Edición de referencia: Torquemada en la hoguera, La Guirnalda, Madrid, 1889.
Intervenciones: Actualización ortográfica.
Torquemada en la hoguera
Benito Pérez Galdós
Torquemada en la hoguera
I
Voy a contar cómo fue al quemadero el inhumano que tantas vidas infelices consumió en llamas; que a unos les traspasó los hígados con un hierro candente, a otros les puso en cazuela, bien mechados, y a los demás los achicharró por partes, a fuego lento, con rebuscada y metódica saña. Voy a contar cómo vino el fiero sayón a ser víctima, cómo los odios que provocó se le volvieron lástima, y las nubes de maldiciones arrojaron sobre él lluvia de piedad; caso patético, caso muy ejemplar, señores, digno de contarse para enseñanza de todos, aviso de condenados y escarmiento de inquisidores.
Mis amigos conocen ya, por lo que de él se me antojó referirles, a don Francisco Torquemada, a quien algunos historiadores inéditos de estos tiempos llaman Torquemada el Peor. ¡Ay de mis buenos lectores si conocen al implacable fogonero de vidas y haciendas por tratos de otra clase, no tan sin malicia, no tan desinteresados como estas inocentes relaciones entre narrador y lector! Porque si han tenido algo que ver con él en cosa de más cuenta; si le han ido a pedir socorro en las pataletas de la agonía pecuniaria, más les valiera encomendarse a Dios y dejarse morir. Es Torquemada el habilitado de aquel infierno en que fenecen desnudos y fritos los deudores; hombres de más necesidades que posibles; empleados con más hijos que sueldo; otros ávidos de la nómina tras larga cesantía; militares trasladados de residencia, con familión y suegra de añadidura; personajes de flaco espíritu, poseedores de un buen destino, pero con la carcoma de una mujercita que da tés, y empeña el verbo para comprar las pastas; viudas lloronas que cobran el Montepío civil o militar y se ven en mil apuros; sujetos diversos que no aciertan a resolver el problema aritmético en que se funda la existencia social, y otros muy perdidos, muy faltones, muy destornillados de cabeza o rasos de moral, tramposos y embusteros.
Pues todos estos, el bueno y el malo, el desgraciado y el pillo, cada uno por su arte propio, pero siempre con su sangre y sus huesos, le amasaron al sucio de Torquemada una fortunita que ya la quisieran muchos que se dan lustre en Madrid, muy estirados de guantes, estrenando ropa en todas las estaciones, y preguntando, como quien no pregunta nada: «Diga usted, ¿a cómo han quedado hoy los fondos?»
El año de la Revolución, compró Torquemada una casa de corredor en la calle de San Blas, con vuelta a la de la Leche, finca muy aprovechada, con veinticuatro habitacioncitas, que daban, descontando insolvencias inevitables, reparaciones, contribución, etc., una renta de mil trescientos reales al mes, equivalente a un siete o siete y medio por ciento del capital. Todos los domingos se personaba en ella mi don Francisco para hacer la cobranza, los recibos en una mano, en otra el bastón con puño de asta de ciervo; y los pobres inquilinos que tenían la desgracia de no poder ser puntuales andaban desde el sábado por la tarde con el estómago descompuesto, porque la adusta cara, el carácter férreo del propietario, no concordaban con la idea que
tenemos del día de fiesta, del día del Señor, todo descanso y alegría. El año de la Restauración, ya había duplicado Torquemada la pella con que le cogió la gloriosa, y el radical cambio político proporcionole bonitos préstamos y anticipos. Situación nueva, nóminas frescas, pagas saneadas, negocio limpio. Los gobernadores flamantes que tenían que hacerse ropa, los funcionarios diversos que salían de la oscuridad, famélicos, le hicieron un buen agosto. Toda la época de los conservadores fue regularcita; como que éstos le daban juego con las esplendideces propias de la dominación, y los liberales también con sus ansias y necesidades no satisfechos. Al entrar en el Gobierno, en 1881, los que tanto tiempo estuvieron sin catarlo, otra vez Torquemada en alza: préstamos de lo fino, adelantos de lo gordo, y vamos viviendo. Total, que ya le estaba echando el ojo a otra casa, no de corredor, sino de buena vecindad, casi nueva, bien acondicionada para inquilinos modestos, y que si no rentaba más que un tres y medio a todo tirar, en cambio su administración y cobranza no darían las jaquecas de la cansada finca dominguera.
Todo iba como una seda para aquella feroz hormiga, cuando de súbito le afligió el cielo con tremenda desgracia: se murió su mujer. Perdónenme mis lectores si les doy la noticia sin la preparación conveniente, pues sé que apreciaban a doña Silvia, como la apreciábamos todos los que tuvimos el honor de tratarla, y conocíamos sus excelentes prendas y circunstancias. Falleció de cólico miserere, y he de decir, en aplauso de Torquemada, que no se omitió gasto de médico y botica para salvarle la vida a la pobre señora. Esta pérdida fue un golpe cruel para don Francisco, pues habiendo vivido el matrimonio en santa y laboriosa paz durante más de cuatro lustros, los caracteres de ambos cónyuges se habían compenetrado de un modo perfecto, llegando a ser ella otro él, y él como cifra y refundición de ambos. Doña Silvia no sólo gobernaba la casa con magistral economía, sino que asesoraba a su pariente en los negocios difíciles, auxiliándole con sus luces y su experiencia para el préstamo. Ella defendiendo el céntimo en casa para que no se fuera a la calle, y él barriendo para adentro a fin de traer todo lo que pasara, formaron un matrimonio sin desperdicio, pareja que podría servir de modelo a cuantas hormigas hay debajo de la tierra y encima de ella.
Estuvo Torquemada el Peor, los primeros días de su viudez sin saber lo que le pasaba, dudando que pudiera sobrevivir a su cara mitad. Púsose más amarillo de lo que comúnmente estaba, y le salieron algunas canas en el pelo y en la perilla. Pero el tiempo cumplió como suele cumplir siempre, endulzando lo amargo, limando con insensible diente las asperezas de la vida, y aunque el recuerdo de su esposa no se extinguió en el alma del usurero, el dolor hubo de calmarse; los días fueron perdiendo lentamente su fúnebre tristeza; despejose el sol del alma, iluminando de nuevo las variadas combinaciones numéricas que en ella había; los negocios distrajeron al aburrido negociante, y a los dos años Torquemada parecía consolado; pero, entiéndase bien y repítase en honor suyo, sin malditas ganas de volver a casarse.
Dos hijos le quedaron: Rufinita, cuyo nombre no es nuevo para mis amigos, y Valentinito, que ahora sale por primera vez. Entre la edad de uno y otro hallamos diez años de diferencia, pues a mi doña Silvia se le malograron más o menos prematuramente todas las crías intermedias, quedándole sólo la primera y la última. En la época en que cae lo que voy a referir, Rufinita había cumplido los veintidós, y Valentín andaba al ras de los doce. Y para que se vea la buena estrella de aquel animal de don Francisco, sus dos hijos eran, cada cual por su estilo, verdaderas joyas, o como bendiciones de Dios que llovían sobre él para consolarle en su soledad. Rufina había sacado todas las capacidades domésticas de su madre, y gobernaba el hogar casi tan bien como ella. Claro que no tenía el alto tino de los negocios, ni la consumada trastienda, ni el golpe de vista, ni otras aptitudes entre molares y olfativas de aquella insigne matrona; pero en formalidad, en honesta compostura y buen parecer, ninguna
chica de su edad le echaba el pie adelante. No era presumida, ni tampoco descuidada en su persona; no se la podía tachar de desenvuelta ni tampoco de huraña. Coqueterías, jamás en ella se conocieron. Un solo novio tuvo desde la edad en que apunta el querer hasta los días en que la presento; el cual, después de mucho rondar y suspiretear, mostrando por mil medios la rectitud de sus fines, fue admitido en la casa en los últimos tiempos de doña Silvia, y siguió después, con asentimiento del papá, en la misma honrada y amorosa costumbre. Era un chico de medicina, chico en toda la extensión de la palabra, pues levantaba del suelo lo menos que puede levantar un hombre, estudiosillo, inocente, bonísimo y manchego por más señas. Desde el cuarto año empezaron aquellas castas relaciones; y en los días de este relato, concluida ya la carrera y lanzado Quevedito (que así se llamaba) a la práctica de la facultad, tocaban ya a casarse. Satisfecho el Peor de la elección de la niña, alababa su discreción, su desprecio de las vanas apariencias para atender sólo a lo sólido y práctico.
Pues digo, si de Rufina volvemos los ojos al tierno vástago de Torquemada, encontraremos mejor explicación de la vanidad que le infundía su prole, porque (lo digo sinceramente) no he conocido criatura más mona que aquel Valentín, ni preciosidad tan extraordinaria como la suya. ¡Cosa tan rara! No obstante el parecido con su antipático papá, era el chiquillo guapísimo, con tal expresión de inteligencia en aquella cara, que se quedaba uno embobado mirándole; con tales encantos en su persona y carácter, y rasgos de conducta tan superiores a su edad, que verle, hablarle y quererle vivamente, era todo uno. ¡Y qué hechicera gravedad la suya, no incompatible con la inquietud propia de la infancia! ¡Qué gracia mezclada de no sé qué aplomo inexplicable a sus años! ¡Qué rayo divino en sus ojos algunas veces, y otras qué misteriosa y dulce tristeza! Espigadillo de cuerpo, tenía las piernas delgadas, pero de buena forma; la cabeza más grande de lo regular, con alguna deformidad en el cráneo. En cuanto a su aptitud para el estudio, llamémosla verdadero prodigio, asombro de la escuela y orgullo y gala de los maestros. De esto hablaré más adelante. Sólo he de afirmar ahora que el Peor no merecía tal joya, ¡qué había de merecerla!, y que si fuese hombre capaz de alabar a Dios por los bienes con que le agraciaba, motivos tenía el muy tuno para estarse, como Moisés, tantísimas horas con los brazos levantados al cielo. No los levantaba, porque sabía que del cielo no había de caerle ninguna breva de las que a él le gustaban.
II
Vamos a otra cosa: Torquemada no era de esos usureros que se pasan la vida multiplicando caudales por el gustazo platónico de poseerlos; que viven sórdidamente para no gastarlos, y al morirse quisieran, o bien llevárselos consigo a la tierra, o esconderlos donde alma viviente no los pueda encontrar. No; don Francisco habría sido así en otra época; pero no pudo eximirse de la influencia de esta segunda mitad del siglo XIX, que casi ha hecho una religión de las materialidades decorosas de la existencia. Aquellos avaros de antiguo cuño, que afanaban riquezas y vivían como mendigos y se morían como perros en un camastro lleno de pulgas y de billetes de banco metidos entre la paja, eran los místicos o metafísicos de la usura; su egoísmo se sutilizaba en la idea pura del negocio; adoraban la santísima, la inefable cantidad, sacrificando a ella su material existencia, las necesidades del cuerpo y de la vida, como el místico lo pospone todo a la absorbente idea de salvarse. Viviendo el Peor en una época que arranca de la desamortización, sufrió, sin comprenderlo, la metamorfosis que ha desnaturalizado la usura metafísica, convirtiéndolo en positivista; y si bien es cierto, como lo acredita la
Historia, que desde el 51 al 68, su verdadera época de aprendizaje, andaba muy mal trajeado y con afectación de pobreza, la cara y las manos sin lavar, rascándose a cada instante en brazos y piernas cual si llevase miseria, el sombrero con grasa, la capa deshilachada; si bien consta también en las crónicas de la vecindad que en su casa se comía de vigilia casi todo el año, y que la señora salía a sus negocios con una toquilla agujereada y unas botas viejas de su marido, no es menos cierto que, alrededor del 70, la casa estaba ya en otro pie; que mi doña Silvia se ponía muy maja en ciertos días; que don Francisco se mudaba de camisa más de una vez por quincena; que en la comida había menos carnero que vaca, y los domingos se añadía al cocido un despojito de gallina; que aquello de judías a todo pasto y algunos días pan seco y salchicha cruda, fue pasando a la historia; que el estofado de contra apareció en determinadas fechas por las noches, y también pescados, sobre todo en tiempo de blandura, que iban baratos; que se iniciaron en aquella mesa las chuletas de ternera y la cabeza de cerdo, salada en casa por el propio Torquemada, el cual era un famoso salador; que, en suma y para no cansar, la familia toda empezaba a tratarse como Dios manda.
Pues en los últimos años de doña Silvia, la transformación acentuose más. Por aquella época cató la familia los colchones de muelles; Torquemada empezó a usar chistera de cincuenta reales; disfrutaba dos capas, una muy buena, con embozos colorados; los hijos iban bien apañaditos; Rufina tenía un lavabo de los de mírame y no me toques, con jofaina y jarro de cristal azul, que no se usaba nunca por no estropearlo; doña Silvia se engalanó con un abrigo de pieles que parecían de conejo, y dejaba bizca a toda la calle de Tudescos y callejón del Perro cuando salía con la visita guarnecida de abalorio; en fin, que pasito a paso y a codazo limpio, se habían ido metiendo en la clase media, en nuestra bonachona clase media, toda necesidades y pretensiones, y que crece tanto, tanto, ¡ay dolor!, que nos estamos quedando sin pueblo.
Pues señor: revienta doña Silvia, y empuñadas por Rufina las riendas del gobierno de la casa, la metamorfosis se marca mucho más. A reinados nuevos, principios nuevos. Comparando lo pequeño con lo grande y lo privado con lo público, diré que aquello se me parecía a la entrada de los liberales, con su poquito de sentido revolucionario en lo que hacen y dicen. Torquemada representaba la idea conservadora, pero transigía, ¡pues no había de transigir!, doblegándose a la lógica de los tiempos. Apechugó con la camisa limpia cada media semana; con el abandono de la capa número dos para de día, relegándola al servicio nocturno; con el destierro absoluto del bongo número tres, que no podía ya con más sebo; aceptó, sin viva protesta, la renovación de manteles entre semana, el vino a pasto, el cordero con guisantes (en su tiempo), los pescados finos en Cuaresma y el pavo en Navidad; toleró la vajilla nueva para ciertos días, el chaquet con trencilla, que en él era un refinamiento de etiqueta, y no tuvo nada que decir de las modestas galas de Rufina y de su hermanito, ni de la alfombra del gabinete, ni de otros muchos progresos que se fueron metiendo en la casa a modo de contrabando.
Y vio muy pronto don Francisco que aquellas novedades eran buenas y que su hija tenía mucho talento, porque..., vamos, parecía cosa del otro jueves..., echábase mi hombre a la calle y se sentía, con la buena ropa, más persona que antes; hasta le salían mejores negocios, más amigos útiles y explotables. Pisaba más fuerte, tosía más recio, hablaba más alto y atrevíase a levantar el gallo en la tertulia del café, notándose con bríos para sustentar una opinión cualquiera, cuando antes, por efecto sin duda del mal pelaje y de su rutinaria afectación de pobreza, siempre era de la opinión de los demás. Poco a poco llegó a advertir en sí los alientos propios de su capacidad social y financiera; se tocaba, y el sonido le advertía que era propietario y rentista. Pero la vanidad no le cegó nunca. Hombre de composición homogénea, compacta y dura, no podía incurrir en la tontería de estirar el pie más del largo de la sábana. En su carácter
había algo resistente a las mudanzas de forma impuestas por la época; y así como no varió nunca su manera de hablar, tampoco ciertas ideas y prácticas del oficio se modificaron. Prevaleció el amaneramiento de decir siempre que los tiempos eran muy malos, pero muy malos; el lamentarse de la desproporción entre sus míseras ganancias y su mucho trabajar; subsistió aquella melosidad de dicción y aquella costumbre de preguntar por la familia siempre que saludaba a alguien, y el decir que no andaba bien de salud, haciendo un mohín de hastío de la vida. Tenía ya la perilla amarillenta, el bigote más negro que blanco, ambos adornos de la cara tan recortaditos, que antes parecían pegados que nacidos allí. Fuera de la ropa, mejorada en calidad, si no en la manera de llevarla, era el mismo que conocimos en casa de doña Lupe la de los pavos; en su cara la propia confusión extraña de lo militar y lo eclesiástico, el color bilioso, los ojos negros y algo soñadores, el gesto y los modales expresando lo mismo afeminación que hipocresía, la calva más despoblada y más limpia, y todo él craso, resbaladizo y repulsivo, muy pronto siempre, cuando se le saludaba, a dar la mano, por cierto bastante sudada.
De la precoz inteligencia de Valentinito estaba tan orgulloso, que no cabía en su pellejo. A medida que el chico avanzaba en sus estudios, don Francisco sentía crecer el amor paterno, hasta llegar a la ciega pasión. En honor del tacaño, debe decirse que, si se conceptuaba reproducido físicamente en aquel pedazo de su propia naturaleza, sentía la superioridad del hijo, y por esto se congratulaba más de haberle dado el ser. Porque Valentinito era el prodigio de los prodigios, un girón excelso de la divinidad caído en la tierra. Y Torquemada, pensando en el porvenir, en lo que su hijo había de ser, si viviera, no se conceptuaba digno de haberle engendrado, y sentía ante él la ingénita cortedad de lo que es materia frente a lo que es espíritu.
En lo que digo de las inauditas dotes intelectuales de aquella criatura, no se crea que hay la más mínima exageración. Afirmo con toda ingenuidad que el chico era de lo más estupendo que se puede ver, y que se presentó en el campo de la enseñanza como esos extraordinarios ingenios que nacen de tarde en tarde destinados a abrir nuevos caminos a la humanidad. A más de la inteligencia, que en edad temprana despuntaba en él como aurora de un día espléndido, poseía todos los encantos de la infancia, dulzura, gracejo y amabilidad. El chiquillo, en suma, enamoraba, y no es de extrañar que don Francisco y su hija estuvieran loquitos con él. Pasados los primeros años, no fue preciso castigarle nunca, ni aun siquiera reprenderle. Aprendió a leer por arte milagroso, en pocos días, como si lo trajera sabido ya del claustro materno. A los cinco años sabía muchas cosas que otros chicos aprenden difícilmente a los doce. Un día me hablaron de él dos profesores amigos míos que tienen colegio de primera y segunda enseñanza; lleváronme a verle, y me quedé asombrado. Jamás vi precocidad semejante ni un apuntar de inteligencia tan maravilloso. Porque si algunas respuestas las endilgó de tarabilla, demostrando el vigor y riqueza de su memoria, en el tono con que decía otras se echaba de ver cómo comprendía y apreciaba el sentido.
La Gramática la sabía de carretilla, pero la Geografía la dominaba como un hombre. Fuera del terreno escolar, pasmaba ver la seguridad de sus respuestas y observaciones, sin asomos de arrogancia pueril. Tímido y discreto, no parecía comprender que hubiese mérito en las habilidades que lucía, y se asombraba de que se las ponderasen y aplaudiesen tanto. Contáronme que en su casa daba muy poco que hacer. Estudiaba las lecciones con tal rapidez y facilidad, que le sobraba tiempo para sus juegos, siempre muy sosos e inocentes. No le hablaran a él de bajar a la calle para enredar con los chiquillos de la vecindad. Sus travesuras eran pacíficas, y consistieron, hasta los cinco años, en llenar de monigotes y letras el papel de las habitaciones o arrancarle algún cacho; en echar desde el balcón a la calle una cuerda muy larga con la
tapa de una cafetera, arriándola hasta tocar el sombrero de un transeúnte, y recogiéndola después a toda prisa. A obediente y humilde no le ganaba ningún niño, y por tener todas las perfecciones, hasta maltrataba la ropa lo menos que maltratarse puede.
Pero sus inauditas facultades no se habían mostrado todavía: iniciáronse cuando estudió la Aritmética, y se revelaron más adelante en la segunda enseñanza. Ya desde sus primeros años, al recibir las nociones elementales de la ciencia de la cantidad, sumaba y restaba de memoria decenas altas y aun centenas. Calculaba con tino infalible, y su padre mismo, que era un águila para hacer, en el filo de la imaginación, cuentas por la regla de interés, le consultaba no pocas veces. Comenzar Valentín el estudio de las matemáticas de Instituto y revelar de golpe toda la grandeza de su numen aritmético, fue todo uno. No aprendía las cosas, las sabía ya, y el libro no hacía más que despertarle las ideas, abrírselas, digámoslo así, como si fueran capullos que al calor primaveral se despliegan en flores. Para él no había nada difícil ni problema que le causara miedo. Un día fue el profesor a su padre y le dijo:
−Ese niño es cosa inexplicable, señor Torquemada: o tiene el diablo en el cuerpo o es el pedazo de divinidad más hermoso que ha caído en la tierra. Dentro de poco no tendré nada que enseñarle. Es Newton resucitado, señor don Francisco; una organización excepcional para las matemáticas, un genio que sin duda se trae fórmulas nuevas debajo del brazo para ensanchar el campo de la ciencia. Acuérdese usted de lo que digo: cuando este chico sea hombre, asombrará y trastornará el mundo.
Cómo se quedó Torquemada al oír esto se comprenderá fácilmente. Abrazó al profesor, y la satisfacción le rebosaba por ojos y boca en forma de lágrimas y babas. Desde aquel día, el hombre no cabía en sí: trataba a su hijo, no ya con amor, sino con cierto respeto supersticioso. Cuidaba de él como de un ser sobrenatural, puesto en sus manos por especial privilegio. Vigilaba sus comidas, asustándose mucho si no mostraba apetito; al verle estudiando, recorría las ventanas para que no entrase aire; se enteraba de la temperatura exterior antes de dejarle salir, para determinar si debía ponerse bufanda o el carrik gordo, o las botas de agua; cuando dormía, andaba de puntillas; le llevaba a paseo los domingos, o al teatro; y si el angelito hubiese mostrado afición a juguetes extraños y costosos, Torquemada, vencida su sordidez, se los hubiera comprado. Pero el fenómeno aquel no mostraba afición sino a los libros: leía rápidamente y como por magia, enterándose de cada página en un abrir y cerrar de ojos. Su papá le compró una obra de viajes con mucha estampa de ciudades europeas y de comarcas salvajes. La seriedad del chico pasmaba a todos los amigos de la casa, y no faltó quien dijera de él que parecía un viejo. En cosas de malicia era de una pureza excepcional; no aprendía ningún dicho ni acto feo de los que saben a su edad los retoños desvergonzados de la presente generación. Su inocencia y celestial donosura casi nos permitían conocer a los ángeles como si los hubiéramos tratado, y su reflexión rayaba en lo maravilloso. Otros niños, cuando les preguntan lo que quieren ser, responden que obispos o generales si despuntan por la vanidad; los que pican por la destreza corporal dicen que cocheros, atletas o payasos de circo; los inclinados a la imitación, actores, pintores... Valentinito, al oír la pregunta, alzaba los hombros y no respondía nada. Cuando más, decía «No sé»; y al decirlo clavaba en su interlocutor una mirada luminosa y penetrante, vago destello del sinfín de ideas que tenía en aquel cerebrazo, y que en su día habían de iluminar toda la tierra.
Mas el Peor, aun reconociendo que no había carrera a la altura de su milagroso niño, pensaba dedicarlo a ingeniero, porque la abogacía es cosa de charlatanes. Ingeniero; pero ¿de qué?, ¿civil o militar? Pronto notó que a Valentín no le entusiasmaba la tropa, y que, contra la ley general de las aficiones infantiles, veía con indiferencia los uniformes. Pues ingeniero de caminos. Por dictamen del profesor del
colegio, fue puesto Valentín, antes de concluir los años de bachillerato, en manos de un profesor de estudios preparatorios para carreras especiales, el cual, luego que tanteó su colosal inteligencia, quedose atónito, y un día salió asustado, con las manos en la cabeza, y corriendo en busca de otros maestros de matemáticas superiores, les dijo:
−Voy a presentarles a ustedes el monstruo de la edad presente
Y le presentó, y se maravillaron, pues fue el chico a la pizarra, y como quien garabatea por enredar y gastar tiza, resolvió problemas dificilísimos. Luego hizo de memoria diferentes cálculos y operaciones, que aun para los más peritos no son coser y cantar. Uno de aquellos maestrazos, queriendo apurarle, le echó el cálculo de radicales numéricos, y como si le hubieran echado almendras. Lo mismo era para él la raíz enésima que para otros dar un par de brincos. Los tíos aquellos, tan sabios, se miraban absortos, declarando no haber visto caso ni remotamente parecido.
Era en verdad interesante aquel cuadro y digno de figurar en los anales de la ciencia: cuatro varones de más de cincuenta años, calvos y medio ciegos de tanto estudiar, maestros de maestros, congregábanse delante de aquel mocoso que tenía que hacer sus cálculos en la parte baja del encerado, y la admiración les tenía mudos y perplejos, pues ya le podían echar dificultades al angelito, que se las bebía como agua. Otro de los examinadores propuso las homologías, creyendo que Valentín estaba raso de ellas; y cuando vieron que no, los tales no pudieron contener su entusiasmo: uno le llamó el Anticristo; otro le cogió en brazos y se lo puso a la pela, y todos se disputaban sobre quién se le llevaría, ansiosos de completar la educación del primer matemático del siglo. Valentín les miraba sin orgullo ni cortedad, inocente y dueño de sí, como Cristo niño entre los doctores.
III
Basta de matemáticas, digo yo ahora, pues me urge apuntar que Torquemada vivía en la misma casa de la calle de Tudescos donde le conocimos cuando fue a verle la de Bringas para pedirle no recuerdo qué favor, allá por el 68; y tengo prisa por presentar a cierto sujeto que conozco hace tiempo y que hasta ahora nunca menté para nada: un don José Bailón, que iba todas las noches a la casa de nuestro don Francisco a jugar con él la partida de damas o de mus, y cuya intervención en mi cuento es necesaria ya para que se desarrolle con lógica. Este señor Bailón es un clérigo que ahorcó los hábitos el 69, en Málaga, echándose a revolucionario y a librecultista con tan furibundo ardor, que ya no pudo volver al rebaño, ni aunque quisiera le habían de admitir. Lo primero que hizo el condenado fue dejarse crecer las barbas, despotricarse en los clubs, escribir tremendas catilinarias contra los de su oficio, y por fin, operando verbo et gladio, se lanzó a las barricadas con un trabuco naranjero que tenía la boca lo mismo que una trompeta. Vencido y dado a los demonios, le catequizaron los protestantes, ajustándole para predicar y dar lecciones en la capilla, lo que él hacía de malísima gana y sólo por el arrastrado garbanzo. A Madrid vino cuando aquella gentil pareja, don Horacio y doña Malvina, puso su establecimiento evangélico en Chamberí. Por un regular estipendio, Bailón les ayudaba en los oficios, echando unos sermones agridulces, estrafalarios y fastidiosos. Pero al año de estos tratos, yo no sé lo que pasó..., ello fue cosa de algún atrevimiento apostólico de Bailón con las neófitas: lo cierto es que doña Malvina, que era persona muy mirada, le dijo en mal español cuatro frescas; intervino don Horacio, denostando también a su coadjutor, y entonces Bailón, que era hombre de muchísima sal para tales casos, sacó una navaja tamaña como hoy y mañana, y se dejó decir que si no se quitaban de delante les echaba fuera el mondongo. Fue tal el pánico de los pobres
ingleses, que echaron a correr pegando gritos y no pararon hasta el tejado. Resumen: que tuvo que abandonar Bailón aquel acomodo, y después de rodar por ahí dando sablazos, fue a parar a la redacción de un periódico muy atrevidillo; como que su misión era echar chinitas de fuego a toda autoridad, a los curas, a los obispos y al mismo Papa. Esto ocurría el 73, y de aquella época datan los opúsculos políticos de actualidad que publicó el clerizonte en el folletín, y de los cuales hizo tiraditas aparte; bobadas escritas en estilo bíblico y que tuvieron, aunque parezca mentira, sus días de éxito. Como que se vendían bien y sacaron a su endiablado autor de más de un apuro.
Pero todo aquello pasó, la fiebre revolucionaria, los folletos, y Bailón tuvo que esconderse, afeitándose para disfrazarse y poder huir al extranjero. A los dos años asomó por aquí otra vez, de bigotes larguísimos, aumentados con parte de la barba, como los que gastaba Víctor Manuel; y por si traía o no traía chismes y mensajes de los emigrados, metiéronle mano y le tuvieron en el Saladero tres meses. Al año siguiente, sobreseída la causa, vivía el hombre en Chamberí, y según la cháchara del barrio, muy a lo bíblico, amancebado con una viuda rica que tenía rebaño de cabras, y además un establecimiento de burras de leche. Cuento todo esto como me lo contaron, reconociendo que en esta parte de la historia patriarcal de Bailón hay gran obscuridad. Lo público y notorio es que la viuda aquella cascó, y que Bailón apareció al poco tiempo con dinero. El establecimiento y las burras y cabras le pertenecían. Arrendolo todo; se fue a vivir al centro de Madrid, dedicándose a inglés, y no necesito decir más para que se comprenda de dónde vinieron su conocimiento y tratos con Torquemada, porque bien se ve que éste fue su maestro, le inició en los misterios del oficio, y le manejó parte de sus capitales como había manejado los de Doña Lupe la Magnífica, más conocida por la de los pavos.
Eran don José Bailón un animalote de gran alzada, atlético, de formas robustas y muy recalcado de facciones, verdadero y vivo estudio anatómico por su riqueza muscular. Últimamente había dado otra vez en afeitarse; pero no tenía cara de cura, ni de fraile, ni de torero. Era más bien un Dante echado a perder. Dice un amigo mío, que por sus pecados ha tenido que vérselas con Bailón, que este es el vivo retrato de la sibila de Cumas, pintada por Miguel Ángel con las demás señoras sibilas y los profetas, en el maravilloso techo de la Capilla Sixtina. Parece, en efecto, una vieja de raza titánica que lleva en su ceño todas las iras celestiales. El perfil de Bailón, y el brazo y pierna, como troncos añosos; el forzudo tórax y las posturas que sabía tomar, alzando una pataza y enarcando el brazo, le asemejaban a esos figurones que andan por los techos de las catedrales, despatarrados sobre una nube. Lástima que no fuera moda que anduviéramos en cueros, para que luciese en toda su gallardía académica este ángel de cornisa. En la época en que le presento ahora pasaba de los cincuenta años.
Torquemada le estimaba mucho, porque en sus relaciones de negocios Bailón hacía gala de gran formalidad y aun de delicadeza. Y como el clérigo renegado tenía una historia tan variadita y dramática, y sabía contarla con mucho aquél, adornándola con mentiras, don Francisco se embelesaba oyéndole, y en todas las cuestiones de un orden elevado le tenía por oráculo. Don José era de los que con cuatro ideas y pocas más palabras se las componen para aparentar que saben lo que ignoran y deslumbrar a los ignorantes sin malicia. El más deslumbrado era don Francisco, y además el único mortal que leía los folletos babilónicos a los diez años de publicarse; literatura envejecida casi al nacer, y cuyo fugaz éxito no comprendemos sino recordando que la democracia sentimental, a estilo de Jeremías, tuvo también sus quince.
Escribía Bailón aquellas necedades en parrafitos cortos, y a veces rompía con una cosa muy santa, verbigracia: «Gloria a Dios en las alturas y paz», etc…, para salir luego por este registro:
«Los tiempos se acercan, tiempos de redención en que el hijo del Hombre será dueño de la tierra.
»El Verbo depositó hace dieciocho siglos la semilla divina. En noche tenebrosa fructificó. He aquí las flores.
»¿Cómo se llaman? Los derechos del pueblo».
Y a lo mejor, cuando el lector estaba más descuidado, le soltaba ésta:
«He aquí al tirano. ¡Maldito sea!
»Aplicad el oído y decidme de dónde viene ese rumor vago, confuso, extraño.
»Posad la mano en la tierra y decidme por qué se ha estremecido.
»Es el hijo del Hombre que avanza, decidido a recobrar su primogenitura.
»¿Por qué palidece la faz del tirano? ¡Ah!, el tirano ve que sus horas están contadas...».
Otras veces empezaba diciendo aquello de: «Joven soldado, ¿adónde vas?» Y por fin, después de mucho marear, quedábase el lector sin saber a dónde iba el soldadito, como no fueran todos, autor y público, a Leganés.
Todo esto le parecía de perlas a don Francisco, hombre de escasa lectura. Algunas tardes se iban a pasear juntos los dos tacaños, charla que te charla; y si en negocios siempre era Torquemada la sibila, en otra clase de conocimientos no había más sibila que el señor de Bailón. En política, sobre todo, el ex clérigo se las echaba de muy entendido, principiando por decir que ya no le daba la gana de conspirar; como que tenía la olla asegurada y no quería exponer su pelleja para hacer el caldo gordo a cuatro silbantes. Luego pintaba a todos los políticos, desde el más alto al más oscuro, como un atajo de pilletes, y les sacaba la cuenta, al céntimo, de cuanto habían rapiñado... Platicaban mucho también de reformas urbanas, y como Bailón había estado en París y Londres, podía comparar. La higiene pública les preocupaba a entrambos: el clérigo le echaba la culpa de todo a los miasmas, y formulaba unas teorías biológicas que eran lo que había que oír. De astronomía y música también se le alcanzaba algo; no era lego en botánica, ni en veterinaria, ni en el arte de escoger melones. Pero en nada lucía tanto su enciclopédico saber como en cosas de religión. Sus meditaciones y estudios le habían permitido sondear el grande y temeroso problema de nuestro destino total.
−¿Adónde vamos a parar cuando nos morimos? Pues volvemos a nacer: esto es claro como el agua. Yo me acuerdo −decía mirando fijamente a su amigo y turbándole con el tono solemne que daba a sus palabras−, yo me acuerdo de haber vivido antes de ahora. He tenido en mi mocedad un recuerdo vago de aquella vida, y ahora, a fuerza de meditar, puedo verla clara. Yo fui sacerdote en Egipto, ¿se entera usted?, allá por los años de qué sé yo cuántos... Sí, señor, sacerdote en Egipto. Me parece que me estoy viendo con una sotana o vestimenta de color de azafrán, y unas al modo de orejeras que me caían por los lados de la cara. Me quemaron vivo, porque..., verá usted..., había en aquella iglesia, digo, templo, una sacerdotisita que me gustaba..., de lo más barbián, ¿se entera usted?..., ¡y con unos ojos... así, y un golpe de caderas, señor don Francisco...! En fin, que aquello se enredó, y la diosa Isis y el buey Apis lo llevaron muy a mal. Alborotose todo aquel cleriguicio, y nos quemaron vivos a la chavala y a mí... Lo que le cuento es verdad, como ése es sol. Fíjese usted bien, amigo; revuelva en su memoria; rebusque bien en el sótano y en los desvanes de su ser, y encontrará la certeza de que también usted ha vivido en tiempos lejanos. Su niño de usted, ese prodigio, debe de haber sido antes el propio Newton, o Galileo, o Euclides. Y por lo que hace a otras cosas, mis ideas son bien claras. Infierno y cielo no existen: papas simbólicas y nada más. Infierno y cielo están aquí. Aquí pagamos tarde o temprano todas las que hemos hecho; aquí recibimos, si no hoy, mañana, nuestro premio, si lo merecemos, y quien dice mañana dice el siglo que viene... Dios, ¡oh!, la idea de Dios tiene mucho busilis... y
para comprenderla hay que devanarse los sesos, como me los he devanado yo, dale que dale sobre los libros, y meditando luego. Pues Dios... (poniendo unos ojazos muy reventones y haciendo con ambas manos el gesto expresivo de abarcar un grande espacio) es la Humanidad, la Humanidad, ¿se entera usted?, lo cual no quiere decir que deje de ser personal... ¿Qué cosa es personal? Fíjese bien. Personal es lo que es uno. Y el gran Conjunto, amigo don Francisco, el gran Conjunto... es uno, porque no hay más, y tiene los atributos de un ser infinitamente infinito. Nosotros, en montón, componemos la Humanidad; somos los átomos que forman el gran todo; somos parte mínima de Dios, parte minúscula, y nos renovamos como en nuestro cuerpo se renuevan los átomos de la cochina materia... ¿Se va usted enterando?...
Torquemada no se iba enterando ni poco ni mucho; pero el otro se metía en un laberinto del cual no salía sino callándose. Lo único que don Francisco sacaba de toda aquella monserga era que Dios es la Humanidad, y que la Humanidad es la que nos hace pagar nuestras picardías o nos premia por nuestras buenas obras. Lo demás no lo entendía así le ahorcaran. El sentimiento católico de Torquemada no había sido nunca muy vivo. Cierto que en tiempos de doña Silvia iban los dos a misa, por rutina; pero nada más. Pues después de viudo, las pocas ideas del Catecismo que el Peor conservaba en su mente, como papeles o apuntes inútiles, las barajó con todo aquel fárrago de la Humanidad-Dios, haciendo un lío de mil demonios.
A decir verdad, ninguna de estas teologías ocupaba largo tiempo el magín del tacaño, siempre atento a la baja realidad de sus negocios. Pero llegó un día, mejor dicho, una noche, en que tales ideas hubieron de posesionarse de su mente con cierta tenacidad, por lo que ahorita mismo voy a referir. Entraba mi hombre en su casa al caer de una tarde del mes de febrero, evacuadas mil diligencias con diverso éxito, discurriendo los pasos que daría al día siguiente, cuando su hija, que le abrió la puerta, le dijo estas palabras:
−No te asustes papá, no es nada... Valentín ha venido malo de la escuela.
Las desazones del monstruo ponían a don Francisco en gran sobresalto. La que se le anunciaba podía ser insignificante, como otras. No obstante, en la voz de Rufina había cierto temblor, una veladura, un timbre extraño, que dejaron a Torquemada frío y suspenso.
−Yo creo que no es cosa mayor −prosiguió la señorita−. Parece que le dio un vahído. El maestro fue quien le trajo… en brazos.
El Peor seguía clavado en el recibimiento, sin acertar a decir nada ni a dar un paso.
−Le acosté en seguida, y mandé un recado a Quevedo para que viniera a escape.
Don Francisco, saliendo de su estupor como si le hubiesen dado un latigazo, corrió al cuarto del chico, a quien vio en el lecho, con tanto abrigo encima que parecía sofocado. Tenía la cara encendida, los ojos dormilones. Su quietud más era de modorra dolorosa que de sueño tranquilo. El padre aplicó su mano a las sienes del inocente monstruo, que abrasaban.
−Pero ese trasto de Quevedillo... Así reventara... No sé en qué piensa... Mira, mejor será llamar otro médico que sepa más.
Su hija procuraba tranquilizarle; pero él se resistía al consuelo. Aquel hijo no era un hijo cualquiera, y no podía enfermar sin que alterara el orden del universo. No probó el afligido padre la comida: no hacía más que dar vueltas por la casa, esperando al maldito médico, y sin cesar iba de su cuarto al del niño, y de aquí al comedor, donde se le presentaba ante los ojos, oprimiéndole el corazón, el encerado en que Valentín trazaba con tiza sus problemas matemáticos. Aún subsistía lo pintado por la mañana, garabatos que Torquemada no entendió, pero que casi le hicieron llorar como una
música triste; el signo de raíz, letras por arriba y por abajo, y en otra parte una red de líneas, formando como una estrella de muchos picos con numeritos en las puntas.
Por fin, alabado sea Dios, llegó el dichoso Quevedito, y don Francisco le echó la correspondiente chillería, pues ya le trataba como a yerno. Visto y examinado el niño, no puso el médico muy buena cara. A Torquemada se le podía ahogar con un cabello cuando el doctorcillo, arrimándole contra la pared y poniéndole ambas manos en los hombros, le dijo:
−No me gusta nada esto; pero hay que esperar a mañana, a ver si brota alguna erupción. La fiebre es bastante alta. Ya le he dicho a usted que tuviera mucho cuidado con este fenómeno de chico. ¡Tanto estudiar, tanto saber, un desarrollo cerebral disparatado! Lo que hay que hacer con Valentín es ponerle un cencerro al pescuezo, soltarle en el campo en medio de un ganado, y no traerle a Madrid hasta que esté bien bruto.
Torquemada odiaba el campo y no podía comprender que en él hubiese nada bueno. Pero hizo propósito, si el niño se curaba, de llevarle a una dehesa a que bebiera leche a pasto y respirase aires puros. Los aires puros, bien lo decía Bailón, eran cosa muy buena. ¡Ah!, los malditos miasmas tenían la culpa de lo que estaba pasando. Tanta rabia sintió don Francisco, que si coge un miasma en aquel momento lo parte por el eje. Fue la sibila aquella noche a pasar un rato con su amigo, y mira por dónde se repitió la matraca de la Humanidad, pareciéndole a Torquemada el clérigo más enigmático y latero que nunca, sus brazos más largos, su cara más dura y temerosa. Al quedarse solo, el usurero no se acostó. Puesto que Rufina y Quevedo se quedaban a velar, él también velaría. Contigua a la alcoba del padre estaba la de los hijos, y en ésta el lecho de Valentín, que pasó la noche inquietísimo, sofocado, echando lumbre de su piel, los ojos atónitos y chispeantes, el habla insegura, las ideas desenhebradas, como cuentas de un rosario cuyo hilo se rompe.
IV
El día siguiente fue todo sobresalto y amargura. Quevedo opinó que la enfermedad era inflamación de las meninges, y que el chico estaba en peligro de muerte. Esto no se lo dijo al padre, sino a Bailón, para que le fuese preparando. Torquemada y él se encerraron, y de la conferencia resultó que por poco se pegan, pues don Francisco, trastornado por el dolor, llamó a su amigo embustero y farsante. El desasosiego, la inquietud nerviosa, el desvarío del tacaño sin ventura, no se pueden describir. Tuvo que salir a varias diligencias de su penoso oficio, y a cada instante tornaba a casa, jadeante, con medio palmo de lengua fuera, el hongo echado hacia atrás. Entraba, daba un vistazo, vuelta a salir. El mismo traía las medicinas, y en la botica contaba toda la historia…: «Un vahído estando en clase; después calentura horrible... ¿Para qué diablos sirven los médicos?» Por consejo del mismo Quevedito, mandó venir a uno de los más eminentes, el cual calificó el caso de meningitis aguda.
La noche del segundo día, Torquemada, rendido de cansancio, se embutió en uno de los sillones de la sala, y allí se estuvo como media horita, dando vueltas a una pícara idea, ¡ay!, dura y con muchas esquinas, que se le había metido en el cerebro. «He faltado a la Humanidad, y esa muy tal y cual me las cobra ahora con los réditos atrasados... No: pues si Dios, o quienquiera que sea, me lleva mi hijo, ¡me voy a volver más malo, más perro...! Ya verán entonces lo que es canela fina. Pues no faltaba otra cosa... Conmigo no juegan... Pero no, ¡qué disparates digo! No me le quitará, porque yo... Eso que dicen de que no he hecho bien a nadie, es mentira. Que me lo prueben...
porque no basta decirlo. ¿Y los tantísimos a quien he sacado de apuros?... Pues ¿y eso? Porque si a la Humanidad le han ido con cuentos de mí: que si aprieto, que si no aprieto... yo probaré... Ea, que ya me voy cargando; si no he hecho ningún bien, ahora lo haré, ahora, pues por algo se ha dicho que nunca para el bien es tarde. Vamos a ver: ¿y si yo me pusiera ahora a rezar, qué dirían allá arriba? Bailón me parece a mí que está equivocado, y la Humanidad no debe de ser Dios, sino la Virgen... Claro, es hembra, señora... No, no, no..., no nos fijemos en el materialismo de la palabra. La Humanidad es Dios, la Virgen y todos los santos juntos... Tente, hombre, tente, que te vuelves loco... Tan sólo saco en limpio que no habiendo buenas obras, todo es, como si dijéramos, basura... ¡Ay Dios, qué pena, qué pena...! Si me pones bueno a mi hijo, yo no sé qué cosas haría; ¡pero qué cosas tan magníficas y tan...! ¿Pero quién es el sinvergüenza que dice que no tengo apuntada ninguna buena obra? Es que me quieren perder, me quieren quitar a mi hijo, al que ha nacido para enseñar a todos los sabios y dejarles tamañitos. Y me tienen envidia porque soy su padre, porque de estos huesos y de esta sangre salió aquella gloria del mundo... Envidia; pero ¡qué envidiosa es esta puerca Humanidad! Digo, la Humanidad no, porque es Dios... los hombres, los prójimos, nosotros, que somos todos muy pillos, y por eso nos pasa lo que nos pasa... Bien merecido nos está..., bien merecido nos está».
Acordose entonces de que al día siguiente era domingo y no había extendido los recibos para cobrar los alquileres de su casa. Después de dedicar a esta operación una media hora, descansó algunos ratos, estirándose en el sofá de la sala. Por la mañana, entre nueve y diez, fue a la cobranza dominguera. Con el no comer y el mal dormir y la acerbísima pena que le destrozaba el alma, estaba el hombre mismamente del color de una aceituna. Su andar era vacilante, y sus miradas vagaban inciertas, perdidas, tan pronto barriendo el suelo como disparándose a las alturas. Cuando el remendón que en el sucio portal tenía su taller vio entrar al casero y reparó en su cara descompuesta y en aquel andar de beodo, asustose tanto que se le cayó el martillo con que clavaba las tachuelas. La presencia de Torquemada en el patio, que todos los domingos era una desagradabilísima aparición, produjo aquel día verdadero pánico; y mientras algunas mujeres corrieron a refugiarse en sus respectivos aposentos, otras, que debían de ser malas pagadoras y que observaron la cara que traía la fiera, se fueron a la calle. La cobranza empezó por los cuartos bajos, y pagaron sin chistar el albañil y las dos pitilleras, deseando que se les quitase de delante la aborrecida estampa de don Francisco. Algo desusado y anormal notaron en él, pues tomaba el dinero maquinalmente y sin examinarlo con roñosa nimiedad, como otras veces, cual si tuviera el pensamiento a cien leguas del acto importantísimo que estaba realizando; no se le oían aquellos refunfuños de perro mordelón, ni inspeccionó las habitaciones buscando el baldosín roto o el pedazo de revoco caído, para echar los tiempos a la inquilina.
Al llegar al cuarto de la Rumalda, planchadora, viuda, con su madre enferma en un camastro y tres niños menores que andaban en el patio enseñando las carnes por los agujeros de la ropa, Torquemada soltó el gruñido de ordenanza, y la pobre mujer, con afligida y trémula voz, cual si tuviera que confesar ante el juez un negro delito, soltó la frase de reglamento:
−Don Francisco, por hoy no se puede. Otro día cumpliré.
No puedo dar idea del estupor de aquella mujer y de las dos vecinas, que presentes estaban, cuando vieron que el tacaño no escupió por aquella boca ninguna maldición ni herejía, cuando le oyeron decir con la voz más empañada y llorosa del mundo:
−No, hija, si no te digo nada..., si no te apuro..., si no se me ha pasado por la cabeza reñirte... ¡Qué le hemos de hacer, si no puedes…!
−Don Francisco, es que... −murmuró la otra, creyendo que la fiera se expresaba con sarcasmo, y que tras el sarcasmo vendría la mordida.
−No, hija, si no he chistado... ¿Cómo se han de decir las cosas? Es que a ustedes no hay quien las apee de que soy un hombre, como quien dice, tirano... ¿De dónde sacáis que no hay en mí compasión, ni..., ni caridad? En vez de agradecerme lo que hago por vosotras, me calumniáis... No, no: entendámonos. Tú, Rumalda, estate tranquila: sé que tienes necesidades, que los tiempos están malos… Cuando los tiempos están malos, hijas, ¿qué hemos de hacer sino ayudarnos los unos a los otros?
Siguió adelante, y en el principal dio con una inquilina muy mal pagadora, pero de muchísimo corazón para afrontar a la fiera; y así que le vio llegar, juzgando por el cariz que venía más enfurruñado que nunca, salió al encuentro de su aspereza con estas arrogantes expresiones:
−Oiga uste, a mí no me venga con apreturas. Ya sabe que no lo hay. Ese está sin trabajo. ¿Quiere que salga a un camino? ¿No ve la casa sin muebles, como un hespital prestao? ¿De dónde quiere que lo saque?... Maldita sea su alma...
−¿Y quién te dice a ti, grandísima tal, deslenguada y bocona, que yo vengo a sofocarte? A ver si hay alguna tarasca de éstas que sostenga que yo no tengo humanidad. Atrévase a decírmelo...
Enarboló el garrote, símbolo de su autoridad y de su mal genio, y en el corrillo que se había formado sólo se veían bocas abiertas y miradas de estupefacción.
−Pues a ti y a todas les digo que no me importa un rábano que no me paguéis hoy. ¡Vaya! ¿Cómo lo he de decir para que lo entiendan?... ¡Con que estando tu marido sin trabajar te iba yo a poner el dogal al cuello!... Gracias, niña, por el favor que me haces… Yo sé que me pagarás cuando puedas, ¿verdad? Porque lo que es intención de pagar, tú la tienes. Pues entonces, ¿a qué tanto enfurruñarse?... ¡Tontas, malas cabezas!, (eforzándose en producir una sonrisa), ¡vosotras, creyéndome a mí más duro que las peñas, y yo dejándooslo creer, porque me convenía, porque me convenía, claro, pues Dios manda que no echemos facha con nuestra humanidad…! Vaya, que sois todas unos grandísimos peines... Abur, tú, no te sofoques. Y no creas que hago esto para que me eches bendiciones. Pero conste que no te ahogo; y para que veas lo bueno que soy...
Se detuvo y meditó un momento, llevándose la mano al bolsillo y mirando al suelo.
−Nada, nada... Quédate con Dios.
Y a otra. Cobró en las tres puertas siguientes sin ninguna dificultad.
−Don Francisco, que me ponga usted piedra nueva en la hornilla, que aquí no se puede guisar...
En otras circunstancias, esta reclamación habría sido el principio de una chillería tremenda, verbigracia: «Pon el traspontín en la hornilla, sinvergüenza, y arma el fuego encima». −«Miren el tío manguitillas, así se le vuelvan veneno los cuartos». Pero aquel día todo era paz y concordia, y Torquemada concedía cuanto le demandaban.
−¡Ay, don Francisco! −le dijo otra en el número 11− tenga los jeringados cincuenta reales. Para poderlos juntar, no hemos comido más que dos cuartos de gallineja y otros dos de hígado con pan seco... Pero por no verle el caráiter de esa cara y no oírle, me mantendría yo con puntas de París.
−Pues mira, eso es un insulto, una injusticia, porque si las he sofocado otras veces no ha sido por el materialismo del dinero, sino porque me gusta ver cumplir a la gente... para que no se diga... Debe haber dignidad en todos... ¡A fe que tienes buena idea de mí!... ¿Iba yo a consentir que tus hijos, estos borregos de Dios, tuviesen hambre?... Deja, déjate el dinero... O mejor, para que no lo tomes a desaire: partámoslo y quédate con veinticinco reales... Ya me los darás otro día... ¡Bribonazas, cuando debíais confesar que soy para vosotras como un padre, me tacháis de inhumano y de qué sé yo qué! No,
yo les aseguro a todas que respeto a la Humanidad, que la considero, que la estimo, que ahora y siempre haré todo el bien que pueda y un poquito más... ¡Hala!
Asombro, confusión. Tras él iba el parlero grupo, chismorreando así: «A este condenado le ha pasado algún desavío... Don Francisco no está bueno de la cafetera. Mirad qué cara de patíbulo se ha traído. ¡Don Francisco con humanidad! Ahí tenéis por qué está saliendo todas las noches en el cielo esa estrella con rabo. Es que el mundo se va a acabar».
En el número 16:
−Pero hija de mi alma, so tunanta, ¿tenías a tu niña mala y no me habías dicho nada? ¿Pues para qué estoy yo en el mundo? Francamente, eso es un agravio que no te perdono, no te lo perdono. Eres una indecente; y en prueba de que no tienes ni pizca de sentido, ¿apostamos a que no adivinas lo que voy a hacer? ¿Cuánto va a que no lo adivinas?... Pues voy a darte para que pongas un puchero..., ¡ea! Toma, y di ahora que yo no tengo humanidad. Pero sois tan mal agradecidas, que me pondréis como chupa de dómine, y hasta puede que me echéis alguna maldición. Abur.
En el cuarto de la señá Casiana, una vecina se aventuró a decirle:
−Don Francisco, a nosotras no nos la da usted... A usted le pasa algo. ¿Qué demonios tiene en esa cabeza o en ese corazón de cal y canto?
Dejose el afligido casero caer en una silla, y quitándose el hongo se pasó la mano por la amarilla frente y la calva sebosa, diciendo tan sólo entre suspiros:
−¡No es de cal y canto, puñales, no es de cal y canto!
Como observasen que sus ojos se humedecían y que, mirando al suelo y apoyado con ambas manos en el bastón, cargaba sobre éste todo el peso del cuerpo, meciéndose, le instaron para que se desahogara; pero él no debió creerlas dignas de ser confidentes de su inmensa, desgarradora pena. Tomando el dinero, dijo con voz cavernosa:
−Si no lo tuvieras, Casiana, lo mismo sería. Repito que yo no ahogo al pobre... como que yo también soy pobre... Quien dijese (levantándose con zozobra y enfado) que soy inhumano, miente más que la Gaceta. Yo soy humano; yo compadezco a los desgraciados; yo les ayudo en lo que puedo, porque así nos lo manda la Humanidad; y bien sabéis todas que como faltéis a la Humanidad, lo pagaréis tarde o temprano, y que si sois buenas tendréis vuestra recompensa. Yo os juro por esa imagen de la Virgen de las Angustias con el Hijo muerto en los brazos (señalando una lámina), yo os juro que si no os he parecido caritativo y bueno, no quiere esto decir que no lo sea, ¡puñales!, y que si son menester pruebas, pruebas se darán. Dale, que no lo creen..., pues váyanse todas con doscientos mil pares de demonios, que a mí con ser bueno me basta... No necesito que nadie me dé bombo... Piojosas, para nada quiero vuestras gratitudes... Me paso por las narices vuestras bendiciones.
Dicho esto salió de estampía. Todas le miraban por la escalera abajo, y por el patio adelante, y por el portal afuera, haciendo unos gestos tales que parecía el mismo demonio persignándose.
V
Corrió hacia su casa, y contra su costumbre (pues era hombre que comúnmente prefería despernarse a gastar una peseta), tomó un coche para llegar más pronto. El corazón dio en decirle que encontraría buenas noticias, el enfermo aliviado, la cara de Rufina sonriente al abrir la puerta; y en su impaciencia loca, parecíale que el carruaje no se movía, que el caballo cojeaba y que el cochero no sacudía bastantes palos al pobre
animal... «Arrea, hombre. ¡Maldito jaco! Leña con él −le gritaba−. Mira que tengo mucha prisa».
Llegó por fin; y al subir jadeante la escalera de su casa, razonaba sus esperanzas de esta manera: «No salgan ahora diciendo que es por mis maldades, pues de todo hay...». ¡Qué desengaño al ver la cara de Rufina tan triste, y al oír aquel lo mismo, papá, que sonó en sus oídos como fúnebre campanada! Acercose de puntillas al enfermo y le examinó. Como el pobre niño se hallara en aquel momento amodorrado, pudo don Francisco observarle con relativa calma, pues cuando deliraba y quería echarse del lecho, revolviendo en torno los espantados ojos, el padre no tenía valor para presenciar tan doloroso espectáculo y huía de la alcoba trémulo y despavorido. Era hombre que carecía de valor para afrontar penas de tal magnitud, sin duda por causa de su deficiencia moral; se sentía medroso, consternado, y como responsable de tanta desventura y dolor tan grande. Seguro de la esmeradísima asistencia de Rufina, ninguna falta hacía el afligido padre junto al lecho de Valentín: al contrario, más bien era estorbo, pues si le asistiera, de fijo, en su turbación, equivocaría las medicinas, dándole a beber algo que acelerara su muerte. Lo que hacía era vigilar sin descanso, acercarse a menudo a la puerta de la alcoba, y ver lo que ocurría, oír la voz del niño delirando o quejándose; pero si los ayes eran muy lastimeros y el delirar muy fuerte, lo que sentía Torquemada era un deseo instintivo de echar a correr y ocultarse con su dolor en el último rincón del mundo.
Aquella tarde, le acompañaron un rato Bailón, el carnicero de abajo, el sastre del principal y el fotógrafo de arriba, esforzándose todos en consolarle con las frases de reglamento; mas no acertando Torquemada a sostener la conversación sobre tema tan triste, les daba las gracias con desatenta sequedad. Todo se le volvía suspirar con bramidos, pasearse a trancos, beber buches de agua y dar algún puñetazo en la pared. ¡Tremendo caso aquél! ¡Cuántas esperanzas desvanecidas!... ¡Aquella flor del mundo segada y marchita! Esto era para volverse loco. Más natural sería el desquiciamiento universal que la muerte del portentoso niño que había venido a la tierra para iluminarla con el fanal de su talento... ¡Bonitas cosas hacía Dios, la Humanidad, o quien quiera que fuese el muy tal y cual que inventó el mundo y nos puso en él! Porque si habían de llevarse a Valentín, ¿para qué le trajeron acá, dándole a él, al buen Torquemada, el privilegio de engendrar tamaño prodigio? ¡Bonito negocio hacía la Providencia, la Humanidad, o el arrastrado Conjunto, como decía Bailón! ¡Llevarse al niño aquel, lumbrera de la ciencia, y dejar acá todos los tontos! ¿Tenía esto sentido común? ¿No había motivo para rebelarse contra los de arriba, ponerles como ropa de pascua y mandarles a paseo?... Si Valentín se moría, ¿qué quedaba en el mundo? Oscuridad, ignorancia. Y para el padre, ¡qué golpe! ¡Porque figurémonos todos lo que sería don Francisco cuando su hijo, ya hombre, empezase a figurar, a confundir a todos los sabios, a volver patas arriba la ciencia toda!... Torquemada sería en tal caso la segunda persona de la Humanidad, y sólo por la gloria de haber engendrado al gran matemático sería cosa de plantarle en un trono. ¡Vaya un ingeniero que sería Valentín si viviese! Como que había de haber unos ferrocarriles que irían de aquí a Pekín en cinco minutos, y globos para navegar por los aires, y barcos para andar por debajito del agua, y otras cosas nunca vistas ni siquiera soñadas. ¡Y el planeta se iba a perder estas gangas por una estúpida sentencia de los que dan y quitan la vida!... Nada, nada, envidia, pura envidia. Allá arriba, en las invisibles cavidades de los altos cielos, alguien se había propuesto fastidiar a Torquemada. Pero... pero... ¿y si no fuese envidia, sino castigo? ¿Si se había dispuesto así para anonadar al tacaño cruel, al casero tiránico, al prestamista sin entrañas? ¡Ah! Cuando esta idea entraba en turno, Torquemada sentía impulsos de correr hacía la pared más próxima y estrellarse contra ella. Pronto se reaccionaba y
volvía sobre sí. No, no podía ser castigo, porque él no era malo, y si lo fue, ya se enmendaría. Era envidia, tirria y malquerencia que le tenían, por ser autor de tan soberana eminencia. Querían truncarle su porvenir y arrebatarle aquella alegría y fortuna inmensa de sus últimos años... Porque su hijo, si viviese, había de ganar muchísimo dinero, pero muchísimo, y de aquí la celestial intriga. Pero él (lo pensaba lealmente) renunciaría a las ganancias pecuniarias del hijo, con tal que le dejaran la gloria, ¡la gloria!, pues para negocios le bastaba con los suyos propios... El último paroxismo de su exaltada mente fue renunciar a todo el materialismo de la ciencia del niño, con tal que le dejasen la gloria.
Cuando se quedó solo con él, Bailón le dijo que era preciso tuviese filosofía; y como Torquemada no entendiese bien el significado y aplicación de tal palabra, explanó la sibila su idea en esta forma: «Conviene resignarse, considerando nuestra pequeñez ante estas grandes evoluciones de la materia... pues, o sustancia vital. Somos átomos, amigo don Francisco, nada más que unos tontos de átomos. Respetemos las disposiciones del grandísimo Todo a que pertenecemos, y vengan penas. Para eso está la filosofía, o, si se quiere, la religión: para hacer pecho a la adversidad. Pues si no fuera así, no podríamos vivir». Todo lo aceptaba Torquemada menos resignarse. No tenía en su alma la fuente de donde tal consuelo pudiera salir, y ni siquiera lo comprendía. Como el otro, después de haber comido bien, insistiera en aquellas ideas, a don Francisco se le pasaron ganas de darle un par de trompadas, destruyendo en un punto el perfil más enérgico que dibujara Miguel Ángel. Pero no hizo más que mirarle con ojos terroríficos, y el otro se asustó y puso punto en sus teologías.
A prima noche, Quevedito y el otro médico hablaron a Torquemada en términos desconsoladores. Tenían poca o ninguna esperanza, aunque no se atrevían a decir en absoluto que la habían perdido, y dejaban abierta la puerta a las reparaciones de la naturaleza y a la misericordia de Dios. Noche horrible fue aquélla. El pobre Valentín se abrasaba en invisible fuego. Su cara encendida y seca, sus ojos iluminados por esplendor siniestro, su inquietud ansiosa, sus bruscos saltos en el lecho, cual si quisiera huir de algo que le asustaba, eran espectáculo tristísimo que oprimía el corazón. Cuando don Francisco, transido de dolor, se acercaba a la abertura de las entornadas batientes de la puerta y echaba hacia dentro una mirada tímida, creía escuchar, con la respiración premiosa del niño, algo como el chirrido de su carne tostándose en el fuego de la calentura. Puso atención a las expresiones incoherentes del delirio, y le oyó decir: «Equis elevado al cuadrado, menos uno, partido por dos, más cinco equis menos dos, partido por cuatro, igual equis por equis más dos, partido por doce... Papá, papá, la característica del logaritmo de un entero tiene tantas unidades menos una como...». Ningún tormento de la Inquisición iguala al que sufría Torquemada oyendo estas cosas. Eran las pavesas del asombroso entendimiento de su hijo revolando sobre las llamas en que éste se consumía. Huyó de allí por no oír la dulce vocecita, y estuvo más de media hora echado en el sofá de la sala, agarrándose con ambas manos la cabeza como si se le quisiese escapar. De improviso se levantó, sacudido por una idea; fue al escritorio, donde tenía el dinero; sacó un cartucho de monedas que debían de ser calderilla, y vaciándoselo en el bolsillo del pantalón, púsose capa y sombrero, cogió el llavín, y a la calle.
Salió como si fuera en persecución de un deudor. Después de mucho andar, parábase en una esquina, miraba con azoramiento a una parte y otra, y vuelta a correr calle adelante, con paso de inglés tras de su víctima. Al compás de la marcha, sonaba en la pierna derecha el retintín de las monedas... Grandes eran su impaciencia y desazón por no encontrar aquella noche lo que otras le salía tan a menudo al paso, molestándole y aburriéndole. Por fin..., gracias a Dios..., acercósele un pobre.
−Toma, hombre, toma: ¿dónde diablos os metéis esta noche? Cuando no hacéis falta, salís como moscas, y cuando se os busca para socorreros, nada...
Apareció luego uno de esos mendigos decentes que piden, sombrero en mano, con lacrimosa cortesía.
−Señor, un pobre cesante.
−Tenga; tenga más. Aquí estamos los hombres caritativos para acudir a las miserias... Dígame: ¿no me pidió usted noches pasadas? Pues sepa que no le di porque iba muy de prisa. Y la otra noche y la otra, tampoco le di porque no llevaba suelto: lo que es voluntad la tuve, bien que la tuve». Claro es que el cesante pordiosero se quedaba viendo visiones, y no sabía cómo expresar su gratitud. Más allá salió de un callejón la fantasma. Era una mujer que pide en la parte baja de la calle de la Salud, vestida de negro, con un velo espesísimo que le tapa la cara.
−Tome, tome, señora... Y que me digan ahora que yo jamás he dado una limosna. ¿Le parece a usted qué calumnia? Vaya, que ya habrá usted reunido bastantes cuartos esta noche. Como que hay quien dice que pidiendo así, y con ese velo por la cara, ha reunido usted un capitalito. Retírese ya, que hace mucho frío... y ruegue a Dios por mí.
En la calle del Carmen, en la de Preciados y Puerta del Sol, a todos los chiquillos que salían dio su perro por barba.
−¡Eh!, niño, ¿tú pides o qué haces ahí, como un bobo?
Esto se lo dijo a un chicuelo que estaba arrimado a la pared, con las manos a la espalda, descalzos los pies, el pescuezo envuelto en una bufanda. El muchacho alargó la mano aterida.
−Toma... Pues qué, ¿no te decía el corazón que yo había de venir a socorrerte? ¿Tienes frío y hambre? Toma más, y lárgate a tu casa, si la tienes. Aquí estoy yo para sacarte de un apuro; digo, para partir contigo un pedazo de pan, porque yo también soy pobre y más desgraciado que tú, ¿sabes?, porque el frío, el hambre, se soportan; pero, ¡ay!, otras cosas...
Apretó el paso sin reparar en la cara burlona de su favorecido, y siguió dando, dando, hasta que le quedaron pocas piezas en el bolsillo. Corriendo hacia su casa, en retirada, miraba al cielo, cosa en él muy contraria a la costumbre, pues si alguna vez lo miró para enterarse del tiempo, jamás, hasta aquella noche, lo había contemplado. ¡Cuantísima estrella! Y qué claras y resplandecientes, cada una en su sitio, hermosas y graves, millones de millones de miradas que no aciertan a ver nuestra pequeñez. Lo que más suspendía el ánimo del tacaño era la idea de que todo aquel cielo estuviese indiferente a su gran dolor, o más bien ignorante de él. Por lo demás, como bonitas, ¡vaya si eran bonitas las estrellas! Las había chicas, medianas y grandes; algo así como pesetas, medios duros y duros. Al insigne prestamista le pasó por la cabeza lo siguiente: «Como se ponga bueno, me ha de ajustar esta cuenta: si acuñáramos todas las estrellas del cielo, ¿cuánto producirían al cinco por ciento de interés compuesto en los siglos que van desde que todo eso existe?»
Entró en su casa cerca de la una, sintiendo algún alivio en las congojas de su alma; se adormeció vestido, y a la mañana del día siguiente la fiebre de Valentín había remitido bastante. ¿Habría esperanzas? Los médicos no las daban sino muy vagas, y subordinado su fallo al recargo de la tarde. El usurero, excitadísimo, se abrazó a tan débil esperanza como el náufrago se agarra a la flotante astilla. Viviría, ¡pues no había de vivir!
−Papá −le dijo Rufina llorando−, pídeselo a la Virgen del Carmen, y déjate de Humanidades.
−¿Crees tú?... Por mí no ha de quedar. Pero te advierto que no habiendo buenas obras no hay que fiarse de la Virgen. Y acciones cristianas habrá, cueste lo que cueste:
yo te lo aseguro. En las obras de misericordia está todo el intríngulis. Yo vestiré desnudos, visitaré enfermos, consolaré tristes... Bien sabe Dios que esa es mi voluntad, bien lo sabe... No salgamos después con la peripecia de que no lo sabía... Digo, como saberlo, lo sabe... Falta que quiera.
Vino por la noche el recargo, muy fuerte. Los calomelanos y revulsivos no daban resultado alguno. Tenía el pobre niño las piernas abrasadas a sinapismos, y la cabeza hecha una lástima con las embrocaciones para obtener la erupción artificial. Cuando Rufina le cortó el pelito por la tarde, con objeto de despejar el cráneo, Torquemada oía los tijeretazos como si se los dieran a él en el corazón. Fue preciso comprar más hielo para ponérselo en vejigas en la cabeza, y después hubo que traer el yodoformo; recados que el Peor desempeñaba con ardiente actividad, saliendo y entrando cada poco tiempo. De vuelta a casa, ya anochecido, encontró, al doblar la esquina de la calle de Hita, un anciano mendigo y haraposo, con pantalones de soldado, la cabeza al aire, un andrajo de chaqueta por los hombros, y mostrando el pecho desnudo. Cara más venerable no se podría encontrar sino en las estampas del Año Cristiano. Tenía la barba erizada y la frente llena de arrugas, como San Pedro, el cráneo terso y dos rizados mechones blancos en las sienes.
−Señor, señor −decía con el temblor de un frío intenso−, mire cómo estoy, míreme.
Torquemada pasó de largo, y se detuvo a poca distancia; volvió hacia atrás, estuvo un rato vacilando, y al fin siguió su camino. En el cerebro le fulguró esta idea: «Si conforme traigo la capa nueva, trajera la vieja...».
VI
Y al entrar en su casa:
−¡Maldito de mí! No debí dejar escapar aquel acto de cristiandad.
Dejó la medicina que traía, y, cambiando de capa, volvió a echarse a la calle. Al poco rato, Rufina, viéndole entrar en cuerpo, le dijo asustada:
−Pero, papá, ¡cómo tienes la cabeza!... ¿En dónde has dejado la capa?
−Hija de mi alma −contestó el tacaño bajando la voz y poniendo una cara muy compungida−, tú no comprendes lo que es un buen rasgo de caridad, de humanidad... ¿Preguntas por la capa? Ahí te quiero ver... Pues se la he dado a un pobre viejo, casi desnudo y muerto de frío. Yo soy así: no ando con bromas cuando me compadezco del pobre. Podré parecer duro algunas veces; pero como me ablande... Veo que te asustas. ¿Qué vale un triste pedazo de paño?
−¿Era la nueva?
−No, la vieja... Y ahora, créemelo, me remuerde la conciencia por no haberle dado la nueva... y se me alborota también por habértelo dicho. La caridad no se debe pregonar.
No se habló más de aquello, porque de cosas más graves debían ambos ocuparse. Rendida de cansancio, Rufina no podía ya con su cuerpo: cuatro noches hacía que no se acostaba; pero su valeroso espíritu la sostenía siempre en pie, diligente y amorosa como una hermana de la caridad. Gracias a la asistenta que tenían en casa, la señorita podía descansar algunos ratos; y para ayudar a la asistenta en los trabajos de la cocina, quedábase allí por las tardes la trapera de la casa, viejecita que recogía las basuras y los pocos desperdicios de la comida, ab initio, o sea desde que Torquemada y doña Silvia se casaron, y lo mismo había hecho en la casa de los padres de doña Silvia. Llamábanla la tía Roma, no sé por qué (me inclino a creer que este nombre es corrupción de Jerónima); y era tan vieja, tan vieja y tan fea, que su cara parecía un puñado de telarañas revueltas con ceniza; su nariz de corcho ya no tenía forma; su boca redonda y sin
dientes, menguaba o crecía, según la distensión de las arrugas que la formaban. Más arriba, entre aquel revoltijo de piel polvorosa, lucían los ojos de pescado, dentro de un cerco de pimentón húmedo. Lo demás de la persona desaparecía bajo un envoltorio de trapos y dentro de la remendada falda, en la cual había restos de un traje de la madre de doña Silvia, cuando era polla. Esta pobre mujer tenía gran apego a la casa, cuyas barreduras había recogido diariamente durante luengos años; tuvo en gran estimación a doña Silvia, la cual nunca quiso dar a nadie más que a ella los huesos, mendrugos y piltrafas sobrantes, y amaba entrañablemente a los niños, principalmente a Valentín, delante de quien se prosternaba con admiración supersticiosa. Al verle con aquella enfermedad tan mala, que era, según ella, una reventazón del talento en la cabeza, la tía Roma no tenía sosiego: iba mañana y tarde a enterarse; penetraba en la alcoba del chico, y permanecía largo rato sentada junto al lecho, mirándole silenciosa, sus ojos como dos fuentes inagotables que inundaban de lágrimas los fláccidos pergaminos de la cara y pescuezo.
Salió la trapera del cuarto para volverse a la cocina; en el comedor se encontró al amo que, sentado junto a la mesa y de bruces en ella, parecía entregarse a profundas meditaciones. La tía Roma, con el largo trato y su metimiento en la familia, se tomaba confianzas con él...
−Rece, rece −le dijo, poniéndose delante y dando vueltas al pañuelo con que pensaba enjugar el llanto caudaloso− rece, que buena falta le hace... ¡Pobre hijo de mis entrañas, qué malito está!... Mire, mire (señalando al encerado) las cosas tan guapas que escribió en ese bastidor negro. Yo no entiendo lo que dice... pero a cuenta que dirá que debemos ser buenos... ¡Sabe más ese ángel!... Como que por eso Dios no nos le quiere dejar...
−¿Qué sabes tú, tía Roma? −dijo Torquemada poniéndose lívido−. Nos le dejará ¿Acaso piensas tú que yo soy tirano y perverso, como creen los tontos y algunos perdidos, malos pagadores?... Si uno se descuida, le forman la reputación más perra del mundo... Pero Dios sabe la verdad... Si he hecho o no he hecho caridades en estos días, eso no es cuenta de nadie: no me gusta que me averigüen y pongan en carteles mis buenas acciones... Reza tú también, reza mucho hasta que se te seque la boca, que tú debes de ser allá muy bien mirada, porque en tu vida has tenido una peseta... Yo me vuelvo loco, y me pregunto qué culpa tengo yo de haber ganado algunos jeringados reales... ¡Ay, tía Roma, si vieras cómo tengo mi alma! Pídele a Dios que se nos conserve Valentín, porque si se nos muere, yo no sé lo que pasará, yo me volveré loco, saldré a la calle y mataré a alguien. Mi hijo es mío, ¡puñales!, y la gloria del mundo. ¡Al que me lo quite...!
−¡Ay, qué pena! −murmuró la vieja ahogándose−. Pero quién sabe..., puede que la Virgen haga el milagro... Yo se lo estoy pidiendo con muchísima devoción. Empuje usted por su lado, y prometa ser tan siquiera rigular.
−Pues por prometido no quedará... Tía Roma, déjame... déjame solo. No quiero ver a nadie. Me entiendo mejor solo con mi afán.
La anciana salió gimiendo, y don Francisco, puestas las manos sobre la mesa, apoyó en ellas su frente ardorosa. Así estuvo no sé cuánto tiempo, hasta que le hizo variar de postura su amigo Bailón, dándole palmadas en el hombro y diciéndole:
No hay que amilanarse. Pongamos cara de vaqueta a la desgracia, y no permitamos que nos acoquine la muy... Déjese para las mujeres la cobardía. Ante la Naturaleza, ante el sublime Conjunto, somos unos pedazos de átomos que no sabemos de la misa la media.
−Váyase usted al rábano con sus Conjuntos y sus papas −le dijo Torquemada echando lumbre por los ojos.
Bailón no insistió; y juzgando que lo mejor era distraerle, apartando su pensamiento de aquellas sombrías tristezas, pasado un ratito le habló de cierto negocio que traía en la mollera.
Como quiera que el arrendatario de sus ganados asnales y cabríos hubiese rescindido el contrato, Bailón decidió explotar aquella industria en gran escala, poniendo un gran establecimiento de leches a estilo moderno, con servicio puntual a domicilio, precios arreglados, local elegante, teléfono, etc... Lo había estudiado, y...
−Créame usted, amigo don Francisco, es negocio seguro mayormente si añadimos el ramo de vacas, porque en Madrid las leches...
−Déjeme usted a mí de leches y de... ¿Qué tengo yo que ver con burras ni con vacas? −gritó el Peor poniéndose en pie y mirándole con desprecio−. Me ve cómo estoy, ¡puñales!, muerto de pena, y me viene a hablar de la condenada leche... Hábleme de cómo se consigue que Dios nos haga caso cuando pedimos lo que necesitamos; hábleme de lo que..., no sé cómo explicarlo..., de lo que significa ser bueno y ser malo... porque, o yo soy un zote o ésta es de las cosas que tienen más busilis...
−¡Vaya si lo tienen, vaya si lo tienen, carambita! −dijo la sibila con expresión de suficiencia, moviendo la cabeza y entornando los ojos.
En aquel momento tenía el hombre actitud muy diferente de la de su similar en la Capilla Sixtina: sentado, las manos sobre el puño del bastón, éste entre las piernas, las piernas dobladas con igualdad, el sombrero caído para atrás, el cuerpo atlético desfigurado dentro del gabán de solapas aceitosas, los hombros y cuello plagados de caspa. Y sin embargo de estas prosas, el muy arrastrado se parecía a Dante y ¡había sido sacerdote en Egipto! Cosas de la pícara Humanidad...
−Vaya si lo tienen −repitió la sibila, preparándose a ilustrar a su amigo con una opinión cardinal−. ¡Lo bueno y lo malo... como quien dice, luz y tinieblas!
Bailón hablaba de muy distinta manera de como escribía. Esto es muy común. Pero aquella vez la solemnidad del caso exaltó tanto su magín, que se le vinieron a la boca los conceptos en la forma propia de su escuela literaria.
−He aquí que el hombre vacila y se confunde ante el gran problema. ¿Qué es el bien? ¿Qué es el mal? Hijo mío, abre tus oídos a la verdad y tus ojos a la luz. El bien es amar a nuestros semejantes. Amemos y sabremos lo que es el bien. Aborrezcamos y sabremos lo que es el mal. Hagamos bien a los que nos aborrecen, y las espinas se nos volverán flores. Esto dijo el Justo, esto digo yo... Sabiduría de sabidurías, y ciencia de ciencia.
−Sabidurías y armas al hombro −gruñó Torquemada con abatimiento−. Eso ya lo sabía yo... pues lo de al prójimo contra una esquina siempre me ha parecido una barbaridad. No hablemos más de eso... No quiero pensar en cosas tristes. No digo más sino que si se me muere el hijo..., vamos, no quiero pensarlo..., si se me muere, lo mismo me da lo blanco que lo negro...
En aquel momento oyose un grito áspero, estridente, lanzado por Valentín, y que a entrambos les dejó suspensos de terror. Era el grito meníngeo, semejante al alarido del pavo real. Este extraño síntoma encefálico se había iniciado aquel día por la mañana, y revelaba el gravísimo y pavoroso curso de la enfermedad del pobre niño matemático. Torquemada se hubiera escondido en el centro de la tierra para no oír tal grito: metiose en su despacho sin hacer caso de las exhortaciones de Bailón, y dando a éste con la puerta en el hocico dantesco. Desde el pasillo le sintieron abriendo el cajón de su mesa, y al poco rato apareció guardando algo en el bolsillo interior de la americana. Cogió el sombrero, y sin decir nada se fue a la calle.
Explicaré lo que esto significaba y a dónde iba con su cuerpo aquella tarde el desventurado don Francisco. El día mismo en que cayó malo Valentín, recibió su padre
carta de un antiguo y sacrificado cliente o deudor suyo, pidiéndole préstamo con garantía de los muebles de la casa. Las relaciones entre la víctima y el inquisidor databan de larga fecha, y las ganancias obtenidas por éste habían sido enormes, porque el otro era débil, muy delicado, y se dejaba desollar, freír y escabechar como si hubiera nacido para eso. Hay personas así. Pero llegaron tiempos penosísimos, y el señor aquel no podía recoger su papel. Cada lunes y cada martes, el Peor le embestía, le mareaba, le ponía la cuerda al cuello y tiraba muy fuerte, sin conseguir sacarle ni los intereses vencidos. Fácilmente se comprenderá la ira del tacaño al recibir la cartita pidiendo un nuevo préstamo. ¡Qué atroz insolencia! Le habría contestado mandándole a paseo si la enfermedad del niño no le trajera tan afligido y sin ganas de pensar en negocios. Pasaron dos días, y allá te va otra esquela angustiosa, de in extremis, como pidiendo la Unción. En aquellas cortas líneas en que la víctima invocaba los hidalgos sentimientos de su verdugo, se hablaba de un compromiso de honor, proponíanse las condiciones más espantosas, se pasaba por todo con tal de ablandar el corazón de bronce del usurero y obtener de él la afirmativa. Pues cogió mi hombre la carta, y hecha pedazos la tiró a la cesta de papeles, no volviendo a acordarse más de semejante cosa. ¡Buena tenía él la cabeza para pensar en los compromisos y apuros de nadie, aunque fueran los del mismísimo Verbo!
Pero llegó la ocasión aquella antes descrita, el coloquio con la tía Roma y con don José, el grito de Valentín, y he aquí que al judío le da como una corazonada, se le enciende en la mollera fuego de inspiración, trinca el sombrero y se va derecho en busca de su desdichado cliente. El cual era apreciable persona, sólo que de cortos alcances, con un familión sin fin, y una señora a quien le daba el hipo por lo elegante. Había desempeñado el tal buenos destinos en la Península y en Ultramar, y lo que trajo de allá, no mucho, porque era hombre de bien, se lo afanó el usurero en menos de un año. Después le cayó la herencia de un tío; pero como la señora tenía unos condenados jueves para reunir y agasajar a la mejor sociedad, los cuartos de la herencia se escurrían de lo lindo, y sin saber cómo ni cuándo, fueron a parar al bolsón de Torquemada. Yo no sé qué demonios tenía el dinero de aquella casa, que era como un acero para correr hacia el imán del maldecido prestamista. Lo peor del caso es que aun después de hallarse la familia con el agua al pescuezo, todavía la tarasca aquella tan fashionable encargaba vestidos a París, invitaba a sus amigas para un five o'clock tea, o imaginaba cualquier otra majadería por el estilo.
Pues, señor, ahí va don Francisco hacia la casa del señor aquel, que, a juzgar por los términos aflictivos de la carta, debía de estar a punto de caer, con toda su elegancia y sus tés, en los tribunales, y de exponer a la burla y a la deshonra un nombre respetable. Por el camino sintió el tacaño que le tiraban de la capa. Volviose... ¿y quién creéis que era? Pues una mujer que parecía la Magdalena por su cara dolorida y por su hermoso pelo, mal encubierto con pañuelo de cuadros rojos y azules. El palmito era de la mejor ley; pero muy ajado ya por fatigosas campañas. Bien se conocía en ella a la mujer que sabe vestirse, aunque iba en aquella ocasión hecha un pingo, casi indecente, con falda remendada, mantón de ala de mosca y unas botas... ¡Dios, qué botas, y cómo desfiguraban aquel pie tan bonito!
−¡Isidora!... −exclamó don Francisco, poniendo cara de regocijo, cosa en él muy desusada−. ¿Adónde va usted con ese ajetreado cuerpo?
−Iba a su casa. Señor don Francisco, tenga compasión de nosotros... ¿Por qué es usted tan tirano y tan de piedra? ¿No ve cómo estamos? ¿No tiene tan siquiera un poquito de humanidad?
−Hija de mi alma, usted me juzga mal... ¿Y si yo le dijera ahora que iba pensando en usted... que me acordaba del recado que me mandó ayer por el hijo de la portera... y de lo que usted misma me dijo anteayer en la calle?
−¡Vaya, que no hacerse cargo de nuestra situación! −dijo la mujer echándose a llorar−. Martín muriéndose..., el pobrecito..., en aquel guardillón helado... Ni cama, ni medicinas, ni con qué poner un triste puchero para darle una taza de caldo... ¡Qué dolor! Don Francisco, tenga cristiandad y no nos abandone. Cierto que no tenemos crédito; pero a Martín le quedan media docena de estudios muy bonitos... Verá usted... el de la sierra de Guadarrama, precioso..., el de La Granja, con aquellos arbolitos... también, y el de... qué sé yo qué. Todos muy bonitos. Se los llevaré..., pero no sea malo y compadézcase del pobre artista...
−¡Eh... eh..., no llore, mujer...! Mire que yo estoy montado a pelo..., tengo una aflicción tal dentro de mi alma, Isidora, que... si sigue usted llorando, también yo soltaré el trapo. Váyase a su casa, y espéreme allí. Iré dentro de un ratito... ¿Qué..., ¿duda de mí palabra?
−¿Pero de veras que va? No me engañe, por la Virgen Santísima.
−¿Pero la he engañado yo alguna vez? Otra queja podrá tener de mí; pero lo que es ésa...
−¿Le espero de verdad?... ¡Qué bueno será usted si va y nos socorre!... ¡Martín se pondrá más contento cuando se lo diga!
−Váyase tranquila... Aguárdeme, y mientras llego pídale a Dios por mí con todo el fervor que pueda.
VII
No tardó en llegar a la casa del cliente, la cual era un principal muy bueno, amueblado con mucho lujo y elegancia, con vistas a San Bernardino. Mientras aguardaba a ser introducido, el Peor contempló el hermoso perchero y los soberbios cortinajes de la sala, que por la entornada puerta se alcanzaban a ver, y tanta magnificencia le sugirió estas reflexiones: «En lo tocante a los muebles, como buenos lo son... vaya si lo son». Recibiole el amigo en su despacho; y apenas Torquemada le preguntó por la familia, dejose caer en una silla con muestras de gran consternación.
−¿Pero qué le pasa? −le dijo el otro.
−No me hable usted, no me hable usted, señor don Juan. Estoy con el alma en un hilo... ¡Mi hijo...!
−¡Pobrecito! Sé que está muy malo... ¿Pero no tiene usted esperanzas?
−No, señor... Digo, esperanzas, lo que se llama esperanzas... No sé; estoy loco; mi cabeza es un volcán...
−¡Sé lo que es eso! −observó el otro con tristeza−. He perdido dos hijos que eran mi encanto: el uno de cuatro años; el otro de once.
−Pero su dolor de usted no puede ser como el mío. Yo padre, no me parezco a los demás padres, porque mi hijo no es como los demás hijos: es un milagro de sabiduría… ¡Ay, don Juan, don Juan de mi alma, tenga usted compasión de mí! Pues verá usted... Al recibir su carta primera, no pude ocuparme... la aflicción no me dejaba pensar... Pero me acordaba de usted y decía: «Aquel pobre don Juan, ¡qué amarguras estará pasando!...». Recibo la segunda esquela, y entonces digo: «Ea, pues lo que es yo no le dejo en ese pantano. Debemos ayudarnos los unos a los otros en nuestras desgracias». Así pensé; sólo que con la batahola que hay en casa, no tuve tiempo de venir ni de contestar... Pero hoy, aunque estaba medio muerto de pena, dije: «Voy, voy al momento a sacar del purgatorio a ese buen amigo don Juan...». Y aquí estoy para decirle que aunque me debe
usted setenta y tantos mil reales, que hacen más de noventa con los intereses no percibidos, y aunque he tenido que darle varias prórrogas, y..., francamente..., me temo tener que darle alguna más, estoy decidido a hacerle a usted ese préstamo sobre los muebles para que evite la peripecia que se le viene encima.
−Ya está evitada −replicó don Juan, mirando al prestamista con la mayor frialdad−. Ya no necesito el préstamo.
−¡Que no lo necesita! −exclamó el tacaño desconcertado−. Repare usted una cosa, don Juan. Se lo hago a usted... al doce por ciento.
Y viendo que el otro hacía signos negativos, levantose, y recogiendo la capa, que se le caía, dio algunos pasos hacia don Juan, le puso la mano en el hombro y le dijo:
−Es que usted no quiere tratar conmigo, por aquello de que si soy o no soy agarrado. ¡Me parece a mí que un doce! ¿Cuándo las habrá visto usted más gordas?
−Me parece muy razonable el interés; pero, lo repito, ya no me hace falta.
−¿Se ha sacado usted el premio gordo, por vida de...! −exclamó Torquemada con grosería−. Don Juan, no gaste usted bromas conmigo... ¿Es que duda de que le hable con seriedad? Porque eso de que no le hace falta... ¡rábano!..., ¡a usted!, que sería capaz de tragarse, no digo yo este pico, sino la Casa de la Moneda enterita... Don Juan, don Juan, sepa usted, si no lo sabe, que yo también tengo mi humanidad como cualquier hijo de vecino, que me intereso por el prójimo y hasta que favorezco a los que me aborrecen. Usted me odia, don Juan, usted me detesta; no me lo niegue, porque no me puede pagar, esto es claro. Pues bien: para que vea usted de lo que soy capaz, se lo doy al cinco..., ¡al cinco!
Y como el otro repitiera con la cabeza los signos negativos, Torquemada se desconcertó más, y alzando los brazos, con lo cual dicho se está que la capa fue a parar al suelo, soltó esta andanada:
−¡Tampoco al cinco!... Pues, hombre, menos que el cinco, ¡caracoles!..., a no ser que quiera que le dé también la camisa que llevo puesta... ¿Cuándo se ha visto usted en otra?... Pues no sé qué quiere el ángel de Dios... De esta hecha me vuelvo loco. Para que vea, para que vea hasta dónde llega mi generosidad: se lo doy sin interés.
−Muchas gracias, amigo don Francisco. No dudo de sus buenas intenciones. Pero ya nos hemos arreglado. Viendo que usted no me contestaba, me fui a dar con un pariente, y tuve ánimos para contarle mi triste situación. ¡Ojalá lo hubiera hecho antes!
−Pues aviado está el pariente... Ya puede decir que ha hecho un pan como unas hostias... Con muchos negocios de esos... En fin, usted no lo ha querido de mí, usted se lo pierde. Vaya diciendo ahora que no tengo buen corazón. Quien no lo tiene es usted...
−¿Yo? Esa sí que es salada.
−Sí, usted, usted (con despecho). En fin, me las guillo, que me aguardan en otra parte donde hago muchísima falta, donde me están esperando como agua de mayo. Aquí estoy de más. Abur...
Despidiole don Juan en la puerta, y Torquemada bajó la escalera refunfuñando: «No se puede tratar con gente malagradecida. Voy a entenderme con aquellos pobrecitos... ¡Qué será de ellos sin mí!...»
No tardó en llegar a la otra casa, donde le aguardaban con tanta ansiedad. Era en la calle de la Luna, edificio de buena apariencia, que albergaba en el principal a un aristócrata, más arriba familias modestas, y en el techo un enjambre de pobres. Torquemada recorrió el pasillo oscuro buscando una puerta. Los números de éstas eran inútiles, porque no se veían. La suerte fue que Isidora le sintió los pasos y abrió.
−¡Ah!, vivan los hombres de palabra. Pase, pase.
Hallose don Francisco dentro de una estancia, cuyo inclinado techo tocaba al piso por la parte contraria a la puerta; arriba un ventanón con algunos de sus vidrios rotos,
tapados con trapos y papeles; el suelo de baldosín, cubierto a trechos de pedazos de alfombra; a un lado un baúl abierto, dos sillas, un anafre con lumbre; a otro una cama, sobre la cual, entre mantas y ropas diversas, medio vestido y medio abrigado, yacía un hombre como de treinta años, guapo, de barba puntiaguda, ojos grandes, frente hermosa, demacrado y con los pómulos ligeramente encendidos, en las sienes una depresión verdosa, y las orejas transparentes como la cera de los exvotos que se cuelgan en los altares. Torquemada le miró sin contestar al saludo, y pensaba así: «El pobre está más tísico que la Traviatta. ¡Lástima de muchacho! Tan buen pintor y tan mala cabeza... ¡Habría podido ganar tanto dinero!».
−Ya ve usted, don Francisco, cómo estoy..., con este catarrazo que no me quiere dejar. Siéntese... ¡Cuánto le agradezco su bondad!
−No hay que agradecer nada... Pues no faltaba más. ¿No nos manda Dios vestir a los enfermos, dar de beber al triste, visitar al desnudo?... ¡Ay!, todo lo trabuco. ¡Qué cabeza!... Decía que para aliviar las desgracias estamos los hombres de corazón blando..., sí, señor.
Miró las paredes del buhardillón, cubiertas en gran parte por multitud de estudios de paisajes, algunos con el cielo para abajo, clavados en la pared o arrimados a ella.
−Bonitas cosas hay todavía por aquí.
−En cuanto suelte el constipado, voy a salir al campo −dijo el enfermo, los ojos iluminados por la fiebre−. ¡Tengo una idea, qué idea!... Creo que me pondré bueno dentro de ocho a diez días, si usted me socorre, don Francisco; y en seguida al campo, al campo...
«Al camposanto es a donde tú vas prontito» −pensó Torquemada; y luego en alta voz:
−Sí, eso es cuestión de ocho o diez días... nada más... Luego, saldrá usted por ahí... en un coche... ¿Sabe usted que la buhardilla es fresquecita?... ¡Caramba! Déjeme embozar en la capa.
−Pues asómbrese usted −dijo el enfermo incorporándose−. Aquí me he puesto algo mejor. Los últimos días que pasamos en el estudio..., que se lo cuente a usted Isidora..., estuve malísimo; como que nos asustamos, y...
Le entró tan fuerte golpe de tos que parecía que se ahogaba. Isidora acudió a incorporarle, levantando las almohadas. Los ojos del infeliz parecía que se saltaban; sus deshechos pulmones agitábanse trabajosamente como fuelles rotos que no pueden expeler ni aspirar el aire; crispaba los dedos, quedando al fin postrado y como sin vida. Isidora le enjugó el sudor de la frente, puso en orden la ropa que por ambos lados del angosto lecho se caía, y le dio a beber un calmante.
−¡Pero qué pasmo tan atroz he cogido!...−exclamó el artista al reponerse del acceso.
−Habla lo menos posible −le aconsejó Isidora. −Yo me entenderé con don Francisco: verás cómo nos arreglamos. Este don Francisco es más bueno de lo que parece: es un santo disfrazado de diablo, ¿verdad?
Al reírse mostró su dentadura incomparable, una de las pocas gracias que le quedaban en su decadencia triste. Torquemada, echándoselas de bondadoso, la hizo sentar a su lado y le puso la mano en el hombro, diciéndole:
−Ya lo creo que nos arreglaremos... Como que con usted se puede entender uno fácilmente; porque usted, Isidorita, no es como esas otras mujeronas que no tienen educación. Usted es una persona decente que ha venido a menos, y tiene todo el aquel de mujer fina, como hija neta de marqueses... Bien lo sé..., y que le quitaron la posición que le corresponde, esos pillos de la curia...
−¡Ay, Jesús! −exclamó Isidora, exhalando en un suspiro todas las remembranzas tristes y alegres de su novelesco pasado−. No hablemos de eso... Pongámonos en la
realidad. Don Francisco, ¿se ha hecho cargo de nuestra situación? A Martín le embargaron el estudio. Las deudas eran tantas, que no pudimos salvar más que lo que usted ve aquí. Después hemos tenido que empeñar toda su ropa y la mía para poder comer... No me queda más que lo puesto..., ¡mire usted qué facha!, y a él nada, lo que le ve usted sobre la cama. Necesitamos desempeñar lo preciso; tomar una habitación más abrigada, la del tercero, que está con papeles; encender lumbre, comprar medicinas, poner siquiera un buen cocido todos los días... Un señor de la beneficencia domiciliaria me trajo ayer dos bonos, y me mandó ir allá, a donde está la oficina; pero tengo vergüenza de presentarme con esta facha... Los que hemos nacido en cierta posición, señor don Francisco, por mucho que caigamos, nunca caemos hasta lo hondo... Pero vamos al caso: para todo eso que le he dicho y para que Martín se reponga y pueda salir al campo, necesitamos tres mil reales... y no digo cuatro porque no se asuste. Es lo último. Sí, don Francisquito de mi alma, y confiamos en su buen corazón...
−¡Tres mil reales! −dijo el usurero poniendo la cara de duda reflexiva que para los casos de benevolencia tenía; cara que era ya en él como una fórmula dilatoria, de las que se usan en diplomacia−. ¡Tres mil realetes!... Hija de mi alma, mire usted.
Y haciendo con los dedos pulgar e índice una perfecta rosquilla, se la presentó a Isidora, y prosiguió así:
−No sé si podré disponer de los tres mil reales en el momento. De todos modos, me parece que podrían ustedes arreglarse con menos. Piénselo bien, y ajuste sus cuentas. Yo estoy decidido a protegerles y ayudarles para que mejoren de suerte..., llegaré hasta el sacrificio y hasta quitarme el pan de la boca para que ustedes maten el hambre; pero... pero reparen que debo mirar también por mis intereses...
−Pongamos el interés que quiera, don Francisco, −dijo con énfasis el enfermo, que por lo visto deseaba acabar pronto.
−No me refiero al materialismo del rédito del dinero, sino a mis intereses, claro, a mis intereses. Y doy por hecho que ustedes piensan pagarme algún día.
−Pues claro −replicaron a una Martín e Isidora.
Y Torquemada para su coleto: «El día del Juicio por la tarde me pagaréis: ya sé que éste es dinero perdido».
El enfermo se incorporó en su lecho, y con cierta exaltación dijo al prestamista:
−Amigo, ¿cree usted que mi tía, la que está en Puerto Rico, ha de dejarme en esta situación cuando se entere? Ya estoy viendo la letra de cuatrocientos o quinientos pesos que me ha de mandar. Le escribí por el correo pasado.
«Como no te mande tu tía quinientos puñales», pensó Torquemada. Y en voz alta:
−Y alguna garantía me han de dar ustedes también..., digo, me parece que...
−¡Toma!, los estudios. Escoja los que quiera.
Echando en redondo una mirada pericial, Torquemada explanó su pensamiento en esta forma:
−Bueno, amigos míos: voy a decirles una cosa que les va a dejar turulatos. Me he compadecido de tanta miseria; yo no puedo ver una desgracia semejante sin acudir al instante a remediarla. ¡Ah!, ¿qué idea teníais de mí? Porque otra vez me debieron un pico y les apuré y les ahogué, ¿creen que soy de mármol? Tontos, era porque entonces les vi triunfando y gastando, y, francamente, el dinero que yo gano con tanto afán no es para tirarlo en francachelas. No me conocéis, os aseguro que no me conocéis. Comparen la tiranía de esos chupones que les embargaron el estudio y os dejaron en cueros vivos; comparen eso, digo, con mi generosidad, y con este corazón tierno que me ha dado Dios... Soy tan bueno, tan bueno, que yo mismo me tengo que alabar y darme las gracias por el bien que hago. Pues verán qué golpe. Miren...
Volvió a aparecer la rosquilla, acompañada de estas graves palabras:
−Les voy a dar los tres mil reales, y se los voy a dar ahora mismo... pero no es eso lo más gordo, sino que se los voy a dar sin intereses... Qué tal, ¿es esto rasgo o no es rasgo?
−Don Francisco −exclamó Isidora con efusión−, déjeme que le dé un abrazo.
−Y yo le daré otro si viene acá −gritó el enfermo, queriendo echarse de la cama.
−Sí, vengan todos los cariños que queráis −dijo el tacaño, dejándose abrazar por ambos−. Pero no me alaben mucho, porque estas acciones son deber de toda persona que mire por la Humanidad, y no tienen gran mérito... Abrácenme otra vez, como si fuera vuestro padre, y compadézcanme, que yo también lo necesito... En fin, que se me saltan las lágrimas si me descuido, porque soy tan compasivo... tan...
−Don Francisco de mis entretelas −declaró el tísico arropándose bien otra vez con aquellos andrajos−, es usted la persona más cristiana, más completa y más humanitaria que hay bajo el sol. Isidora, trae el tintero, la pluma y el papel sellado que compraste ayer, que voy a hacer un pagaré.
La otra le llevó lo pedido; y mientras el desgraciado joven escribía, Torquemada, meditabundo y con la frente apoyada en un solo dedo, fijaba en el suelo su mirar reflexivo. Al coger el documento que Isidora le presentaba, miró a sus deudores con expresión paternal, y echó el registro afeminado y dulzón de su voz para decirles:
−Hijos de mi alma, no me conocéis, repito que no me conocéis. Pensáis sin duda que voy a guardarme este pagaré... Sois unos bobalicones. Cuando yo hago una obra de caridad, allá te va de veras, con el alma y con la vida. No os presto los tres mil reales, os los regalo, por vuestra linda cara. Mirad lo que hago: ras, ras...
Rompió el papel. Isidora y Martín lo creyeron porque lo estaban viendo, que si no, no lo hubieran creído.
−Eso se llama hombre cabal... Don Francisco, muchísimas gracias −dijo Isidora conmovida. Y el otro, tapándose la boca con las sábanas para contener el acceso de tos que se iniciaba:
−¡María Santísima, qué hombre tan bueno!
−Lo único que haré −dijo don Francisco levantándose y examinando de cerca los cuadros−, es aceptar un par de estudios, como recuerdo... Este de las montañas nevadas y aquél de los burros pastando... Mire usted, Martín, también me llevaré, si le parece, aquella marinita y este puente con hiedra...
A Martín le había entrado el acceso y se asfixiaba. Isidora, acudiendo a auxiliarle, dirigió una mirada furtiva a las tablas y al escrutinio y elección que de ellas hacía el aprovechado prestamista.
−Los acepto como recuerdo −dijo éste apartándolos−; y si les parece bien, también me llevaré este otro... Una cosa tengo que advertirles: si temen que con las mudanzas se estropeen estas pinturas, llévenmelas a casa, que allí las guardaré y pueden recogerlas el día que quieran... Vaya, ¿va pasando esa condenada tos? La semana que entra ya no toserá usted nada, pero nada. Irá usted al campo..., allá por el puente de San Isidro... Pero, ¡qué cabeza la mía...!, se me olvidaba lo principal, que es darles los tres mil reales... Venga acá, Isidorita, entérese bien... Un billete de cien pesetas, otro, otro... (Los iba contando y mojaba los dedos con saliva a cada billete, para que no se pegaran). Setecientas pesetas... No tengo billete de cincuenta, hija. Otro día lo daré. Tienen ahí ciento cuarenta duros, o sean dos mil ochocientos reales...
VIII
Al ver el dinero, Isidora casi lloraba de gusto, y el enfermo se animó tanto que parecía haber recobrado la salud. ¡Pobrecillos, estaban tan mal, habían pasado tan horribles escaseces y miserias! Dos años antes se conocieron en casa de un prestamista que a entrambos los desollaba vivos. Se confiaron su situación respectiva, se compadecieron y se amaron: aquella misma noche durmió Isidora en el estudio. El desgraciado artista y la mujer perdida hicieron el pacto de fundir sus miserias en una sola, y de ahogar sus penas en el dulce licor de una confianza enteramente conyugal. El amor les hizo llevadera la desgracia. Se casaron en el ara del amancebamiento, y a los dos días de unión se querían de veras y hallábanse dispuestos a morirse juntos y a partir lo poco bueno y lo mucho malo que la vida pudiera traerles. Lucharon contra la pobreza, contra la usura, y sucumbieron sin dejar de quererse: él siempre amante, solícita y cariñosa ella, ejemplo ambos de abnegación, de esas altas virtudes que se esconden avergonzadas para que no las vean la ley y la religión, como el noble haraposo se esconde de sus iguales bien vestidos.
Volvió a abrazarles Torquemada, diciéndoles con melosa voz:
−Hijos míos, sed buenos y que os aproveche el ejemplo que os doy. Favoreced al pobre, amad al prójimo, y así como yo os he compadecido, compadecedme a mí, porque soy muy desgraciado.
−Ya sé −dijo Isidora, desprendiéndose de los brazos del avaro− que tiene usted al niño malo. ¡Pobrecito! Verá usted cómo se le pone bueno ahora...
−¡Ahora! ¿Por qué ahora?−preguntó Torquemada con ansiedad muy viva.
−Pues..., qué sé yo... Me parece que Dios le ha de favorecer, le ha de premiar sus buenas obras...
−¡Oh!, si mi hijo se muere −afirmó don Francisco con desesperación−, no sé qué va a ser de mí.
−No hay que hablar de morirse −gritó el enfermo, a quien la posesión de los santos cuartos había despabilado y excitado cual si fuera una toma del estimulante más enérgico−. ¿Qué es eso de morirse? Aquí no se muere nadie. Don Francisco, el niño no se muere. Pues no faltaba más. ¿Qué tiene? ¿Meningitis? Yo tuve una muy fuerte a los diez años; y ya me daban por muerto, cuando entré en reacción, y viví, y aquí me tiene usted dispuesto a llegar a viejo, y llegaré, porque lo que es el catarro, ahora lo largo. Vivirá el niño, don Francisco, no tenga duda, vivirá.
−Vivirá −repitió Isidora−: yo se lo voy a pedir a la Virgencita del Carmen.
−Sí, hija, a la Virgen del Carmen −dijo Torquemada, llevándose el pañuelo a los ojos−. Me parece muy bien. Cada uno empuje por su lado, a ver si entre todos...
El artista, loco de contento, quería comunicárselo al atribulado padre, y medio se echó de la cama para decirle:
−Don Francisco, no llore, que el chico vive... Me lo dice el corazón, me lo dice una voz secreta... Viviremos todos y seremos felices».
−¡Ay, hijo de mi alma! −exclamó el Peor; y abrazándole otra vez−: Dios le oiga a usted. ¡Qué consuelo tan grande me da!
−También usted nos ha consolado a nosotros. Dios se lo tiene que premiar, se lo tiene que premiar. Viviremos, sí, sí. Mire, mire: el día en que yo pueda salir, nos vamos todos al campo, el niño también, de merienda. Isidora nos hará la comida, y pasaremos un día muy agradable, celebrando nuestro restablecimiento.
−Iremos, iremos −dijo el tacaño con efusión, olvidándose de lo que antes había pensado respecto al campo a que iría Martín muy pronto−. Sí, y nos divertiremos mucho y daremos limosnas a todos los pobres que nos salgan... ¡Qué alivio siento en mi interior desde que he hecho ese beneficio!... No, no me lo alaben... Pues verán, se me ocurre que aún les puedo hacer otro mucho mayor.
−¿Cuál?... A ver, don Francisquito.
−Pues se me ha ocurrido..., no es idea de ahora, que la tengo hace tiempo... Se me ha ocurrido que si la Isidora conserva los papeles de su herencia y sucesión de la casa de Aransis, hemos de intentar sacar eso...
Isidora le miró entre aturdida y asombrada.
−¿Otra vez eso? −fue lo único que dijo.
−Sí, sí, tiene razón don Francisco −afirmó el pobre tísico, que estaba de buenas, entregándose con embriaguez a un loco optimismo−. Se intentará... Eso no puede quedar así.
−Tengo el recelo −añadió Torquemada− de que los que intervinieron en la acción la otra vez no anduvieron muy listos, o se vendieron a la marquesa vieja... Lo hemos de ver, lo hemos de ver.
−En cuantito que yo suelte el catarro. Isidora, mi ropa; ve al momento a traer mi ropa, que me quiero levantar... ¡Qué bien me siento ahora!... Me dan ganas de ponerme a pintar, don Francisco. En cuanto el niño se levante de la cama, quiero hacerle el retrato.
−Gracias, gracias..., sois muy buenos..., los tres somos muy buenos, ¿verdad? Venga otro abrazo, y pedid a Dios por mí. Tengo que irme, porque estoy con una zozobra que no puedo vivir.
−Nada, nada, que el niño está mejor, que se salva −repitió el artista, cada vez más exaltado−. Si le estoy viendo, si no me puedo equivocar.
Isidora se dispuso a salir con parte del dinero, camino de la casa de préstamos; pero al pobre artista le acometió la tos y disnea con mayor fuerza, y tuvo que quedarse. Don Francisco se despidió con las expresiones más cariñosas que sabía, y cogiendo los cuadritos salió con ellos debajo de la capa. Por la escalera iba diciendo: «¡Vaya que es bueno ser bueno!... ¡Siento en mi interior una cosa, un consuelo...! ¡Si tendrá razón Martín! ¡Si se me pondrá bueno aquel pedazo de mi vida!... Vamos corriendo allá. No me fío, no me fío. Este botarate tiene las ilusiones de los tísicos en último grado. Pero ¡quién sabe!, se engaña de seguro respecto a sí mismo, y acierta en lo demás. A donde él va pronto es al nicho... Pero los moribundos suelen tener doble vista, y puede que haya visto la mejoría de Valentín..., voy corriendo, corriendo. ¡Cuánto me estorban estos malditos cuadros! ¡No dirán ahora que soy tirano y judío, pues rasgos de éstos entran pocos en libra!... No me dirán que me cobro en pinturas, pues por estos apuntes, en venta, no me darían ni la mitad de lo que yo di. Verdad que si se muere valdrán más, porque aquí, cuando un artista está vivo, nadie le hace maldito caso, y en cuanto se muere de miseria o de cansancio, le ponen en las nubes, le llaman genio y qué sé yo qué... Me parece que no llego nunca a mi casa. ¡Qué lejos está, estando tan cerca!
Subió de tres en tres peldaños la escalera de su casa, y le abrió la puerta la tía Roma, disparándole a boca de jarro estas palabras:
−Señor, el niño parece que está un poquito más tranquilo.
Oírlo don Francisco y soltar los cuadros y abrazar a la vieja, fue todo uno. La trapera lloraba, y el Peor le dio tres besos en la frente. Después fue derechito a la alcoba del enfermo y miró desde la puerta. Rufina se abalanzó hacia él para decirle:
−Está desde mediodía más sosegadito... ¿Ves? Parece que duerme el pobre ángel. Quién sabe... Puede que se salve. Pero no me atrevo a tener esperanzas, no sea que las perdamos esta tarde.
Torquemada no cabía en sí de sobresalto y ansiedad. Estaba el hombre con los nervios tirantes, sin poder permanecer quieto ni un momento, tan pronto con ganas de echarse a llorar como de soltar la risa. Iba y venía del comedor a la puerta de la alcoba,
de ésta a su despacho, y del despacho al gabinete. En una de estas volteretas llamó a la tía Roma, y metiéndose con ella en la alcoba la hizo sentar y le dijo:
−Tía Roma, ¿crees tú que se salva el niño?
−Señor, será lo que Dios quiera, y nada más. Yo se lo he pedido anoche y esta mañana a la Virgen del Carmen, con tanta devoción que más no puede ser, llorando a moco y baba. ¿No me ve cómo tengo los ojos?
−¿Y crees tú...?
−Yo tengo esperanza, señor. Mientras no sea cadáver, esperanzas ha de haber, aunque digan los médicos lo que dijeren. Si la Virgen lo manda, los médicos se van a hacer puñales... Otra: anoche me quedé dormida rezando, y me pareció que la Virgen bajaba hasta delantito de mí, y que me decía que sí con la cabeza... Otra, ¿no ha rezado usted?
−Sí, mujer; ¡qué preguntas haces! Voy a decirte una cosa importante. Verás.
Abrió un bargueño, en cuyos cajoncillos guardaba papeles y alhajas de gran valor que habían ido a sus manos en garantía de préstamos usurarios; algunas no eran todavía suyas, otras sí. Un rato estuvo abriendo estuches, y a la tía Roma, que jamás había visto cosa semejante, se le encandilaban los ojos de pez con los resplandores que de las cajas salían. Eran, según ella, esmeraldas como nueces, diamantes que arrojaban pálidos rayos, rubíes como pepitas de granada y oro finísimo, oro de la mejor ley, que valía cientos de miles... Torquemada, después de abrir y cerrar estuches, encontró lo que buscaba: una perla enorme, del tamaño de una avellana, de hermosísimo oriente; y cogiéndola entre los dedos la mostró a la vieja.
−¿Qué te parece esta perla, tía Roma?
−Bonita de veras. Yo no lo entiendo. Valdrá miles de millones. ¿Verdá usté?
−Pues esta perla −dijo Torquemada en tono triunfal− es para la señora Virgen del Carmen. Para ella es, si pone bueno a mi hijo. Te la enseño, y pongo en tu conocimiento la intención, para que se lo digas. Si se lo digo yo, de seguro no me lo cree.
−Don Francisco (mirándole con profunda lástima), usted está malo de la jícara. Dígame, por su vida, ¿para qué quiere ese requilorio la Virgen del Carmen?
−Toma, para que se lo pongan el día de su santo, el dieciséis de julio. ¡Pues no estará poco maja con esto! Fue regalo de boda de la excelentísima señora marquesa de Tellería. Créelo, como ésta hay pocas.
−Pero, don Francisco, ¡usted piensa que la Virgen le va a conceder...! Paice bobo..., ¡por ese piazo de cualquier cosa!
−Mira qué oriente. Se puede hacer un alfiler y ponérselo a ella en el pecho, o al Niño.
−¡Un rayo! ¡Valiente caso hace la Virgen de perlas y pindonguerías!... Créame a mí: véndala y dele a los pobres el dinero.
−Mira tú, no es mala idea −dijo el tacaño guardando la joya. Tú sabes mucho. Seguiré tu consejo, aunque, si he de serte franco, eso de dar a los pobres viene a ser una tontería, porque cuanto les das se lo gastan en aguardiente. Pero ya lo arreglaremos de modo que el dinero de la perla no vaya a parar a las tabernas... Y ahora quiero hablarte de otra cosa. Pon muchísima atención: ¿te acuerdas de cuando mi hija, paseando una tarde por las afueras con Quevedo y las de Morejón, fue a dar allá, por donde tú vives, hacia los Tejares del Aragonés, y entró en tu choza y vino contándome, horrorizada, la pobreza y escasez que allí vio? ¿Te acuerdas de eso? Contome Rufina que tu vivienda es un cubil, una inmundicia hecha con adobes, tablas viejas y planchas de hierro, el techo de paja y tierra; me dijo que ni tú ni tus nietos tenéis cama, y dormís sobre un montón de trapos; que los cerdos y las gallinas que criáis con la basura son allí las personas, y vosotros los animales. Sí, Rufina me contó esto, y yo debí tenerte lástima y
no te la tuve. Debí regalarte una cama, pues nos has servido bien; querías mucho a mi mujer, quieres a mis hijos, y en tantos años que entras aquí, jamás nos has robado ni el valor de un triste clavo. Pues bien, si entonces no se me pasó por la cabeza socorrerte, ahora sí.
Diciendo esto, se aproximó al lecho y dio en él un fuerte palmetazo con ambas manos, como el que se suele dar para sacudir los colchones al hacer las camas.
−Tía Roma, ven acá, toca aquí. Mira qué blandura. ¿Ves este colchón de lana encima de un colchón de muelles? Pues es para ti, para ti, para que descanses tus huesos duros y te espatarres a tus anchas.
Esperaba el tacaño una explosión de gratitud por dádiva tan espléndida, y ya le parecía estar oyendo las bendiciones de la tía Roma, cuando ésta salió por un registro muy diferente. Su cara telarañosa se dilató, y de aquellas úlceras con vista que se abrían en el lugar de los ojos, salió un resplandor de azoramiento y susto, mientras volvía la espalda al lecho, dirigiéndose hacia la puerta.
−Quite, quite allá −dijo−, vaya con lo que se le ocurre... ¡Darme a mí los colchones, que ni tan siquiera caben por la puerta de mi casa!... Y aunque cupieran..., ¡rayo! A cuenta que he vivido tantismos años durmiendo en duro como una reina, y en estas blanduras no pegaría los ojos. Dios me libre de tenderme ahí. ¿Sabe lo que le digo? Que quiero morirme en paz. Cuando venga la de la cara fea me encontrará sin una mota, pero con la conciencia como los chorros de la plata. No, no quiero los colchones, que dentro de ellos está su idea... porque aquí duerme usted, y por la noche, cuando se pone a cavilar, las ideas se meten por la tela adentro y por los muelles, y ahí estarán como las chinches cuando no hay limpieza. ¡Rayo con el hombre, y la que me quería encajar!...
Accionaba la viejecilla de una manera gráfica, expresando tan bien, con el mover de las manos y de los flexibles dedos, cómo la cama del tacaño se contaminaba de sus ruines pensamientos, que Torquemada la oía con verdadero furor, asombrado de tanta ingratitud; pero ella, firme y arisca, continuó despreciando el regalo:
−Pos vaya un premio gordo que me caía, Santo Dios... ¡Pa que yo durmiera en eso! Ni que estuviera boba, don Francisco! ¡Pa que a medianoche me salga toda la gusanera de las ideas de usted, y se me meta por los oídos y por los ojos, volviéndome loca y dándome una mala muerte...! Porque, bien lo sé yo..., a mí no me la da usted..., ahí dentro, ahí dentro, están todos sus pecados, la guerra que le hace al pobre, su tacañería, los réditos que mama, y todos los números que le andan por la sesera para ajuntar dinero... Si yo me durmiera ahí, a la hora de la muerte me saldrían por un lado y por otro unos sapos con la boca muy grande, unos culebrones asquerosos que se me enroscarían en el cuerpo, unos diablos muy feos con bigotazos y con orejas de murciélago, y me cogerían entre todos para llevarme a rastras a los infiernos. Váyase al rayo, y guárdese sus colchones, que yo tengo un camastro hecho de sacos de trapo, con una manta por encima, que es la gloria divina... Ya lo quisiera usted... Aquello sí que es rico para dormir a pierna suelta...
−Pues dámelo, dámelo, tía Roma −dijo el avaro con aflicción−. Si mi hijo se salva, me comprometo a dormir en él lo que me queda de vida, y a no comer más que las bazofias que tú comes.
−A buenas horas y con sol. Usted quiere ahora poner un puño en el cielo. ¡Ay, señor, a cada paje su ropaje! A usted le sienta eso como a la burra las arracadas. Y todo ello es porque está afligido; pero si se pone bueno el niño, volverá usted a ser más malo que Holofernes. Mire que ya va para viejo; mire que el mejor día se le pone delante la de la cara pelada, y a esa sí que no le da usted el timo.
−¿Pero de dónde sacas tú, estampa de la basura −replicó Torquemada con ira, agarrándola por el pescuezo y sacudiéndola−, de dónde sacas tú que yo soy malo, ni lo he sido nunca?
−Déjeme, suélteme, no me menee, que no soy ninguna pandereta. Mire que soy más vieja que Jerusalén, y he visto mucho mundo, y le conozco a usted desde que se quiso casar con la Silvia. Y bien le aconsejé a ella que no se casara... y bien le anuncié las hambres que había de pasar. Ahora que está rico no se acuerda de cuando empezaba a ganarlo. Yo sí me acuerdo, y me paice que fue ayer cuando le contaba los garbanzos a la cuitada de Silvia, y todo lo tenía usted bajo llave, y la pobre estaba descomida, trasijada y ladrando de hambre. Como que si no es por mí, que le traía algún huevo de ocultis, se hubiera muerto cien veces. ¿Se acuerda de cuando se levantaba usted a medianoche para registrar la cocina a ver si descubría algo de condumio que la Silvia hubiera escondido para comérselo sola? ¿Se acuerda de cuando encontró un pedazo de jamón en dulce y un medio pastel que me dieron a mí en cas de la marquesa, y que yo le traje a la Silvia para que se lo zampara ella sola, sin darle a usted ni tanto así? ¿Recuerda que al otro día estaba usted hecho un león, y que cuando entré, me tiró al suelo y me estuvo pateando? Y yo no me enfadé, y volví, y todos los días le traía algo a la Silvia. Como usted era el que iba a la compra, no le podíamos sisar, y la infeliz ni tenía una triste chambra que ponerse. Era una mártira, don Francisco, una mártira; ¡y usted guardando el dinero y dándolo a peseta por duro al mes! Y mientre tanto, no comían más que mojama cruda con pan seco y ensalada. Gracias que yo partía con ustedes lo que me daban en las casas ricas, y una noche, ¿se acuerda?, traje un hueso de jabalí, que lo estuvo usted echando en el puchero seis días seguidos, hasta que se quedó más seco que su alma puñalera. Yo no tenía obligación de traer nada: lo hacía por la Silvia, a quien cogí en brazos cuando nació de señá Rufinica, la del callejón del Perro. Y lo que a usted le ponía furioso era que yo le guardase las cosas a ella y no se las diera a usted, ¡un rayo! Como si tuviera yo obligación de llenarle a usted el buche, perro, más que perro... Y dígame ahora, ¿me ha dado alguna vez el valor de un real? Ella sí me daba lo que podía, a la chita callando; pero usted, el muy capigorrón, ¿qué me ha dado? Clavos torcidos, y las barreduras de la casa. ¡Véngase ahora con jipíos y farsa!... Valiente caso le van a hacer.
−Mira, vieja de todos los demonios −le dijo orquemada furioso−, por respeto a tu edad no te reviento de una patada. Eres una embustera, una diabla, con todo el cuerpo lleno de mentiras y enredos. Ahora te da por desacreditarme, después de haber estado más de veinte años comiendo mi pan. ¡Pero si te conozco, zurrón de veneno; si eso que has dicho, nadie te lo va a creer, ni arriba ni abajo! El demonio está contigo, y maldita tú eres entre todas las brujas y esperpentos que hay en el cielo..., digo, en el infierno.
IX
Estaba el hombre fuera de sí, delirante; y sin echar de ver que la vieja se había largado a buen paso de la habitación, siguió hablando como si delante la tuviera. «Espantajo, madre de las telarañas, si te cojo, verás... ¡Desacreditarme así!» Iba de una parte a otra en la estrecha alcoba, y de ésta al gabinete, cual si le persiguieran sombras; daba cabezadas contra la pared, algunas tan fuetes que resonaban en toda la casa.
Caía la tarde, y la obscuridad reinaba ya en torno del infeliz tacaño, cuando éste oyó claro y distinto el grito de pavo real que Valentín daba en el paroxismo de su altísima fiebre. «¡Y decían que estaba mejor!... Hijo de mi alma… Nos han vendido, nos han engañado».
Rufina entró llorando en la estancia de la fiera, y le dijo:
−¡Ay, papá, qué malito se ha puesto; pero qué malito!
−¡Ese trasto de Quevedo! −gritó Torquemada llevándose un puño a la boca y mordiéndoselo con rabia−. Le voy a sacar las entrañas... Él nos le ha matado.
−Papá, por Dios, no seas así... No te rebeles contra la voluntad de Dios... Si Él lo dispone...
−Yo no me rebelo, ¡puñales!, yo no me rebelo. Es que no quiero, no quiero dar a mi hijo, porque es mío, sangre de mi sangre y hueso de mis huesos...
−Resígnate, resígnate, y tengamos conformidad −exclamó la hija, hecha un mar de lágrimas.
−No puedo, no me da la gana de resignarme. Esto es un robo... Envidia, pura envidia. ¿Qué tiene que hacer Valentín en el cielo? Nada, digan lo que dijeren, pero nada... Dios, ¡cuánta mentira, cuánto embuste! Que si cielo, que si infierno, que si Dios, que si diablo, que si... tres mil rábanos ¡Y la muerte, esa muy pindonga de la muerte, que no se acuerda de tanto pillo, de tanto farsante, de tanto imbécil, y se le antoja mi niño, por ser lo mejor que hay en el mundo!... Todo está mal, y el mundo es un asco, una grandísima porquería.
Rufina se fue y entró Bailón, trayéndose una cara muy compungida. Venía de ver al enfermito, que estaba ya agonizando, rodeado de algunas vecinas y amigos de la casa. Disponíase el clerizonte a confortar al afligido padre en aquel trance doloroso, y empezó por darle un abrazo, diciéndole con empañada voz:
−Valor, amigo mío, valor. En estos casos se conocen las almas fuertes. Acuérdese usted de aquel gran filósofo que expiró en una cruz dejando consagrados los principios de la Humanidad.
−¡Qué principios ni qué...! ¿Quiere usted marcharse de aquí, so chinche?... Vaya que es de lo más pelmazo y cargante y apestoso que he visto. Siempre que estoy angustiado me sale con esos retruécanos.
−Amigo mío, mucha calma. Ante los designios de la Naturaleza, de la Humanidad, del gran Todo, ¿qué puede el hombre? ¡El hombre!, esa hormiga, menos aún, esa pulga..., todavía mucho menos.
−Ese coquito... menos aún, ese... ¡puñales! −agregó Torquemada con sarcasmo horrible, remedando la voz de la sibila y enarbolando después el puño cerrado−. Si no se calla le rompo la cara... Lo mismo me da a mí el grandísimo todo que la grandísima nada y el muy piojoso que la inventó. Déjeme, suélteme, por la condenada alma de su madre, o...
Entró Rufina otra vez, traída por dos amigas suyas, para apartarla del tristísimo espectáculo de la alcoba. La pobre joven no podía sostenerse. Cayó de rodillas exhalando gemidos, y al ver a su padre forcejeando con Bailón, le dijo:
−Papá, por Dios, no te pongas así. Resígnate..., yo estoy resignada, ¿no me ves?... El pobrecito... cuando yo entré... tuvo un instante, ¡ay!, en que recobró el conocimiento. Habló con voz clara, y dijo que veía a los ángeles que le estaban llamando.
−¡Hijo de mi alma, hijo de mi vida! −gritó Torquemada con toda la fuerza de sus pulmones, hecho un salvaje, un demente−, no vayas, no hagas caso; que ésos son unos pillos que te quieren engañar... Quédate con nosotros...
Dicho esto, cayó redondo al suelo, estiró una pierna, contrajo la otra y un brazo. Bailón, con toda su fuerza, no podía sujetarle, pues desarrollaba un vigor muscular inverosímil. Al propio tiempo soltaba de su fruncida boca un rugido feroz y espumarajos. Las contracciones de las extremidades y el pataleo eran en verdad horrible espectáculo: se clavaba las uñas en el cuello hasta hacerse sangre. Así estuvo largo rato, sujetado por Bailón y el carnicero, mientras Rufina, transida de dolor, pero en sus cinco sentidos, era consolada y atendida por Quevedito y el fotógrafo. Llenose la casa de
vecinos y amigos, que en tales trances suelen acudir compadecidos y serviciales. Por fin tuvo término el patatús de Torquemada, y caído en profundo sopor que a la misma muerte, por lo quieto, se asemejaba, le cargaron entre cuatro y le arrojaron en su lecho. La tía Roma, por acuerdo de Quevedito, le daba friegas con un cepillo, rasca que te rasca, como si le estuviera sacando lustre.
Valentín había expirado ya. Su hermana, que quieras que no, allá se fue, le dio mil besos, y, ayudada de las amigas, se dispuso a cumplir los últimos deberes con el pobre niño. Era valiente, mucho más valiente que su padre, el cual, cuando volvió en sí de aquel tremendo síncope, y pudo enterarse de la completa extinción de sus esperanzas, cayó en profundísimo abatimiento físico y moral. Lloraba en silencio, y daba unos suspiros que se oían en toda la casa. Transcurrido un buen rato, pidió que le llevaran café con media tostada, porque sentía debilidad horrible. La pérdida absoluta de la esperanza le trajo la sedación nerviosa, y la sedación estímulos apremiantes de reparar el fatigado organismo. A medianoche fue preciso administrarle un sustancioso potingue, que fabricaron la hermana del fotógrafo de arriba y la mujer del carnicero de abajo, con huevos, Jerez y caldo de puchero. «No sé qué me pasa −decía el Peor−; pero ello es que parece que se me quiere ir la vida». El suspirar hondo y el llanto comprimido le duraron hasta cerca del día, hora en que fue atacado de un nuevo paroxismo de dolor, diciendo que quería ver a su hijo, resucitarle, costara lo que costase; e intentaba salirse del lecho, contra los combinados esfuerzos de Bailón, el carnicero y de los demás amigos que contenerle y calmarle querían. Por fin lograron que se estuviera quieto, resultado en que no tuvieron poca parte las filosóficas amonestaciones del clerigucho, y las sabias cosas que echó por aquella boca el carnicero, hombre de pocas letras, pero muy buen cristiano.
−Tienen razón, −dijo don Francisco, agobiado y sin aliento−. ¿Qué remedio queda más que conformarse? ¡Conformarse! Es un viaje para el que no se necesitan alforjas. Vean de qué le vale a uno ser más bueno que el pan, y sacrificarse por los desgraciados, y hacer bien a los que no nos pueden ver ni en pintura... Total, que lo que pensaba emplear en favorecer a cuatro pillos..., ¡mal empleado dinero, que había de ir a parar a las tabernas, a los garitos y a las casas de empeño!..., digo que esos dinerales los voy a gastar en hacerle a mi hijo del alma, a esa gloria, a ese prodigio que no parecía de este mundo, el entierro más lucido que en Madrid se ha visto. ¡Ah, qué hijo! ¿No es dolor que me lo hayan quitado? Aquello no era hijo, era un diosecito que engendramos a medias el Padre Eterno y yo... ¿No creen ustedes que debo hacerle un entierro magnífico? Ea, ya es de día. Que me traigan muestras de carros fúnebres... y vengan papeletas negras para convidar a todos los profesores.
Con estos proyectos de vanidad excitose el hombre, y a eso de las nueve de la mañana, levantado y vestido, daba sus disposiciones con aplomo y serenidad. Almorzó bien; recibía a cuantos amigos llegaban a verle, y a todos les endilgaba la consabida historia:
−Conformidad... ¡Qué le hemos de hacer!... Está visto: lo mismo da que usted se vuelva santo, que que se vuelva usted Judas, para el caso de que le escuchen y le tengan misericordia... ¡Ah, misericordia!... Lindo anzuelo sin cebo para que se lo traguen los tontos.
Y se hizo el lujoso entierro, y acudió a él mucha y lucida gente, lo que fue para Torquemada motivo de satisfacción y orgullo, único bálsamo de su hondísima pena. Aquella lúgubre tarde, después que se llevaron el cadáver del admirable niño, ocurrieron en la casa escenas lastimosas. Rufina, que iba y venía sin consuelo, vio a su padre salir del comedor con todo el bigote blanco, y se espantó creyendo que en un instante se había llenado de canas. Lo ocurrido fue lo siguiente: fuera de sí, y acometido de un
espasmo de tribulación, el inconsolable padre fue al comedor y descolgó el encerado en que estaban aún escritos los problemas matemáticos, y tomándolo por retrato que fielmente le reproducía las facciones del adorado hijo, estuvo larguísimo rato dando besos sobre la fría tela negra, y estrujándose la cara contra ella, con lo que la tiza se le pegó al bigote mojado de lágrimas, y el infeliz usurero parecía haber envejecido súbitamente. Todos los presentes se maravillaron de esto, y hasta se echaron a llorar. Llevose don Francisco a su cuarto el encerado, y encargó a un dorador un marco de todo lujo para ponérselo, y colgarlo en el mejor sitio de aquella estancia.
Al día siguiente, el hombre fue acometido, desde que abrió los ojos, de la fiebre de los negocios terrenos. Como la señorita había quedado muy quebrantada por los insomnios y el dolor, no podía atender a las cosas de la casa: la asistenta y la incansable tía Roma la sustituyeron hasta donde sustituirla era posible. Y he aquí que cuando la tía Roma entró a llevarle el chocolate al gran inquisidor, ya estaba éste en planta, sentado a la mesa de su despacho, escribiendo números con mano febril. Y como la bruja aquella tenía tanta confianza con el señor de la casa, permitiéndose tratarle como a igual, se llegó a él, le puso sobre el hombro su descarnada y fría mano, y le dijo:
−Nunca aprende... Ya está otra vez preparando los trastos de ahorcar. Mala muerte va usted a tener, condenado de Dios, si no se enmienda.
Y Torquemada arrojó sobre ella una mirada que resultaba enteramente amarilla, por ser en él de este color lo que en los demás humanos ojos es blanco, y le respondió de esta manera:
−Yo hago lo que me da mi santísima gana, so mamarracho, vieja más vieja que la Biblia. Lucido estaría si consultara con tu necedad lo que debo hacer.
Contemplando un momento el encerado de las matemáticas, exhaló un suspiro y prosiguió así:
−Si preparo los trastos, eso no es cuenta tuya ni de nadie, que yo me sé cuanto hay que saber de tejas abajo y aun de tejas arriba, ¡puñales! Ya sé que me vas a salir con el materialismo de la misericordia... A eso te respondo que si buenos memoriales eché, buenas y gordas calabazas me dieron. La misericordia que yo tenga, ¡...ñales!, que me la claven en la frente.
Madrid, febrero de 1889.
FIN DE LA NOVELA