompañado de Sedeño y seguido del inocente enjambre de chiquillos, marchó cojeando hacia la casa de Lantigua, mientras don Buenaventura, brindándose a acompañar a las señoras, las guiaba por las calles de Ficóbriga.
XXIV
Las leñadoras de Ficóbriga
Cuando Isidorita la del Rebenque vio entrar a aquella señora tan apersonada, tan guapa, tan seria, con tan peregrina elegancia vestida; cuando vio que era seguida de otra mujer menos hermosa, que no parecía ama pero tampoco criada; cuando vio que tras el coche ocupado por ellas vino un segundo vehículo con equipajes, y que todo esto, mujeres y baúles, se aposentaba en su casa, divisó un dorado horizonte de libras esterlinas; y no pudiendo resistir el gozo que de su espíritu se amparaba por aquella razón, mandó llamar a sus amigas para contarles lo que ocurría y rogarles le prestasen alguna loza y ajuar de camas. El resto de la tarde del jueves lo pasó disponiendo el alojamiento de las dos señoras, a quienes trató con la más delicada complacencia, multiplicándose para servirlas, ponderándoles las excelentes vistas de la casa (de cuyos balcones se dominaba media Abadía, parte del cementerio y el palo de la bandera del Consistorio), preguntándoles lo que deseaban, confinando a sus chicos a lo más remoto de la casa para que no hiciesen ruido, amenazando con un palo a su esposo para que no
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osase importunar a las forasteras con sus sandeces, disponiendo comida, transportando muebles...
Al anochecer entró Teresita la Monja, apresurada, jadeante, sin perder por esto el tono metálico de su semblante, y al poco rato viose llegar el abultado pecho, viéronse las morenas facciones de la Gobernadora de las armas, sudorosa y fatigada por haber seguido a la procesión en todo su trayecto.
−Esta noche no voy a las Lamentaciones −dijo Teresita quitándose el manto−. No me muevo de aquí hasta ver en qué para esto.
−Es la madre del judío −dijo la Gobernadora−. Esa voz se ha corrido por el pueblo. No se habla de otra cosa. Dicen que viene también a convertirse.
Estaban en el comedor de la casa, y habían mandado a los chicos y al padre a las Lamentaciones para que no alborotasen.
−¿Pero esos Lantiguas, esos Lantiguas, en qué están pensando? −dijo Teresita−. No quiero acordarme del escándalo de esta tarde.
−Yo me quedé muerta al verlos juntos en el balcón −manifestó la Gobernadora−. Aunque una oye decir que se convierte...
−¡Convertirse! −exclamó Teresita en tono de rencor−. ¡Qué tontas sois! ¿Creéis tal cosa? Yo no. Por Juan sé que eso de la conversión es una farsa de Venturita. Pues no faltaba más... Eso querría la mimosa, la tonta de encargo, para casarse y recobrar su honor... ¡Oh!, no; cuando se han cometido ciertas faltas es fuerza pagarlas. Si los malos fueran recompensados, ¡qué detestable ejemplo para los buenos! Nadie querría ser bueno, ¿verdad?
−¿Y ha llegado el cardenal?
−Ha llegado junto con la judía... ¡Qué cosas se ven! Estos Lantiguas... Parece que se rompió por la mitad el coche de Su Eminencia... Yo digo que aquí va a pasar algo tremendo. Tú, Isidorilla, eres la que vas ganando, porque entran libras esterlinas que es una bendición de Dios. ¡Ay, Jesús, qué blasfemia he dicho!... El dinero de esa gente...
−Es como el de todo el mundo −dijo Isidorita en defensa de su amor propio−. No hables mal de la judía, porque es una señora muy fina, muy guapa, muy decente. ¡Si vieras qué equipajes!...
−¡Cuántos baúles!
−¿Grandes?
−Como hoy y mañana. Imagínate lo más rico, lo más variado en trajes, sombreros, adornos... ¡Jesús, y qué bendición de Dios!
−¿Los has visto tú?
−No, porque no los han abierto... es decir, han abierto un poquito; pero allí deben de venir maravillas. Y la señorita de compañía es también muy guapetona.
−Si pudiéramos verlas −dijo Teresita levantándose con afanosa curiosidad.
−No me comprometas, Teresa. Ahora están encerrados la madre y el hijo en el cuarto de este. Yo me acerqué y les oí.
−¿Qué decían, qué decían?
−Cosas... así... no sé cómo expresártelo, porque hablaban en alemán o inglés... no sé. Bartolo dijo que le parecía inglés... Yo no entendía una palabra.
−¿Pero reñían?
−Nada de eso. Hablaban al parecer cariñosamente.
−¿Y el hijo entró...?
−A poco de llegar la madre. ¡Venía el pobre con una cara!... Pasó toda la noche fuera de casa.
−Cuéntamelo a mí que le sentí entrar de madrugada en casa de Lantigua... −dijo Teresita con animación−. Y traía en brazos a la joya de los Lantiguas... ¡a las dos de la
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mañana, señoras!... Vamos, digo que esa familia... ¡pero qué familia! Y oígales usted... ¡Oh! ¡Ah!... La nobilísima, la inmaculada, la celestial familia de Lantigua, la gloria de Ficóbriga... ¡En qué mundo vivimos!
−Pues de la conversión me río yo −dijo la Gobernadora−. Esta mañana volvió a casa de Lantigua con don Buenaventura.
−Como que al venir aquí −dijo Isidorita−, después de pasar la noche fuera, escribió una larga carta, fue a echarla al correo, volvió, mandó un recado a don Buenaventura, vino este, hablaron los dos un gran rato y después se marcharon juntos a la casa.
−Yo lo que sé es que Gloria estaba mala esta mañana; me lo dijo la Francisca... La joya de Ficóbriga estaba muy encarnada cuando salió al balcón... Ya se ve... Como anoche se descubrió la tramoya indigna de las salidas nocturnas de la niña con el hebreo... Y vaya usted a decir a estos burros de Ficóbriga que los Lantiguas no son ángeles del cielo... ¡Ah! ¡Oh! ¡Los señores!..., parece que no hay en el mundo más gente formal que ellos, ni más gente rica que ellos, ni ningún santo de los altares se iguala a don Ángel, ni hay hombre más sabio que el difunto don Juan...
−Lo mejor que puede hacer la niña es meterse en un convento −dijo la Gobernadora con enérgica convicción.
−Es claro..., meterse en un convento, salir de aquí y que no volvamos a oír hablar de ella en lo que nos queda de vida... Es preciso que esa mujer, que es el escándalo de Ficóbriga se marche de aquí... ¡Qué ejemplo para la juventud, para las muchachas tiernas y honestas de este honrado pueblo! Yo me horripilo cuando oigo a mis sobrinas hablar de la desgracia de la señorita Gloria, y de que es una lástima que la señorita Gloria se haya perdido, de lo guapa que es la señorita Gloria, de las modas que usaba la señorita Gloria y de las limosnas que hacía la señorita Gloria.
−No hay duda de que es un escándalo.
−Si se casa con el convertido, ¿apostamos a que sigue viviendo en Ficóbriga?
−No quiero pensarlo... Pues qué, ¿no hay más que rehabilitarse?... Esta villa se escandalizará y con razón. Pues no faltaba más. La joya ha tenido un niño. Eso bien lo sabemos todas...
−¿Y dónde está?
−En una aldea. Yo he de averiguarlo. Ya lo tengo medio averiguado. Vaya, que los Lantiguas saben ocultar muy bien sus secretos, es decir, cuando son vergonzosos, porque si se trata de alguna limosna, ya la cacarean bien. Hasta los periódicos de Madrid han de traer un parrafito. Ya sabemos que don Silvestre es el que manda a los papeles de la Corte esas recetas. No sé por qué no puso: «En la noche de tantos de tal mes la señorita doña Gloria de Lantigua, alias la perla de Ficóbriga, sobrina del Eminentísimo señor Cardenal, dio a luz un niño robusto, aunque sietemesino, hijo de padre desconocido, aunque se supone que será de un judío a quien escupió el mar en Ficóbriga, y fue aposentado en casa de Lantigua para edificación de los cristianos».
Las dos amigas soltaron la risa.
Siguieron hablando. Sus lenguas eran tres hachas y ellas tres implacables leñadoras. Hallábanse en lo más sabroso de su sabrosísimo chismear, cuando entró Sansón a decir al ama de la casa que la señora de Morton quería hablarle. Partió con oficiosa diligencia Isidorita después de quitarse el delantal de cocina para presentarse decentemente, y halló a la madre, al hijo y a la señorita de compañía sentados alrededor de una mesa en que había periódicos ingleses. La actitud de Daniel era tranquila, si bien conservaba en su fisonomía huellas de profundísimo dolor y tristeza. En cambio, la madre parecía completamente feliz por la presencia de su hijo, y le observaba con interés y amor. La señorita de compañía no decía nada, ni en la casa de la del Rebenque
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quedó memoria de su metal de voz. Era una figura decorativa que, por lo delicada y vaporosa, hacía contraste con la ruda corpulencia de Sansón.
Isidorita llegó sonriente y deshaciéndose en cumplidos ante la persona majestuosa de Esther, que así se llamaba la madre de nuestro héroe. Esta le rogó amablemente que se sentase (a lo cual no quiso acceder la patrona) y después le dio algunas órdenes relativas a lo que deseaban tomar aquella noche.
−Otro favor espero de usted −añadió con bondad−. Mi hijo está malo. No quiero dejarle solo esta noche. Si usted dispone que me pongan mi cama en este cuarto, se lo agradeceré.
−Con mil amores, señora. Pues no faltaba más. En cuanto venga Bartolomé traeremos la cama... porque es algo pesada. Como que es toda de hierro, inglesa, sí señora, inglesa. ¿Qué más?
−Nada más por ahora. No quiero entretener a usted, que tendrá quehaceres.
−¡Oh!, no, señora. No hacía nada. Estaba hablando con mis amigas.
Esther sintió gran curiosidad, y de buena gana habría preguntado: «¿Qué amigas son esas?». Felizmente Isidorita, que entonces como siempre tenía ganas de hablar más de la cuenta, haciendo alarde de sus buenas relaciones, dijo:
−Mis amigas... mi cuñada Teresa, esposa del alcalde de Ficóbriga y persona de elevadísima posición, y la señora del Gobernador de las armas.
−¡Ah! −dijo Esther con viveza−. ¡La señora del alcalde!... Mi hijo me ha dicho que al señor alcalde de Ficóbriga debe este alojamiento donde se halla tan bien tratado.
−Gracias, señora...
−Deseo conocer al señor alcalde y a su esposa −añadió Esther.
−Teresa tendrá mucho gusto en ello, señora. Voy a avisarle.
Esther pasó a la sala que cerca estaba, mientras Isidorita corría desalada a avisar a sus amigas y especialmente a Teresita.
−No te importe que no sea cristiana −le dijo hablando con celeridad suma−. Es una señora muy simpática y muy afable... ¡Ya se ve! Llega a esta población, y le gusta tratar con lo mejor. Desde que supo que eras alcaldesa, deseó conocerte... ¡Es natural!... Los extranjeros son muy respetuosos con la autoridad... Puede que haya oído hablar de ti, mujer...
−La veremos −dijo Teresita arreglándose el manto, pasándose la mano por la cara, poniendo orden en sus cabellos con febril presteza−. La religión no nos manda que seamos groseros... Vamos corriendito... Vamos... ¡Ya se ve! Es una señora principal, que gusta de hacerse buenas relaciones en todas partes.
La cara de Teresita brillaba más entonces. Aquel lustre metálico era el síntoma de las agitaciones de su alma, lo mismo que el aumento de palidez y un cierto temblor en sus párpados que se abrían y cerraban semejando las llaves de un figle. Corrieron a la sala. La Gobernadora y la Monja hicieron a madama Esther (así se la llamó en Ficóbriga desde aquel día) saludos muy reverenciosos. Estaban ambas bastante cortadas y no podían expresarse con desembarazo. La madre de Daniel les dio la mano, sonriendo con exquisita afabilidad, y las tres se sentaron.
−Pido a ustedes mil perdones por esta molestia −dijo Esther−. Soy forastera y siempre que visito una población, procuro relacionarme con las personas más principales de ella, para ofrecerles mis respetos. En ninguna parte ha sido estorbo para esto la diferencia de la religión, y espero que aquí no lo será tampoco.
−¡Oh!, no, señora, de ningún modo. Las creencias son una cosa y la cortesía otra −repuso Teresita recobrando su serenidad y su labia.
La Gobernadora movió la cabeza en señal de asentimiento.
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−Al oír a nuestra amiga, la buena Isidorita, que usted era la señora del alcalde, recordé lo que me había dicho poco antes mi hijo... Está muy agradecido a su esposo de usted...
−¡Ah!, señora. Mi Juan, al proporcionarle alojamiento −repuso Teresita, haciendo los mayores esfuerzos para aparecer muy fina y dulcificar sus palabras−, no hizo más que cumplir con los deberes de su elevado cargo.
−Yo le agradezco mucho su solicitud −añadió Esther−, y quiero darle las gracias personalmente.
−Él vendrá...
−No, espero de usted que me hará el favor de recibirme en su casa, a donde iré mañana mismo.
−Tanto honor...
−El honor será el mío al visitarla a usted y a su señor esposo en su propio domicilio. Además, ya he dicho a usted que me gusta relacionarme con las personas principales de una población. Lo mismo he hecho en Roma, Colonia, Munich, San Petersburgo... Esto me ha proporcionado preciosas amistades en todos los países.
−En Ficóbriga, señora mía −dijo Teresita−, hallará usted una sociedad escogida, aunque modesta.
La Gobernadora demostró con sus movimientos de cabeza que estaba penetrada de aquella verdad; pero no dijo nada. Hablose luego de cosas indiferentes, del tiempo, de la primavera, de las cosechas y frutos del país. A los veinte minutos de visita, Teresita y su amiga se levantaron para retirarse, diciendo que no querían molestar, porque madama Esther necesitaría descanso. Esta las convidó a tomar té; pero ellas amablemente se excusaron, y despidiéndose, internáronse en la casa. La algazara de las tres mujeres cuando se hallaron solas a puerta cerrada en el comedor no puede describirse. Teresita echó atrás su manto, porque la vanidad, tomando forma de incendio en su interior, la sofocaba.
−¡Qué afable y discreta señora!
−¿Quién diría que no es cristiana?
−Mañana va a casa. Necesito preparar a Juan, no sea que cometa una gansada... No se debe llevar el puntillo de religión a tales extremos. ¡Qué tontería! Una persona puede tener sus creencias allá como Dios le da a entender, y ser buena y amable... No vamos a tirar piedras por la fe... Sería una falta de civilización... Bien dicen que este país está muy atrasado.
−Teresita −dijo la Gobernadora−. ¿Viste el brillante que lleva en el dedo de la mano derecha?
−Sí, hija, es como una castaña. ¡Y qué luces! Si parece un faro. Así los tendrá ella por docenas y las perlas por almudes.
−Como que dicen que posee esta gente tantos duros como horas han pasado desde que Dios hizo el mundo... De veras te digo que me ha gustado esta señora. Bien dice Bartolomé, que en todas las religiones se sirve al Señor... Sabe Dios lo que tendrán ellos en su conciencia... Puede que sean cristianos y no lo quieran decir por no dar su brazo a torcer.
−Yo me lo figuro así.
−También yo.
−Es natural que quiera conocer a las personas principales de todo pueblo que visita −dijo Teresita, cuya cara brillaba ya como un botón de guardia civil en día de gala−. Enseguida que oyó hablar de la señora del alcalde... Era natural... Aquí tenéis una señora inteligente que en cuanto llega a un pueblo, atisba a las personas formales... Vamos, gracias a Dios que llega a Ficóbriga un forastero y no pregunta por la casa de
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Lantigua, y no exclama: «¡Oh, los Lantiguas!...». ¡Gracias a Dios que no se nombra para nada a los virtuosos, a los sabios, a los ilustres Lantiguas!... Voy corriendo a casa... Pensaba alcanzar un pedacito de Lamentaciones; pero ¿quién piensa en eso esta noche? Es preciso preparar todo... Mi casa no es una choza, y esperando yo una visita de importancia... Ya no te puedo prestar la vajilla, Isidora.
−Pues qué ¿vas a darle un convite?
−No, pero bueno es que la loza esté allí, en alguna parte donde se vea... Juan mandará que los dos alguaciles se pongan en la puerta... y la pareja de la guardia civil... Adiós, adiós.
−Yo me estaré en tu casa todo el día −dijo la Gobernadora.
−Mandaré a buscar a mis sobrinas... En fin, adiós... Me desespera tener una casa tan vieja. Compre usted buenos muebles... Todo se desluce en aquel caserón. Si yo tuviera el palacio de Lantigua, como es justo y razonable... En fin, adiós, adiós.
XXV
Todo marcha a pedir de boca
No las tenía todas consigo el prudente don Buenaventura con la llegada importunísima de la madre de Daniel. En cuanto a la aparición del purpurado, si al principio creyó ver en ella un motivo de entorpecimiento, pronto cambió de parecer. Su Eminencia, variando de ideas y propósitos con la estupenda nueva de la conversión, mostrábase en extremo tolerante, contento de aquel desenlace felicísimo, dos veces lisonjero por el triunfo de la Iglesia, y por la regeneración social de su adorada sobrinita. El viernes al mediodía, después de la ceremonia de la adoración de la Cruz, a que asistieron el prelado y el pueblo entero con grandísimo recogimiento, don Ángel habló a su hermano de una manera categórica, diciéndole:
−Siendo sincero su propósito de abrazar nuestra religión, como tú aseguras, todo cambia, hermano, todo es ya fácil y llano. El Señor se apiada de nosotros y nos saca súbitamente de nuestras confusiones y zozobras por uno de esos admirables caminos que Él solo sabe abrir. Vine con el ánimo preocupado y tenebroso, presagiando nuevas desdichas; pero he aquí que en vez de oscuridad encuentro luz, en vez de torbellino de dudas, una solución clara y natural... Ahora te diré cuál es el plan que me propongo seguir para que todo quede arreglado en un par de días. Roma, siempre previsora y sabia, ha dispuesto que en casos de conciencia se aceleren las formalidades y prácticas establecidas para dar entrada en la Iglesia a un catecúmeno. Aquí tenemos bien claro el caso de conciencia. Si no hubiera existido la prevaricación, procederíamos con más solemnidad y pausa; pero la conciencia inquieta exige que no se dilate la bendición purificadora. La reparación social y religiosa es urgente, hermano mío, y la Iglesia da una prueba de benignidad apresurándola.
De buena gana habría manifestado don Buenaventura que le parecía inconsecuente, injusto y hasta inmoral este criterio romano que abrevia y dispensa en casos de prevaricación, mientras mortifica con dilaciones y obstáculos de todas clases a los individuos que sin rubor en la cara, piden juntamente bautismo y matrimonio; pero creyendo más prudente no hacer observaciones, calló.
−Yo había previsto este caso −añadió Su Eminencia−, como los había previsto todos, y no me coge desapercibido. Traigo de Roma instrucciones precisas y sé lo que debo hacer. El primer acto para llegar al fin es que Daniel Morton se presente ante toda la familia reunida y declare solemnemente su firme propósito de abrazar nuestra santa
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religión y de dar su mano de esposo a esa pobre joven, víctima de un arrebato de la fantasía. Declarado esto, el catecúmeno se someterá absolutamente a mí, prometiéndome obediencia ciega y poniéndose a mi disposición para recibir la enseñanza cristiana. Renunciando a toda influencia extraña y de familia, no reconocerá más autoridad que la mía y vivirá por espacio de dos o tres días en reclusión estrecha y en sitio que yo le designe. Exigiré de él una abdicación absoluta de su voluntad durante este plazo, un propósito firme y claro de recibir la instrucción cristiana, y le pediré pruebas de devoción. Sin esto no adelantaremos nada.
Don Buenaventura frunció ligeramente el ceño; mas su seráfico hermano, sin advertirlo, continuó así:
−Cuando se halle en disposición de recibir el bautismo, a juicio mío, yo se lo administraré; y a continuación, sin aparato ni ceremonias pomposas ni asistencia del público, les daré la bendición matrimonial. Todo podrá quedar terminado el segundo o tercer día de Pascua... ¡Oh!, qué grandísimo favor me hará Dios si permite que sea yo quien diga a ese infeliz réprobo de raza deicida y que tantos trastornos y desgracias ha traído a nuestra familia: «Ven: todas tus faltas te son perdonadas. Si bebes del agua que yo te daré, para siempre no tendrás sed, porque será en ti una fuente de agua que salte para vida eterna…». Admiremos los designios de Dios que nos trajo con ese hombre tantas desgracias, y limpiemos el corazón de todo encono. Tengo la íntima seguridad de que nuestro difunto hermano Juan haría en el caso presente lo mismo que hacemos nosotros.
Don Buenaventura manifestó que para acelerar en lo posible la solución, declarase aquella misma tarde Daniel su propósito en presencia de la familia. Mas el virtuoso prelado dijo que no quería privarse de oír el sermón de la Soledad que don Silvestre predicaría aquella tarde, y que el día siguiente, Sábado Santo, día señalado por la Iglesia para la admisión solemne de los catecúmenos, era el más propio.
−¿Temes que esa doña Esther contraríe su buen propósito? −añadió−. Si la conversión es sincera, no hay que temer. No hay vigor que se iguale al de un alma iluminada por los destellos de la gracia divina y que se decide a echarse fuera de las tinieblas. Ni madres, ni padres, ni abuelos pueden nada contra un alma que ha visto la salvación y corre hacia ella.
Otras cosas santas y bellas dijo el cardenal; mas no son del caso. Don Buenaventura corrió a casa del hebreo a quien no encontró, ni tampoco a su madre, que había ido con la señorita de compañía a visitar, ¡cosa inaudita!, al señor de Amarillo y su esposa. El único de la raza que estaba allí era Sansón, preparándose con ayunos y mortificaciones, como muy devoto que era, para la celebración de la Pascua rabínica. A ratos leía el Salterio en alta voz con gestos que hacían reír a todos los de la casa, y como esto gastaba sus poderosas fuerzas, se confortaba al punto con cuatro o seis chuletas como ruedas de carro y botellas de cerveza.
Después de buscar a Daniel por todo el pueblo, don Buenaventura le halló en casa de Caifás, circunstancia que no dejó de causarle extrañeza. Informole del plan de don Ángel, teniendo el gusto de que el hebreo lo creyese acertado por todos conceptos. De nuevo hizo protestas de la firmeza de su propósito, asegurando que la intervención y los halagos de su madre no le harían vacilar. Con todas estas cosas hallábase el generoso Lantigua muy satisfecho. Pero enturbiaba ligeramente su gozo la idea de la mala salud de Gloria, que en los últimos días padecía frecuentes accesos febriles, en los cuales alternaba con el agotamiento de las fuerzas una actividad abrasadora y una como acumulación de vida que a borbotones salía por los ojos mirando, y por la boca hablando. Don Nicomedes, médico titular de Ficóbriga, a quien Lantigua encontró aquella tarde, le hizo una pintura hipotética, no muy lisonjera, del estado en que a su
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parecer debían hallarse el corazón y el cerebro de Gloria. Era el tal un hombre excelente y muy sabio, soldado viejo de las batallas contra la muerte, y vivía en pueblo tan oscuro por amor a la soledad y porque se había cansado de ganar dinero en las grandes poblaciones. Tenía vivísimo afecto a los Lantiguas, y era decidor algo extravagante. Pasaba por librepensador, aunque iba a misa y se le veía en perenne paseo por aquellos campos, ya contemplando la naturaleza, ya de cabaña en cabaña, sin más compañía que la de dos seres para él muy queridos, un perro negro y un paraguas azul.
Este hombre benéfico se alegró mucho cuando don Buenaventura le dijo que las cosas iban a buen andar por el camino del casorio, y expresó en breves palabras su pensamiento, diciendo que la dilatación moral salvaría a la enferma; pero que la contracción la mataría. Condenó el misticismo como la más perniciosa congestión espiritual que podía sobrevenir a la enferma, y el descargo de un enorme peso del alma le pareció excelente antiflogístico. La paz, el contento y el amor humano, en su esplendente y natural desarrollo y armonizado con el divino, le parecieron admirables emolientes.
Tranquilizado con este dictamen el buen tío, se dirigió a su casa, no sin prestar antes frívola atención a los rumores que en toda aquella tarde ocuparon a Ficóbriga, robándole hasta la devoción propia de tan luctuoso día... ¡Sí; madama Esther había visitado a don Juan Amarillo y a su esposa! ¡Y ella y él la habían recibido, a pesar de ser Viernes Santo! ¡Y estaban en la casa las sobrinas de Teresita y la Gobernadora y otras muchas damas de lo más principal y florido de Ficóbriga!... ¡Y la casa parecía un ascua de oro!... ¡Y madama Esther se había mostrado muy amable, muy cariñosa con don Juan y con Teresita!... ¡Y se decía que madama Esther, quitándose del dedo un anillo con brillante de gran tamaño lo había ofrecido a la señora de Amarillo, que después de rehusarlo cortésmente, se dignó tomarlo!
XXVI
Madama Esther
Esther Spinoza, mujer de Moisés Morton, opulentísimo negociante de Hamburgo, pero establecido últimamente en Londres, descendía lo mismo que su esposo de una familia hebrea española; pero si el linaje de Morton aparecía confuso por los enlaces con castas alemanas y holandesas, el de Spinoza conservábase puro, y siguiendo su clara genealogía, podían los últimos vástagos de él remontarse hasta Daniel Spinoza, judío de Córdoba, comprendido en la proscripción de 1492. Esther Spinoza era española de sangre, si no de nacimiento, española por la gravedad, por la vehemencia contenida, por la fidelidad de los deberes, por la luz y la expresión melancólica de sus ojos negros, su esbelta figura y su gracioso andar.
Era además española por la lengua, pues desde la cuna aprendió a hablar como Nebrija. Sabido es que todas las familias israelitas que proceden de las expulsiones españolas conservan su lengua, aunque adulterada por la falta de renovación; y todo el que viaje hoy por Constantinopla, Salónica, Jerusalén, Venecia, Roma, el Cairo, por todos los puntos en donde buscó refugio aquel miserable polvo humano arrojado de este suelo, oye hablar un castellano arcaico que produce en el ánimo dulce y melancólica sorpresa, cual si oyera un eco de la patria pasada y muerta, que aun después de cuatro siglos lanza desde el fondo de la tierra su gemido. Los hebreo−españoles, la mayor parte degenerados, conservan la lengua de sus mayores y leen sus oraciones en los libros rabínicos impresos en nuestro idioma. Subsiste en ellos el amor al suelo antiguo que no
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han de volver a ver, y lo lloran como lloraban hace dos mil quinientos años sobre los ríos de Babilonia. En los judíos ricos, no se conservó tanto esa costumbre. Los Spinozas amaban, sí, aquella triste memoria de la perdida patria madrastra; pero Esther la aborrecía de todo corazón, exceptuando tan sólo la lengua que cultivó con esmero y enseñó a todos sus hijos.
No profesaba su religión con entusiasta fervor, pero sí con lealtad, es decir, con un sentimiento dulce y firme, más que devoción, respeto a los mayores, amor al nombre y a la historia de una casta desgraciada. Esta era objeto de su pasión más viva, de un fanatismo capaz de reproducir en ella, si los tiempos lo consintieran, las grandes figuras de Débora la hembra−juez, de Jael la que con un clavo mataba al enemigo, de la trágica Judith y la dulce Esther. La moral la cautivaba; pero el rito no merecía de ella el mismo amor, y si lo practicaba con sus hijos y deudos, hacíalo por creer que convenía perpetuar aquel poderoso lazo de unión, especie de territorio ideal, donde se congregaba por la fe un desventurado pueblo sin patria. Era un modelo de las virtudes domésticas que son comunes en las clases elevadas de aquella raza. Buena esposa y madre amorosa, había dado lugar a que se dijese de ella que merecía ser cristiana.
Esther y su esposo poseían enormes riquezas. De ellos podía decirse que Jehová había prosperado sus caminos. Vivían en paz dichosa, rodeados de los esplendores de las artes. Eran estimados de todo el mundo y distinguidos por los soberanos, que les sentaban a su mesa, porque habiendo adquirido aquella gente un poder financiero que en cierto modo suplía su falta de existencia política, sacaban de apuros a las naciones. No tenían patria; pero las patrias más orgullosas doblaban la rodilla ante sus arcas. Eran como dioses, a quienes incensaban a porfía los ministros de Hacienda de todos los países. Hasta el Papa, como Rey de Roma, les dio títulos, cruces y jamás les llamó deicidas, sino honorables señores. Hallándose en Roma Esther Spinoza, un cardenal le sirvió de cicerone para ver los museos. Otro cardenal le regalaba mosaicos, cameas y cornarinas. Otro le vendió un Cristo de marfil en mil libras, y en quinientas un Talmud español del siglo XIII manuscrito en vitela.
No reinaban en ninguna parte y reinaban en todas, porque el imperio de Baal es grande, y a él puede decirse que pertenecen la Tierra, el mundo y su plenitud, el Aquilón y el Austro. A la digna familia que nos ocupa nadie osó preguntarle jamás si había dicho: Crucifica a este y suéltanos a Barrabás.
Próxima a los cincuenta años, Esther conservaba su admirable belleza. Usaba pocos artificios de tocador, y estos, más que para quitarse años, empleábalos para que tuvieran buen ver los suyos, como si le inspirara orgullo aquella madurez tan primorosa, tan lozana, tan interesante, verdadero homenaje de la juventud a la vejez. Viéndola se comprendía la larguísima primavera de aquellas mujeres bíblicas que vivían ciento veinte y ciento treinta años como quien no dice nada.
XXVII
La madre y el hijo
En la noche del Viernes Santo, la madre y el hijo hallábanse juntos y solos en la habitación de este. Sobre la mesa, en la cual apoyaba su codo Daniel, había una lámpara. Esther, sentada en un sofá junto a la pared miraba a su hijo en silencio. Por la disposición de su pantalla, el rostro de Daniel estaba inundado de luz, el de su madre en la sombra.
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−Si tu terquedad −dijo Esther en alemán con serena voz−, no cede, como espero... si la autoridad de tu padre, la mía, tu decoro y la fidelidad que debemos a nuestra Ley no significan nada en tu espíritu, padeceré desde mañana el más grande dolor de mi vida, porque mi querido hijo primogénito habrá muerto.
−No, madre, esto no es morir −dijo Morton lúgubremente−. Quiero resucitar a esa pobre mujer que adoro. Lo he decidido, después de meditarlo mucho. He formado un propósito que ninguna razón, ningún afecto podrán detener.
−Pues yo he venido a impedir ese propósito. Cuando huiste de nuestra casa hace quince días, saliendo de ella sin decirnos nada, comprendí que venías a este horrible pueblo. Al punto tuvimos el presentimiento de que ibas a consumar una gran locura. Tu padre quiso venir... Disputamos, vencí yo. Al partir hice juramento de arrancarte de aquí... Yo volveré quizás sola y vestida de luto, volveré tal vez sin ti a nuestra casa; en este caso le diré a tu padre: «Nuestro hijo ha muerto». No tendré valor para decirle: «Nuestro hijo es cristiano».
−Ese valor que a ti te falta lo he tenido yo −repuso Daniel mostrando en su semblante desencajado una serenidad heroica−. Hago esto por convicción, no por despecho ni por capricho. He trazado a mis acciones un plan, y este plan se cumplirá, porque debe cumplirse; ¿lo entiendes, lo entiendes, madre?
Esther miró estupefacta a su hijo como si deseara hallar en el rostro de él la aclaración de tenacidad tan abrumadora.
−Bien −dijo al fin, conociendo que su hijo no cedería atacado de frente−. Haz tu gusto; desprecia el amor de tus padres, de tus hermanos; olvida todas las leyes, la ley santa de Dios y las de la sociedad, el decoro, el deber, la estimación; despréciate a ti mismo y envilécete más. Nosotros, doloridos por la pérdida del que fue nuestro amado hijo, te lloraremos muerto, no te lloraremos apóstata, porque apóstata no te podemos llorar, porque un renegado no puede ser, no puede haber sido nuestro hijo.
−Siempre lo soy y lo seré. No cambiaréis las leyes de la naturaleza −dijo Morton sobreponiéndose a su amargura−. Aunque no lo queráis, vosotros me amaréis siempre, como yo os amo.
−¡Daniel, Daniel −exclamó Esther con solemne acento levantándose−. Ya no tienes madre! Si la tienes, si la quieres tener, yo no lo soy. Me avergüenzo de haberlo sido. En hora menguada te di a luz y de aquella triste hora debe decirse: «Aféanla las tinieblas y sombra de muerte».
−Cruel, engañas a tu corazón con palabras estudiadas –afirmó el joven −. No podrás, aunque lo quieras, ser dueña de tus sentimientos de madre, y me amarás aunque sea en silencio; me consagrarás todos tus pensamientos, me tendrás siempre en la memoria, aunque sólo sea para orar por mí. Antes de que hubiera religiones, hubo Naturaleza...
−No puedo tener serenidad −exclamó Esther con grandiosa ira−; no puedo. ¿Por qué te deshonras, por qué te haces cristiano?
−Tú lo sabes bien. Hay aquí una víctima inocente, una mujer adornada con los atributos de los ángeles. Está en mi mano levantar a esa alma superior del lodazal en que yo mismo la arrojé con vileza, y debo hacerlo. El universo entero, el Dios de todos los hombres me ordena que lo haga. Esto es como la luz, madre. Si no lo comprendes, di que estás ciega, pero no niegues la luz.
Esther, sentándose en su asiento e inclinando la frente, cayó en meditación profunda.
−¿Callas, madre, callas? −dijo Morton después de una pausa−. Te he convencido.
−Mas para abrazar una religión es preciso creer en ella −objetó Esther−. Esto no puede depender de un capricho amoroso. ¿Crees en Jesucristo?
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Daniel repuso lúgubremente:
−Debo y quiero ser cristiano.
−Te avergüenzas de decirlo claramente, te avergüenzas de decir creo en Jesucristo, porque tu conciencia te grita más alto que tu flaca razón, clamando contra esta apostasía deshonrosa. Daniel, Daniel, ¿qué has hecho del amor inmenso de tus padres, qué de la santa Ley que te enseñaron desde la cuna, qué del recuerdo de tus venerables antepasados, en cuyo nombre han estado vinculados el amor y el prestigio que restan a la raza judía? ¿Qué has hecho de esto, loco? Hemos conservado hasta ahora al través de tantos siglos la dignidad de nuestra desgracia, hemos dado a todos los hebreos del mundo un ejemplo de constancia, de firmeza, de rectitud, en medio de las mil desdichas de nuestro pueblo; y ahora, tú, el que parecía nacido para enaltecer más y más todavía nuestro nombre; tú, mi hijo, el amado entre los amados, el predilecto de Dios y de los hombres, todo lo desprecias, todo lo pisoteas, nombre y familia, tu pobre raza sin patria, la Ley santa tan antigua como el mundo, esa Ley y esa tradición, Daniel, que existen desde que el primer hombre abrió sus ojos a la luz acabada de hacer... No, no te conozco, no eres tú mi hijo. Un hijo mío moriría cien veces antes que arrodillarse delante de un sacerdote cristiano y español por añadidura, y proclamar al Cristo en la misma tierra que impíamente nos echó de sí, como a seres inmundos. ¡Tú sabes cuánto, cuánto aborrezco a este país! El país que a mis abuelos inspiraba un recuerdo melancólico como de patria perdida, a mí me ha inspirado siempre aversión, horror. ¡Y en él abjuras y nos abandonas!... ¡ Inicua traición! Si cuando te tenía en mis entrañas me hubieran dicho lo que ibas a hacer, en ellas te hubiera ahogado.
Hablaba Esther con la inspiración de la ira. Se había levantado. Movida de su primera posición la pantalla, caía de lleno la luz sobre la madre, y su sombra, agrandada por la distancia, gesticulaba en la pared cercana. Las sombras de los dos iracundos brazos, movidos sin cesar, corrían a veces por el techo como grandes aves, a veces se deslizaban por el zócalo entre los muebles, como cuadrúpedos que buscan un rincón. Daniel había quedado en la oscuridad. Desde ella, cual de un abismo a donde se acaba de caer lanzado por el enemigo vencedor, envió estas débiles palabras:
−Madre, me has hablado de honor, de vergüenza, de familia, en fin, me has dado razones sociales, no religiosas. De todo me has hablado, menos del fuego eterno.
−¡También, también! −gritó Esther cayendo sin aliento en el sofá y apoyando en un cojín su frente abrasada−. Te he dicho lo primero que ha brotado de mi corazón de madre, de este corazón antes abrasado en amor por ti, y que yo con mis propias manos apretaré y estrujaré para ahogar la llama... porque no, no puede ser, no puedo amarte ya... Se acabó la idolatría de nuestro hijo querido. Adiós, vete; no existes ya para mí.
Diciendo esto, rompió en amarguísimo llanto. Daniel corrió hacia ella, y poniéndose de rodillas la besó, tratando de levantar su cabeza.
−Madre, madre −murmuró−. Ni de tus labios, incapaces de mentir, puedo creer que no me amas. No lo creeré aunque me lo digas tú, a quien siempre he creído.
−Daniel, hijo mío −dijo la madre incorporándose−, yo no puedo soportar este golpe. Soporté la temprana muerte de mis dos hijas; pero la tuya, esta muerte en la forma más repugnante de la ignominia, no puedo resistirla. Quiero morir antes de que caigas, quiero morir. Dame tú mismo la muerte, te lo suplico, perdonándote. El crimen que cometas arrancándome la vida, no será tan grande como el de tu apostasía.
−Estás delirando, madre querida −dijo Daniel haciendo fuerza con la cabeza en el seno de su madre−. Tú sí que me matas a mí con tus palabras, con tus fieras amenazas de no quererme.
−¡Ay, hijo de mi corazón! −exclamó Esther en un arrebato de ardiente cariño, oprimiendo contra su pecho forzudamente la incomparable cabeza del joven−. Hemos
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cometido una falta al quererte a ti más que a nuestros demás hijos, y el Señor nos castiga por esto. Pero no me puedo resignar al castigo, no me puedo resignar a perderte, no quiero; defiendo mi tesoro contra todos los dioses extraños, contra todos los Nazarenos que me lo quieran quitar... Señor, Dios de Abraham y de Jacob, antes que consentir esto, quita la vida a mi hijo y a mí también, porque no puedo vivir sin él.
Daniel se sentó a los pies de Esther, apoyando sus brazos en las rodillas de ella, le estrechó las manos y contemplándola con amor, le dijo:
−Madre, madre, óyeme lo que voy a decirte.
−¿Qué?
−La exaltación que veo en ti me obliga a revelarte un secreto, mi secreto.
−¿Tu secreto?
−Hice propósito de que ningún nacido, a excepción de mi padre a quien escribí ayer, lo supiese por ahora; pero siento el deseo y aun la necesidad de revelártelo.
Esther oyó con la más viva ansiedad.
−Dímelo pronto.
−Es un secreto de esos que no se dicen más que a Dios, porque sólo Dios puede juzgarlos.
−¿Y yo no?
−No: tú me juzgarás mal cuando lo sepas. No penetrarás fácilmente mis móviles... Pero te confesaré esta idea por el grande amor que te tengo, y confío en que la apoyarás.
−¿Cuál es?
−Yo no soy ni seré nunca cristiano.
XXVIII
Delirio. Fanatismo
Durante breve pausa la madre y el hijo se contemplaron.
−¿Pero no me has dicho, no has resuelto...? −manifestó Esther llena de confusión.
−Usaré la palabra propia, aunque, a primera vista me desfavorezca. Mi conversión es una impostura.
−Explícamelo bien, porque me vuelves loca.
−Mi conversión es una mentira... ¿No sabes lo que es una mentira?...
−Tú me lo has dicho.
−Es que determiné que este engaño no fuera de nadie conocido. Lo he revelado por escrito a mi padre. A ti debo revelarlo también.
−¿Luego engañas a esa pobre joven, engañas a una honrada familia? −dijo Esther apartando de sí con ambas manos la cabeza de su hijo−. ¡Daniel impostor, lo que ahora me revelas es tan indigno de ti como la apostasía! Tu corazón se ha corrompido. Tú no eres tú... ¿Sabes lo que es la mentira, una mentira de esa magnitud? Daniel, vuelve en ti.
−Si no sabes aún mi secreto, mujer, ¿para qué hablas? −repuso el hebreo con cierto enojo.
−Tu secreto es que finges hacerte cristiano para salvar a esa joven de la tiranía de sus parientes, del ascetismo, de la deshonra. Esta conducta es más vituperable que dejarla abandonada a su suerte. Yo correré a casa de esa noble familia, y diré: «Mi hijo os engaña: no le creáis».
−Me creerán, porque los hechos confirmarán mis palabras −dijo Daniel besándole las manos−. Óyeme, madre querida. Ayer por la mañana vagaba yo por la playa, interrogando a mi conciencia. ¡Ah! no puedes tener idea de aquellas terribles horas de
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duda. Yo tenía dos conciencias igualmente poderosas, ¿comprendes esto? Dos conciencias que daban la más horrenda batalla dentro de mí. ¡Renegar!... ¡Abandonar a un ser querido que me debe su dolor!... Ninguna de estas dos ideas podía aniquilar a la otra, y cuanto más fiero se mostraba uno de los dos dragones, con más rabia le mordía el otro... Imploré a Dios, gritando en medio del estruendo del mar: «¡O la solución o la muerte!...». Entonces una idea iluminó de improviso mi espíritu. Sentí la alegría del que se ve rodeado de claridad celeste después de haber vivido largo tiempo en horribles tinieblas... ¡Ay! madre mía, si es cierto que el Espíritu creador y gobernador de todas las cosas habla alguna vez directamente a la razón del hombre, el Señor, Jehová, o como quieras llamarle, deslizó su palabra dentro de mí en aquel momento. Yo le sentía, sentía su voz, un soplo divino entrando en mí y llenándome; y mi fatigada conciencia admitía aquel aviso sobrehumano con la emoción grande, con la turbación piadosa que sólo pueden ser producidas por la directa voz de Dios diciendo: «Estoy contigo». La idea de conquistar mi bien perdido, mi esposa, por medio de una fingida conversión al cristianismo se clavó entonces en mi cerebro para no ser arrancada jamás.
−¿Quieres hacerme creer que Dios, que es la verdad, te sugirió esa indigna idea? −dijo Esther, incrédula.−Daniel, tu imaginación delirante fue la que te habló.
−¡Ay!, si yo pudiera llevar a tu espíritu la convicción que hay en el mío... Infame es la mentira; pero la situación especial de mi esposa la disculpa. Aun este motivo no sería bastante poderoso; pero hay otro mucho más grande. No te quede duda de que el Ordenador de todas las cosas habló a mi alma. ¡Qué alborozo tan vivo inundó mi corazón! Mi pensamiento gustó las delicias del más puro bien, cuando cruzaba por él esta idea inefable: «Gloria dejará de ser cristiana».
−¡Extraña y loca idea!
−Madre querida −exclamó Daniel con cierto desvarío−, comprende al fin la grandeza de un plan en que se conciertan el amor más ardiente y la piedad más valerosa. Yo traeré al reino de la verdad esa alma cuyo único defecto es hallarse ligada al vano sentimentalismo del Crucificado, y a la filosofía engañosa del supuesto Mesías... Tú sabes cuáles son mis ideas y su admirable extensión. Ya comprenderás que mi conquista no ha de reducirse a traer un adepto al rito hebraico, que considero estrecho e insuficiente. No, yo adoro al Dios grande, al Jehová primitivo y augusto, al que dio los diez mandamientos y desde entonces no dijo más porque no había más que decir; al que en su grandeza nos exige ofrendas de verdad, justicia y bondad, no formas de culto idolátrico; nos exige pensamientos, amor, acciones y esa mirada interna que purifica, no palabras rezadas, ni retahílas dichas de memoria. A ese Dios pienso llevar a la que amo, porque Él es digno de ella y ella digna de Él. ¡Admirable triunfo y conquista preciosa! Será necesaria una superchería; ¿pero qué importa?, ¿qué vale esto en comparación del bien que resulta? La salvó de su familia, del convento, del ascetismo que es la tisis del espíritu; le devuelvo la salud del cuerpo, la arranco de este horrible país, la hago mi esposa, la salvo de la idolatría del Nazareno y de ese fetichismo vacío, indigno de la elevación y pureza de su alma... ¡Sí: tengo inmensa fe en el éxito de mi empresa! No puedo equivocarme; imposible que me equivoque. Siento el divino acento en mi oído; y el resuello a cuyo influjo existieron los mundos llega a mí y penetra como tempestad en mi corazón.
Esther le miró atentamente y con espanto, diciendo para sí con acento de amargura vivísima: «Señor, Señor, ¿has quitado la razón a mi hijo?».
−¿No hallas bastante justificada mi impostura con estas razones de conciencia?
−¡Donosas razones!...
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−Tu ironía me mata. ¿Quieres una razón que es de conciencia y además mundana? Estos son los argumentos que a ti te convencen. Óyela. Has de saber que yo tengo un hijo.
Esther moviose sacudida violentamente por el asombro.
−Un hijo que se llama Jesús −añadió Daniel con sarcasmo parecido al de aquellos que decían: Si eres hijo de Dios, baja de esa cruz.
−¡Un hijo! −gritó madama Spinoza−. ¡De esa mujer!...
−¿Concibes tú que la abandone? ¿Concibes tú que deje en manos de los católicos a ese infeliz niño, reproducción de mí mismo? Él ha encendido en mi corazón los sentimientos más delicados y más puros. Me ha bastado saber que existía para reconocerme otro, creyéndome capaz de los mayores sacrificios. Veo en él al heredero de mi nombre, de mis creencias, de mi persona toda; y la idea de que no ha de vivir al lado mío, de que recibirá de persona extraña el pan de la instrucción, me aterra, madre querida. Supón que cuando yo era niño me hubieran arrancado los papistas de tu seno, cual otro niño Mortara, criándome en el odio de nuestra raza y enseñándome a maldecir tu nombre.
−No digas tal; cállate.
−¿No hace fuerza en tu mente esta razón?
−Alguna −repuso Esther con perplejidad−; pero nada justifica el engaño.
−Dios ve mi conciencia. ¿Qué importa engañar al Nazareno? ¿Acaso él, que se llamó Dios sin serlo, merece la verdad?... Mi conciencia está tranquila. Ha penetrado en mí, dulce y elocuente como cosa del cielo, el convencimiento de que obro bien y de que agrado a mi Dios en esto. Él me dice: «Realiza tu engaño; pero me has de traer al reino de la verdad a la madre y al hijo».
−¡Fanático! ¡Fanático incorregible! −exclamó con agitación Esther, clavando los ojos compasivamente en su hijo−. Quieres dar un tinte religioso a tu acción, cuando sólo te mueve el egoísmo del amor mundano. Es común en todas las religiones que los enamorados se vuelvan místicos o por astucia o por candidez, y que se dejen arrastrar por la pasión a las mayores locuras, suponiendo que les inspira una idea religiosa. Hacen de la religión un madrigal, engañando a todos y a sí mismos.
−Por tu vida, ¿me crees de esos?
−Sí, porque siempre tuviste demasiado entusiasmo por la Escritura, y has pasado parte de tu vida comentándola y ahondando en ella, buscándole sus misterios más impenetrables, es decir, echándola a perder. Últimamente, cuando volviste a casa después de tu naufragio, te engolfaste de tal modo en la teología rabínica, que tuvimos que tapiar tu biblioteca, como la del gran caballero español. Vivías exaltado y melancólico... ¡Pobre hijo mío! ¡Cuán cierto fue mi presagio de que tu mente se desquiciaba!... En todo lo que hoy meditas y proyectas noto los extravíos del visionario y los delirios más absurdos. No puedo decir que no haya cierta grandeza en tus concepciones; pero lo que sí aseguro es que no hay en ellas sentido común.
−Yo creí −dijo Morton con desaliento−, que tu superior inteligencia las comprendería y las estimaría.
−A nosotros nos han educado en lo práctico, hijo querido. Esta costumbre de vivir y pensar en lo práctico me hace ver muchos inconvenientes en tu proyecto. El principal es que no podrás quebrantar la firme fe de la que llamas tu esposa. Deséngañate, ningún católico se convierte a nuestra pobre ley olvidada y sin prestigio, ni tampoco a ese deísmo vago y sin culto, grande si quieres, pero que todo lo dice a la razón y es mudo para la fantasía, para el corazón y para los sentidos. Aun considerando en esa joven el amor más ardiente hacia ti, no concibo que reniegue de la religión de sus padres, de esa religión viva y que salta a la vista y se oye y se habla. La nuestra y tu deísmo son como
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el idioma hebreo: una lengua sublime, pero que nadie entiende. ¡Infeliz hijo mío, infeliz mozo, extraviado por los delirios de la mente! No supongas en ese Dios grande, como dices, en ese Dios frío y sencillo como las ideas, una atracción que no tiene. ¡Esperas desencantar a una cristiana, a una mujer que ha nacido enamorada ya del hombre clavado en la cruz! Antes saldrá el sol por Occidente.
−Madre, tú no tienes entusiasmo. Tus ideas religiosas son rutinarias. La rutina no hará ninguna maravilla en el orden moral.
−Pasó el tiempo de las predicaciones y de las guerras por la fe. Cada cual debe arreglarse con lo que tiene, sin ir a buscar nada a casa del vecino... ¡Cómo te engaña tu fanatismo! Ya verás cómo te desprecia esa mujer cuando descubra tu taimado plan, obra no sé si de la voluptuosidad o del misticismo.
−Tú no sabes bien cuánto me ama ni conoces el fatal encadenamiento de su alma con la mía. La viveza de su entendimiento, la misma elevación de su espíritu que propende a las cosas extraordinarias, superiores al criterio del vulgo, la someterán fácilmente a mí. Además, Gloria no es católica.
−¿Qué no es católica?
−No, porque no pertenece a esa religión quien no se somete ciegamente a la autoridad, quien de los dogmas escoge el que más le agrada y rechaza los demás. Sus creencias no pueden ser más endebles: lo sé yo que he recibido los secretos más íntimos de su conciencia, la cual el amor ha transparentado ante mis ojos. Es un alma llena de dudas acerca de lo más fundamental. Me ha confiado las rebeldías de su razón, y oyéndola, ¡cuántas veces he deseado tener coyuntura de sembrar en aquel espíritu una semilla nueva! Toda su doctrina religiosa vendrá abajo de un soplo, madre mía. En ella no existe sólido y temible más que la fascinación de Cristo, de aquel hombre extraordinario que supo presentar las antiguas verdades con forma seductora. Tiene aquel sentimiento fervoroso que se deriva de la compasión y de la admiración, porque nada conmueve tanto como el padecimiento, nada conquista los corazones como el espectáculo de una víctima. Esa simpatía por el mártir constituye el nervio de la religión cristiana. Más prosélitos ha hecho la compasión que todos los principios y todas las ideas... La humanidad es así: hace muchos siglos que se ha vuelto mujer, dejándose dominar por los llorones.
−Pues yo te digo −replicó Esther con energía−, que antes te beberás todo el mar que arrancar del corazón de una mujer cristiana la fascinación del hombre clavado, la simpatía del mártir, la compasión por la víctima. ¡Ay!, los que idearon esa historia ya supieron lo que hacían...: conocían el corazón humano y el gran flaco de la humanidad; es decir, lo que esta tiene de mujer.
−Yo confío en que lo arrancaré, madre −afirmó Daniel con balbuciente voz−. Todo cuanto vive en mí me dice que venceré. ¡Esta idea, madre, es demasiado grande para ser mía! Es de Dios.
La gravedad de su acento y su emoción afligieron a Esther, quien, comprendiendo que la mente de su hijo se hallaba en estado de vivísima excitación, no quiso contrariarle.
−La revelación de tu secreto −le dijo abrazándole con ternura−, ha modificado un poco mi juicio. Quizás logres convencerme. ¿Por qué no aplazas tu determinación?
−No puede ser, madre, no puede ser −replicó Morton levantándose muy agitado.
−Un día, un solo día... Hablaremos.
−Ni un día, ni una hora. Mañana, mañana.
−Pues sea. Yo no he de contrariarte ya −dijo la madre con resignación−. Pero necesitas descanso. Temo por tu salud. ¿Por qué no duermes?
−No puedo dormir.
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−¿No te acuestas?
−No...; necesito estar en vela, deseo meditar...
−¿Más todavía?
Llena de amargura Esther contempló a su hijo como se mira un bien próximo a perderse, y estrechándole en sus brazos y cubriéndole de ardientes besos, le dijo:
−Ya que te pierdo mañana, hijo de mi corazón, conságrame esta noche; no te separes de mi lado, inclina tu cabeza sobre mi regazo y descansa; reposa tu cerebro que hierve como un volcán.
−Quiero meditar −repitió Morton cediendo a la atracción de su madre y sentándose junto a ella.
−Medita aquí sobre mi pecho, que es todo amor por ti −dijo Esther obligándole a reclinarse en el sofá y a que recostara su cabeza sobre el regazo de ella−. Sea esta una noche de despedida. Hablemos de nuestra casa, de nuestro jardín, de tus hermanos, de tu padre, de Altona, donde todos hemos nacido... Hijo querido, no me niegues este consuelo.
−No te lo puedo negar. Hablemos de todo eso tan caro a mi corazón. Hablemos toda la noche hasta que venga el día, hasta que llegue la hora.
Largo rato se oyeron las voces de la madre y el hijo en sereno coloquio. Por último, ya muy tarde se fueron extinguiendo; la voz de Daniel dejó de oírse. Suspiraba la madre y él dormía.
¡Oh, cuánto deploró Isidorita que todos los humanos no hablasen un mismo idioma! ¡Con cuánta rabia vituperó los pecados de los hombres que trajeron la pícara multiplicación de las lenguas!... Porque si Esther y Daniel no hubieran hablado en alemán, inglés, o lo que fuera, ella, Isidorita la del Rebenque, se habría enterado de todo para contarlo a sus amigas.
XXIX
El catecúmeno
El Sábado Santo ofició Su Eminencia en la Abadía, celebrando las hermosas ceremonias de la bendición del agua y el fuego. Después fue a su casa rodeado de inmenso gentío, y comió con toda la familia y con el cura, a quien no cesaba de felicitar por su sermón de la Soledad predicado en la tarde del día anterior. El buen Romero, empleando las figuras más patéticas, dando realce a las ideas por medio de la expresión, del dramático gesto, de las inflexiones vocales, había hecho llorar a todo el auditorio. Cuando dirigió la palabra a la propia imagen de la Soledad, diciéndole: «Señora, ¿dónde está vuestro amado Hijo?», un estremecimiento de compasión corría por toda la iglesia de alma en alma, y aquel mar se alborotaba con olas de congojas y vientecillo de suspiros.
Después de la comida, pasó algún tiempo dedicado a conversación grata sobre diferentes asuntos, y don Silvestre ponderó el buen estado de los campos y la probabilidad de una gran cosecha. Dijo que él había esparcido ya las toperas en sus prados y que los estaba abonando con ceniza y estiércol; que debía anticiparse unos días la siembra del maíz, por estar bien enjugada y rastrada la tierra, y que él (don Silvestre) no aguardaba para echar el grano sino a que estuvieran arreglados los setos, destruidos por las derrotas. Aseguró que los semilleros que estaba preparando en cama caliente le darían las ensaladas más ricas que había visto hasta entonces la provincia, y que por
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haber sido marzo y abril poco ventosos estaban los frutales que parecían árboles del cielo. Los injertos de aquel año daban envidia.
Don Ángel mandó a su sobrina que se vistiera de ceremonia, y aunque Gloria quiso hacer alguna objeción no fue oída, y repitiose la orden. También Serafinita se decoró un poco, sin salir de su ordinaria modestia.
Pasó algún tiempo en estas cosas; que aun las monjas, como mujeres que son, no se ponen una toca en cinco minutos. Don Ángel dio un paseo por el jardín, quejándose del descuido en que estaba y de la ofensa que su sobrina hacía a Dios, matando de sed a las pobres plantas. Después llamó a Gloria y encerrose con ella en la capilla de la casa: la conferencia fue de dos horas largas. Al salir de la capilla, la joven tenía los ojos encendidos; pero su apariencia era la de un alma tranquila y confiada. Oraron con Su Eminencia en la capilla durante otro rato no pequeño Gloria y Serafinita, mientras don Silvestre y don Buenaventura, charlando en el jardín, chupaban magníficos puros, concupiscencia que no está literalmente comprendida en las abstinencias propias de la semana de vigilia.
El día era por demás placentero. No corría aire, ni la más delicada mata de los árboles se movía: no se oía el ruido del mar. Todo era silencio y quietud, cual si en la naturaleza hubiera solemne pausa de expectativa, o el asombro precursor de un gran suceso. Su Eminencia marchó al fin a la sala seguido de las dos mujeres, a punto que del despacho bajaba el doctor Sedeño, después de escribir varias cartas por orden del prelado. Ninguno hablaba, y en la familia toda notábase una actitud de meditación y solemnidad, señal evidente de que para todos los miembros de ella aquel día no era como los demás.
Entró don Ángel en la sala y tomó asiento en el sofá, que era en tal sitio lo que el altar en la iglesia, y a su sobrina le señaló el asiento de la izquierda, después que su hermana depuso su carne mortal en el de la derecha. Más lejos tomaron asiento el cura y el secretario. Don Buenaventura había salido para volver pronto.
La cara angelical del señor arzobispo revelaba preocupación; pero en muy poca dosis. Estaba como el cielo cuando hay en él una sola nube. A veces sonreía, como queriendo dar a entender que gustaría de ver alegres a los demás; pero Serafinita fruncía el ceño, porque las cosas graves exigían, según ella, la mayor compostura. Gloria miraba alternativamente al suelo y a su tío, como el que no tiene más que dos pensamientos, la muerte y Dios. O por llanto reciente o por una exagerada movilidad de su corazón y de su sangre, anhelantes de vida, se habían encendido con vivos colores sus mejillas, tanto tiempo pálidas. Aquel abrir de las rosas de su cara parecía anunciar una primavera tras tantas tempestades, y con ellas había vuelto todo el esplendor de su hermosura. Pero, ¡qué gran diferencia desde que la vimos por primera vez! La inquietud graciosa y las volubles miradas de entonces se habían mudado en una actitud reflexiva y circunspecta, cual si para ella no hubiera ya más motivo de atención que ella misma. Desde entonces hasta el momento en que ahora la vemos habían transcurrido esa distancia inmensa y ese largo siglo que median entre el no amar y la maternidad, paso de un planeta a otro, intermedio que equivale a cien vidas, mar entre dos orillas cercanas; pero lleno de dolores, júbilo, palpitaciones, pureza y miserias, gracia, terror, esperanza, desconsuelo, devoción, risa y llanto.
«¡Si pudiera conservarme serena cuando él viniese−decía Gloria para sí− de modo que no se conociera lo que hay en mi alma!... Pero así como yo leo en la suya, leerá él en la mía».
El rostro de Gloria, que estaba tan encendido, se quedó como el mármol cuando entró don Buenaventura acompañado de Daniel Morton.
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«¡Qué cara!... ¡Pobrecito! ¡Me muero de pena viéndole! −pensó Gloria, mirando al que entraba−. Parece un reo que va al patíbulo».
Después de contestar afablemente a su saludo, don Ángel rogó a Daniel que se sentase. Hízolo este, y el cardenal, dijo:
−Ha llegado el momento de que mi familia, señor Morton, abra a usted los brazos, perdonándole. Ha llegado el momento de que cesen tantos males y de que un abrazo de paz y las bendiciones de la Iglesia terminen la grandísima consternación en que todos estábamos. ¡Bendita sea la misericordia del Señor! Señores −añadió dirigiéndose a sus amigos y hermanos−, este hombre da lealmente su mano de esposo a mi sobrina en justa reparación de...
Aquí la fácil elocuencia del prelado tuvo un ligero tropiezo, mas al punto se enderezó tomando mejor rumbo.
−Entrará en nuestra familia... Yo le recibo con los brazos abiertos. Doblemente lisonjero es este suceso, porque el matrimonio que tantos bienes traerá consigo irá acompañado de un prodigioso triunfo de nuestra Fe. Señor Morton, ¿persiste usted en su idea de abrazar la religión cristiana, única verdadera?
−Sí señor −repuso Daniel con gravedad, y al mismo tiempo fijó los ojos en un retrato de don Juan de Lantigua, que le miraba con cierta severidad.
−¡Oh, qué gran júbilo da usted a mi alma, señor Morton! −exclamó el arzobispo−. En el día de hoy, la Iglesia administra el primer sacramento a los catecúmenos, después de bendecir el agua nueva... Durante el oficio he sentido hoy más emoción que nunca en igual día, y no he dejado de pensar en esta conquista preciosa que acabamos de hacer... Ahora, señor mío, debo decir a usted que va a recibir el sacramento del bautismo, regenerado por la virtud del espíritu celestial; que este acto imprimirá a usted el carácter de cristiano, le dará la gracia, y por él se redime todo pecado original y temporal. Jesucristo instituyó el bautismo de agua con el amor del Espíritu Santo que descendió del cielo en figura de paloma. La ablución establecida por la Iglesia con las palabras sacramentales son el símbolo bajo la cual está oculto el amor que Dios comunica al alma de la criatura purificada por la gracia. Es el bautismo un rayo de fuego celeste emanado de la esencia divina. Para recibirlo, amigo mío, es indispensable que usted prepare su entendimiento a la penetración de los dogmas sagrados; necesita usted someterse, aunque por muy poco tiempo, en vista de la urgencia del caso, a las enseñanzas y prácticas que la Iglesia establece.
−Ya lo sé −dijo Morton sombríamente−. Estoy dispuesto a todo.
−En ese caso −prosiguió Su Eminencia revelando en su semblante plácida alegría− pregunto a usted si no tiene inconveniente en someterse por completo a mi voluntad por un plazo que no pasará de dos días, comprometiéndose antes de que se celebren juntamente bautismo y matrimonio, a recibir de mí la instrucción evangélica, a verificar las prácticas que yo le indique, a...
Don Ángel se detuvo, distraído por uno de esos accidentes importunos que suelen turbar la solemnidad de las escenas capitales de la vida, como un duelo, la agonía de un moribundo, la celebración de un contrato. Son por lo común dichos accidentes importunos un gato que entra metiendo ruido, plato que se rompe, o sombrero que cae rodando de una silla y suena huecamente al dar en el suelo. Pero en aquel solemnísimo momento no fue nada de esto lo que hizo callar al señor cardenal, sino la aparición inesperada de un humano rostro en la puerta de la sala, suavemente abierta. Era la cara de don Juan Amarillo.
Reinó silencio en la sala, y con el silencio un estupor profundo, pues el señor alcalde no venía solo. Con él venía madama Esther. Al entrar la señora, levantáronse
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todos, incluso el señor arzobispo; pero ninguno decía nada. El primero que habló, turbadísimo, fue don Juan Amarillo, que dijo:
−Perdóneme Su Eminencia, perdónenme todos, si entro... Vengo como autoridad.
−¡Como autoridad!
Serafinita contemplaba la escena con la calma de quien no da importancia a las cosas de la tierra; los demás eran estatuas.
−¡Como autoridad! −repitió don Juan−. Esta señora...
Esther avanzó gravemente, y sin revelar turbación ni enojo, ni despecho, ni burla, dirigiose a su hijo, y poniéndole la mano en el hombro, exclamó con voz sonora:
−Ya estoy yo también aquí.
−¿Qué quieres, madre? −preguntó Daniel con terror de infierno.
Esther, fijando los ojos en el señor cardenal y abarcando después con una mirada a toda la familia, respondió:
−Quiero impedir un mal diciendo a esta noble familia lo que no sabe.
−¿Qué?... Señora, su hijo de usted nos ha hablado muy claramente −dijo el arzobispo−. Es natural que usted se oponga... Nosotros nos atenemos al piadoso deseo de este joven manifestado explícitamente.
−Es que yo debo declarar algo −manifestó Esther con expresión dramática−. Yo debo declarar lo que aquí no sabe nadie, y es... que mi hijo no merece pertenecer a esta familia.
−¡Señora!
Pálido como un muerto, Daniel parecía ahogado por su propia voz que no podía salir del pecho. Al fin, más rugiendo que hablando, se expresó así:
−Mi madre no dice la verdad.
Esther miró a su hijo de tal modo que con los ojos le apuñalaba.
−Retírate −dijo Morton con imperioso acento señalando la puerta.
−Sí, me retiraré, después que te conozcan.
Y volviéndose al cardenal, añadió:
−Es para mí muy doloroso tener que presentarme acompañada de la autoridad. Los móviles que aquí me traen nada tienen que ver con la religión.
−Diga usted... señora... diga... −añadió Su Eminencia con gran ansiedad.
−Es demasiado vergonzoso para que lo revele una madre... −afirmó Esther con desconsuelo−. El alcalde, que sabe cumplir su deber, hablará.
−Tengo el sentimiento de manifestar −dijo don Juan Amarillo mostrando a Daniel su bastón−, que me veo precisado a prenderle.
−¡A mí!
−¡Prenderle!
−Sí, señores, sí... y lo siento muchísimo. Le prendo de orden del señor gobernador de la provincia, el cual ha recibido igual mandato del señor ministro a petición de la Embajada inglesa...
−Este hombre miente villanamente −gritó Daniel ciego de ira.
−Caballero −vociferó don Juan mostrando el puño del bastón con tanta energía, que parecía querer meterlo por los ojos a todos los presentes.
−Paz, paz −dijo el arzobispo corriendo a interponerse−. Señor Morton, el primer deber de cristiano es la obediencia.
Daniel parecía dispuesto a estrangular al señor alcalde. Cuando oyó la dulce voz del prelado, se detuvo. Don Ángel le puso la mano en el hombro, diciendo:
−Se ha sometido usted a mi voluntad, para que yo dirija sus acciones conforme a la doctrina evangélica... Pues bien: yo le mando a usted que no haga resistencia a la autoridad.
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−No puedo obedecer −repuso el hebreo sombríamente y con respiración fatigosa.
−Es preciso que el señor parta mañana para Inglaterra −añadió el fiero alcalde−, por cuyo Gobierno es reclamado en calidad de reo, que ha cometido un crimen en su país.
−¡Yo!... ¡Un crimen yo!
−Crimen horrendo contra la autoridad paterna −prosiguió don Juan Amarillo.
Morton, cuya alma era un volcán, trató de lanzarse sobre el alcalde. Don Buenaventura y Romero le sujetaron.
−¡Oh, miserable! −gritó−. Eres una víbora; pero el veneno de tu infame picadura no me matará.
−Paz, paz −repitió afligidamente el arzobispo extendiendo las manos.
Serafinita había acudido a su sobrina, que, incapaz de sostenerse más tiempo en pie, dejose caer en una silla.
−Será preciso que yo manifieste claramente toda la horrible verdad −dijo don Juan Amarillo enarbolando el bastón y tomando el aspecto más dictatorial que le fue posible− Pues la diré; sí, señores, la diré: el señor Daniel Morton y Spinoza ha sido condenado por los tribunales de Londres a tres años de prisión por un delito infame, cual es... ¡oh, señores!, la lengua se niega a revelarlo!... cual es el haber defraudado el tesoro paterno falsificando unas letras... por valor de muchos miles de libras, después de haber maltratado de palabra y obra al autor de sus días.
Un murmullo de horror resonó en la sala. Esther se había apartado y miraba al suelo hoscamente.
−¡Oh, cuánta vileza!... −rugió Daniel accionando como un insensato−. Monstruo; que se acabe el mundo en este momento, si no te arranco la lengua y la vida.
Hizo movimientos desesperados para desasirse de los que le sujetaban.
−Paz, paz –volvió a decir el arzobispo que casi estaba a punto de llorar.
−¿De quién es esta infernal farsa, de quién? −murmuró con desesperación Daniel−. ¡Quién ha ideado deshonrarme, aquí, en este acto solemne, delante de esta familia que respeto, delante de la mujer que adoro más que a mi vida!... Gloria, esposa mía, dejarías de ser quién eres, si creyeras las palabras de este hombre.
Gloria se dirigió lentamente hacia el grupo que los contendientes formaban en el centro de la sala.
−El señor −añadió don Juan Amarillo con calma imperturbable−, fue condenado a prisión; pero huyó sin que le pudiera alcanzar la policía inglesa. Pero aquí estoy yo, señores...
−Madre, madre −gritó Morton clavando la crispada mano en su cabeza−, ¡tú, tú oyes estas infames calumnias y no las desmientes! ¡Oyes deshonrar a tu hijo y callas!...
Todas las miradas se fijaron en Esther. Ella los miró a todos y con acento patético dijo lentamente estas palabras:
−¡Lo que el señor alcalde ha dicho... es verdad!
−Basta, basta −dijo el arzobispo en ademán de retirarse escandalizado.
−¡Madre, madre!... −gritó Daniel con airada voz. Sus ojos saltaban del cráneo.
−Mi hijo −añadió Esther, como quien hace un esfuerzo−, tiene el hábito de la mentira y el disimulo. Es muy doloroso para mí decir que nada debe creérsele. Si esta familia quiere recibirle en su seno, yo no me opongo. No me importa tampoco que cambie de religión quien no tiene ninguna. Pero los tribunales lo reclaman y la ultrajada autoridad paterna pide castigo.
−¡Madre, madre! −repitió Daniel con desesperación−... ¿Pero será posible que crean lo que esta mujer dice?
−Es su madre −murmuró el cardenal mirando a todos con aflicción.
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−Esta no es mi madre, no lo es −dijo Morton.
−No podemos de ningún modo seguir adelante –declaró Su Eminencia mirándola−. Las revelaciones de esta señora...
−Es necesario que eso se pruebe −indicó don Buenaventura fijando una mirada de enojo en madama Esther.
−Suficientes medios tendrá de probarlo −dijo Serafinita−. Después de lo que hemos oído, no se cuente conmigo para nada.
Doña Serafina dio un paso hacia la puerta. Gloria la detuvo. Corriendo enseguida hacia Morton y poniéndole la mano en el pecho, como quien la pone sobre los Evangelios para jurar, la huérfana de Lantigua, con voz de ángel más que de mujer, dijo así:
−Si para todos eres criminal, para mí eres inocente.
−¡Oh, bendita tú mil veces! −exclamó el israelita abrazándola con violencia, antes de que nadie lo pudiera impedir−. ¡Y habrá quien pretenda separarme de ti!... Eres mi esposa... Me perteneces... Te reclamo... te llevaré conmigo de grado o por fuerza, sin consideración a nadie ni a nada... ¡Señor cardenal, señores, repito que quiero ser cristiano... pronto!
El cardenal tomó a Gloria de la mano y la apartó del hebreo.
−Nosotros... −balbució frunciendo el ceño−. Nosotros...,¡ay!, las circunstancias han cambiado.
Todos volvieron a mirar a Esther, que se abalanzó hacia su hijo, diciéndole con violento gesto y tono imperativo:
−Vámonos de aquí. ¿No ves que te arrojan?
Momento de perplejidad. Los Lantiguas se miraban unos a otros consultándose con los ojos.
−Es preciso −ordenó Amarillo desde cierta distancia−, que el señor se embarque hoy mismo para Inglaterra.
−Esto es una farsa −dijo don Buenaventura enérgicamente–. Señora, ruego a usted que se retire de nuestra casa.
−¡Es a ti a quien arrojan, madre! −gritó Daniel dando algunos pasos hacia ella.
−Y me retiraré. Nos iremos los dos.
−Señora... −murmuró el arzobispo queriendo ser cortés y al mismo tiempo justo, y riguroso y blando, y queriendo entender lo ininteligible y resolver lo insoluble.
Dentro de la cabeza de Su Eminencia había una madeja que no se podía desenredar. Don Ángel llamaba en su ayuda al Espíritu Santo, y el Espíritu Santo vino. He aquí cómo.
Gloria fue el Verbo que puso fin a la pavorosa contienda de tantos sentimientos con estas palabras:
−Querido tío, ¿por qué tanto afán? Yo no quiero casarme.
−¡Tú...!
−No señor; Dios no quiere que sigamos ese camino, y hablando en mi interior, me señala el único posible. Deseo retirarme a un convento.
Y al decir esto, fue estrechada por los amantes brazos de doña Serafina, que lanzó una exclamación de júbilo. ¡Había triunfado después de prueba tan peligrosa, y abrazaba a su víctima cual si temiera que aún se le escapase otra vez! No daremos a la santa señora un nombre verdaderamente propio y característico, si no la llamamos el Mefistófeles del Cielo.
Don Ángel, don Buenaventura y los demás presentes se quedaron lelos. Esther extendió su varonil brazo y dejó caer su mano sobre el hombro de Daniel, que sintió
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encima el peso de una losa. Abrumado y atónito, su espíritu no tenía ya fuerzas ni para sentir ni para razonar.
Gloria tomó el brazo de su tía, y dando la izquierda mano al cardenal, que la estrechaba con cariño, dirigiose lentamente a la puerta. Con su última mirada, semejante al postrer rayo del sol que se pone dando paso a la noche más negra, echó fuera de su alma toda aquella esencia, a la par deliciosa y terrible, que por tanto tiempo la había llenado. Fue como un vaso de perfume que se vacía por completo.
Don Buenaventura siguió a la familia, que se retiraba. Don Juan Amarillo, deseando ponerse a la mayor distancia posible de Daniel Morton, salió de puntillas; hizo señas al cura y a Sedeño, y poco después los tres susurraban en el comedor. Morton había caído en una silla. Esther puso su blanca mano sobre los cabellos del joven, y con voz trémula y cariñosa dijo así:
−¡Te he salvado..., hijo de mi corazón! Al fin eres mío otra vez.
−¡Salvarme! −repuso Morton alzando con violencia el rostro−. Yo probaré la falsedad de tus palabras... Me será muy fácil probarla... Mañana.
−No será fácil. He tomado mis medidas.
−Me has deshonrado de una manera cruel.
−¿Qué me importa tu deshonra en este lugarón oscuro y vil? En todo el mundo brilla tu honor como el sol... Ya eres mío. Mi ingenio y la resolución súbita de esa excelente joven, que sin duda ha conocido tu impostura, nos han salvado... Eres mío −añadió con alegría−, eres nuestro Daniel; no abjuras, no abandonas nuestra religión... ¡Oh, hijo mío, me parece que te he dado a luz dos veces!
−No cantes victoria todavía... Ya oíste lo que dijo ella. No te creyó, ella no duda de mi inocencia.
−Pero ha renunciado a ser tu mujer. Ha demostrado tener un buen juicio y una rectitud que tú no conoces.
−¡Impostora!
−¡Y lo dices tú! Yo he aprendido de ti. También Jehová ha hablado a mi corazón y me ha dicho: «Sálvale»... ¿Crees que tú solo eres capaz de ser iluminado? O el Señor habla para todos o para ninguno.
−¡Ella no te ha creído!, no, no podía creerte. Entre su pensamiento y el mío, como entre nuestros corazones, existe una cadena misteriosa.
−Ella no me ha creído; pero me han creído los demás. Esta honrada familia no te quiere en su seno.
−Probaré mi inocencia.
−Así como es fácil infundir sospechas, es muy difícil destruirlas. El ser humano es así. Te exigirán pruebas que a mí no me han exigido.
−Las daré.
−Tendrás que ir a Inglaterra, volver...
−Iré, volveré.
−Pero en tanto tiempo... Por ahora eres mío. Tengo el apoyo de una autoridad, cuyo celo podrás tener idea, observando que en mi dedo no existe ya el brillante de gran tamaño que me regalaste.
Esther mostró su mano derecha.
−Ese horrible alcalde −dijo Morton−, no podrá prolongar mucho su indigna farsa venal.
−El cónsul llega esta tarde. También es mío.
−Me presentaré al gobernador.
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−Para eso se necesita tiempo... y yo, una vez conseguido mi principal objeto, que es poner una insuperable barrera de sospechas entre ti y los Lantiguas, no te molestaré más.
−¿Qué barrera es esa?
−Enseñar a esa gente la carta en que manifiestas a tu padre el secreto de tu cristianismo.
−No puedes tener esa carta.
−He telegrafiado a tu padre, diciéndole que me la mande en cuanto la reciba −dijo Esther con la severidad de un juez que sentencia−. Entretanto mi deseo ha sido aplazar, detener. La comedia de hoy no ha tenido otro objeto.
−¡Aplazar, detener! −murmuró Daniel, meditando en cosa tan sencilla, cual si se hubiera vuelto idiota.
−Sí, el alcalde me ha asegurado que podría detenerte hasta tres días, amparado del desgobierno que hay en España... Dirá después que se equivocó, que estabas predicando el hebraísmo en las calles... dirá cualquier cosa, y no perderá su vara por eso... Además de esto, los Lantiguas, si no están absolutamente convencidos de tus maldades, sospechan, y mientras sospechen, no habrá conversión, ni matrimonio, ni nada... En tanto llega la carta que escribiste a tu padre...
−Yo desbarataré tus maquinaciones. Esto no puede ser. Tendrás compasión de mí: soy tu hijo. ¡Y dices que me has dado a luz dos veces!... Yo digo que la única ha estado de más.
−¿Para qué te afanas por lo imposible? −dijo la madre cariñosamente−. Mis estratagemas lo mismo que tu febril desasosiego no tienen objeto ya. Tu esposa te ha despedido. Tu esposa se divorcia y toma otro marido, el hombre clavado. Y todavía dudas, todavía tu alma se apega a ella, que te desprecia...
−Eso no puede ser.
−¿No la oíste?
−Sí; pero será un capricho momentáneo... Pasará, recobrará su buen juicio.
Entró en el mismo instante don Buenaventura, serio como quien asiste a un funeral, y con voz conmovida dijo:
−La resolución de mi sobrina es irrevocable. Todo ha concluido.
−¿Verdad que no hay esperanzas? −dijo Esther.
−Ninguna. Mañana partirá Gloria para Valladolid con mi hermana.
En la pieza inmediata habían cesado los susurros del alcalde, Sedeño y Romero; los tres atendían.
−Salgamos de aquí −dijo Esther con impaciencia tomando el brazo de su hijo.
−Todo ha concluido −repitió el banquero abrumado de pena−. Dios no quiere, no quiere, porque en verdad... se ha hecho todo lo que se ha podido.
Daniel se levantó. Parecía que llevaba encima todo el peso del mundo. Esther y su hijo salieron. Ella iba como quien va a la patria, él como quien marcha al destierro. Al poner el pie en el jardín, el hebreo se estremeció de pies a cabeza, sintiendo una voz... Era la voz de Gloria que reía. Nunca había oído Daniel aquella hermosa voz desplegarse en risa semejante.
−Adelante; no te detengas −dijo Esther guiándole como un lazarillo un ciego−. Ya estamos en salvo.
Unos cuantos pasos más, y salieron del jardín en cuya puerta estaba Sansón, como gigante de centinela en el pórtico de un castillo de hadas.
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XXX
La visión del hombre sobre las aguas
Gloria y sus tres tíos subieron tan taciturnos, que parecían estatuas movibles. Por la fisonomía de cada uno podía colegirse el estado de su alma. Serafinita y el arzobispo oraban, don Buenaventura renegaba. Gloria sonreía, y al mismo tiempo su palidez tomaba un tinte cadavérico. Al entrar en su cuarto se sentó entre Serafinita y el prelado, cada uno de los cuales le tomaba una mano.
−¿Qué tal te encuentras, niña? −dijo Su Eminencia tratando de dar un giro festivo a la situación.
−Muy bien, tío.
−Mira tú por dónde ha venido a resultar que escogieras el camino más corto para llegar al Cielo −añadió don Ángel−. Dime la verdad, ¿está tu alma tranquila?
−Sí señor, me parece que tengo tranquilidad, o una cosa que es como la tranquilidad −dijo Gloria oprimiéndose el pecho.
−¿Estás contenta?
−Sí señor. Cuando dije lo que puso fin a las cuestiones, lo dije..., qué sé yo..., pareciome que brotaba en mi alma un surtidor, una fuente... El agua de ella fueron mis palabras.
−¡Bendito sea el Señor! −exclamó Su Eminencia juntando las manos en actitud de oración.
Por las mejillas, siempre sonrosadas de Serafinita, corría una lágrima.
−¡El Señor es demasiado bueno con nosotros! −exclamó la dama juntando también las manos como don Ángel−. Nos da satisfacciones y regocijos que no merecemos.
−Querida tía −dijo Gloria mostrando de nuevo aquella lúgubre sonrisa que sobre su rostro hacía el efecto de las flores de trapo con que se adorna a los niños muertos−. Cuando usted quiera nos iremos a Valladolid.
−Mañana −repuso el Mefistófeles del cielo con viveza suma enlazando con ambos brazos el cuerpo de su sobrina.
−¿Para qué tanta prisa?
−Mañana, mañana −repitió Gloria−. Deseo morir.
−¿Qué es eso de morir? −dijo Su Eminencia examinando con recelo el semblante de la joven.
−Llamo yo morir a esto.
−Tiene razón −indicó Serafinita−. Morir para todo y vivir sólo para Dios.
Don Buenaventura salió del cuarto para anunciar al hebreo que la resolución de la huérfana era irrevocable.
−Irás al convento cuando te repongas un poco −dijo el prelado−. Tu salud no es buena, ¡pobre y desgraciada niñita! No puedes ocultar que padeces mucho. La resolución heroica que has tomado, esta resolución que bastaría, por la inmensidad del sacrificio que encierra, a aligerar tu alma del peso de las más grandes culpas si las tuvieras; esta grande y meritoria abnegación que con asombro hemos presenciado, no puede menos de producir un gran trastorno en tu ya decaída salud. ¡Oh, qué hermosa y grande me has parecido! Bien conozco el estado de tu alma; bien sé que si no está limpia aún del tenebroso amor que la oscureció, hase purificado de toda intención pecaminosa. Bien sé que en ella todo es rectitud, deseo de enmienda, afán de poseer a Dios, anhelo de humillación y de padecimientos. Y si no lo creyera yo así por la confesión que me has hecho, bastaría el acto que acabamos de presenciar para creerte regenerada. Y si ya no te lo hubiera dicho, ahora te diría con todo mi corazón:
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«Levántate: todos tus pecados te son perdonados. Yo te bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Gloria humilló su preciosa cabeza, sobre la cual el apóstol puso su santa mano.
−Por una circunstancia estimo meritoria y sublime tu determinación −añadió dejando el tono evangélico−. Tú afirmaste no creer nada de lo que la madre de ese hombre nos dijo.
−¿Cómo he de creerlo? Al punto comprendí que era una farsa.
−Pues si le crees bueno y honrado (y en eso no sé qué decir, pues tengo mis dudas); si al mismo tiempo le veías próximo a abrazar tu religión; si todo se te presentaba propicio, todo lisonjero, ¡qué grande has sido al decir: «Renuncio a todo, desprecio todos estos bienes temporales y transitorios, y quiero perderme por salvarme, quiero dejarlo todo por ti, Dios y Señor mío!».
−Antes moriré que poner discordia entre una madre y un hijo −dijo Gloria mirando al cielo−. Además no creo en la sinceridad de su conversión, y el camino escogido aquí para traer esa alma preciosa al reino de la verdadera luz, no es el más a propósito. Hay otro mejor.
−Sí, hay otro, el único −indicó Serafinita con místico arrebato, tomando una mano de Gloria y estrechándola contra su pecho.
−Él será cristiano −afirmó Gloria con emoción.
−Será cristiano −repitió la predicadora.
−Cúmplase la voluntad de Dios −dijo el prelado mirando al suelo−. Ahora, querida niña, procura tranquilizarte. Serénate, irás al convento cuando estés más sosegada.
Gloria volvió a sonreír.
−¿Estás alegre?
−Sí; por delante de mí −repuso la joven con cierto desvarío−, pasan unas cosas que me hacen reír. Son tan graciosas...
De pronto lanzó la carcajada que Daniel había oído al salir de la casa. Don Ángel y su hermana, asombrados y temerosos, la miraron.
−Gloria, hija mía, ¿qué tienes?
−¿Por qué ríes así?
La joven reclinó su cabeza en el respaldo del sofá y poco a poco fue extinguiéndose en sus labios la risa y se quedó seria. Tomó su cara la taciturna seriedad de los muertos.
−¡Pobre hija de mi corazón! −exclamó el pelado, contemplándola con lágrimas en los ojos−. Buenaventura, Buenaventura.
El banquero subió con presteza.
−Si no tengo nada −dijo Gloria apartando a un lado y otro de la frente sus cabellos−. ¿Qué hablan ustedes ahí de médicos y de medicinas? Yo no tengo nada. Sólo estoy pensando en que antes moriré que separar a un hijo de la madre que le adora.
Levantándose dio algunos pasos con agilidad graciosa por la habitación.
−No, no, esa carne mortal no está buena −observó Su Eminencia con disgusto−. Buenaventura, manda llamar a don Nicomedes.
−Acaba de llegar y está abajo charlando con el cura y con don Juan Amarillo.
El médico subió, y sus chistes, sus oportunas observaciones, sus cariñosos comentarios acerca del mal de Gloria alegraron por breve rato a toda la familia. Era un hombre que infundía a los enfermos un espíritu de fortaleza tal que no podía menos de influir lisonjeramente en la salud. Curaba como cualquier otro buen médico; pero sus enfermos tenían, mediante él, la fe y la devoción de curarse. En sus diagnósticos empleaba las más gallardas figuras. Según él el corazón de Gloria era un caballo desbocado; su pensamiento un pájaro que habiendo remontado mucho el vuelo, se había cansado y no hallaba monte en que posarse y tenía que seguir volando o dejarse caer.
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Sus nervios eran una casa de fieras, en la cual se hubieran abierto todas las jaulas. Con esto se reía la familia.
Antes de retirarse, don Nicomedes manifestó confidencialmente al prelado y a su hermano que el estado de Gloria le alarmaba mucho; que el desorden de su naturaleza era completo; que un absoluto reposo físico y moral sin ninguna emoción era indispensable para salvar tan preciosa existencia, y que esta, sujeta a terrible crisis nerviosas, podía llegar a depender de un cabello. Con tales advertencias juzgaron conveniente someterla a un régimen de descanso y después de obligarla a acostarse, acompañáronla todos en la primera parte de la noche, compitiendo en manifestaciones cariñosas y tratando a porfía de dar a la tertulia el tono más alegre. Por consejo de don Buenaventura no se habló nada absolutamente de religión, ni de la escena de aquella tarde, ni del convento de Valladolid, ni de sacrificios, ni de padecimientos, ni de cruces, ni de calvarios.
Afligidísimo estaba el pobre banquero viendo malogrados sus generosos planes, y sentía la compasión más viva hacia su sobrina. Al anochecer tuvo que habérselas con don Juan Amarillo, que, sin reparar en conveniencia alguna, abordó el asunto de la compra de la casa. Pero hallándose don Buenaventura de muy mal talante, el alcalde no pudo obtener tampoco aquella vez una respuesta categórica, por lo cual se retiró triste y mustio, sin tener más consuelo que mirar desde el jardín la fachada del edificio y pensar en las reparaciones que le haría por dentro y por fuera cuando Dios quisiera ponerle en sus manos. Don Buenaventura dio una vuelta por el pueblo, con objeto de ver algunas personas. Después volvió a la casa. Era tarde. La familia había cenado ya y el prelado se retiraba a su cuarto. Gloria aprovechó un instante en que estaba solo con ella en la alcoba su tío don Buenaventura, y le llamó con la mano. Acercose el banquero.
−Tío −dijo Gloria con voz muy débil−, ¿quiere usted decirme una cosa?
−Lo que quieras, queridita −repuso Lantigua con el mayor cariño−. ¿Qué deseas saber?
−Una cosa. ¿Se han ido?
−¿Quiénes?
−Esa gente.
−¿Los...?
−Los judíos −dijo Gloria bajando tanto la voz que apenas se oía.
−¿A qué te afanas por lo que no te importa? Duerme en paz...
−Deseo saberlo... lo deseo mucho.
−Pues bien, niña mía, se van mañana temprano. La madre y el hijo están preparando todo.
−¿Les ha visto usted?...
Los ojos de la huérfana brillaban tristes y curiosos.
−Sí y no... He visto al hijo. Hace un momento entraba en casa de Caifás... A dormir, señorita, a descansar.
Cariñosamente besó sus abrasadas mejillas. El arzobispo y Serafinita entraron. Los tres contemplaron en silencio a la joven, que cerrando los ojos parecía ceder a las primeras caricias del sueño. Don Ángel le dijo frases placenteras, graciosas y llenas de caridad como él sabía hacerlo cuando visitaba enfermos. Tomole el pulso, encontrolo excitado, mas no alarmante; recomendole que rezara brevemente sin fatigar mucho la imaginación, y por último manifestó el deseo de que no se quedara sola aquella noche. Quiso velar junto a ella Serafinita; pero Su Eminencia se opuso resueltamente a ello. Instó la dama, opinó Gloria como su tío, estuvo a punto de enfadarse el metropolitano, y entonces Serafinita, cuya ley era la obediencia, cedió el puesto a Francisca. Esta trajo su
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colchón, encendió la lamparilla y se dispuso a pasar allí la noche. Retiránronse los demás.
Transcurrieron las horas y la casa continuaba en profundo silencio. Gloria se sumergía lentamente en las cóncavas honduras de un letargo febril. Su espíritu pugnaba por vencer aquel sopor de muerte, y en sus esfuerzos había la trémula ansiedad del que, suspendido sobre un abismo, se agarra a la débil rama de un árbol para no caer. Aquel abismo era la muerte. La infeliz se abandonó al fin, y llena de angustia, dijo en su alma: «Me muero». Y en la vaguedad de sus sensaciones y de sus ideas, figurándose que su persona era simplemente un nombre escrito, decía: «Me borro».
Al mismo tiempo estrechaba sus dos brazos fuertemente contra el pecho, ademán que era el amoroso y último adiós a dos seres queridos. Gloria les besaba en idea, y dándoles vida y cuerpo en su fantasía poderosa les prodigaba tiernas caricias y los nombres más dulces del lenguaje del corazón. La pobre enferma seguía descendiendo. Pareciole que venía contra ella un soplo helado, y agitándose y gimiendo como una llama, se apagó. Entonces dijo: «Verdaderamente estoy muerta. Ya no veré más a las prendas de mi corazón».
La pobre se sintió llorada por su familia, se sintió amortajada por la piadosa mano de su tía, que se le representaba como un ángel blanco y sereno; se consideró puesta en una caja fría y dura, y fue rodeada de silencio y alumbrada de tristes luces. Y no obstante, en medio de tan lúgubre calma, observaba el fenómeno de su muerte, se miraba en él como en claro espejo y en él veía reflejarse su hermosura, su amor, sus padecimientos, todo lo que constituía la desgraciada personalidad que en el mundo llevaba el nombre de Gloria.
Se sintió bajada a un antro cavernoso y húmedo y encerrada en estrecho espacio, sin aire, sin luz. Enorme peso había caído sobre ella; junto a sus brazos extendíanse entrelazadas como culebras las raíces de los árboles, de los mismos árboles que más arriba mecían en clara y tibia atmósfera sus hojas, dando albergue a los pájaros. Desde aquella profundidad percibió los pasos de los que aún vivían, y esto la hizo pensar con más fuerza en las prendas de su corazón. Pensó tanto, que las lágrimas brotaron de sus ojos, corriendo como manantial escondido por aquella oscura entraña de la tierra. De pronto vio la extensión de los cielos, el mar, pero no la tierra ni el sitio donde estaba. Todo era claridad, luz, día infinito. Allá lejos distinguió al fin una especie de ribera mezquina, montes, una torre, desde aquel horizonte venía un hombre, marchando a pasos de gigante. Crecía al avanzar, y avanzaba tanto, que al llegar junto a la muerta tocaba el cielo con su cabeza. Pasó sin verla, y entrando en el mar, corrió por encima de él. Se deslizaba como una nube. En sus brazos llevaba un pequeño ser, un niño cuyos ojos brillaban como astros negros sobre la claridad del día. Gloria vio aquel precioso rostro infantil, tan lindo que el Niño Jesús comparado con él era feo, y al verle su corazón se partió en dos. Observó la hermosa visión y cómo alejándose disminuía. El padre miraba siempre adelante, el niño hacia atrás. Resbalaban sobre las aguas...
Gloria dio un grito, hizo un esfuerzo supremo, uno de esos esfuerzos del alma que son capaces de tornar a infundir la vida en la carne abandonada; rompió sus ligaduras, levantó aquella enorme mole de tierra que tenía encima, y si tuviera por cenotafio la pirámide de Cheops la levantara lo mismo; se incorporó, se puso en pie, corrió...
Francisca soñaba también, mas soñaba cosas placenteras, a saber: que había venido su hermano de América, trayendo mucho dinero. Ambos eran ricos y felices. Y al compás con esta delectación de su espíritu roncaba el cuerpo con estrépito. Pero después tuvo una pesadilla horrible, despertó sobresaltada, miró al lecho de su amita, y a la indecisa luz de la lámpara lo notó vacío... Miró a todos lados... Gloria no estaba en la
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alcoba. La pobre mujer sintió pavor inmenso, y en el primer instante no pudo gritar. Creía tener un dogal al cuello... pero al fin gritó, y saliendo despavorida del cuarto, llamó a don Buenaventura, a Serafinita, al cardenal. Mayor fue su consternación al ver que despuntaba la aurora. El grito de la buena mujer era:
−La señorita no está. ¡Se ha escapado!
XXXI
Mater amabilis
Había huido a las doce, valiéndose de los mismos medios que empleara algunas noches antes. El profundo sueño de Francisca favoreció su evasión del cuarto, y las llaves que guardaba le abrieron las puertas de la casa. Iba ligeramente vestida y con la cabeza mal cubierta por un pañuelo. Andaba cautelosamente al recorrer la casa; pero con firmeza, derecha a su objeto, sin vacilar, con marcha y ademán que indicaban enérgica resolución. Cuando se vio en campo libre, murmuró:
−Corre, alma mía, corre.
Y con pie ligero avanzó a la carrera por el camino real. Su vestido claro, flotando al viento, dábale aspecto de una medrosa aparición de la noche. Sofocada por la velocidad de su marcha, tuvo que detenerse diciendo:
−¡Oh, qué lejos está Villamores!... No es todavía... Yo creí que llegaría de una carrera, pero es más allá... más allá... detrás de aquella piedra.
De nuevo emprendió la marcha, primero despacio, luego precipitadamente, y se detuvo junto a una pared ruinosa, medio cubierta de hierba.
−No es todavía −murmuró dando un suspiro−. Es más lejos aún... Detrás de aquel chopo que está solo en medio del prado... Por aquí se llega más pronto que por el camino real.
Abandonando el camino real, tomó la vereda que cruzaba un prado y corrió por ella. En la mitad de la senda detúvose mirando al suelo tapizado de flores, que apenas se distinguían en la oscuridad nocturna, como juguetonas cabecitas agitadas por el viento, todas de un color, diseminadas en infinita muchedumbre, formando misteriosa armonía con las estrellas, que abrían sus corolas de luz en la inmensa concavidad del cielo. Gloria se arrodilló pensando en alta voz:
−Le llevaremos un ramo.
Con su mano derecha arrancaba rápidamente las flores juntándolas con los dedos de la mano izquierda. El ladrido de un perro, intimidándola, la hizo levantarse y seguir a la carrera. Al llegar tras un gran castaño, reconoció con asombro el terreno diciendo:
−Si no he llegado todavía... Es más lejos. Detrás de aquella casa... Un esfuerzo más.
La luna había salido de entre un grupo de nubes, como una belleza que arroja sus tocas, y se lanzaba locamente a la carrera por el azul profundo. Como ella, Gloria no volvía la vista atrás y avanzaba siempre, avivando el paso a cada instante con la esperanza de llegar pronto. Apretaba contra el pecho su ramo, y decía:
−Es mi último regalo... Ya me parece que estoy cerca. Sí, llegaré a tiempo de impedir... Si tardo no los encontraré. Corre, alma mía, corre.
Pasando más allá de la casa, se sentó sin aliento sobre una piedra.
−¡Oh, Dios mío! −exclamó oprimiéndose el pecho−. ¡Qué lejos está Villamores!... ¡Parece que huye de mí!
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Echose atrás el pañuelo descubriendo su cabeza.
−No, no falta mucho... En subiendo esta cuesta... ¡Qué fatigada estoy!... Se me rompe el corazón... No sé cómo me canso, si no tengo cuerpo... Lo he dejado en la fosa.
Subió la cuesta y sus ojos pudieron abrazar ancho horizonte: el mar a lo lejos, confundiéndose con el cielo; por otro lado elevadísimas sombras brumosas, los montes, las blancas casas, destacándose confusamente sobre la oscuridad de árboles y praderas.
−¡Oh!... aquella torrecita chica que parece un dedo señalando al cielo −dijo la prófuga inundada de alegría−, aquella es. Poco me falta. ¿Qué hay de aquí allá? Cuatro pasos... Llegaré a tiempo.
Faltábale por andar la mitad del camino, tres cuartos de legua. La torre semejante a un dedo se veía durante el día; pero de noche Gloria no podía verla sino en su imaginación.
−Un esfuerzo más. Cuatro pasos me faltan... Los andaré en una carrera, porque tengo miedo de que vengan detrás de mí y me cojan... ¿En dónde está mi ramo?
Miró asombrada alrededor suyo. Había perdido las flores.
−Más adelante cogeré otras −añadió−. Ahora no puedo detenerme. Si llego tarde no veré a las prendas de mi corazón, que huyen corriendo como las nubes sobre el mar... ¡Ay, desgraciada de mí! ¡Estar muerta y no poder seguirles!... ¡Estar en la fosa de Ficóbriga!...
Y se lanzó a la carrera hasta que le faltó la respiración. Oyó canto a los gallos; vio pasar a dos hombres; ladráronle algunos perros y una cabra saltando sobre las ramas hízola temblar de miedo.
−Adelante, adelante. Ya me falta muy poco. Alas, Dios mío, yo quiero tener alas como esas con que vuelan de mundo en mundo tus ángeles.
Gastadas sus escasas fuerzas en febril carrera, encontrose casi imposibilitada de andar. Sus rodillas se doblaban, su cuerpo desmayado y flojo apenas podía mantenerse derecho. Sólo por un vigoroso esfuerzo de voluntad que arrancaba del potente sentimiento de su alma, pudo andar con trabajo y lentamente un buen espacio. A cada poco tiempo tenía que sentarse sobre una piedra o en el suelo.
−¡Oh Dios mío! −exclamó apoyando su cabeza en las rodillas−. Si no podré llegar... Si me quedaré en este camino solo y frío...
Abrasadas lágrimas caldearon entonces sus mejillas, y esta rápida expansión determinó en su mente como un deshielo y por ella tuvo ideas claras y exacta conciencia de la realidad.
−¡Me he creído muerta! −dijo cruzando las manos−. Viva estoy, pues que padezco... ¿Por qué he venido aquí?... Es mi corazón el que ha salido y ha echado a andar en medio de las confusiones de un delirio... congoja horrible, presentimiento. Mi corazón ha gritado: ¡ladrones!... No sé lo que es esto. Sin duda un disparate... Pero yo quiero verle, verle a todo trance esta noche, porque mañana entraré en un convento o moriré... Yo me creía difunta... ¿Puedo asegurar que no lo estoy? Si parece que mi cuerpo se clava en la tierra, que toda mi vida se paraliza... Señor, dame aliento y un poco de vida... Es preciso seguir adelante.
Y siguió hasta que pudo ver de cerca la torre semejante a un dedo.
−¡Ya estoy, ya estoy!... −gritó con placentera sonrisa de alegría−. Me arrastraré si no puedo andar.
Un cuarto de hora más tardó; pero al fin, apoyándose en una cerca de piedra y en los troncos de los árboles, pudo llegar a la anhelada ermita de Villamores.
Villamores es una aldea cuyas casas diseminadas en gran extensión, forman pintorescos grupos entre las verdes mieses. Constituyen el grupo principal la iglesia, la
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taberna y dos casas infanzonas de lúgubre aspecto. La iglesia es una humildísima y caduca construcción con puerta románica, tejavana de podridas maderas y una torre. Junto a la iglesia, formando como una sola pieza, se ve una casa que parece domicilio del sacristán, y frente a ella existían (ya han sido derribados) enormes y espesos árboles que daban sombra a todo el edificio haciéndole más negro de lo que era. Parecía un anacoreta entapujado con el capuchón. Aquella noche veíase claridad en la puerta de la casa, luminosos rayos que salían por las hendiduras de la madera. Acercose Gloria, y al mismo tiempo oyó voces.
−Están despiertos −pensó−. Es cosa muy rara. ¿Qué hora será?
Acercose más. Creyó sentir ruido en la iglesia, y vio también luz al través de la ventana de ella...
−Estarán preparando la misa de alba −pensó−. Llamaré en casa de María Juana.
En la puerta de la casa había una gran hendidura. Gloria miró por ella y estuvo a punto de perder el conocimiento; tan grande fue su estupor.
¿Qué veía? Primeramente un hombre alto, rubio y grueso, un gigante, un San Cristóbal, que estaba frente a la puerta. Después vio la espalda y la cabeza de otro hombre sentado junto a una mesa. Gloria no daba crédito a sus ojos, porque aquel hombre era Daniel Morton. Sintió un temblor tan vivo que no pudo ni huir, ni llamar, ni hacer movimiento alguno. También vio una mujer. Era María Juana, infeliz viuda a quien doña Serafina había confiado la lactancia del pobre niño; mujer de buena edad, guapa, robusta, honrada y discreta. La elevación de su hijo mayor al sacristanato de Villamores, después de que quedó viuda, habíale proporcionado aquella residencia que no tenía en verdad nada de fastuosa.
María Juana estaba junto a la mesa, frente al caballero. Sobre la mesa había una luz. El caballero había sacado una cartera del bolsillo y empezaba a contar monedas de oro. Poníalas en pequeñas pilas delante de María Juana, cuyos ojos devoraban con expresión de ansioso arrobamiento aquel tesoro que surgía delante de ella como los inverosímiles caudales de un cuento.
En la mente de Gloria vibró como un rayo la idea engendrada por aquel espectáculo. Con hondísima turbación exclamó, rasguñando la puerta y dando golpes en ella:
−No me engañé... ¡Está comprando a mi hijo!... Juana, Juana, abre.
XXXII
Pascua de Resurrección
Los dos hombres se levantaron y Juana recogiendo con presteza el dinero, dio varias vueltas, azorada y confusa, antes de abrir la puerta.
−¡Señorita Gloria! −dijo torpemente al abrir−. Usted aquí... sola... ¡Dios nos valga!
−¿En dónde está? −dijo Gloria mirando a todos lados con desvarío.
−En la alcoba... señora −balbució la madre del sacristán−. ¿En dónde había de estar?... tan hermoso como siempre... No esperaba esta visita de su mamá.
Gloria voló a la alcoba. Todos fueron tras ella, menos Sansón, a quien su amo mandó que saliese. Juana alumbraba. La madre corrió hacia la cuna, donde se veía la cara de un adormido ángel, sonrosado, cabellos negros, y dos puños de rosa cerrados fuertemente, cual si quisieran apretar el aire.
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−¡Hijo mío! −exclamó la madre con desgarrador acento cayendo de rodillas junto a la cuna−. ¿Por cuánto dinero te han comprado?
María Juana murmuró algunas palabras para disculparse.
−Te perdono −afirmó Gloria sin mirarla.
Y volviéndose a Morton, le dijo sin rencor:
−¿Es cierto que le comprabas?
−Es cierto −repuso gravemente−. Una monja no es una madre. Quiero llevármelo y me lo llevaré.
Quedose la joven meditabunda junto a la cuna.
−Parece que Dios me ha traído aquí −dijo después de una pausa silenciosa y solemne−, para impedir que roben a mi hijo.
−¡Robar!... ¿Eso puede decirse de un padre?
−Es verdad, he dicho mal −repuso Gloria mirándole con ternura−. Pero no: muerta yo, mi hijo debe quedar al cuidado de mi familia.
−¿Y por qué no al cuidado mío?
−Porque estará demasiado lejos. Yo no le veré más. Pero sabiendo que mi sepultura no está muy distante de la tierra donde él viva, me consolaré con la idea de sentir desde allá abajo sus primeros pasitos... Mas no debo expresarme de este modo ¿no es verdad? Mi pobre cuerpo será polvo y nada sentirá. En el Purgatorio, donde padecerá mi alma, tendré el consuelo de suponer a mi hijo en tierra de cristianos.
María Juana salió dejándolos solos. La alcoba era estrecha, pero aseada. El lecho, la cuna y dos sillas la ocupaban casi toda, y en la pared, además de un Cristo en estampa, veíanse dos o tres láminas devotas, entre ellas una que representaba, dibujadas con lentejuelas, la planta del pie de Nuestro Señor Jesucristo y la de su Madre.
Daniel y Gloria se sentaron junto a la cuna. Apoyaba ella fatigada su busto en el lecho cercano. Envolvía su semblante una sombra lúgubre; a ratos temblaba con frío de enfermedad, y si sus ojos relucían con extraordinaria viveza, su hermosa cabeza apenas podía sostenerse sin el auxilio de la mano.
−Vida mía −dijo el hebreo rodeándole los hombros con su brazo−, estás intranquila. Si es por lo que he intentado esta noche, cálmate. No haré sino tu voluntad.
−Ya no tengo voluntad.
−La has tenido bien firme y bien enérgica −prosiguió Morton en tono de amarga queja−, para rechazarme, para renunciar a ser mi esposa y consagrarte al ascetismo en un monasterio cristiano... ¡Y qué momento has escogido para abandonarme! El momento en que yo hacía por ti el más grande y el más doloroso de los sacrificios.
−Ya lo sé: el sacrificio de aceptar una religión que aborreces. ¡Terrible cosa es obligar al alma a una impostura semejante!... ¡Cuán claramente he leído en tu corazón! Tú me has dicho que nada de lo que siento se te oculta.
−Es verdad.
−Igual me pasa a mí. Hoy te he visto en espantosa lucha con tu conciencia y me ha dado miedo.
−¡Miedo!
−Sí; me horroricé de verte haciendo el esfuerzo sobrehumano de jurar un Dios en quien no crees. Admiro el sacrificio y lo agradezco en mi corazón de mujer; pero no puedo aceptarlo. Mis tíos, sabios y todo como son, cayeron en el lazo; pero yo que soy tonta, te miré a los ojos y leí tu intención... Hace tiempo que Dios me ha dado una perspicacia asombrosa. No, no serás cristiano, si mi Dios no te ilumina; y mi Dios no te ha iluminado todavía.
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−Es verdad −declaró Morton confuso−, que mi conversión era fingida. ¿A qué negártelo? No podía ser de otra manera. Pero tú me debiste admitir tal cual yo iba en busca tuya; debiste confiar en que tal vez nos entenderíamos después de casados.
−Así lo pensé –repuso amorosamente la de Lantigua−. Yo decía para mí: «Él viene con engaño; pero cuando viva constantemente a mi lado, confundidos nuestros pensamientos como nuestra vida, yo le haré cristiano verdadero. Insensiblemente vendremos a pensar y creer lo mismo».
−¿Y por qué, por qué no has persistido en esa noble idea? –preguntó el israelita con desesperación−. ¿Por qué cuando yo estaba a punto de salvarte has huido, desairándome de un modo incomprensible?
−¡Ah!... Mi conciencia no me permitía privarte de tu madre. Yo la vi como una leona a quien han robado sus hijos. Las terribles injurias que dijo de ti, hiciéronme comprender la grandeza de su amor materno y de su fanatismo.
−Su fanatismo no es religioso, sino de raza.
−Lo mismo da. Al momento comprendí que ibas a perder a tu madre por mí. ¡Si vieras qué espantoso eco produjo en mi amor materno la desesperación de tu madre!... Lo que ella sentía lo sentía yo también. Pensé en mi hijo... ¡Ay de mí! Si yo viviera muchos años y le viera grande, y de improviso me abandonara para unirse a una mujer de otra religión... ¡Esta idea me mata!... Esto no se puede imaginar.
Mirando a su hijo exclamó con terror:
−¡Si yo viviera, si yo te viera grande y huyendo de mí para amar a una mujer enemiga de Jesucristo...!
Horrorizada se cubrió el rostro con ambas manos.
−¡La religión! −dijo Morton sombríamente−. ¡Siempre el mismo fantasma pavoroso que nos persigue para separarnos! Sombra terrible proyectada por nuestra conciencia, en todas partes la encontramos; no nos permite ni una idea libre, ni un sentimiento, ni un paso. Es en verdad tremendo que lo que viene de Dios parezca a veces una maldición.
−No hables así −dijo la joven con pena−. ¿Pues qué, hemos de afligirnos por estas contrariedades de la Tierra? La Tierra es pequeña, el Cielo grande. Aquí todo es esclavitud, allí libertad. Las aspiraciones sublimes del alma son aquí esfuerzos que se estrellan contra invencibles muros, allá son un vuelo majestuoso que no tiene fin. ¿Por qué te afanas? ¿Por qué das tanta importancia a lo que he hecho esta tarde? ¿Qué importa eso? Las separaciones de la Tierra son las uniones de allá.
−Tu fe es grande.
−Sí. Mi fe es grande, y la tuya lo será también, porque tú serás salvo, Dios hablará en ti, tú serás cristiano. No ha llegado la hora; pero llegará. Esto es en mí más claro que la luz. Además, ¿qué cosa enaltece y glorifica al alma tanto como el sacrificio? Yo quiero y debo hacerlo. Todo lo que aquí sea privación, allá será regalo.
−¡Pobrecita mía! Un exaltado idealismo te trastorna. Por piedad, no violentes la idea del sacrificio haciéndola contraria a las leyes que nos ha dado Dios. Si me amas, ¿a qué esa renuncia cruel?...
−Para salvarte. No hay redención sin víctima.
−Sí, yo aseguro que puede haberla.
−Tú serás salvo.
−Mi salvación es amarte: no quiero otra.
−Entrarás conmigo en el Paraíso.
−Estando a tu lado estoy en él.
−Yo vivo llena de tranquilidad; tú de agitación. Yo confío y espero, tú dudas. Yo abrigo la seguridad de nuestra dicha futura, pero tu alma, incapaz de comprender esto,
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vacila y lucha con los errores que la poseen. Pero ella saldrá de ese caos; merece la luz y la tendrá. ¡Ay, cuánto hubiera sentido morirme sin decirte estas cosas! Mi pena más grande, aquella a que no podía resignarme, era la de verme al borde del sepulcro y no tener un instante a mi disposición para poder decir esto que te digo. He delirado como los que se mueren; he sentido que la vida se iba acabando en mí... Desesperada y confusa he dicho mil disparates, he reído como los tontos... he notado que cada parte de mi ser se dislocaba con las contracciones de la muerte... No sé qué idea terrible, qué fuerza misteriosa me arrojó de mi cama y me trajo aquí. Entre tanto desvarío, mi pobre razón vio con claridad una cosa... que me robarías a mi hijo para poseerme en él. Mi tío me dijo que te había visto entrar en casa de Caifás... Sospeché. Yo me moría, pero no estaba muerta, y si hubiera estado muerta, habría resucitado... Salí, corrí, volé... ¡Qué dicha tan grande poderte confiar mis últimos pensamientos antes de morirme! Estos pensamientos me hubieran pesado mucho llevándomelos conmigo.
Inclinó la cabeza sobre el lecho cercano. Daniel acudió a ella.
−¡Oh, qué bien estoy aquí! −murmuró Gloria mirando a los ojos de su amigo a distancia de pocos dedos−. ¡Mi hijo!, ¡tú!... lo que más quiero en el mundo.
−Esos son los sentimientos más legítimos, más naturales y más caros a tu Dios y a todos los dioses −afirmó Daniel−. ¿Por qué no has ajustado tus acciones a ellos, despreciando todo lo demás?
−Amigo querido −dijo ella cerrando los ojos−, Dios me demuestra su bondad, permitiéndome morir así.
−No pienses en muerte −indicó Daniel vivamente alarmado del aspecto abatido de su amiga−. ¿Quieres que llame?... ¿Qué tienes?
−Nada, nada −repuso Gloria mirándole más de cerca aún, tan de cerca que los ojos de entrambos cambiaban sus reflejos de pupila a pupila−. No llames a nadie. Si entrara alguien, no estaríamos solos. ¡Qué bien me siento! ¿En dónde está mi hijo?
−Aquí, ¿no lo ves?
−¿Quieres hacerme un favor?
−¿Qué?
−¡Ay, no puedo moverme. Parece que todo lo que hay en mí de vida se detiene y sólo queda con movimiento el incansable corazón. Levántame en tus brazos y recuéstame en ese lecho. Pon después al niño junto a mí...
Daniel hizo lo que ella le mandaba.
−Voy a llamar.
−No, te ruego que no llames. No necesito nada. Estoy muy bien. Me siento ahora como nunca. Pero dime, ¿estamos solos?
−Enteramente solos... ¿Por qué no duermes, alma mía? −dijo el hebreo abrazando con pasión su hermosa cabeza.
−A eso voy, querido –replicó ella con festiva confianza−. Y te aseguro que tardaré un ratito en despertar.
−Espera, llamaré a esa mujer −repitió Morton cada vez más inquieto.
−Si la llamas me voy a dormir a mi casa −dijo Gloria deteniéndole por un brazo−. Para el mal que yo siento, tu compañía sola y la de este niño es la medicina mejor.
−¡Oh, qué benditas palabras estás diciendo! −exclamó Daniel trastornado de júbilo y emoción−. ¡Y siendo como eres, no puedo llamarte mi esposa! Esto es un crimen, un crimen horrendo, del cual Dios, tu Dios o el mío, cualquiera de ellos, nos ha de pedir cuenta en la otra vida.
−Ves esto con mirada baja y pequeña. Yo llevo la idea de nuestros desposorios por caminos más altos. Tú lo verás cuando seas salvo, y entonces me darás las gracias, pobre ciego... Pero dime, ¿estamos en efecto solos?
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−Solos. ¡Ay, si pudiéramos estar así toda la vida, si pudiéramos huir, romper con todo el mundo, labrarnos un mundo para nosotros...! Si pudiéramos gozar de esta grata soledad perpetuamente, ¡cuán pronto, querida mía, derribaríamos los vanos altares en cuya piedra nos han degollado, y levantaríamos en su lugar otro, uno solo para los dos!
−Eso sucederá cuando tú vengas a Jesucristo −repuso la joven con alegría−. Yo estaré entonces muy lejos; pero por grande que sea la inmensidad infinita, te reconoceré en ella y te daré la mano.
−¡Jesucristo!... ¡Siempre ese nombre!...
−¡Siempre! Sé que entrarás en su reino y ese es mi consuelo, la idea que me ha salvado de la desesperación y del infierno, proporcionándome una dulce muerte, la purificación de mi alma y la seguridad de mi entrada en el Cielo. Por esa idea, la muerte es dulce para mí, y ella basta a llenar de gozo mis últimos momentos.
−Por Dios, no hables de morir... Vivirás y serás mía. Dame la mano.
−¡El corazón te doy! −exclamo Gloria con la voz más divina que puede oírse, tomando la mano de su amigo y oprimiéndola contra su pecho−. Desde que al nacer dio el primer latido fue tuyo. Te amó judío lo mismo que te habría amado cristiano, porque te amó en Jesucristo para quien todos los hombres son iguales. Esposo…, te doy con la boca el mismo nombre que hace tiempo y a todas horas te doy con mi pensamiento. He vivido en ti y en ti muero.
−Y sin embargo, cruel, tuya es la culpa de nuestra separación, porque siendo sin saberlo cómplice de mi madre, has desbaratado juntamente con ella mi proyecto.
−Lo he desbaratado porque hubiera tenido sobre mi conciencia la desesperación de tu madre. Al verla dije: «Antes moriré que poner discordia entre un hijo y una madre». Además tu conversión no era sincera. Sobre todas las cosas me cautivaba en aquella hora la idea de que este horrible conflicto en que se encuentran nuestras almas no había de concluir sino por un gran sacrificio, y de que este sacrificio debía hacerlo yo... Y no dará sus frutos en este mundo miserable, sino en otro, allá donde brotan y se alzan llenas de aromas y bellezas las flores cuya semilla hemos arrojado aquí.
−Yo admiro tu sacrificio, pero no lo comprendo −afirmó Daniel con amargura−. Esa solución de que hablas, ¿dónde ha de ser realidad? ¿En ese horrible convento donde te encerrarás desde mañana?
−No, en el Cielo −repuso Gloria con angelical sonrisa−. Me alegro de que la muerte me impida ir al convento. Así es mejor, mucho mejor. En el convento me habría sido imposible convertir el amor que te tengo en la pasión mística que mi tía me recomienda como modelo de perfección cristiana, me habría sido imposible olvidar a mi hijo y dejar de consagrarle todas las horas. De este modo, muriendo después de haber renunciado a todos los goces, creo haber llevado bastante mi cruz, y expiro confiando en que Dios ha de salvarnos a los dos.
−¡No: tú no morirás, Gloria, no morirás todavía! −exclamó Daniel besando su frente− pero si murieras, tu muerte sería un suicidio, habrías sucumbido a esa insensata mortificación moral, a esa bárbara renuncia de bienes legítimos. ¡Pobre ángel extraviado! Has estado matándote lentamente, día tras día. El padecer será meritorio; pero el padecer por el padecer no puede ser una religión. Sacrificas un porvenir que podría ser risueño; ahogas una familia naciente. Siempre que se puede hacer el bien, debe hacerse en vida, mayormente si se hace también a los demás. Tú, impidiendo que nos entendiéramos, impidiendo que nos uniéramos en vínculo civil, para poder llegar a la reconciliación de nuestras ideas, te has matado a ti propia y me has matado a mí, y difieres nuestra dicha y nuestra unión para la otra vida, pudiendo haberla realizado en esta. Te entrometes en la obra de Dios, querida.
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−No eres cristiano: ¿cómo has de comprender esto? ¡Pero ya lo comprenderás!... En este mundo no podía ser yo tu esposa, porque tu conversión era una falsedad. No hay que afligirse: el alma es libre, y su inmortalidad le ofrece tiempo, caminos sin fin para alcanzar el bien que desea... Yo muero con gozo, y muriendo siento inefable regocijo al decirte: «Daniel, tú serás salvo, por mi mediación». Mi fe en Jesucristo me inspira esta confianza.
Debilitándose su voz, empezó a temblar con leves convulsiones.
−Tengo frío −murmuró−; abrígame. Que estos últimos cuidados que me prestas sirvan para fijar más en ti mi memoria. Dios me ha concedido el beneficio de morir en tus brazos, para que de este modo mi muerte selle tu persona y quedes marcado para la redención que vendrá.
−No hables de morir, no hables de eso −exclamó Daniel, arropándola con las mantas.
−Hace tiempo que estoy muriendo. Mi corazón, que es el que tiene la herida, me anunció el fin. Ahora mismo parece que él está tirando, tirando para arrancar sus propias raíces.
−Tu delirio te engaña. Vive, aunque no seas para mí, aunque mueras de otro modo en esa equivocada perfección del convento cristiano.
−¡Qué bueno ha sido Dios para mí!... ¡Sí, qué bueno! −dijo Gloria−. Bueno, porque me permite morir a tu lado, bueno porque me evita entrar en el claustro, donde tu recuerdo y el de mi hijo no me habrían permitido ser santa. ¡Oh, qué imperfecta soy! En mí todo es humano. El misticismo, esa singular manera de amar a Dios con pasión, sobresalto y congojas de enamoramiento no caben en mi espíritu. Muero sin poder desarraigar de mi pecho lo mundano. Pero Jesucristo, a quien adoro, tendrá misericordia de mí, me enseñará otros caminos mejores, y aprenderé el amor divino y me abrasaré con gozo en esa pasión, siempre que en ella haya algo de ti y de mi hijo, pues sin uno y otro no comprendo nada de amor.
Debilitándose más, añadió:
−Me siento morir. Yo creo que estoy muerta ya y que hablo y te miro por especial favor de Dios, para que no te quedes solo todavía. Todo en mi ser se acaba. Toca mi corazón, verás cómo apenas late. Mi vista se turba ya... ¿En dónde está mi hijo?
−Aquí... ¿No lo ves?
La infeliz madre se volvió sobre su derecha para abrazar al pobre niño, que seguía durmiendo.
−Un favor te pido, segura de que me lo has de conceder −dijo tomando la mano de su amigo.
−¿Qué favor?
−Que no robes a mi hijo, ni lo compres, ni intentes arrebatarlo jamás a la patria y a la familia de su madre. Quiero que sea educado entre cristianos.
−Yo te juro que se cumplirá tu deseo −repuso él con voz turbada.
−No te alejes, esposo mío, no te separes de mí ni un solo momento.
−Si estoy aquí...
Daniel, observándola con terror, vio que sus facciones tomaban un tinte lúgubre y que sus hermosos ojos se nublaban.
−¡Qué placer! −exclamó ella cerrando los ojos y estrechando con su brazo derecho al pobre niño, que seguía durmiendo−. Te suplico que ames mucho a mis tíos; pues todos son buenos y han deseado mi bien... Me enterrarán al lado de mi padre y de mis hermanitos.
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Horrible angustia sintió el hebreo. Comprendiendo la gravedad del estado de Gloria, no se atrevía a separarse de ella. Y sin embargo, era indispensable llamar, pedir socorro. Llamó a la dueña de la casa, pero nadie le respondió.
−¿Están ahí mis tíos? −dijo Gloria abriendo los ojos−. Sí, les veo, ahí están. Sentiría no despedirme de ellos... Ya, querida tía, estará usted contenta de mí. El sacrificio que usted me pedía, ¿no está hecho? La renuncia que usted me aconsejaba, ¿no está hecha?
Su espíritu, después del período de lucidez, había sido de nuevo arrastrado a las tenebrosas corrientes circulares del delirio, estado vertiginoso tan semejante a los remolinos del agua en la tromba.
−Pero la idea de usted, querida tía −prosiguió la enferma−, no ha podido triunfar completamente en mí, y al presentarme delante de Dios, le ofrezco las prendas de mi corazón y los nobles afectos de que no puedo desprenderme... ¡Oh Dios mío! No me es posible amarte como a un novio. No te veo grande y superior a todas las cosas, sino cuando veo bajo tu sombra a los que he querido en el mundo. Por Ti mi esposo y mi hijo subirán conmigo a descansar a la sombra de ese árbol celestial en cuyas ramas cantan los ángeles.
Su voz se fue apagando y sus facciones se alteraron demacrándose. Morton no pudo resistir más aquella situación y salió corriendo. En la sala inmediata no había nadie. Vio una puerta que conducía a oscuro pasillo, entró por él, y después de andar regular trecho en tinieblas, salió a un recinto alumbrado: era una iglesia. En el altar donde ardían algunas luces, un pobre y humilde cura con la casulla raída empezaba la misa de alba. La tercera parte de la iglesia estaba llena de aldeanos. Morton desde la puerta de la sacristía gritó con todas las fuerzas de su voz:
−¡Socorro!
Mientras él estuvo fuera, Gloria, sin notar su ausencia, hablaba de este modo:
−¡Oh querido tío..., ha vencido usted... Qué grato consuelo para mí!... Mi conciencia no me acusa de nada, y muero tranquila con la santa absolución que usted me dio esta tarde en nuestra capilla. ¿Está usted contento de mí? Lo espero... Ningún nuevo pecado tengo que revelar. ¿No dije que me era imposible dejar de amarle? Si ahora está a mi lado, no le acuse usted a él. Yo he venido aquí y he venido sin culpa. Dios nos ha puesto juntos, en señal de nuestra unión eterna, allá donde no hay más que una religión... Usted llora, querido tío, ¿por qué? Soy feliz. Esta tarde, al confesarme, le dije que me cautivaba la idea del sacrificio y que deseaba hacerlo. Usted no lo aprobó, aconsejándome el casamiento que ya era posible... pero se presentó la madre, surgieron obstáculos... aproveché la ocasión, me declaré libre... renuncié. ¿Qué mayor gozo que realizar en el Cielo fácilmente lo que en la tierra es tan difícil?... Usted sonríe. ¿No es verdad que tengo razón? ¡Bendita sea esta grandiosa idea! ¡Renunciar para poseer! ¡Morir para vivir! ¡Decir que no para que Dios nos diga sí!... Bienaventurados los que padecen... Usted llora, querido tío, y llorando me bendice... Ya estoy cerca, adiós...
Morton volvió corriendo al lado de ella. Tras él venían María Juana y otras dos mujeres.
−¡Se muere, se muere! −exclamó Daniel con desesperación.
−Avisemos a la casa.
−Sí, sí. ¿No hay un médico aquí?
−Sí señor: le llamaremos... Corre, corre tú...
−Gloria, Gloria −gritó el hebreo llamando a su amiga−. ¿No me oyes?
−Sí −contestó con entera voz−. Esposo, esposo mío, soy feliz, porque estaré unida a ti en la vida sin fin. ¿Dónde estás?
−Aquí... contigo..., ¿no me ves?
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−¿Y mi hijo?
−Aquí también.
−Ya te veo, ya le veo −exclamó demostrando en su mirar y en el tono de su voz que se hallaba de nuevo en estado de lucidez.
Su espíritu aleteaba entre el cielo y la tierra. Daniel la besó ardientemente, intentando reanimar, con el calor de su boca, aquel hermoso cuerpo, que iba cayendo en el frío abismo de la muerte. Abrió Gloria los ojos, y su mirada parecía una resurrección, porque puso en ella toda la expresión, toda la vida, todo el sentimiento y la gracia de sus más felices días. Al mismo tiempo sonreía. La que había sido gala de la tierra y regocijo de la humanidad, se detenía aún en la puerta del cielo, y vuelta hacia el valle de lágrimas, le consagraba su última mirada y su sonrisa última, como el desterrado que ha tomado cariño al país de su destierro y desde la frontera de su patria lo contempla. Elevando entonces los ojos al cielo, y enlazando sus manos con las del autor de su desgracia, exclamó:
−Creo en Dios, en mi alma inmortal, inmerecedora del bien si Jesucristo no la hubiera redimido del pecado original, creo en Jesucristo, que murió por salvarnos, en el juicio final, en la remisión de los pecados...
Con los labios, con el corazón que se le partía de dolor, y expulsando el juicio de sí en aquel instante supremo, Daniel replicó:
−También yo creeré todo lo que tú crees.
La moribunda hizo un esfuerzo por incorporarse murmurando:
−En Jesucristo.
−También −dijo Morton, creyéndose el más cruel de los hombres si no lo decía.
−En el único Dios −añadió ella.
−¡Esa, esa... esa es la mejor religión!... −exclamó el israelita estrechándola en sus brazos con delicadeza−. Creo en ti, en la fuerza inmensa de tu espíritu divino, al cual espero estar unido por toda la vida, allá donde no hay más que una religión.
−¡La mía! −balbució la moribunda con sonrisa inefable.
−¡La nuestra! −dijo Morton traspasado de angustia.
Hubo un instante de silencio. El hombre contempló en las pupilas de su amada el tenebroso hundimiento de la vida en los abismos ocultos, cuya luz no vemos los de acá. Sintiose fuertemente asido, como presa que va a ser arrastrada, y con los últimos alientos de la joven oyó estas palabras.
−Mañana... mañana serás conmigo en el Paraíso.
Todo el movimiento y la fuerza nerviosa que estrechaban el cuello del hebreo cesaron. Separose la persona de Gloria de la armonía de lo viviente y su bella faz se fue apagando como ascua, quedando en perfecta calma aquella ceniza hermosa y tibia, a cada instante más fría, más blanca, más inmóvil. Creyérase que aún susurraba la vida en sus labios; mas era ilusión. Era que persistía la expresión sublime de sus sentimientos, aquella ceniza sin lumbre amaba al parecer todavía. Los ángeles, acercándose suavemente, la tocaron con sus blandas manos, la examinaron, la suspendieron, y el fatigado espíritu suspiró al tener conciencia de su nueva vida. A punto que el alma libre tendía su primera mirada por lo infinito, Daniel Morton oyó las campanas que dentro y fuera de la iglesia sonaban con estrépito. Era el momento en que el cura cantaba con su vieja vocecilla Gloria in excelsis Deo. Todo era alegría en memoria de la resurrección del Señor.
XXXIII
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Todo acabó
Poco después entró a iluminar el fúnebre cuadro un rayo de sol, única antorcha digna de tal cadáver. Con el día llegaron anhelantes y llenos de congoja don Buenaventura, Serafinita y varios criados de la casa. Fácilmente se comprenderá su consternación al ver lo que encerraba la triste alcoba, donde los gemidos de un hombre y el llanto de un niño que se comía los puños hacían más tétrico el silencio inalterable de aquellos labios cuyas palabras habían dado alegría al mundo.
Serafinita cayó de rodillas invocando al Señor, y su hermano, pasado el primer momento de sorpresa y dolor, pidió explicaciones que no le fueron dadas. Más tarde, y cuando lo que restaba de la señorita fue trasladado a Ficóbriga, don Buenaventura, a quien acompañó por el camino el hebreo, parecía no tener dudas acerca de la inocencia de este en tan desastroso fin. Don Ángel, medio muerto de pena, no quiso salir de su habitación. Madama Esther, encerrada también en la suya, tenía los ojos encendidos de tanto llorar. Fue un día de general lástima y pena en la villa marítima, y el tiempo apacible desapareció, poniéndose oscuro el cielo, ceñudo y llorón. Corrían los vientos, y quejándose alborotada la mar, dejaba oír en toda la costa sus mugidores ayes.
A la mañana siguiente hubo entierro, al que asistió gran gentío, la mayor parte de él por verla; que ninguna curiosidad es tan viva como la que inspiran los muertos que en vida han sido objeto de la atención pública. Muchos lloraban durante la triste ceremonia; Caifás parecía un muerto que salía del hoyo para enterrar a un vivo; el cura, dragón formidable de los mares y de los montes, sollozaba como un niño; don Juan Amarillo simbolizaba correctamente la tristeza oficial; algunos asistentes decían con más asombro que compasión:
−Todavía está guapa.
A las diez de la mañana la tierra había ya pasado su nivel sobre el cuerpo, y el mundo seguía su marcha. Ideas y acontecimientos, todo volteaba en la rueda fatal, dejando atrás aquella idea y aquel suceso caídos ya y segregados del movimiento humano. En tal movimiento debemos comprender la dispersión de los personajes principales de esta historia, dispersión lúgubre y oscura, como la retirada de los ejércitos que han dado encarnizadas batallas sin victoria. También aquellos nobles corazones habían venido de lejanas y contrapuestas tierras para pelear; habían peleado y se retiraban después chorreando sangre preciosa. ¿Quién los lanzó al bárbaro combate? ¿Volverían a empeñarlo? La querella subsistía, subsiste y subsistirá pavorosa, y antes de que se acabe, muchas Glorias sucumbirán, ofreciéndose como víctimas para aplacar al formidable monstruo que toca con la mitad de sus horribles patas a la historia y con la otra mitad a la filosofía, monstruo que no tiene nombre, y que si lo tuviera lo formaría juntando lo más bello, que es la religión, con lo más vil, que es la discordia; muchas Glorias sucumbirán, sí, arrebatándose del mundo que encuentran despreciable a causa de las disputas, y corriendo a presentar su querella ante el Juez absoluto.
En el mismo día partieron don Ángel y su hermana, el uno para su diócesis, la otra para su convento o antesala de la bienaventuranza eterna. Partieron también los hebreos, como desterrados. Don Buenaventura se quedó dos días más para arreglar ciertas cosas; pero al fin marchó también. Rechinaron las llaves de la casa, se cerró todo; no quedó allí más que el viento, que jugaba con las persianas rotas y daba vueltas por las cuatro fachadas. De la que regocijaba el universo con su presencia no quedaba nada visible, y donde ella vivió no había más que soledad, olvido, silencio.
El año pasado, o si se quiere, cuatro años después de los sucesos referidos, vimos restaurada la casa de Lantigua. Don Juan Amarillo no había podido atrapar tan hermosa
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finca y estaba lívido de desesperación, tristeza y codicia, por lo cual burlonamente le llamaban los de Ficóbriga don Juan Verde. Su esposa, atacada de una ictericia crónica, se consumía tristemente roída por un diente de cobre que le destrozaba las entrañas.
Habiendo conservado la casa para sí, don Buenaventura, pasaba en ella los veranos con su simpática familia. De la señorita Gloria nadie o casi nadie se acordaba ya. La aureola de memorias humanas se había marchitado en su frente; pero, ¿qué le importaba si tenía otra de luz inextinguible, cuyo resplandor, no por sernos oculto es menos vivo? Sobre su tumba grabaron catorce apellidos. Don Silvestre quiso que se pusiera también un verso, un elogio, cualquier cosita aconsonantada de esas que constituyen la fúnebre gacetilla de los cementerios; pero don Buenaventura no lo consintió. El olvido en que poco a poco ha ido quedando su preciosa memoria debe de ser para ella muy placentero, si desde la celestial inmortalidad donde reside puede dirigir una mirada de compasión a Ficóbriga.
De Serafinita se tenían noticias edificantes. Su santidad crecía sin que disminuyera su bondad, lo que era garantía de la salvación de alma tan notable. Don Ángel no volvió más a Ficóbriga, y seguía gobernando su diócesis como él sabía hacerlo. Ahora se dice que le trasladarán a otro arzobispado de más importancia, y en verdad lo merece. Recordaba siempre con amargo disgusto los sucesos del Sábado Santo de aquel año y la problemática conversión..., ¿pero qué podía él hacer, santo varón en medio de la terrible batalla de las conciencias? Si en aquel día no entró alma nueva en el reino de Dios, no fue por culpa del digno y solícito pastor.
En el mismo año a que me refiero, es decir, cuatro después de aquella Semana Santa célebre en Ficóbriga por sus espléndidas procesiones (y no hubo más, porque don Buenaventura dedicó su dinero a empedrar la villa), cuatro años más tarde, repito, un precioso niño jugaba en el jardín de Lantigua. Era y es la imagen viva de aquel chicuelo divino, cuyos ojos tan lindos como inteligentes miraron con amor al mundo antes de reformarlo. Diríase de él que no nació de madre, sino por milagro del arte y de la fe, recibiendo cuerpo y vida de la ardiente inspiración de Murillo. En Ficóbriga le llamaban y le llaman el Nazarenito. Tiene los ojos de su madre y el perfil de su padre, gracia, armonía, cierta severidad, lumbre extraordinaria en la fisonomía, el cabello castaño y rizoso. Todos le adoran; le crían hasta con mimo, porque don Buenaventura no sabe negarle nada, y es de oír el horrible estrépito que hacen en la casa sus caballos de palo, sus aros con timbre, sus carretones, sus trompetas, sus velocípedos, sus fusiles, sus tambores y demás instrumentos de juego con que le obsequian un día y otro sus primitas, su mamá Antonia y su tío Ventura.
Entonces, es decir, el año pasado, vestía de luto. Él no supo por qué; pero había una razón y era que su padre había muerto en Londres. ¿De qué clase de muerte?, mejor dicho, ¿de qué enfermedad? De una que no tiene nombre. Había muerto después de dos años de locura, motivada por la extraña y sin igual manía de buscar una religión nueva, la religión única, la religión del porvenir. Él decía que la había encontrado. ¡Pobre hombre!... Meditando se consumió, perdió la razón, y al fin se apagó como una lámpara a la cual dan un soplo.
¿Encontraría su ideal allá donde alguien le esperaba impaciente y quizás con hastío del Paraíso mientras él no llegase?... Es preciso contestar categóricamente que sí o dar por no escrito el presente libro.
Y en tanto, ¿no debemos aspirar a que sea verdad en lo posible lo que soñaron la enamorada de Ficóbriga y el loco de Londres? Tú, precioso y activo niño Jesús, estás llamado sin duda a intentarlo; tú, que naciste del conflicto y eres la personificación más hermosa de la humanidad emancipada de los antagonismos religiosos por virtud del
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amor; tú, que en una sola persona llevas sangre de enemigas razas, y eres el símbolo en que se han fundido dos conciencias, harás sin duda algo grande.
Hoy juegas y ríes e ignoras; pero tú tendrás treinta y tres años, y entonces quizás tu historia sea digna de ser contada, como lo fue la de tus padres.
Madrid, marzo, abril, mayo de 1877.
FIN DE LA NOVELA