Retrato de Alonso Quesada. 1923 JUAN CARLÓ Óleo sobre lienzo 68 × 64 cm Adquisición de la Casa-Museo Tomás Morales 1913 el pintor grancanario Juan Carló se encontraba en París. Allí, estudió en profundidad el arte de Cézanne y de Monet y también, la obra de un pintor belga, Eugène Carrière. La influencia de Cézanne se notaría en uno de sus retratos más abocetados, el Retrato de Miguel Sarmiento. Mucho más evidente y decisiva, sin embargo, parece haber sido la influencia de Carrière, que había fallecido en 1906, y cuya obra también había dejado honda huella en otro pintor grancanario, Nicolás Massieu y Matos. Éste estaba en París el mismo año en que fallecía Carrière, y su Autorretrato de 1909, acusa el influjo del simbolista, como también el magnífico Retrato de mi madre. Carrière había fortalecido su reputación con sus muy comentadas Maternidades, y a través de sus retratos. La persona era para Carrière la suma de múltiples estados, un símbolo en transición, y no una imagen reductiva. Estos preceptos simbolistas se manifestaban sobre todo en la concepción dinámica del fondo, una atmósfera espiritual que disolvía rasgos y facciones. En los años de la Primera Guerra Mundial Carló había recibido ya sendos encargos oficiales de retratos. El primero era el Retrato de Juan Cambó, realizado en 1915 y por ahora perdido, y el segundo era el Retrato de Benito Pérez Galdós, que acabó tres años más tarde. En este segundo, imagen ensimismada y hermética del anciano genio literario, la atmósfera sobria es deudora de Carrière, aunque el color es contundente también. El próximo retrato en esta nomenclatura sería el de Don Cástor Gómez, fechable en torno a 1918-1919, justo antes del Retrato de Doña Encarnación Millares. En el retrato de Cástor Gómez el personaje aparece de medio busto, girándose hacia el espectador. Carló combinó posimpresionismo con simbolismo en la técnica empleada y dibujó los rasgos con contundencia. En el Retrato de Doña Encarnación Millares la persona emerge como una fantasmagórica viñeta contra fondo oscuro, una cabeza desligada del cuerpo irradiando luz. Cinco años más tarde Carló pintaba a su amigo Rafael Romero, quien fallecería en 1925. Todo Quesada se concentra en el demacrado y ya espectral rostro, ligado a un cuerpo endeble y encorvado. El poeta y escritor gravita en el más allá y el artista no ha querido endulzar verdades o falsear testimonios. La sensación de fragilidad es total y la vida del poeta es puramente mental, algo que advertimos en sus grandes ojos y en la melancólica absorción de la mirada. Si comparamos la última fotografía tomada de Alonso Quesada el mismo año de su muerte con el retrato de Carló, el parecido es asombroso, como lo es la sensación de enfermedad terminal. La línea de los perfiles es tenue y abocetada, aunque segurísima en el trazo. El color construye el retrato, o quizás sería mejor decir que lo deconstruye, ya que fondo y personaje están disueltos en una atmósfera continua. Dos son los tonos dominantes, el amarillo ocre y el rojo. El óleo está lavado, a veces transparentándose el lienzo. Esta sobriedad tonal y este uso exiguo de la pintura contribuyen a crear la sensación de suspensión temporal, de la inserción del yo en los misteriosos pasillos del tiempo. El verismo del Retrato de Alonso Quesada es otra de las cualidades que nos lega junto con su simbolismo purista e intimista.