Edición de referencia: Torquemada y San Pedro, La Guirnalda, Madrid, 1895.
Intervenciones: Actualización ortográfica.
Torquemada y San Pedro
Benito Pérez Galdós
Primera parte
− I −
Las primeras claridades de un amanecer lento y pitañoso, como de enero, colándose por claraboyas y tragaluces en el interior del que fue palacio de Gravelinas, iban despertando todas las cosas del sueño de la oscuridad, sacándolas, como quien dice, de la nada negra a la vida pictórica... En la armería, la luz matinal puso el primer toque de color en el plumaje de yelmos y morriones; modeló después con trazo firme los petos y espaldares, los brazales y coseletes, hasta encajar por entero las gallardísimas figuras, en quien no es difícil ver catadura de seres vivos, porque la costra de bruñido hierro cuerpo es de persona monstruosa y terrorífica, y dentro de aquel vacío, ¡quién sabe si se esconde un alma!... Todo podría ser. Los de a caballo, embrazando la adarga, en actitud de torneo más que de guerra, tomaríanse por inmensos juguetes que fueron solaz de la Historia cuando era niña... En alguno de los guerreros de a pie, cuando ya la luz del día determinaba por entero sus formas, podía observarse que los maniquíes, vestidos del pesado traje de acero, se aburrían soberanamente, hartos ya de la inmovilidad que desencajaba sus músculos de cartón, y del plumero que les limpiaba la cara un sábado y otro, en miles de semanas. Las manos podridas, con algún dedo de menos, y los demás tiesos, no habrían podido sostener la lanza o el mandoble, si no se los ataran con un tosco bramante. En lo alto de aquel lindo museo, las banderas blancas con la cruz de San Andrés colgaban mustias, polvorosas, deshilachadas, recordando los tiempos felices en que ondeaban al aire, en las bizarras galeras del Tirreno y del Adriático.
Del riquísimo archivo se posesionó la claridad matutina en un abrir de ojos, o de ventanas. En la cavidad espaciosa, de elevado techo, fría como un panteón, y solitaria como templo de la sabiduría, rara vez entraba persona viviente, fuera del criado encargado de la limpieza, y de algún erudito escudriñador de rarezas bibliográficas. La estantería de alambradas puertas cubría toda la pared hasta la escocia, y por los huequecillos de la red metálica confusamente se distinguían lomos de pergamino, cantos de ceñidos legajos amarillentos, y formas diversas de papelorio rancio, que despedía olor de Historia. Al entrar la vigilante luz, retirábase cauteloso a su domicilio el ratón más trasnochador de aquellas soledades: contento y ahíto iba el muy tuno, seguido de toda la familia, pues entre padres, hijos, sobrinos y nietos, se habían cenado en amor y compaña una de las más interesantes cartas del Gran Capitán al Rey Católico, y parte de un curiosísimo Inventario de alhajas y cuadros pertenecientes al virrey de Nápoles, don Pedro Téllez Girón, el Grande de Osuna. Estos y otros escandalosos festines ocurrían por haberse muerto de cólico miserere el gato que allí campaba, y no
haberse cuidado los señores de proveer la plaza nombrando nuevo gato, o gobernador de aquellos oscuros reinos.
Los rasgados ventanales del archivo y armería daban a un patio, medianero entre aquellos y el cuerpo principal del palacio, el cual, por dormir en él mucha y diversa gente, tardó algo más en ser invadido por los resplandores del día. Pero al fin, la grande y suntuosa mansión revivió toda entera, y la quietud se trocó casi de súbito en movimiento, el silencio nocturno en mil rebullicios que de una y otra parte salían. El patio aquel comunicaba por un luengo pasadizo, que más bien parecía túnel, con el departamento de las cocheras y cuadras, que el último duque de Gravelinas, concienzudo sportman, había construido de nueva planta, con todos los refinamientos y perfiles del gusto inglés en estas graves materias. Por allí se iniciaron los primeros ruidos y desperezos del diario trajín, patadas de hombres y animales, el golpe de la pezuña suave y el chapoteo duro de los zuecos sobre los adoquines encharcados, voces, ternos y cantorios.
En el primer patio aparecieron multitud de criados, por diferentes puertas, mujeres que encendían braseros, chicos mocosos con bufanda al cuello y mendrugo en boca, que salían a dar el primer brinco del día sobre el empedrado, o sobre la hierba. Un hombre con cara episcopal, gorra de seda, pantuflas de orillo, chaleco de bayona y un gabán viejo sobre los hombros, llamaba a los rezagados, daba prisa a los perezosos, achuchones a los pequeñuelos, y a todos el ejemplo de su actividad y diligencia. Minutos después de su aparición, se le veía en una ventana baja, afeitándose con tanta presteza como esmero. Su rozagante cara resplandecía como un sol, cuando volvió a salir, después de bien lavado, para seguir dando órdenes con voz autoritaria y acento francés. Una mujer de lengua muy suelta y puro sonsonete andaluz, disputaba con él, ridiculizando sus prisas; pero al fin no tuvo más remedio que apencar, y allá sacó a tirones, de las sábanas, a un chicarrón muy guapo, y llevándole de una oreja, le hizo zambullir la jeta en agua fría, le lavó y enjugó muy bien. Después de peinarle con maternal esmero, le puso el plastrón lustroso y duro, y un corbatín blanco que le mantenía rígida la cabeza como el puño de un bastón.
Otro asomó con pipa en la boca, la mano izquierda metida en una bota de lacayo, cual si fuera un guante, y en la diestra un cepillo. Sin respeto al franchute, ni a la andaluza ni a los demás, empezó a vociferar colérico, gritando en medio del pasillo:
−¡Cuajo... por vida del cuajo, y del recuajo, esto es una ladronera!... ¡Quisiera ver al cochino que me ha birlado mi betún!... ¡Le quitan a uno su betún, y la sangre, y el cuajo de las ternillas!
Nadie le hacía caso. Y en medio del patio, otro, con zuecos y mandil, chillaba furioso:
−¿Quién ha cogido una de las esponjas de la cuadra? ¡Dios, que ésta es la de todos los días, y aquí no hay gobierno, ni ministración, ni orden público!
−Toma tu esponja, mala sangre −gritó una voz mujeril desde una de las ventanas altas−, para que puedas lavarte la tiña.
Se la tiró desde arriba, y le dio en mitad de la cara con tanta fuerza, que si fuera piedra le habría deshecho las narices. Risas y chacota; y el maldito francés dando prisa con paternales insinuaciones. Ya se había endilgado, sobre la gruesa elástica, la camisola de pechera almidonada y brillante, disponiéndose a completar su atavío, no sin dirigir a pinches y marmitones advertencias muy del caso para desayunarse todos pronto y bien.
Los pasillos de aquel departamento convergían, por la parte opuesta al patio, en una gran cuadra o sala de tránsito, que de un lado daba paso a las cocinas, de otro a la estancia del planchado y arreglo de ropa. En el fondo, una ancha puerta, cubierta de
pesado cortinón de fieltro, comunicaba con las extensas logias y cámaras de la morada ducal. En aquel espacioso recinto, que la servidumbre solía llamar el cuartón, una mujer encendía hornillas y anafes, otra braseros, y un criado, con mandil hasta los pies, ponía en ordenada línea varios pares de botas, que luego iba limpiando por riguroso turno.
−Pronto, pronto las del señor −díjole otro que presuroso entraba por la puerta del fondo−. Estas, tontín, las gruesas... Ya se ha levantado, y allá le tienes dando zancajos por el cuarto, y rezándole al demonio padrenuestros y Biblias.
−¡Anda!, que espere −replicó el que limpiaba−. Se las pondré como el oro. No podrá él hacer lo mismo con la sarna que tiene en su alma.
−A callar −díjole un tercero, añadiendo a la palabra un amistoso puntapié.
−¿Qué comes? −preguntó el embetunador viendo que mascullaba.
−Pan y unas miserias de lengua trufada.
De la próxima cocina venía fuerte aroma de café. Allá acudieron uno tras otro, y el de las botas, con la mano izquierda metida en una, alargó la derecha para coger, del plato que presentaba un marmitón, tajadas de fiambres exquisitos. El francés se apipaba de lo lindo, y todos le imitaron, mascullando a dos carrillos, a medio vestir unos, otros en mangas de camisa y con las greñas sin peinar.
−Prisa, prisita, amigos míos, que a las nueve hemos de ir todos a la misa. Ya oísteis anoche. Vestida toda la servidumbre.
El portero se había enfundado ya en su librea, que hasta los pies le cubría, y se refregaba las manos pidiendo café bien caliente. El ayuda de cámara recomendaba que no se dejase para lo último el chocolate del señor Marqués.
−Al tío Tor −dijo una voz bronca, que debía de ser de alguno de la cuadra−, no le gusta más que el de a tres reales, hecho con polvo de ladrillo y bellotas...
−¡Silencio!
−Es hombre, como quien dice, de principios bastos, y por él, comería como un pobre. Come a lo rico porque no digan.
−¡A callar! ¿Quién quiere café?
−Yo y nosotros... Oye tú, Bizconde, saca la botella de aguardiente.
−La señora ha dicho que no haiga mañanas.
−Sácala te digo.
Un marmitón de blanco gorrete, bizco por más señas, repartió copitas de aguardiente, dándose prisa en el escanciar, como los otros en el beber, para que no les sorprendiera el jefe, que a tal hora solía presentarse en la cocina, y era hombre de mal genio, enemigo declarado, como la señora, de las mañanas. El francés recomendaba la sobriedad, «para no echar vaho»; pero él se empinó hasta tres copas, diciendo al concluir:
−Yo no doy olor: me lo quito con una pastilla de menta.
En esto, el estridor repentino y vibrante de un timbre, les hizo saltar a todos como poseídos de pánico.
−¡La señora!..., ¡la señora!.
Corrieron unos a concluir de vestirse, otros a proseguir en los menesteres que entre manos traían. Una que debía de ser doncella principal, se puso de un brinco en la puerta que al interior del palacio conducía, y desde allí gritó con voz de alarma:
−¡Despachaos, gandules, y a vestirse pronto!... El que falte ya se las verá con la señora.
Un segundo repiqueteo del sonoro timbre la llevó como el viento por galerías, salas y corredores sin fin.
− II −
−Es la misa que se celebra el 11 de cada mes, porque en día 11 parece que se tiró por el balcón un hermano de las señoras, que sufría de la vista −dijo el francés a su compañero y conciudadano el jefe, que acababa de entrar, y con él dos ayudantes, portadores de varios canastos bien repletos, con la compra del día. Indiferente a todo lo que no fuera su cometido en la casa, sacudió la ceniza de la pipa y la guardó, disponiéndose a cambiar las ropas de caballero por el blanco uniforme de capitán general de las cocinas. Se vestía en el cuarto del otro francés, y allí tenía sus pipas, las raciones de tabaco de hebra, y un buen repuesto de fiambres y licores para su uso particular.
Mientras el jefe de comedor cepillaba su frac, el de cocina revisaba en su carnet, retocando cifras, la cuenta de plaza.
−Ya, ya −murmuró−. Día 11. Por eso tenemos diez cubiertos al almuerzo... ¿Conque misa? Eso no va conmigo. Soy hugonote... Ahora recuerdo: delante de mí venía ese clérigo... Yo andaba deprisa, y le pasé en la esquina. Debe de haber entrado por la puerta grande.
−¡Eh, Ruperto!... −gritó el otro saliendo al pasillo−. Ya tienes ahí al padre Gamborena, que viene a echar la misa, y tú no has encendido la estufa de la sacristía.
−Sí señor: ya está. San Pedro, como le dice el señor Marqués por chunga, no ha llegado todavía.
−Corre..., entérate... A ver si está corriente todo el servicio del altar..., paños..., vino.
−Eso es cosa de Joselito... ¿Yo qué tengo que ver con la ropa de cura, ni con las vinajeras?
−Hay que multiplicarse −dijo el francés oficiosamente, poniéndose el frac y estirándose los cuellos−. ¡Si uno no mete su nariz en todo sale cada ciempiés!...
Tiró hacia las estancias palatinas, que por aquella parte empiezan en una extensa galería en escuadra, con luces a un patio. En las paredes, estampas antiguas de talla dulce, con marcos de caoba, y mapas de batallas en perspectiva caballera: el suelo, de pita roja y amarilla, como un resabio de las barras de Aragón: los cristales, velados por elegantísimos transparentes con escudos de Gravelinas, Trastamara y Grimaldi de Sicilia. Al término de esta galería, una gallardísima escalera conduce a las habitaciones propiamente vivideras de la suntuosa morada. En la planta baja todo es salones, la rotonda, el gran comedor, el invernadero y la capilla, restaurada por las señoras del Águila con exquisito gusto. Hacia ella iba el bueno del francés, cuando vio que por la gran crujía que arranca del vestíbulo y entrada principal del palacio, venía despacito, sombrero en mano, un clérigo de mediana estatura, calvo y de color sanguíneo. Hízole gran reverencia el fámulo; contestole el sacerdote con un movimiento de cabeza, y se metió en la sacristía, en cuya puerta le esperaba un lacayo de librea galoneada. Con éste cambió breves palabras el francés, intranquilo hasta no cerciorarse de que nada faltaba en la capilla; disparó después algunas chirigotas a la doncella que subía cargada de ropa; fue luego a echar un vistazo al comedor chico, y desde él sintió que un coche entraba en el portal. Oyose el pataleo de los caballos sobre el entarugado, después el golpe de la portezuela.
−Es la de Orozco −dijo el francés a su segundo, que ya tenía lista la mesa para los invitados que quisieran desayunarse después de la misa−. Dama de historia, ¿eh? Ella y la señora Marquesa son uña y carne.
En efecto, desde la puerta del comedor chico vio entrar a una esbelta dama, vestida de riguroso luto, que con la franqueza de una amistad íntima, se dirigió, sin ser
anunciada, a las habitaciones altas. Otras dos y un caballero entraron luego, pasando a un salón de la planta baja. De minuto en minuto aumentaba el rebullicio de la numerosa servidumbre, y daba gusto ver las pintorescas casacas, los blancos plastrones, los fraques elegantes de toda aquella chusma. A las nueve, bajó Cruz del Águila, dando el brazo a su amiga Augusta, y por la escalera se lamentaban de que Fidela, retenida en cama por un pertinaz ataque de influenza, no pudiera asistir a la misa. Pasaron al salón, y del salón, juntas con las otras damas, a la capilla, ocupando sitios de preferencia en el presbiterio. Lo demás lo llenó la servidumbre, hombres, mujeres y niños. Pasó revista la señora con su impertinente, a ver si faltaba alguno. No faltaban más que el jefe de la cocina, y el de la familia, excelentísimo señor marqués de San Eloy.
El cual, en el momento de empezar la misa, salió de su habitación tan destemplado y con los humores tan revueltos, que daba miedo verle. Calzado con gruesas botas relucientes, la gorra de seda negra encasquetada hasta las orejas, bata oscura de mucho abrigo, echose al pasillo dando tumbos y patadas, tosiendo ruidosamente, y masticando entre salivazos palabras de ira. Por una escalera interior bajó al patio de las cuadras, y no encontrando allí a ninguno de los funcionarios de aquella sección, descargó toda la rociada sobre un pobre anciano, que disfrutaba un mezquino jornal temporero, y que a la sazón barría las basuras, y cargaba de ellas una carretilla.
−¿Pero qué es esto, ñales? ¡El mejor día les pongo a todos en la calle, como me llamo Francisco! ¡Gandules, arrapiezos, dilapidadores de lo ajeno, canallas, sanguijuelas del Estado!... ¡Y ni tan siquiera avisasteis al veterinario para que vea la pata hinchada del Bobo (Boby, alazán, de silla) y el muermo de Marly (bayo normando, de tiro)! Que se me mueran, ¡cuerno!, y el coste de ellos os lo sacaré de las costillas. ¿Conque en misa? Vaya con las cosas que inventa esa para distraerme a toda la dependencia, y apartar al personal de sus obligaciones. ¡Ñales, reñales!...
Metiose luego por el cuartón, que era como el punto de cita de toda la servidumbre, y no viendo a nadie, siguió hacia el interior de la ducal morada, renegando y tosiendo y carraspeando; dio dos o tres vueltas por la galería de las estampas, y de los mapas de guerras y combates; por último, en la mitad de un terno que se le quedó atravesado entre los dientes, con parte de la grosería fuera, parte de ella dentro pegada a la lengua espumarajosa, hallose junto a la capilla, y oyó un sonoro tilín dos veces, tres.
−Ea, ya están alzando −dijo en un gruñido−. Yo no entro. ¿Ni a santo de qué había de entrar, malditas Biblias?
Volviose a su cuarto, donde acabó de vestirse, poniéndose levita, gabán y sombrero de copa, y empuñando en una mano los gruesos guantes de lana, en otra el bastón de puño de asta, que conservaba de sus tiempos de guerra, bajó de nuevo, a punto que terminaba el oficio divino, y los criados desfilaban presurosos, cada cual a su departamento. Las damas, dos caballeros graves, Taramundi, Donoso, y el señorito de San Salomó, que había ayudado la misa, subieron a ver a Fidela. Escabullose don Francisco, para evitar saludos, pues aquella mañana no le daba el naipe por las finuras. Cuando vio despejado el terreno, metiose de rondón en la sacristía, donde se hallaba solo el oficiante, ya despojado de la casulla y alba, y atento a un tazón de café riquísimo con escolta de tostaditas de pan y manteca, que encima de la cajonera le había puesto, en bandeja de plata, un lacayín muy mono.
−Pues llegué tarde a la misa −díjole don Francisco bruscamente, sin más saludo, ni preliminar de cortesía−, porque no me avisaron a tiempo. ¡Ya ve usted qué casa ésta! Total, que no quise entrar por no interrumpir... Y créame usted..., yo no estoy bueno, no señor, no estoy bueno... Debiera quedarme en la cama.
−¿Y quién le obliga a levantarse tan temprano? −dijo el clérigo, sin mirarle, tomando el primer sorbo de café−. ¡Pobrecito, se levanta para ir en busca de un triste jornal, y traer un par de panecillos y media libra de carne al palacio de Gravelinas!
−No es eso, ña..., no es eso... Me levanto porque no duermo. Me lo puede creer, no he pegado los ojos en toda la noche, señor San Pedro.
−¿De veras? ¿Por qué? −preguntole el clérigo con media rebanada entre los dientes y la otra en la mano−. Y entre paréntesis: ¿por qué me llama usted a mí San Pedro?
−¿No se lo dije?... Ya, ya le contaré. Es una historia de mis buenos tiempos. Llamo buenos tiempos aquellos en que tenía menos conquibus que ahora, en que sudaba hiel y vinagre para ganarlo, los tiempos en que perdí a mi único hijo, único no; quiero decir..., pues..., en que no conocía estas grandezas fantasiosas de ahora, ni había tenido que lamentar tanta y tanta vicisitud... Terrible fue la vicisitud de morírseme el chico; pero con ella y todo, vivía más tranquilo, más en mi elemento. Allí penaba también; pero tenía ratos de estar conmigo en mí, vamos, que descansaba en un oasis..., un oasis..., oasis.
Encantado de la palabra, la repitió tres veces.
−Y dígame ahora, ¿por qué no durmió anoche? ¿Acaso...?.
−Sí, sí; no pude dormir por lo que me dijo usted al retirarme de mi cuarto, como cifra y recopilación de aquel gran palique que echamos a solas. Velay.
− III −
−¡Bueno, bueno, bonísimo! −exclamó el sacerdote echándose a reír, y mojando, mojando, para comer después y beber con buen apetito.
¡Qué hombre aquel! Cuerpo más bien pequeño que grande, duro y fuerte, vestido de sotana muy limpia; cara curtida, toda cruzada de finísimas y paralelas arrugas, en series que arrancaban de los ojos hacia la frente y de la boca hacia la barba y carrillos; la tez tostada y sanguínea, como de hombre de mar, de esos que amamantó la tempestad, y que han llegado a la vejez en medio de las inclemencias del cielo y del agua, compartiendo su existencia entre la fe, emanada de lo alto, y la pesca, extraída de lo profundo. Lo característico de tal figura era la calva lustrosa, que empezaba al distenderse las arrugas de la frente y terminaba cerca de la nuca, convexidad espaciosa y reluciente, como calabaza de peregrino, bruñida por el tiempo y el roce. Un cerquillo de cabellos grises muy rizaditos, la limitaba en herradura, rematando encima de las orejas.
Y ahora que me acuerdo: otra cosa era en él tan característica como la calva. ¿Qué? Los ojos negros, de una dulzura angelical, ojos de doncella andaluza o de niño bonito, y un mirar que traía destellos de regiones celestiales, incomprendidas, antes adivinadas que vistas. Para completar tan simpática fisonomía, hay que añadir algo. ¿Qué? Un ligero cariz de raza o parentesco mongólico en las facciones, los párpados inferiores abultados y muy a flor de cara, las cejas un poco desviadas, la boca, barba y carrillos como queriendo aparecer en un mismo plano, un no sé qué de malicia japonesa en la sonrisa, o de socarronería de cara chinesca, sacada de las tazas de té. Y el buen Gamborena era de acá, alavés fronterizo de Navarra; pero había pasado gran parte de su vida en el extremo Oriente, combatiendo por Cristo contra Buda, y enojado éste de la persecución religiosa, estuvo mirándole a la cara años y más años, hasta dejar proyectados en ella algunos rasgos típicos de la suya. ¿Será verdad que las personas se parecen a lo que están viendo siempre?... Era tan sólo un vago aire de familia, un nada,
que tan pronto se acentuaba como se desvanecía, según la intención con que mirase, o la mónita con que sonriese. Fuera de esto, toda la cabeza parecía de talla pintada, como imagen antiquísima que la devoción conserva limpia y reluciente.
−¡Ah! −exclamó el beato Gamborena arqueando las cejas, con lo cual las dos series de arruguitas curvas se extendieron hasta la mitad del cráneo−. Alguna vez había de oír mi señor marqués de San Eloy la verdad esencial, la que no se tuerce ni se vicia con la cortesía mundana.
Don Francisco, elevando al techo sus miradas y dando un gran suspiro, exclamó a su vez:
−¡Ah!...
Miráronse los dos un rato, y el clérigo acabó su desayuno.
−Toda la noche −dijo al fin el tacaño−, me la he pasado revolviéndome en la cama como si las sábanas fueran un zarzal, y pensando en ello, en lo mismo, en lo que usted me... manifestó. Y no veía la hora de que llegase el día para levantarme, y correr en busca de usted, y pedirle que me lo explique, que me lo explique mejor...
−Pues ahora mismo, señor don Francisco de mi alma.
−No, no, ahora no −replicó el Marqués con recelo, mirando a la puerta−. Es cosa de que nos lo parlemos usted y yo solitos, ¡cuidado!, y ahora...
−Sí, sí, nos interrumpirían quizás...
−Y además, yo tengo que salir...
−A correr tras de los negocios. ¡Pobre jornalero del millón! Ande, ande usted, y déjese en esas calles la salud, que es lo que le faltaba.
−Puede usted creerme −dijo Torquemada con desaliento−, que no la tengo buena, ni medio buena. Yo era un roble, de veta maciza y dura. Siento que me vuelvo caña, que me zarandea el viento, y que la humedad empieza a pudrirme de abajo arriba. ¿Qué es esto? ¿La edad? No es tanta que digamos. ¿Los disgustos, la pena que me da el no ser yo propiamente quien manda en mi casa, y el verme en esta jaula de oro, con una domadora que a cada triquitraque me enseña la varita de hierro candente? ¿Es el pesar de ver que mi hijo va para idiota? ¡Vaya usted a saber! No lo sé. No será una sola concausa, sino el resumen de toditas las concausas lo que me acarrea esta situación. Cúmpleme declarar que yo tengo la culpa, por mi debilidad; pero de nada me vale reconocerlo a posteriori, porque tarde piache, y de no haber sabido evitarlo a priori, no hay más que entregarse y sucumbir velis nolis, maldiciendo uno su destino, y dándose a los demonios.
−Calma, calma, señor Marqués −dijo el eclesiástico con severidad paternal, un tanto festiva−; que eso de darse a los demonios, ni lo admito ni lo consiento. ¡Tal regalo a los demonios! ¿Y para qué estoy yo aquí, sino para arrancar su presa a esos caballeros infernales, si por acaso llegaran a cogerla entre sus uñas? ¡Cuidadito! Refrénese usted, y por ahora, puesto que tiene prisa y a mí me llaman mis obligaciones, no digo más. Quédese para otra noche que estemos solitos.
Torquemada se restregó los ojos con ambos puños, como para estimular la visión debilitada por el insomnio. Miró después como un cegato, viendo puntos y círculos de variados colores, y al fin, recobrada la claridad de su vista, y despejado el cerebro, alargó la mano al sacerdote, diciéndole con tono y ademán campechanos:
−Ea, con Dios... Conservarse.
Salió, y pidiendo la berlina, no tardó el hombre en echarse a la calle, huyendo de la esclavitud de su hogar dorado. Y que no era ilusión suya, no. Realmente, al traspasar la herrada puerta del palacio de Gravelinas, y sentir en su rostro el ambiente libre de la vía pública, respiraba mejor, se le refrescaba la cabeza, sentía más agudo y claro el ingenio mercantil, y menos penosa la opresión de la boca del estómago, síntoma tenaz de su
mala salud. Por lo cual, decía con toda su alma, empleando con impropiedad la palabreja recientemente adquirida: «La calle es mi oasis».
Acabadito de salir el tacaño de la sacristía, entró Cruz. Creeríase que estaba acechando la salida del otro para colarse ella.
−Ya va, ya va; ya le tiene usted navegando por esas calles, ¡pobre pescador de ochavos! −dijo festivamente, como si continuara un diálogo del día anterior−. ¡Qué hombre!..., ¡qué ansiedad por aumentar sus riquezas!
−Hay que dejarle −replicó el sacerdote con tristeza−. Si le quita usted la caña de pescar dinero, se morirá rabiando, y ¿quién responde de su alma? Que pesque..., que pesque, hasta que Dios quiera ponerle en el anzuelo algo que le mueva al aborrecimiento del oficio.
−La verdad: como usted, tan ducho en catequizar salvajes, no eche el lazo a éste y nos le traiga bien sujeto, ¿quién podrá domarle?... Y, ante todo, padrito, ¿estaba el café a su gusto?
−Delicioso, hija mía.
−Por de contado, almorzará usted con nosotros.
−Hija mía, no puedo. Dispénsame por hoy.
Y echó mano al sombrero, que no podía llamarse de teja, por tener abiertas las alas.
−Pues si no almuerza, no le dejo marcharse tan pronto. ¡Estaría bueno! Ea, a sentarse otro ratito. Aquí mando yo.
−Obedezco. ¿Tienes algo que decirme?
−Sí señor. Lo de siempre: que en usted confío para aplacar a esa fiera, y hacer más tolerable esta vida de continuas desazones.
−¡Ay, hija de mi alma! −exclamó Gamborena, anticipando al discurso, como argumento más persuasivo, la dulzura de su mirar incomparable−. He pasado la vida evangelizando salvajes, difundiendo el cristianismo entre gentes criadas en la idolatría y la barbarie. He vivido unas veces en medio de razas cuyo carácter dominante es la astucia, la mentira y la traición; otras en medio de tribus sanguinarias y feroces. Pues bien: allá, con paciencia y valor que sólo da la fe, he sabido vencer. Aquí, en plena civilización, desconfío de mis facultades, ¡mira tú si es raro! Y es que aquí encuentro algo que resulta peor, mucho peor que la barbarie y la idolatría, hija de la ignorancia; encuentro los corazones profundamente dañados, las inteligencias desviadas de la verdad por mil errores que tenéis metidos en lo profundo del alma, y que no podéis echar fuera. Vuestros desvaríos os dan, en cierto modo, carácter y aspecto de salvajes. Pero salvajismo por salvajismo, yo prefiero el del otro hemisferio. Encuentro más fácil crear hombres, que corregir a los que por demasiado hechos, ya no se sabe lo que son.
Dijo esto el buen curita, sentado junto a la cajonera, puesto el codo en el filo del mueble, y la cabeza en el puño de la mano derecha, expresando con cierto aire de indolencia fina su escaso aliento para aquellas luchas con los cafres de la civilización. Embelesada le oía la dama, clavando sus ojos en los ojos del evangelista, y, si así puede decirse, bebiéndole las miradas o asimilándose por ellas el pensamiento antes que la boca lo formulara.
−Pues usted lo dice, así será −manifestó la señora sintiendo oprimido el pecho−. Comprendo que la domesticación de este buen señor es obra difícil. Yo no puedo intentarla, mi hermana tampoco; ni piensa en ella, ni le importa nada que su marido sea un bárbaro que nos pone en ridículo a cada instante... Usted, que se nos ha venido acá tan oportunamente, como bajado del cielo, es el único que podrá...
−¡Sí quiero hacerlo! Las empresas difíciles son las que a mí me tientan, y me seducen, y me arrastran. ¿Cosas fáciles? Quítate allá. ¡Tengo yo un temperamento militar y guerrero...! Sí, mujer, ¿qué te crees tú?... Óyeme.
Excitada su imaginación y enardecido su amor propio, se levantó para expresar con más desahogo lo que tenía que decir.
−Mi carácter, mi temperamento, mi ser todo son como de encargo para la lucha, para el trabajo, para las dificultades que parecen insuperables. Mis compañeros de congregación dicen..., vas a reírte..., que cuando Su Divina Majestad dispuso que yo viniese a este mundo, en el momento de lanzarme a la vida estuvo dudando si destinarme a la Milicia o a la Iglesia... porque desde el nacer traemos impresa en el alma nuestra aptitud culminante... Esta vacilación del Supremo Autor de todas las cosas, dicen que quedó estampada en mi ser, bastando para ello el breve momento que estuve en los soberanos dedos. Pero al fin decidiose nuestro Padre por la Iglesia. En un divino tris estuvo que yo fuese un gran guerrero, debelador de ciudades, conquistador de pueblos y naciones. Salí para misionero, que en cierto modo es oficio semejante al de la guerra, y heme aquí que he ganado para mi Dios, con la bandera de la fe, porciones de tierra y de humanidad tan grandes como España.
− IV −
−Aunque la dificultad de este empeño en que la buena de Croissette quiere meterme ahora, me arredra un poquitín −prosiguió después de dejar, en una pausa, tiempo a la admiración efusiva de la dama−, yo no me acobardo, empuño mi gloriosa bandera, y me voy derecho hacia tu salvaje.
−Y le vencerá..., segura estoy de ello.
−Le amansaré por lo menos, de eso respondo. Anoche le tiré algunos flechazos, y el hombre me ha demostrado hoy que le llegaron a lo vivo.
−¡Oh! Le tiene a usted en mucho; le mira como a un ser superior, un ángel o un apóstol, y todas las fierezas y arrogancias que gasta con nosotras, delante de usted se truecan en blanduras.
−Temor o respeto, ello es que se impresiona con las verdades que me oye. Y no le digo más que la verdad, la verdad monda y lironda, con toda la dureza intransigente que me impone mi misión evangélica. Yo no transijo, desprecio las componendas elásticas en cuanto se refiere a la moral católica. Ataco el mal con brío, desplegando contra él todos los rigores de la doctrina. El señor Torquemada me ha de oír muy buenas cosas, y temblará y mirará para dentro de sí, echando también alguna miradita hacia la zona de allá, para él toda misterios, hacia la eternidad en donde chicos y grandes hemos de parar. Déjale, déjale de mi cuenta.
Dio varias vueltas por la estancia, y en una de ellas, sin hacer caso de las exclamaciones admirativas de su noble interlocutora, se paró ante ella, y le impuso silencio con un movimiento pausado de ambas manos extendidas, movimiento que lo mismo podría ser de predicador que de director de orquesta; todo ello para decirle:
−Pausa, pausa... y no te entusiasmes tan pronto, hija mía, que a ti también, a ti también ha de tocarte alguna china, pues no es suya toda la culpa, no lo es, que también la tenéis vosotras, tú más que tu hermana...
−No me creo exenta de culpa −dijo Cruz con humildad−, ni en este ni en otros casos de la vida.
−Tu despotismo, que despotismo es, aunque de los más ilustrados, tu afán de gobernar autocráticamente, contrariándole en sus gustos, en sus hábitos y hasta en sus malas mañas, imponiéndole grandezas que repugna, y dispendios que le fríen la sangre,
han puesto al salvaje en un grado tal de ferocidad que nos ha de costar trabajillo desbravarle.
−Cierto que soy un poquitín despótica. Pero bien sabe ese bruto que sin mi gobierno no habría llegado a las alturas en que ahora está, y en las cuales, créame usted, se encuentra muy a gusto cuando no le tocan a su avaricia. ¿Por quién es senador, por quién es marqués, y hombre de pro, considerado de grandes y chicos?... Pero quizás me diga usted que estas son vanidades, y que yo las he fomentado sin provecho alguno para las almas. Si esto me dice, me callaré. Reconozco mi error, y abdico, sí señor, abdico el gobierno de estos reinos, y me retiraré... a la vida privada.
−Calma, que para todo se necesita criterio y oportunidad, y principalmente para las abdicaciones. Sigue en tu gobierno, hasta ver... Cualquier perturbación en el orden establecido sería muy nociva. Yo pondré mis paralelas, atento sólo al problema moral. En lo demás no me meto, y cuanto de cerca o de lejos se relacione con los bienes de este mundo, es para mí como si no existiera... Por de pronto, lo único que ordeno es que seas dulce y cariñosa con tu hermano, pues hermano tuyo lo ha hecho la Iglesia; que no seas...
No pudiendo reprimir Cruz su natural imperante y discutidor, interrumpió al clérigo en esta forma:
−¡Pero si es él, él quien hace escarnio de la fraternidad! Ya van cuatro meses que no nos hablamos, y si algo le digo, suelta un mugido y me vuelve la espalda. Hoy por hoy, es más grosero cuando habla que cuando calla. Y ha de saber usted que, fuera de casa, no me nombra nunca sin hablar horrores de mí.
−Horrores..., dicharachos −dijo Gamborena un tanto distraído ya del asunto, y agarrando su sombrero con una decisión que indicaba propósito de salir−. Hay una clase de maledicencia que no es más que hábito de palabrería insustancial. Cosa mala; pero no pésima; efervescencia del conceptismo grosero, que a veces no lleva más intención que la de hacer gracia. En muchos casos, este vicio maldito no tiene su raíz en el corazón. Yo estudiaré a nuestro salvaje bajo ese aspecto, como él dice, y le enseñaré el uso del bozal, prenda utilísima, a la que no todos se acostumbran... pero vencida su molestia... ¡ah!, concluye por traer grandes beneficios, no sólo a la lengua, sino al alma... Adiós, hija mía... No, no me detengo más. Tengo que hacer... Que no, que no almuerzo, ea. Si puedo, vendré esta tarde a daros un poco de tertulia. Si no, hasta mañana. Adiós.
Inútiles fueron las carantoñas de la dama ilustre para retenerle. Quedose esta un instante en la sacristía, cual si los pensamientos que el venerable Gamborena expresara en la anterior conversación la tuvieran allí sujeta, gravitando sobre ella con melancólica pesadumbre. Desde la muerte lastimosa de Rafael, la tristeza era como huésped pegajoso en la familia del Águila; la instalación de ésta en el palacio de Gravelinas, tan lleno de mundanas y artísticas bellezas, fue como una entrada en el reino sombrío del aburrimiento y la discordia. Felizmente, Dios misericordioso deparó a la gobernadora de aquel cotarro, el consuelo de un amigo incomparable, que a la amenidad del trato reunía la maestría apostólica para todo lo concerniente a las cosas espirituales, un ángel, un alma pura, una conciencia inflexible, y un entendimiento luminoso para el cCielo le recibió la primogénita del Águila cuando le vio entrar en su palacio dos meses antes de lo descrito, procedente de no sé qué islas de la Polinesia, de Fidji, o del quinto infierno..., léase del quinto cielo. Se agarró a él como a tabla de salvación, pretendiendo aposentarle en la casa; y no siendo esto posible, atrájole con mil reclamos delicadísimos para tenerle allí a horas de almuerzo y comida, para pedirle consejo en todo, y recrearse en su hermosa doctrina, y embelesarse, en fin, con el relato de sus maravillosas proezas evangélicas.
El primer dato que del padre Luis de Gamborena se encuentra, al indagar su historia, se remonta al año 53, época en la cual su edad no pasaba de los veinticinco, y era familiar del obispo de Córdoba. De su juventud nada se sabe, y sólo consta que era alavés, de familia hidalga y pudiente. Tomáronle de capellán los señores del Águila, que le trajeron a Madrid, donde vivió con ellos dos años. Pero Dios le llamaba a mayores empresas que la oscura capellanía de una casa aristocrática; y sintiendo en su alma la avidez de los trabajos heroicos, la santa ambición de propagar la fe cristiana, cambiando el regalo por las privaciones, la quietud por el peligro, la salud y la vida misma por la inmortalidad gloriosa, decidió, después de maduro examen, partir a París y afiliarse en cualquiera de las legiones de misioneros con que nuestra precavida civilización trata de amansar las bárbaras hordas africanas y asiáticas, antes de desenvainar la espada contra ellas.
No tardó el entusiasta joven en ver cumplidos sus deseos, y afiliado en una congregación, cuyo nombre no hace el caso, le mandaron, para hacer boca, a Zanzíbar, y de allí al vicariato de Tanganika, donde comenzó su campaña con una excursión al Alto Congo, distinguiéndose por su resistencia física y su infatigable ardor de soldado de Cristo. Quince años estuvo en el África tropical, trabajando con bravura mística, si así puede decirse, hecho un león de Dios, tomando a juego las inclemencias del clima y las ferocidades humanas, intrépido, incansable, el primero en la batalla, gran catequista, gran geógrafo, explorador de tierras dilatadas, de selvas laberínticas, de lagos pestilentes, de abruptas soledades rocosas, desbravando todo lo que encontraba por delante para meter la cruz a empellones, a puñados, como pudiera, en la naturaleza y en las almas de aquellas bárbaras regiones.
− V −
Enviáronle después a Europa formando parte de una comisión, entre religiosa y mercantil, que vino a gestionar un importantísimo arreglo colonial con el rey de los belgas, y tan sabiamente desempeñó su cometido diplomático el buen padrito, que allá y acá se hacían lenguas de la generalidad de sus talentos. «El comercio −decían−, le deberá tanto como la fe». La congregación dispuso utilizar de nuevo aptitudes tan fuera de lo común, y le destinó a las misiones de la Polinesia. Nueva Zelanda, el país de los Maorís, Nueva Guinea, las islas Fidji, el archipiélago del estrecho Torres, teatro fueron de su labor heroica durante veinte años, que si parecen muchos para la vida de un trabajador, pocos son ciertamente para la fundación, que resulta casi milagrosa, de cientos de cristiandades (establecimientos de propaganda y de beneficencia), en las innumerables islas, islotes y arrecifes, espolvoreados por aquel inmenso mar, como si una mano infantil se complaciese en arrojar a diestro y siniestro los cascotes de un continente roto.
Cumplidos los sesenta años, Gamborena fue llamado a Europa. Querían que descansase; temían comprometer una vida tan útil, exponiéndola a los rigores de aquel bregar continuo con hombres, fieras y tempestades, y le enviaron a España con la misión sedentaria y pacífica de organizar aquí sobre bases prácticas la recaudación de la Propaganda. Instalose en la casa hospedería de Irlandeses, de la cual es histórica hijuela la congregación a que pertenecía, y a las pocas semanas de residir en la villa y Corte, topó con las señoras del Águila, reanudando con la noble familia su antigua y afectuosa amistad. A Cruz habíala conocido chiquitina: tenía seis años cuando él era capellán de la casa. Fidela, mucho más joven que su hermana, no había nacido aún en
aquellas décadas; pero a entrambas las reconoció por antiguas amigas, y aun por hijas espirituales, permitiéndose tutearlas desde la primera entrevista. Pronto le pusieron ellas al tanto de las graves vicisitudes de la familia durante la ausencia de él en remotos países, la ruina, la muerte de los padres, los días de bochornosa miseria, el enlace con Torquemada, la vuelta a la prosperidad, la liberación de parte de los bienes del Águila, la muerte de Rafaelito, la creciente riqueza, la adquisición del palacio de Gravelinas, etcétera, etcétera..., con lo cual quedó el hombre tan bien enterado como si no faltara de Madrid en todo aquel tiempo de increíbles desdichas y venturosas mudanzas.
Inútil sería decir que ambas hermanas le tenían por un oráculo, y que saboreaban con deleite la miel substanciosa de sus consejos y doctrina. Principalmente Cruz, privada de todo afecto por la dirección especialísima que había tomado su destino en la carrera vital, sentía hacia el buen misionero una adoración entrañable, toda pureza, toda idealidad, como expansión de un alma prisionera y martirizada, que entrevé la dicha y la libertad en las cosas ultraterrenas. Por su gusto, habríale tenido todo el día en casa, cuidándole como a un niño, prodigándole todos los afectos que vacantes había dejado el pobre Rafaelito. Cuando, a instancias de las dos señoras, Gamborena se lanzaba a referir los maravillosos episodios de las misiones en África y Oceanía, epopeya cristiana digna de un Ercilla, ya que no de un Homero que la cantase, quedábanse las dos embelesadas, Fidela como los niños que oyen cuentos mágicos, Cruz en éxtasis, anegada su alma en una beatitud mística, y en la admiración de las grandezas del cristianismo.
Y él ponía, de su copioso ingenio, los mejores recursos para fascinarlas y hacerles sentir hondamente todo el interés del relato, porque si sabía sintetizar con rasgos admirables, también puntualizaba los sucesos con detalles preciosos, que suspendían y cautivaban a las oyentes. A poco más, creerían ellas que estaban viendo lo que el misionero les contaba; tal fuerza descriptiva ponía en su palabra. Sufrían con él en los pasajes patéticos, con él gozaban en sus triunfos de la naturaleza y de la barbarie. Los naufragios, en que estuvo su vida en inminente riesgo, salvándose por milagro del furor de las aguas embravecidas, unas veces en las corrientes impetuosas de ríos como mares, otras en las hurañas costas, navegando en vapores viejos que se estrellaban contra los arrecifes, o se incendiaban en medio de las soledades del océano; las caminatas por inexploradas tierras ecuatoriales, bajo la acción de un sol abrasador, por asperezas y trochas inaccesibles, temiendo el encuentro de fieras o reptiles ponzoñosos; la instalación en medio de la tribu, y la pintura de sus bárbaras costumbres, de sus espantables rostros, de sus primitivos ropajes; los trabajos de evangelización, en los cuales empleábanse la diplomacia, la dulzura, el tacto fino o el rigor defensivo, según los casos, ayudando al comercio incipiente, o haciéndose ayudar de él; las dificultades para apropiarse los distintos dialectos de aquellas comarcas, algunos como aullidos de cuadrúpedos, otros como cháchara de cotorras; los peligros que a cada paso surgen, los horrores de las guerras entre distintas tribus, y las matanzas y feroces represalias, con la secuela infame de la esclavitud; las peripecias mil de la lenta conquista, el júbilo de encontrar un alma bien dispuesta para el Cristianismo en medio de la rudeza de aquellas razas, la docilidad de algunos después de convertidos, las traiciones de otros y su falsa sumisión; todo, en fin, resultaba en tal boca y con tan pintoresca palabra, la más deleitable historia que pudiera imaginarse.
¡Y qué bien sabía el narrador combinar lo patético con lo festivo, para dar variedad al relato, que a veces duraba horas y horas! Mal podían las damas contener la risa oyéndole contar sus apuros al caer en una horda de caníbales, y las tretas ingeniosas de que él y otros padres se valieran para burlar la feroz gula de aquellos brutos, que nada menos querían que ensartarles en un asador, para servirles como roast-beef humano en horribles festines.
Y como fin de fiesta, para que la ardiente curiosidad de las dos damas quedase en todos los órdenes satisfecha, el misionero cedía la palabra al geógrafo insigne, al eminente naturalista, que estudiaba y conocía sobre el terreno, en realidad palpable, las hermosuras del planeta y cuantas maravillas puso Dios en él. Nada más entretenido que oírle describir los caudalosos ríos, las selvas perfumadas, los árboles arrogantes no tocados del hacha del hombre, libres, sanos, extendiendo su follaje por lomas y llanadas más grandes que una nación de acá; y después la muchedumbre de pájaros que en aquella espesa inmensidad habitaban, avecillas de varios colores, de formas infinitas, parleras, vivarachas, vestidas con las más galanas plumas que la fantasía puede soñar; y explicar luego sus costumbres, las guerras entre las distintas familias ornitológicas, queriendo todas vivir, y disputándose el esquilmo de las ingentes zonas arboladas. ¿Pues y los monos, y sus aterradoras cuadrillas, sus gestos graciosos, y su travesura casi humana para perseguir a las alimañas volátiles y rastreras? Esto era el cuento de nunca acabar. Nada tocante a la fauna érale desconocido; todo lo había visto y estudiado, lo mismo el voraz cocodrilo habitante en las charcas verdosas, o en pestilentes cañaverales, que la caterva indocumentable de insectos preciosísimos, que agotan la paciencia del sabio y del coleccionista.
Para que nada quedase, la flora espléndida, explicada y descrita con más sentido religioso que científico, haciendo ver la infinita variedad de las hechuras de Dios, colmaba la admiración y el arrobamiento de las dos señoras, que a los pocos días de aquellas sabrosas conferencias, creían haber visto las cinco partes del mundo, y aun un poquito más. Cruz, más que su hermana, se asimilaba todas las manifestaciones espirituales de aquel ser tan hermoso, las agasajaba en su alma para conservarlas bien, y fundirlas al fin en sus propios sentimientos, creándose de este modo una vida nueva. Su adoración ardiente y pura del divino amigo, del consejero, del maestro, era la única flor de una existencia que había llegado a ser árida y triste; flor única, sí, pero de tanta hermosura, de fragancia tan fina como las más bellas que crecen en la zona tropical.
− VI −
En su opulencia, la familia de Torquemada, o de San Eloy, para hablar con propiedad de mundana etiqueta, vivía apartada del bullicio de fiestas y saraos, desmintiendo fuera de casa su alta posición, si bien dentro nada existía por donde se la pudiese acusar de mezquindad o sordidez. Desde la desastrada muerte de Rafaelito, no supieron las dos hermanas del Águila lo que es un teatro, ni tuvieron relaciones muy ostensibles con lo que ordinariamente se llama gran mundo. Sus tertulias, de noche, concretábanse a media docena de personas de gran confianza. Sus comidas, que por la calidad debían clasificarse entre lo mejor, eran por el número de comensales modestísimas: rara vez se sentaban a la mesa, fuera de la familia, más de dos personas. Fiestas, bailes o reuniones, con música, comistraje o refresco, jamás se veían en aquellos lugares tan espléndidos como solitarios, lo que servía de gran satisfacción al señor Marqués, que con ello se consolaba de sus muchas desazones y berrinches.
Y pocas casas había, o hay en Madrid mejor dispuestas para la ostentación de las superficialidades aristocráticas. El palacio de Gravelinas es el antiguo caserón de Trastamara, construido sólidamente y con dudoso gusto en el siglo XVII, restaurado a fines del XVII (cuando la unión de las casas de San Quintín y Cerinola), con arreglo a planos traídos de Roma, vuelto a restaurar en los últimos años de Isabel II por el patrón
parisiense, y acrecentado con magníficos anexos para servidumbre, archivo, armería, y todo lo demás que completa una gran residencia señoril. Claro es que la ampliación de la casa, después de decretado el acabamiento de los mayorazgos, fue una gran locura, y bien caro la pagó el último duque de Gravelinas, que era, por sus dispendios, un desamortizador práctico. Al fin y a la postre, hubo de sucumbir el buen caballero a la ley del siglo, por la cual la riqueza inmueble de las familias históricas va pasando a una segunda aristocracia, cuyos pergaminos se pierden en la oscuridad de una tienda, o en los repliegues de la industria usuraria. Gravelinas acaba sus días en Biarritz, viviendo de una pensioncita que le pasa el sindicato de acreedores, con la cual puede permitirse algunos desahoguillos y aun calaveradas, que le recuerden su antiguo esplendor.
En la parroquia de San Marcos, y entre las calles de San Bernardo y San Bernardino, ocupa el palacio de Gravelinas, hoy de San Eloy, un área muy extensa. Alguien ha dicho que lo único malo de esta mansión de príncipes es la calle en que se eleva su severa fachada. Esta, por lo vulgar, viene a ser como un disimulo hipócrita de las extraordinarias bellezas y refinamientos del interior. Pásase, para llegar al ancho portalón, por feísimas prenderías, tabernas y bodegones indecentes, y por talleres de machacar hierro, vestigios de la antigua industria chispera. En las calles lateral y trasera, las dependencias de Gravelinas, abarcando una extensísima manzana, quitan a la vía pública toda variedad, y le dan carácter de triste poblachón. Lo único que allí falta son jardines, y muy de menos echaban este esparcimiento sus actuales poseedoras, no don Francisco, que detestaba con toda su alma todo lo perteneciente al reino vegetal, y en cualquier tiempo habría cambiado el mejor de los árboles por una cómoda o una mesa de noche.
La instalación de la galería de Cisneros en las salas del palacio, dio a este una importancia suntuaria y artística que antes no tenía, pues los Gravelinas sólo poseyeron retratos de época, ni muchos ni superiores, y en su tiempo el edificio sólo ostentaba algunos frescos de Bayeu, un buen techo, copia de Tiépolo, y varias pinturas decorativas de Maella. Lo de Cisneros entró allí como en su casa propia. Pobláronse las anchurosas estancias de pinturas de primer orden, de tablas y lienzos de gran mérito, algunos célebres en el mundo del mercantilismo artístico. Había puesto Cruz en la colocación de tales joyas todo el cuidado posible, asesorándose de personas peritas, para dar a cada objeto la importancia debida y la luz conveniente, de lo que resultó un museo, que bien podría rivalizar con las afamadas galerías romanas Doria Pamphili, y Borghese. Por fin, después de ver todo aquello, y advirtiendo el jaleo de visitantes extranjeros y españoles que solicitaban permiso para admirar tantas maravillas, acabó el gran tacaño de Torquemada por celebrar el haberse quedado con el palacio, pues si como arquitectura su valor no era grande, como terreno valía un Potosí, y valdría más el día de mañana. En cuanto a las colecciones de Cisneros y a la armería, no tardó en consolarse de su adquisición, porque según el dictamen de los inteligentes, críticos o lo que fueran, todo aquel género, lencería pintada, tablazón con colores, era de un valor real y efectivo, y bien podría ser que en tiempo no lejano pudiera venderlo por el triple de su coste.
Tres o cuatro piezas había en la colección, ¡María Santísima!, ante las cuales se quedaban con la boca abierta los citados críticos; y aun vino de Londres un punto, comisionado por la National Gallery, para comprar una de ellas, ofreciendo la friolerita de quinientas libras. Esto parecía fábula. Tratábase del Massaccio, que en un tiempo se creyó dudoso, y al fin fue declarado auténtico por una junta de rabadanes, vulgo anticuarios, que vinieron de Francia e Italia. ¡El Massaccio! ¿Y qué era, ñales? Pues un cuadrito que a primera vista parecía representar el interior de una botella de tinta, todo negro, destacándose apenas sobre aquella oscuridad el torso de una figura y la pierna de otra. Era el bautismo de nuestro Redentor: a este, según frase del entonces legítimo
dueño de tal preciosidad, no le conocería ni la madre que le parió. Pero esto le importaba poco, y ya podían llover sobre su casa todos los Massaccios del mundo, que él los pondría sobre su cabeza, mirando el negocio, que no al arte. También se conceptuaban como de gran valor un París Bordone, un Sebastián del Piombo, un Memling, un beato Angélico y un Zurbarán, que con todo lo demás, y los vasos, estatuas, relicarios, armaduras y tapices, formaban para don Francisco una especie de Américas de subido valor. Veía los cuadros como acciones u obligaciones de poderosas y bien administradas sociedades, de fácil y ventajosa cotización en todos los mercados del orbe. No se detuvo jamás a contemplar las obras de arte, ni a escudriñar su hermosura, reconociendo con campechana modestia que no entendía de monigotes; tan sólo se extasiaba, con detenimiento que parecía de artista, delante del inventario que un hábil restaurador, o rata de museos, para su gobierno le formaba, agregando a la descripción, y al examen crítico e histórico de cada lienzo o tabla, su valor probable, previa consulta de los catálogos de extranjeros marchantes que por millones traficaban en monigotes antiguos y modernos.
¡Casa inmensa, interesantísima, noble, sagrada por el arte, venerable por su abolengo! El narrador no puede describirla, porque es el primero que se pierde en el laberinto de sus estancias y galerías, enriquecidas con cuantos primores inventaron antaño y hogaño el arte, el lujo y la vanidad. Las cuatro quintas partes de ella no tenían más habitantes que los del reino de la fantasía, vestidos unos con ropajes de variada forma y color, desnudos los otros, mostrando su hermosa fábrica muscular, por la cual parecían hombres y mujeres de una raza que no es la nuestra. Hoy no tenemos más que cara, gracias a las horrorosas vestiduras con que ocultamos nuestras desmedradas anatomías. Conservábase todo aquel mundo ideal de un modo perfecto, poniendo en ello sus cinco sentidos la primogénita del Águila, que dirigía personalmente los trabajos de limpieza, asistida de un ejército de servidores muy para el caso, como gente avezada a trajinar en pinacotecas, palacios y otras Américas europeas.
Dígase, para concluir, que la dama gobernadora, al reunir en apretado amasijo los estados de Gravelinas con los del Águila y los de Torquemada, no habría creído realizar cumplidamente su plan de reivindicación, si no le pusiera por remate la servidumbre que a tan grandiosa casa correspondía. Palacio como aquel, familia tan alcurniada por el lado de los pergaminos y por el del dinero, no podían existir sin la interminable caterva de servidores de ambos sexos. Organizó, pues, la señora el personal, dejándose llevar de sus instintos de grandeza, dentro del orden más estricto. La sección de cuadras y cocheras, así como la de cocinas y comedor, fueron montadas sin omitir nada de lo que corresponde a una familia de príncipes. Y en diferentes servicios, la turbamulta de doncellas, lacayos y lacayitos, criados de escalera abajo y de escalera arriba, porteros, planchadoras, etcétera, componían, con los de las secciones antedichas, un ejército que habría bastado a defender una plaza fuerte en caso de apuro.
Tal superabundancia de criados era lo que principalmente le encendía la sangre al don Francisco, y si transigía con la compra de cuadros viejos y de armaduras roñosas, por el buen resultado que podrían traerle en día no lejano, no se avenía con la presencia de tanto gandul, polilla y destrucción de la casa, pues con lo que se comían diariamente había para mantener a medio mundo. Ved aquí la principal causa de lo torcido que andaba el hombre en aquellos días; pero se tragaba sus hieles, y si él sufría mucho, no había quien le sufriera. A solas, o con el bueno de Donoso, se desahogaba, protestando de la plétora de servicio, y de que su casa era un fiel trasunto de las oficinas del Estado, llenas de pasmarotes, que no van allí más que a holgazanear. Bien comprendía él que no era cosa de vivir a lo pobre, como en casa de huéspedes de a tres pesetas, eso no. Pero nada de exageraciones, porque de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso. Y
también es evidente que los Estados en que crece viciosa la planta de la empleomanía, corren al abismo. Si él gobernara la casa, seguiría un sistema diametralmente opuesto al de Cruz. Pocos criados, pero idóneos, y mucha vigilancia para que todo el mundo anduviera derecho y se gastara lo consignado, y nada más. Lo que decía en la Cámara a cuantos quisieran oírle, lo decía también a su familia:
−Quitemos ruedas inútiles a la máquina administrativa para que marche bien... Pero esta mi cuñada, a quien parta un rayo, ¿qué hace?, convertir mi domicilio en un centro ministerial, y volverme la cabeza del revés, pues día hay en que creo que ellos son los amos, y yo el último paria de toda esa patulea.
− VII −
Pocos amigos frecuentaban diariamente el palacio de Gravelinas. No hay para qué decir que Donoso era de los más fieles, y su amistad tan bien apreciada como antes, si bien, justo es declararlo, en el orden del cariño y admiración, había sido desbancado por el insigne misionero de Indias. Damas, no consta que visitaran asiduamente a la familia más que la de Taramundi, la de Morentín, las de Gibraleón, y la de Orozco, esta con mayor intimidad que las anteriores. La antigua amistad de colegio entre Augusta y Fidela se había estrechado tanto en los últimos tiempos, que casi todo el día lo pasaban juntas, y cuando la marquesa de San Eloy se vio retenida en casa por distintos padecimientos y alifafes, su amiga no se separaba de ella, y la entretenía con sus graciosas pláticas.
Sin necesidad de refrescar ahora memorias viejas, sabrán cuantos esto lean que la hija de Cisneros y esposa de Tomás Orozco, después de cierta tragedia lamentable, permaneció algunos años en oscuridad y apartamiento. Cuando la vemos reaparecer en la casa de San Eloy, el desvío social de Augusta no era ya tan absoluto. Había envejecido, si cuadra este término a un adelanto demasiado visible en la madurez vital, sin detrimento de la gracia y belleza. Jaspeaban su negro cabello prematuras canas, que no se cuidaba de disimular por arte de pinturas y afeites. La gallardía de su cuerpo era la misma de los tiempos felices, conservándose en un medio encantador, ni delgada ni gruesa, y extraordinariamente ágil y flexible. Y en lo restante de la filiación, únicamente puede apuntarse que sus hermosos ojos eran quizás más grandes, o al menos lo parecían, y su boca... lo mismo. Fama tenía de tan grande como hechicera, con una dentadura, de cuya perfección no podrán dar cabal idea los marfiles, nácares y perlas que la retórica, desde los albores de la poesía, viene gastando en el decorado interior de bocas bonitas. Con tener dos años menos que su amiga, y poquísimas, casi invisibles canas que peinar, Fidela representaba más edad que ella. Desmejorada y enflaquecida, su opalina tez era más transparente, y el caballete de la nariz se le había afilado tanto, que seguramente con él podría cortarse algo no muy duro. En sus mejillas veíanse granulaciones rosadas, y sus labios finísimos e incoloros dejaban ver, al sonreírse, parte demasiado extensa de las rojas encías. Era, por aquellos días, un tipo de distinción que podríamos llamar austriaca, porque recordaba a las hermanas de Carlos V, y a otras princesas ilustres que viven en efigie por esos museos de Dios, aristocráticamente narigudas. Resabio elegantísimo de la pintura gótica, tenía cierto parentesco de familia con los tipos de mujer de una de las mejores tablas de su soberbia colección, un Descendimiento de Quintín Massys.
Bueno. El día siguiente al de la misa, primer eslabón cronológico de la cadena de este relato, entró Augusta poco antes de la hora del almuerzo. En una de las salas bajas
encontrose a Cruz, haciendo los honores de la casa a un sujeto de campanillas, académico y gran inteligente, que examinaba las pinturas. En la rotonda había instalado su caballete un pintor de fama, a quien se permitió copiar el París Bordone, y más allá un tercer entusiasta del arte reproducía al blanco y negro un cartón de Tiépolo. Día de gran mareo fue aquel para la primogénita, porque su dignidad señoril le imponía la obligación de atender y agasajar a los admiradores de su museo, cuidando de que nada les faltase. En cuanto al académico, era hombre de un entusiasmo fácilmente inflamable, y cuando se extasiaba en la contemplación de los pormenores de una pintura, había que soltarle una bomba para que volviese en sí. Ya llevaba Cruz dos horas de arrobamiento artístico, con paseos mentales por los museos de Italia, y volteretas por el ciclo pre-rafaelista, y empezaba a cansarse. Aún le faltaban dos tercios de la colección por examinar. Para mayor desdicha, tenía otro sabio en el archivo, un bibliófilo de más paciencia que Job, que había ido a compulsar los papeles de Sicilia para poner en claro un grave punto histórico. No había más remedio que atenderle también, y ver si el archivero le facilitaba sin restricción alguna todo el material papiráceo que guardaban aquellos rancios depósitos.
Después de invitar al académico a almorzar, Cruz delegó un momento sus funciones en Augusta, y mientras esta las desempeñaba interinamente con gran acierto, pues al dedillo conocía las colecciones que habían sido de su padre, don Carlos de Cisneros, fue la otra a dar una vuelta al sabio del archivo, a quien encontró buceando en un mar de papeles. Convidole también a participar del almuerzo, y al volver a los salones donde había quedado su amiga, pudo cuchichear un instante con ésta, mientras el académico y el pintor se agarraban en artística disputa sobre si era Mantegna o no era Mantegna una tablita en que ambos pusieron los ojos y el alma toda.
−Mira tú, si Fidela almuerza en su cuarto, yo la acompañaré. La sociedad de tanto sabio no es de mi gusto.
−Yo pensaba que bajase hoy Fidela; pero si tú quieres, arriba se os servirá a las dos. Yo voy perdiendo. Estaré sola entre los convidados y mi salvaje don Francisco; necesitaré Dios y ayuda para atender a la conversación que salte, y atenuar las gansadas de mi cuñadito. Es atroz, y desde que estamos reñidos, suele arrojar la máscara de la finura, y dejando al descubierto su grosería, me pone a veces en gran compromiso.
−Arréglate como puedas, que yo me voy arriba. Adiós. Que te diviertas.
Subió tan campante, alegre y ágil como una chiquilla, y en la primera estancia del piso alto se encontró a Valentinico arrastrándose a cuatro patas sobre la alfombra. La niñera, que era una mocetona serrana, guapa y limpia, le sostenía con andadores de bridas, tirando de él cuando se esparranclaba demasiado, y guiándole si seguía una dirección inconveniente. Berreaba el chico, movía sus cuatro remos con animal deleite, echando babas de su boca, y queriendo abrazarse al suelo y hociquear en él.
−Bruto −le dijo Augusta con desabrimiento−, ponte en dos pies.
−Si no quiere, señorita −indicó tímidamente la niñera−. Hoy está incapaz. En cuanto le aúpo, se encalabrina, y no hay quien lo aguante.
Valentín clavó en Augusta sus ojuelos, sin abandonar la posición de tortuga.
−¿No te da vergüenza de andar a cuatro patas como los animales? −le dijo la de Orozco, inclinándose para cogerle en brazos.
¡María Santísima! Al solo intento de levantarle del suelo en que se arrastraba, púsose el nene fuera de sí, dando patadas con pies y manos, que por un instante las manos más bien patas parecían, y atronó con sus chillidos la estancia, echando hacia atrás la cabeza, y apretando los dientes.
−¡Quédate, quédate ahí en el santo suelo −le dijo Augusta−, hecho un sapo! ¡Vaya, que estás bonito! Sí, llora, llora, grandísimo mamarracho, para que te pongas más feo de lo que eres...
El demonio del chico la insultó con su lengua monosilábica, salvaje, primitiva, de una sencillez feroz, pues no se oía más que pa... ca... ta... pa...
−Eso es, dime cosas. El demonio que te entienda. Nunca hablarás como las personas. Parece mentira que seas hijo de tu madre, que es toda inteligencia y dulzura. ¡Ay, qué lástima!
Entre la dama y la niñera se cruzaron miradas de tristeza y compasión.
−Ayer −dijo la moza−, estuvo el niño muy bueno. Se dejó besar de su mamá y de su tiíta, y no tiró los platos de la comida. Pero hoy le tenemos de remate. Cuanto coge en la mano lo hace pedazos, y no quiere más que andar a lo animalito, imitando al perro y al gato.
−Me parece que éste no tendrá nunca otros maestros. ¡Qué dolor! ¡Pobre Fidela!... Sí, hijo, sí, haz el cerdito. Poco a poco te vas ilustrando. Gru, gru..., aprende, aprende ese lenguaje fino.
Tiró la niñera del ronzal, porque el indino iba ya en persecución de un vaso japonés colocado en la tabla más baja de una rinconera, y seguramente lo habría hecho añicos. Su infantil barbarie hacía de continuo estragos terribles en la vajilla de la casa, y en las preciosidades que por todas partes se veían allí. Mudábanle con frecuencia y siempre estaba sucio, de arrastrar su panza por el suelo; su cabezota era toda chichones, que la afeaban más que el grandor desmedido y las descomunales orejas; las babas le caían en hilo sobre el pecho, y sus manos, lo único que tenía bonito, estaban siempre negras, cual si no conociera más entretenimiento que jugar con carbón.
− VIII −
El heredero de los estados de San Eloy, del Águila y Gravelinas reunidos, había sido, en el primer año de su existencia, engaño de los padres y falsa ilusión de toda la familia. Creyeron que iba a ser bonito, que lo era ya, y además salado, inteligente. Pero estas esperanzas empezaron a desvanecerse después de la primera grave enfermedad de la criatura, y los augurios de Quevedito, cumpliéndose con aterradora puntualidad, llenaron a todos de zozobra y desconsuelo. El crecimiento de la cabeza se inició antes de los dos años, y poco después la longitud de las orejas y la torcedura de las piernas, con la repugnancia a mantenerse derecho sobre ellas. Los ojos quedáronsele diminutos en aquella crisis de la vida, y además fríos, parados, sin ninguna viveza ni donaire gracioso. El pelo era lacio y de color enfermizo, como barbas de maíz. Creyeron que rizándoselo con papillotes se disimularía tanta fealdad; pero el demonio del nene, en sus rabietas convulsivas, se arrancaba los papeles y con ellos mechones de cabello, por lo que se decidió pelarle al rape.
Sus costumbres eran de lo más raro que imaginarse puede. Si un instante le dejaban solo, se metía debajo de las camas y se agazapaba en un rincón con la cara pegada al suelo. No sentía entusiasmo por los juguetes, y cuando se los daban, los rompía a bocados. Difícilmente se dejaba acariciar de nadie, y sólo con su mamá era menos esquivo. Si alguien le cogía en brazos, echaba la cabeza para atrás, y con violentísimas manotadas y pataleos expresaba el afán de que le soltaran. Su última defensa era la mordida, y a la pobre niñera le tenía las manos acribilladas. Fácil había sido destetarle, y comía mucho, prefiriendo las sustancias caldosas, crasas, o las muy cargadas de dulce. Gustaba del vino. Ansiaba jugar con animales; pero hubo que privarle de este deleite,
porque los martirizaba horrorosamente, ya fuese conejito, paloma o perro. Punto menos que imposible era hacerle tomar medicinas en sus enfermedades, y nunca se dormía sino con la mano metida en el seno de la niñera. Por temporadas, lograba su mamá corregirle de la maldita maña de andar a cuatro pies. En dos andaba, tambaleándose, siempre que le permitieran el uso de un latiguito, bastón o vara, con que pegaba a todo el mundo despiadadamente. Había que tener mucho cuidado y no perderle de vista, porque apaleaba los bibetots y figuritas de biscuit del tocador de su mamá. La casa estaba llena de cuerpos despedazados, y de cascotes de porcelana preciosa.
Y no era este el solo estrago de su andadura en dos pies, porque también daba en la flor de robar cuantos objetos, fueran o no de valor, se hallaran al alcance de su mano, y los escondía en sitios oscuros, debajo de las camas, o en el seno de algún olvidado tibor de la antesala. Los criados que hacían la limpieza descubrían, cuando menos se pensaba, grandes depósitos de cosas heterogéneas, botones, pedazos de lacre, llaves de reloj, puntas de cigarro, tarjetas, sortijas de valor, corchetes, monedas, guantes, horquillas y pedazos de moldura, arrancados a las doradas sillas. A cuatro pies, triscaba el pelo de las alfombras, como el corderillo que mordisquea la hierba menuda, y hociqueaba en todos los rincones. Estas eran sus alegrías. Cansadas las señoras de los accesos de furia que le acometían cuando se le contrariaba, dejábanle campar libremente en tan fiera condición. Ni aun pensar en ello querían. ¡Pobrecitas! ¡Qué razones habría tenido Dios para darles, como emblema del porvenir, aquella triste y desconsoladora alimaña!
−Hola, querida, ¿qué tal? −dijo Augusta entrando en el cuarto de Fidela, y corriendo a besarla−. Allí me he encontrado a tu hijito hecho un puerco-espín. ¡El pobre!..., ¡qué pena da verle tan bruto!
Y como notara en el rostro de su amiga que la nube de tristeza se condensaba, acudió prontamente a despejarle las ideas con palabras consoladoras:
−Pero, tonta, ¿quién te dice que tu hijo no pueda cambiar el mejor día? Es más: yo creo que luego se despertará en él la inteligencia, quizás una inteligencia superior... Hay casos, muchísimos casos.
Fidela expresaba con movimientos de cabeza su arraigado pesimismo en aquella materia.
−Pues haces mal, muy mal en desconfiar así. Créelo porque yo te lo digo. La precocidad en las criaturas es un bien engañoso, una ilusión que el tiempo desvanece. Fíjate en la realidad. Esos chicos que al año y medio hablan y picotean, que a los dos años discurren y te dicen cosas muy sabias, luego dan el cambiazo y se vuelven tontos. De lo contrario he visto yo muchos ejemplos. Niños que parecían fenómenos, resultaron después hombres de extraordinario talento. La Naturaleza tiene sus caprichos..., llamémoslos así por no saber qué nombre darles..., no gusta de que le descubran sus secretos, y da las grandes sorpresas... Espérate: ahora que recuerdo... Sí, yo he leído de un grande hombre que en los primeros años era como tu Valentín, una fierecilla. ¿Quién es? ¡Ah!, ya me acuerdo: Víctor Hugo nada menos.
−¡Víctor Hugo! Tú estás loca.
−Que lo he leído, vamos. Y tú lo habrás leído también; sólo que se te ha olvidado... Era como el tuyo, y los padres ponían el grito en el cielo... Luego vino el desarrollo, la crisis, el segundo nacimiento, como si dijéramos, y aquella cabezota resultó llena con todo el genio de la poesía.
Con razones tan expresivas e ingeniosas insistió en ello Augusta, que la otra acabó por creerlo y consolarse. Debe decirse que la de Orozco se hallaba dotada de un gran poder sugestivo sobre Fidela, el cual tenía su raíz en el intensísimo cariño que esta le había tomado en los últimos tiempos; idolatría más bien, una espiritual sumisión, semejante en cierto modo a la que Cruz sentía por el santo Gamborena. ¿Verdad que es
cosa rara esta similitud de los efectos, siendo tan distintas las causas, o las personas? Augusta, que no era una santa ni mucho menos, ejercía sobre Fidela un absoluto dominio espiritual, la fascinaba, para decirlo en los términos más comprensibles, era su oráculo para todo lo relativo al pensar, su resorte maestro en lo referente al sentir, el consuelo de su soledad, el reparo de su tristeza.
Obligada a triste encierro por su endeble salud, Fidela habría retenido a su lado a la amiga del alma, mañana, tarde y noche. Fiel y consecuente la otra, no dejaba de consagrarle todo su tiempo disponible. Si algún día tardaba, la Marquesita se sentía peor de sus dolencias, y en ninguna cosa hallaba consuelo ni distracción. Recados y cartitas eran el único alivio de la ausencia de la persona grata, y cuando Augusta entraba, después de haber hecho novillos una mañana o un día enteros, veíase resucitar a Fidela, como si en alma y cuerpo saltase de las tinieblas a la luz. Esto pasó aquella mañana, y el gusto de verla le centuplicó la credulidad, disponiéndola para admitir como voz del cielo todo aquello de la monstruosa infancia de Víctor Hugo, y otros peregrinos ejemplos que la compasiva embaucadora sacaba de su cabeza. Luego empezaron las preguntitas: «¿Qué has hecho desde ayer tarde? ¿Por tu casa ocurre algo? ¿Qué se dice por el mundo? ¿Quién se ha muerto? ¿Hay algo más del escándalo de las Guzmanas? (Eloísa y María Juana)».
Porque Augusta le daba cuenta de las ocurrencias sociales, y de las hablillas y enredos que corrían por Madrid. Fidela no leía periódicos, su amiguita sí, y siempre iba pertrechada de acontecimientos. Su conversación era amenísima, graciosa, salpimentada de paradojas y originalidades. Y no faltaba en aquellos coloquios la murmuración sabrosa y cortante, para la cual la de Orozco poseía más que medianas aptitudes, y las cultivaba en ocasiones con implacable saña, cual si tuviera que vindicar con la lengua ofensas de otras lenguas más dañinas que la suya. Falta saber, para el total estudio de la intensa amistad que a las dos damas unía, si Augusta había referido a su amiga la verdad de su tragedia, desconocida del público, y tratada en las referencias mundanas con criterios tan diversos, por indicios vagos y según las intenciones de cada cual. Es casi seguro que la dama trágica y la dama cómica (de alta comedia) hablaron de aquel misterioso asunto, y que Augusta no ocultó a su amiga la verdad, o la parte de verdad que ella sabía; mas no consta que así lo hiciera, porque cuando las hallamos juntas, no hablaban de tal cosa, y sólo por algún concepto indeciso se podía colegir que la marquesa de San Eloy no ignoraba el punto negro, ¡y tan negro!, de la vida de su idolatrada compañera.
−Pues mira tú −le dijo volviendo al mismo tema después de una divagación breve−, me has convencido. Me conformo con que mi hijo sea tan cerril, y como tú, tengo esperanzas de una transformación que me le convierta en un genio..., no, tanto no, en un ser inteligente y bueno.
−Yo no me conformaría con eso; mis esperanzas no se limitan a tan poco.
−Porque tú eres muy paradójica, muy extremada. Yo no: me contento con un poquito, con lo razonable. ¿Sabes? Me gusta la medianía en todo. Ya te lo he dicho: me carga que mi marido sea tan rico. No quiera Dios que seamos pobres, eso no; pero tanta riqueza me pone triste. La medianía es lo mejor, medianía hasta en el talento. Oye tú, ¿no sería mejor que nosotras fuéramos un poquito más tontas?
−¡Ay, qué gracia!
−Quiero decir que nosotras, por tener demasiado talento, no hemos sido ni somos tan felices como debiéramos. Porque tú tienes mucho talento natural, Augusta; yo también lo tengo, y como esto no es bueno, no te rías, como el mucho talento no sirve más que para sufrir, procuramos contrapesarlo con nuestra ignorancia, evitando en lo posible el saber cosas..., ¡cuidado que es cargante la instrucción!..., y siempre que
podemos ignorar cosas sabias, las ignoramos, para ser muy borriquitas, pero muy borriquitas.
−Por eso −dijo Augusta con mucho donaire−, yo no he querido almorzar abajo. Hoy tenéis dos sabios a la mesa. Ya le dije a Cruz que no contara conmigo... para que no pueda pegárseme nada.
−Muy bien pensado. Es un gusto el ser una un poco primitiva, y no saber nada de Historia, y figurarse que el sol anda alrededor de la tierra, y creer en brujas, y tener el espíritu lleno de supersticiones.
−Y haber nacido entre pastores, y pasar la vida cargando haces de leña.
−No, no tanto.
−Concibiendo y pariendo y criando hijos robustos.
−Eso sí.
−Para después verles ir de soldados.
−Eso no.
−Y envejeciendo en los trabajos rudos, con un marido que más bien parece un animal doméstico...
−Bah... ¿Y qué nos importaría? Yo tengo sobre eso una idea que alguna vez te he dicho. Mira: anoche estuve toda la noche pensando en ello. Se me antojaba que era yo una gran filósofa, y que mi cabeza se llenaba de un sin fin de verdades como puños, verdades que si se escribieran habrían de ser aceptadas por la humanidad.
−¿Qué es?
−Si te lo he dicho... Pero nunca he sentido en mí tanto convencimiento como ahora. Digo y sostengo que el amor es una tontería, la mayor necedad en que el ser humano puede incurrir, y que sólo merecen la inmortalidad los hombres y mujeres que a todo trance consigan evitarla. ¿Cómo se evita? Pues muy fácilmente. ¿Quieres que te lo explique, grandísima tonta?
Vacilante entre la risa y la compasión, oyó Augusta las razones de su amiga. Triunfó al cabo el buen humor, soltaron ambas la risa. Ya la Marquesa ponía el paño al púlpito para explanar su tesis, cuando entraron con el almuerzo, y la tesis se cayó debajo de la mesa, y nadie se acordó más de ella.
− IX −
Hasta otra. Las tesis de Fidela se sucedían con pasmosa fecundidad, y si extravagante era la una, la otra más. Su endeble memoria no le permitía retener hoy lo que había dicho ayer; pero las contradicciones daban mayor encanto al inocente juego de su espíritu. Después de almorzar con apetito menos que mediano, hizo que le llevaran al chiquillo, el cual, por milagro de Dios, no estuvo en brazos de la mamá tan salvaje como Augusta temía. Se dejó acariciar por esta, y aun respondió con cierto sentido a lo que ambas le preguntaron. Verdad que el sentido dependía en gran parte de la interpretación que se diera a sus bárbaras modulaciones. Fidela, única persona que las entendía, y de ello se preciaba como de poseer un idioma del Congo, ponía toda su buena voluntad en la traducción, y casi siempre sacaba respuestas muy bonitas.
−Dice que si le dejo el látigo, me querrá más que a Rita: ta ta ca... Mira tú si es pillo. Y que a mí no me pegará: ca pa ta... Mira tú si es tunante. Ya sabe favorecer a los que le ayudan, a los que le dan armas para sus picardías. Pues esto, digas tú lo que quieras, es un destello de inteligencia.
−Claro que lo es. ¡Si al fin −dijo Augusta pellizcándole las piernas−, este pedazo de alcornoque va a salir con un talentazo que dejará bizca a toda la humanidad!
Excitado por las cosquillas, Valentín se reía, abriendo su bocaza hasta las orejas.
−Ay, hijo mío, no abras tanto la mampara, que nos da miedo... ¿Será posible que no se te achique, en la primera crisis de la edad, ese buzón que tienes por boca? Di, diamante en bruto, ¿a quién sales tú con esa sopera?
−Sí que es raro −dijo Augusta−. La tuya es bien chiquita, y la de su papá no choca por grande. ¡Misterios de la Naturaleza! Pues mira, fíjate bien: todo esto, de nariz arriba, y el entrecejo, y la frente abombada, es de su padre, clavado... ¿Pero qué dice ahora?
Tomó parte el chico en la conversación, soltando una retahíla de ásperas articulaciones, como las que pudieran oírse en una bandada de monos o de cotorras. Deslizose al suelo, volvió al regazo de su madre, estirando las patas hasta el de Augusta, sin parar en su ininteligible cháchara.
−¡Ah! −exclamó la madre al fin, venciendo con gran esfuerzo intelectual las dificultades de aquella interpretación−. Ya sé. Dice..., verás si es farsante..., dice que..., que me quiere mucho. ¿Ves, ves cómo sabe? Si mi brutito es muy pillín, y muy saleroso. Que me quiere mucho. Más claro no puede ser.
−Pues, hija, yo nada saco en limpio de esa jerga.
−Porque tú no te has dedicado al estudio de las lenguas salvajes. El pobre se explica como puede... ta... ca ja pa... ca... ta. Que me quiere mucho. Y yo le voy a enseñar a mi salvajito a pronunciar claro, para que no tenga yo que devanarme los sesos con estas traducciones. Ea, a soltar bien esa lengüecita.
Cualquiera que fuese el sentido de lo que Valentinico expresar quería, ello es que mostraba en aquella ocasión una docilidad, un filial cariño que a entrambas las tenía maravilladas. Recostado en el seno de la madre, la acariciaba con sus manecitas sucias, y tenía su rostro una expresión de contento y placidez en él muy extraña. Fidela, que padecía de una pertinaz opresión y fatiga torácica, se cansó al fin de aquel peso descomunal; pero al querer traspasarlo al suelo o a los brazos de la niñera, se descompuso el crío, y adiós docilidad, adiós mansedumbre.
−No llores, rico; que te den tu látigo, dos látigos, y juega un poquitín por ahí. Pero no rompas nada.
Felizmente, el berrinche no fue de los más ruidosos; el heredero de San Eloy salió renqueando por aquellas salas, y a poco se le oyó imitando el asmático aullar de un perro enfermo que en los bajos de la casa había. Cruz, que volvió con jaqueca de la segunda sesión con los señores sabios, dispuso que la niñera se llevara al bebé a un aposento lejano para que no molestase con sus desacordes chillidos, y entró a ver a su hermana.
−Regular −le dijo esta−. La fatiga me molesta un poco. ¿Y qué tal tú?
−Loca, loca ya. Y aún tenemos arte y erudición para rato. ¡Qué mareo, Virgen Santísima!
−Porque no tienes tú −dijo Augusta con gracejo−, aquella sandunga de mi padre para trastear a los amateurs, y a todos los moscones del fanatismo artístico. A papá no le mareaba nadie, porque él poseía el don de marear a todo el mundo. Nadie le resistía, y cuando alguno de extraordinaria pesadez le caía por delante, empezaba a sacar y sacar objetos preciosos con tal prontitud, y a enjaretar sobre cada uno de ellos observaciones tan rápidas, vertiginosas e incoherentes, que no había cabeza que le resistiera, y los más fastidiosos salían de estampía, sin ganas de volver a aparecer por allí... Tú no puedes practicar este sistema, para el cual se necesita un carácter socarrón y maleante, y además, has de reservar todo tu talento para otras cosas, quizás más difíciles... A ver..., cuéntanos lo que pasó en ese almuerzo, y qué prodigios de esgrima has tenido que hacer
para parar algún golpe desmandado del eximio... ¿No le llama así el periódico, siempre que le nombra? Pues juraría que el eximio ha hecho hoy alguna de las suyas.
−Pasmaos: ha estado correctísimo y discretísimo −replicó la primogénita sentándose para descansar un ratito−. A mí no me dijo una palabra, de lo que me alegré mucho. Pero ¡ay!..., cuando yo vi que metía su cucharada en la conversación, me quedé muerta... «Adiós mi dinero −pensé−. Ahora es ella». Pero Dios le inspiró sin duda. Todo lo que dijo fue tan oportuno...
−¡Ah, qué bien! −exclamó Fidela alborozada−. ¡Pobre eximio de mi alma! Si digo yo que tiene mucho talento cuando quiere.
−Dijo que en las artes y las ciencias, reina hoy el más completo caos.
−¡El más completo caos! Bien, bravísimo.
−Que todo es un caos, un caos la literatura, un caos de padre y muy señor mío la crítica de artes y letras, y que nadie sabe por dónde anda.
−¿Has visto...?
−¡Vaya si sabe! Luego dicen...
−Quedáronse aquellos señores medio lelos de admiración, y celebraron mucho la especie, conviniendo en que lo del caos es una verdad como un templo. Por fortuna, poco más dijo, y su laconismo fue interpretado como reconcentración de las ideas, como avaricia del pensamiento y sistema de no prodigar las grandes verdades... Conque... no entretenerme más aquí. Me llaman mis deberes de cicerone.
Su hermana y la amiguita quisieron retenerla; pero no se dio a partido. Por desgracia de las tres, el día estaba malísimo, y no había esperanza de que los dos ilustres investigadores de arte e historia se fuesen a dar un paseíto para despejar la cabeza. Nevaba con furiosa ventisca; cielo y suelo rivalizaban en tristeza y suciedad. La nieve, que caía en rachas violentísimas de menudos copos, no blanqueaba los pisos, y en el momento de caer se convertía en fango. El frío era intenso en la calle y aun dentro de las bien caldeadas habitaciones, porque se colaba con hocico agudísimo por cuantas rendijas hallara en ventanas y balcones, burlando burletes, y riéndose de chimeneas y estufas. Sorprendidas las tres damas del furioso viento que azotaba los cristales, aproximáronse a ellos, y se entretuvieron en observar el apuro de los transeúntes, a quienes no valía embozarse hasta las orejas, porque el aire les arrebataba capas y tapabocas, a veces los sombreros. Esto y el cuidado de evitar resbalones, hacía de ellos, hombres y mujeres, figuras extrañas de un fantástico baile en las estepas siberianas.
−Mira tú qué desgracia de día −dijo Cruz con grandísimo desconsuelo−. Para que en todo resulte aciago, hoy no podrá venir el padrito.
−Claro, ¡vive tan lejos!
−¡Y si le coge un torbellino de nieve! No, no, que no salga, ¡pobrecito!
−Mándale el coche.
−Sí; para que lo devuelva vacío, y se venga a pie, como el otro día, que diluviaba.
−¿Pero tú crees −indicó Augusta−, que a ese le arredran ventiscas ni temporales?
−Claro que no... Pero veréis cómo no viene hoy. Me lo da el corazón.
−Pues a mí me dice que viene −afirmó Fidela−. ¿Queréis apostarlo? Y mi corazón a mí no me engaña. Hace días que todo lo acierta este pícaro. Es probado; siempre que duele, dificultando la respiración, se vuelve adivino. No me dice nada que no salga verdad.
−Y ahora te dirá que te retires del balcón y procures no enfriarte. Eso es: enfríate, y después viene el quejidito, y las malas noches, el cansancio y el continuo toser.
−¡Que me enfríe, mejor! −replicó Fidela con voz y acento de niña mimosa, dejándose llevar al sofá−. Me dice el corazón que pronto me he de enfriar tanto, tanto, que no habrá rescoldo que pueda calentarme. Ea, ya estoy tiritando. Pero no es cosa, no.
Ya me pasa. Ha sido una ráfaga, un besito que me ha mandado el aire de la calle, al través de los cristales empañados. Anda, vete, que tus sabios están impacientes, y el de las pinturas echándote muy de menos.
−¿Cómo lo sabes?
−Toma: por mi doble vista. ¿Qué? ¿No creéis en mi doble vista? Pues os digo que el padre Gamborena viene para acá. Y si no está entrando ya por el portal, le falta poco.
−¿A que no?
−¿A que sí?
Salió presurosa la primogénita, y a poco volvió riendo:
−¡Vaya con tu doble vista! No ha venido ni vendrá. Mira, mira cómo cae ahora la nieve.
Ello sería casualidad, ¡quién lo duda!, pero no habían pasado diez minutos cuando oyeron la voz del gran misionero en la estancia próxima, y las tres acudieron a su encuentro con grandes risas y efusión de sus almas gozosas. Había dejado el bendito cura en el piso bajo su paraguas enorme y su sombrero, y la poca nieve que traía en el balandrán se le derritió en el tiempo que tardara en subir. Al entrar, quitábase los negros guantes, y se sacudía un dedo de la mano derecha con muestras de dolor:
−Hija mía −dijo a Fidela−, me ha mordido tu hijo.
−¡Jesús! −exclamó Cruz−, ¿habrase visto picaruelo mayor? Le voy a matar.
−Si no es nada, hija. Pero me hincó el diente. Quise acariciarle. Estaba dando latigazos a diestro y siniestro. La suerte es que sus dientecillos no traspasaron el guante. ¡Vaya un hijo que os tenéis...!
−Muerde por gracia −indicó Fidela con tristeza−. Pero hay que quitarle esa fea costumbre. No, si no lo hace con mala intención, puede usted creerlo.
− X −
−En efecto, la intención no debe de ser mala −dijo el misionero con donaire−; pero el instinto no es de los buenos. ¡Qué geniecillo!
−Pues para el día que tenemos, y para lo perdidas que están las calles −observó Cruz sin quitar la vista del padrito, que a la chimenea se arrimaba−, no trae usted el calzado muy húmedo.
−Es que yo poseo el arte de andar por entre lodos peores que los de Madrid. No en balde ha educado uno el paso de grulla en los arrecifes de la Polinesia. Sé sortear los baches, así como los escurrideros, y aun los abismos. ¿Qué creéis?
−Lo que es hoy −dijo Fidela−, sí que no se va sin comer. Y comerá con nosotras, si nos prefiere a los sabios que están abajo.
−Hoy no se va, no se va. Es que no le dejamos −afirmó Cruz, mirándole con un cariño que parecía maternal.
−No se va −repitió Augusta−, aunque para ello tengamos que amarrarle por una patita.
−Bueno, señoras mías −replicó el sacerdote con expansivo acento−, hagan de mí lo que quieran. Me entrego a discreción. Denme de comer si gustan, y amárrenme a la pata de una silla, si es su voluntad. La crudeza del día me releva de mis obligaciones callejeras.
−Y lo mejor que podría hacer es quedarse en casa esta noche −agregó Cruz−. ¿Qué? ¿Qué tiene que decir? Aquí no nos comemos la gente. Le arreglaríamos el cuarto de arriba, donde estaría como un príncipe, mejor sería decir como un señor cardenal.
−Eso sí que no. Más hecho estoy a dormir en chozas de bambú que en casas ducales. Lo que no impide que me resigne a morar aquí, si para algo fuese necesaria mi presencia.
Cruz le incitó a quitarse el balandrán, que estaba muy húmedo, y ninguna falta le hacía en el bien templado gabinete, y él accedió, dejando que la ilustre señora le tirara de las mangas.
−Ahora, ¿quiere tomar alguna cosa?
−Pero, hija, ¿qué idea tienes de mí? ¿Crees que soy uno de estos tragaldabas que a cada instante necesitan poner reparos al estómago?
−Algún fiambre, una copita...
−Que no.
−Pues yo sí quiero −dijo Fidela con infantil volubilidad−. Que nos traigan algún vinito, por lo menos.
−¿Porto?
−Por mí, lo que quieras. Echaré un pequeño trinquis con estas buenas señoras.
Salió Cruz, y Gamborena habló otra vez de Valentinico, encareciendo la urgencia de poner en su educación alguna más severidad.
−Me da mucha pena castigarle −repuso Fidela−. El angelito no sabe lo que hace. Hay que esperar a que pueda tener del mal y del bien una idea más clara. Su entendimiento es algo obtuso.
−Y sus dientes muy afilados.
−Pues ese..., donde ustedes le ven..., ese va a ser listo −afirma Augusta.
−¡Como que sabe más...! Padre Gamborena, haga el favor de no ponerme esa cara tétrica cuando se habla del niño. Me duele mucho que se tenga mal concepto de mi brutito de mi alma, y me duele más que se crea imposible el hacer de él un hombre.
−Hija mía, si no he dicho nada. El tiempo te traeré una solución.
−El tiempo..., la muerte quizás... ¿Alude usted a la muerte?
−Hija de mi alma, no he hablado nada de la muerte, ni en ella pensé...
−Sí, sí. Esa solución de que usted habla −añadió Fidela con la voz velada y enternecida−, es la muerte: no me lo niegue. Ha querido decir que mi hijo se morirá, y así nos veremos libres de la tristeza de tener por único heredero a un...
−No he pensado en tal cosa; te lo aseguro.
−No me lo niegue. Mire que hoy estoy de vena. Adivino los pensamientos.
−Los míos no.
−Los de usted y los de todo el mundo. Esa solución que dice usted traerá... el tiempo, no la veré yo, porque antes he de tener la mía, mi solución; quiero decir, que moriré antes.
−No diré que no. ¿Quién sabe lo que el Señor dispone? Pero yo jamás anuncié la muerte de nadie, y si alguna vez hablo de esa señora, hágolo sin dar a mis palabras un acento tremebundo. Lo que llamamos muerte es un hecho vulgar y naturalísimo, un trámite indispensable en la vida total, y considero que ni el hecho ni el nombre deban asustar a ninguna persona de conciencia recta.
−Vea usted por qué no me asusta a mí.
−Pues a mí sí, lo confieso −declaró Augusta−, y que el padrito diga de mi conciencia lo que quiera: no me incomodo.
−Nada tengo yo que ver con su conciencia, señora mía −replicó el sacerdote−. Pero si algo tuviera que decir, no habría de callarlo, aunque usted se incomodara...
−Y yo recibiría sus reprimendas con resignación, y hasta con gratitud.
−Ríñanos usted todo lo que quiera −indicó Fidela, mordisqueando pastas y fiambres que acababan de traerle−. Ya se me ha pasado el mal humor. Y es más: si quiere
hablarnos de la muerte, y echarnos un buen sermón sobre ella, lo oiremos... hasta con alegría.
−Eso no −dijo Augusta, ofreciendo al misionero una copa de Porto−. A mí no me hablen de muerte, ni de nada tocante a ese misterio, que empieza en nuestros camposantos y acaba en el valle de Josafat. Yo encargo a los míos que cuando me muera me tapen bien los oídos... para no oír las trompetas del Juicio Final.
−¡Jesús, qué disparate!
−¿Teme usted la resurrección de la carne?
−No señor. Temo el Juicio.
−Pues yo sí que quiero oírlas −afirmó Fidela−, y cuanto más prontito mejor. Tan segura estoy de que he de irme al cielo, como de que estoy bebiendo este vino delicioso.
−Yo también..., digo, no..., tengo mis dudas −apuntó la de Orozco−. Pero confío en la misericordia divina.
−Muy bien. Confiar en la misericordia −manifestó el padrito−, siempre y cuando se hagan méritos para merecerla.
−Ya los hago.
−A todas podrá usted poner reparos, señor Gamborena −observó la de San Eloy con una gravedad ligeramente cómica y de buen gusto−, a todas menos a esta, católica a machamartillo, que organiza solemnes cultos, preside juntas benéficas, y es colectora de dineritos para el Papa, para las misiones y otros fines... píos.
−Muy bien −dijo el padre, asimilándose la gravedad cómica de la Marquesita−. No le falta a usted más que una cosa.
−¿Qué?
−Un poco de doctrina cristiana, de la elemental, de la que se enseña en las escuelas.
−¡Bah...!, la sé de corrido.
−Que no la sabe usted. Y si quiere la examino ahora mismo.
−Hombre, no: tanto como examinar... A lo mejor se olvida una de cualquier cosilla.
−Nada importa olvidar la letra, si el principio, la esencia, permanecen estampados en el corazón.
−En el mío lo están.
−Me permito dudarlo.
−Y yo también −dijo Fidela, gozosa del giro que tomaba la conversación−. Esta, a la chita callando, es una gran hereje.
−¡Ay, qué gracia!
−Yo no; yo creo todo lo que manda la Santa Madre Iglesia; pero creo además en otras muchas cosas.
−¿A ver?
−Creo que la máquina, mejor dicho, el gobierno del mundo, no marcha como debiera marchar... Vamos, que el presidente del Consejo de allá arriba tiene las cosas de este bajo planeta un tantico abandonadas.
−¿Bromitas impías? No sientes lo que dices, hija de mi alma; pero aun no sintiéndolo, cometes un pecado. No por ser chiste una frasecilla, deja de ser blasfema.
−Anda, vuelve por otra.
−Pues no me digan a mí −prosiguió la de San Eloy−, que todo esto de la vida y la muerte está bien gobernado, sobre todo la muerte. Yo sostengo que las personas debieran morirse cuando quisiesen.
−¡Ja, ja!... ¡Qué bonito! Entonces, nadie querría morirse.
−¡Ah...!, no estoy de acuerdo, y dispénseme −dijo Augusta con seriedad−. A todos, a todos absolutamente cuantos viven, aun viviendo miles de años, les llegaría la hora del cansancio. No habría un ser humano que no tuviera al fin un momento en que decir: ya
no más, ya no más. Hasta los egoístas empedernidos, los más apegados a los goces, concluirían por odiar su yo, y mandarlo a paseo. Vendría la muerte voluntaria, evocada más que temida, sin vejez ni enfermedades. ¡Vaya, padrito, que si esto no es arreglar las cosas mejor de lo que están, que venga Dios y lo vea!
−Ya lo ha visto, y sabe que las dos tenéis la inteligencia tan dañada como el corazón. No quiero seguiros por ese camino de monstruoso filosofismo. Bromeáis impíamente.
−¡Impíamente! −exclamó Fidela−. No, padre. Bromeamos, y nada más. Cierto que cuando Dios lo ha hecho así, bien hecho está. Pero yo sigo en mis trece: no critico al Divino Poder; pero me gustaría que estableciera esto del morirse a voluntad.
−Es lo mismo que defender la mayor de las abominaciones, el suicidio.
−Yo no lo defiendo, yo no −declaró Augusta poniéndose pálida.
−Pues yo... −indicó la otra aguzando su mente−, si no lo defiendo, tampoco lo ataco..., quiero decir..., esperarse..., que si no fuera por lo antipáticos que son todos los medios de quitarse la vida, me parecería..., quiero decir..., no me resultaría tan malo.
−¡Jesús me valga!
−No, no se asuste el padrito −dijo la de Orozco, acudiendo en auxilio de su amiga−. Déjeme completar el pensamiento de esta. Su idea no es un disparate. El suicidio se acepta en la forma siguiente: que una..., o uno, hablando también por cuenta de los hombres..., se duerma, y conserve, en medio del sueño profundísimo, voluntad, poder, o no sé qué, para permanecer dormido por los siglos de los siglos, y no despertar nunca más, nunca más...
−Eso, eso mismo... ¡Qué bien lo has dicho! −exclamó Fidela batiendo palmas, y echando lumbre por los ojos−. Dormirse hasta que suenen las trompetitas...
Pausadamente cogió Gamborena una silla y se colocó frente a las dos señoras, teniendo a cada una de ellas al alcance de sus manos, por una y otra banda, y con acento familiar y bondadoso, al cual la dulzura del mirar daba mayor encanto, les endilgó la siguiente filípica:
− XI −
−Hijas mías, aunque no me lo permitáis, yo, como sacerdote y amigo, quiero y debo reprenderos por esa costumbre de tratar en solfa, y alardeando de humorismo elegante con visos de literario, las cuestiones más graves de la moral y de la fe católica. Vicio es este adquirido en la esfera altísima en que vivís, y que proviene de la costumbre de poner en vuestras conversaciones ideas chispeantes y deslumbradoras, para entreteneros y divertiros como en los juegos honestos de sociedad..., suponiendo que sean honestos, y es mucho suponer.
»No necesito que me deis licencia para deciros que cuanto expresasteis acerca de la muerte, y de nuestros fines aquí y allá, es herético, y además tonto, y extravagantísimo, y que sobre carecer de sentido cristiano, no tiene ninguna gracia. Podrán alabar ese alambicado conceptismo los majaderos sin número que acuden a vuestras tertulias y saraos, hombres corrompidos, mujeres sin pudor..., algunas, no digo todas. Si queréis decir gracias, decidlas en asuntos pertinentes al orden temporal. Juzgad con ligereza y originalidad de cosas de teatro, de baile, o de carreras de caballos o velocípedos. Pero en nada pertinente a la conciencia, en nada que toque al régimen grandioso impuesto por el Criador a la criatura, digáis palabra disconforme con lo que sabe y dice la última niña de la escuela más humilde y pobre. Aquí resulta una cosa muy triste, y es que las clases
altas son las que más olvidada tienen la doctrina pura y eterna. Y no me digan que protegéis la religión, ensalzando el culto con ceremonias espléndidas, o bien organizando hermandades y juntas caritativas: en los más casos, no hacéis más que rodear de pompa oficial y cortesana al Dios Omnipotente, negándole el homenaje de vuestros corazones. Queréis hacer de Él uno de estos reyes constitucionales al uso, que reinan y no gobiernan. No, y esto no lo digo precisamente por vosotras, sino por otras de vuestra clase; no os vale tanta religiosidad de aparato; no se os acepta el homenaje externo si no lo acompañáis del rendimiento de los corazones, y de la sumisión de la inteligencia. Sed simples y candorosas en materia de fe; dad al ingenio lo que al ingenio pertenece, y a Dios lo que siempre ha sido y será de Dios».
Oían las dos damas absortas, bebiéndose con los ojos la dulzura de los ojos del misionero, al propio tiempo que absorbían por el oído, y las agasajaban en el pensamiento, las ideas que expresaba. Durante la breve pausa que hizo, apenas respiraban ellas, y él siguió tranquilo, apretando un poquito en la severidad:
−Las clases altas, o por hablar mejor, las clases ricas, estáis profundamente dañadas en el corazón y en la inteligencia, porque habéis perdido la fe, o por lo menos andáis en vías de perderla. ¿Cómo? Por el continuo roce que tenéis con el filosofismo. El filosofismo, en otros tiempos, no traspasaba el lindero que os separa de las clases inferiores; el filosofismo era entonces plebeyo, ordinario, y solía estar personificado en seres y tipos que os eran profundamente antipáticos, sabios barbudos y malolientes, poetas despeinados y que no sabían comer con limpieza. Pero ¡ah!, todo ello ha cambiado. El filosofismo se ha hecho fino, se ha hecho elegante, se ha colado por vuestras puertas, y vosotras le dais abrigo, y le hacéis carantoñas. Antes le despreciabais, ahora le agasajáis; y os parece que vuestras mesas no están bastante honradas si no sentáis a ellas diariamente a dos o tres alumnos de estos alumnos de Satanás; y vuestros saraos no os parecen de tono, si no traéis a ellos a toda la caterva de incrédulos, herejes y ateístas.
»Vosotras, clases altas y ricas, aburridas, fatigadas por no tener un papel glorioso que desempeñar en la sociedad presente, os habéis bajado a la política, como el noble enfermo y melancólico, que no sabiendo qué hacer para distraerse, desciende a bromear con la servidumbre. El filosofismo, harto de vivir en sótanos y entre telarañas, se ha subido a la política, para buscar en ella su negocio, y en ese terreno común os habéis encontrado todos, y os habéis hecho amigos. Después, incurriendo en familiaridades de mal gusto, lleváis al filosofismo arriba, a vuestras salas, y allí, el infame os contagia de sus perversas ideas, amortiguando la fe en vuestros corazones. Cierto que conserváis la fe nominal, pero tan sólo como un emblema, como una ejecutoria de la clase, para defenderos con ella en caso de que veáis atacados vuestros fueros y amenazadas vuestras posiciones... Y la prueba de esto la hallamos en las novísimas costumbres de la gente noble. Decidme: ¿no salta a la vista que vuestras devociones son superficiales y que debajo de ellas no hay más que indiferentismo, corruptela? Vosotras mismas os habéis reído, esta Navidad, de las que dieron misa del gallo con baile. Vosotras mismas habéis organizado conciertos caritativos, y con igual frescura tomáis el teatro y la lotería por instrumentos de caridad que lleváis a la iglesia las formas teatrales. Todo está bien con tal de divertiros, que es la suprema, la única aspiración de vuestras almas».
Descansaron las dos damas de aquella tirante atención, sacando cada cual un suspiro de lo más hondo del pecho, y Gamborena, después de repartir por igual palmaditas en las manos de una y otra, prosiguió y terminó benévolamente en esta forma:
−Hay que volver a la sencillez religiosa, señoras mías, limpiar el corazón de toda impureza, y no permitir que la frivolidad se meta donde no la llaman, y donde hace tanta falta como los perros en misa. ¿Queréis ser elegantes? Sedlo enhorabuena, sin mezclar
el nombre de Dios ni la doctrina católica en vuestras chismografías epigramáticas. La caridad, el culto, la devoción sean cosas serias, no uno de tantos temas para lucir la travesura del pensamiento. La que no tenga fe, que lo diga y se deje de comedias que a nadie engañan, y menos al que todo lo ve. La que la tenga, sepa tenerla con simplicidad; sea como los niños para aprender la doctrina, y como los humildes y pobres de espíritu para practicarla, dejando los escarceos del ingenio para el diablo, que es el gran hablador, y el maestro de la cháchara, y el que a la postre sale ganando con todas esas vanidades de la conversación picaresca. La alcurnia y el dinero suelen ser carga pesada para las almas que quieren remontarse, y estorbo grande para las que buscan la simplicidad: el toque está, señoras mías, en conseguir aquellos fines sin arrojar dinero y alcurnia, aunque hay casos, pero de esto no se hable, por ser excepcional y extraordinario. Sabiendo uno con quién trata, y en qué tiempos vive, no incurrirá en la tontería de decir: «imitad a los que siendo nobles y ricos, quisieron ser pobres y plebeyos». Esto no: vivimos en tiempos de muchísima prosa, y de muchísima miseria y poquedad de ánimo. La voluntad humana degenera visiblemente, como árbol que se hace arbusto, y de arbusto planta de tiesto: no se le pueden pedir acciones grandes, como al pigmeo raquítico no se le puede mandar que se ponga la armadura de García de Paredes y ande con ella. No, hijas mías. No os diré nunca que seáis heroínas, porque os reiríais de mí, y con razón. Sois muy enanas, y aunque os empinarais mucho, aunque os pusierais penachos de soberbia y tacones de vanidad, no podríais llegar a la talla. Por eso os digo: ya que sois tan poquita cosa, procurad ser buenas cristianas dentro de la cortedad de vuestros medios espirituales; seguir siendo aristócratas y ricas; compaginad la simplicidad religiosa con el boato que os impone vuestra posición social, y cuando os llegue el momento de pasar de esta vida, si habéis sabido limpiaros de la impureza que os invade el corazón, no encontraréis cerradas las puertas de la eterna dicha.
Oyeron las damas esta plática con emoción profunda, y poco faltó para que lloraran. Cuando el misionero terminó, repitiendo las afectuosas palmaditas en las manos de sus oyentes, Augusta no hacía más que suspirar, Fidela parecía un poquito asustada, y cuando se repuso, su genial travesura salió bruscamente con uno de aquellos rasgos que el sacerdote acababa de reprender.
−Pero si no puedo purificarme bien, lo que se llama bien, espero que habrá un poquito de manga ancha conmigo, y que usted me abrirá la puerta celestial.
−¿Yo?
−Usted, sí, usted que tiene las llaves.
−¿Yo?
−Lo dice mi marido, y lo cree, y por creerlo así le llama a usted San Pedro.
−Es una broma.
−¿Y no mereceré yo un poco de indulgencia?
−Indulgencia Dios la da.
−Pues mire usted, nadie me quita de la cabeza que la voy a necesitar pronto, muy pronto.
−¡Oh, no digas tal!
−Me lo pueden creer. Hace días vengo pensando en eso, en mi próxima muerte, y ahora, cuando usted hablaba, se me metió en la cabeza la idea de que ya estoy al caer, pero ya, ya...
−¡Qué tontería!
−Si no me asusto. Al contrario, lo miro con una tranquilidad... ¡Morir..., dormir mucho tiempo! ¿No es eso, padre? ¿No es eso, Augusta?
Entró en aquel momento Cruz, y habiendo entendido algo de lo que su hermana decía, la reprendió con dulzura, fijándose en la expresión de su rostro. Debió este de parecerle hipocrático en grado sumo, aunque no lo bastante para sentir alarma.
−Claro, te estás toda la tarde de palique, y luego viene la fatiguita y la opresión. Tú no hagas más que oír, y habla lo menos que puedas; sobre todo, no te pongas a defender los mil disparates que se te ocurren, porque en las discusiones te quedas sin aliento, y ya ves...
−Si no estoy mal −dijo Fidela, con dificultosa respiración.
−No, no estás mal. Pero yo que tú me acostaría. Ya ves qué día tenemos. Con todas las precauciones del mundo, y echando leña sin cesar en las chimeneas, no podemos evitar que te enfríes. ¿Verdad, padrito, que debe acostarse?
Las instancias de su hermana, reforzadas por Gamborena, lleváronla al lecho, donde se sintió mejor. Después de haber descabezado un sueñecillo, hallábase muy risueña y decidora. Augusta, que de su lado no se separaba, le mandó más de una vez que cerrase el pico.
Nada ocurrió en el resto del día digno de ser contado. Gamborena y Cruz charlaban en el gabinete de Fidela, y esta en su alcoba se entretenía con Valentinico y con su fiel amiga. Ya entrada la noche, poco antes de la hora de comer, la marquesita de San Eloy despertó de un breve y tranquilo sueño, respirando desahogadamente. ¡Qué bien estaba! Así lo creyó Augusta al acercarse a ella, inclinándose sobre el lecho. Llevose la niñera al chiquitín para darle de comer, y entonces Fidela, acariciando la mano de su amiga, le dijo en el tono más natural del mundo:
−Tengo que decirte una cosa.
−¿Qué?
−Que quiero confesarme.
−¡Confesarte! −exclamó Augusta palideciendo, y disimulando su turbación−. Pero ¿estás loca?
−No sé por qué ha de ser signo de locura el querer confesarse.
−Pero, hija, es que... creerán que estás mal.
−Yo no sé si estoy mal o bien. No hay más sino que quiero confesarme..., y cuanto más pronto, mejor.
−Mañana...
−Déjate de mañanas. Mejor será esta misma noche.
−Pero, ¿qué idea te ha dado...?
−Pues una idea, tú lo has dicho, una idea. ¿Acaso es mala?
−No..., pero es una idea alarmante.
−Bueno, mejor. Me harás el favor de decírselo a mi hermana. O se lo dices a Tor... No, no, mejor a mi hermana.
− XII −
En el mismo instante que esto ocurría, entraba del Senado don Francisco, llevando consigo a su amigo, médico y senador, a quien había invitado a comer, más que por el gusto de obsequiarle, porque viera a su esposa, y proporcionarse de este modo una consulta gratuita sobre la dolencia fastidiosa y tenaz, ya que no grave, que aquella sufría. Figuraba el senador entre las eminencias médicas, y quería serlo también política, para lo cual había tomado por su cuenta las reformas sociales, pronunciando
discursos campanudos y pesadísimos, que a Torquemada le encantaban, por hallar en ellos perfecta concordancia con sus propias ideas sobre tales materias. Hicieron amistades en los pasillos, y en el salón se sentaban casi siempre juntos. Era el médico hombre amabilísimo, y don Francisco se encariñaba con los hombres finos, siempre que fueran desinteresados y no atacasen al bolsillo con las armas de la cortesía refinada, como ciertos puntos que a nuestro tacaño se le sentaban en la boca del estómago.
Vio, pues, el senador médico a la señora Marquesa, la interrogó con exquisita delicadeza y gracejo, y su dictamen fue tranquilizador para la familia. Todo ello no era más que anemia, y un poco de histerismo. El tratamiento de Quevedito le pareció de perlas, y había que esperar de él la anhelada mejoría. No se permitió añadir más que la rusticación cuando llegase el verano, residiendo en país montañoso, lejos del mar. Después comieron todos muy campantes, y Cruz notó en Augusta una tristeza que en ella era cosa muy rara, pues por lo común alegraba la mesa y entretenía gallardamente a los comensales. Torquemada estuvo decidor, queriendo a toda costa lucirse delante de su amigo, el cual, velis nolis, metió entre dos platos los problemas sociales, y allí fue Troya, pues el médico resolvía la cuestión por lo político, el misionero por lo religioso, y el señor Marqués deploraba las exageraciones de escuela. Tristes y aburridas, abstuviéronse las dos damas de dar su opinión en tan cargante materia.
Terminada la comida, corrió Augusta a la alcoba, y se secreteó con Fidela:
−Dice Cruz que mañana...
−Mi hermana no ha dicho eso.
−¿Cómo no?
−No, porque tú no le has dicho nada todavía. Si todo lo sé y lo veo desde aquí. Conmigo no valen mentirillas. Y si no se lo dices pronto, tendré que decírselo yo.
La inesperada presencia de Cruz en la alcoba, entrando como una aparición, cortó bruscamente el diálogo. Al pronto, notando algo extraño en la actitud de ambas, creyó que se trataba de una travesura. Interrogó, le replicaron, y al fin supo la verdad de aquel antojo de su hermana. ¡Confesarse! ¿Cuándo? ¡Pronto, pronto! ¿Qué prisa había? Su empeño verdadero o fingido de tomarlo a risa, no dio más resultado que confirmar a la otra en su tenaz deseo. Bien se comprende que aquel repentino afán de confesión, no hallándose la señora peor de su dolencia, al decir de los médicos, inquietó a la familia. Cruz fue con el cuento a Gamborena, y este a don Francisco, que corrió alarmadísimo a la alcoba, y dijo a su cara mitad:
−¿Pero tú qué fenómenos tienes? Si dice el doctor que son fenómenos reflejos, exclusivamente reflejos... ¿A qué viene esa andrómina del confesarse? Tiempo tienes. Mi amigo se ha ido; pero si quieres le llamo... No, no será preciso. Mientras menos médicos aparezcan por aquí, mejor. Quevedo no tardará en llegar, y entre todos te convenceremos de tu tontería.
Interrogada por todos de un modo apremiante, Fidela no podía declarar, sin mentir, ningún síntoma peligroso. De fiebre no tenía ni chispa, según una vez y otra hizo constar don Francisco, que se las echaba de buen entendedor de pulsos. Lo único que sentía era la opresión del pecho, la dificultad del respirar, cual si un corsé de hierro le oprimiera la caja torácica, y algo, además, que, a su parecer, como dogal interno, apretaba su garganta, a la cual se llevaba las manos sin sosiego, creyendo cerciorarse con ellas de una fuerte hinchazón.
−Pero, ¿no tengo aquí un bulto muy grande?
−No, hija, no tienes nada. Todo es aprensión.
−Fenómenos reflejos.
−Duérmete, y verás.
−Eso es lo que quiero, dormirme y ver lo que hay por allá. Pero me parece que no pegaré los ojos en toda la noche.
Quevedito, que a la sazón entrara, no encontró en ella novedad que debiera ser motivo de alarma; pero el estado moral de la enferma, y las extrañas inquietudes de su espíritu pusiéronle al fin en cuidado, y propuso a su suegro que al día siguiente fuese llamado en consulta el doctor Miquis. En tanto, Cruz trataba de convencer a Gamborena de la inconveniencia de retirarse a su domicilio en noche tan cruda y desapacible, y él no insistió, como otras veces, en largarse, afrontando la ventisca y el frío. Más que las molestias y aun peligros de la caminata, le retenían en la mansión ducal presentimientos vagos de que no sería excusada en ella su presencia. Convino, al fin, en alojarse en la habitación cardenalicia que en el piso alto le tenían preparada, y Cruz le suplicó que, antes de recogerse, tratara de obtener de Fidela, con su omnímoda autoridad, el aplazamiento de la confesión hasta el siguiente día. Dicho y hecho. Llegose a la puerta de la alcoba el buen sacerdote, y desde allí, con insinuante cariño, dijo a la enferma:
−¿Sabes que tu hermana no me deja marchar? Me resigno, porque las calles están heladas: caballos y personas tenemos miedo de un resbalón, y de rompernos pata o pierna... Eso que has pensado, hija mía, me parece muy bien, muy bien. Por lo mismo que no estás peor, quieres hacerlo descansada y fácilmente, como obligación de todo tiempo y de circunstancias normales. Bien, muy bien. Pero yo estoy cansado, tú necesitas dormir, y como me tienes en casa, quédese para mañana. Duérmete, niña, duérmete tranquila. Buenas noches.
Poco después de esto, despidiose Augusta, besando una y otra vez a su amiga, y prometiéndole ir tempranito a la mañana siguiente. La paz y la quietud reinaron en la casa, mas no en el corazón de Cruz, que no tenía sosiego, y se acostó como el oficial de guardia cuando hay temores de trifulca. Toda la noche la pasó don Francisco vigilando a su esposa. Entraba de puntillas, y aproximábase al lecho como un fantasma. La pobrecita dormía algunos ratos; pero eran sus sueños breves y nada tranquilos.
−Estoy despierta −decía alguna vez−. Aunque me veas con los ojos cerrados, no duermo, no. ¡Y qué ganas tengo de coger un buen sueño, largo, largo...!
−¿Hay algún nuevo fenómeno, hija mía?
−Nada, nada más que esta opresión maldita. Si no tuviera esto, me sentiría muy bien.
Y más tarde:
−Eximio, no te asustes, esto no es nada. Un momento que me ha faltado la respiración, y creí que me ahogaba.
−¿Quieres otra cucharadita?
−No, ahora no. Creo que me hace daño tanto brebaje. ¡Ay!, qué horrores soñé en un momento que me quedé dormida. Que nuestro Valentín se había sacado los ojos y jugaba con ellos. Después me los daba a mí para que se los guardara... ta... ca... pa... ca... ¿Y qué haces que no te acuestas, pobrecido eximio?
−Mientras tú estés despierta, velaré yo −le dijo el esposo, sentándose a su lado−. Blasono de precavido y vigilante, y soy la previsión personificada.
−Si no tengo nada; si estoy bien...
−Pero debemos tender a que estés mejor. A mí se me ha ocurrido un plan. A veces sabe uno más que toda la cáfila de médicos que pululan por ahí.
−¡Si yo durmiera...! Pero, ya verás..., de mañana no pasa que coja yo un sueño largo, largo...
−Cuando yo estoy desvelado, me pongo a sumar cifras, y a meter y sacar por todos los rincones del cerebro la aritmética que aprendí de muchacho.
−Pues yo también sumo, y no saco en limpio más que los mil y quinientos minutos que me faltan para dormirme. ¡Qué cabeza esta! ¿Ves? Ahora parece que tengo sueño. Respiro bien, y el bulto de la garganta se me sube a los ojos. Los párpados me pesan. Eximio Tor, yo te aseguro que Valentín tendrá mucho talento, no talento para los negocios, como tú, sino para la poesía, y para...
Se quedó dormida. A la madrugada, después de varios letargos breves, tuvo un ligero ataque de disnea. Torquemada se alarmó. Pero ella le tranquilizaba diciéndole:
−Querido ex... ex... imio, no te asustes. No es nada. Quiero respirar, y la nariz dice que... respire por la boca, y la boca... que por la nariz..., y en esta disputa... ¿ves?..., ya pasó... ya.
Ya de día claro, durmió como unas dos horas, y se despertó alegre, charlatana, preguntando si había venido Augusta. Acudió su hermana a darle el desayuno, un té con leche, que tomó con gran apetito. Torquemada se había ido a descansar, y Gamborena se preparaba para decir la misa. Revuelto y glacial como el anterior, ofreciose al amanecer aquel día, lo que no impidió que la de Orozco se personase en el palacio, diligente y recelosa, poco antes de la misa, que oyó con gran recogimiento y devoción. A las nueve, cuando Gamborena se desayunaba en la sacristía, y se oían en los pasillos bajos el desapacible chillar del heredero, y el ruido de los varetazos que daba en bancos y sillas, subió Augusta a la alcoba y charló con Fidela de cosas gratas, amenas y tentadoras de la risa. En lo mejor de este sabroso coloquio entró el eclesiástico, diciendo con gracejo:
−Amiguita, ahora está usted demás aquí. Fidela y yo tenemos que echar un párrafo.
Salió de la alcoba la dama, y quedaron solos la marquesa y el misionero. La confesión fue larga, aunque no tanto como el sueño que aquella deseaba.
− XIII −
−¿Y qué? −preguntaba Augusta al sacerdote en el gabinete de Cruz, mientras esta pasaba un rato junto a su hermana−, después de la confesión ¿tendremos también Viático?
−¡Tendremos! Habla usted de ello, amiga mía, como si se tratase de una garden party, o de un cotillón.
−No es eso... Quiero decir...
Torquemada entró súbitamente, haciendo la misma pregunta:
−¿Y qué? ¿Viático tenemos?
−Esperaremos a que ella misma lo pida −indicó Augusta−, o a que los facultativos indiquen su oportunidad... Yo la encuentro bien, y no veo motivo de alarma. ¡Pobre ángel!
−Es una santa −dijo el tacaño con cierta solemnidad−, y no será justo ni equitativo que se nos muera tan pronto, habiendo por el mundo tantos y tantas que maldita la falta que hacen.
−Sólo Dios sabe quién debe morir −agregó el sacerdote−, y cuanto Él dispone, bien dispuesto está.
−Sí; pero no es cosa de conformarse así, a la bóbilis bóbilis −replicó Torquemada amoscándose−. ¡Pues no faltaba más! Admito que todos somos mortales; pero yo le pediría al señor de Altísimo un poco más de lógica y de consecuencia política..., quiero decir, de consecuencia mortífera... Esto es claro. No se mueren los que deben morirse, y
tienen siete vidas, como los gatos, los que harían un señalado servicio a toda la humanidad tomando soleta para el otro mundo.
Gamborena no contestó nada, y se fue a rezar a la capilla.
Poco después de esto, Fidela, que por consejo de toda la familia y disposición de Quevedito, se había quedado en el lecho, mandó que le llevaran al chiquillo, el cual, si al pronto se enfurruñó porque le privaban de hacer el burro en los pasillos bajos, no tardó en avenirse con la compañía de su madre, única persona a quien solía mostrar cariño. Cansado de dar vueltas por la alcoba pegando latigazos, se hizo subir a la cama, y por ella se paseó a cuatro patas, imitando el perro y el cochino; y ya se corría hacia la cabecera para dejarse besar de su mamá, ya bajaba hasta los pies, mordisqueando la colcha, y haciendo gru, gru, para hacer creer a Augusta que era un terrible animalejo, que le iba a comer una mano.
−Está monísimo −decía Fidela, encantada de aquel juego−. No me digan que este chico va a ser tonto. Lo que tiene es muchísima picardía, y en él, la travesura del animalillo anuncia la inteligencia del hombre.
Agitaba ella los pies dentro de las sábanas, para que él hociqueara en el bulto con saltos y acometidas de bestia cazadora, y ya se esparranclaba, ya husmeaba el aire descansando sobre los cuartos traseros y erguido sobre los delanteros, ya, en fin, sentábase para frotarse el hocico con movimientos de oso cansado de divertir a la gente. Pero su principal diversión era asustar a las personas que rodeaban el lecho, y a su mamá misma, ladrándoles, embistiéndoles de mentirijillas, con la boca abierta en todo su pavorosa longitud. Verdad que nunca se las comía; pero les hacía creer que sí, a juzgar por las voces de espanto con que acogían sus furores. Por fin, tendiose a lo largo junto a su madre, y apoyando su rostro en el de ella, largo rato estuvo mirándola de hito en hito, sin articular gruñido ni voz alguna. Maravillábase Augusta de que la mirada de Valentinico tuviera aquel día expresión menos fosca y aviesa que de ordinario; pero no apuntó ninguna observación sobre este particular.
−¡Si es más bueno este hijo! −decía Fidela gozosa−. ¡Ahora me está diciendo al oído unos secreticos tan salados!... Ta, ta, pa, ca... que me quiere mucho, y otras cosas muy bonitas, muy rebonitas.
Diferentes veces le puso Cruz en el suelo para que no molestase a su madre; pero él, con una querencia tenaz, que fue la mayor rareza de aquel memorable día, se las arreglaba para volver a la cama. Creyérase que comprendía la obligación de ser dócil y bueno para merecer aquellos honores. Nunca se le vio más sumiso ni se notó expresión tan dulce en el ta, ca, ja, pa, que a cada instante pronunciaba, ni tuvo tanto aguante para permanecer quieto, pegado su hocico al rostro de su mamá, dejándose acariciar de ésta y oyendo de su boca tiernas palabras que seguramente no había de entender. Quedose dormido un rato, y Fidela no consintió que le quitasen de su lado. Durmió también ella con placidez que todos creyeron de feliz augurio, y de fijo le habría sido provechoso aquel sueñecico, si hubiera durado más.
Con la tardanza del doctor Miquis, que no pudo ir hasta la tarde, estaban en ascuas Cruz y don Francisco, esperando uno y otro cobrar ánimos con la visita del famoso médico. Antes que este llegara, tuvo Fidela otro ataquillo de disnea, seguido de un colapso muy breve, del cual sólo Augusta, única persona que entonces se hallaba presente, pudo enterarse. Volvió Valentinico a subirse a la cama, y si, poco antes, pudieron observar todos en sus ojuelos cierta dulzura (como no fuera esto efecto de la buena voluntad de los que le miraban), luego notaron en ellos la singularísima expresión ofensiva que de ordinario tenían. Quizás dependía esto de su pequeñez, contrastando con la voluminosa cabeza, y de una irisación gatuna en las oscuras pupilas. No se sabe; pero todos decían, y Augusta la primera, que aquel no era el mirar inocente y seductor
de un niño. ¡Demonio de engendro! Le dio por echarse como un perro a los pies de su madre, y de amenazar con gruñidos a cuantos al lecho se acercaban, enseñando los dientes, y preparándose para morder al que se dejara, ya fuese su mismo papá, o su tía.
−¡Qué bravo! −decía Fidela−. ¡Cómo defiende a su madre! Esto se llama inteligencia, esto se llama cariño... ¡Pero si nadie me hace daño, hijo mío! Estate quietecito, y no te muevas mucho, que me molestas.
Entró en esto Miquis, y se llevaron al salvaje bebé, que con berridos protestaba de no hallarse presente en tan importante visita. Larga fue esta, y detenidísimo el examen que de la ilustre enferma hizo aquel espejo de los facultativos. La animó con su galana y piadosa palabra; mostrose después reservado con la familia, y al fin, solos él y Quevedito, hablaron mutatis mutandis lo que sigue:
−¿Pero tú qué estás pensando?..., ¿tú qué haces? ¿Estás tonto?
−¡Yo!..., ¿qué? −replicó balbuciente y poniéndose pálido, el yerno de Torquemada−. ¿Por qué me dice usted eso, don Augusto?
−Porque eres un ciego si no ves que esta pobre señora está muy mal. ¡A buena hora me avisas, cuando ya...! Puede que aún sea tiempo; pero lo dudo. La depresión cardíaca es tal, que temo el colapso, y si viene el colapso con la intensidad que presumo, ya no hay nada que recetar, como no sea el Viático.
Quevedito se limpió el sudor del rostro. Un color se le iba y otro se le venía, no sabiendo qué contestar a las aterradoras palabras de su amigo y maestro. El cual siguió:
−¿Pero a qué tanta digitalina? Basta, basta, y dispón las inyecciones de cafeína y éter, y las inhalaciones de oxígeno... para lo que ha de venir esta noche.
−¡Teme usted...!
−Ojalá me equivoque. Pero... no te comprometas ante la familia con optimismos que por desgracia serían ilusorios..., no des esperanzas.
−¿Teme usted que el colapso...?
−Se ha iniciado ya. Lo he conocido en el pulso irregular, en el rostro, que se descompone, o parece querer descomponerse...
−No había observado...
−¿Y para qué sirve la adivinación médica, el arte de ver los fenómenos ya pasados, en el rastro casi imperceptible que dejan en el organismo?... Volveré esta noche. No te separes de la enferma, y observa al minuto todo cuanto ocurra.
−¿Volverá usted?
−Sí. Creo que no adelantaremos nada, y que la pobre señora no saldrá de la noche.
De tal modo desconcertaron estas lúgubres palabras al bueno de Quevedito, que cuando el otro se fue, y Cruz, ansiosa, se llegó al médico de la casa, este no pudo disimular su turbación. Faltábale poco para echarse a llorar. A las preguntas anhelantes de Cruz, y a las de don Francisco, contestó desordenadamente, luchando entre la veracidad profesional y el afecto de familia:
−Mal diagnóstico..., ¿para qué ocultarlo?..., malo, malo... Sería peor dar esperanzas, que... Pero aún no debemos perderlas, no, no, eso no... Basta de digitalina... Habrá que hacer inyecciones..., inhalaciones... Veremos esta noche... Creo que Miquis exagera el mal. Estos médicos de punta son así: dan grandes proporciones a la cosa más sencilla, para luego salir diciendo... Pero la gravedad existe, una gravedad relativa... y vale más estar prevenidos...
− XIV −
La primera idea de Cruz, rehaciéndose valerosa ante el peligro, fue llamar inmediatamente a las principales eminencias médicas de Madrid. Torquemada, que poco después de oír a su yerno tocaba el cielo con las manos, empezó por arrojar todas sus iras contra Miquis:
−Ese hombre está loco. Ese hombre es un bribón que quiere explotarnos. Ve que en esta casa hay trigo, y dice: aquí me dejo caer... No, no, fuera médicos ilustres, que no saben una patata. ¡Decir que hay peligro grave! ¿Dónde y por qué? Si sólo con verla se comprende que todo ello es unas miajas de fenómeno reflejo, catarro descuidado, el dengue y los achaquillos que deja... Esto es una picardía, un complot, por decirlo así.
Pronto varió de opinión, transigiendo con que se llevaran cuantos doctores de campanillas fuesen menester, y después, su excitado cerebro discurría los arbitrios más extravagantes, por ejemplo, llamar a un curandero famoso de la Cava de San Miguel... Él le conocía, y testimonio podía dar de sus maravillosas curas: nada se perdía, pues, con llevarle, porque si no curaba, daño no hacía: toda su terapéutica era agua del pozo, y dar friegas en el estómago y en los vacíos con un cepillo de hierbas. Tan desconcertado estaba el hombre, que no tardó en reírse de su propio consejo, y volvió a poner en duda la competencia de la Facultad para curar a nadie.
Con rapidez pasmosa cundió entre los amigos de la casa la noticia de la gravedad de la señora marquesa de San Eloy, llegando también al Senado antes del término de la sesión, por lo cual viose don Francisco asaltado, a primera hora de la noche, de multitud de amigos políticos y particulares, que con enfáticas demostraciones de sentimiento, estuvieron dándole matraca más tiempo del que su tristeza y ganas de soledad consentían. No hizo caso de nadie, ni aun de los que, echándoselas de profetas optimistas, le anunciaban una solución feliz de la enfermedad. Renegaba el tacaño de todo, de los amigos y de la ciencia, de la fatalidad y de los llamados... altos designios de... Quien quiera que fuese. Hasta la compañía y los consuelos de Donoso, su amigo y en cierto modo maestro en ilustración, le cargaban en aquella infausta noche. Resistiose a probar bocado, y cuando los importunos empezaron a desfilar, andaba de un lado para otro del palacio, como un demente, paseándose entre fantasmas, que no otra cosa le parecían las figuras religiosas o paganas, desnudas unas, otras mal vestidas con sábanas o colchas, que poblaban salones y galerías.
Entre tanto, Fidela había pasado, en el tránsito melancólico del día a la noche, por diferentes alternativas, hallándose por momentos gravísima, por momentos tan aliviada, que la familia no sabía si temer o esperar. Augusta no se separaba de su lecho: las manos de una enlazadas con las de la otra, confirmaban en aquellos críticos instantes el intenso cariño, contra el cual la muerte misma no debía prevalecer.
−Ahora te sientes mejor, mucho mejor, ¿no es verdad? No creas que nos hemos alarmado mucho. Bien se ve que no es nada.
−Sí, no es nada −dijo Fidela recobrando la viveza de su acento−. ¡Si siguiera como estoy ahora...! Me siento bien; respiro sin dificultad; y... ¡qué cosa tan rara!, se me ha refrescado tanto la memoria, que todo lo veo clarito, y mil cosas que había olvidado, insignificantes, se me presentan ahora en la imaginación como si hubieran pasado ayer.
−¿Sí? ¡Qué gracia! Pues mira, no hables mucho. Ya sabes que los médicos quieren que cierres el pico... Fácil medicina es callar.
−Déjame que hable un poquitín. ¡Si es lo que me gusta más en el mundo! La charla..., mi pasión...
−Bueno, te permito una pizca de charla. Si se enteran Quevedo y tu hermana me reñirán.
−¡Ay, qué cosa tan rara! Alababa yo mi memoria, y ahora me encuentro sin ella... Pues nada... Había pensado preguntarte una cosa, y se me ha olvidado... ¡Pero si hace medio minuto que lo tenía aquí, en la punta de la lengua!
−Pues déjalo para después.
−¡Ah!..., ya, ya lo tengo. Verás: cuatro palabras nada más... Dime una cosa. ¿Crees tú que los muertos vuelven?
−Mira, hija de mi alma −replicó Augusta sintiendo frío en el corazón−, no hables de muertos. ¡Vaya, qué tonterías se te ocurren!
−¿Y por qué ha de ser tontería? Yo te pregunto si crees tú que los que se mueren... vuelven al mundo de los vivos. Pues mira, yo creo que sí, y que no hay que burlarse de la conseja de las ánimas en pena.
−Yo no sé nada de eso: cállate, o llamo a Cruz.
−No, no... ¡Flojo réspice me echaría!... Yo creo que cuando una es espíritu libre, puede ir y venir donde le plazca. Lo que no sé es si tú podrás verme, como yo te veré a ti... Y cuidadito con hacer picardías... Mira que te estaré mirando...
Augusta temblaba. Se apoderó de ella un terror instintivo; y como en la estancia había poca luz, creyó ver surgir de aquellas penumbras espectros que se aproximaban lenta y terroríficamente.
−¿Tú qué piensas de esto? −insistió Fidela con ligera inquietud−. ¿Alguna vez, en tu vida, en circunstancias gravísimas ¿me entiendes?, has visto la imagen de alguna persona querida, que se te hubiera muerto? Porque el ser la persona muy querida, muy querida, paréceme condición indispensable para que el hecho de verla, de verla como te estoy viendo a ti, se verifique.
−Bah, bah... ¿Te callas si te contesto lo que más puede gustarte? Pues bien, si te callas, te diré que sí... Pero no me preguntes más. Queriendo mucho, pues... Ea, basta ya. Esto podría desvelarte, y es preciso que duermas, pobrecita.
−Si yo también quiero dormirme. De eso se trata, tonta. ¡Que me place tu respuesta! Los que duermen, sueñan, y el que sueña, vive en sueños, y su ser soñante puede ser su imagen visible... ¡Vaya unas filosofías! ¡Ah, que no nos oiga el padrito! ¡Menudo sermón nos echaría!... Pues sí, a dormir, a dormir.
Cerró los ojos, y Augusta, después de abrigarle el cuello con el embozo, la besó cariñosamente, y la arrulló como a los niños. Cruz entró de puntillas, y enterada de su tranquilidad volvió a salir. En consulta estaban a la sazón tres eminencias, a más de Miquis y Quevedito, y había gran ansiedad en la familia por conocer el resultado de la discusión científica. Por desgracia, el protomedicato confirmó plena y categóricamente la opinión de Miquis, respecto a la gravedad y al inminente peligro. La temida catástrofe podía tardar un día, dos, o precipitarse en el instante menos pensado, aquella misma noche.
Quiso Cruz consultar con Torquemada si se traería el Viático, sin pérdida de tiempo; pero don Francisco, por mediación de Donoso, que era el que andaba en aquellos tratos, negose a dar su opinión sobre tan grave materia. Su abatimiento y pesimismo quitábanle la serenidad para resolver cosa alguna. Gamborena, en tanto, con pretexto de visitar a la enferma, entró en su alcoba. La vio dormida; esperó... Un ratito después, Fidela despertaba; alegrose mucho de ver al misionero, y le dijo que quería reconciliarse. Retiráronse todos, y Gamborena, como era natural, aprovechó tan buena coyuntura para proponerle la administración del Sacramento. Acerca de la hora no hubo perfecto acuerdo, porque la enferma dijo: «Mañana»; Cruz no quería contrariarla, manifestando prisa, y el padre transigió dando al mañana una interpretación ingeniosa.
−Tempranito, tempranito... Es lo mejor. Son las diez de la noche.
Don Francisco, a eso de las once, se dirigió a la alcoba, cuando ya se había iniciado el temido colapso. El mismo terror que invadía su alma le sugirió ardiente anhelo de ver el tristísimo cuadro de aquella preciosa vida, próxima a extinguirse en lo mejor de la edad, burla horrorosa de la lógica, del sentido común, y aun de las leyes de la Naturaleza, sacrosantas, sí señor, sacrosantas, cuando no se dejan influir ¡cuidado!, de las arbitrariedades que vienen de arriba. Contempló a su querida esposa, lívido, desconcertado, sin acertar a proferir palabra ni queja, y allí se estuvo como estatua, sintiendo, con más fuerza que había sentido el terror de la entrada en la alcoba, el terror de la salida. No hallaba ni la palabra, ni el gesto, ni el movimiento para largarse. Por fin, Augusta, que lloraba a lágrima viva, le cogió por un brazo, diciéndole entre sollozos:
−Retírese, don Francisco, que esto le afectará demasiado.
El hombre encontrose fuera del cuarto cuando menos lo pensaba, y silenciosamente, las manos a la espalda, los labios fruncidos, bien apretados los dientes, como si nunca más en su vida hubiese de articular palabra, se fue a su despacho, en la planta baja, donde no había nadie, pues Donoso andaba también por las alturas, tratando de algo referente a la imponente ceremonia que se preparaba.
− XV −
Metiose en su cuarto el marqués de San Eloy como alimaña huida, que sólo se cree segura en la grieta que le sirve de albergue; pero como este era, en aquel caso, bastante holgado, allí se entretuvo el hombre en espaciar su desventura, paseándola de un extremo a otro, como si de esta suerte, por estirarla y darle vueltas, pudiera llegar a ser menos honda. Verdaderamente, era una cosa inicua, casi estaba por decir una mala partida..., vamos, una injusticia tremenda, que debiendo ser Cruz la condenada a fallecer, por razón de la edad y porque maldita la falta que hacía en el mundo, falleciese la otra, la bonísima y dulce Fidela. ¡Qué pifia, Dios! Y a él no le faltaban agallas para decírselo en su cara al Padre Eterno, como se lo diría al Nuncio y al mismo Papa, para que fueran a contárselo. ¿A qué obedecía la muerte de Fidela? «¿A qué obedece? −repetía furioso, volviendo la cara hacia el techo, como si en él pintada estuviese la cara de su interlocutor−. ¿Es esto justo? ¿Es esto misericordioso y divino?... ¡Divino! Vaya unas divinidades que se gastan por arriba. Pues yo le digo a Su Señoría que no me ha convencido, y que todo eso de infinitamente sabio, infinitamente..., qué sé yo, lo pongo en cuarentena. Ea, no me gusta adular a los poderosos, a los que están por encima de mí. La adulación no se compadece con mi carácter. Tengamos dignidad. ¿Y qué es el rezo, más que una adulación, verbigracia, besar el palo que nos desloma? Yo..., al fin y al cabo..., rezaría, si fuese preciso, si supiera que había de encontrar piedad; pero... como si lo viera..., ¡piedad! ¡Ah, quien no te conozca que te compre! Esto es obvio. La piedad que haya, que me la claven en la frente. ¿Qué más? ¿Cómo olvidar el caso de mi primer Valentín, de aquel cacho de ángel, que me quitaron de la manera más atroz y bárbara, barrenando las leyes de la Naturaleza, sin que me valieran rezos, ni limosnas, ni nada?... ¡Anda y que adulen otros! No es uno un pelagatos, no es uno un cualquiera, no es uno un mariquita...».
Fatigado de dar tantas vueltas, se sentó en una silla, apoyándose en la mesa, y se tapó los ojos con ambas manos. «¡Ñales! −decía−, paréceme que estoy delirando. Lo que me pasa no es para menos... Aunque nos volviéramos locos de tanto rezar todos los que estamos en la casa, nada conseguiríamos, porque el mal, a estas alturas, es de los que no tienen remedio. La podrecida Fidela se muere..., se muere sin remisión..., quizás
se ha muerto ya... Sería preciso, para salvarla, que Aquel hiciera un milagrito, y lo que es eso... Favores ya los hace; pero milagros... Y falta que sea verdad que los hiciera... Favores sí; pero estas gangas son para los beatos y ratones de Iglesia... No está uno en el caso de rebajarse..., ¡cuidado!... Cierto que si me aseguraran que..., yo me rebajaría, vaya si me rebajaría... Pero, ¡con cien mil Biblias!, para que me dejen con un palmo de narices, como en el caso de Valentín...».
Volvió a pasearse, transido de pena y terror, atormentado por la imagen de su esposa moribunda, fija en su mente con los rasgos y matices de la pura realidad. La veía, la estaba viendo, cual si delante la tuviera. ¡Cuánto mejor para él no haber entrado en la alcoba, haberse quedado fuera... evitando el mal rato de verla agonizante, y el tormento de quedarse con aquella imagen, con aquella fotografía en el cerebro, la cual no se borraría en mil años que viviese!... Perdido el conocimiento, sin ver a nadie ya, columbrando quizás las cosas del Cielo, la pobrecita Fidela se iba muriendo sin sentirlo, los ojos hundidos, las pupilas sin brillo ni viveza, vueltas hacia arriba, como si quisieran mirar al interior del cráneo; la boca anhelante, distendiendo y contrayendo los labios... al modo de los pececillos de redoma..., en derredor de la boca un cerco violado que le desfiguraba horrorosamente el rostro..., la piel húmeda, del sudor frío que la cubría; el cabello pegado a las sienes, y también con aspecto de cosa muerta, postiza, como peluca desencajada y fuera de su lugar..., y por fin, el cuerpo inmóvil, vencido ya de la inercia, sin contracciones. Sólo en los dedos, la vida muscular se manifestaba expirante en ligeras crispaduras... Tal era la imagen lastimosa que había visto don Francisco, y que en su mente quedó estampada, con fuerza bastante para transportarse de la mente a la realidad.
Pasó algún tiempo, no podía decir cuánto, en aquella abstracción dolorosa, sintiendo hondo, viendo claro lo que no ver quería, luchando por borrar la imagen cuando se vivificaba demasiado, y por revelarla de nuevo cuando se desvanecía, pues si penoso era verla, desconsuelo le causaba no percibirla, y a tantos tormentos uniose pronto el de la duda. ¿Había muerto ya o vivía aún? Por nada del mundo habría vuelto a la alcoba. ¿Cómo no se le daba cuenta de la muerte, si ésta era un hecho? Lo probable era que aún viviese. ¿Le habrían traído el Viático? No, porque él hubiera sentido rumores de gente, y el toque triste de la campanilla. Grande era el palacio; pero no tanto que un acto de tal naturaleza pudiese verificarse sin que él se enterara. Creyó sentir un bullicio extraño... ¡Gente de la parroquia! La extremaunción sería, que el viático no podía ser.
Puso después atento oído a los ruidos que sonaban en el inmenso caserón. A ratos reinaba silencio tan profundo, que todo parecía muerto, todo quieto y mudo, como las figuras de los lienzos que adornaban la ducal mansión; a ratos oía pasos precipitados de la gente de servicio, que bajaban o subían aprisa, como en busca de algo muy urgente. Tentado estuvo, en más de una ocasión, al sentir próximo a su leonera el paso de algún criado, de salir a la puerta y preguntar... Pero no: si le anunciaban la muerte, ¿cómo soportar la noticia? Además, los criados todos se le habían hecho tan antipáticos, que no quería nada con ellos, y si por acaso le contestaban algo desagradable, trabajillo le había de costar no emprenderla con ellos a puntapiés. Tanta llegó a ser al fin su ansiedad, que entreabrió la puerta. Frente a esta, extendíase una ancha galería bien iluminada. ¡En su dorada cavidad cuánta tristeza! Pasos se oían, sí; pero muy lejanos, arriba, allá, donde estaba pasando... lo que pasaba. En el fondo de la galería vio una figura enorme, desnuda, con la cabeza próxima al techo, y las piernazas encima de una puerta. Era un lienzo de Rubens, que a don Francisco le resultaba la cosa más cargante del mundo, un tío muy feo y muy bruto, amarrado a una peña. Decían que era Prometeo, un punto de la antigüedad mitológica: picardías muy malas debió de hacer el tal, porque un pajarraco le comía las asaduras, suplicio, que a juicio del marqués de San Eloy,
estaba muy bien empleado. Más acá vio a una ninfa que también le cargaba, casi en cueros la muy sinvergüenza, con los pechos al aire, y tan tiesa como si se hubiera tragado el palo del molinillo. No se acordaba Torquemada de su nombre; pero ello era también cosa de tirios y troyanos... Ganas le dieron súbitamente de salir con una estaca y emprenderla a palos con la estatua (copia de la Dafne de Nápoles) que decoraba el fondo de la galería, y hacerla pedazos, para que aquella pindongona no le señalara más con su dedo provocativo, ni se le riera en sus barbas... Pero habría sido disparate romperla, valiendo lo que valía.
En esto sintió ruidos de pasos en la escalera, y azorado cerró la puerta. «Ya vienen, ya vienen a decírmelo». Después se acordó de que había dado a su ayuda de cámara la rigurosa consigna de que no le llevasen recados, que no quería saber nada ni ver a nadie. «Velay por qué no se acerca a mi cuarto ni una mosca. Me tienen miedo».
Ya debían de ser las dos de la mañana. El ruido se acentuó en la parte superior de la casa. Sintió don Francisco un frío intenso, y sobre el gabán que puesto tenía, se echó otro, y siguió paseándose. «Seguramente −se dijo−, es un hecho ya. Como si lo viera. Cruz estará haciendo aspavientos de dolor..., y lo siente, no dudo que lo siente. Pero no será ella quien venga a decírmelo. Donoso quizás. Tampoco: no se separará un momento de su adorada Cruz, para consolarla, y ponerse a pensar los dos..., ¡ah, les conozco!, en las disposiciones para el entierro. Donoso no vendrá. Augusta tampoco, porque esa sí que estará afligidilla. ¡La quería tanto...! ¡Ah!, ya caigo; el llamado a comunicarme la triste noticia, es el clérigo, mi señor Gamborena, que debe de estar también arriba, echando latines. ¡A buena hora! Véase para lo que vale la santa religión. Este San Pedro o San Perico, a quien tengo por portero del departamento celestial, no puede o no sabe evitar que se muera quien no debe morirse. Ya, lo que ellos quieren es llevar gente y más gente para arriba... No les importa quien sea. En el fondo de esa santidad, hay un gran egoísmo, por decirlo así... Pues, sí, el beato Gamborena será el comisionado para traerme la noticia... Cuando no me la trae, es que todavía...».
Acercose a la puerta, aplicó el oído... Nada sentía. «¡Si no vendrá tampoco el misionero a decirme nada!... Vamos, que reviento de ansiedad... ¡Si al fin tendré que subir, y...! Paseemos otro poco».
Algunas docenas de vueltas había dado, cuando sintió pasos. El corazón quería saltársele del pecho... Sí, eran los pasos de Gamborena; los habría conocido entre mil y mil pisadas de una multitud en marcha. Hasta los andares del buen eclesiástico revelaban la grave noticia de que era mensajero, y antes de llegar, venía diciéndola con los pies, con el compás seguro y rítmico, con el ruidillo que hacían las suelas sobre el entarimado... Detuviéronse al fin los pasos en la puerta; abriose esta con lentitud ceremoniosa, y en el rectángulo, como luminosa figura en marco negro, vio aparecer Torquemada la persona del misionero de Indias, su cara de talla antigua, de caliente y tostada pátina, la calva reluciente, el cuerpo todo negro, los ojos de angélica expresión. Don Francisco clavó en él los suyos, diciéndole con la mirada: «Ya sé..., ya». Y él, con voz patética, solemne, terrible, que sonó en los oídos del tacaño como el restallar de los orbes al desquiciarse, le dijo:
−¡Señor, Dios lo ha querido!
Segunda parte
− I −
Es cosa averiguada que poco después de oír la noticia de la muerte, a la que añadió el reverendo Gamborena tristísimos pormenores, estiró los brazos don Francisco, y luego una de las patas, vulgo extremidades inferiores, cayendo redondo al suelo con un ataque espasmódico, semejante al que le dio al ver morir a su primer Valentinico. Acudieron al socorro del amo criados diferentes, y allí le sujetaron, y con mil trabajos pudieron llevarle a su alcoba, donde le fue administrada una mano de friegas como para un buey, hasta que pudo Quevedito tomarle por su cuenta. Pasó el arrechucho, y por la mañana, tras un corto descanso, pudo entrar a verle el señor de Donoso, y a conferenciar con él sobre un asunto tan importante como era el sepelio y honras de la señora Marquesa. Para plantear estas cuestiones se pintaba solo el buen amigo de la casa, y las explanaba y discutía con un aplomo y una dialéctica que ya quisieran otros para los más graves negocios de Estado. Don Francisco no estaba en verdad para discusiones, y procuró cortarle los vuelos oratorios.
−¿Que debe ser de primera? Ya lo comprendo. Pero no veo la necesidad de extremar tanto el boato. Bueno que esté en armonía con nuestra posición... desahogada; pero... ya sabe usted que no me gustan pompas ni lujos asiáticos... Porque lo que usted me propone, viene a ser como una especie de... orgullo satánico..., o algo así como apoteosis que...
−No es eso, mi querido don Francisco. Es un homenaje, el único homenaje que podemos tributar a los queridos restos de aquel ángel...
Indicó después que Cruz deseaba dar al entierro y funerales toda la suntuosidad posible; pero nada resolvería sin conocer la opinión de quien debía disponerlo todo en la casa; oído lo cual por don Francisco, se expresó con pasmosa ingenuidad, vaciando todo el contenido de su corazón y de su conciencia.
−Amigo mío, le soy a usted franco. Si tratáramos ahora de enterrarla a ella, a mi ilustre hermana política, debiéramos hacerlo a todo coste, por aquello de a enemigo que huye, puente de plata...
−¡Por Dios, amigo mío!
−¡Déjeme acabar, Biblia! Digo que cuando a uno le pasa una desgracia buena, es a saber, una desgracia de las que acarrean el descanso y la paz, no importa gastarse un capital en el sepelio. Pero cuando la desgracia es mala, de las que duelen, ¿eh?..., entonces el demasiado coste de honras fúnebres es acumular males sobre males, y aunar penas con penas. Porque, reasumiendo: usted no dejará de reconocer, si piensa en ello, que en buena lógica, y sentando el principio de que tenía que morir una, ésta no debió ser Fidela, sino su hermana... Me parece que esto es claro como el agua.
−Ni claro ni turbio; es simplemente impío, pues sólo Dios sabe y dispone quién debe morir. Acatemos sus designios...
−Ataquemos..., digo, acatemos todo lo que usted quiera. Yo acato, ¡cuidado!, siempre y cuando me prueben que los tales designios no involucran una negación manifiesta de la...
−Basta, mi querido Marqués; no puedo dejarle seguir por ese camino del absurdo. Con el disgusto tiene usted la cabeza un si es no es trastornada.
−Bien podría ser; que tan terrible vicisitud a cualquiera le trastorna. No se hable más de ello, y usted queda autorizado para gastar lo que crea pertinente, y le autorizo para representarme en todo lo que al entierro se contrae. Admito las razones que usted aduce. ¿Procede que haya pompa? Pues pompa, muchísima pompa, y a otra..., quiero decir, a ninguna más.
Con autorización tan amplia, y tanto barro a mano, despacháronse Cruz y Donoso muy a su gusto, y allí fue el discurrir a competencia qué se haría para que todo resultase grandioso y lucido, la más bella conjunción posible entre lo elegante y lo mortuorio. Con actividad febril, empezaron aquella misma mañana los preparativos, y vierais invadida la casa por industriales de este y el otro ramo, y de cuantos ramos con las cosas fúnebres se relacionan. La papeleta de invitación era tan sencilla como elegante; eligiose el coche estufa de mayor magnificencia que había en Madrid; encargáronse coronas de una riqueza fenomenal, y por fin, se preparó la capilla ardiente con toda la suntuosidad de que tan soberbia morada era susceptible. El gran salón se pavimentó de negro. En las paredes fueron colocados los seis colosales lienzos del Martirio de Santa Águeda, por Tristán, y otros asuntos religiosos y místicos de gran apariencia; en el fondo un altar riquísimo, con el tríptico de Van Eyck, y debajo un Eccehomo del divino Morales. Murillos y Zurbaranes formaban la corte a un lado y otro. La parte inferior de los cuatro testeros fue tapizada de negro con galón fino de oro, y se colocaron otros dos altares con imágenes de superior talla: Cristo en la columna, de Juan de Juni, la Dolorosa de Gregorio Hernández. Los bancos que alrededor de la estancia se pusieron, de nogal claveteado, eran también obra maestra de la carpintería antigua, y procedían de las colecciones de Cisneros. En los tres altares, lucían relicarios de fabulosa valía, relieves de marfil, y bronces estupendos. Donoso, otros dos amigos de la casa, artistas o amateurs de refinado gusto, dirigían la faena, ayudados de un sin fin de criados, costureras, carpinteros, etc.... Cruz y Augusta iban a ver, y a dar una opinión, pero no podían estar constantemente allí. Toda la fuerza de voluntad de la primera no bastaba a distraerla de su inmenso dolor. Ordenaba que no se omitiese gasto, ni detalle alguno que aumentar pudiera el esplendor de aquel homenaje, bien corto para lo que la pobrecita muerta merecía.
Con tanto ardor se trabajó aquella mañana, que antes de las dos ya quedó todo colocado con buen concierto y arte sumo, y en medio y en alto, bajo el dosel riquísimo de la cama imperial, Fidela dormía su sueño largo, largo, con ese abandono absoluto, tan solemne como triste, de la cosa inerte, imagen marchita de lo que tuvo vida y movimiento. Vestida con un sencillo hábito de los Dolores, toca blanca, túnica negra, el rostro apenas desfigurado, serena y casi casi risueña, su aspecto llevaba al último límite la semejanza entre sueño y muerte. Centenares de luces difundían por la lujosa estancia claridad rojiza, y ponían en el rostro de la difunta un tenue colorete, última ofrenda de la luz a la sombra.
Por la tarde, llevaron sin fin de coronas, algunas de monstruoso tamaño, con variada abundancia de flores hermosísimas. Las de trapo eran gallarda emulación de las naturales, traídas de lejanos climas. Orgullosas de la fijeza de sus tintas y de su mentida frescura, envidiaban a la otras el rico aroma que ellas no tenían, y como estuvieran próximas, se lo robaban. Las vivas no podían disimular sus ganas de marchitarse, incitadas a la modorra en aquella tibia atmósfera de somnolencia. Violetas y rosas pálidas juntaban sus tristes colores con los matices afectadamente elegíacos de las contrahechas, y la fragancia descompuesta de las unas se confundía con el olorcillo de fábrica de las otras. Esta mezcolanza de olores se fundía luego con el de la cera ardiente, resultando lo indefinible, vaga sensación de las alquimias recónditas, por donde la vida se descompone, y la descomposición vuelve a ser vida.
Numeroso público (entendiendo por público la muchedumbre de amigos) acudió por la tarde a inscribirse en las listas. Algunos subían a admirar la capilla ardiente, en la cual hubo un verdadero jubileo toda la tarde. Para evitar la aglomeración, se dispuso, como en los reales palacios, que el público entrara por la galería grande y saliese por la rotonda, recorriendo así, en poco espacio, las partes más bellas del edificio. Lacayos con
librea de luto velaban por el cumplimiento de las reglas de tránsito, que sólo los muy íntimos podían infringir. Como es fácil comprender, no faltaron diligentes periodistas, de los que se cuelan por el ojo de una aguja: iban a tomar nota de todas aquellas grandezas para sacarlas en el periódico. Nada se les escapaba a los muy pícaros, atentos a la prolijidad descriptiva, y a recopilar nombres de personas y personajes. El licenciado Juan de Madrid, que por allí se pareció, dábales noticias de la casa y de las maravillas en ella contenidas, sin olvidar algún precioso dato biográfico de la familia Torquemada San Eloy. En el portal, las firmas de visitantes llenaban ya un fabuloso número de pliegos, y el montón de tarjetas era tan grande, que más bien parecía cosa llovida, una granizada de papel o cosa tal.
− II −
La mañana del entierro, y media hora antes de la salida de este, todos los balcones de la calle rebosaban de gente, y motivos había para tal curiosidad, pues rara vez era turbado el sosiego de aquellos barrios por tan grande rebullicio y movimiento. La aparición de la carroza fúnebre, tirada por ocho caballos negros empenachados, fue un verdadero alboroto. Aquel día hicieron novillos todos los muchachos de las escuelas adyacentes; sus chillidos y travesuras llenaban de alegría la calle, y en medio de tanta algazara, el ridículo armatoste negro y sus no bien alineados corceles resultaban con cierta inflexión cómica, por efecto sin duda del contagio. Corrían delante y detrás los chicos con agilidad suma, y cuando paró el carro, los lacayos de empolvada peluca tuvieron que emprenderla con ellos a bofetada limpia, para librarse de su molesta curiosidad. Esto, y el carnavalesco carruaje del Senado, la turbamulta de vehículos diferentes que por una y por otra parte de la calle venían, ocuparon a los guardias municipales, que ya no tenían cabeza ni manos para atender a tan complicado servicio.
En el interior de la casa, la invasión de personajes enlutados y con cara triste era mayor a cada minuto. Todos visitaban la capilla ardiente, en cuya atmósfera no era posible respirar mucho tiempo sin marearse. Hermanitas de diferentes congregaciones rezaban de rodillas; Gamborena y otros clérigos dijeron misa en el oratorio desde el alba hasta las nueve. La servidumbre no había tenido punto de reposo desde la noche anterior, y el cansancio, más que la pena, se pintaba en los bien afeitados rostros.
Senadores, negociantes de alto copete, próceres y amigos más o menos verdaderos, pasaron a visitar a don Francisco en su despacho, previo ensayo de los suspiros que habían de echarle, y de las frasecillas lloriconas que demandaban las circunstancias. Halláronle vestido de riguroso luto, muy limpio, la cara flácida y con señales de insomnio, atusado el cabello, torpe de palabra y gestos.
−Gracias, gracias, señores... −les decía, expresándose con estribillo−. No hay consuelo ni puede haberlo...». Y al otro, y al siguiente, les decía lo mismo: «Desgracia tremenda, inesperada... ¿Quién había de esperar, si lo natural era que...? Agradezco estas manifestaciones... Pero no hay consuelo, ni puede haberlo... Ataquemos, digo, acatemos los designios... Señores, agradezco estas manifestaciones... No hay consuelo, es verdad, no lo hay... El consuelo es un mito. Yo no creía que esta desgracia tuviera lugar ahora... Me ha sorprendido... ¿Qué remedio queda sino resignarse y aceptar los hechos consumados?».
Entre tanto, nuevo alboroto infantil en la calle con la aparición de toda la clerecía de San Marcos, la manga-cruz y los ciriales, los tres curas revestidos, y luego, en dos alas, como un par de docenas de ellos con sobrepelliz y bonete. El ir y venir de coches les
obligó a dispersarse, tropezando aquí y allá con tanto chico, y con un rebaño de cabras, que en aquel momento, por fatal coincidencia, acertó a pasar en dirección a la lechería del número 15. Y entre los cocheros y los municipales y el pastor de las cabras se armaron unas discusiones tan subidas de tono, que los señores sacerdotes hubieron de oír cosas bien distintas de la liturgia que iban a cantar. El del piporro no pudo librarse, en tal confusión, de ser arrastrado por la oleada a considerable distancia del clero, sufriendo en su persona algunos estrujones, y no pocas magulladuras en su lúgubre instrumento. Al fin, restablecido el orden, entraron los de la parroquia en el palacio, y subieron a la capilla ardiente. Parte de su vida futura habrían dado los muchachos por subir tras ellos, y meter en todo sus narices, viendo el túmulo, que decían era como un monumento, y oyendo el cantorrio de los señores curas. Mientras estos entonaban responsos frente a la cama imperial, los industriales floristas ocupábanse a competencia (pues eran dos, y rivales encarnizados) en colocar sus coronas del modo que resultaran más visibles y con mayor lucimiento. Y los noticieros tomaban apuntes de cuanto veían, oyendo también las indicaciones de los fabricantes de flores para que su casa fuese citada en el periódico; y la servidumbre se puso en movimiento; y Donoso dictaba órdenes autocráticas para despejar el salón; y el clero tiró para abajo, los empleados fúnebres para arriba; y fue bajado el cadáver en hombros de cuatro lacayos con librea negra. Llenose el palacio de un grave y seco murmullo, más de pisadas que de voces, y en la espaciosa escalera, en la galería baja y en el vestíbulo, de tal modo se apretaba el gentío, que los conductores del féretro tuvieron que detenerse dos o tres veces antes de llegar a la calle.
Dios y ayuda costó poner en movimiento la triste procesión, porque más de un cuarto de hora emplearon los dichosos floristas en exponer sus coronas sobre el ataúd y en las cuatro columnas del carro. Resultaba un efecto hermosísimo, con tanta flor de variados tonos apacibles, y las cintas lujosas con letreros de oro, que por una y otra parte pendían. No cabiendo todas allí, pusiéronse las restantes en un landó abierto, que inmediatamente después del coche estufa debía marchar. Los guardias habían regularizado el tránsito en la vía pública, despejándola en lo posible de moscones pegajosos y de desvergonzados chicuelos. Gracias a esto, pudieron colocarse en dos alas los pobres de San Bernardino, los niños de la Doctrina, las religiosas de la Esclavitud, y otras hermandades que formaban parte del cortejo. Donoso se multiplicaba, y lo primero que hizo fue echar delante al clero. Luego se puso en movimiento el carro mortuorio, lo que produjo un ¡ah! de admiración o curiosidad satisfecha en toda la calle, porque realmente era cosa muy bonita ver el pausado andar de los ocho caballos, y los saludos que hacían con los plumachos negros que llevaban en sus cabezas. Y el cochero de pelo blanco y tricornio con borlitas era la mayor admiración de los pilletes, que no entendían cómo se las arreglaba con tanta rienda en aquel alto pescante donde sentado iba, como un rey en su trono.
El duelo, presidido por el señor obispo de Andrinópolis, y formado por personas de alta posición social, seguía al landó de las coronas; tras él mucha y diversa gente, y luego sin fin de coches de lujo. El vecindario que llenaba balcones y ventanas no se cansaba de aquel desfile interminable, y habría deseado que durase hasta la noche. A cada instante se detenía la comitiva por las obstrucciones que la delantera de ella encontraba en calle tan angosta. En la de San Bernardo, ya marchó con más desahogo, por entre la curiosidad de la multitud indiferente. Donoso no cesaba de mirar para atrás, viendo el sinnúmero de personas que seguía el duelo, y la ondulante sierpe de carruajes.
−Es una manifestación −decía con semblante compungido al señor Obispo−, una verdadera manifestación.
Mientras el entierro atravesaba todo Madrid en dirección al cementerio de San Isidro, asombrando a los transeúntes por su desusada suntuosidad y lucidísimo acompañamiento, el palacio de Gravelinas caía en una especie de sedación taciturna, como cuerpo vencido del cansancio y la fiebre. El ruido que se produjo al retirar del salón los objetos de carácter fúnebre, cesó unas horas después de la salida del entierro. La servidumbre se esmeraba en evitar todo rumor importuno, y aleccionada por el maestresala, lograba poner en sus rostros y ademanes la seriedad y el discreto dolor propios de las circunstancias. Acompañaban a Cruz, en su gabinete, Augusta y la señora de Morentín. Don Francisco, en su despacho, no quiso más compañía que la de su hija Rufina, que tenía los ojos encendidos de tanto llorar. Hija y padre apenas hablaban.
Hasta el tiempo diríase que pasaba por aquellos ámbitos de tristeza con cierta parsimonia, como pretendiendo que no fuesen muy notadas la cadencia de sus andares, ni la fatalidad de sus divisiones inflexibles. Desde el día precursor al de la muerte, la imaginación de Cruz, exaltada por la ansiedad, apreciaba el tiempo con garrafales equivocaciones, y en la mañana del entierro, el tiempo llegó a ser para ella absolutamente inapreciable. No hacía diez minutos que aquel había partido de la casa, cuando la desconsolada señora, representándose el paso de la comitiva por las calles de Madrid, pensaba de este modo: «Ya llegan a la Cuesta de la Vega... Allí se despiden todos, casi todos... sin contar los que se han ido escabullendo por las calles del tránsito... Ya bajan hacia el puente, acelerando un poco la marcha... No sé por qué han de ir tan aprisa...».
Hora y media dejó pasar, adormecida su mente en aquel éxtasis doloroso, y al cabo de este tiempo volvió a decir: «¡Qué aprisa, qué aprisa van! Pierde toda la solemnidad el acto con estas prisas... ¡Ya se ve! Los pobrecitos sacerdotes de la parroquia desean volver pronto, porque tienen costumbre de comer a las doce en punto... Ya llegan al cementerio... Van a la carrera... ¡Y qué malos deben de estar los pisos!... Con tanta humedad, ¡ay!, me temo que al padrito se le agrave su resfriado. Bien le encargué que no fuera... ¡Señor, siempre hemos de tener un cuidado que nos atormente! Pero esa es la vida. Cúmplase tu santísima voluntad... Ya la bajan del carro; entran todos... Misa de Requiem... ¡Jesús, qué soplo de misa! Ya se acabó. Ni las de tropa. Vamos, que lo que quieren es acabar y volver. ¡Qué tristeza! Ya la llevan por aquellos patios adelante. Ya la depositan junto a la sepultura; se agrupan todos..., no se ve nada... Ya la tierra la recibe en su seno. Parece que la acaricia, que la agasaja... Idos, marchaos todos y dejadla, que más cariñosa es la tierra que vosotros... Ya se ponen los sombreros, y se van... Los pocos que allí quedan, tapan el lecho de mi pobre hermana con una piedra enorme, pesada como la eternidad... En la puerta se reúnen los del duelo y los acompañantes, y se hacen cortesías... Después se vuelven en los carruajes, hablando de negocios, del estreno de anoche, o de la ronquera de Massini... ¡Cómo corren!... Es hora de almorzar... Allá, los pobres sepultureros, a corta distancia de la arcilla removida y de la piedra solitaria, se sientan en el suelo, sacan sus fiambreras, y almuerzan también... Hay que vivir».
Regresaron los amigos íntimos. Donoso, que traía la elegante cajita de terciopelo con la llave, fue derecho al cuarto de don Francisco, a quien abrazó, y en tono encomiástico, que revelaba tanto cariño como orgullo, le dijo:
−Ha sido una manifestación, una verdadera manifestación.
− III −
Herido en lo profundo por aquel golpe, el marqués viudo de San Eloy pagó a la naturaleza física el tributo que su dolor le imponía, pues alguna vez había de desmentirse la robustez fisiológica, que con el desgaste de los años iba ya de capa caída. Un mes de enfermedad le costó la broma, según decía, viéndose obligado a dar de mano a los negocios, y a cuidar tan sólo de echarse tapas y medias suelas para poder continuar en sus trajines de acuñador de caudales. Se le agravó aquel síntoma fastidioso que llamaba abombamiento de la cabeza, y que unido a la pérdida casi absoluta de la memoria después de comer, le ponía en gran desesperación. Pero lo peor fueron los vértigos que inesperadamente le acometían, y que le privaron de ir al Senado, y aun de salir a la calle. Sin hacer caso de Quevedito, propinábase depurativos, que a poco le agravaron el mal. Más atención que al médico, prestaba a los amigos que le recomendaban este y el otro específico. Probábalos todos, y como con alguno le resultase una mejoría engañosa y casual, lo tenía por excelente, infalible panacea. Pronto venía el desengaño, y a probar nuevas drogas, rechazando siempre el dictamen facultativo, pues no podía ver a los médicos ni en pintura. «Así como la desgracia le hace a uno filósofo −decía−, la enfermedad nos hace catedráticos de Medicina. Yo sé más que todos esos mata-sanos, porque me observo a mí mismo, y sé cuando me conviene abrir las válvulas y cuándo no».
En lo moral, veíanse más claramente que en lo físico los estragos del mal desconocido que le minaba, porque si siempre fue hombre de malas pulgas, en aquella época gastaba un genio insufrible. Con todo el mundo reñía, grandes y chicos, parientes y servidores; su hija y yerno necesitaban la paciencia de Cristo para soportarle, y sus malas cualidades, la sordidez, la desconfianza, la crueldad con los inferiores, se acentuaron de un modo que imponía miedo a cuantos le rodeaban. Su pesimismo no podía contenerse en la esfera doméstica, e invadía la pública, ya política, ya de negocios. Cuantos tenían que tratar algo con él eran unos ladrones; los ministros, bandidos a quienes había que ahorcar sin conmiseración; los senadores, charlatanes indecentes, y el mundo, un gran infierno..., es decir, el único infierno admisible, pues el otro infierno de que hablan las Biblias, no existía; era una de tantas papas con que el misticismo y el oscurantismo pretenden embaucar a la humanidad... para sacarle los cuartos.
A estos síntomas siguió lo que llamaba debilidad de estómago, que trató de corregirse con jugos de carne, gelatinas y caldos suculentos. Algo mejoró; pero luego vinieron horribles dispepsias, indigestiones y cólicos que le ponían a morir. Los buenos vinos, mezclados con extractos de carne, sentáronle bien, y tanto pensó en este remedio, que por unos días se dio a inventar un licor específico, verdadero elixir vital, y se pasaba las horas muertas trasegando líquidos y colando mixturas diversas, hecho un boticario de sainete. También aquellas ilusiones se desvanecieron como el humo. En fin, que el buen señor no tuvo más remedio que entregarse a la Facultad, y esta, ya que no pudo curarle, le enderezó un poco, permitiéndole volver, aunque con pies de plomo, a sus campañas mercantiles.
¡Y qué desmejorado y cari-deslucido le encontraron los que en aquel mes de enfermedad no le habían echado la vista encima! Su cuerpo no tenía ya la rigidez aplomada de otros tiempos; las piernas tiraban a ser de algodón, y la cara, de color terroso y con pliegues profundos, tiraba más bien a careta, de las que dan miedo a los chicos. Otra novedad le hacía más desemejante a sí propio, y era que como últimamente le molestaba el afeitarse, resolvió por fin cortar por lo sano, dejándose la barba, y así no tenía que pensar más en aquel martirio del jabón y la navaja, raspándose la piel. Era la barba rala, desigual, fosca y entremezclada de revueltos matices de pelo de conejo, de
crines de rocín, de cardas de lana sucia, que con las pecas y máculas de sus mejillas pergaminosas, hacían el más despreciable figurón que puede imaginarse.
Aunque pudo salir a sus negocios, y dar alguna vuelta por el reino de la mercadería en gran escala, no tenía ya los borceguíes alados de Mercurio, ni el caduceo con que, tocando aquí y allá, hacía brotar dinero de las piedras. Esto le enfurecía; buscaba en causas externas o en el ciego destino la causa de su impotencia mercantil, y al volver a su casa iba echando rayos y centellas, o poco menos, por ojos y boca. ¡Si viviera su cara Fidela, otro gallo le cantara!..., pero ¡carástolis, con las gracias del de arriba!... ¡Miren que habérsela llevado y dejar aquí a la otra, a la pécora insufrible de Cruz...! Mientras más lo pensaba, menos lo entendía. Por esto, su casa, en vez de ser un oasis, era una cosa diametralmente opuesta, y allí no encontraba jamás ni consuelo, ni paz, ni satisfacciones.
Si fijaba la atención en su hijo, se le caía el alma a los pies, viéndole cada día más bruto. Muerta Fidela, a quien el cariño materno daba un tacto exquisito para tratarle, y despertar en él destellos de inteligencia, ya no había esperanzas de que la bestiecilla llegara a ser persona. Nadie sabía amansarle; nadie entendía aquel extraño y bárbaro idioma, más que de ángeles, de cachorros de fiera, o de las crías de hotentote. El demonio del chico, desde la primera hora de orfandad, pareció querer asentar sus derechos de salvaje independencia, berreando ferozmente y arrastrándose por las alfombras. Parecía decir: «Ya no tengo interés ninguno en dejar de ser bestia, y ahora muerdo, y aúllo, y pataleo todo lo que me da la gana». Fidela, al menos, tenía fe en que el hijo despertase a la razón. Pero, ¡ay!, ya nadie creía en Valentinico; se le abandonaba a las contingencias de la vida animal, y se admitía con resignación aquel contraste irónico entre su monstruosidad y la opulencia de su cuna. Ni Cruz, ni Gamborena, ni Donoso, ni la servidumbre, ni él tampoco, el desconsolado padre, abrigaban esperanza alguna de que el pobrecito cafre variase en su naturaleza física y moral. No podía ser, no podía ser. Y penetrado de la imposibilidad de tener un heredero inteligente y amable, el tacaño amaba a su hijo, sentíale unido a sí por un afecto hondo, el cual no se quebrantaría aunque le viese revolcándose en un cubil y comiendo tronchos de berza. Le quería, y se maravillaba de quererle, desconociendo u olvidando las leyes de eslabonamiento vital que establecen aquel amor.
Para mayor desgracia del buen don Francisco, ya no tenía el recurso de meterse en sí, caldear su encéfalo, como antaño lo hacía, y evocar, por un procedimiento semejante a los arrobos del misticismo, la imagen del primer Valentín, con objeto de recrearse en ella, de darle vida fantástica, y traerla a una comunión y consorcio muy íntimos con su propia personalidad. Estas borracheras, que así las llamaba, de su pensamiento sutilizado y convertido en esencia de ángel, no le producían los efectos consoladores que perseguía, porque, ¡ni que el demonio lo hiciera!, evocaba al primer Valentín y le salía el segundo, el pobrecito fenómeno de cabeza deforme, cara brutal, boca y dientes amenazadores, lenguaje áspero y primitivo. Y por más que el exaltado padre quería ponerse peneque, y destilar en la alquitara de su pensamiento la idea del otro hijo, no podía, ¡ñales!, no podía. La imagen del precioso e inteligente niño se le había borrado. Lo más que pudo conseguir fue que el segundo Valentín, el feo, el que no parecía hijo de hombre, hablase con voz que a la del primero se parecía, y le dijese: «Pero, papá, no me atormentes más. ¡Si soy el mismo, si soy propiamente yo uno y doble! ¿Qué culpa tengo yo de que me hayan dado esta figura? Ni yo me conozco, ni nadie me conoce en este mundo ni en el otro. Estoy aquí y allá... Allá y aquí me toman por una bestia, y lo soy, lo soy... Ya no me acuerdo del talento que tuve. Ya no hay talento. Esto se acabó, y ahora, padrecito, ponme en una pesebrera de oro una buena ración de cebada, y verás qué pronto me la como».
Salía don Francisco de estos chapuzones espirituales más muerto que vivo, con la inteligencia como envuelta en telarañas, que se quería quitar restregándose los ojos, y tardaba horas y horas en reponerse del arrechucho. Su salud se resquebrajaba de un modo notorio, y la confianza en su fibra, que le había sostenido en las crisis hondas de su existencia, perdíase también, dando lugar al recelo continuo, a las aprensiones y manías patológicas, con algo de instintos de fuga y de delirio persecutorio. Pero su principal tormento, en aquellos aciagos días, era el odio, ya extremado y con vislumbres de trágico, que profesaba a su hermana política. Como la viudez había quebrantado toda relación entre ellos, suspendiendo las fórmulas sociales, único lazo que antes los unía, Torquemada no hablaba jamás con Cruz, ni ella pretendía en ningún caso dirigirle la palabra, y si algo era forzoso tratar pertinente al régimen doméstico, o a intereses, Donoso se prestaba con mil amores a ser intermediario, y a traer y llevar recaditos. Bien quisiera él limar asperezas; su bello ideal era aunar voluntades; pero, ¡a buena parte iba! Si en Cruz hallaba disposiciones a la concordia, el otro era como un puercoespín, que se convertía en una bola llena de pinchos en cuanto se le tocaba. En vida de su esposa, el cariño de ésta le hacía transigir, y el transigir no era más que someterse a la voluntad de la gobernadora; pero muerta Fidela, su carácter díscolo hallaba en la ruptura de relaciones un medio fácil de eludir la tiranía. Porque, bien lo sabía él, concediendo a su enemiga los honores de la palabra, que era como decir la beligerancia, estaba perdido, porque la muy picotera le fascinaba con sus retóricas, y después se lo comía como la serpiente se come al conejillo. Por eso, valía más no exponerse al peligro de la fascinación: nada de trato, nada de familiaridades, ni siquiera el saludo, para no dejarla meter baza y hacer de las suyas.
A veces oficiaba de legado pontificio el padre Gamborena, y a éste le temía Torquemada más que a Donoso, porque siempre acababa echándole sermones que le ponían triste, y llenaban su espíritu de zozobra y recelo.
Una tarde, cuando ya se hallaba don Francisco muy mejorado de su dolencia, y había vuelto al tráfago de los negocios, entró en casa más temprano que de costumbre, huyendo del frío de la calle, que era seco y penetrante, y en la galería baja se encontró al misionero, que se paseaba leyendo en su breviario.
−¡Qué oportunidad, y qué felicidad, mi señor Marqués! −le dijo dándole los brazos, con los cuales el otro cruzó fríamente los suyos.
− IV −
−¿Por qué?
−Porque yo me había propuesto no marcharme a casa sin ver a usted, y he aquí que mi señor Marqués anticipa su vuelta, quizás por razón del frío..., aunque bien pudiéramos creer que le ha mandado Dios media horita antes de costumbre para que oiga lo que tengo que decirle.
−¿Tan urgente es?... Entremos.
−¿Que si es urgente? Ya lo verá. Urgentísimo. Pensaba yo que no se me escapara usted esta noche sin aguantar una nueva jaqueca de este pobre clérigo. ¡Qué quiere usted! Cada uno a su oficio. El de mi señor don Francisco es ganar dinero, el mío es decir verdades, aunque estas sean, por su misma sencillez elemental, algo fastidiosas. Prepárese, y tenga paciencia, que esta tarde voy a ser un poquito duro.
Arrellenándose en la butaca, frente al sacerdote, Torquemada no contestó más que con un gruñido, significando así que se preparaba, y se revestía de paciencia como de una coraza.
−Los que ejercemos este penoso ministerio −dijo Gamborena−, estamos obligados a emplear las durezas cuando las blanduras no son muy eficaces que digamos. Ya usted me conoce. Sabe cuánto respeto y quiero a esta noble familia, a usted, a todos. Con el doble carácter de evangelizador y de amigo, me permitiré, pues, decir las cosas claritas. Yo soy así: o me toman o me dejan. Por la misma puerta por donde entro cuando me llaman, salgo si me arrojan. Despídame usted, y me iré tranquilo por haber cumplido con mi deber, triste por no haber logrado el fin moral que deseo. Y también le advierto que no sé gastar muchos cumplidos cuando se trata de faltas graves que corregir, y noto rebeldía o testarudez en el sujeto. Más claro: que no hago caso de jerarquías, ni de respetabilidades, sean las que fueren, porque ante la verdad no hay cabeza que no deba humillarse. No extrañe, pues, mi señor don Francisco, que en el asunto que aquí nos reúne, le trate como a un chiquillo de escuela... No, no hay que asustarse: he dicho «como a un chiquillo de escuela», y no me vuelvo atrás, porque yo, aunque nada soy en el mundo, ahora, por mi ministerio, maestro soy, y de los más impertinentes, y usted frente a mí, mediando el caso moral que media, no es el señor Marqués, ni el millonario, ni el respetabilísimo senador, sino un cualquiera, un pecadorcillo sin nombre ni categoría, que necesita de mi enseñanza. A ella voy, y si doy palmetazo que duele, aguantar, y a corregirse.
«A ver por dónde sale este tío» −dijo Torquemada para su sayo, tragando saliva, y revolviéndose en el sillón. Y luego, en alta voz, con cierta displicencia:
−Bueno, señor mío, diga pronto lo que...
−¡Sí usted lo sabe! ¿Apostamos a que lo sabe?
−Alguna encomienda fastidiosa de mi señora hermana política. A ver: plantee usted la cuestión.
−La cuestión que planteo es que usted ofende a Dios gravemente, y ofende también a la sociedad, alimentando en su corazón el odio y la soberbia...; el odio, sí, contra esa santa mujer, que ningún daño le ha hecho..., al contrario, ha sido para usted un ángel benéfico. Y ese aborrecimiento infame con que paga las atenciones que de ella ha recibido, y esa soberbia con que se aleja de su compañía y de su trato, son pecados horribles con que usted ennegrece su alma y la prepara para la condenación eterna.
Dijo esto el misionero con tan soberana convicción, con énfasis tan pujante en la palabra y el gesto, que no parecía sino que le acuchillaba, cosiéndole a cintarazos con una luenga y cortante espada. El otro se tambaleó, aturdido a los golpes, y de pronto no supo qué decir, ni hacer otra cosa que llevarse las manos a la cabeza. Pero no tardó en volver sobre sí, y la bilis y destemplanza de sus tiempos tristes se le recargaron prontamente. Hallábase, además, aquel día, de mal talante, por no ver claro en cierto negocio: esta y las otras causas despertaron en él, de súbito, al hombre grosero. Fue un espectáculo tristísimo verle resurgir, cuadrarse, y contestar con flemática impertinencia:
−¿Pero usted, señor cura, qué tiene que ver si hablo o no hablo con mi cuñada? ¿Quién le mete a usted en cosas que no tocan a la conciencia, sino a la libre voluntad del derecho del individuo? Esto es abusar, ¡ñales! Esto no lo aguanto yo, ni lo aguantaría ninguna personalidad de medianas circunstancias y luces.
−Pues lo dicho dicho, señor Marqués −replicó el otro con entereza−. Hablo como padre de almas. Usted rechaza la exhortación. Enhorabuena, y con su pan se lo coma. Repítalo usted, repita que no se digna oírme, y verá qué pronto le dejo en paz, quiero decir, en guerra con su conciencia, ¡con su conciencia!, un fantasma que de fijo no tiene la cara muy bonita.
−No, yo no he dicho que se vaya... −balbució Torquemada, serenándose−. Hable usted si quiere. Pero no me convencerá.
−¿Que no?
−Que no. Porque yo tengo mis razones para romper todo trato con esa señora −dijo el tacaño, volviendo a su ser normal, y rebuscando en su mente la fraseología fina−. Yo no niego que la distinguida señora del Águila haya llevado a cabo reformas beneficiosas en la casa; pero ella es causante de que las economías sean aquí la tela de Penélope. Lo que yo economizo en un año, ella lo espolvorea en cuatro días.
−¡Siempre la mezquindad, siempre los hábitos de miseria! Yo sostengo que sin la dirección de Cruz, no habría llegado usted a poseer lo que posee. La razón de ese odio, señor mío, no es la distribución del miserable ochavo. Lo que pasa en el alma del señor marqués de San Eloy, ni él mismo lo sabe, porque sabiendo tantas cosas, no acierta a leer en sí mismo. Pero yo lo sé, y voy a decírselo bien claro. Estos misterios del humano espíritu no suelen revelarse al conocimiento del que los lleva dentro, sino más bien a la penetración de los que atisban desde fuera. La causa de la aversión diabólica que usted profesa a su hermana es la superioridad de ella, la excelsitud de su inteligencia. En ella todo es grande, en usted todo es pequeño, y su habilidad para ganar dinero, arte secundario y de menudencias, se siente humillada ante la grandeza de los pensamientos de Cruz. Es usted (a ver si me explico), en esta industria de los negocios, el simple obrero que ejecuta, ella la cabeza superior que concibe planes admirables. Sin Cruz, no sería usted más que un desdichado prestamista, que se pasaría la vida amasando un menguado capital con la sangre del pobre. Con ella lo ha sido todo, y se ha empingorotado a las alturas sociales. Pero es cosa muy común en la vida, que el ambicioso triunfante no reconozca la potencia que le alzó del polvo hasta las nubes, sobre todo si este ambicioso es simple brazo, y quien le levantó es inteligencia. El odio de los miembros inferiores a la cabeza es achaque muy viejo en el cuerpo social... Ejemplos hay en grande y en chico, en los organismos humanos y en las familias, y este ejemplo que tengo delante es de tal claridad, que si usted mismo no lo ve, será porque no quiere verlo.
−Pues yo −dijo don Francisco, abrumado por la elocuencia contundente del bendito clérigo−, le aseguro a usted que no abrigo..., no, no puedo abrigar tal sentimiento. Ni veo yo tanta, tanta inteligencia en la señora doña Cruz. Para discurrir mi senaduría y el marquesado, y para inventar la compra de estas Américas de buen gusto, no se necesita ser hija de los siete sabios de Grecia, ni abuela de las nueve musas, por decirlo así. Cierto que no es lerda. Cúmpleme declarar que posee cierto gancho para el discurso, y que cuando saca contra uno todo el intríngulis de su facultad perorativa, vuelve loco al Verbo.
−No quiero entrar en una discusión sobre este punto, ni he de demostrarle que tiene usted conciencia de su inferioridad ante Cruz, porque esta conciencia bien a la vista está. ¿Admite usted que el odio existe?
−Ella será quien lo abrigue.
−No, ella no: usted...
−Pues bien −dijo Torquemada más sereno, dándose a partido−; yo confieso que no nos queremos bien, ni yo a ella, ni ella a mí. Pero la concausa, el argumento que usted aduce..., ¡oh!, eso sí que no lo admito. Yo tengo mis quejas, yo tengo razones que abonan mi conducta en esta materia. Hago caso omiso de sus tendencias a la ostentación, y me fijo tan sólo en su afán de contrariar mi prerrogativa, de no permitir que se haga en la casa nada de lo que yo mando, como si cuanto yo mandara fuera una deficiencia. Nada, es que me tiene tirria, una tirria sui generis, como si creyera que yo,
disponiendo esto o lo otro, me había de lucir. Para ella, no hay acierto ni sentido común más que en lo que ella dictamina.
−No es verdad, no es verdad. Ea, señor don Francisco, pasemos ya de las palabras a los hechos, y reconocida la llaga, probemos a curarla radicalmente −dijo el eclesiástico con dulzura, posando sus manos en las rodillas del Marqués−. Es preciso, sin pérdida de tiempo, matar ese odio, destruirlo, aplastarlo, como a un reptil venenoso, cuya picadura ocasiona la muerte.
−Pues por mí... La que odia es ella, no yo.
−El que odia es usted; y de usted debe partir la iniciativa de la reconciliación. Mas para facilitarla, yo propongo que cada cual sacrifique algo de su amor propio. No haya, pues, escenas enfadosas, ni explicaciones. Se reunirán en la mesa uno de estos días, y se hablarán, como si nada hubiera pasado.
−Corriente −dijo don Francisco−. Pero antes, fíjese una línea de conducta...
−Eso allá ustedes. Como sacerdote, yo procuro las paces, las propongo, las solicito. Hablo a los corazones, no a los intereses. Que uno y otro piensen en Dios, y se reconozcan hermanos, y vivan en la concordia y el amor. Conseguido esto, traten ampliamente de las prerrogativas de cada uno, y de los presupuestos de la casa, las economías y toda esa música. Tenga usted presente, que si la reconciliación es puramente externa y de fórmula, si celebrando un convenio, o modus vivendi, para figurar ante el mundo la cordialidad de relaciones, continúa el rencor escondido en el alma, nada se adelanta. Engañará usted a la sociedad, a Dios no. Sin la pureza de la voluntad, mi señor don Francisco, no podrá aspirar, ya se lo dije en otra ocasión, a los bienes eternos.
−¡Dale, bola...!
−Sí, sí, y antes se cansará usted de ser malo que yo de reprenderle y exhortarle. En resumen, señor mío: no basta que usted haga paces de comedia con su hermana política, y le hable, y se concuerden para el gobierno. Es preciso que le perdone usted cuantas ofensas crea haber recibido de ella, y que el aborrecimiento se convierta en amor, en fraternal cariño.
−Y si no puedo conseguir eso −preguntó Torquemada con viva curiosidad−, ¿qué me pasará?
−Bien lo sabe usted, pues aunque ignora muchas cosas esenciales, no creo que se le haya olvidado el A B C de la doctrina cristiana.
−Ya, ya −indicó el tacaño con afectado humorismo de librepensador−. Para los que aman es el Cielo, y el Infierno para los que aborrecen. Por mucho que usted me predique, padrito, no me convencerá de que yo he de condenarme.
−Eso..., usted verá.
−No, si ya lo tengo bien visto. ¡Pues no faltaba más! ¡Condenarme! En cierta ocasión me dijo usted que las puertas del Cielo no se abrirían para mí, y... vamos, aquello me afectó. Algunas noches me pasé sin dormir, devanándome los sesos, y diciéndome: «Pero yo, ¡ñales!, ¿qué he hecho para no salvarme?...».
−Vale más que se pregunte usted: «¿Qué hago yo para merecer mi salvación?». Me veo obligado a repetírselo, señor Marqués. Para ese fin sin fin no hace usted nada, o hace todo lo contrario de lo que debiera. ¿Tiene usted fe? No padre. ¿Cree usted lo que todo buen cristiano está obligado a creer? No padre. ¿Sofoca usted sus malas pasiones, destierra de su alma el rencor, ama usted a los que debe amar? No padre. ¿Pone frenos al egoísmo, haciendo todo el bien posible a sus semejantes? No padre. ¿Distribuye entre los menesterosos las enormes riquezas que le sobran? No padre. ¡Y el hombre que de tal modo se conduce, el hombre que, próximo ya al fin de la vida, no se cura de purificar su conciencia y de sanarla de tanta podredumbre, se atreve a decir: «¡Que me abran la
puerta de la morada celestial, pues allá voy yo, dispuesto a empujarla con mis manos puercas, o a sobornar al portero, que para eso me hizo Dios millonario, y marqués, y personaje eximio...!».
− V −
Reíase don Francisco, afectando regocijarse con la broma; pero se reía de dientes afuera; que por dentro, sábelo Dios, le andaba como un diablillo vivaracho que se le paseaba por toda el alma causándole susto y turbación.
−Ría, ría usted, y écheselas de filósofo y de espíritu fuerte −le dijo Gamborena−, que ya me lo dirá luego.
−¿Pero de dónde saca usted, mi señor misionero, que yo no creo?
−¿Cumple usted con la Iglesia?
−Hombre, le diré a usted...
−¿A qué espera? A fe que es usted un jovenzuelo rebosando salud, para que pueda decir como otros tales: «tiempo hay, tiempo hay».
−No, ya sé que no hay tiempo −dijo el tacaño con súbita tristeza, y sintiendo que la afectada risa se resolvía en contracciones dolorosas de los músculos de su cara−. Esta máquina se descompone, y aquí dentro hay algo que..., que...
−Dígalo claro, algo que le aterra... Naturalmente, ve usted la pérdida de los bienes materiales, el término de la vida. Los desdichados que no saben ver el más allá, ven un vacío..., un vacío, ¡ay!, que seguramente no tiene nada de agradable... Ea, mi señor Marqués, ¿quiere usted, sí o no, que los últimos días de su vida sean tranquilos; quiere usted, sí o no, prepararse para mirar con ánimo sereno el trance final, o el paso de lo finito a lo infinito? Respóndame pronto, y aquí me tiene a su disposición.
−Pues hablando en plata −replicó el de San Eloy, con ganas de rendirse, pero buscando la manera de hacerlo sin sacrificio de su amor propio−, yo acepto cualquier solución que usted formule. Dificilillo le será convencerme de ciertas cosas. Por algo la desgracia le ha hecho a uno filósofo. Aquí, donde usted me ve, yo soy muy científico, y aunque no tuve estudios, de viejo he mirado mucho las cosas, y estudiado en los hombres y en los fenómenos naturales... Yo miro mucho al fenómeno práctico dondequiera que lo cojo por delante. Ahora bien: si ello consiste en ser uno bueno, téngame a mí por un pedazo de pan. ¿Hay que dar algo a los necesitados? Pues no hay inconveniente. Conque... ya tiene usted a su salvaje convertido.
−Poquito a poco. No es cosa de coser y cantar. Pero no quiero atosigarle, y hoy por hoy, me contento con la buena disposición. Seré su conquistador, y le atacaré con cuantas armas hallo en mi arsenal evangélico.
−Corriente −dijo don Francisco, volviendo a tomar el airecillo de senador enfatuado que discute un punto de administración o de política menuda−. Conste que desde hoy mi objetivo es ganar el Cielo, ¿eh? Ganarlo digo, y sé muy bien lo que significa la especie.
−Que no es lo mismo que ganar dos, tres mil, cien mil duros, en una operación. El dinero se gana con la inteligencia, con la travesura, a veces con perfidia y malas artes; el Cielo se gana con las buenas acciones, con la pureza de la conciencia.
−Todo ello es facilísimo, en mi sentir. Y aquí me tiene dispuesto a obedecerle en cuanto quiera mandarme, tocante al dogma y a la conciencia.
−Está bien.
−Pero siempre es uno filósofo y científico..., no se puede remediar. De poeta no tengo ni un ápice, gracias a Dios. Me da por pensar, y dilucido a mi manera el
fenómeno de acá y de allá. La duda me pica, y francamente, duda uno sin sospecharlo, sin quererlo. ¿Por qué duda uno? Pues porque existe, ea. Seamos científicos, no poetas. El poeta es un gaznápiro que tiene el aquel de las palabras bonitas, un alcornoque que echa flores, ¿me entiende usted? Pues sigo. Vamos a hacer un arreglo, señor Gamborena.
−¿Un arreglo? Aquí no hay más arreglo que poner usted su conciencia en mis manos y dejarse llevar.
−A eso voy −y diciendo esto, acercó el marqués su sillón al del sacerdote, para poder darle palmaditas en las rodillas−. Francisco Torquemada está dispuesto a dejarse gobernar por el padre Gamborena, como el último de los párvulos, siempre que el padre Gamborena le garantice...
−¿Qué es eso de garantizar?
−Calma. Soy muy claro cuando trato de negocios... Es en mí inveterada costumbre el ponerlo todo muy clarito, y atar bien los cabos...
−Pero el negocio del alma...
−Negocio del alma, por decirlo así... Aludo a la entidad que llamamos ánima, que suponemos es un capital cuantioso y pingüe, el primero de los capitales.
−Bueno, bueno.
−Y naturalmente, yo, tratando de la colocación de ese saneado capital, y de asegurarlo bien, tengo que discutir con toda minuciosidad las condiciones. Por consiguiente, yo le entrego a usted lo que me exige, la conciencia... Bueno... Pero usted me ha de garantizar que, una vez en su poder mi conciencia toda, se me han de abrir las puertas de la Gloria eterna, que ha de franqueármelas usted mismo, puesto que llaves tiene para ello. Haya por ambas partes lealtad y buena fe, ¡cuidado! Porque, francamente, sería muy triste, señor misionero de mis entretelas, que yo diera mi capital, y que luego resultara que no había tales puertas, ni tal gloria, ni Cristo que lo fundó...
−¿Conque nada menos que garantía? −dijo el clérigo montando en cólera−. ¿Soy acaso algún corredor, o agente de Bolsa? Yo no necesito garantizar las verdades eternas. Las predico. El pecador que no las crea, carece de base para la enmienda. El negociante que dude de la seguridad de ese Banco en que deposite sus capitales, ya se las entenderá luego con el demonio... Hay que tener fe, y teniéndola, hallará usted la garantía en su propia conciencia... Y, por último, no admito bromas en este terreno, y para que nos entendamos, olvide usted las mañas, los hábitos y hasta el lenguaje de los negocios. Si no, creeré que es usted cosa perdida, y le abandonaré a las tristezas de su vejez, a los temores de su mala salud, y a los espantos de su conciencia llena de sombras.
Pausa. Don Francisco se echó para atrás en el sillón, y se pasó las manos por los ojos.
−Penétrese usted en las grandes verdades de la doctrina, tan fáciles, tan sencillas, tan claras, que la inteligencia del niño las comprende −dijo el misionero con bondad−, y no necesitará que yo le garantice nada. Yo podría decir: «Respóndame usted de su enmienda, y las puertas se abrirán». Lo primero es lo primero. Pero usted, como buen egoísta, quiere que vaya por delante la seguridad de ganancia. Le dejo a usted para que piense en ello.
Levantose el padrito; pero Torquemada le agarró por un brazo, obligándole a sentarse.
−Un ratito más. Quedamos en que me reconciliaré con Cruz. La idea es plausible. Por algo se empieza.
−Sí, pero con efusión del alma, reconciliación verdad, no de dientes afuera.
−Pues mire usted, trabajillo me ha de costar, si ha de ser en esos términos y con todo el rigor de las condiciones sine qua nones... En fin, se hará lo que se pueda, y por el
pronto, hablemos reiteradamente de estas cosas, que me ensimisman más de lo que parece. Yo sostengo que debe uno pensar en ello, y prepararse por lo que pueda tronar. Al fin y a la postre, usted, reverendísimo señor San Pedro, me abrirá la puerta, pues por algo somos amigos, y...
−Ni yo soy el portero celestial −dijo Gamborena cortándole la palabra−, ni, aunque lo fuera, abriría la puerta para quien no mereciese entrar. Tiene usted la cabeza llena de consejas ridículas, de cuentos irreverentes y absurdos.
−Pues ya que habla de cuentos, voy a referirle uno muy viejo que puede interesarle. El por qué y el cómo y cuándo de esta costumbre que tengo de llamarle a usted San Pedro.
−Venga, venga.
−Se ha de reír. Es una tontería. Cosas de nuestra imaginación, que es la gran cómica. Parece mentira que siendo uno tan científico, y no teniendo pizca de poeta, se deje embaucar por esa loquinaria. Pues ello pasó hace muchos años, cuando yo era un pobre, o poco menos, y me cayó enfermo el niño, de aquella perra enfermedad que se lo llevó, un ataque a la cabeza, vulgo, meningitis*. No sabiendo qué hacer para conseguir que Dios me salvara al hijo, y abrigando mis sospechas de que lo mismo el Señor que los santos me tenían entre ojos porque era un poquitín tirano para los pobres, se me ocurrió que variando de conducta y haciéndome compasivo, los señores de arriba se apiadarían de mi aflicción. Generoso, y aun despilfarrado y manirroto fui. ¿Cree usted que me hicieron caso? Como si fuera un perro... ¡Y luego dicen...! Más vale callar.
−La caridad debe practicarse siempre y por sistema −dijo el clérigo con severidad dulce−, no en determinados casos de apuro, como quien pone dinero a la Lotería con avidez de sacar ganancia. Ni se debe hacer el bien por cálculo, ni el Cielo es un ministerio, al cual se dirigen memoriales para alcanzar un destino. Pero dejemos esto, y adelante.
−A lo que iba diciendo. Salía una noche, desesperado y hecho un demonio, quiero decir, afligidísimo, porque el niño estaba muy grave. Resuelto iba a dar limosna a todo pobre que cogiera por delante. Y así lo hice, me lo puede creer. Repartí porción de perras grandes y chicas, amén de los cuantiosos beneficios que había hecho aquella mañana en mi casa de la calle de San Blas, perdonando picos de alquileres, y dando respiro a los inquilinos morosos..., gente mala, ¡ay!, gente muy mala, entre paréntesis... Pues, como digo, iba yo por la calle de Jacometrezo, y allá, cerca del Postigo de San Martín, me encontré a un vejete, que pedía limosna, tiritando de frío. Estaba el pobrecillo en mangas de camisa, viéndosele el pecho velludo, los pies descalzos, la poca ropa que llevaba toda hecha jirones. Me dio mucha lástima. Hablé con él, y le miré bien a la cara. Y aquí entra la primera parte de la gracia del cuento, que si no fuera por el chiste, vulgo coincidencia, no merecería ser contado.
−¿Tiene dos partes la gracia?
−Dos. La primera coincidencia es que aquel hombre se me pareció a un San Pedro, imagen de mucha devoción, que podrá usted ver en San Cayetano, en la primera capilla de la derecha, conforme se entra. La misma calva, los mismísimos ojos, el cerquillo rizado, las facciones todas, en fin, San Pedro vivo y muy vivo. Y yo conocía y trataba a la imagen del apóstol como a mis mejores amigos, porque fui mayordomo de la cofradía de que él era patrono, y en mis verdes tiempos le tuve cierta devoción. San Pedro es patrono de los pescadores; pero como en Madrid no hay hombres de mar, nos congregábamos para darle culto los prestamistas que, en cierto modo, también somos
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* Torquemada en la hoguera (N. del A)
gente de pesca... Adelante. Ello es que el pobre haraposo era igual, exactamente igual al santo de nuestra cofradía.
−¿Y le dio usted limosna?
−¡Toma! Le di mi capa. ¿Pues qué se creía usted? Yo no las gasto menos.
−Está bien.
−Pero, seamos justos, no le di la capa que llevaba puesta, que era el número uno, sino otra vieja que tenía en casa. Para él buena estaba.
−Siempre es un acto muy meritorio, sí señor..., ¡vaya!
−Pues se me quedó tan presente en la memoria la cara de aquel hombre, que pasaron años y años, y no le podía olvidar; y cambié de fortuna y de posición, y siempre con aquel maldito santo, fresco y vivo en mi magín. Pues señor, pasa tiempo, y un día, cuando menos en ello pensaba, se me presenta otra vez en carne y hueso, con alma, con vida, con voz, la misma entidad, aunque con traje muy distinto. Aquí tiene usted la segunda parte de la gracia del cuento. Mi San Pedro era usted.
−Sí que es gracioso. ¿De modo que me parezco...?
−Al que me pidió limosna aquella noche, y por ende, al santo apóstol de marras.
−¿Y aquel San Pedro tenía llaves?
−¡Vaya! Y de plata, como de una tercia.
−Pues en eso no nos parecemos.
−La cara es la misma, esa calva, esas arrugas, el cerquillo, los ojos como alumbrados, y las facciones todas, boca y nariz, y hasta el metal de voz. Sólo que aquel no se afeitaba, y usted sí... ¡Pero qué parecido tan atroz, Señor! El día que usted entró en casa, yo me asusté, crea que me asusté, y se lo dije a Fidela, sí, le dije: «Este hombre es el demonio».
−¡Jesús!
−No, fue un dicho, nada más que un dicho. Pero me dio que pensar, y todo se me volvía discurrir si usted tenía llaves o no tenía llaves.
−No las tengo −dijo Gamborena festivo, levantándose−. Pero para el caso de conciencia es lo mismo. No se apure. Las llaves las tiene la Iglesia, y quien puede abrir aquellas puertas, me transmite a mí su poder y a todos los que ejercemos este ministerio divino. Con que disponerse para la entrada. ¿Quedamos en que se efectuará la reconciliación?
−Quedamos en ello. ¿Pero se va ya?
−Sí; que ustedes van a comer. Es muy tarde. Reconciliación verdad. De lo demás hablaremos pronto, pues me parece que no estamos para dar largas al asunto.
−No. Desde hoy, la cuestión queda sobre el tapete. Y usted tratará de ello cuando guste.
−Bueno. Adiós. Me ha hecho gracia el cuento. Tenemos que repetir lo de la capa, quiero decir, que yo se la pido a usted otra vez, y tiene que dármela.
−Corriente.
−Si no, no hay llaves. Y crea usted, amigo mío, que lo que es aquella puerta no se abre con ganzúa.
− VI −
Obra de romanos era, en verdad, la tal reconciliación; y para poder llevarla a cabo, como decía don Francisco, hubo de intervenir nuevamente, con más diplomacia que religión, el buen Gamborena, asistido del excelente Donoso y de Rufinita. Por fin, Cruz
y Torquemada se juntaron a comer un día, y las paces quedaron hechas, mostrándose ambos dispuestos a la concordia, aunque siempre reservados sobre los puntos graves del cisma que los separó. Por dicha de todos, aquel día tuvo el señor Marqués buen apetito, y comió de cuanto llevaron a la mesa, sin que nada le hiciera daño, cosa rara, pues sus digestiones habían llegado a ser harto difíciles.
No las tenía todas consigo el misionero, y tanto él como Donoso sospechaban que la aproximación no era sustancial, sino más bien aparente, y que los corazones de ambos permanecían distantes uno de otro, lo que se confirmó en la práctica, a los pocos días de establecido el modus vivendi, pues tales cosas pidió y quiso ejecutar don Francisco, que los mismos negociadores se asustaron. Quería nada menos que licenciar los dos tercios de la servidumbre, dejando tan sólo lo indispensable para la asistencia de las dos personas mayores y del niño, y metiendo sin piedad la hoz de las economías en el personal necesario para la limpieza y custodia de las riquezas artísticas. Desmayada ya en sus ambiciones de autócrata, Cruz a todo se avenía. La soledad en que la dejó la muerte de sus queridos hermanos, habíale aplacado el orgullo, inspirándole la indiferencia y aun el desprecio de las vanidades suntuarias. Le dolía, sí, que a las obras de arte no se rindiera el debido culto; llevaba muy a mal la sordidez de su ilustre cuñado, quien, con un pie en el sepulcro, desdoraba su nombre y casa, por economizar sumas insignificantes en su colosal riqueza. En otras circunstancias, Cruz había tratado la cuestión con brío, segura de salir victoriosa; en aquellas no quiso dar batalla alguna, y con la gravedad melancólica de un emperador que se mete en Yuste, dijo a sus buenos amigos Gamborena y Donoso:
−Que campe ahora por sus respetos. Justo es que ese bruto recobre, en sus últimos años, la posesión de su voluntad cicatera. ¿Qué se adelanta con mortificarle? Amargar sus últimos días, y predisponerle mal para la muerte. No. Después de mí, él, y después de él, el diluvio. ¡Pobre casa de Gravelinas! Por mi gusto, me metería en un convento, pues de nada sirvo ya, ni quiero intervenir en cosa alguna.
Realmente, Cruz, como heroína que en lucha formidable agotó sus energías poderosas, hallábase a la sazón extenuada de voluntad, enferma de desaliento. Había hecho tanto, había creado tantas maravillas, que justo era permitirle descansar al séptimo día. La ingratitud de aquel hombre, su discípulo, su hechura, no le amargaba la vida tanto como debiera, sin duda porque con ella contaba, y porque su grande espíritu se sentía más alto, viendo la distancia que aquella ingratitud ponía entre el artista y su obra. Llegó, además, para la egregia dama, el tiempo de mirar más a las cosas divinas que a las terrenas, evolución natural de la vida en las circunstancias en que ella se encontraba, sola, sin más afecto que el de su sobrinito (a quien amaba con inefable lástima), con todas sus ambiciones cumplidas, la casa del Águila restaurada, las venganzas de familia, que en su conciencia tomaban carácter de inflexible justicia, satisfechas. Todo lo temporal estaba, pues, realizado con creces: ocasión era de mirar a la otra parte de los linderos oscuros de nuestra vida. La soledad, la tristeza, la edad misma que ya rebasaba de los ocho lustros, la incitaban a ello; y si algo faltara para acelerar la evolución, diéraselo la compañía constante del gran misionero, el ejemplo de su virtud, y el oírle preconizar la purificación del alma y los goces de la inmortalidad.
A poco de morir Fidela, diose Cruz a la lectura de escritores místicos, y tal afición tomó a este regalo, que ya no podía pasarse sin él, durante largas horas del día y de la noche. Le encantaban los místicos españoles del Siglo de Oro, no sólo por la senda luminosa que ante sus ojos abrían, sino porque en el estilo encontraba un cierto empaque aristocrático, embeleso de su espíritu, siempre tirando a lo noble. Aquella literatura, además de santa por las ideas, era, por la forma, digna, selecta, majestuosa.
No tardó en pasar de los pensamientos a los actos, dedicando las horas de la mañana y las primeras de la noche a prácticas religiosas en su capilla, engolfándose en meditaciones y ejercicios. De los actos de pura devoción pasó fácilmente a las obras evangélicas, y como el modus vivendi había separado su peculio del de Torquemada, pudo consagrar libremente sus rentas a la caridad. Y por cierto que la practicaba con una discreción y un tino que pudieran servir de modelo a toda la cristiandad aristocrática. Verdaderamente, ¿en qué cosa había de poner la mano aquella mujer tan intelectual y tan conocedora del mundo, que no resultara la misma perfección? Aunque las colectividades benéficas no eran muy de su gusto, no eludía los frecuentes compromisos de pertenecer a ellas; pero reservaba sus energías y lo mejor de sus recursos para campañas que emprendía sola, sin aparato ni publicidad de ninguna clase. Vestía con sencillez, hacía pocas visitas de etiqueta, y su coche era muy conocido en los barrios pobres. No hay para qué decir que Gamborena, encantado de la aplicación de su discípula, traíale notas y noticias de miserias vergonzantes o de males desgarradores, para que la dama se encontrase la mitad del trabajo hecho, y no tuviese que afanarse tanto.
Bien quisiera ella mostrar su espíritu evangélico en las proporciones de sublime virtud que las vidas de santos nos ofrecen. Mas no era culpa suya que la regularidad de la existencia, en nuestro perfilado siglo, imposibilite ciertos extremos. Con fuerzas se sentía la noble dama para imitar a la santa Isabel de Murillo, lavando a los tiñosos, y tan cristiana y tan señora como ella se creía. Pero tales ambiciones no era fácil que se viesen satisfechas; el mismo Gamborena no se lo habría permitido, por temor a que padeciera su salud. Ello es que su imaginación se exaltaba más de día en día, y que su voluntad potente, no teniendo ya otras cosas en qué emplearse, se manifestaba en aquella, para gloria suya y de la idea cristiana.
No descuidaba por esto Cruz ciertas obligaciones de la casa que, según el modus vivendi, corrían a su cargo. La limpieza del heredero, sus comidas, sus ropas, sus juegos, todo era vigilado y dispuesto por la señora con maternal solicitud, y lo mismo habría hecho con su educación, si educación fuera posible con aquel desdichado engendro, que cada día era más indócil, más bruto, y más desposeído de todo gracejo infantil. Pero si su tía Cruz le cuidaba con esmero en el orden material, sin que en ello se conociera la falta de la madre, no pasaba lo mismo en otros órdenes, porque Valentinico no tenía ya quien le comprendiese, ni quien tradujera su bárbaro lenguaje, ni quien creyera en su porvenir de persona humana. Privado de inteligencia y de sensibilidad, el pobre salvaje no apreciaba el vacío que en torno suyo dejó su buena mamá, que le hacía caricias con toda el alma, buscando siempre el ángel en los ojos del animalito. De don Francisco no hablemos. Aunque le amaba también, como sangre de su sangre y hueso de sus huesos, veía en él una esperanza absolutamente fallida, y su cariño era como cosa oficial y de obligación.
En tanto, iba creciendo el heredero, y su cabeza parecía cada vez más grande, sus patas más torcidas, sus dientes más afilados, sus hábitos más groseros, y su genio más áspero, avieso y cruel. Daba mucha guerra en la casa: su tía le consagraba tanta paciencia, que no quedaba en su alma sitio para el cariño. Si enfermaba, le asistía con afán, deseando salvarle, y el monstruoso niño sanaba rápidamente en todos sus arrechuchos, y de cada una de aquellas crisis salía más apegado a la tierra y a la animalidad. En lo único que adelantó algo fue en el lenguaje, pues al fin la niñera le enseñó a articular muchas sílabas, y a pronunciar toscamente las palabras más fáciles del idioma.
Al mes escaso de hallarse en vigor el modus vivendi, ya don Francisco, agriado por sus dolencias, que se le exacerbaron a la entrada de la primavera, empezó a barrenarlo,
alterando alguna de las principales bases. Muy conforme, al principio, con que Cruz no se metiera en sus cosas, dio él en meterse en las que eran de exclusiva incumbencia de la dama. En las economías de personal creyó ver intenciones de fastidiarle a él, quitándole servicio, mientras la otra lo aumentaba para sí. Además, le cargaba ver a todas horas la caterva de clérigos y beatas, que tomaba por asalto el palacio y la capilla. Porque la capilla era suya, y francamente, debían tenerle la consideración de no hacer uso de ella sino en los domingos y fiestas de guardar. Le molestaba el ruido de tantas devociones, y el organito, y los cánticos de las niñas que iban allí cada lunes y cada martes, con pretexto de religión, y en realidad para verse y codearse con sus novios. Vamos, no quería que su capilla sirviese para escandalizar…
Estas y otras barbaridades, que soltó el marqués de San Eloy una mañana, con boca grosera y modales descompuestos, fueron reprendidas por el padre Gamborena, que al fin tuvo que incomodarse. Amoscose el otro, que padecía horrorosamente del estómago; subieron ambos de tono; salió el misionero por la tremenda; replicó el tacaño con palabras amarguísimas mezcladas con las quejas de su arraigada dolencia, y por fin el padrito le dijo:
−Está usted hoy imposible, señor Marqués. Pero discúlpese con su malestar, y quizás no tenga yo nada que contestarle. Sí; le contestaré que urge llamar al médico, a los mejores, y ponerse en consulta. Su enfermedad le enturbia el ánimo, y le oscurece la razón. Perdónanse al enfermo los disparates que le hace decir su mal. No es él quien habla, sino el hígado alterado, la bilis revuelta.
−Eso digo yo, señor Gamborena, la bilis; y siendo tan sencillo llevarla en su sitio, ¿por qué estoy malo? ¡Ah!, porque con esta vida, no es posible la salud. No tengo nadie que me cuide, nadie que se interese por mí. Si viviera mi Fidela, o mi Silvia, si me vivieran las dos, otro gallo me cantara. Pero aquí me tienen abandonado, en mi propia casa, en medio de este palaciote que se me cae encima y me agobia el alma. Porque ya ve usted, me he sacrificado en aras de la paz doméstica, y nadie se sacrifica en aras de mi bienestar. ¿Cómo he de tener salud, con los condumios de esta casa, que harían perder el apetito a una pareja de Heliogábalos? Me están matando, me están asesinando poquito a poco, y cuando uno sufre y revienta de dolor, venga de organillo, y de canticios de monjas, que me encienden la sangre y me rallan las tripas.
− VII −
Oyó Cruz, en la puerta del cuarto, el final de esta retahíla, y entró presurosa, esforzándose por poner semblante conciliador y risueño para decirle:
−Pero si no hemos cambiado de cocinero, y las comidas son las mismas. Eche usted la culpa a su estómago, que ahora está de malas, y si quiere curarlo, clame contra sus berrinches antes que contra las comidas, que son excelentes. Pero se variarán todo lo que usted quiera. Dígame lo que apetece, y su boca será servida.
−Déjeme, déjeme en paz, Crucita de mis pecados −replicó el Marqués echándose en un sofá−. ¡Si no apetezco nada; si todo me repugna, hasta el vino con jugos que inventé, y que es el brebaje más indecente que ha entrado en boca de cristianos!
−Verá cómo Chatillón le da gusto al fin, aderezándole platillos gratos al paladar y de fácil digestión... Y en cuanto a los ruidos de la capilla, callará el órgano, y nos iremos con la música a otra parte. Aquí estamos para contentarle y evitarle molestias. Usted manda, y a bajar todos la cabeza.
Aplacose con estas palabras de humildad y afecto el fiero millonario, y retirada Cruz, otra vez se quedó solo con Gamborena, el cual le recomendó la paciencia como único alivio de sus males, mientras la Medicina determinaba si podía o no curarlos definitivamente. Bien podría suceder que la ciencia, por estar el mal muy hondo y la naturaleza del enfermo muy quebrantada, no lograra salir airosa. Lo más seguro era ponerse en lo peor, dar por inevitable en plazo próximo el acabamiento de tantos dolores, y prepararse para mejor vida.
−¿De modo que tengo que morirme de esta? −dijo Torquemada sulfurándose−. ¿Luego, estoy en capilla, por decirlo así, y no tengo que pensar más que en mis funerales?
−De eso cuidarán otros. Usted piense en lo que más le importa. A un hombre de carácter entero, como usted, se le debe hablar el lenguaje de la verdad.
−Claro, y la misión del sacerdote, es restregarle a uno la muerte en los hocicos... Pues mire usted, señor misionero, muy malo estoy, muy mal; pero no se entusiasmen tan pronto los que están deseando verme salir de aquí con los pies por delante, que como yo me plante en no morirme, no habrá tu tía: soy de mucho aguante, y de una madera que no se tuerce ni se astilla. Ni todo el protomedicato, ni todo el cleriguicio del mundo me han de precipitar a la defunción antes de que la cosa venga por sus pasos contados. Y los que piensan heredarme, que esperen sentaditos. ¿No hay más sino hacer el caldo gordo a los que no nos quieren bien? Todavía he de dar mucha guerra. Claro, que cuando llegue la sazón oportuna, y la naturaleza diga de aquí no paso, yo no he de oponerme. Seamos justos: no me opongo, en principio, se entiende. Pero aún no, aún no, ¡ñales!, y guárdese usted sus responsos para cuando se los pidan, ¡ñales!, para cuando los pidan las circunstancias..., ¡reñales! ¿Qué es usted? Un funcionario de lo espiritual, que viene a prestar servicio cuando le llaman. Pero entre tanto no se le avise, usted no toca pito, ni tiene vela en este entierro..., digo, no se trata de entierro, ¡cuidado!, sino de una cosa diametralmente opuesta.
−¡Bueno, mi señor don Francisco, bueno! −dijo el clérigo con dulzura, comprendiendo que en aquella crisis de hipocondría, no era prudente contrariarle−. Usted avisará. Siempre me tiene a sus órdenes. Espero verle a usted pronto aliviado de sus alifafes, y por consiguiente, aplacadas esas cóleras, que se le suben a la cabeza y le empañan el juicio. A descansar, y ya hablaremos otro día.
Hablaron otro día y otro, sin adelantar cosa mayor, porque lejos de mejorar, agravose el enfermo, haciéndose intratable. Ni Donoso ni Gamborena podían con él, y este veía con desconsuelo el mal giro que iba tomando el negocio de aquella conciencia, y cuán expuesto era perder la partida, si la infinita misericordia no abría caminos nuevos por donde menos se pensara.
Tanto arreciaba el mal del marqués de San Eloy, que en todo abril no tuvo un día bueno, y hubo de apartarse absolutamente de los negocios, poniéndose más displicente a causa de la holganza, y dándose a los demonios, de sólo pensar que ya no ganaba dinero, y que sus capitales se estancarían improductivos. Raro era el día que no devolvía los alimentos. ¡Cosa más rara! Comía con regular apetito, procurando contenerse dentro de la más estricta sobriedad, y a la hora, ¡zas!, mareos, angustias, bascas, y... Francamente, era una broma pesada de la naturaleza, o de la economía... «¡Ah!... −exclamaba palpándose el estómago y los costados−, no sé qué tiene esta condenada economía, que parece una casa de locos. No hay gobierno aquí dentro, y los órganos hacen lo que les da la real gana, sin respeto al orden establecido ni a los hechos consumados. ¿Qué Biblias tiene este cuerpo para no querer alimentarse, y para rechazarme la buena comida que le propino? Sin duda hay levadura de revolución o de anarquismo en estas interioridades mías... Pero que se ande con cuidado el señor
estómago, que estas demasías fenomenales se toleran una vez, dos veces; pero bien podría encontrarse un específico que le pusiera las peras a cuarto al órgano este, que me está dando la santísima, y haciéndome..., ¡ay, ay!...».
Su displicencia no era continua, pues a menudo la interrumpían enternecimientos, que por su exageración eran verdaderos ataques. Algunos días mostrábase tan tierno, que no parecía el mismo hombre, y sus ternuras recaían casi siempre en Rufinita, que por aquel entonces no faltaba de su lado día y noche.
−Hija querida, tú eres la única persona que me quiere de veras. ¿Quién se interesa por mí más que tú?... Por eso, ¡malditas Biblias!, yo te quiero a ti más que a nadie. Tú no haces ni dices cosa alguna por aburrirme y fastidiarme, como otras personalidades que parece que están estudiando la manera de hacer cosquillas a mi genio, para hacerle saltar. Tú eres el dechado de las buenas hijas, y un ángel, como quien dice, si bien yo, seamos justos, no creo que haya ángeles ni serafines... Pero yo te quiero con toda mi alma, y... te lo digo con el corazón en la mano, si por algo siento mi defunción, es por ti, pues aunque tienes a tu maridillo, te vas a quedar muy solita, muy solita. Ya ves... se me llenan de agua los ojos, y se me cae la baba.
Rufina, que era buena como el pan, le consolaba y le hacía mil carantoñas, procurando arrancar de su mente toda idea pesimista, y de su corazón el odio inextinguible hacia otras personas de la familia.
−No, hija de mi vida −decía mordiendo el pañuelo que tenía en la mano−, no me digas que Cruz es buena. Tú juzgas a todos por el prisma de ti misma, pedazo de ángel; pero tu corazón tierno te engaña. No es buena esa mujer. Yo me reconcilié con ella, por complacer al amigo Donoso y a ese Gamborena bendito, y también por no ser un óbice al arreglo y separación de intereses... Ya ves: hemos vuelto a ser amigos, y nos tratamos, y yo la considero, y me someto a sus caprichos de mujer arbitraria, y a sus mangoneos. Días hace que no como más que lo que ella dice...
Volvía Rufinita a la carga, ensalzando los méritos de Cruz, su talento y su intachable rectitud, y el usurero parecía al fin, si no convencido, en vías de convencerse. Extremaba sus cariños a la hija, hasta que pasado aquel remolino misterioso de su hipocondría, volvían las amargas ondas a invadir su alma.
−¡Qué empeño tenéis todos en que estoy muy enfermo! −decía, paseándose por el cuarto−. Y ese Quevedillo, tu marido, lo conseguirá al fin si hago caso de su ciencia de ñales. ¿Qué sabe él de estas cosas de la economía? Lo que yo entiendo de castrar mosquitos entiende él de Facultad. ¡Vaya con el plan que quiere ponerme ahora! Que no tome más que leche, leche por la mañana, leche por la noche, leche a la madrugada. ¡Leche!, ni que fuera yo un mamón... Porque, seamos imparciales, ¿qué interés tienen ustedes en que yo siga muy malo? No se hable de morirme, pues de eso no se trata, sino de estar malísimo... ¿Qué vais ganando vosotros con que yo viva preso en este cuarto del mismísimo cuerno, y no pueda salir a evacuar mis asuntos?... ¡Ah!, ya veréis, ya veréis algún día, de aquí a muchísimos años, cuando yo cierre el párpado..., muchísimos años..., ya veréis... ¡Qué chasco vais a llevaros cuando os encontréis con que no hay tales carneros, con que la riqueza que creíais pingüe no es más que un pedazo de pan, como quien dice, porque lo ganado ayer con el trabajo, se ha perdido hoy en la holganza!... Claro, van otros, y apandan los negocios, mientras yo me estoy aquí, quitándole motas al santísimo aburrimiento, y mirando a mi estómago y a mi economía, y a mis biblias de tripas, para ver si pasa o no pasa por ellas el... qué sé yo qué... Es horrible vivir así, viendo que el montón amasado con mi sudor se desmorona, y que lo que yo pierdo, otros lo ganan, se llevan la carne y no me dejan más que el hueso...
Porque otro síntoma de su mal, a más de aquellos enternecimientos que rompían la igualdad de su endiablado humor, era la tenaz idea de que no pudiendo trabajar, no sólo
se estancaban sus capitales, sino que la inacción los destruía, hasta llevarlos a la nada, cual si fueran una masa líquida abandonada a la intemperie y a la evaporación. En vano sus amigos empleaban la lógica más elemental para arrancarle idea tan absurda; pero esta se aferraba a su mente con tal fuerza, que ni lógica, ni ejemplos claros, ni el razonamiento, ni la burla, le curaban de aquel extraño mal de la imaginación. Noche y día le atormentaba la pícara idea, y para sofocarla, no hallaba más arbitrio que retardar considerablemente su muerte, suponerse curado y metido otra vez en el trajín ardiente de los negocios.
De mal en peor iba el hombre, y llegó día en que sólo el intento de ponerse a comer le producía indecibles molestias del estómago y riñones, opresión cardiaca y vértigos. Una noche, después de luchar con el insomnio, cayó en un sopor que más parecía borrachera que sueño, y allá de madrugada despertó de un salto, como si se hubiera desplomado sobre él la elegante cimera de la cama en que dormía. Una idea terrible le asaltó, como rayo que le atravesara el cráneo de parte a parte. Saltó del lecho a oscuras, encendió luz... La idea no se desvaneció ante la claridad; al contrario, agarrábase con más fuerza a su ofuscado entendimiento. «Es cosa clara, es como esa luz, es la pura evidencia, y soy el mayor zoquete del mundo por no haberlo descubierto antes... ¡Me están envenenando!... ¿Quién es el criminal? No quiero pensarlo... Pero el cómplice es ese Chatillón indecente y cochino, ese cocinero de extranjis... Gracias a Dios que lo veo claro: todos los días me echan un poquito, unas gotas de... lo que sea. Y así me voy muriendo sin sentirlo. No cabe duda. Si no, que me hagan la autopsia ahora mismo, y verán cómo está mi economía... ¡Pero si siento en la boca el gustillo amargo de ese puerquísimo veneno!... Lo repito, lo estoy repitiendo a todas horas... ¿Y serán capaces de negármelo esos bandidos?».
Las tristísimas horas de angustia, de espanto, de convulsiva congoja que pasó hasta que le visitaron las claridades del naciente día, no son para descritas. Tan pronto se arropaba transido de frío, tan pronto abrasado de calor retiraba el pesado edredón. Y la idea que le taladraba los sesos descendía por la corriente nerviosa hasta el gran simpático, y allí se cebaba la infame, produciéndole un afán inenarrable, y un suplicio de Prometeo. «Estoy pensando con el estómago... Váyase lo uno por lo otro, pues ayer he estado digiriendo con la cabeza».
La luz matinal le despejó un poco, llevando a su espíritu la duda, que en aquel caso era consoladora. Sería o no sería. El envenenamiento podía ser, podía no ser un hecho. Ya se afirmaba en su mortificante idea, ya la desechaba como la más absurda que en cerebro enfermo pudiera manifestarse. Al fin, ¡qué demonio!, la razón fue recobrando sus fueros, e imponiéndose a los insubordinados pensamientos que en aquella infausta madrugada dieron el grito de rebelión... «¡Envenenarme!..., ¡qué desatino!... ¿Y a santo de qué?».
− VIII −
Levantose, lleváronle el chocolate, y lo mismo fue verlo ante sí, que le acometió una repugnancia intensísima, y la terrible idea asomó como un diablillo que juega al escondite. «Aquí estoy −le dijo−. No tomes esa pócima, si quieres vivir...».
−Ramón −dijo Torquemada a su ayudante de cámara−. No quiero el chocolate. Dile al danzante de Chatillón que ese jarope se lo tome él, para que reviente de una vez... Oye: desde mañana, que me traigan todos los trebejos, y una lamparilla de espíritu: yo mismo haré aquí mi chocolate.
Su tenaz monomanía le sugirió un procedimiento lógico, en esta forma: «Pero, ¿a qué me apuro, si es tan fácil probarlo? Un par de días me bastarán para llegar al convencimiento claro de si me envenenan o no me envenenan. La cosa es facilísima. No tengo tranquilidad hasta no asegurarme... palmariamente...».
Pidió su coche. Para evitar las preguntas y oficiosidades de Cruz, que de fijo, al verle salir tan de mañana, habría de sorprenderse y alarmarse, procurando por todos los medios impedir la salida, quiso aprovechar los momentos en que la señora oía su primera misa. ¡Buena se pondría cuando supiera que el enfermo se había echado a la calle en uso de su libérrima voluntad! ¡Y qué aspavientos haría la condenada! «Salir tan temprano, y sin desayunarse... ¡Y estando tan delicadito!...». «Tú sí que estás delicadita..., pero es de la conciencia... Ya te daré yo remilgos...». Y antes de que concluyera la misa, escapó como un colegial, con no poca sorpresa de la servidumbre, que al ver salir al señor Marqués tan a deshora, después del largo encierro, creyó que su enfermedad le había trastornado la cabeza.
Ordenó al cochero que le llevase por las afueras, sin designar sitio; ansiaba respirar aire puro, ver caras nuevas, es decir, caras distintas de las que diariamente veía en su casa, y espaciar su espíritu y sus ojos. La mañana estaba hermosísima, risueño y claro el cielo, despejado el ambiente. No bien salió el carruaje a las rondas, sintió Torquemada que se le iba metiendo en el alma la placidez de aquel hermoso día de mayo; y al avanzar hacia los suburbios, cuanto veía, suelo y casas, árboles y personas, se presentaba a sus ojos cual si hubieran dado a la naturaleza una mano de alegría, o pintádola de nuevo. Así vio el tacaño lo que veía: los transeúntes, gente de pueblo que habitaba en aquellos arrabales, se le antojaron seres felices que iban por la calle o carretera pregonando con la expresión del rostro, más que con la palabra, la dicha de que se hallaban poseídos en aquel día supremo.
Desde los altos de Vallehermoso mandó al cochero que descendiera a las alamedas de la Virgen del Puerto, y allí se aventuró a dar un paseíto a pie. Apoyándose en el bastón de puño de asta, recorrió distancias considerables, gozoso de notarse con fuerzas para ello, aunque claudicaba un poco, sus piernas no eran un modelo de seguridad, y le dolían las plantas de los pies. Y para mayor dicha, no sentía molestia alguna en el estómago, ni en el vientre, ni en parte alguna. ¡Si ni siquiera se enteraba de poseer tal estómago! En verdad, no hay cosa más higiénica que los paseos matinales, ni nada que destruya la naturaleza como encaramarse y llenarse el cuerpo de asquerosos medicamentos. Por supuesto, su familia tenía la culpa de que él hubiese llegado a tal extremo en su dolencia, la cual no habría pasado de una leve indisposición, si no le rodearan de tan estúpidos cuidados y precauciones, si no le marearan con tanto mediquillo hablando del píloro y de la diátesis, y de tanto clérigo agorero hablando de la muerte.
«¡Biblias pasteleras! −exclamó cuando ya llevaba una hora de renquear por aquellas solitarias alamedas−. ¿Pues no tengo apetito?... Sí, no hay duda. O esto es apetito, o yo no sé lo que me pesco. Apetito es, y de los finos. Las señas son mortales. ¡Me comería yo ahora...! Vamos, cosa de mucho peso no me comería; pero unas buenas sopas de ajo, o un arroz con bacalao, sí que me lo zampaba... Véase por dónde hice bien en no tomar el chocolate en mi casa. En cuanto el estómago se ha echado a la calle, ya es otro hombre, ya es otro estómago, por decirlo así, y recobra su autonomía. Bien, bien... ¡Cómo me río yo ahora de Cruz, y de Donoso, del propio San Pedro con llaves y todo, y de este ladrón de cocinero, y de toda la taifa de mi casa-palacio!... ¡Ah, caserón de Gravelinas, déjate estar, que ya te arreglaré yo! Por lo que me has hecho sufrir en tu recinto, yo te derribaré, después de enajenadas todas las Américas, y venderé el solar, que vale un pico. Y que se vayan Cruz y el de las llaves a decir sus misas, y a rezar sus
letanías a otra parte... ¡Cuerno, pues esto pasa de castaño oscuro! ¡Vaya un señor apetito que me está entrando! Es un apetito famélico, como el que uno tiene cuando es muchacho, y vuelve de la escuela... ¡Si me comería medio carnero!... Pero ¡ay!, de sólo recordar los bodrios a la francesa que hace Chatillón, parece que el estómago quiere llamarse a engaño, y siento esas cosquillas que anteceden a las ganas de vomitar... No, no: abajo la raza espúrea de los Chatillones y compinches... Ya os arreglaré yo, grandísimos tunantes, si, como todo parece indicar, resulta demostrado... Pero a bien que quizás no seáis vosotros los culpables... ¿Qué interés podíais tener vosotros en que yo estirara la pata tan pronto? En otra parte habrá que buscar la iniciativa del crimen... ¡Pero qué apetito tan bárbaro! ¿Qué mejor síntoma de lo que sospeché y descubrí? El estómago echa las campanas a vuelo desde que se ha visto lejos de aquella infame facción... y con su alegre repicar me dice que coma, que coma sin miedo, libre ya de clérigos y beatas, que lo mismo envenenan un alma que un cuerpo... Y si yo, Francisco Torquemada, marqués de San Eloy, me metiera en un ventorrillo de esos que hay hacia los lavaderos, y pidiera un plato de callos, o unas magras con tomate, ¿qué diría la voz pública?..., ¡ja, ja!, ¿qué diría el Senado si tal supiera?, ¡ja, ja!... Lo cierto es que me rejuvenezco... Bien dijo el que dijo que todo eso de religión es música, y que no hay más que Naturaleza... Naturaleza es la madre, la médica, la maestra y la novia del hombre...».
De sus desordenados pensamientos no podía derivarse ninguna acción que no fuera un desatino, y en vez de volverse a casa, se pasó un gran rato discurriendo dónde buscar la pitanza que su estómago con energías juveniles le reclamaba. De pronto, como caballería que olfatea el pesebre, pegó un respingo y enderezó las miradas del cuerpo y del alma hacia el caserío de Madrid, que desde aquella parte apiñado se ve, cien cúpulas y torres, Vistillas, Puerta de Toledo, San Francisco, San Cayetano, Escuela pía de San Fernando, etcétera... Sintió la querencia de los sitios en que pasara los años mejores de su vida, trabajando como un negro, eso sí, pero en tranquila independencia, aquellos deliciosos barrios del Sur, tan prolíficos, tan honrados, tan rumbosos, y con tanta alegría en las calles como gracejo en las personas. Desearlo y resolverlo fue todo uno, y el cochero arreó por la calle de Segovia arriba, con orden de pararse en Puerta Cerrada.
Desde que se apeó el señor Marqués, empezó a fijarse en él la gente, y cuando avanzaba despacito por la calle de Cuchilleros, cargando el cuerpo sobre el bastón, como si anduviese con tres pies, hombres y mujeres salían a las puertas de las angostas tiendas para mirarle. Los más no le conocían: si su rostro había cambiado mucho en los últimos tiempos, más había cambiado la fisonomía del pueblo. En los años transcurridos desde que el usurero Torquemada trasladó su vida y sus tráficos a otras esferas, casi teníamos una generación nueva. Pero alguien, entre los antiguos, debió de conocerle sin duda; corrió la voz entre el vecindario, y a cada minuto salían a las puertas más y más personas. Recorrió toda la calle por la acera de los impares, reconociendo las principales tiendas, que poca o ninguna mudanza ofrecían. En la acera de enfrente vio la casa en que había morado la gran doña Lupe, y este recuerdo prodújole una fugaz emoción. Si viviera la de los pavos, ¡cuánto se alegraría de verle!..., ¡y cómo le palpitaría el seno de algodón!
En una y otra acera reconoció, como se reconocen caras familiares y en mucho tiempo no vistas, las tiendas, que bien podrían llamarse históricas, madrileñas de pura raza: pollerías de aves vivas, la botería con sus hinchados pellejos de muestra, el tornero, el plomista con los cristales relucientes como piezas de artillería de un museo militar, la célebre casa de comidas de Sobrinos de Botín, las tiendas de navajas, el taller y telares de estera de junco, y por fin la escalerilla, con su bodegón antiquísimo, como caverna tallada en los cimientos de la Plaza Mayor. Ante él se detuvo un instante; pero
la curiosidad pegajosa de unas mujeres que a la puerta de la tal caverna salieron, le hizo volver grupas y tirar para abajo. Con el dueño de aquel figón tuvo buenas amistades don Francisco en otros tiempos; pero ya el establecimiento había pasado a nuevas manos. «La verdad −pensó el de San Eloy, remando otra vez hacia Puerta Cerrada por la acera de los pares−, la verdad es que se va muriendo la gente. Hoy uno, mañana dos; pero no se acaba el mundo, no; y vienen otros, y otros, y los que ayer eran niños, hoy andan por aquí gobernando los establecimientos». Del fondo oscuro de una pollería, con el suelo ensangrentado y lleno de plumas, desembocaron unas mujeres que debieron de reconocerle; así al menos lo revelaba el pasmo que se pintó en sus semblantes, y el asombro con que se santiguaban. Corrió la voz, cual reguero de pólvora, y antes de que llegara a la tienda de las jeringas, algunas voces pronunciaron el nombre de Torquemada. Él no hizo caso y siguió, acordándose de que era prócer, ricacho, y que no estaban bien las familiaridades con aquella gente. Fijose un instante en la vitrina donde se exponían, en reluciente variedad, todos los tipos de lavativas y clisteles, y un poco más allá hizo propósito de preguntar por el único amigo que en aquellos barrios conservaba, y convidarse a tomar un bocado en su establecimiento, si tenía la suerte de encontrarle en él. ¡Tendría gracia que se hubiera muerto Matías Vallejo en el año transcurrido desde la última vez que se vieron! «Bien podría ser, porque... todos los días está pasando que antes de morirse uno, se mueren... los otros».
Detúvose a contemplar una sucia vidriera de taberna, en la cual vio el cazolón de judías con un moje colorado que tiraba para atrás, las doradas sardinas, las amarillas ruedas de merluza, las chuletas del de la vista baja pringadas en tomate, las sartas de chorizos con aquel moho ceniciento y aquel cárdeno viso que acusan su prosapia española; y estaba dilucidando el señor Marqués si aquel bodegón sería o no sería el de Vallejo, cuando...
− IX −
He aquí que el propio Matías Vallejo se le puso delante, y quitándose la gorra con muestras de tanto respeto como alegría, le dijo:
−¡Señor don Francisco de mi alma, usted en estos barrios, usted mirando estas pobrezas!
−¡Ah! Matías, pensaba preguntar por ti. ¿Es esta tu casa? ¿Y la tienda, dónde está?
−Venga, venga conmigo −dijo aquel pedazo de animal, llevándole de una mano, para lo cual fue preciso romper a codazo limpio el círculo de curiosos que al instante se formó.
Componían la persona de Matías Vallejo una panza frailuna, revestida del verde mandil con rayas negras, por abajo unos pies que apenas cabían dentro de inconmensurables pantuflas de alfombra, y por arriba una cabeza que era lo mismo que un gran tomate con ojos, boca y narices. Sobre todo esto, una afabilidad campechana, una risa bramadora, y un mirar acuoso y tierno, que indicaban la paz de la conciencia, el vinazo y la vida sedentaria. Con este hombre, que a la sazón contaba sesenta años, y contaría más, si no reventaba pronto como un pellejo al que se le cascan las costuras y se le corre la pez, tuvo don Francisco amistad íntima en otros tiempos. En los de sus grandezas, fue la única persona de aquellos barrios con quien se trató pasajeramente. Matías Vallejo, rompiendo por todas las etiquetas, se presentó dos o tres veces en la casa de la calle de Silva y en el palacio de Gravelinas, a pedir un auxilio pecuniario al amigo de antaño, y este se lo prestó gentilmente, sin interés, caso inaudito del cual no
hay otro ejemplo en la historia del grande hombre. Verdad que Vallejo cumplió bien, y los réditos se los pagó en gratitud; que era hombre de buena cepa, y también de circunstancias, a su manera tosca.
Pues, como digo, lleváronle a la tienda, y de ésta a la trastienda, casi en triunfo, y le sentaron junto a una mesa de palo mal pintado, en la cual las culeras de los toscos vasos habían dejado círculos de moscatel pegajoso, que una mujer refregó, más que limpió, con un trapo. Vallejo, su hija y yerno, y otras dos personas que en la trastienda había, estaban como atontados con tan extraordinario y excelso huésped, y no sabían qué decirle, ni qué obsequios hacerle para cumplir, y dejar bien puesto el pabellón de la casa. Iban de aquí para allá, azorados: la mujerona contenía la irrupción de parroquianos entrometidos que quisieron colarse detrás de don Francisco; Vallejo se reía como un fuelle, y el yerno se rascaba la cabeza, quitándose la gorra y volviéndosela a poner.
−¡Vaya, vaya, don Francisco por aquí! ¡Qué sorpresa... venir a honrar este pobre tenducho..., tú, un señor Marqués...!
En otro tiempo se tuteaban Torquemada y Vallejo. Este cayó en la cuenta de que a tiempos nuevos, tratamientos nuevos, y mordiéndose la lengua como por vía de castigo, juró tener más cuidado en adelante.
−Pues venía paseando −dijo don Francisco, algo afectado por los agasajos de aquella buena gente−, y dije digo: voy a ver si ese pobre Vallejo se ha muerto ya, o si vive... Yo he estado muy malito.
−Lo oí decir..., y crea que lo sentí de veras.
−Pero ya estoy en la convalecencia, en plena convalecencia, gracias a mi determinación de tomar el aire, y de... zafarme de médicos y boticas.
−Ya... Si no hay nada como el santo aire, y la vida de pueblo. Lo que digo: vosotros los de sangre azul que os cuidáis más de la cuenta, vivís poco.
−No, pues lo que es yo, no la entrego a dos tirones. ¡Biblias pasteleras! Mira, Matías, sin ir más lejos, hoy mismo le he dado una patada a la muerte, que... Vamos, que la he mandado a hacer puñales..., ¡ja, ja!... Y dime una cosa: ¿podría yo almorzar aquí?
−¡Ave María Purísima!... ¡Me caso con San Cristóbal!... ¡Qué cosas dice usted!... ¡Nicolasa, ¡jinojo!, que quiere almorzar!... Colasa, y tú, Pepón, ¡que almuerza en casa! ¡Vaya una honra! Pronto, a ver..., ¿hay perdices?... Si no, que las traigan. Tenemos un cochinillo que es para chuparse los dedos.
−No, cochinillo no.
−¡Colasa!... Pero ¿qué haces? ¡Que Su Excelencia quiere almorzar! Más honor que si fuera el emperador de todas las Alemanias y de todas las Rusias.
Creyérase que se habían vuelto locos. Vallejo lloraba de risa, y pateaba de contento. Él mismo limpió nuevamente la mesa con su delantal verde, mientras Nicolasa traía manteles y servilletas de gusanillo, de lo que guardaba en las arcas, pues el servicio de la taberna no era para tan gran personaje. Debe advertirse que taberna y tienda componían el establecimiento de Vallejo, ambas industrias administradas en común, y los dos locales comunicados por la trastienda.
−Hay de todo −dijo Vallejo a su amigo−: chuletas de cerdo y de ternera, lomo adobado, aves, besugo, jamón, cordero, calamares en su tinta, tostón, chicharrones, sobreasada, el rico chorizo de Candelario, y cuanto se quiera, ea, ¡me caigo en el puente de Toledo!, cuanto se quiera.
−No has nombrado una cosa que he visto en tu vidriera, y que me entró por el ojo derecho cuando la vi. Es un antojo. Me lo pide el cuerpo, Matías, y pienso que ha de sentarme muy bien... ¿No caes? Pues judías, dame un platito de judías estofadas,
¡cuerno!, que ya es tiempo de ser uno pueblo, y de volver al pueblo, a la Naturaleza, por decírlo así.
−¡Colasa!..., ¿oyes? ¡Quiere judías..., un excelentísimo senador..., judías! ¡Válgate Dios, qué llano y qué...! Pero también tomará usted una tortilla con jamón, y luego unas magras...
−Por de pronto las judiítas, y veremos lo que dice el estómago, que de seguro ha de agradecerme este alimento tan nutritivo y tan... francote. Porque yo tengo para mí, Matías, que todo el condimento español y madrileño neto cae mejor en los estómagos que las mil y mil porquerías que hace mi cocinero francés, capaces de quitarle la salud al caballo de bronce de la Plaza Mayor.
−Diga usted que sí, ¡jinojo!, y a mí nadie me quita de la cabeza que todo el mal que el señor don Francisco tuvo, no fue más que un empacho de tanta judía cataplasma y de tanta composición de salsas pasteleras, que más parecen de botica que de mesa. Para arreglar la caja, señor Marqués, no hay más que las buenas magras, y el vino de ley, sin sacramento. No le diré a vuecencia que estando delicado, tome carne del de la vista baja, con perdón; pero unas chuletas de ternera tengo aquí, que asadas en parrillas resucitan a un muerto.
−Las cataremos −dijo el prócer, empezando a comer las judías, que le sabían a gloria−. Mentira me parece que coma yo esto con apetito, y que me caiga tan bien. Nada, Matías, como si de ayer a hoy me hubieran sacado el estómago para ponerme otro nuevo... Riquísimas están tus judías. No sé los años que hace que no las probaba. Aquí traería yo a mi cocinero a que aprendiese a guisar. Pues no creas; me cuesta cuarenta duros al mes, sin contar lo que sisa, que debe de ser una millonada, créetelo, una millonada.
Matías hacía los honores a su huésped comiendo con él, para incitarle con el ejemplo, que era de los más persuasivos. Trajeron, además, vinos diferentes, para que escogiesen, prefiriendo los dos un Valdepeñas añejo, que llamaba a Dios de tú. Después de saborear las alubias, notó el Marqués con alegría que su estómago, lejos de sentir fatiga o desgana, pedíale más, como colegial sacado del encierro, que se lanza a las más locas travesuras. Venga la tortilla con jamón o chorizo de lo bueno; vengan las chuletas como ruedas de carro, bien asaditas y con su albarda de tomate, y sobre todo, tira de Valdepeñas para macerar en el buche toda aquella sustancia y digerirla bien.
Cuantas personas entraban en la trastienda, ya fueran a ver al señor Matías, ya llegaran con intenciones de tomar algo en las otras mesas, quedábanse como quien ve visiones ante la presencia del señor de Torquemada; y unos por no conocerle, otros por haberle conocido demasiado, abrían un palmo de boca. Y el respeto que tan gran personaje a todos infundía les tuvo silenciosos, hasta que Vallejo, a mitad del almuerzo, animándose con el vinillo y con los vapores de su propia satisfacción, les dijo:
−Blas, y tú, Carando, y tú, Higinio, no seáis pusilámines, ni tengáis cortedad. Arrimaos aquí, que el señor Marqués no se avergüenza de alternar, y es un señor muy democrático y muy disoluto.
Arrimáronse, y don Francisco les hizo una de aquellas graves reverencias que aprendido había en sus tiempos de aristocracia. Hizo Matías la presentación en estilo llano:
−Este Blas es el Ordinario de Astorga, y aquí, donde usted le ve, no se deja ahorcar por treinta mil duros. Higinio Portela, es sobrino de aquel Deogracias Portela, que tuvo la pollería de la Cava... ¿Se acuerda usted?
−¡Oh!, sí, me acuerdo..., ya... Deogracias... Por muchos años.
−Y este Carando es un burro, con perdón, porque tenía el negocio de animales muertos, y por pleitear con los González de Carabanchel Bajo se quedó sin camisa.
Total, que todos aquí, mil duros más o mil duros menos, semos unos pelagatos en comparanza con tu grandeza, con la opulencia opípara del hombre que, si a mano viene, tiene más millones en sus arcas que pelos en la cabeza.
−No exagerar, no exagerar −dijo don Francisco con afectación de modestia−. No creáis las aseveraciones del vulgo... He trabajado mucho, y pienso trabajar más todavía, para reparar los quebrantos que esta jeringada enfermedad me ha traído. Gracias que hoy me rejuvenezco, y según la gana con que como y lo bien que me cae, paréceme que nunca estuve enfermo ni volveré a estarlo en los días que me quedan de vida, que serán muchos, pero muchos...
− X −
Alzaron los vasos y bebieron a la salud del más democrático de los próceres y del menos orgulloso de los plebeyos enriquecidos, aunque ni estas palabras ni otras semejantes emplearon los bebedores: la idea estuvo tan sólo en su ruda intención y en el mugido con que la expresaron. Inundado de un gozo juvenil se sentía Torquemada: muy satisfecho de lo bien que se portaba su estómago, no sabía qué alabar más, si el excelente sabor de lo que comía, o la gallarda franqueza de aquella gente sencilla y leal que tan de corazón le festejaba. Por cierto que al comprender la necesidad de pagar verbalmente sus agasajos, pensó también, con seguro juicio, que en tal lugar y ante tales personas debía sostener la dignidad de su posición y de su nombre, empleando el lenguaje fino que no sin trabajo aprendiera en la vida política y aristocrática.
−Señores −les dijo, rebuscando en su magín las ideas nobles y los conceptos escogidos−, yo agradezco mucho esas manifestaciones, y tengo una verdadera satisfacción en sentarme en medio de vosotros, y en compartir estos manjares suculentos y gastronómicos... Yo no oculto mi origen. Pueblo fui, y pueblo seré siempre... Ya sabrán que en la Cámara he defendido a las clases obreras y populares... Para que la Nación prospere, es menester que entre las clases no haya antagonismos, y que fraternicen tirios y troyanos...
−Vean, vean −exclamó Matías, a quien el entusiasmo puso rojo, o más bien de color de moras negras−. Lo mismo vus dice hoy este hombre que vus dije yo ayer. Que se den la mano las clases, los de la grandeza y los artistas, para que haiga orden público y prosperidad nacional.
−Es que entre vuestras ideas y las mías −dijo Torquemada, emprendiéndola valiente con la carne−, hay muchos puntos de contacto.
−¡Si todos los de arriba −indicó el llamado Carando−, fueran como los de ciertas casas principales que yo conozco…! No lo digo porque esté delante el señor don Francisco, que ayer también lo dije. Pues el cuento es que hay ricos de ricos, y todos no son como los de la familia del que me oye. No haiga miedo de que ningún pobre de estos barrios se muera de hambre, mientras exista esa señora del Águila, que anda de bohardilla en bohardilla averiguando dónde hay bocas abiertas para taparlas, y carnes desnudas para vestirlas. Yo le he visto, y en mi casa de la calle del Nuncio, más de cuatro le deben la vida.
−Es verdad −afirmó el llamado Higinio−. Y a mí también me consta. A unos vecinos míos les libró al hijo de quintas, y a la chica le compró la máquina de coser.
−Ya, ya −dijo el de San Eloy sin mirarles, comprendiendo que debía mantener allí, no sólo su dignidad, sino la de toda la familia−. Mi hermana política, Cruz del Águila... Es una santa.
−Pues que viva mil años, y a su salud echemos la primera copa de moscatel.
−Gracias, señores, gracias. Yo también bebo a la salud de aquella noble dama... −dijo don Francisco, pensando que sus agravios particulares contra ella no debían manifestarse ante una sociedad extraña−. ¡Ah, nos queremos tanto ella y yo!... La dejo hacer su santa voluntad, porque tiene un talento, y una... Cuantas reformas se implantan en mi casa-palacio, ella las dispone. Y si alguna disidencia o discrepancia surge entre nosotros, yo transijo, y sacrifico mi voluntad en aras de la familia. No hay otra mujer que raye a mayor altura para gobernar a una servidumbre numerosa. La mía es como los ejércitos de Jerjes. ¿Sabéis vosotros quién era ese Jerjes? Un rey de la Persia, país que está allá por Filipinas, el cual tenía tantas tropas de todas armas, que cuando les pasaba revista, lo menos tardaba siete meses en verlas venir, o verlas pasar... En fin, señores míos, y tú, Matías, mi particular amigo, dejemos ahora a mi cuñadita allá en sus rezos, tratando a Dios de tú, y vengamos a la realidad de las cosas. Yo soy muy dado a lo real, a lo verdadero, soy el realismo por excelencia. ¡Qué rica ternera! ¡Bien haya la vaca que te parió y te dio de mamar, y el pindongo matachín que te sacó la sangre para hacerte más tierna!... Yo profeso el principio de que la ternera es mejor que el buey, y este mejor que la vaca. En resumen, señores: yo me encuentro aquí muy bien. Como como un sabañón, sin que el estómago se me suba a las barbas, y estoy alegre, tan alegre, que de aquí no me movería, si no me llamaran a otra parte los mil asuntos que tengo que ventilar. Esto es un oasis... ¿Sabéis lo que es un oasis?
−¡Toma!, el merendero fino que han puesto ahora en la Bombilla, y que tiene un rétulo que dice: Al oasis del Río.
−Eso no concuerda bien −dijo Torquemada, empezando a sospechar que había comido más de lo justo, y excedídose un poco en el beber−. No concuerda absolutamente, porque oasis es cosa de tierra, y el río, ya veis...
Ocurrió lo que es inevitable en comidas de gente llana, obsequiosa, de mucho corazón y escasa finura; y fue que, como don Francisco manifestara cierto recelo de cargar su estómago, cayéronle todos encima, gritando como energúmenos, para incitarle a seguir atracándose de cuanto en el establecimiento había.
−¡Vaya, que hacer ascos al besugo! ¿Cree que no está tan bueno como los que le pone su cocinero franchute? ¡Ea, no consiento que haga desprecio de nuestra pobreza...! Tiene que probarlo, nada más que probarlo... Verá qué cosa rica... ¡Pero si hoy ha echado el día a perros!... Créame, don Francisco, su estómago lo quisiera yo para mí. Lo que tiene el muy ladrón es mugre, de tanta judía botica como dentro le han metido, y la mugre se quita comiendo lo bueno y bebiendo lo fino... Fuera miedo, señor Marqués, que tripas llevan pies, y no pies tripas... No, pues de mi casa no se va, despreciándome el besugo, ¡jinojo!..., y para después tengo unos capones que dan el quién vive a la Santísima Trinidad... ¡Arreando!, a beber, a hacer un poco por la vida.
Mucho carácter y tesón muy fuerte se necesitaba para resistir a estas sugestiones rencias de una hospitalidad tan cordial como impertinente, y de uno y otro carecía Torquemada en aquel instante, por abdicación de su voluntad ante los que eran sus iguales por el nacimiento y la educación. Y como la molestia que empezaba a sentir era leve aún, y la contrarrestaban los instintos de gula que ante aquellos manjares tan de su gusto se le despertaron, a todo dijo amén, y adelante con el festín. La cháchara le distraía de la aprensión, no permitiéndole oír los avisos que de tiempo en tiempo le mandaba su estómago. Pero con todo, al llegar a los capones se cerró a la banda, porque verdaderamente sentía un peso en la barriga que le inquietaba. ¡Capones! Vade retro. De lo que sí comió fue de la jugosa y bien aliñada ensalada de lechuga, y entre medias, copas y más copas de variados vinos, que maquinalmente se metía entre pecho y espalda sin reparar en ello.
−La verdad es −decía−, que todo me cae bien. Un poquito de peso; pero nada más. Yo estoy muy alegre, rejuvenecido, digámoslo así, y dispuesto a repetir la francachela cada lunes y cada martes... Si me vieran los de casa, se quedarían absortos y patitiesos... Y yo les contestaría: «Ya, ya tengo la prueba. Ved este señor estómago que antes no podía realizar la digestión de un mero chocolate, y ahora... Me basta salir de vuestra órbita para encontrarme al pelo, y el estómago es lo primero que se felicita de hallarse en otra esfera de acción, muy distinta de aquella en que... Porque salta a la vista que hay crimen, y que...».
Por primera vez le faltó la palabra, y se le oscureció el pensamiento. Un instante estuvo manoteando en el aire. Por fortuna, aquello pasó, y al volver en sí, el señor Marqués se quejaba de difícil respiración.
−Eso no es más que viento −le dijo Matías−. Una copita de anís del Mono, y verá cómo descarga. ¡Colasa...!
Mientras venía el anís, aplicó al enfermo la medicación elemental de golpearle la espalda con la palma de la mano. Pero lo hacía con tan buena voluntad, y tal deseo de obtener un resultado eficaz y pronto, que Torquemada tuvo que decirle:
−Basta, basta, hombre, no seas bruto. ¿Me tomas a mí por un bombo?... ¡Ay, ay...! Ya parece que cede algo... Es flato, nada más que un flato que se atraviesa..., ¡brrr!...
Trató de echar fuera el temporal, provocando regurgitaciones, que se le frustraban a medio camino, dejándole peor que estaba. El condenado anís le produjo algún alivio a poco de beberlo, y vuelta a tomar la palabra, y a expresar su contento.
−Abundo en vuestras ideas, quiero decir, pienso lo mismo que pensáis vosotros sobre la... ¿Eh?..., tú, ¿de qué estábamos hablando?... Vaya, que se me escapa toda la memoria... ¡Biblias, cómo se me olvidan las cosas!... Eh, tú, ¿cuál es tu gracia? ¡Mira que olvidárseme cómo te llamas tú!
−Matías Vallejo, para servirte −replicó el anfitrión, que con tanto comer y beber, se sentía inclinado a la confianza−. ¿Qué?, ¿te da otra vez el soponcio?... Paquillo, ¿qué es eso?... So bruto... ¡Si no es más que jinojo del viento!... Échalo, échalo pronto, con cien mil pares de bolas... ¡Arreando!
Y vuelta a los palmetazos en la espalda. Mientras el otro le administraba la medicina, inclinábase don Francisco hacia adelante, rígido, hinchado, como un costal repleto y puesto de pie, que pierde el equilibrio.
−Basta; te digo que basta. Tienes una mano que parece un pisón para adoquinar las calles..., ¡recuerno!... Pues ya he recobrado la memoria; ya sé lo que iba a deciros, señores comensales... Pues, alguno de vosotros manifestó que se debía dar algo a mi cochero, que está esperándome ahí fuera..., y yo..., cabal..., yo dije: «Señores, abundo en vuestras ideas, o en otros términos, pienso también que se debe dar algo a ese borrachón de mi cochero».
−Pues es verdad −gruñó Matías−. No me acordaba. ¡Colasa...!
−Y a este tenor, sigo diciéndote −prosiguió don Francisco con evidente dificultad para mantener derecho su cuerpo−, que no me encuentro muy bien que digamos. Parece que me he tragado la cruz de Puerta Cerrada, que desde aquí veíamos por la ventanilla... ¡Toma, ya no la veo!... ¿Dónde se habrá ido esa arrastrada... cruz... Cruz?... He dicho Cruz, y no me vuelvo atrás...
−¡Pacorro de mi alma! −exclamó Matías abrazando con violencia el cuerpo de don Francisco, que en uno de aquellos vaivenes fue a chocar contra el suyo−, te quiero como a un hijo... Para que se nos despeje la cabeza, venga café... ¡Colasa!
−Café moka −dijo Torquemada con ansia, abriendo no sin esfuerzo sus párpados, que a todo trance se le querían cerrar−. Café...
−¿Con ron, o caña?
−También hay fin-champán.
−Señores −murmuró el marqués de San Eloy con mugidos más que con palabras−, yo estoy mal, muy mal... El que diga que yo me encuentro bien, falta a la verdad... a la verdad de los hechos... He comido como el más tragón de todos los Heliogábalos... Pero, yo juro por las santísimas Biblias en pasta, que lo tengo que digerir, para que allá no digan..., para que no se ría de mí esa, la otra, la... ¡Cuernos con la memoria! Di tú, Matías, ¿cómo se llama ésa...?
−¿Quién?
−Ésa..., la hermana de mi difunta... Se me ha olvidado el nombre... Mira tú, hace un rato la estaba viendo por el ventanillo..., por allí...
−Ya..., la cruz de Puerta Cerrada.
−¡Ah!... Puerta Cerrada se llama..., la cruz es esta, no... la otra..., y la Puerta Cerrada es la Cruz que yo tengo dentro de mi cuerpo y que no puedo echar fuera..., cruz del diablo, y puerta del Cielo que no quiere abrirse, y puerta cerrada del Infierno... Oye..., ¿cómo se llama ese marrano de clérigo...?, el de las municiones, measiones, misiones o como quiera que se diga. Dime cuál es su gracia que quiero soltarle cuatro frescas... Entre él y la gata gazmoña de Gravelinas concibieron el plan de envenenarme... Y lo llevaron a cabo... Ya ves... cómo me han puesto... Me metieron en el cuerpo esta casa... ¿Cómo la echo yo ahora, cuerno, biblias pasteleras..., ñales de San Francisco?
Cayó del lado contrario al sitio que ocupaba Matías, y fue a dar contra una silla, que le impidió rodar al suelo. Acudieron todos a él. No sabían si enderezarle o tenderle, poniendo en fila dos o tres banquetas. Gruñendo como un cerdo, se retorcía con horrorosas convulsiones. Por fin, brrr... El suelo de la trastienda era poco para todo lo que salió de aquel cuerpo mísero...
−¡Colasa…!
− XI −
−Este hombre está muy malo −dijo Matías a sus amigos−. ¿Y qué hacemos? ¿Qué jinojo le damos?...
−Déjalo que desembaúle.
−¡Ay, Dios mío!... ¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¡Vaya un contratiempo!... Yo que creí... ¡Lástima de comida! Matías, señores, yo estoy muy malo...
Esto fue lo primero que dijo Torquemada después del horrible soponcio, y si al desembaular sintió aliviada la opresión, luego le atormentaron agudísimos dolores en la región gástrica.
−Una taza de té... ¡Colasa...!
−¡Yo que estaba tan terne!... ¡Y me había caído tan guapamente la comida! ¿Sabéis lo que me ha hecho daño? El calor. Hace aquí un bochorno horrible... Y como hablabais todos a un tiempo, y hacíais ruido golpeando en la mesa con los vasos... ¡Ay, qué dolor! Parece que me retuercen las tripas... Digan lo que quieran, esto no es natural. Porque, créanmelo: tiene uno adarmes de científico, y sabe distinguir los males naturales de los artificiales... Hay fenómenos patológicos que son obra de la naturaleza, y otros que son el resultado de la malquerencia de nuestros enemigos. Juraría que tengo calentura. Tú, Matías, ¿entiendes de pulso?
Propusiéronle llevarle a su casa, y se resistió a ello. No podía tenerse derecho, y la cabeza le pesaba como plomo. Se la sostenía con ambas manos, apoyados los codos en la mesa.
−No voy a casa, hasta que no me pase esta desazón. El dolor ya no es tan fuerte. Pero noto que se me escabulle otra vez la memoria. ¿Creeréis que no me acuerdo de cómo se llama mi casa?; es decir, se me ha trasconejado el nombre del muy gorrino del duque a quien se la compré, tramposo él, pinturero él... ¡Otra! También se me ha ido el nombre de mi cochero... En mi casa estarán con el alma en un hilo, y mi... tampoco me acuerdo... esa, el cura y Donoso... creerán que me he muerto... El caso es que tampoco me doy cuenta de por qué me entró la ventolera de salir tan de mañana. Ello debió de ser una idea repentina, un negocio urgente... Vamos, que no encuentro la concordancia... Lo que sí tengo bien clavado en la memoria es que en mi casa hay muchos cuadros, y el Massaccio, el famoso Massaccio, por el cual me ofrecían los ingleses quinientas libras, y no lo quise dar... A ver si ustedes ayudan mi memoria. ¿Salí yo porque me llamasteis para comprarme la galería que fue de aquel punto..., tampoco me acuerdo..., del papá de doña Augusta? ¿O salí porque me dio una idea sui generis, y me eché a correr sin saber lo que hacía?
−Vete a tu casa... Váyase, señor don Francisco −le dijo Vallejo, que con el susto iba recobrando el uso corriente de sus facultades mentales−. Allá estarán con cuidado.
Los otros fueron de la misma opinión, y apoyaron las razones de Vallejo, que ya quería ver su establecimiento libre de tal estorbo.
−Mi casa está muy lejos −dijo Torquemada con honda tristeza, atormentado nuevamente por agudos dolores−. No respondo yo de llegar hasta allá, ni de que no me muera por el camino. ¿Cómo me llevan?, ¿en camilla? ¡Ah!, tenéis razón: en mi coche. Ya no me acordaba de que gasto coche... ¡Vaya una gracia! Ahora mismito creía yo que vivía en la calle de la Leche, que era pobre, vamos al decir, y que no me había casado todavía con las Águilas pamplinosas. ¿Pues sabéis lo que digo? Si me llevan, que sea a la casa de mi hija Rufina, que me quiere como a las niñas de sus ojos. Aunque, si he de seros franco, empiezo a barruntar que también me quiere Cruz, y que el presbítero..., de ese nombre sí que no me acuerdo..., me asegura la salvación del alma, siempre y cuando yo le dé cuenta y razón bien clara de todos los pecados que figuran en el Debe de mi conciencia, los cuales yo aseguro a ustedes que no son muchos, y si quieren que me confiese, ahora mismo lo desembucho todo..., que hoy parece día de desembuchar... ¿Conque a mi casa? Mi casa es muy grande. La estoy viendo como si hubiera salido de ella hace un minuto. Aunque vosotros sostengáis la tesis contraria, yo digo y repito que tengo una calentura lo menos de ochenta grados, que también la calentura se cuenta por grados, como el calórico de los termómetros... Yo estoy muy agradecido a vuestra fina hospitalidad, y deploro con toda mi alma que me hubiera hecho daño el menú, vulgo comida, lo cual que ha sido una tracamundana de mi estómago, pues si este se hubiera portado decentemente, a estas horas ya lo tenía yo todo más digerido que la primera papilla. Pero, en fin, otra vez será, pues para mí es un hecho incontrovertible que he de ponerme como un reloj. A este señor estómago lo meto yo en cintura pronto, y si no quiere por la buena, por la mala. Es escandaloso en grado sumo que por los caprichitos de un hi de tal de estómago, esté un individuo desatendiendo sus intereses, sin poder asistir a la Cámara, donde hay tanto, tanto que ventilar, y privándose de la comida..., aunque, si me permitís manifestaros todo lo que pienso, os diré que como este órgano mío persevere en su campaña demoledora, yo lo arreglaré por el procedimiento de gobierno más sencillo y eficaz... ¿Qué creen ustedes que haré? Pues no comer. Así como suena, no comer. ¿Qué quiere ese trasto? ¿Que yo le eche comida para devolvérmela? Pues le corto la ración, vamos, que le limpio el comedero. De una plumada echo abajo todo el presupuesto de almuerzos y comidas. Verán ustedes cómo entonces se rinde, y me pide perdón, y me pide substancia. Pero no se la doy, no. No se rían. Cuando se quiere hacer una cosa, se hace. ¡Viva la sacratísima fuerza de voluntad!
Cuando uno se propone no comer, no come, y yo juro y prometo que no vuelvo a comer en mi vida.
Celebraron todos la gracia, y puesta de nuevo sobre el tapete, o sobre la sucia tabla de la tabernaria mesa, la cuestión de si debía marcharse y a dónde, dijo el atribulado Marqués que le llevaran a donde quisieran, añadiendo que no podía moverse, que sus piernas se habían vuelto de algodón, y que la caja del cuerpo le pesaba como un baúl mundo lleno de piedras. Por fin, Matías y Carando le condujeron casi en vilo al coche, que arrimó a la misma puerta, y con no poca dificultad le metieron dentro, a puñados, despidiéndole todos muy corteses, y alegrándose mucho de que semejante calamidad se les hubiera quitado de encima.
Pues digo: ¡el escándalo que se armó en el palacio de Gravelinas cuando llegó el coche, y vieron el portero y otros criados al señor, tumbado como cuerpo muerto, cerrados los ojos, y echando espumarajos y hondos bramidos de su contraída boca! Inquietud muy grande había en la casa, así por lo extraño de la salida, como por la tardanza del señor Marqués. Cruz y los amigos que acudieron allá temían una desgracia. Confirmó sus temores la llegada del coche, y el lastimoso estado en que el enfermo venía. Pero sólo se pensó en sacarle del vehículo y meterle en su cama. Cuatro fámulos de los más robustos se encargaron de tan difícil operación, transportándole por galerías, escaleras y antesalas hasta la alcoba. Había perdido el sentido y no movía ni un dedo el pobre señor. Cruz mandó al instante en busca de médicos, y se acudió sin tardanza a los remedios caseros y elementales para devolverle el conocimiento y despertar la vida, si es que alguna quedaba en aquel mísero cuerpo inerte. Cuando arrojaron el pesado fardo sobre la cama, rebotó el colchón de muelles, como si quisiera lanzarlo fuera.
Entró jadeante Quevedo, y le examinó al punto. Antes le había examinado Donoso, que por suerte se hallaba en la casa cuando llegó el coche; pero no pudo determinar el verdadero estado de su infeliz amigo.
−Paréceme que no está muerto −dijo Donoso al médico, temiendo una respuesta que quitara toda esperanza.
−Muerto no..., pero de esta no sale.
TERCERA PARTE
− I −
Con revulsivos enérgicos pudieron conseguir que de nuevo anduviera la desvencijada máquina fisiológica del gran tacaño de Madrid; pero aún pasó toda la noche y parte del otro día antes de que recobrara la memoria y el conocimiento de su situación. Hallose, pues, a la tarde siguiente, en relativa mejoría, y así se consignó en las listas, que rápidamente se cubrieron de centenares de firmas ilustres en la política y en la banca. No fue necesaria la indicación del médico de cabecera para traer al doctor Miquis, pues el mismo paciente pidió que viniera, al recobrar el sentido y la palabra. Ordenó el célebre doctor un plan expectante, y un régimen de exploración, por no tener aún seguridad del mal que había de combatir. La diátesis era oscura, y los síntomas no acusaban con claridad el carácter morboso de la profunda alteración orgánica. En sus conversaciones reservadas con Quevedito, Miquis habló algo de enteroptose, algo de
cáncer del píloro; pero nada podía afirmarse aún, como no fuera la gravedad, y casi, la inutilidad final de los esfuerzos de la ciencia.
En su resurrección, que así puede llamarse, salió el pobre don Francisco por el registro patético y de la ternura, que tan bien armonizaba con su debilidad física y con el desmayo de sus facultades. Dio en la flor de pedir perdón a todo quisque, de emocionarse por la menor cosa, y de expresar vehementes afectos a cuantas personas se acercaban a su lecho para consolarle. Con Rufinita era un almíbar: le apretaba la mano, llamándola su ángel, su esperanza, su gloria. Con Cruz estaba a partir un piñón, y no cesaba de elogiar su talento y dotes de gobernar, y a Gamborena y Donoso les llamó columnas de la casa, amigos incomparables, de los que son nones en el mundo.
Al través de todas estas manifestaciones sentimentales, advertíase en el ánimo del enfermo un miedo intensísimo. Su amor propio quería disimularlo; pero lo delataban el suspirar hondo y frecuente, la profunda atención a todo cuchicheo que en la alcoba sonase, la expresión de alarma de sus ojos al verse interrogado. Gustaba extraordinariamente de que le animasen con anuncios de mejoría, y a todos preguntaba la opinión propia y la ajena sobre su enfermedad. Una mañana, hallándose solo con el doctor Miquis, le tomó la mano, y gravemente le dijo:
−Querido don Augusto, usted es hombre de mucha ciencia y de respetabilidad, y no ha de engañarme. Yo soy algo científico, quiero decir que, en mi natural, lo científico domina a lo poético, ya usted me entiende..., y por tanto, merezco que se me diga la verdad. ¿Es cierto que usted cree que me curaré?
−¿Pues no he de creerlo? Sí señor, tenga confianza, sométase al régimen, y...
−¿Será cosa de...? ¿Como cuánto, mi señor don Augusto? ¿Tardará un mes en darme de alta, o tendré que esperar algo más?
−No es fácil precisarlo... Pero ello será pronto. Mucha tranquilidad, y no se preocupe de volver a los negocios.
−¿No?... −dijo el tacaño con profundo desconsuelo−. Pues si la Facultad quiere que me anime, déjeme pensar en mis negocios, y contar los días que me faltan para volver a meterme en ellos de hoz y de coz... ¡Ay, amigo mío, y sapientísimo médico, yo le suplico a usted, por lo que más quiera en el mundo, que haga un esfuerzo, y afine bien su ciencia para curarme pronto, pronto! Lea cuanto hay que leer, estudie cuanto hay que estudiar, y no dude, el emolumento será tal que no tenga usted queja de mí. Ya sé lo que me responde: que ya lo sabe todo, y no tiene nada que aprender. ¡Ah! La ciencia es infinita: nunca se la posee completa. Se me ocurre que en el archivo de esta su casa podrá haber algún papelote antiguo, que traiga tales o cuales recetas para curar esta gaita que yo tengo, recetas que los médicos de ahora no conocen... ¡Por vida de...! ¿Quién me asegura que los antiguos no conocieron algún zumo de hierbas, unto, o cosa tal, que los modernos ignoran? Piénselo, y ya sabe que tiene el archivo a su disposición. Me costó un ojo de la cara, y es lástima que no hallemos en él mi remedio.
−¡Quién sabe! −dijo benévolamente el médico por consolarle−. Puede que entre los papeles de Nápoles y Sicilia, haya algún récipe de antiguo alquimista, o curandero nigromante.
−No se ría usted de la magia, ni de aquellos tipos que echaban la buenaventura, mirando las estrellas. La ciencia es cosa que no tiene fin..., ni principio... Y ya que hablamos de ciencia, dígame: ¿qué demonios es esto que tengo? Porque yo, pensando en ello estos días, creo..., se me ha metido en la cabeza que mi mal es filfa, una indisposición ligera, y que ustedes los señores médicos creen lo mismo; pero que por guardar la etiqueta... científica, me tienen aquí con todo este aparato escénico de cama, y régimen, y Biblias. Yo me siento ahora bien, muy bien. ¿Me confiesa usted, sí o no, que no tengo nada?
−Poco a poco. Su enfermedad no será muy grave; pero tampoco es una desazón leve. Cuidándola, la venceremos.
−¿De modo que puedo confiar...? ¿Usted me asegura?... −interrogó el de San Eloy con viva ansiedad.
−Tranquilícese, y tenga confianza en mí, y en Dios, en Dios primero.
−Ya la tengo... ¿Pues qué, el Señor Dios me había de dejar en la estacada, sin dar yo motivo para ello? Como usted le ayude con los recursos de la Facultad, el Señor no tendrá inconveniente en que yo vuelva a mis ocupaciones habituales. Sí, mi querido don Augusto, hará usted un bien a la humanidad, dándome de alta. ¡Tengo un proyecto! ¡Ay, qué proyecto! Es una idea que a nadie se le ocurre más que a este cura. Usted no entiende de esto, ni yo le fastidiaré explicándoselo. Cada uno tiene su ciencia, y en la mía, doy yo quince y raya al lucero del alba. Póngame bueno, y temblará el mundo de los negocios con esa combinación que traigo entre ceja y ceja... Tal importancia tiene la cosa, que me conformo con estar bueno el tiempo necesario para mover las fichas en el tablero, y hacer la gran jugada... Y después, no me importa caer malo otra vez... Un paréntesis, señor don Augusto, un paréntesis de salud... Pero no: sería lástima que después de realizada la operación, reventase yo, sí, para que se quedaran riendo los que vienen detrás. Esto no es justo: confiéseme usted que esto no es justo.
Tan vivamente posesionado de su idea le vio Miquis, y tanto le alarmó el brillo de sus ojos y la inquietud de sus manos, que creyó prudente cortar la conversación. Y como para calmarle no había mejor camino que halagar sus deseos, despidiose el doctor dándole seguridades de restablecimiento. Claro: este vendría más pronto o más tarde, según que el enfermo lo acelerase con su quietud de cuerpo y espíritu, o lo retrasara con su impaciencia. Y mientras menos pensase en combinaciones financieras mejor. Tiempo había...
Ello es que el hombre quedó gozoso de la visita, y las esperanzas le daban ánimos para sobrellevar las tristezas del régimen dietético y de la encerrona entre sábanas. Hablando con Cruz, le dijo:
−Ese don Augusto es un grande hombre. Me asegura que es todo cuestión de unos días... Y bien pudieran darme ustedes algún más alimento; que yo respondo de digerirlo velis nolis. ¡No faltaba más sino que el señor estómago volviera a las andadas! Los dolores del vientre ya no son tan agudos, y lo que es calentura no la tengo... Lo único que recomiendo a usted es que vigile a los cocineros y marmitones, porque... podría írseles la mano en el condimento, y resultar algo que me envenenara... en principio, por decirlo así. No, no digo yo que me envenenen de motu propio, como aquel pillo de Matías Vallejo, y los gansos de sus amigos, que a la fuerza me atracaron de mil porquerías... No, si ya sé que usted vigilará... Yo abrigo la convicción de que con usted no hay cuidado... En fin, arreglárselas entre todos para que yo esté bueno dentro de unos días, porque, sépalo usted, importa mucho para la familia, y casi, casi estoy por decir para la nación y para todita la humanidad, si me apuran. Que si este condenado fenómeno patológico, se agarra más, no sé a dónde irá a parar la fortunita reunida con tanto trabajo, y hasta podría suceder que mis hijos, el día de mañana, si yo continúo enclenque, no tuvieran qué comer.
Echose a reír Cruz, y olvidándose por un momento de que en aquel caso debía sobreponerse la piedad mentirosa a la verdad que, como inteligencia suprema de la familia, profesaba siempre, le amonestó en forma autoritaria:
−No piense tanto, no piense tanto en los intereses que han de quedarse por aquí; pues aunque no está en peligro de muerte, ni lo quiera Dios, su situación es de las que deben considerarse como avisos providenciales, y por lo tanto, hay que volver los ojos a los intereses de allá, a los eternos, aunque no sea más que para irse acostumbrando. Vamos
a ver: ¿todavía le parece a usted que tiene poco dinero, o es que piensa llevárselo al otro mundo, para fundar un banco o sociedad de crédito en las regiones de la bienaventuranza eterna?
−Si fundo o no fundo sociedades de crédito en la Gloria divina, eso no es cuenta de usted. Haré lo que me dé la gana, señora mía −dijo, y con gesto de chiquillo castigado se zambulló en el lecho, y se tapó el rostro con la sábana.
− II −
Por mañana o tarde, Gamborena no dejaba de visitarle un solo día, mostrándose cariñosísimo con el pobre enfermo, a quien hablaba en lenguaje de amigo más que de director espiritual. Lo que con este carácter le dijo alguna vez, fue tan delicado, y tan bien envuelto iba en conceptos generales, o de salud, que el otro recibía la indicación sin alarmarse. Cuando don Francisco tuvo su cabeza firme, Gamborena le entretenía, contándole casos y pasajes interesantísimos de las misiones, que el otro escuchaba con tanto deleite como si le leyeran libros de novela o de viajes. Tan de su gusto era, que más de una vez le mandó llamar antes de la hora en que acostumbraba visitarle, y le pedía un cuento, como los niños enfermitos al ama o niñera que les cuida. Y creyendo Gamborena que, aprisionada la imaginación del enfermo, fácil le sería cautivar su voluntad, referíale estupendos episodios de su poema evangélico: sus trabajos en el vicariato de Oubangui, África ecuatorial, y en pleno país de caníbales, cuando los sacerdotes, después de oficiar, se despojaban de sus vestiduras, y trabajaban como albañiles o carpinteros en la construcción de la modesta catedral de Brazzaville; la peligrosísima misión en el país de los Banziris, la tribu africana más feroz, donde algunos padres sufrieron martirio, y él pudo escapar por milagro de Dios, con ayuda de su sutil ingenio; y por último, la conmovedora odisea de los trabajos en las islas remotas del Pacífico central, el archipiélago de Fidji, donde fueron en breve tiempo fundadas setenta iglesias, y convertidos a la fe católica diez mil canacas.
Por supuesto, el que Torquemada oyera con viva atención y profundo interés tales narraciones, no significaba que las creyese, o que por hechos reales y positivos las estimase. Pensaba más bien que todo aquello había ocurrido en otro planeta, y que Gamborena era un ser excepcional, historiador, que no inventor, de tan sublimes patrañas. Teníalas por cuentos para niños grandes o para ancianos enfermos.
No se sabe cómo fue rodando la conversación al terreno en que el sacerdote deseaba encontrarse con su amigo; pero ello es que una tarde en que vio a Torquemada relativamente tranquilo, se insinuó en esta forma:
−Paréceme, señor mío, que ya no debemos aplazar por más tiempo nuestro asunto. Hace días, me dijo usted que tenía la cabeza muy débil; hoy la tiene usted fuerte, por lo que veo, y en su interés está que hablemos.
−Como usted guste −replicó Torquemada, mascullando las palabras y tomando un ligero acento infantil−. Pero si he de serle franco, no veo tanta prisa. Para mí es indudable que escapo de esta: me siento bien; espero ponerme bueno muy pronto...
−Tanto mejor. ¿Y qué, hemos de esperar a las últimas horas para preparamos, cuando ya no haya tiempo, y llegue tarde la medicina? Vamos, señor mío, ya no aguardo más. Yo cumplo mi deber.
−¡Pero si yo no tengo pecados, diantre! −manifestó don Francisco entre bromas y veras−. El único que tenía se lo dije la otra tarde. Que me asaltó la idea de que Cruz quería envenenarme... De un mal pensamiento nadie está libre.
−Ya... ¿Y no hay más? Busque bien, busque.
−No, no hay más. Aunque usted se enoje, señor Gamborena de mis pecados..., de mis pecados no, porque no los tengo..., señor Gamborena de mis virtudes..., aunque usted se escandalice, tengo que decirle que soy un santo.
−¡Un santo!... Sea enhorabuena. A poco más, me pide que sea yo su penitente, y usted mi confesor.
−No, porque yo no soy cura... Ser santo es otra cosa..., dígome santo, porque yo no hago mal a nadie.
−¿Está seguro de ello? No dejaré yo de reconocer como verdad lo que acaba de decirme si me lo demuestra. Ea, ya estoy esperando la demostración... ¿Quiere que le abra camino? Pues allá va. Usted no tiene más que un vicio, uno solo, que es la avaricia. Convénzame de que puede ser santo un hombre avariento y codicioso en grado máximo, un hombre que no conoce más amor que el dinero, ni más afán que traer a casa todo lo que encuentra por ahí; convénzame de esto, y yo seré el primero que pida su canonización, señor don Francisco.
−¡Bah, bah!... ¡Cuerno!... ¿Ya sale usted con la tecla de la avaricia... y del tanto más cuanto? Palabras, palabras, palabras. Ustedes los clérigos, vulgo ministros del altar, entenderán de teologías, pero de negocios no entienden una patata. Vamos a ver: ¿qué mal hay en que yo traiga dinero a casa, si el dinero se deja traer? Y esta gran operación que proyecto, ¿por qué ha de ser pecado? ¡Pecado que yo proponga al Gobierno la conversión de la Deuda exterior en Deuda interior! A ver, amiguito: ¿dicen algo de esto el Concilio de Trento, los Santos Padres, o el que redactó la Biblia, que parece fue Moisés? ¡Demonio, si la conversión del exterior en interior es un gran bien para el país! Dígame usted, señor San Pedro, ¿qué va ganando Dios con que los cambios estén tan altos? Pues si yo consigo bajarlos, y beneficio al país y a toda la humanidad, ¿en qué peco, santísimas Biblias?... Pero ya, ya sé lo que va a decirme el señor ministro del altar. Que yo no verifico esta operación por beneficio de la humanidad, sino por provecho mío, y que lo que busco es la comisión que apandamos yo y los demás banqueros que entran en el ajo... Pero a esa objeción le contesto con una pregunta: ¿en qué tablas de la ley, o en qué misal, o en qué doctrina cristiana o mahometana se dice que el obrero no debe cobrar nada por su trabajo? ¿Es justo que yo arriesgue mis fondos, y ande por esas calles como un azacán, de ministerio en ministerio, sin percibir un tanto correspondiente a la cuantía de la operación? Y dígame: hacer un bien al Estado, ¿no es también caridad? ¿Qué es el Estado más que un prójimo grande? Y si se admite que a mí me gusta que hagan por mí lo que yo hago por el Estado, ¿no tenemos aquí claro y patente lo de al prójimo como a ti mismo?
−¡Santo, santo, santo..., hosanna!... −exclamó Gamborena riendo, pues ¿qué había de hacer el padrito sino tomarlo a risa?−. Vamos, que la enfermedad le ha hecho a usted gracioso. Confieso que me ha entretenido su explicación. Pero, mire usted, no he acabado de convencerme, y me temo mucho que con tales conversiones de deudas, y tanto sacrificio por el Estado y los cambios y la humanidad, vaya a parar mi don Francisco a los profundos infiernos, donde acabarán de ajustarle las cuentas de comisión los tenedores de libros de Satanás, que allí están encargados de esas y otras liquidaciones. ¡El infierno, sí! Hay que decirlo en seco, aunque usted se me asuste. Allí caen de cabeza los que en vida no supieron ni quisieron hacer otra cosa que acumular riquezas, los que no practicaron ninguna de las obras de misericordia, los que no tuvieron compasión de la miseria, ni consolaron a ningún afligido. ¡El infierno, sí señor! No espere usted de mí más que la verdad desnuda, y con todo el rigor de la doctrina. Las ofensas hechas a Dios, que es el bien eterno, con las penas eternas que se han de pagar.
−Bah..., ya viene usted de malas −dijo Torquemada con fingido humor de bromas, y completamente acobardado−. ¿Y qué?, ¿no tengo más remedio que creer en la existencia de ese centro todo lleno de lumbre, y en los diablos, y en que todo ello debe durar eternidades?
−Pues claro que tiene que creerlo.
−Corriente... Se creerá, si es obligación. ¿De modo que ni siquiera puedo ponerlo en tela de juicio... sino creer a rajatabla, quiero decir..., creerlo con los ojos cerrados? (El misionero afirmaba con la cabeza). Bueno: pues a creer tocan. Quedamos en que hay Infierno; pero en que yo no voy a él.
−No irá, siempre que lo procure por los medios que le propongo, y que son lo más elemental de la doctrina que profeso y quiero inculcarle.
−Pues inculque cuanto crea necesario, que aquí me tiene dispuesto a todo −dijo don Francisco con una conformidad, que al misionero le pareció de bonísimo augurio−. ¿Qué tengo que hacer para salvarme? Explíquese pronto, y con la claridad que debe emplearse en los negocios. Yo, como buen cristiano que soy, quiero y necesito la salvación. Hasta por mi decoro debo solicitarla. ¡No está bien que digan...! Pues a salvarnos, señor Gamborena: ahora dígame qué tengo que hacer, o qué tengo que dar para obtener ese resultado.
− III −
−¡Qué tengo que hacer..., qué tengo que dar! −repitió Gamborena frunciendo el ceño−. Siempre ha de tratar usted este asunto, como si fuera una operación mercantil. ¡Cuánto más le valdría olvidar sus hábitos y hasta su lenguaje de negociante! Lo que tiene usted que hacer, señor mío, es purificar su alma de toda esa lepra de la codicia, ser bueno y humano, mirar más a las innumerables desdichas que le rodean para remediarlas, y persuadirse de que no es justo que uno solo posea lo que a tantos falta.
−Total, que hay muchos, muchísimos pobres. Yo también he sido pobre. Si ahora soy rico, a mí mismo me lo debo. Yo no he fracturado cajas de nadie, ni he salido a un camino, con trabuco... Y otra cosa: todos esos pobres que pululan por ahí, yo no los he hecho. ¿Pero no dicen ustedes que es muy bonito ser pobre? Dejarlos, dejarlos, y no nos metamos a quitarles su divina miseria. Lo cual no es óbice para que yo, en mi testamento, mande repartir socorros, aunque, la verdad, nunca me ha gustado dar pábulo a la holgazanería. Pero algo dejaré para ayuda de un hospital, o de lo que quieran, ¡ñales!... Dispénseme, se me escapó... Y al santo clero, también le dejaré para misas por mí, y por mis dos esposas queridas; que justo es que el cleriguicio coma... La verdad, hay mucha miseria en el sacerdocio parroquial.
−Bueno es eso −dijo Gamborena con dulzura−, pero no es todo lo que yo quiero... No veo que salgan del corazón esas ofrendas. Paréceme que usted las dispone como un acto de cumplido, como pagar una visita, como dejar una tarjeta en el momento de salir para un viaje. ¡Ay, amigo mío! Cuando usted parta para el viaje supremo, ha de llevar tanto peso en su alma, que le ha de costar trabajillo remontar el vuelo.
−¿Peso..., peso? −murmuró el tacaño con tristeza−. ¡Si nada de lo que tengo he de llevarme, y todito se ha de quedar por acá!
−Eso es lo que usted siente, que las riquezas aquí se quedan, y no hay que pensar en su transporte a la eternidad, donde maldita la falta que hacen. Allí, las riquezas que se cotizan, tienen otro nombre: llámanse buenas acciones.
−¡Buenas acciones! ¿Y con buenas acciones tengo segura la...? −dijo Torquemada, dando de mano a su marrullería.
−Pero esas buenas acciones no las veo en usted, que es todo sequedad de corazón, egoísmo, codicia.
−¿Sequedad de corazón? Me parece que no está usted en lo cierto. Señor Gamborena, yo quiero a mis hijos, al primero sobre todo, le adoraba; yo quise a mis dos señoras, a mi Silvia, y a la que he perdido este año.
−¡Vaya un mérito! ¡Querer a los hijos!... ¡Si hasta los animales los quieren! Si de sentimiento tan primordial estuviese privado el señor marqués de San Eloy, sería un monstruo más o menos eximio... ¡Querer a su esposa, a la compañera de su vida, a la que le daba posición social, un nombre ilustre!... ¿Pues qué menos? Y cuando Dios se la llevó, usted se afligía, es cierto; pero también rabiaba, protestando de que no se hubiera muerto Cruz, en vez de morirse Fidela. Es decir, que se habría alegrado de ver morir a su hermana política.
−¡Hombre, tanto como alegrarme!... Pero planteado el dilema entre los dos, no podía dudar un momento.
−Déjese de dilemas. Usted me ha confesado que deseaba la muerte de Cruz.
−Bueno, pues sí, yo...
−La sequedad de corazón está bien demostrada. Y la sordidez, la codicia..., ciego será quien no las vea, y usted mismo debe reconocer esas horribles llagas de su ser, y confesarlas.
−Confesado... Arreando. Uno es como es, y no puede ser de otra manera. Sólo cuando se acerca el fin, ve uno más claro, y como ya no tiene intereses acá, naturalmente, llama por lo de allá... Y lo peor es que nos salen con esa matraca de las buenas acciones cuando ya no tenemos tiempo de... verificarlas ni malas ni buenas.
−Tiempo tiene usted todavía.
−Lo mismo pienso −dijo el Marqués con cierto brillo en los ojos−, porque de esta no caigo. Tengo tiempo, ¿verdad?
−Seguramente, y lo aprovecharemos enseguida.
−¿Cómo?
−Dándome usted su capa.
−¡Ah!..., ¿conque quiere usted la capita?, ja, ja...
−Sí, sí; pero entendámonos: quiero la nueva.
−Hola, hola..., ¿la nueva?
−La nuevecita, la número uno. En aquella ocasión, pase que me diera usted un guiñapo que no le servía para nada. Hoy me tiene que dar la prenda que más estime...
−¡Caramba!
−Y además, quiero también su levita, su gabán, chaleco, en fin, la mejor ropa que el excelentísimo señor Marqués posea.
−Me va usted a dejar en cueros vivos.
−Así andará más ligero.
−¡Pues no estará poco majo el hombre con toda mi ropa..., ni poco abrigado en gracia de Dios!
−No, si no quiero esas prendas para mí. Ya ve: estoy bien vestido, y no carezco de nada. Las pido para otros que están desnudos.
−Total, que tengo que vestir a mucha gente.
−Y abrigarles el estómago, darles lo que a usted ninguna falta le hace ya. Pero ello ha de ser con efusión del alma, como me dio la capa vieja el don Francisco de marras.
−Bueno, pues formule, formule usted su proposición.
−La formularé, descuide. Que si yo no le facilitara la solución, ya sé que el astuto negociante que me escucha haría de su capa un sayo, y...
−Venga esa fórmula.
−¡Ah!, no es puñalada de pícaro. Déjeme pensarla bien. Pero luego, no se me vuelva atrás. La capa que pretendo es de un paño tan superior, que con su importe en venta se han de remediar muchas miserias, muchas. Ya están de enhorabuena los pobres, un sinnúmero de pobres, media humanidad.
−Eh..., poco a poco −dijo el de San Eloy vivamente alarmado−. No hay que correrse tanto, señor misionero. Soy enemigo de las exageraciones de escuela, y si me extralimito, entonces no seré santo, sino loco, y los locos no van a la Gloria, sino al Limbo.
−Usted irá... a donde merezca ir. Delante verá todos los caminos. Escoja el que le cuadre, pues para eso tiene su libre albedrío. Con la pureza del corazón, con el amor del prójimo, con la caridad, irá fácilmente para arriba... Con lo contrario, abajo sin remedio. Y no crea que por darme la capa está segura su salvación, si con aquel pedazo de paño no me entrega el alma.
−¿Entonces...?
−Pero aunque la efusión debe preceder al acto, hay casos en que el acto produce la efusión, o por lo menos la ayuda. De modo que siempre va usted ganando... Y no me detengo más, amigo mío.
−Pero no se vaya sin que nos pongamos de acuerdo siquiera en las bases...
−Déjeme a mí, que yo me encargo de las bases. Por ahora, no le conviene más conversación. Bastante hemos hablado. A descansar, y a tener calma y confianza en la voluntad de Dios. Esta noche, si usted se encuentra bien, entraré otro ratito. Adiós.
Quedose don Francisco muy caviloso con aquello de dar la capa, y en verdad, no llegaba a comprender qué demonios entendía por capa el beato Gamborena. Y bien pudiera ser que, estimada la prenda en un valor fabuloso, no hubiese manera de arreglarse con él. Deseaba que llegara la noche para conferenciar nuevamente con el clérigo sobre aquel asunto, y fijar por sí mismo las consabidas bases. Por su desgracia, al anochecer fue acometido de violentísimos dolores en el vientre, de arcadas y angustias tales, que el hombre llegó a creer que se moría; y el miedo le duplicaba el mal, y sus temores y sus bascas, formando un conjunto imponente, hicieron creer a toda la familia que llegaba la última hora del señor marqués de San Eloy. Acudió Miquis presuroso, y ordenó inyecciones de morfina y atropina. A eso de las diez amainó la tormenta; pero el enfermo se hallaba destroncado, aturdido, tembloroso de pies y manos, y tan descompuesto de rostro como de espíritu, sin dar pie con bola en nada de lo que decía. Ansiaba tomar alimento, y le horrorizaba lo mismo que apetecía. En vista de la gravedad del mal, la familia obtuvo de Miquis que se quedase allí toda la noche. Rufinita y Cruz resolvieron velar, y Donoso, como el más abonado para ello, se encargó de preparar a su amigo para aquellos actos y disposiciones que, por lo apretado de la situación, no debían prorrogarse más. Antes de dar este paso, hubo de conferenciar con el buen doctor, que prometió abrirle camino en la primera ocasión que se le presentara.
En efecto, llamado a su cabecera por don Francisco, que animarse quería con la presencia del médico eminente, Augusto le dijo:
−Señor Marqués, no hay que amilanarse. Hemos tenido un retroceso. Pero ya echaremos otra vez el carro para adelante.
−No aludirá usted al carro fúnebre...
−¡Oh!, no.
−Porque yo, aunque me siento muy mal esta noche, no creo que... Usted, ¿qué opina? Con franqueza...
−Opino que, sin haber peligro por el momento, podría suceder que tardase usted algunos días en reponerse. El sábado convinimos en aguardar la mejoría para que usted pudiese satisfacer tranquilamente su... su noble deseo de cumplir... vamos, de cumplir con su conciencia, como buen cristiano. Ahora pienso que, en vez de esperar la mejoría..., mejoría segura, pero que tardará quizás dos, tres días..., debemos realizar ese acto, pues... ese acto que, según dice la experiencia, es tan provechoso para el cuerpo como para el alma... Digo, si a usted le parece...
−Ya, ya... −murmuró don Francisco, que se había quedado sin aliento, y sintió un frío mortal que hasta los huesos le penetraba. Por un instante creyó que el techo se le caía encima como una losa, y que la estancia se quedaba en profunda oscuridad... Su inmenso pánico le dejó sin palabra y hasta sin ideas.
− IV −
−Eso quiere decir −balbució a los diez minutos de oír a su médico−, que... vamos, ya me lo barruntaba yo al verle a usted aquí tan tarde. ¿Qué hora es? No, no quiero saberlo. El quedarse aquí el médico toda la noche, señal es de que esto va medianillo. ¿No es eso? ¡Y ahora, con lo que me ha dicho...!
Donoso intervino con toda su diplomacia, corroborando las aseveraciones del doctor.
−Si se le propone a usted, mi querido amigo, que no retrase lo que hace días pensó..., un acto de piedad tan hermoso, tan dulce, tan consolador; si se le propone anticiparlo, digo, es porque en la conciencia de todos está que tantas ventajas proporciona al espíritu como a la materia. Los enfermos, después de cumplir con esos deberes elementales, se animan, se alegran, se entonan y cobran grandes ánimos, con lo cual, la dolencia, en la casi totalidad de los casos, se calma, cede, y en más de una ocasión desaparece por completo. Yo profeso la teoría de que debemos cumplir, cuando estamos bien, o siquiera regular, para no tener que hacerlo atropelladamente, y de mala manera.
−Corriente −dijo don Francisco suspirando fuerte−, y yo también he oído que muchos enfermos graves hallaron mejoría sólo con cumplir el mandamiento, y hasta hubo alguno, desahuciado..., ahora lo recuerdo..., el tahonero de la Cava Baja, que ya estaba medio muerto, y el santo Viático fue para él la resurrección. Por ahí anda tan campante.
−Hay miles de casos, miles.
−Pues será casualidad −indicó el enfermo, sonriendo melancólico−; pero ello es que sólo de hablar de eso parece que estoy un poquitín mejor. Si tuviera sueño, dormiría un rato antes de... Pero no es fácil que yo pueda dormir. Quiero hablar con Cruz. Avisarle.
−Si estoy aquí −dijo la dama, adelantándose desde la penumbra en que se escondía−. Hablemos todo lo que usted quiera.
Retirándose los demás, y Cruz, sentada junto al lecho, se dispuso a oír lo que su ilustre cuñado tenía que decirle. Mas como pasase un rato y otro sin formular concepto alguno, ni dar más señal de conocimiento que algún suspiro que a duras penas echaba de su angustiado pecho, levantose la dama para mirarle de cerca el rostro, y poniendo su mano sobre la de él, le dijo cariñosamente:
−Ánimo, don Francisco. No pensar más que en Dios, créame a mí. Cualquiera que sea el resultado de esta crisis, dé usted por concluido todo lo que pertenece a este mundo miserable. ¿Que mejora usted? Sea para bien de Dios, y para rendirle homenaje en los últimos días.
−Ya pienso, ya pienso en Él −replicó don Francisco, articulando las palabras con dificultad−. Y usted, Crucita, que tiene tanto talento, ¿cree que el Señor hará caso de mí?
−¡Dudar de la misericordia divina! ¡Qué aberración! Un arrepentimiento sincero borra todas las culpas. La humillación es el antídoto de la soberbia; la abnegación, la generosidad lo son del egoísmo. Pensar en Dios, pedirle la gracia..., y la gracia vendrá. La conciencia se ilumina, el alma se transforma, se abrasa en un amor ardiente, y con el deseo ardiente de ser perdonado basta...
−Ha dicho usted abnegación, generosidad −murmuró Torquemada, con voz que apenas se oía−. Sepa que el padre Gamborena me pedía la capa... ¿Sabe usted lo que es la capa? Pues se la he dado... Estoy aquí esperando a que formule las bases... Luego hablaré con Donoso sobre las disposiciones testamentarias, y dejaré... ¿Usted qué opina? ¿Debo dejar mucho para los pobres? ¿En qué forma, en qué condiciones? No olvide usted, que a veces, todo lo que se les da va a parar a las tabernas, y si se les da ropa, va a parar a las casas de empeño.
−No empequeñezca usted la cuestión. ¿Quiere saber lo que pienso?
−Sí, lo quiero, y pronto.
−Ya sabe usted que yo todo lo pienso en grande, muy en grande.
−En grande, sí.
−Ha reunido usted un capital enorme; con su ingenio, ha sabido traer a su casa dinerales cuantiosos... que en su mayoría debieron quedarse en otras partes; pero los ha traído no sé cómo, forzando un poco la máquina sin duda. Caudal tan inmenso no debe ser de una sola persona: así lo pienso, así lo creo, y así lo digo. Desde la muerte de mi hermana, han variado mis ideas sobre este particular; he meditado mucho en las cosas de este mundo, en los caminos para encontrar la salud eterna en el otro, y he visto claro lo que antes no veía...
−¿Qué...?, ya.
−Que la posesión de riquezas exorbitantes es contra la ley divina, y contra la equidad humana, malísima carga para nuestro espíritu; pésima levadura para nuestro cuerpo.
−¿Entonces, usted...?
−¿Yo? Hoy consagro a socorrer miserias todo lo que me sobra después de atendidas mis necesidades. Pienso reducirlas a los límites de la mayor modestia, en lo que me quede de vida, y cuando esto haga, destinaré mayor cantidad a fines piadosos. En mi testamento dejo todo a los pobres.
−¡Todo!
La estupefacción de don Francisco se manifestaba repitiendo la palabra todo con intervalos de una precisión lúgubre, como los que median entre los dobles de campanas tocando a funeral.
−¡Todo!
−Sí señor. Ya sabe usted que en mis ideas, en mi manera personal de ver las cosas, no caben partijas, ni mezquindades, ni términos medios. He dado todo a la sociedad, cuando no tenía yo más mira que el decoro de la familia, de su nombre de usted y del mío. Ahora, que las grandezas adquiridas se vuelven humo, lo doy todo a Dios.
−¡Todo!
−Lo devuelvo a su legítimo dueño.
−¡Todo!
−Ya hemos hablado de mí más de lo que yo merezco. Hablemos ahora de usted, que es lo más importante por ahora. Me pide mi opinión, y yo se la doy como se la he dado siempre, con absoluta franqueza, si me lo permite, con la autoridad un tanto arrogante, que usted llamaba despotismo, y que era tan sólo el convencimiento de poseer la verdad
en todo lo concerniente a los intereses de la familia. Antes miré por su dignidad, por su elevación, por ponerle en condiciones de acrecentar su fortuna. Ahora, en estos días de desengaño y tristeza, miro por la salvación de su alma. Antes, me empeñé en guiarle a las alturas sociales, sirviéndole de lazarillo; ahora, todo mi afán es conducirle a la mansión de los justos...
−Diga pronto... ¿Qué debo yo hacer?... ¡Todo!
−Creo en conciencia −dijo Cruz con ceremoniosa voz, acercándose más, y recibiendo de lleno en sus ojos la mirada mortecina de los ojos del tacaño−, creo en conciencia que, después de reservar a sus hijos los dos tercios que marca el código, dando partes iguales a cada uno, debe usted entregar el resto, o sea el tercio disponible..., íntegramente... a la Iglesia.
−A la Iglesia −repitió don Francisco, sin hacer el menor movimiento−. Para que cuide de repartirlo... ¡Todo!..., ¡a la Iglesia...!
Alzando los dos brazos con cierta solemnidad sacerdotal, los dejó caer pesadamente sobre las sábanas.
−¡Todo!..., a la Iglesia... el tercio disponible... ¿Y de este modo, me aseguran que...?.
Sin parar mientes en lo que expresaba el último concepto, Cruz siguió desarrollando su idea en esta forma:
−Piénselo bien, y verá que en cierto modo es una restitución. Esos cuantiosísimos bienes, de la Iglesia han sido, y usted no hace más que devolverlos a su dueño. ¿No entiende? Oiga una palabrita. La llamada desamortización, que debiera llamarse despojo, arrancó su propiedad a la Iglesia, para entregarla a los particulares, a la burguesía, por medio de ventas que no eran sino verdaderos regalos. De esa riqueza distribuida en el estado llano, ha nacido todo este mundo de los negocios, de las contratas, de las obras públicas, mundo en el cual ha traficado usted, absorbiendo dinerales, que unas veces estaban en estas manos, otras en aquellas, y que al fin han venido a parar, en gran parte, a las de usted. La corriente varía muy a menudo de dirección; pero la riqueza que lleva y trae siempre es la misma, la que se quitó a la Iglesia. ¡Feliz aquel que, poseyéndola temporalmente por los caprichos de la fortuna, tiene virtud para devolverla a su legítimo dueño!... Conque ya sabe lo que opino. Sobre la forma de hacer la devolución, Donoso le informará mejor que yo. Hay mil maneras de ordenarlo y distribuirlo entre los distintos institutos religiosos... ¿Qué contesta?
Hizo Cruz esta pregunta, porque don Francisco había enmudecido. Pero el temor de que hubiera perdido el conocimiento era infundado; que bien claras oyó el enfermo las opiniones de su hermana política. Sólo que su espíritu se recogió de tal modo en sí, que no tenía fuerza para echar al exterior ninguna manifestación. Había cerrado los ojos; su semblante imitaba la muerte. Mirando para su interior, se decía: «Ya no hay duda; me muero. Cuando esta sale por ese registro, no hay esperanza. ¡Todo a la Iglesia!... Bueno, Señor, me conformo, con tal que me salve. Lo que es ahora, o me salvo, o no hay justicia en el cielo, como no la hay en la tierra.
−¿Qué contesta? −repitió Cruz−. ¿Se ha dormido?
−No, hija, no duermo −dijo el pobre señor con voz tan desmayada que parecía salir de lo profundo, y sin abrir los ojos−. Es que medito, es que pido a Dios que me lleve a su seno, y me perdone mis pecados. El Señor es muy bueno, ¿verdad?
−¡Tan bueno, que...!
La emoción que la noble dama sentía ahogó su voz. Abrió al fin Torquemada sus ojuelos, y ella y él se contemplaron mudos un instante, confirmando en aquel cambio de miradas su respectivo convencimiento acerca de la bondad infinita.
− V −
Diéronle champagne helado, consommé helado, único alimento posible, y pasó tranquilo como una hora, hablando a ratos con voz cavernosa y empañada. Llamando a su lado a Gamborena, le dijo en secreto:
−¡La capa!... Todo..., todo lo disponible... para usted, señor San Pedro de mi alma. Ya Donoso tiene instrucciones...
−Para mí no. No quiero dejar de hacer una aclaración. Cruz aconsejó a usted, por sí y ante sí, lo que acaba de decirme el señor Donoso. Yo nada tengo que ver en eso. Predico la moral salvadora, amonesto a las almas, les indico el camino de la salud; pero no intervengo en el reparto de los bienes materiales. Al pedir a usted la capa, le signifiqué que no olvidara en sus disposiciones a los menesterosos, a los hambrientos, a los desnudos. Nunca pensé que mi petición se interpretara como un propósito, como un deseo de que la capa, o el valor de la capa, viniese a mis manos, para rasgarla y distribuir sus pedazos. Estas manos no tocaron jamás dinero de nadie, ni han recibido de ningún moribundo manda, ni legado. Delo usted a quien quiera. Otra cosa diré, que ya he manifestado al señor Donoso. Mi congregación no admite donativos testamentarios, ni cosa alguna en concepto de herencia; mi congregación vive de la limosna, y tiene fijadas, para poder percibirla, cifras mínimas que en ningún caso pueden alterarse.
−¿Según eso −dijo don Francisco, recobrando por un instante la viveza de su espíritu−, usted no quiere...? Pues ya lo acordé... Todo a la Iglesia, y usted, mi señor San Pedro, será quien...
−Yo no. Otros hay más abonados que yo para esa comisión. Ni yo ni mis hermanos podemos recibir encargos de esa especie. Alabo su resolución, la creo utilísima para su alma; pero allá otros recibirán la ofrenda, y sabrán aplicarla al bien de la cristiandad.
−¿De modo que... no quiere?... Pues yo accedí, pensando en usted, en su congregación, que es toda de santos... ¿Qué dice Donoso? ¿Qué dice Cruz?... Pero usted no me abandonará. Usted me dirá que me salvo.
−Se lo diré cuando sepa que puedo decírselo.
−¿Pues a cuándo espera, santo varón? −replicó Torquemada con impaciencia, revolviéndose entre las sábanas−. Ahora, ahora, después del sacrificio que acabo de hacer..., ¡todo, Señor, todo!..., ahora, ¿no merezco yo que se me diga, que se me asegure...?
−¿Ha tomado usted esa resolución con miras de caridad, con ardiente amor del prójimo y ansia verdadera de aliviar las miserias de sus semejantes?
−Sí señor...
−¿Lo ha hecho con el alma puesta en Dios, y creyéndose indigno de que se le perdonen sus culpas?
−Claro que sí.
−Mire, señor Marqués, que a mí puede engañarme, a Dios no, porque todo lo ve. ¿Está usted bien seguro de lo que dice?, ¿habla con la conciencia?
−Soy muy verídico en mis tratos.
−Esto no es un trato.
−Bueno, pues lo que sea. Yo me he propuesto salvarme. Naturalmente, creo todo lo que manda Dios que se crea. ¡Pues estaría bueno que viéndome tan cerca del fin, saliéramos ahora con que no creo tal o cual punto...! Fuera dudas, para que se vayan también fuera los temores. Yo tengo fe, yo deseo salvarme, y me parece que lo demuestro dando el tercio disponible a la santa Iglesia. Ella lo administrará bien: hay en las distintas religiones hombres muy celosos y muy buenos administradores... ¡Oh, mi
dinero estará en muy buenas manos! ¡Cuánto mejor que en las de un heredero pródigo y mala cabeza, que lo gaste en porquerías y estupideces! Ya veo que se harán capillas y catedrales, hospitales magníficos, y que la posteridad no dirá: «¡Ah, el tacaño!..., ¡ah, el avariento!..., ¡ah, el judío!...», sino que dirá: «¡Oh, el magnífico!..., ¡oh, el generoso prócer!..., ¡oh, el sostenedor del cristianismo!...». Mejor está el tercio disponible en manos eclesiásticas, que en manos seglares, de gente rumbosa y desarreglada. No apurarse, señor San Pedro; nombraré una junta de personas idóneas, presidida por el señor obispo de Andrinópolis. Y en tanto, cuento con usted: no me abandone, ni me ponga peros para la entrada en el reino celestial.
−No hay tales peros −díjole Gamborena con exquisita bondad y dulzura−. Tenga usted juicio, y entréguese a mí con entera confianza. Lo que digo es que su resolución, mi señor don Francisco, con ser buena, bonísima..., no basta, no basta. Se necesita algo más.
−¡Pero, Señor, más todavía!
−No vaya a creer que regateo la cantidad. Aunque ese tercio disponible fuera una cifra de millones tan alta como la que representan todas las arenas del mar, no bastaría si el acto no significara, al propio tiempo, un movimiento espontáneo del corazón, si no lo acompañase la ofrenda de la conciencia purificada. Esto es muy claro.
−Sí, muy claro... Abundo en esas ideas.
−Porque, amigo mío −añadió el sacerdote con mucha gracia, incorporándose para verle de cerca el rostro−, no me atrevo a sospechar que usted piense en conseguir su entrada en el Cielo sobornándome a mí, al guardián de la puerta. Si tal creyese mi señor marqués de San Eloy, no sería el primero. Muchos creen que dando una propinilla al Santo... Pero no, usted no es de esos, usted ha vuelto ya los ojos a Dios, apartándolos para siempre de la vileza de los bienes temporales y caducos; usted tiene ya la divina luz en su conciencia, lo veo, lo conozco; esta noche, en un ratito de descanso, hemos de quedar muy amigos, muy conformes en todo, usted muy consolado, con el alma serena, libre, llena de confianza y amor, yo satisfecho, y más contento que unas pascuas.
Torquemada había cerrado los ojos, mirando para dentro de sí, y no contestaba más que con ligeros movimientos de cabeza a las sentidas amonestaciones de su amigo y padre espiritual. Aprovechó este la buena ocasión que la relativa tranquilidad del enfermo le ofrecía, y exhortándole con su palabra persuasiva y cariñosa, hecha a la domesticación de las fieras humanas más rebeldes que cabe imaginar, a la media hora le había puesto tan blando que nadie le conocía, ni él mismo se conociera, si pudiera verse desde su ser antiguo.
Descansó después algunas horas, y a la madrugada volvió el padrito a cogerle por su cuenta, temeroso de que se le fuera de entre las manos. Pero no: bien asegurado estaba, humilde y con timidez mimosa de niño enfermo, descompuesto el carácter, del cual sólo quedaban escorias, destruida su salvaje independencia. La certidumbre de su próximo fin le transformaba sin duda, obraba en su espíritu como la enfermedad en su organismo, devorándolo, con efectos semejantes a los del fuego, y reduciéndolo a cenizas. Su voz quejumbrosa despertaba en cuantos le oían una emoción profunda. El genio quisquilloso y las expresiones groseras y disonantes, ya no atormentaban a la familia y servidumbre. Todo era concordia, lástima, perdón, cariño. Tal beneficio había hecho la muerte, con sólo llamar a la puerta del pecador. Agobiado este por el mal, que de hora en hora le iba consumiendo, apenas tenía fuerzas para articular palabras breves, de ternura para su hija y para Cruz, de bondad paternal para las demás personas que le rodeaban. No se movía; su cara terrosa hundíase en las almohadas, y en la cara los ojos, con los cuales hablaba más que con la lengua. Creyérase que con ellos imploraba el perdón de su egoísmo. Y con ellos parecía decir también: «Os lo entrego todo, mi alma
y mis riquezas, mi conciencia y mi carácter, para que hagáis de ello lo que queráis. Ya no soy nada, ya no valgo nada. Heme vuelto polvo, y como polvo os pido que sopléis en mí para lanzarme al viento y difundirme por los espacios».
Lleváronle el Señor ya muy avanzada la mañana, sin pompa, con asistencia tan sólo de las personas de mayor intimidad. Más hermosa que nunca pareció aquel día la mansión ducal, sirviendo de marco espléndido a la patética ceremonia, y al concurso grave que desfiló por el vestíbulo y galerías espaciosas, pobladas de representaciones de la humana belleza. La servidumbre, muy mermada desde el modus vivendi, asistió de rigurosa etiqueta. La capilla, que con tanta cera encendida era un ascua de oro, se llenó de monjitas blancas y azules, de señoras con mantilla negra. En la alcoba del enfermo púsose un altar, con el tríptico de Juan Eyck, que había presidido la capilla ardiente de Fidela. La entrada del Viático produjo en todo cuanto contenía la cavidad de aquella morada de príncipes, en todo absolutamente, lo vivo y lo figurado, personas y cosas, arte y humanidad, una emoción profunda. Al penetrar la Majestad Divina en la alcoba, la emoción total fue más intensa, realzada por el silencio que dentro y fuera envolvía el solemne acto. La voz del sacerdote sonó con placidez amorosa en medio de aquella paz. Las llamas movibles de los hachones teñían de un amarillo de oro viejo la escena y sus figuras. Al recibir a Dios, don Francisco Torquemada, marqués de San Eloy, parecía otro. No era el mismo de antes, ni tampoco el mismo de la noche anterior, con la cara terrosa y los ojos apagados. Fuese por el reflejo de las luces o por alguna causa interna, ello es que la piel de su rostro recobró los colores de la vida, y su mirada la viveza de sus mejores tiempos. Expresaba un respeto hondo, una cortedad de genio que rayaba en pueril timidez, una compunción indefinible, que lo mismo podía significar todas las ternezas del alma que todos los terrores del instinto.
Terminado el acto, prodújose el ruido de la salida, las pisadas, los rezos, el tilín de la campana: la procesión descendió la escalera, y recorriendo de nuevo la gran galería, salió a la calle, volviendo todas las cosas del palacio a su ser natural. En la capilla se aglomeró mucha gente; unos entraron ávidos de oración, otros de admirar las preciosidades artísticas que adornaban el altar. Y el enfermo, en tanto, después de hablar poco y bueno con Gamborena, Cruz y Donoso, en lenguaje afectuoso, cándido, sencillo, congratulándose de todo corazón de lo que había hecho, y recibiendo con alegría los parabienes, sintió viva necesidad de descanso, como si el acto religioso determinara en su fatigado organismo una sedación intensísima. Cerrando los párpados, durmió tan sosegada y profundamente, que al pronto le creyeron muerto. Pero no: dormía como un bendito.
− VI −
La familia y amigos vieron con regocijo aquel descanso del pobre enfermo, aunque tenían por inevitable el término funesto del mal. En la estancia próxima a la alcoba, hallábanse todos, esperando a ver en qué pararía sueño tan largo, y si Donoso y Cruz manifestaron cierto recelo, no tardó en tranquilizarles Augusto Miquis diciéndoles que aquel dormir era de los que traen el descanso y la reparación del organismo, fenómeno lisonjero en el proceso de la enfermedad, sin que por ello disminuyera el peligro inminente e irremediable. Convenía, pues, no turbar aquel sueño, precursor de un alivio seguro, aunque de corta duración. Esperaron, no sin cierta desconfianza de lo que el doctor les dijo, y por fin, ya muy avanzada la tarde, oyendo que don Francisco daba una
gran voz, acudieron presurosos allá, y le vieron desperezándose y bostezando. Estiró los brazos todo lo que pudo, y luego, con semblante risueño, les dijo:
−Estoy mejor... Pero muy mejor... Probad a darme algo de comer, que..., maldita sea mi suerte si no tengo un poquitín de hambre.
Oyose en torno al lecho un coro de plácemes y alabanzas, y pronto le trajeron un consommé riquísimo, del cual tomó algunas cucharadas, y encima un trago de Jerez.
−Pues miren, mucho tiempo hace que no paso el alimento con tan buena disposición. Tengo lo que se llama apetito. Y me parece que esta sustancia me caerá bien...
−¿Qué tiene usted que decir ahora? −le preguntó Cruz gozosa y triunfante−. ¿Es o no cosa probada que el cumplir nuestros deberes de cristianos católicos nos trae siempre bienes, sin contar los del alma?
−Sí, tiene usted razón −replicó don Francisco, sintiendo que se le comunicaba el júbilo de su familia y amigo−. Yo también lo creía... y por eso me apresuré a recibir al Señor. ¡Bendito sea el Ser Supremo que me ha dado esta mejoría, esta resurrección, por decirlo así, pues si esto no es resucitar, que venga Dios y lo vea! Y yo había oído contar casos verdaderamente milagrosos... enfermos desahuciados que sólo con la visita de Su Divina Majestad volvieron a la vida y a la salud. Casos hay, y bien podría suceder que yo fuera uno de los más sonados.
−Pero por lo mismo que tenemos mejoría −díjole Donoso, que no quería verle tan parlanchín−, conviene guardar quietud, y no hablar demasiado.
−¿Ya sale usted, amigo Donoso, con sus parsimonias y sus camaldulerías? Pues, si me apuran, soy capaz de... ¿Qué apuestan a que me levanto y voy a mi despacho, y...?
−Eso de ninguna manera.
−¡Jesús, qué desatino!
Y las manos de todos se extendieron sobre él como para sujetarle, por si realmente intentaba llevar a cabo su insana idea.
−No, no asustarse −dijo el enfermo afectando docilidad−. Ya saben que no obro nunca con precipitación. En la camita estaré hasta que acabe de reponerme. Y crean, como yo creo en Dios y le reverencio, que me siento mejor, muy mejor, y que estoy en vías de curación.
−Opino, mi señor don Francisco −le dijo Gamborena muy cariñoso−, que la mejor manera de expresar su gratitud al Dios Omnipotente, que hoy se ha dignado visitarle y ser con usted en cuerpo y sangre, consiste en la conformidad con lo que Él determine, cualquiera que su fallo sea.
−Tiene razón, mi buen amigo y maestro −replicó Torquemada, llamándole a sus brazos−. A usted, a usted le debo la salud, digo, este alivio. Yo me avengo a todo lo que el Señor quiera disponer respecto a mí. Si quiere matarme, que me mate; no me opongo. Si quiere sanarme, mejor, mucho mejor. Tampoco debo hacer ascos a la vida, si el bendito Señor quiere dármela por muchos años más... ¡Oh, padrito, qué bueno es estar bien con Dios, decirle todos los pecados, reconocer uno los puntos negros de su carácter, acordarse de que nunca ha sido uno blando de corazón, y en fin, llenarse de buena voluntad y de amor divino! Por que, sin ir más lejos, Dios hizo el mundo, después padeció por nosotros..., esto es obvio. Luego debemos amarle, y hacer, y sentir, y pensar todo lo que nos diga el bueno del padrito. Conforme, conforme; deme usted otro abrazo, señor Gamborena, y tú, Rufinita, abrázame también, y abrácenme Cruz y Donoso. Bien, ya estoy contento, porque me reconozco buen cristiano, y juntos damos gracias al Todopoderoso por haberme curado, digo, aliviado... Sea lo que Él quiera, y cúmplase su voluntad.
−Bien, bien.
−¡Qué bueno es el Señor! Y yo qué malo hasta ahora por no haberlo declarado y reconocido a priori. Pero no viene tarde quien a casa llega, ¿verdad?
−Verdad.
−¡Que viva Jesucristo y su Santa Madre! ¡Y yo, miserable de mí, que desconfiaba de la infinita misericordia! Pues ahora no desconfío; que bien clara la veo. Y no me vuelvo atrás, ¡cuidado!, de nada de lo que concedí y determiné. El Señor me ha iluminado, y ahora he de seguir una línea de conducta diametralmente opuesta...
A ninguno de los presentes le pareció bien que hablase tanto; ni les gustaba verle tan avispado. Diéronle otro poco de caldo y de vino, que le cayó tan bien como la dosis que había tomado anteriormente, y previo acuerdo de la familia, dejáronle solo con Donoso, que aprovechar quiso la mejoría para hablarle de las disposiciones testamentarias, y acordar los últimos detalles, a fin de que todo quedase hecho aquel mismo día. Hablaron sosegadamente, y Torquemada confirmó sus resoluciones respecto a la manera de distribuir sus cuantiosas riquezas. El buen amigo le propuso algunos extremos, que el otro aceptó sin vacilar. Como era hombre que nunca dejaba de poner reparos a lo que no había discurrido él mismo, Donoso veía con recelo tanta mansedumbre.
−Todo, todo lo que usted quiera −le dijo Torquemada−. Hágase el testamento, concebido en los términos que usted crea oportunos... En todo caso, las disposiciones testamentarias pueden modificarse el día de mañana, o cuando a uno le acomode.
Donoso se calló, y siguió tomando nota.
−No quiere decir que yo piense modificarlas −añadió don Francisco, que por el desahogo con que hablaba parecía completamente restablecido−. Soy hombre de palabra; y cuando digo ¡hecho!, la operación queda cerrada. No, no quiero en manera alguna romper mis buenas relaciones con el señor Dios, que tan bien se ha portado conmigo... ¡No faltaba más! Soy quien soy, y Francisco Torquemada no se vuelve atrás de lo dicho. El tercio enterito para la santa Iglesia, repartido entre los distintos institutos religiosos que se dedican a la enseñanza y a la caridad... Se entiende que eso será después de mi fallecimiento... Claro.
Trataron de otros extremos que al nombramiento de albaceas se contraía, y Donoso, con todos los datos bien seguros, le incitó a la quietud, al silencio, y casi estuvo por decir a la oración mental; pero no lo dijo.
−Conforme, mi querido don José María −replicó el enfermo−; pero al sentirme bien, no puede desmentirse en mí el hombre de actividad. Confiéseme usted que yo tengo siete vidas como los gatos. Vamos, que de esta escapo. No, si estoy muy agradecido a Su Divina Majestad, pues la salud que recobraré, ¿a quién se la debo? Verdad que yo puse de mi parte cuanto se me exigió, y estoy muy contento, pero muy contento de ser buen cristiano.
−Digo lo que Gamborena: que hay que conformarse con la voluntad de Dios, y aceptar de Él lo que quiera mandarnos, la vida o la muerte.
−Justamente, lo que yo digo y sostengo también, de motu propio; y la voluntad de Dios es ahora que yo viva. Lo siento en mi alma, en mi corazón, en toda mi economía, que me dice: «vivirás para que puedas realizar tu magno proyecto».
−¿Qué proyecto?
−Pues al abrir los ojos después de aquel sueño reparador, me sentí con las energías de siempre en el pensamiento y en la voluntad. Desde que volví a la vida, mi querido don José, se me llenó la cabeza de las ideas que hace tiempo vengo acariciando, y hace poco, mientras abrazaba a toda la familia, pensaba en las combinaciones que han de hacer factible el negocio.
−¿Qué negocio?
−¡Hágase usted el tonto! ¿Pues no lo sabe? El proyecto que presentaré al Gobierno para convertir el Exterior en Interior... Con ello se salda la deuda flotante del Tesoro, y se llegará a la unificación de la deuda del Estado, bajo la base de Renta única perpetua Interior, rebajando el interés a tres por ciento. Ya sabe usted que en la conversión se incluyen los Billetes Hipotecarios de Cuba.
−¡Oh!..., sí, gran proyecto −dijo Donoso alarmado de la excitación cerebral de su amigo−; pero tiempo hay de pensarlo. Para eso el Gobierno tiene que pedir autorización a las Cortes.
−Se pedirá, hombre, se pedirá, y las Cortes la concederán. No se apure usted.
−Yo no me apuro; digo que no debemos, por el momento, pensar en esas cosas.
−Pero venga usted acá. Al sentirme aliviado y en vías de curación, veo yo la voluntad de Dios tan clara, que más no puede ser. Y el Señor, dígase lo que se quiera, me devuelve la vida, a fin de que yo realice un proyecto tan beneficioso para la humanidad, o, sin ir tan lejos, para nuestra querida España, nación a quien Dios tiene mucho cariño. Vamos a ver: ¿no es España la nación católica por excelencia?
−Sí, señor.
−¿No es justo y natural que Dios, o sea la Divina Providencia, quiera hacerle un gran favor?
−Seguramente.
−Pues ahí lo tiene usted; ahí tiene por qué el Sumo Hacedor no quiere que yo me muera.
−¿Pero usted cree que Dios se va a ocupar ahora de si se hace o no se hace la conversión del Exterior en Interior?
−Dios todo lo mueve, todo lo dirige, lo mismo lo pequeño que lo grande. Lo ha dicho Gamborena. Dios da el mal y el bien, según convenga, a los individuos y a las naciones. A los pájaros les da el granito o la pajita de que se alimentan, y a las colectividades..., o un palo cuando lo merecen, verbigracia, el Diluvio Universal, las pestes y calamidades, o un beneficio, para que vivan y medren. ¿Le parece a usted que Dios puede ver con indiferencia los males de esta pobre nación, y que tengamos los cambios a veintitrés? ¡Pobrecito comercio, pobrecita industria, y pobrecitas clases trabajadoras!
−Sí, muy bien, muy bien. Me gusta esa lógica −díjole Donoso, creyendo que era peor contrariarle−. No hay duda de que el Autor de todos las cosas desea favorecer a la católica España, y para esto, ¿qué medio mejor que arreglarle su Hacienda?
−Justo... −agregó Torquemada con énfasis−. No sé por qué razón no ha de mirar Su Divina Majestad las cosas financieras, como mira un buen padre los trabajos diferentes a que se dedican sus hijos. Es muy raro esto, señores beatos: que en cuanto se habla de dinero, del santo dinero, habéis de poner la cara muy compungida. ¡Biblias! O el Señor tira de la cuerda para todos, o para ninguno. Ahí tiene usted a los militares, cuyo oficio es matar gente, y nos hablan del Dios de las Batallas. Pues ¿por qué, ¡por vida de los ñales!, no hemos de tener también el Dios de las Haciendas, el Dios de los Presupuestos, de los Negocios o del Tanto más Cuanto?
− VII −
−Por mí −replicó Donoso−, que haya ese Dios, y cuantos a usted le acomoden. De la conversión hablaremos despacio, y ahora, calma, calma, hasta recobrar la salud por entero. Hablar poquito, y no discurrir más que lo absolutamente necesario... Y yo me
voy a casa del notario a llevar estos apuntes. Todo podrá quedar concluido esta noche, y lo leeremos y firmaremos cuando usted disponga.
−Bien, mi querido amigo. Todo se hará según lo resolvimos ayer..., o anteayer: ya no me acuerdo. Ya se sabe: mi palabra es sagrada, sacratísima, como quien dice...
Fuese Donoso, no sin advertir a la familia la hiperemia cerebral que don Francisco revelaba; para que procurasen todos no dar pábulo a un síntoma tan peligroso. Así lo prometieron; mas cuando pasaron a la cabecera del enfermo, halláronle calmado. No les habló de negocios, sino de su conformidad con la voluntad del Señor. En verdad que el hombre estaba edificante. Sus ojuelos resplandecían febriles, y sus manos acompañaban con gesto expresivo la palabra. Hablole Cruz de cosas místicas, de la infinita misericordia de Dios, de lo preciosa que es la eternidad, y él contestaba con breves frases, mostrándose en todo conforme con su ilustre hermana, y añadiendo que Dios castiga o premia a los individuos y a las nacionalidades, según los merecimientos de cada cual.
−Naturalmente, a la nación que profesa la verdad, y es buena católica, la protege y hasta la mima. Esto es obvio.
Continuó toda la prima noche en relativa tranquilidad, y a eso de las nueve y media llegaron los testigos para el testamento, cuya lectura y firma no quiso diferir Donoso, pues si era muy probable que don Francisco continuase en buena disposición al siguiente día, también podría suceder lo contrario, y que su cabeza no rigiese. La misma opinión sostuvo Gamborena: cuanto más pronto se quitase de en medio aquel trámite del testamento, mejor. Reunidos en el salón los testigos, mientras aguardaban al notario, Donoso les dio una idea, a grandes rasgos, de la estructura y contenido de aquel documento. Empezaba el testador con la declaración solemne de sus creencias religiosas, y con su acatamiento a la santa Iglesia. Ordenaba que fuesen modestísimas sus honras fúnebres, y que se le diese sepultura junto a su segunda esposa la excelentísima..., etc... Dejaba a sus hijos, Rufina y Valentín, los dos tercios de su fortuna, designando para cada uno partes iguales, o sea el tercio justo. Esta igualdad entre la legítima de los dos hijos, el de la primera y la segunda esposa, fue idea de Cruz, que todos alabaron, como una prueba más de la grandeza de alma de la ilustre señora. Si se hacía la liquidación de gananciales, la parte de Valentín habría de ser mayor que la de Rufinita. Más sencillo y más generoso era partir por igual, fijando bien los términos de la disposición para evitar cuestiones ulteriores entre los herederos. En otra cláusula era nombrado el señor Donoso tutor de Valentín, y se tomaban las precauciones oportunas para que la voluntad del testador fuera puntualmente cumplida.
Y, por fin, el tercio del capital se destinaba íntegro a obras de piedad, nombrándose una junta que con los señores testamentarios procediese a distribuirlo entre los institutos religiosos que el testador designaba. Enterados de las bases, disertaron luego los señores testigos sobre la cuantía del caudal que se dejaba por acá el señor don Francisco al partir para el otro mundo. Las opiniones eran diversas: quién se dejaba correr a cifras más que fabulosas; quién opinaba que más era el ruido que las nueces. El buen amigo de la casa, orgulloso de poder dar en aquel asunto los informes más cercanos a la verdad, afirmó que el capital del señor marqués viudo de San Eloy no bajaría de treinta millones de pesetas, oído lo cual por los otros, abrieron un palmo de boca, y cuando el estupor les permitió hablar, ensalzaron la constancia, la astucia y la suerte, fundamentos de aquel desmedido montón de oro.
Llegado el notario, procediose a la lectura, durante la cual mostró el testador serenidad, sin hacer observación alguna, como no fuera un par de frasecillas alusivas a la desmesurada longitud del documento. Pero todo tiene su término en este mundo: la última palabra del testamento fue leída, y firmaron todos, Torquemada con mano un
tanto trémula. Donoso no ocultaba su satisfacción por ver felizmente realizado un acto de tantísima trascendencia. El enfermo fue congratulado por su mejoría, que él corroboró de palabra, atribuyéndola a la infinita misericordia de Dios, y a sus inescrutables designios, y le dejaron descansar, que bien se lo merecía después de tan larga y no muy amena lectura.
Tras el notario, el médico, que incitó a don Francisco al reposo, prohibiéndole toda cavilación, y asegurándole que cuanto menos pensara en negocios más pronto se curaría. Dispuso algunas cosillas para el caso, no improbable, de que se presentasen fenómenos de extremada gravedad, y se fue, indicando a la familia su propósito de volver a cualquier hora que se le llamase, y añadiendo su escasa confianza en aquel alivio engañoso y traicionero. Con tales augurios, quedáronse a velar Rufinita, Cruz y el sacerdote. Muy sosegado en apariencia seguía Torquemada; pero sin sueño, y con ganas de que le acompañaran y le dieran conversación. Repetía las seguridades de su restablecimiento próximo, y satisfecho de haber hecho las paces con Dios y con los hombres, fundaba en aquella cordialidad de relaciones mil proyectos risueños.
−Ahora que marchamos de acuerdo, hemos de hacer algo que sea muy sonado.
Poco le duraron estas bonitas esperanzas, porque a la madrugada, después de un letargo brevísimo, se sintió mal. Viva inquietud, picazones en la epidermis tuviéronle largo rato dando vueltas en la cama y tomando las más extrañas posturas. Maldecía y renegaba, olvidado de su flamante cristianismo, culpando a la familia, al ayuda de cámara, que le había echado pica-pica en las sábanas, para impedirle dormir. De improviso presentáronse vivos dolores en el vientre, que le hicieron prorrumpir en gritos descompasados, y encorvarse, y retorcerse, cerrando los puños y desgarrando las sábanas.
−Pues esto −decía, con espumarajos de ira−, no es más que debilidad... El estómago que se subleva contra el no comer... ¡Maldito médico!, me está matando. ¡Y yo que, ahora mismo, me comería medio cabrito!...
Aplicole Quevedo algunas inyecciones, y diéronle caldo helado. Pero no había concluido de tragarlo, cuando las horribles arcadas y mortales angustias demostraron la incapacidad de aquel infeliz estómago para recibir alimento.
−¿Pero qué demonios me habéis dado aquí? −decía en medio de sus ansias−. Esto sabe a infierno... Se empeñan en matarme, y han de salirse con ella, por no tener yo a nadie que mire por mí. ¡Señor, Señor, confúndeles, confunde a nuestros enemigos!
Desde aquel momento cesó en él toda tranquilidad de cuerpo y de espíritu, sus ojos se desencajaron, su boca no supo pronunciar una palabra cariñosa.
−¡Vaya, que este retroceso de ñales...! Aquí hay engaño... No, pues lo que es yo no me entrego... Que llamen a Miquis... ¡Menuda cuenta me va a poner ese danzante! Pero como no me cure, ya verá él... Ahí es nada lo del ojo... ¡Qué dirá la nación, qué la humanidad, qué el mismísimo Ser Supremo!... Vaya, que no le pago, si no me cura... Eh, Cruz, ya lo sabe usted. Si por casualidad me muero, la cuenta del médico no hay que abonarla... Que coja un trabuco y se vaya a Sierra Morena... ¡Oh, Dios mío, qué malo me he puesto!... Heme aquí con ganas de comer, y sin poder meter en mi cuerpo ni un buche de agua, por que lo mismo es tragarlo, que toda la economía se me subleva, y se arma dentro de mí la de Dios es Cristo.
Sentado en la cama, ya elevaba los brazos, echando la cabeza para atrás, ya se encorvaba, quedándose como un ovillo, la cara entre las manos, los codos tocando a las rodillas. Gamborena se acercó para recomendarle la paciencia y la conformidad. Encarose con él don Francisco y le habló así:
−¿Y qué me dice usted de esto, señor fraile, señor ministro del altar o de la biblia en pasta?..., ¿qué me cuenta usted ahora? Pues nos hemos lucido usted y yo... ¡Tan bien
como iba! Y de repente, Cristo me valga, de repente me da este achuchón, que... cualquiera diría que me ronda la muerte. Esto es un engaño, una verdadera estafa, sí señor..., no me callo, no... Me da la gana de decirlo: yo soy muy claro... ¡Ay, ay! El alma se me quiere arrancar..., ¡bribona!..., ya sé yo lo que tú quieres, largarte volando, y dejarme aquí hecho un montón de basura. Pues te fastidias, que no te suelto... ¡No faltaba más sino que usted, señora alma, voluntariosa, hi de tal, pendanga, se fuera de picos pardos por esos mundos!... No, no..., fastidiarse. Yo mando en mi santísimo yo, y todas esas arrogancias de usted, me las paso yo por las narices, so tía... ¿Qué dice usted, señor Gamborena, mi particular amigo?... ¿Por qué me pone esa cara? ¿También usted es de los que creen que me muero? Pues el Señor, su amo de usted propiamente, me ha dicho a mí que no, y que se fastidie usted y todos los curánganos que ya se están relamiendo con la idea del sin fin de misas que van a decir por mí... Aliviarse, señores, y espérenme sentados.
En verdad que el buen misionero no sabía qué decirle, pues si al principio fue su intención reprenderle por aquel ridículo y bestial lenguaje, luego entendió que, estando su mente trastornada, no tenía conciencia ni responsabilidad de tan atroces conceptos.
−Hermano mío −le dijo apretándole las manos−, piense en Dios, en su Santísima Madre; confórmese con la voluntad divina, y se le disiparán esas tinieblas que quieren invadirle el entendimiento. La oración le devolverá la tranquilidad.
−Déjeme, déjeme, señor misionero −replicó el tacaño airado, descompuesto, fuera de sí−, y váyase a donde fue el padre Padilla... ¿Y mi capa, dónde está? Bien puede devolvérmela... La necesito, tengo frío, y no he trabajado yo toda la vida para el obispo, ni para que cuatro holgazanes se abriguen con mi paño.
Consternados le oían todos, sin saber qué decirle ni por qué procedimientos traerle al reposo y a la conformidad. Como había rechazado a Gamborena, rechazó a Rufinita, diciéndole:
−Quita allá, espíritu de la golosina. ¿Crees que me engatusas con tus arrumacos de gata ladrona? ¡Te relames, preparando las uñitas! Todo para cazar el tercio... Pues no hay tercio. Límpiate los hocicos, que los tienes de huevo. Lo mismo que esa otra, esa que antes se ponía moños conmigo, y ahora me quiere camelar, la hipócrita, la excelentísima señora cernícala, más que águila, que desde que caí malo está tocando el cielo con las uñas. ¡Cazarme un tercio para los de misa y olla!..., esa engarza-rosarios, ama de San Pedro.
− VIII −
En cuanto Miquis le vio, túvole en su interior por hombre acabado. Un día, hora más, hora menos, le separaba de la insondable eternidad. Y como le ordenasen paliativos, sin más objeto que hacer menos dolorosos sus últimos instantes, díjole Torquemada con aspereza:
−¿Pero en qué piensa usted, señor doctor, que no me quita esta birria de enfermedad? Veo que o no saben ustedes una patata, o que no quieren curar de veras más que a los pobres de los hospitales, que maldita la falta que hacen a la humanidad. ¿Les cae un rico por delante? Pues a partirlo por el eje... Eso, eso; a dividir la riqueza, para que las naciones se debiliten, y no haya jamás un presupuesto verdad. Yo digo: «vivamos para nivelar», y ustedes, los de la Facultad, dicen: «nivelemos matando». Ya se lo dirán a ustedes de misas... Y a otra cosa: si alguien quisiera salvarme de veras, procedería a ponerme reparos en la boca del estómago. Porque, lo que yo digo, ¿no hay más modo de
alimentarse que comiendo? En mi sentir, bien se puede vivir sin comer. Y voy más allá: ¿a qué obedece el comer? A fomentar un vicio, la gula. Aplíquenme los reparos, y verán cómo me alimento por el rezumo de los líquidos, vulgo absorción. Nada se les ocurre: yo tengo que pensarlo todo, y si no fuera por mi talento natural, era hombre perdido, y al menor descuidillo ya tenía usted a la loquinaria del alma echándose a volar, y dejándome aquí con dos palmos de narices.
Pusiéronle los reparos, aunque sólo eran remedio sugestivo, y el hombre se calmó un poco, sin parar por eso en su desatinada palabrería.
−Óigame usted, padre −dijo a Gamborena cogiéndole una mano−, aquí no hay más persona decente que mi hijo, el pobre Valentín, que por lo mismo que no discurre, es incapaz de hacerme daño, ni de desear mi fallecimiento. Para él ha de ser todo, el día en que el Señor se sirva disponer que yo suba al Cielo, día que está lejos aún, digan lo que quieran. Se hará la liquidación de gananciales, para que esa sanguijuela de Rufina no se chupe lo que no le pertenece; y en cuanto a la capa, o sea el tercio libre, le digo a usted que vuelve a mi poder, sin que esto quiera decir que no dé algo, una cosa prudencial, verbigracia, un chaleco en buen uso.
Y a Donoso, que también acudió a su llamamiento, le dijo:
−No hay nada de lo tratado, y tiempo de sobra tenemos para revocarlo. Todo lo que la ley permita, y algo más que yo agencie con mis combinaciones, para Valentín, ese pedazo de ángel bárbaro y en estado de salvajismo, bruto, pero sin malicia. ¡Y que no quiere poco a su padre el borriquito de Dios! Ayer me decía: pa pa ca ja ta la pa, que quiere decir: «Verás qué bien te lo guardo todo». Claro, con un buen consejo de familia, que cuide de alimentar al niño y tenerlo aseado, se pueden ir acumulando los intereses, y aumentar el capital. Y luego, en la mayor edad, el hombrecito mío ha de ser todo lo que se quiera, menos pródigo, pues de eso sí que no tiene trazas. Será cazador, y no comerá más que legumbres. Ni tendrá afición al teatro, ni a la poesía, que es por donde se pierden los hombres, y esconderá el dinero en una olla para que no lo vea ni Dios... ¡Oh, qué hijo tengo, y qué gusto trabajar todavía unos cuantos años, muchos años, para llenarle bien su hucha!
Ya de día se contuvo el desorden cerebral; pero los fenómenos gástricos y nerviosos tomaron ya un carácter de franca insurrección, que anunciaba el término de la vida. Pronunciada por el médico la fatal sentencia, la Facultad se declaraba vencida. Sólo Dios podía salvarle, si tal era su santa voluntad; mas para ello tenía que hacer un milagro, en opinión de Miquis. Milagro o favor, la testaruda Cruz no desesperaba de obtenerlo, y allí fue el discurrir y poner en práctica cuantos medios inspiraba la fe para impetrar de la misericordia divina la salud del excelentísimo señor marqués viudo de San Eloy, y demás hierbas. Se repartieron limosnas en cantidad considerable, misas sin número fueron dichas en diferentes iglesias y oratorios, pidiose por telégrafo a Roma la bendición papal, y en fin, como suprema efusión de la piedad, se determinó, previa licencia del señor Obispo, poner de manifiesto al Santísimo en la capilla del palacio. Dicha la misa por Gamborena, quedó después expuesta Su Divina Majestad en magnífica custodia con viril de oro guarnecido de piedras preciosas que, con otras alhajas del culto, procedían, como el palacio, de la liquidación y saldo de Gravelinas. Sacerdotes y hermanitas en regular número, velaban el Santísimo, turnando de dos en dos en la guardia. Adornose la capilla con las mejores preseas, y fueron encendidas multitud de luces. Todo era recogimiento y devoción en la suntuosa morada: las visitas entraban en ella como en la iglesia, pues desde que ponían el pie en el vestíbulo, notaban todos algo de patético y solemne, y les daba en la nariz el ambiente de catedral. Ocurría lo que se cuenta, en la primera quincena de mayo, próxima ya la festividad de San Isidro, día grande de Madrid.
Gamborena, instalado provisionalmente en la casa, pasaba en la alcoba del paciente todo el tiempo que el servicio de la capilla le permitía. Sentado junto a la cama, leía su breviario, sin desatender al enfermo; y si este rezongaba o pedía de beber, dejaba el libro encima de la colcha para responderle o servirle. Por la mañana, el abatimiento y taciturnidad de don Francisco eran tan grandes como su excitación en la noche precedente. Sólo contestaba con monosílabos que más bien parecían gruñidos, y cerraba los párpados, como vencido de un sopor o cansancio invencibles. Era el agotamiento de la energía muscular y nerviosa, el desgaste total de la máquina, cuyas piezas no engranaban ya, y apenas se movían. En cambio, las facultades mentales aparecían más despejadas, cuando por breve instante el sueño les permitía manifestarse.
−Amigo del alma, hermano mío −díjole Gamborena, acariciando sus manos−, ¿se siente usted mejor? ¿Tiene conciencia de sí?
Con la cabeza contestó Torquemada afirmativamente.
−¿Se ratifica en lo que me declaró ayer, se somete a la voluntad de Dios, y cree en Él y en su divina misericordia?
Nueva contestación afirmativa con el mismo lenguaje mímico.
−¿Renuncia a todas las vanidades, se despoja de su egoísmo como de una vestidura pestilente, y humilde, pobre, desnudo, pide el perdón de sus culpas, y anhela ser admitido en la morada celestial?
No habiendo obtenido respuesta, repitió el misionero la pregunta, agregando conceptos muy del caso. De improviso abrió el infeliz Torquemada los ojos, y como si nada hubiera oído de lo que su confesor le decía, salió por otro registro, con voz cavernosa, tomando aliento cada cuatro palabras.
−Estoy muy débil... pero con los reparos saldré adelante, y no me muero, no me muero. Ya tengo bien calculadas las combinaciones de la conversión...
−¡Por Dios, déjese de eso!... Piense en Jesús y en su Santísima Madre.
−Jesús y su Santísima Madre... ¡Qué buenos son y con qué gusto les rezo yo para que me concedan la vida!
−Pídales que le concedan la inmortal, la verdadera salud, que jamás se pierde.
−Ya lo he pedido..., y mis oraciones y las de usted, padrito, y las de Cruz... y las de todos han llegado al cielo..., donde se tiene muy en cuenta lo que piden las personas formales... Yo rezo, pero me distraigo alguna vez... porque me vienen al pensamiento cosas de mi juventud, que ya tenía olvidadas... ¡Esto sí que es raro! Ahora me acordaba de un sucedido... allá... cuando yo era muchacho..., y lo veía tan claro como si me encontrase en aquel momento histórico.
Animándose poco a poco, prosiguió así:
−Ocurrió esto el día que llegué a Madrid. Tenía yo dieciséis años. Vinimos juntos yo y otro chico, que... le llamaban Perico Moratilla, y después fue militar y murió en la guerra de África... ¡Guapo chico! Pues como le digo, llegamos a la Cava Baja con lo puesto, y sin una mota. ¿Qué comeríamos? ¿Dónde pasaríamos la noche? Allá conseguimos de una vieja pollera, viuda de un maragato, unos mendrugos de pan... Moratilla tenía en su morral un pedazo grande de jabón, que le dieron más acá de Galapagar. Quisimos venderlo; no pudimos. Llegó la noche, y velay que hicimos nuestra alcoba arrimados a los cajones de la Plazuela de San Miguel... Dormimos como unos canónigos hasta la madrugada, y al despertar, a entrambos se nos antojó tomar venganza de la puerquísima humanidad que en aquel desamparo nos tenía. Antes de que Dios amaneciera, nos fuimos a la escalerilla de la Plaza Mayor, y untamos de jabón todos los escalones de la mitad para arriba... Luego nos pusimos abajo, a ver caer la gente. Tempranito empezaron a pasar hombres y mujeres, y a resbalar, ¡zas! Era una diversión. Bajaban como balas, y algunos iban disparados hasta la calle de Cuchilleros...
Este se rompía una pierna, aquel se descalabraba, y mujer hubo que rodó con las enaguas envueltas en la cabeza. En mi vida me he reído más. Ya que no comíamos, nos alimentábamos con la alegría. ¡Cosas de muchachos...! Fue una maldad. Pues tome nota, y ahí tiene un pecado que no le dije porque de él no me acordaba.
− IX −
Gamborena no le contestó. Le afligía la falta de unción religiosa que el enfermo mostraba, y la rebeldía de su espíritu ante el inevitable tránsito. O no creía en él, o creyéndolo, se rebelaba contra la divina sentencia, poseído de furor diabólico. Testarudo era el misionero, y no se dejaría quitar tan fácilmente la presa. Observole el rostro, queriendo penetrar con sagaz mirada en su pensamiento, y ver qué ideas bullían bajo el amarillo cráneo, qué imágenes bajo los párpados abatidos. Hombre de mucha práctica en aquellos negocios, y expertísimo en catequizar sanos y moribundos, recelaba que el espíritu maligno, burlando las precauciones tomadas contra él, hubiese ganado solapadamente la voluntad del desdichado marqués de San Eloy, y le tuviese ya cogido para llevársele. El buen sacerdote se preparó a luchar como un león; examinado el terreno y elegidas las armas, se trazó un plan, cuya estructura lógica se comprenderá por el siguiente razonamiento.
«Este desdichado es todo egoísmo, con su poco de orgullo, y desmedido amor a las riquezas. En el egoísmo, enorme peso, monstruoso bulto, hace presa el maldito Satán; la codicia le infunde su ardiente anhelo de vivir. Adora su yo, su personalidad viva, y mientras tenga esperanza de conservarse en sí, como es, no se conformará con la muerte, no dará entrada en su alma a la compunción ni a la gracia divina. Que pierda la esperanza, y el egoísmo se debilitará. Duro es, y a veces inhumano, quitar a los moribundos la última esperanza, cortar la hebra tenue con que el instinto se agarra a las materialidades de este mundo. Pero hay casos en que conviene cortarla, y yo la corto, sí, porque en ello veo, en conciencia, el único medio de arrancar al demonio maldito lo que no debe ser suyo, no y no mil veces... no lo será».
Pensando esto, se dispuso a obrar con presteza.
−Señor don Francisco −le dijo, sacudiéndole por un brazo.
No respondió hasta la tercera vez.
−Señor don Francisco, óigame un instante.
−Déjeme ahora... Estaba pensando... Vamos, que me veía en aquellas fechas..., cuando entré en el Real Cuerpo de Alabarderos, y me puse por primera vez el uniforme.
−¿Por ventura, no tenemos ahora cosa de más provecho en qué pensar?
−Sí..., me siento bien, y pienso en mis cosas.
−¿Y no teme que pronto puede sentirse mal?
−Usted me ha dicho que me restableceré.
−Eso se dice siempre para consolar a los pobres enfermos. Pero a un hombre de carácter entero y de inteligencia superior, no se le debe ocultar la verdad.
−¿No me salvaré? −preguntó de súbito don Francisco, abriendo mucho los ojos.
−¿Qué entiende usted por salvarse?
−Vivir.
−No estamos de acuerdo: salvarse no es eso.
−¿Quiere usted decir que debo morirme?
−Yo no digo que usted debe morirse, sino que el término de la vida ha llegado, y que es urgente prepararse.
La estupefacción paralizó la lengua de Torquemada, que por un mediano rato tuvo clavados sus ojos en el rostro del confesor.
−¿De modo que... no hay remedio?
−No.
Pronunció este no el sacerdote con la calculada energía que el caso, a su parecer, demandaba, creyendo cumplir con un deber de conciencia, dentro de las atribuciones de su alto ministerio. Fue como un hachazo. Creyó que debía darlo, y lo dio sin consideración alguna. Para Torquemada fue como si una mano de formidable fuerza le apretara el cuello. Puso los ojos en blanco, soltó de su boca un sordo mugido, y cuerpo y cabeza se hundieron más en las blanduras del lecho, o al menos pareció que se hundían.
−Hermano mío −le dijo Gamborena−, más propia de un buen cristiano es en estos instantes la alegría que la aflicción. Considere que abandona las miserias de este mundo execrable, y entra a gozar de la presencia de Dios y de la bienaventuranza, premio glorioso de los que mueren en el aborrecimiento del pecado y en el amor de la virtud. Basta con que dirija todos sus pensamientos, todas sus facultades a Jesús divino, y le ofrezca su alma. Ánimo, hijo mío, ánimo para renunciar a los bienes caducos y a toda esta putrefacción terrenal; y fervor, amor, fuego del alma para remontarse al seno de Nuestro Padre, que amoroso ha de recibirle en sus brazos.
Nada dijo don Francisco, y el confesor temió que hubiera perdido el conocimiento. Abatidos los párpados, fruncido el entrecejo, la boca fuertemente cerrada, chafando un labio contra otro, el enfermo se desfiguró visiblemente en breve tiempo. Su piel era como papel de estraza, y despedía un olor ratonil, síntoma comúnmente observado en la muerte por hambre. ¿Dormía o había caído en un colapso profundo, precursor del sueño eterno? Fuera lo que fuese, ello es que al meterse en sí como caracol asustado que se esconde dentro de su cáscara, percibió vagas imágenes, y sintió emociones que conturbaron su alma casi desligada ya de la materia. Creyose andando por un camino, al término del cual había una puerta no muy grande. Más bien era pequeña; pero ¡qué bonita!...: el marco de plata, y la hoja (porque no tenía más que una hoja) de oro con clavos de diamantes; diamantes también en las bisagras, en el llamador, y en el escudillo de la cerradura. Y los constructores de la tal puerta habíanla hecho con monedas, no fundidas, sino claveteadas unas sobre otras, o pegadas no se sabía cómo. Vio claramente el cuño de Carlos III en las pálidas peluconas, duros americanos y españoles, y entre ellos preciosas moneditas de las de veintiuno y cuartillo. Miraba el tacaño la puerta sin atreverse a poner su trémula mano en el aldabón, cuando oyó rechinar la cerradura. La puerta se abría desde dentro por la mano del beatísimo Gamborena; pero no se abría lo suficiente para que pudiera entrar una persona, aunque sí lo bastante para ver que el buen misionero vestía como el San Pedro de la cofradía de prestamistas, en la cual él (don Francisco) había sido mayordomo. La calva reluciente, los ojuelos dulces no se le despintaron desde fuera. Observó que estaba descalzo, y que llevaba sobre los hombros una capa con embozos colorados, bastante vieja.
Mirole el portero sonriendo, y él se sonrió también, movido de temor y esperanza, diciendo:
−¿Puedo entrar, Maestro?
− X −
Tantas veces le llamó Gamborena, hablándole con la boca casi pegada a la oreja, que al fin respondió, como despertando:
−Sí, Maestro, sí. Me he quedado con las ganas de saber...
−¿Qué?
−Si me dejaba entrar o no. A ver..., ¿tiene ahí las llaves?
−No piense en las llaves, y dígame con brevedad si son sinceros sus deseos de entrar, si ama a Jesucristo y anhela ser con Él, si reconoce sus pecados, el vicio infame de la avaricia, la crueldad con los inferiores, la falta absoluta de piedad para con el prójimo, la tibieza de sus creencias.
−Reconozco −dijo Torquemada con sorda voz, que apenas se oía−. Reconozco..., y confieso.
−Y ahora, todos sus pensamientos son para Jesús, y si alguna idea o algún afán de los que le extraviaron en vida viene a turbar esa paz, esa resignación dulce con que aguarda su fin, usted lo rechazará, usted rechazará ese sentimiento, esa idea...
−La rechazo..., sí... Jesús... −murmuró el enfermo−. ¿Pero usted abre?..., dígame si abre. Porque si no..., aquí me quedo, y... A bien que no es floja empresa..., convertir el Exterior y las Cubas en Interior...
−Hijo mío, desprecie toda esa inmundicia.
−¡Inmundicia!, ¿lo llama inmundicia?...
Siguió rezongando muy por lo bajo. No se le entendía. Su habla era como el gargoteo profundo de un manantial en el fondo de una caverna.
Desconsolado y lleno de inquietud, Gamborena tuvo por cierto que la lucha seguía empeñada entre él y Satanás, disputándose la posesión de un alma próxima a lanzarse a lo infinito. ¿Quién vencería? Dotado de facultades poéticas, la mente del clérigo vio representada en imágenes la formidable batalla. Del otro lado del lecho, por la parte de la pared, estaba el Demonio, tanto más traidor cuanto más invisible. El sacerdote cristiano sugería por la izquierda, el enemigo de todo bien por la derecha. Gamborena tenía por su lado el corazón. Puso sobre él la mano, y apenas le sentía latir. Probó llamar al entendimiento, con esperanza de que aún respondiera; pero el entendimiento no quiso darse por entendido, o ya no ejercía autoridad sobre la palabra. Los gemidos inarticulados, las rudas expresiones irónicas que moduló el frío labio del moribundo, sonaron en el oído del sacerdote como inspiradas por el enemigo que de la otra parte luchaba encarnizadamente.
Anochecía, y el misionero hubo de abandonar por un rato su puesto de combate, para acudir a la capilla a reservar el Santísimo. En esta imponente ceremonia, a la que asistieron la familia, la servidumbre, y muchos amigos de la casa, elevó el buen padrito su espíritu con ardiente fervor a la Majestad Omnipotente, implorando sostén y auxilio para salir victorioso en la tremenda lucha. Encomendó con plegaria dolorida el alma del triste pecador, y pidió para él la gracia por los maravillosos medios que sólo Dios sabe y emplea, supliendo la ineficacia de los medios humanos. La emoción del buen sacerdote se traslucía en su semblante grave y en la dulzura de sus ojos. Cuando terminó el acto, pudo observar que muchos de los presentes tenían el rostro encendido de llorar.
Y otra vez allá, al campo de batalla. En el breve tiempo que duró la Reserva, habíase desfigurado tanto el rostro del pobre enfermo, que Gamborena le hubiera desconocido, si no estuviese acostumbrado a tales mudanzas del humano semblante en trances como aquel. Si cada transformación de las facciones pudiera expresarse por espacios de tiempo, y la descomposición fisionómica se representara por edades, don Francisco Torquemada tenía ya novecientos años, como Matusalén.
Por acuerdo entre la familia y el doctor, se suprimió la medicación de última hora, que no sirve más que para disputar algunos instantes a la muerte, atormentando
inútilmente al enfermo. La ciencia nada tenía que hacer allí: bien lo demostró la salida de Miquis y su paso por la gran galería hacia afuera, paso en el cual pudiera verse cierta tristeza, pero también resolución, como de un hombre que siente no haber triunfado allí, y que se dirige a otra parte donde triunfar espera. Despedida la Ciencia, a la Religión correspondía lo restante, que era mucho, a juicio de todos. Gamborena y una hermana de la Caridad ocuparon los dos costados del lecho que pronto sería mortuorio. La familia se retiró al próximo gabinete.
Don Francisco abría con ansia su boca, en demanda de agua, que le daba la monjita. Angustiosa era su respiración, con un pausado ritmo que desesperaba. Llegó un momento en que la suspensión casi instantánea del estertor, les hizo creer que había muerto, y ya se disponían a la prueba del espejillo, cuando Torquemada respiró de nuevo con relativa fuerza, y dijo algunas palabras.
−Exterior y Cubas..., mi alma..., la puerta.
Les miró. Pero sin duda no les conocía. Volviéndose hacia la monja, le dijo:
−¿Abre usted, o no abre? Quiero entrar...
Gamborena suspiraba. Su intranquilidad subió de punto, observando en la mirada del moribundo la expresión irónica que en él era común cuando hablaba de cosas de ultratumba. Díjole el misionero palabras muy sentidas; pero él no pareció comprenderlas. Sus ojos, que allá en lo profundo de las cuencas amoratadas apenas brillaban ya, no se fijaban en objeto alguno, y se movían inciertos, buscando... Dios sabe qué. Gamborena vio en ellos la desconfianza, que casi era la base de aquella personalidad próxima a extinguirse.
Por el otro lado, la monjita le decía con ferviente anhelo que invocase a Jesús, y mostrándole un crucifijo de bronce, lo aplicó a sus labios para que lo besara. No se pudo asegurar que lo hiciera, porque el movimiento de los labios fue imperceptible. Cuando le administraron la extremaunción, no se dio cuenta de ello el enfermo. Poco después tuvo otro momento de relativa lucidez, y a las exhortaciones de la monjita, respondió, quizás de un modo inconsciente:
−Jesús, Jesús, y yo... buenos amigos... Quiero salvarme.
Cobró esperanzas Gamborena, y lo que lograr no podía dirigiéndose a un alma casi desligada ya del cuerpo, intentábalo invocando fervorosamente al Divino Juez que pronto había de juzgarla. Estrechó la mano del moribundo; creyó sentir ligera presión de los dedos glaciales. A lo que el misionero le decía aproximando mucho su rostro, respondía Torquemada con estremecimientos de la mano, que bien podían ser un lenguaje. Algunas expresiones, mugidos, o simples fenómenos acústicos del aliento resbalando entre los labios, o del aire en la laringe, los tradujo Gamborena con vario criterio. Unas veces confiado y optimista, traducía: «Jesús..., salvación..., perdón...». Otras, pesimista y desesperanzado, tradujo: «La llave..., venga la llave... Exterior..., mi capa..., tres por ciento».
Dos horas, o poco más, se prolongó esta situación tristísima. A la madrugada, seguros ya los dos religiosos de que se acercaba el fin, redoblaron su celo de agonizantes, y cuando la monjita le exhortaba con gran vehemencia a repetir los nombres de Jesús y María, y a besar el santo crucifijo, el pobre tacaño se despidió de este mundo, diciendo con voz muy perceptible:
−Conversión.
Algunos minutos después de decirlo, volvió aquella alma su rostro hacia la eternidad.
−¡Ha dicho conversión! −observó la monjita con alegría, cruzando las manos−. Ha querido decir que se convierte, que...
Palpando la frente del muerto, Gamborena daba fríamente esta respuesta:
−¡Conversión! ¿Es la de su alma, o la de la Deuda?
La monjita no comprendió bien el concepto, y ambos de rodillas, se pusieron a rezar. Lo que pensaba el bravo misionero de Indias, al propio tiempo que elevaba sus oraciones al Cielo, él no había de decirlo nunca, ni el profano puede penetrarlo.
Ante el arcano que cubre, como nube sombría, las fronteras entre lo finito y lo infinito, conténtese el profano con decir que, en el momento aquel solemnísimo, el alma del señor marqués de San Eloy se aproximó a la puerta, cuyas llaves tiene... quien las tiene. Nada se veía; oyose, sí, rechinar de metales en la cerradura. Después el golpe seco, el formidable portazo que hace estremecer los orbes. Pero aquí entra la inmensa duda. ¿Cerraron después que pasara el alma, o cerraron dejándola fuera?
De esta duda, ni el mismo Gamborena, San Pedro de acá, con saber tanto, nos puede sacar. El profano, deteniéndose medroso ante el velo impenetrable que oculta el más temido y al propio tiempo el más hermoso misterio de la existencia humana, se abstiene de expresar un fallo que sería irrespetuoso, y se limita a decir:
«Bien pudo Torquemada salvarse».
«Bien pudo condenarse».
Pero no afirma ni una cosa ni otra..., ¡cuidado!
FIN DE TORQUEMADA Y SAN PEDRO
Madrid.− Enero-febrero de 1893