Salvador Rueda y su actividadARMANDO LÓPEZ CASTRO renovadora Catedrático de
Literatura Española de la Universidad de León 1 Para los límites de la
modernidad, que puede fijarse entre 1880 y 1936, tengo en cuenta, entre otros,
los siguientes estudios: J. F. Botrel, Pour une histoire littéraire de
lEspagne (1868-1914), Université de Lille III, 1985, 2 vols.; P. Celma, La
pluma ante el espejo, Universidad de Salamanca, 1989; S. Salaün y C. Serrano
(eds.), 1900 en España, Madrid, Espasa-Calpe, 1991; y P. M. Piñero y R. Reyes
(eds.), Bohemia y literatura (de Bécquer al modernismo), Universidad de
Sevilla, 1993. En cuanto a la evolución de la poesía en la segunda mitad del
siglo XIX, sigo las consideraciones expuestas por M. Palenque en su estudio El
poeta y el burgués (Poesía y público 1850-1900), Sevilla, Alfar, 1990,
especialmente pp. 171-180. La fractura ideológica que se produjo con la
revolución de 1868, tras el fracaso de las revoluciones liberales y el triunfo
de la reacción conservadora, trajo consigo el surgimiento de una mentalidad
científico-positiva, caracterizada por la culminación de un orden moderado de
prosperidad burguesa y un materialismo prosaico, que marcan la tonalidad del
peculiar ambiente restaurador. Aunque pueda resultar paradójico, fue el verso,
y no la prosa, el cauce expresivo más adecuado para transmitir las inquietudes
de una sociedad en permanente contradicción. Por eso, la polémica que define
a esta época dialéctica (Vive el poeta del siglo XIX en una sociedad
perturbada por una crisis trascendental y profunda; colocado entre un ideal que
muere, y otro que aún no ha nacido, apenas dibuja sus indecisas formas en los
horizontes del porvenir, comentaba en 1875 Manuel de la Revilla), motivará
una mezcla de las nuevas ideas con las tradicionales. El conflicto entre razón
y espíritu alcanza de lleno a la poesía, que no puede mantenerse al margen
del materialismo reinante, pero que sigue siendo necesaria para defenderse de
la destrucción del progreso científico. La variedad de tendencias, el
realismo, el naturalismo, el premodernismo, revela el carácter transitorio de
la época, donde lo racional dejará paso a lo individual, el diálogo se
cambiará en monólogo y el tono retórico se hará más íntimo. Precisamente,
la generación poética de la Restauración, representada por Ricardo Gil
(1855-1907), Manuel Reina (1856-1905) y Salvador Rueda (1857-1933), será la
encargada de hacer posible el cambio del tradicionalismo a la modernidad,
manteniendo una actitud de ruptura con lo anterior y ofreciéndonos una visión
personal de la realidad.1 50 La renovación poética de la lírica española
a finales del siglo XIX surge con los tres poetas mencionados, a los que más
tarde vendrá a sumarse la decisiva influencia de Rubén Darío. Fueron ellos
los que cambiaron el rumbo de la poesía, introduciendo una nueva concepción
poética, basada en la síntesis de expresión y sentimiento, un lenguaje más
complejo a través de las aportaciones parnasianas y simbolistas y un
vocabulario fundamentalmente estético. Sin embargo, tales innovaciones sólo
se pueden entender en función de lo que se destruye, de las ruinas de una
poesía monótona y preceptiva, que había llegado, desprovista de ritmo, a su
máximo nivel de congelación (Nuestra poesía española es, en cuanto a su
fondo, pseudopoesía, huera descripción o elocuencia rimada, y en cuanto a la
forma, música de bosquimanos, tamborilesca, machacona, en que el compás mata
al ritmo, afirma Unamuno en carta a su amigo Arzadun el año 1900). Ante ese
fenómeno de agotamiento expresivo, que no hace más que ocultar la ausencia de
significación, no quedaba otra salida que la de ser innovador. En la
encrucijada del novecientos, ese período de innovaciones y rebeldías, los
tres poetas señalados quisieron ser innovadores, pero heredaron un pasado
formal del que les costó mucho desprenderse y que les impidió captar la
realidad presente. En el caso de Salvador Rueda, movido de entusiasmo
reformador, tal vez habría que acudir a la fecha clave de 1892, la de la
primera venida a España de Rubén Darío, para apreciar mejor su trayectoria
poética, que se mueve desde la supervivencia postromántica, la visión
colorista y musical de Zorrilla, hasta el impresionismo sentimental del primer
Juan Ramón Jiménez, que dura hasta 1903, con la aparición de Arias tristes,
pasando por su relación con el movimiento modernista, resultado de un esfuerzo
colectivo por armonizar distintas tendencias, sin abandonar su propósito
estético inicial, y en el que la libertad interior del poeta malagueño
comenzó a ser fagocitada por la aventura deslumbrante del nicaragüense. Los
años que enmarcan las dos venidas de Darío a España, el período de 1892 a
1899, parecen contener en apretada síntesis Salvador Rueda 51 2 A una época
como la modernista, caracterizada por la voluntad de cambio, le es connatural
una renovación del lenguaje literario que exprese, a su vez, la verdad en que
el escritor pueda reconocerse. En este sentido, señala P. Henríquez Ureña:
Como era natural, el estilo cambió también, a la par que los temas, en
Las corrientes literarias en la América hispánica, México, Fondo de Cultura
Económica, 1949, p. 178. El propio Rubén Darío, refiriéndose a lo que
constituye la esencia del modernismo, escribió en El canto errante: Y ante
todo, ¿se trata de una cuestión de formas? No, se trata, ante todo, de una
cuestión de ideas. Así pues, el predominio de los valores formales, en gran
parte de la crítica, no debe ocultar la relación del modernismo con el
espíritu de la época, con su fondo vital, volviendo así a la idea, ya
expresada por Juan Ramón Jiménez, de una mentalidad o un movimiento
envolvente, que afectó a todas las artes. En este sentido, véase el estudio
de G. Allegra, El reino interior. Premisas y semblanzas del modernismo en
España, Madrid, Ediciones Encuentro, 1985. todos los elementos nucleares de
esa voz con la que Rueda había de ingresar en la tradición poética de su
lengua. Lo que Rueda había escrito antes o iba a escribir después ha de
referirse a ese punto de máxima tensión respecto del cual se ordenan obras
tan significativas como En tropel. Cantos españoles (1892), con un
Pórtico de Rubén Darío, El ritmo. Crítica contemporánea (1894) y
Camafeos (1897), obras que marcan la plenitud del poeta malagueño y en las
que, de acuerdo con la estética modernista, la actitud formal prefigura el
tema.2 Quien se acerque sin prejuicios al estudio de la lírica española
durante la época de la Restauración, observará que, a pesar de su
dispersión, hay una aspiración común: el deseo de superar el artificio de la
palabra. Tradición y modernidad, conceptos que responden a dos maneras
opuestas de sentir el mundo, dejan entrever una inter-relación entre pasado y
presente, de continuidad y ruptura, según la oscilación que le es
característica, siendo la modificación, en este caso, lo que da su razón de
ser a la poesía finisecular (Su obra, en un principio, tuvo que ser negativa
y demoledora. Jamás una juventud tuvo que sacar fuerzas tan de flaqueza, ni
tuvo tan pocos impulsos recibidos de la generación anterior, ni tantos
ejemplos
que no seguir, señala Manuel Machado en La guerra literaria).
Generación, pues, que aún asentándose en la tradición anterior (de Zorrilla
a Bécquer) o precisamente por ello, cambia el signo del lenguaje literario,
alargando sus posibilidades, con la introducción de neologismos,
coloquialismos y dialectalismos, y haciéndolo más cosmopolita. No era otro el
camino emprendido por los poetas parnasianos franceses, quienes, alejándose
del sentimentalismo romántico y aproximándose a la sensorialidad
impresionista, con la incorporación del sentido plástico y musical,
concibieron la lírica como valor estético por sí misma. En esta línea de
reivindicación formalista, consistente en adaptar la sensibilidad al molde
rítmico del poema, se sitúan los jóvenes poetas del primer modernismo
español, dispuestos en su rebeldía a dejarse seducir por las innovaciones
extranjeras. Y así, aunque el 52 culto al verbalismo de los nuevos poetas,
criticado por Ortega en su comentario a la antología La Corte de los Poetas
(1906), llevó a Rueda a apartarse de una tendencia que él mismo había
abierto, lo que prevaleció, al menos en sus inicios, fue la divisa de
Verlaine, quien afirmó, en su Art Poétique, la posibilidad de la expresión
musical. La revolución que estos poetas tuvieron en la renovación del
lenguaje poético se apoya en la supremacía del significante, generador de
múltiples sentidos.3 A lo largo de la trayectoria poética de Salvador Rueda,
en la que fue pasando de una renovación inicial a una cerrada hostilidad hacia
los innovadores, se pueden establecer tres etapas: Aprendizaje (1880-1891),
madurez (18921910) y decadencia (1911-1933). Adviértase que el límite entre
la iniciación juvenil y los años de plenitud lo marca la venida de Rubén
Darío a España en 1892, hecho que va a ser determinante en la vida y
escritura del poeta malagueño. La primera etapa se escinde, a su vez, en dos
momentos: su establecimiento en Málaga entre 1870 y 1881, donde participa en
la vida periodística sin olvidar su primer contacto con la Naturaleza de
Benaque, su gran maestra e inspiradora; y su posterior marcha a Madrid en 1882,
llamado por Núñez de Arce, quien coloca a Rueda en La Gaceta de Madrid por
haberle enviado el poema Arcanos. Al momento inicial pertenece su primer
libro de versos Renglones cortos (1880), que recoge una serie de poemas
publicados en revistas junto a otros inéditos, entre los que destacan El
agua y el hombre, que aparece después corregido con el título de
Sombras en la antología Cantando por ambos mundos (1914), de claro
contenido existencial, según revela la enigmática pregunta (¿de dónde
vienes y adónde vas?), y el soneto Novia de la tierra, que figura con su
redacción definitiva en El poema del beso (1932), donde Rueda domina las
figuras barrocas de la epanadiplosis y la paradoja, tal y como vemos en los
versos finales (Ni temo al viento ni a las ondas temo, / que más me quemo
cuanto más te abrazo, / y más te abrazo cuanto más me quemo). Al segundo
momento de la etapa madrileña, caracterizada 3 La tradición moderna de la
poesía, que comienza a partir del Romanticismo, borra las oposiciones entre
pasado y presente y se caracteriza por su pluralidad. Siendo la edad moderna
una época revolucionaria e identificándose la modernidad con el cambio, la
poesía moderna se afirma como conciencia de la escisión, como ruptura de la
continuidad. Así lo ha visto O. Paz en sus estudios, Los hijos del limo
(Barcelona, Seix Barral, 1974) y La otra voz. Poesía y fin de siglo
(Barcelona, Seix Barral, 1990). En lo que se refiere a la supremacía del
significante sobre el significado, propia del discurso modernista, ya F. Wahl
escribió, siguiendo los estudios de J. Lacan, que el significante determina
la génesis del significado, en D. Ducrot y T. Todorov, Diccionario
enciclopédico de las ciencias del lenguaje, México, Siglo XXI, 1981, p. 394.
53 al principio por la inestabilidad, hasta que Rueda consigue, en 1890, un
puesto de funcionario en la sección de Archivos, pertenecen libros como
Noventa estrofas (1883), dedicado a su protector Núñez de Arce, Poema
nacional. Costumbres populares (1885), de carácter regionalista, y Sinfonía
del año (1888), tal vez el libro más novedoso y de mayor mérito intrínseco.
Si en Renglones cortos y Noventa estrofas falta la nota personal y en Poema
nacional domina el costumbrismo de escenas y tipos populares, que va a tener
una amplia descendencia en su poesía, no ocurre lo mismo con Sinfonía del
año (1888), primer libro de poemas sobre la naturaleza, en el que se respira
una atmósfera de renovación, empezando por la métrica. Dividido en cuatro
partes, correspondientes a las cuatro estaciones del año, ofrece 75 poemas
breves y autónomos, excepto el último, cuyo desarrollo cronológico sirve
para expresar la visión cíclica de la naturaleza, en los que el poeta se
esfuerza por presentar la realidad por sí misma. No hay una correspondencia
entre la naturaleza y el estado de ánimo, como haría más tarde Antonio
Machado siguiendo a los simbolistas, sino que el hablante adopta el punto de
vista de los objetos. Tomemos, como ejemplo, esta descripción del día de
difuntos XLII Resuenan las campanas doblando por los muertos, y forman los
cordeles chasquido de esqueletos. 5 Las ánimas agitan sus alas de vencejo, y
beben de las luces los trémulos reflejos. Resuena en los hogares 10 hervir de
leves rezos, y en tiempos que pasaron se pierden los recuerdos. La noche se
desliza como un fantasma negro, 54 15 en tanto las campanas sollozan por los
muertos. Frente a la univocidad lingüística de los libros anteriores,
literaria en Renglones cortos y popular en Poema nacional, lo novedoso aquí es
un discurso híbrido en el que se mezclan lo literario y lo coloquial dentro de
una expresión marcadamente sensorial, que afecta a la métrica, a la sintaxis
y al léxico. Porque, en la descripción de lo sensualmente perceptible, el
empleo del octosílabo asonantado, el predominio del verbo en presente y
tercera persona, la reiteración de idénticas estructuras oracionales unidas
por la coordinación y la presencia de metáforas y símiles sensoriales (Las
ánimas agitan / sus alas de vencejo, La noche se desliza / como un
fantasma negro), se proponen ofrecer una visión humana en la que nunca se
abandona el plano objetivo. A partir de la musicalidad que centra el poema
(Resuenan), la técnica del hablante consiste en moverse de lo concreto a
lo abstracto, pues si al principio las campanas resuenan por los muertos,
al final sollozan por ellos, de manera que esta técnica realista, que
consiste en la conformidad de la expresión con lo que representa, sirve para
que el lector se mueva desde lo familiar a lo desconocido, para que el recuerdo
de los seres queridos resulte más visible y duradero.4 La atmósfera
andalucista, que no aparece en Sinfonía del año (1888), se da plenamente en
Cantos de la vendimia (1891), obra que recoge la experiencia de libros
anteriores, como Cuadros de Andalucía (1883), Poema nacional (1885) y El patio
andaluz (1886), y en la que el sentimiento de lo natural, visto externamente,
atrae la atención del yo lírico. Desde muy pronto, Rueda comprendió que el
poeta que se mueve en una órbita de poesía culta, si no tiene oído para lo
popular, es imposible su renovación artística, por eso cultivó la canción
tradicional, al menos en su primeros años, de forma intensa. Por remitir más
adentro de sí misma, por aludir a un mundo todavía latente, la canción breve
encierra mayor poder de sugerencia que el 4 La presentación de la realidad por
sí misma, que se traduce en una preferencia por lo minúsculo, es rasgo
característico de Sinfonía del año y Cantos de la vendimia. Así lo ha visto
Miguel DOrs, refiriéndose al primero, al afirmar que para Rueda las cosas
no tienen más parecido que aquél que es perceptible para los sentidos, en
La Sinfonía del año de Salvador Rueda, Pamplona, Universidad de Navarra,
1973, p. 73. Esta intención predominantemente descriptiva de la primera etapa,
pues a partir de Cantos de la vendimia (1891), la poesía sobre la naturaleza
se vuelve cada vez más trascendente, ha sido también subrayada por C. Cuevas
en su ensayo Romanticismo y Modernismo en el primer Salvador Rueda, en
Homenaje a D. Pedro Sáinz Rodríguez, Madrid, FUE, 1986, pp. 409-426. Para los
poemas, tengo en cuenta, además de las antologías recopiladas por el propio
Rueda, Poesías completas (Barcelona, Maucci, 1911) y Cantando por ambos mundos
Madrid, Fe, 1914), la de C. Cuevas, Canciones y poemas (Madrid, CEURA, 1986).
55 poema extenso. Años más tarde, en el poema Elogio de la seguidilla,
Rubén Darío recuerda así a Salvador Rueda: Tienes toda la lira; tienes las
manos / que acompasan las danzas y las canciones; / tus órganos, tus prosas,
tus cantos llanos / y tus llantos que parten los corazones. El poema no es
discurso, sino canción, en la que la danza y la música se interpenetran
constantemente, por lo que la canción aparece como cifra de la escritura.
¿Qué queda después de oída la canción? Queda una naturaleza transfigurada
en lenguaje, la presencia de la otra voz que nos busca para nombrarnos. Lo que
proponen poemas tan enigmáticos y deslumbrantes como Ríe que ríe, La
fiesta, En los olivares, El gusano de luz y La granada es el
descubrimiento del otro, la búsqueda de otra belleza, que sólo en el instante
del poema se hace visible. La simultaneidad, la conjunción de espacios y
tiempos en la unidad del poema, tiene por objeto mostrarnos la unidad íntima
entre sonido y sentido, como sucede en el primero de los poemas citados RÍE
QUE RÍE Ríe que ríe, la rosa, en el capullo plegada, se asoma leve, riendo,
por el botón de esmeralda. 5 Ríe que ríe, en el lirio, vierte la risa sus
gracias, y de la flor las despliega sobre la copa morada. Ríe que ríe, en el
vivo 10 clavel de encendidas llamas revienta, alegre, la risa en explosiones de
grana. Ríe que ríe, mirando perderse a dos tras las ramas
, 56 15 suelta
su risa a torrentes la boca de la granada. La canción tradicional, fusión de
lo individual y lo colectivo, es la herencia poética más viva del alma
popular. La renovación de nuestra poesía lírica, conservada y depurada por
Bécquer, se prolonga después en Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y en
poetas del 27 como Lorca y Alberti. En esa tradición se inserta Salvador
Rueda, cuya singularidad poética no viene de las ideas, sino del acento de su
voz. Y lo que ésta aquí muestra, mediante la sugerencia de los puntos
suspensivos, que aparecen siempre rodeados de un gran volumen de silencio
(perderse a dos tras las ramas
); la musicalidad del estribillo en
posición anafórica (Ríe que ríe); el valor determinativo de los
adjetivos (leve, alegre, vivo clavel de encendidas llamas), que
alteran la significación del sustantivo; y la correlación cromático-
simbólica (rosa-lirio-clavel-granada), que relaciona realidades
contrarias, es la poetización de un sentimiento (la risa), que se impone,
no por lo que dice, sino por el ritmo que lo sostiene. Si la poesía es la
imagen convertida en voz, la explosión de la risa (revienta, alegre, la risa
/ en explosiones de grana), tiene mucho que ver con la súbita fulguración
que distingue a la palabra poética, que se propone como parto o estallido de
un fondo oculto. De esta manera, el modo de operar del pensamiento poético
sería indirecto: no demostrar sino mostrar, insinuar o sugerir lo que la
realidad tiene más allá de inmediato.5 Por los años en que Rueda compone su
Himno a la carne (1890), estaba de moda la influencia del naturalismo francés,
que para los críticos españoles se convirtió en una estética de lo
patológico sin trascendencia espiritual, lo que llevó a Juan Valera, en su
artículo Disonancias y armonías de la moral y de la estética, a
equiparar Naturalismo con amor carnal y atribuir a los sonetos de Rueda una
orientación naturalista. Aunque en ellos está presente la nota sexual, tanto
el elogio de la belleza de la amada como la presentación del cuerpo desnudo se
atienen al código im 5 Refiriéndose a la evolución poética de Salvador
Rueda, señala Juan Ramón Jiménez: A Rueda le mataron entre la tertulia de
don Juan Valera y el Museo de Reproducciones; le dieron un empleo en este
centro y creyó que vivía en plena Grecia, entre la Venus de Milo y los dioses
antiguos. Entonces se dedicó a escribir poemas falsos, olvidando lo propio: su
raíz andaluza y popular, en R. Gullón, Conversaciones con Juan Ramón
Jiménez, Madrid, Taurus, 1958, pp. 104-105. Por lo que se refiere a la
relación de Rueda con la tradición popular, que dejó su influencia en el
Romancero gitano de Lorca, véase el artículo de Carlos Edmundo de Ory,
Salvador Rueda y García Lorca, en Cuadernos Hispanoamericanos, LXXXV
(1971), pp. 417-444. 57 perante de la poesía amorosa culta, donde la unión
física sirve de motivo para la expresión de deseos sensuales. Estos poemas,
que se inscriben en los tópicos del amor elevado, según vemos en el libro
Algo (1876), de José Bartrina, y en el soneto juvenil de Rueda, A una
mujer, alcanzan ahora un alto grado de libertad en la tematización y
presentación de lo erótico. Esta crudeza, este realismo en la expresión de
los sentimientos, es particularmente visible en algunos sonetos de la serie,
como el III, el V, el VIII y el XIV, si bien lo que predomina en ellos es una
presentación ideal de lo exterior, según vemos en el soneto VII, de
inspiración y contenido becquerianos DENTRO DE TUS OJOS Azules, como el humo
vagoroso, son tus ojos de luz, amada mía, y abismado en su vaga poesía, he
pasado mi tiempo más dichoso. 5 Cuando a los míos mires con reposo, haz que,
dulce, tu rostro se sonría, y, en mi interior, tu cándida alegría, sienta
latir mi espíritu gozoso. Estar dentro de ti, mujer, quisiera, 10 y aunque en
tus ojos me descubro impreso, no estoy dentro de ti, que vivo fuera. ¡Oh, si
lograras, al grabarme un beso, copiar con ansia mi figura entera, cerrar los
ojos, y cogerme preso! A diferencia de los restantes sonetos, donde la belleza
femenina se presenta en su clásica hermosura y se describen los rasgos
físicos de manera convencional, aquí se da un proceso de interiorización
(Estar dentro de ti), que busca una identificación del yo lírico con esa
figura ideal. De forma similar a lo que sucede en las rimas becqueria 58 nas
XIII (Tu pupila es azul) y XXI (¿Qué es poesía?), en las que se
menciona la pupila azul de la belleza ideal, también aquí se da una
progresión de lo sublime a lo físico, del humo al beso, a través de
un proceso anímico, en el que la exclamación del último terceto, la
apelación del vocativo (amada mía), el valor antepuesto de los adjetivos
(vaga poesía, cándida alegría), la forma verbal desiderativa
(quisiera) y la imagen sensorial (ojos de luz), traducen sentimientos
subjetivos. La aventura poética depende de la luz, de la relación del ser con
la luz, que es una relación del ser consigo mismo. La palabra interior de
Rueda, sustantiva y singular como la de Bécquer, se hace aquí ojos de luz,
materialización misma de la poesía, que retrae al yo lírico (que vivo
fuera) a la interioridad de la amada. Luz y palabra confluyen en ese
retraerse hacia lo interior, hacia lo que todavía no ha tomado forma, de
manera que lo que irrumpe en la palabra poética, en su fulgurante aparición,
es lo absolutamente otro, aquello que está siempre por decir, quedando la luz
ligada a la interioridad de la experiencia amorosa y poética, a una estética
de la inminencia.6 Con el libro En tropel (1892) comienza la etapa de madurez
del poeta malagueño, que se extiende hasta 1910, cuando el propio Rueda
emprende lo que va a ser la primera antología de sus poesías completas. Se
trata de una obra heterogénea, compuesta de tres partes, Cantos del Norte,
Cantos de Castilla y Cantos del Mediodía, a las que se añade otra de Sonetos.
Con todo, lo peculiar del libro reside en el famoso Pórtico de Rubén Darío,
escrito en 1892 e incluido después en Prosas profanas (1896), con el que el
poeta nicaragüense pretende dar a Rueda la gloria de la modernidad (Joven
homérida, un día su tierra / vióle que alzaba soberbio estandarte, / buen
capitán de la lírica guerra, / regio cruzado del reino del arte), lo cual
habría de situarle en una posición incómoda, pues Rueda rechazó siempre la
influencia de los poetas franceses, y en el epílogo en prosa, donde Rueda
defiende el color y la música frente a los poetas que le tachaban de
superficial (el color y la músi 6 Frente a la poesía de Reina, donde hay
una renuncia a cualquier deseo de cumplimiento amoroso, la de Rueda tiende a
legitimar la presentación de lo erótico. En este sentido, señala K.
Niemeyer: En la obra de Rueda, en cambio, lo erótico es una componente de
contenido presente en casi todos los poemas que expresan sentimientos positivos
y felices por una mujer. La belleza de la amada, su aspecto físico, siempre
resulta motivo para la expresión de deseos más o menos fuertemente
eróticos, en La poesía del premodernismo español, Madrid, CSIC, p. 198. A
propósito de este libro de Rueda, véase la lectura que ha hecho A. Romero
Márquez, Sobre el Himno a la carne de Salvador Rueda, en Jábega, 47
(1984), pp. 71 79. En cuanto a la relación del sintagma ojos de luz con la
expresión becqueriana beso de luz, véase mi ensayo El ideal de la luz en
Bécquer, en El arpa olvidada. Estudios sobre Bécquer, Universidad de León,
2002, pp. 89-104. 59 ca en poesía no son elementos externos; nacen de lo
más hondo y misterioso de las cosas y son su vida íntima y su alma). Esta
cosmovisión interior de carácter pitagórico, que se aplica tanto a la
naturaleza como a la poesía, está presente en los mejores poemas del libro,
Escalas, Misericordia y Lo que dice la guitarra, y va en aumento en
todo lo que viene después. Una muestra de este proceso de transformación
podemos verla en el siguiente fragmento de Escalas o Escalas
interiores, título que toma el poema al ser incluido en las Poesías
completas, donde la idea de un universo jerarquizado revela, en su disposición
musical, una clara influencia de Bécquer Si, en la madre tierra, de círculo
en círculo los átomos pasan, y recorren los órdenes todos que en ella se
enlazan; si, a su modo, discurren y sienten, cuando van en recóndita marcha,
variando de vida en la piedra, en la luz, en el aire, en las aguas, cuando de
mi cuerpo se aleje mi alma, yo ambiciono ser nieve en el mármol, brillo alegre
en las luces del alba, en el viento molécula leve, y arco azul en la onda que
canta. (vv. 51-64) Dentro del proceso cósmico en que transcurre el poema,
donde la transmigración termina en una palingenesia, los distintos recursos
estilísticos, tales como la combinación métrica de versos hexasílabos y
decasílabos o dodecasílabos de rima asonante, que sirve de cauce a la
expresión de lo sentimental e íntimo; la estructura sintáctica con mezcla de
correlación y paralelismo, ya utilizada por Bécquer en las Rimas,
constituyendo cada estrofa un conjunto dentro de un sistema paralelístico
ternario; y la serie de imágenes 60 tomadas del mundo natural (la corola
del almendro, la luz de las estrellas, la gota de agua, la perla,
la rosa, el fétido estiércol, la escala), responden todos ellos a
la expresión de la unidad en la variedad. Si al final el poeta se imagina
atravesando esos círculos o escalas, relacionando su aventura poética con
la dimensión espiritual de la música (nótese el predominio del léxico
musical: rítmicas alas, cuerdas del arpa, incógnita escala,
onda que canta, en mi lira los sones), ello es debido al poder de la
música sobre el reino natural, a que la estructura del Alma- Mundo comparte
una base numérica y musical.7 Dado que para Rueda el mundo salió concertado
de las manos de Dios, el poeta debe actuar como transmisor de las visiones
secretas del universo, sintiendo un ritmo interior, la voz del espíritu, en un
mundo materialista y expresándose en un lenguaje musical. En El ritmo (1894),
que tantas analogías guarda con La iniciación melódica (1886) de Rubén
Darío, Rueda afirma que un poeta es un organismo maravilloso, fenomenal, que
siente en música, piensa en música, expresa en música. Se revela aquí un
idealismo musical, de raíz platónica, donde el poeta desempeña un papel
pasivo en el concierto cósmico. Para Rueda, cuyas ideas teóricas sobre
poesía se expresan tanto en verso (así ocurre en los poemas Lo que no
muere de Estrellas errantes, El acento en la poesía de Trompetas de
órgano y Auto- bio-crítica de Lenguas de fuego) como en prosa (Color y
música, epílogo en prosa de En tropel, El ritmo y la carta de 27 de marzo
de 1925 a Narciso Alonso Cortés), el ritmo unido al espíritu, dentro de la
gran cadena cósmica, sirve para recrear la forma inicial. El poeta es sensible
al ritmo cósmico, expresión de la divinidad, y lo canta porque es una parte
de él (A número y a ritmo, como el verso, / está la vida universal sujeta,
/ y del arpa triunfal del universo / una chispa que salta es el poeta,
escuchamos en el poema El fondo de silencio, de Fuente de salud). La
necesidad de renovación estética que siente Rueda en estos años, común a
otros poetas, la expresa en sus cartas a José Ixart Sobre el ritmo, sobre todo
en la cuarta, donde lamenta el reto 7 La unidad musical del universo, en la
cual se funden ideas neoplatónicas con la visión panteísta del krausismo y
las teorías filosóficas de Leibnitz, es uno de los postulados básicos de la
cosmovisión de Rueda. En este sentido, es importante el estudio de J. Godwin,
Armonías del cielo y de la tierra. La dimensión espiritual de la música
desde la antigüedad hasta la vanguardia, Barcelona, Paidós, 2000; y el
artículo de D. Núñez Ruiz, Panteísmo y liberalismo en el siglo XIX
español, en Cuadernos Hispanoamericanos, 379 (1982), pp. 11-36. 61 8 En
cuanto a la noción de ritmo como continuidad del lenguaje, en la que se
integran métrica, sintaxis y semántica, véase el estudio de H. Meschonnic,
Critique du rythme, Lagrasse, Verdier, 1982. Por lo que se refiere a su
estética expuesta en El ritmo (1894), aunque sus ideas sobre la prosodia y el
acento poético son bastante difusas, no sucede lo mismo con la posición del
poeta, rodeado por un mundo melódico y rítmico, donde el lenguaje musical
traduce una voluntad de estructura armónica. Véase, en este sentido, el
artículo de J. A. Tamayo, Salvador Rueda o el ritmo, en Cuadernos de
Literatura Contemporánea, 7 (1943), pp. 3-35. ricismo reinante (Nuestros
poetas no tienen variedad de expresión; no tienen una lira, tienen monocordio;
no tienen oídos, tienen roscos de goma. No es posible soportarlos, no pueden
oírse; nos han destrozado nuestro órgano de audición, y, a fuerza de
repetirse y repetirse, han vuelto opaca su voz, la cual ni vibra ya, ni expresa
nada, y aunque lo exprese, no se oye), y propone como solución la variedad
formal defendida por los modernistas (variedad de ritmos, variedad de
estrofas, combinaciones frescas, nuevos torneados de frase, distintos modos de
instrumentar lo que se siente y lo que se piensa). Al hacer intervenir en el
ritmo la marcha del sentido (lo que se siente y lo que se piensa), Rueda
expresa una unidad de movimiento emocional, donde la variación o repetición
con variantes tiene la particularidad de ir intensificando lo concreto de la
visión. Si El ritmo se convirtió en el escrito teórico más importante
después de la Poética (1883) de Campoamor, ello fue debido, en gran parte, a
que el ritmo aparece como fundamento del verso, como regulación del movimiento
expresivo. 8 Entre 1892 y 1899 Salvador Rueda no permaneció inactivo, pero lo
que escribió entre esos años resulta distanciado y hasta oscurecido por su
enigmática relación con Rubén Darío, producto de una distinta actitud
ideológica ante un mismo movimiento artístico. Al representar modernismos
diferentes, el de Darío más enraizado en el idealismo romántico y el de
Rueda en el pasado casticista, sus modos expresivos habrían de ser por fuerza
también distintos. A falta de una correspondencia íntegra entre los dos
poetas, que ayude a dilucidar los altibajos de tal relación, lo que nos queda
es una serie de textos significativos en los que es preciso apoyarse. Si
comparamos la nota de Rueda, que llevaba En tropel en su primera edición
(Como sabe el público español, se halla entre nosotros, y ojalá se quede
para siempre, el poeta que, según frase de mi ilustre amigo Zorrilla de San
Martín, más sobresale en la América Latina, el que del lado allá del mar ha
hecho la revolución en la poesía, el divino visionario, maestro en la rima,
músico triunfal 62 Islas Canarias Tomás Morales (Ilustre Poeta) Moya
Admirabilísima la salutación: es de los más soberbio que has escrito: las 13
estrofas, largas y enormes, parecen 13 olas del gran Atlántico. ¡Salve Poeta!
En vez de envío, que es francés, deja sólo un espacio mayor. De la
dedicatoria borra El poeta!. Plántala la 1ª del tomo. ¡Magnífica!,
¡Soberana! Yo veré de publicarla aquí. ¡Adiós, cachorrazo, tórax del
Atlante...! Tuyísimo agradecido, Salvador. Mi cariño a esos escritores.
Tarjeta postal de Salvador Rueda a del idioma, enamorado de las abstracciones y
de los símbo-Tomás Morales. Archivo personal de Tomás Morales. Fondo docu
los, y quintaesenciado artista, que se llama Rubén Darío. mental de la
Casa-Museo Tomás Sabiendo yo cómo su afiligranada pluma labra el verso, le
Morales. he ofrecido las primeras páginas de esta obra para que en ellas
levante un pórtico, que es lo único admirable que va en este libro, a fin de
que admiren a tan brillante poeta los españoles. Soy yo quien sale perdiendo
con esta portada, porque ¿qué lector va a hallar gusto en el edificio de este
libro sin luz ni belleza, después de haber visto arco tan hermoso? 63 Doy
públicamente las gracias a mi amigo el poeta autor de Azul, que tan egregia
genealogía supone a mi pobre musa, y deténgase el lector en el frontispicio,
y no pase de él si quiere conservar una bella ilusión), con el artículo de
Rubén Los poetas, fechado en Madrid el 24 de agosto de 1899, aparecido en
La Nación de Buenos Aires y después en España contemporánea (Salvador
Rueda, que inició su vida artística tan bellamente, padece hoy inexplicable
decaimiento. No es que no trabaje
pero los ardores de libertad estética que
antes proclamaba un libro tan interesante como El ritmo, parecen ahora
apagados
Los últimos poemas de Rueda no han correspondido a las esperanzas
de los que veían en él un elemento de renovación en la seca poesía
castellana contemporánea. Volvió a la manera que antes abominara; quiso tal
vez ser más accesible al público, y por ello se despeñó en un lamentable
campoamorismo de forma y en un indigente alegorismo de fondo. Yo, que soy su
amigo y que le he criado poeta, tengo el derecho de hacer esta exposición de
mi pensar), observamos que el paso de la admiración a la ruptura, con la
consiguiente decepción, obedece al amaneramiento del poeta malagueño
(Volvió a la manera que antes abominara), a su incapacidad de renovarse,
ya subrayada por Herrera y Reissig, Villaespesa y Manuel Machado, y que era
contraria a los postulados modernistas. Los libros más importantes que Rueda
escribe en estos años, Sinfonía callejera (1893), Camafeos (1897) y Piedras
preciosas (1900), muestran un desvío de sus iniciales propósitos artísticos
y una actitud claramente antimodernista. Uno de los muchos ejemplos podría ser
el soneto La rueda de la noria, perteneciente al último de los libros
citados En pos de originales invenciones van falsos escritores y poetas,
creyéndose magníficos atletas, y movidos de ciegas ambiciones. 5 Mas son sus
libros huecos cangilones, tazas que al engranaje van sujetas; 64 un agua
misma déjalas repletas, todas marcan iguales rotaciones. De un genio, a veces,
en la rica fuente 10 bebe la luz la literaria gente, mostrando el brillo de la
ajena gloria. Y, ánforas sucesivas sus cabezas, se transmiten conceptos y
bellezas, cual perforados búcaros de noria. Todo el soneto aparece atravesado
por una sutil ironía. La presentación gregaria de los poetas modernistas, a
la que contribuye, además del subtítulo (A los imitadores), el valor del
adjetivo antepuesto (originales invenciones, falsos escritores y
poetas, magníficos atletas, ciegas ambiciones, huecos
cangilones, iguales rotaciones, literaria gente, ajena gloria,
perforados búcaros de noria), que subraya una cualidad escogida por el
hablante, y la imagen rutinaria de la noria (todas marcan iguales
rotaciones), símbolo de una existencia vacía, va en contra de la
individualidad que caracteriza a la experiencia poética, pues el poeta,
pájaro solitario, de acuerdo con San Juan de la Cruz, difícilmente podrá
producirse en tropel. Y es que el tropel innovador descubre su naturaleza real
de servum pecus, de imitadores de un formalismo desprovisto de sustancia
(cual perforados búcaros de noria). Porque a Salvador Rueda, más que la
jefatura de un movimiento que él mismo se negó a aceptar, lo que más le
molestó es la falta de reconocimiento de su labor innovadora en la lírica del
momento, su papel de transición entre el artificio de la poesía finisecular y
el aliento de la poesía nueva. Tal incomprensión, acrecentada por el desdén
del propio Darío (Yo, que le he creído poeta) y de los jóvenes poetas
que le vuelven la espalda, es lo que genera el retorno a la tradición del
pasado casticista, camino ya transitado, y su no integración dentro de un
movimiento en el que muy pronto se vio sobrepasado.9 9 Refiriéndose al desfase
cronológico de Rueda, señala José María de Cossío: Creo que su
personalidad de renovador queda por bajo de su auténtica personalidad de
poeta, dignísimo de consideración y que estoy seguro que ha de encontrar
momento más favorable para su estimación que el del movimiento modernista,
del que fue iniciador superado, en Cincuenta años de poesía española
(1850-1900), Madrid, Espasa-Calpe, 1960, Vol. II, p. 1.342. Respecto al
desacuerdo de Rueda con Darío, que fue más ideológico que personal, tengo en
cuenta los siguientes ensayos: J. Mª Martínez Cachero, Salvador Rueda y el
modernismo, Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, XXXIV, 1958, pp.
41-61; R. Ferreres, Diferencias y coincidencias entre Salvador Rueda y Rubén
Darío, Cuadernos Hispanoamericanos, 169, 1964, pp. 39-44; Richard A.
Cardwell, Rubén Darío y Salvador Rueda: dos versiones del modernismo,
Revista de Literatura, 89, 1983, pp. 55-72; y G. Carnero, Salvador Rueda:
teoría y práctica del modernismo, Actas del Congreso Internacional sobre el
Modernismo Español e Hispanoamericano, Córdoba, Diputación, 1987, pp.
277-298. 65 El hecho de transitar por caminos trillados fue lo que llevó a
Rueda a quedar en el umbral del modernismo. Después de Prosas profanas (1896),
donde se encuentran los poemas más parnasianos de Rubén Darío, aparece
Piedras preciosas (1900), con la parte titulada Mármoles, de clara
evocación griega, en la que el poeta malagueño nos da más lo que se ve que
lo que se siente. Si comparamos poemas con los mismos títulos, Friso y
Palimpsesto de Rubén Darío con El friso del Parthenon y
Palimpsesto de Rueda, apreciamos una diferencia notable: el sentimiento
intimista de Darío no ha logrado desplazar al objetivismo de Rueda. La
intención de recrear el mundo clásico, que ya aparece en el poema narrativo
de Reina La ceguedad de las turbas y en los trece sonetos que Rueda publica
bajo el título de La bacanal en 1893, conlleva una valoración moral, acorde
con la ética burguesa, de presentar la oposición entre la bella apariencia y
la corrupción interior. Frente a la vida licenciosa y decadente de un mundo en
descomposición, lo que se exalta es la belleza del yo lírico, marcada por el
idealismo y la pureza, como sucede con la serie de sonetos El friso del
Partenón, que aparecieron en El país del sol (1901) y dejaron su huella en
Fuente de salud (1906) y Trompetas de órgano (1907), y dentro de ella, el
soneto Las cuadrigas, en donde la voz poética se subordina a la sensación
de color De los cuatro corceles la bravura excita airado el impaciente auriga,
y arranca al pavimento la cuadriga relámpagos de efímera hermosura. 5 Sobre
el carro destaca su figura fuerte Apóbatas, libre a la fatiga, que en la
carrera a resistir se obliga el argólico escudo y la armadura. El conductor,
los frenos descuidando, 10 el carro precipita retumbando 66 sobre los grupos
con furor violento. Para un heraldo el ímpetu gigante, ¡y quedan los corceles
un instante pataleando en el azul del viento! En el contexto de transposición
artística, propio del premodernismo, la excelencia y unicidad del poema radica
en la representación de lo efímero, de lo transitorio. Lo que el poeta
necesita salvar del olvido es esa escena de acción y pasión, que es verdadera
y bella en tanto que arrebatada al decurso del tiempo. A su intemporalidad
contribuyen, entre otros recursos, la descripción con sonidos onomatopéyicos
(el carro precipita retumbando); las formas verbales en presente
(excita, arranca, destaca, precipita), como único modo de
existencia de la realidad; el valor cualitativo del adjetivo antepuesto
(impaciente auriga, efímera hermosura, el argólico escudo); y la
imagen plástica del azul, marcada subjetivamente al final del poema mediante
la admiración (¡y quedan los corceles un instante / pataleando en el azul
del viento!), todos ellos asociados para darnos una poética de sombría
caducidad. Porque la intangibilidad del azul, que desde el romanticismo al
modernismo se convierte en el color de lo absoluto, emerge como instante
simbólico frente a la muerte. Igual que sucede en el poema de Keats, Oda a
una urna griega, lo absoluto del instante concentra su fuerza en la caducidad
(relámpagos de efímera hermosura), esa belleza en el filo de la muerte
que perdemos al darle nombre.10 A partir de 1900 Rueda se muestra ya dueño de
un estilo personal, que se mantendrá sin apenas cambios en los siguientes
libros: Fuente de salud (1906), Trompetas de órgano (1907), Lenguas de fuego
(1908), La procesión de la Naturaleza (1908) y El poema a la mujer (1910). Si
la década de los noventa supone la consagración definitiva como poeta, entre
1906 y 1910 llega a la cumbre de su labor creadora. Los libros citados aparecen
unidos en una misma aventura poética de depuración y simplicidad. Consciente
de que la 10 En la experiencia poética lo decisivo es no renunciar, conocer la
brevedad del tiempo y vivir su intensidad en el instante, que pone a prueba la
realidad entera. Para una visión del instante como absoluto, véase el estudio
de G. Bachelard, La intuición del instante (México, Fondo de Cultura
Económica, 1987). La noción convencional del arte griego como corporización
de noble simplicidad y tranquila grandeza, heredada de J. J. Winckelman
(Historia del arte en la Antigüedad, Barcelona, Iberia, 1967), se mantuvo, sin
apenas modificación, hasta los primeros años del siglo XX. Además, no ha de
olvidarse que Rueda pasó a partir de 1895 largos años como empleado en el
madrileño Museo de Reproducciones Artísticas, museo que frecuentaba mucho
antes, según carta suya reproducida por E. Sánchez Reyes, Salvador Rueda,
en Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, XXXIII, 1957, pp. 188-207. 67
espontaneidad de los sentimientos es lo más difícil de expresar, en lugar
de dejarse llevar por un discurso demostrativo, permite que el sentido se
disuelva en el lenguaje, permaneciendo así abierto y disponible. De tal
naturalidad, de lo que adviene espontáneamente, se forma la escritura de
Fuente de salud (1906), que oscila de lo familiar a lo nuevo, dejando ver el
alma de las cosas, la vida en su plenitud. Su ingenuidad naturalista y sensual,
puesta de relieve por Unamuno en el prólogo de la obra (Para Rueda, como
para quien vive en contacto con la Naturaleza, cada sol, es un sol nuevo, y
cada momento, un nuevo nacimiento: vive naciendo siempre. ¡Feliz de él!),
responde al deseo de idealizar la naturaleza mediante un lenguaje altamente
literario, que abandona la intención descriptiva de la primera época, sobre
todo después de la advertencia de Clarín, en 1891, de tratar la naturaleza
como iniciado en sus misterios, por una visión más trascendente. Tal
descripción idealizante a favor de la sublimidad, que se desprende del objeto
mismo, resulta evidente en la serie de sonetos Frutas de España, de Fuente
de salud, y dentro de él en su famoso y tantas veces antologado soneto La
sandía, donde la relación entre la pintura y la poesía sirve para darnos
una visión emocional de la vida LA SANDÍA Cual si de pronto se entreabriera
el día despidiendo una intensa llamarada, por el acero fúlgido rasgada
mostró su carne roja la sandía. 5 Carmín incandescente parecía la larga y
deslumbrante cuchillada como boca encendida y desatada en frescos borbotones de
alegría. Tajada tras tajada señalando, 10 las fue el hábil cuchillo
separando, vivas a la ilusión como ningunas. 68 Las separó la mano de
repente, y de improviso decoró la fuente un círculo de rojas medias lunas. En
la literatura muchos frutos han tomado una significación simbólica, tales
como el higo, la granada y la manzana, que hace de ellos la expresión de los
deseos sensuales. De manera explícita, entre los vietnamitas, la sandía o
melón de agua es un símbolo de fecundidad, por eso se ofrecen pepitas de
sandía a las recién casadas, junto con naranjas, que tienen la misma
significación. Ahora bien, si la función del símbolo es trascender lo
aparente en busca de la realidad oculta, lo que aquí se descubre es una
poetización del objeto. El lenguaje del poema no se limita a darnos una
descripción sensorial del fruto, sino que es el dominio del movimiento y el
color lo que comunica la significación profunda del poema. La imaginación no
escapa de la realidad, sino que la recrea, dotándola de nuevos significados.
Por eso aquí, el valor puntual de las formas verbales (mostró,
separó, decoró) y adverbiales (de pronto, de repente, de
improviso); el valor metafórico de los adjetivos (acero fúlgido,
larga y deslumbrante cuchillada, el hábil cuchillo); el empleo de
símiles (Cual si de pronto se entreabriera el día, como boca encendida
y desatada), que proyectan sobre el fruto en cuestión la actitud del
hablante, y el símbolo poético del cuchillo, que aloja, en la frialdad de su
hoja, la inminencia de algo que todavía no se ha manifestado, se potencian
lingüísticamente y, al relacionarse entre sí, componen un hecho estético
(vivas a la ilusión como ningunas). Lo específico es la conversión de un
objeto físico en otra realidad, que es parte integrante de la operación
artística y actúa en la sensibilidad del lector. Lo representativo aquí no
es tan sólo lo sensorialmente perceptible, la impresión objetiva, sino la
referencia a otra realidad, su sentido trascendente, que lo convierte en objeto
estético, aunque sea la carne roja de la sandía la realidad principal.11
En la vida de Salvador Rueda hay una experiencia decisiva que va a influir en
sus libros de madurez: la muerte de 11 El equívoco entre realidad e
imaginación incluye ambos componentes. Quiere decirse que la realidad sin la
imaginación no sería nada, que es la que recrea el objeto y le da otro
sentido, aunque sin prescindir de él, por eso señala Bienvenido de la Fuente:
del resorte de lo corpóreo no consigue prescindir Rueda, en su estudio El
Modernismo en la poesía de Salvador Rueda, Frankfurt, Herbert Lang Bern, 1976,
p. 94. En cuanto a la actitud del poeta malagueño frente al color, que es de
captación sensible, receptora, más impresionista que parnasiana, véase el
artículo de E. Anastasi, Estimación de Salvador Rueda, en Cuadernos
Hispanoamericanos, 109, 1959, pp. 87-95. 69 su madre el 27 de septiembre de
1906. Sumido en un estado de orfandad y desvalimiento, el poeta malagueño
quedará con el recuerdo del ser querido (Se fue cuanto quería, se fue
cuanto adoraba, / se fue la mariposa que el aire me encantaba. / Te fuiste, y
la tristeza colgó su velo en mí, nos dice en El libro de mi madre), lo que
le lleva a alejarse de Madrid para encontrarse consigo mismo en el sosiego de
la naturaleza, por eso va a la isla alicantina de Tabarca, que será su lugar
de descanso entre 1908 y 1919. De estos años son sus libros Lenguas de fuego
(1908) y La procesión de la Naturaleza (1908), en los que se acentúa el tono
personal y elegíaco. Hay que tener presente que, en la poesía finisecular,
conviven lo estético y lo existencial, siendo la expresión de la angustia
íntima la que se va imponiendo a la poesía de comienzos del siglo XX. El
cambio ya había empezado a darse con Trompetas de órgano (1907), que nos
ofrece toda una gama de la alegría y el dolor, pero la mayor parte de sus
poemas recogen, en gran medida, la herencia de los antiguos temas clásicos,
como vemos en la serie de sonetos El friso del Partenón. En cambio, Lenguas de
fuego, que lleva el significativo subtítulo de Cantos al Misterio, al Hombre y
a la Vida, ofrece ya un clima distinto. Son muchos los poemas de este libro en
los que aparece el desengaño amoroso, causado por el hecho de que la amada no
corresponde a las exigencias del yo lírico. Y junto al tema del desengaño
amoroso, presente a lo largo de la poesía decimonónica, desde el famoso
Canto a Teresa de Espronceda hasta las Rimas de Bécquer, pasando por las
Doloras campoamorinas, se insiste en la creación de un ambiente en el cual
se pueda percibir el secreto de una voz misteriosa. Poemas como Lenguas de
fuego, La voz de los hombres, El andar de la materia, Sino de
mujer, La torre de las rimas y La música de Dios, aparecen rodeados
de un aura sagrada que traduce la ausencia de lo originario. Esta busca de lo
radicalmente otro como huella de lo sagrado, visto también como deus
absconditus, como lo desconocido de Dios, tiene lugar en el poema que da
título al libro, donde la palabra del dios se ve comprometida por la palabra
del poeta 70 LENGUAS DE FUEGO Una lluvia de lenguas de fuego a las frentes
bajó del Cenáculo, como río de lumbre sublime que brotó del Espíritu
Santo; y corrió su temblor por los pechos, encendió como hogueras los labios,
y salió, en elocuencia grandiosa, por la boca de Pedro, rodando. Su discurso
de rojas candelas inundó en fervoroso entusiasmo corazones de todos los
climas, los egipcios, los medas, los partos, los de Frigia, del Asia y del
Ponto, los de Libia y del suelo judaico. E ignorando la lengua siriaca, en que
Pedro elevábase hablando, traslucieron el alto discurso, cual se ve tras la
comba del vaso la levísima llama que ondula, una danza sagrada bailando. Los
temblores del fuego divino En las frentes se erguían, cual tallos de una flor
misteriosa de lumbre, desplegada por bello milagro. La de Pedro, más luenga,
subía cual bandera de heroico cruzado, cual cimera de lumbre de un genio, cual
la pluma de fuego de un casco. Otros tallos de llamas celestes a otro eterno y
grandioso Cenáculo, al que encierra la sacra Belleza, Dios lanzó de su seno
abrasado, y a mi frente, cual áureo bautismo, descendió un luminoso penacho,
una larga candela de oro, que transmite su brío a mis labios. Con la lengua
vital de ese incendio, 71 impregnada de Espíritu Santo, yo predico la triple
hermosura 40 de los hombres, los cielos, los campos. Pescador religioso de
ideas, en mis redes de versos las saco; y las dos a las almas latentes en el
iris de Dios titilando. 45 Son mis versos ramajes de lumbre, temblorosos
crestones dorados, donde van la alegría o la pena, según es la pasión con
que canto. Aspirad mis estrofas candentes, 50 crepitantes como un incensario,
olorosas cual hierbas del monte, tronadoras cual son del Atlántico, que
predican la santa poesía, mientras llevo, cual rubio milagro, 55 en la frente
la lengua del cielo, la candela de fuego sagrado. El arte, en cuanto
recuerda la distancia de la Unidad perdida, es metafísico. En ciertos
períodos artísticos, como el clasicismo, domina la distancia sobre la
expresividad; en otros, como el romanticismo, se afirma la libertad de lo
expresivo. Por otra parte, dentro de la tradición judeocristiana, el episodio
de Pentecostés es a la vez paralelo y opuesto al de Babel. La marca de Babel
aparece también en Pentecostés a través de la diversidad de las lenguas,
pues la apelación a las lenguas de cada uno implica aceptar la diversidad, que
es el camino aprendido en Babel. En Pentecostés se restablece la unidad de la
lengua, rota en Babel, a través de los apóstoles, simples conductos
musicales, que comunican el soplo del Espíritu Santo. Este deseo de establecer
la Unidad anulando la distancia, propia del arte románico, se cumple en este
poema, donde el carácter puntual del indefinido (bajó, corrió, 72
A TOMÁS MORALES Con motivo de sus Rosas de Hércules Parece que tus Islas son
testas de gigantes que surgen de la Atlántida, partiendo el haz del mar e
inclinan sus oídos de piedra resonantes para sentir tus versos de bronce
retumbar. Al verlos otros montes también se alzan triunfantes Mont Blanc, el
Himalaya, los Andes, a escuchar, y un coro de diademas de fuego alucinantes el
Etna, el Momotombo, perciben tu cantar. Mas es enano el público de cumbres de
tu lira; por cima del picacho, más alto que la pira, estás, ¡oh dios!, ¡oh
Apolo! surgiendo de los dos. Los montes y volcanes, cual bíblicos abuelos
traspasan veinte atmósferas, taladran veinte cielos: ¡tu frente va más
alta!; ¡tú llegas hasta Dios! Málaga, julio de 1920 SALVADOR RUEDA
[Enhorabuena de todo corazón. Estoy viejo, enfermo y triste; puesto al margen
de la vida. Los brazos de su fraternal Salvador]. Tarjeta postal de Salvador
Rueda a Tomás Morales. Archivo personal de Tomás Morales. Fondo documental de
la Casa-Museo Tomás Morales. 73 12 El ser, transformado por el fuego, vive
intensamente. La poética del Fénix, pájaro reconciliador de animus y anima,
es una poética del fuego. Véase, a este respecto, el estudio de G. Bachelard,
Fragmentos de una poética del fuego (Barcelona, Paidós, 1992). En cuanto a la
metamorfosis de lo sagrado, que guarda el silencio de la palabra, véase el
artículo de F. Duque, Cadencia de lo sagrado, en Revista de Occidente,
147, marzo de 1993, pp. 91-105. encendió, salió, inundó,
traslucieron, lanzó, descendió), el valor determinativo de los
adjetivos (alto discurso, danza sagrada, flor misteriosa, áureo
bautismo, almas latentes, estrofas candentes) y la serie de imágenes
pertenecientes al campo semántico del fuego (Una lluvia de lenguas de
fuego, río de lumbre sublime, discurso de rojas candelas, Los
temblores del fuego divino, Otros tallos de llamas celestes, la candela
de fuego sagrado), símbolo transformador por excelencia. Sin embargo, de las
dos partes que componen el poema, la verdaderamente significativa es la
segunda, porque en ella el hablante hace suya la revelación propia de lo
poético (Son mis versos ramajes de lumbre), el carácter sagrado de la
poesía (la santa poesía). El poeta está aquí para decir lo indecible,
aquello que se echa en falta tras la separación o la ausencia, pues en la
palabra poética reluce lo sagrado, la Palabra al margen del lenguaje.12 Entre
los poetas premodernistas españoles, Francisco Villaespesa y Salvador Rueda
oscilan entre la inspiración romántica y la naciente forma parnasiana. A la
concepción romántica de que la Naturaleza refleja los sentimientos del poeta
y al papel de éste como mediador con lo absoluto se une el lema parnasiano de
la belleza exterior (Esculpir el verso), el gusto por el color y por la
sonoridad del poema. Para crear en la escritura el espacio donde ha de oírse
la voz más viva, aquélla que actúa como principio germinativo, necesita el
poeta salvar las cosas de su fluir temporal. Si la palabra poética se revela
esencialmente inagotable en su expresión, tiene que partir de la unidad de lo
múltiple, experiencia que no puede ser borrada, para salvar lo fugaz en la
transparencia de la expresión. Esa preferencia por lo minúsculo, de la que
participa La procesión de la Naturaleza (1908), traduce un impulso inmediato
hacia la captación recreadora del mundo. ¿No late en el poema una visión de
la realidad en su plenitud?. Lo que se proponen poemas tan significativos como
El ave del paraíso, Los insectos, El cisne y Los reptiles es
pensar la poesía desde la poesía misma, y no desde fuera. Ese impulso de la
74 realidad hacia la palabra, que es en lo que consiste la poesía, implica
una voluntad de esencializar el mundo, de hacer del poema, ámbito silencioso
de participación, una belleza llena de significación. Es lo que ocurre en el
tercero de los poemas citados, donde el símbolo del cisne, tan presente en el
modernismo, descubre a la vez la nostalgia de una realidad en estado naciente y
una meditación sobre el ser de la poesía EL CISNE Como góndola que viene de
las islas del ensueño, adelanta el cisne blanco de inviolada vestidura; un
hostiario milagroso se creyese figura, donde guarda el sol las hostias
virginales de que es dueño. 5 Oración de plumas finge su ropón casto y
sedeño, metafísico es el traje que lo viste de blancura, y desfila la Belleza
bajo el arco de hermosura de su lírica garganta, de que Dios hizo el diseño.
Cual sus manos conmovidas junta y abre el sacerdote, 10 abre y cierra tus dos
alas, y tu misa, ¡oh cisne!, flote sobre el haz de tu plumaje de alabastro y
de Carrara. Con tu pico alza la Forma por encima de tu cuello, tú, ministro de
lo blanco, tú, ministro de lo bello, cual si alzases a la luna de los
mármoles de un ara. En las antiguas cosmogonías, el sacrificio, ligado a la
idea de un intercambio, implica el restablecimiento de la realidad primordial,
pues no hay creación sin sacrificio. Ya en el Preludio que abre el libro,
la preferencia por el mundo natural sobre el artificioso de la ciudad,
representado por París (Por mitad del París de artificio dorado, / que, de
tanta luz ciego, del abismo va en pos, / donde olvidan los hombres el principio
sagrado / de la vida que, plena, se deriva de Dios, implica un deseo de
penetrar esa realidad única, sin dualismo posible, que nos sustenta. El 75
13 En la poesía modernista, el cisne simboliza la pasión por la forma. Así,
hay que tener en cuenta los trabajos de E. Figueroa-Amaral, El cisne
modernista, en H. Castillo, Estudios críticos sobre el modernismo, Madrid,
Gredos, 1968, pp. 299 y ss.; P. Salinas, El cisne y el búho (Apuntes para la
historia de la poesía modernista), en Ensayos completos, T.III, Madrid,
Taurus, 1983, pp. 190-207; P. Salinas, El olímpico cisne, en La poesía de
Rubén Darío, T.II, pp. 58-78; y referente a Rueda, el estudio ya citado de
Bienvenido de la Fuente, pp. 65-74. cisne blanco, ave de Venus y símbolo
ambivalente, aparece aquí como revelación de lo poético. La marca subjetiva
de la exclamación (¡oh cisne!), el valor figurativo de los adjetivos
(inviolada vestidura, hostiario milagroso, metafísico es el traje,
lírica garganta), la selección de ciertos términos claves (la
Belleza, la Forma) y el predominio del blanco, un no color o centro del
color que, en su iniciación, contiene todas las formas posibles, nos hacen ver
que, en su imagen arquetípica de andrógino, confluyen las dos acepciones, lo
diurno y lo nocturno, la luz y la palabra. Símbolo del deseo primero, que es
el deseo sexual, el cisne muere cantando y canta muriendo, convirtiéndose en
emblema del poeta inspirado.13 El distanciamiento respecto a Rubén Darío y el
abandono de los poetas más jóvenes sumen a Salvador Rueda en una profunda
melancolía durante la última etapa de decadencia. Tan sólo los viajes que el
poeta malagueño emprende a partir de 1909 por las distintas repúblicas
americanas, en las que ve reconocida su labor poética, y la selección de sus
poesías en Poesías completas (1911) y Cantando por ambos mundos (1914),
logran alterar mínimamente una trayectoria que en 1910 estaba ya consolidada.
Los dos libros de versos que Rueda publica en estos años, El milagro de
América (1929) y El poema del beso (1932), vienen a incidir en formas de
expresión anteriores. Entre la publicación de Sinfonía del año (1888) y La
procesión de la Naturaleza (1908) median veinte años: los temas de la primera
obra proceden de la experiencia directa del poeta, los de la segunda, de una
experiencia libresca. Pues bien, lo que hace Rueda en sus años finales,
convertido ya en una reliquia de sí mismo, es volver a los orígenes, al mar
malagueño de su infancia (Ese mar, ese mar me da la vida, decía con
frecuencia). Por eso, más importante que El milagro de América, canto a las
gestas españolas con el que Rueda quiso pagar tributo al heroísmo de sus
descubridores y que trasluce un estilo enfático, lo es El poema del beso,
serie de sonetos en los que el beso aparece como unión amorosa del cosmos.
Compuesto en una época de marcada tendencia naturalis 76 ta, hay a lo largo
del libro una integración de ciencia y poesía, pues ambas tienden a una
formulación de lo desconocido. Basta recordar los dos sonetos titulados del
mismo modo El beso de Dios, que abren y cierran el libro, lo que le da una
clara estructura concéntrica, para darnos cuenta del panteísmo inmanentista
que impregna el conjunto, sintetizado en los sonetos El beso humano y La
atracción universal, que son los que guardan una mayor relación con las
Rimas de Bécquer. Si comparamos el segundo soneto con la Rima IX IX Besa el
aura que gime blandamente las leves ondas que jugando riza; el sol besa a la
nube en occidente y de púrpura y oro la matiza; 5 la llama en derredor del
tronco ardiente por besar a otra llama se desliza; y hasta el sauce,
inclinándose a su peso, al río que le besa vuelve un beso. LA ATRACCIÓN
UNIVERSAL Sigue el sol a luna, él va tras ella; el río corre al mar, el mar
lo llama; va el acero al imán, porque él le ama; a quien mira a lo azul,
guiña la estrella. 5 Va una boca a otra boca porque es bella, el pecho va
hacia el pecho que lo aclama, la abeja busca la florida rama, y al pararrayos
busca la centella. Los orbes planetarios giran, giran, 10 porque otros orbes de
sus ejes tiran; Dios lanzó un beso, el cosmos alumbrando. Y miríadas de soles
impelidos, vidas, seres, de amor estremecidos, tras del beso de Dios, pasan
volando. 77 14 El beso como formulación del deseo, como expresión de su
posibilidad, ha sido expuesto por R. Barthes en su estudio Fragmentos de un
discurso amoroso (Madrid, Siglo XXI, 1982, pp. 26-36). Para la relación del
poema de Bécquer con el de Rueda, véase el artículo conjunto de J. Mª Díez
Taboada y F. Díez Platas, Gustavo Adolfo Bécquer y Salvador Rueda: El poema
del beso, en Revista de Literatura, 85, enero-junio de 1981, pp. 59-90. En
ambos casos, el beso como unión y armonía de todos los elementos, fuerzas y
seres de nuestro cosmos aparece proyectado sobre una dimensión poética.
observamos que, a pesar de la diversidad temática y estrófica, late en ambos
poemas una misma correspondencia entre los elementos de la naturaleza, tal vez
asegurada por una misma corriente clasicista, la del idealismo amoroso que
aparece en los poetas cultos del siglo XVI, como Garcilaso y Herrera. Es cierto
que en la rima de Bécquer la acción del beso, expresada mediante la forma
más dinámica del verbo besar, se da una fusión del macrocosmos de la
naturaleza con el microcosmos humano, mientras en el soneto de Rueda el beso de
Dios aparece como origen del cosmos. Sin embargo, el beso humano como clave y
expresión del beso cósmico, que se da también en las Rimas XXIII y XXVIII de
Bécquer y en el soneto El beso humano de Rueda, es fruto de una misma
atmósfera creadora, que alcanza toda una visión del universo en la necesidad
de perseguir la forma. A pesar de las diferencias que se enmarcan en el estilo
de época de cada texto, el intimismo sentimental posromántico y el
esteticismo plástico modernista, la visión de armonía cósmica y universal,
que se da en ambos poemas, afecta a la creación poética, no exenta de la
unidad a la que el eros impulsa. El beso, con su carácter simbólico y
sagrado, vendría a ser así la expresión de una posibilidad. 14 Al estudiar
la influencia formativa en un autor, hay que deslindar lo que éste recibe de
la tradición a la que pertenece. En Rueda la variedad es grande y va desde la
actitud retórica de Núñez de Arce hasta la evolución simbolista de la vida
a la poesía, pasando por el sentimentalismo de Bécquer y el intimismo de
Rubén Darío, pero a lo largo de su escritura siempre se advierten tres claves
o instancias básicas: 1) La visión de la naturaleza. Para Salvador Rueda, en
quien se da un sentido cósmico de la vida, hay un mismo ritmo entre la
naturaleza y el alma, extendiéndose este ritmo a todo el universo. Rubén
Darío lo vio claramente al afirmar, en Semblanzas, que el poeta malagueño es
el hombre que tiene confianza con el alma de las cosas, porque es una voz, un
órgano de la Naturaleza. Frente a la naturale 78 za aristocrática del
poeta nicaragüense, llena de mármoles, cisnes y pavos reales, Rueda canta la
multiforme Naturaleza y este sentido integrador hace que vuelva a ella y
permanezca en el ideal de la memoria (Yo siempre te adoré, Madre inspirada;
/ te canté y te ensalcé mi vida entera; / fuiste mi fe, mi pluma, mi bandera,
/ mi pasión y mi espíritu y mi espada, escuchamos en el soneto
Purifícame, del poema Sierra nevada). Además, armonía y ritmo son
aplicables tanto al mundo de la naturaleza como al de la poesía, comparándose
la creación natural con la poética (Un haz florecido de iguales acentos, /
de versos iguales, de rimas perfectas, / hay en cada rosa que se abre a los
vientos, / hay en cada lirio de tintas selectas, oímos en el inolvidable
poema El acento en la poesía, de Trompetas de órgano). En Nota del
autor, que figura al frente de Camafeos (1897), Rueda nos dice que la
Naturaleza viva
procede en sus manifestaciones, por escalas, por teclados que
se enlazan unos a otros constituyendo yuxtaposiciones y vertebraciones del
mismo asunto, enlazándolos a Dios. Nos hallamos con una linealidad próxima
a la filosofía evolutiva de Leibnitz, en la que las mónadas se distribuyen
jerárquicamente desde Dios a la forma más humilde del universo.15 2) La
presencia de lo erótico. En comparación con la poesía de la época, hay en
la obra de Reina y Rueda una insistencia sobre el elemento erótico, pero
mientras en la del primero resulta muy escasa la expresión directa de los
deseos eróticos, siendo más abundante la admiración de la belleza femenina,
en la del segundo se describe el aspecto físico de la mujer, llegándose a lo
claramente sexual, como vemos en la serie de sonetos de Himno a la carne
(1890), obra que en su momento provocó un notable escándalo, y a una
valoración positiva del amor carnal. Por otra parte, la exaltación de la
belleza clásica, tan frecuente en la época, que combina armoniosamente lo
corpóreo y lo espiritual, permite una mayor libertad en la representación de
lo erótico y una percepción más intensa de la sexualidad. A pesar del juicio
desfavorable de Juan Valera sobre el Himno a la carne en su artículo
Disonancias y armonías de la moral 15 Para Rueda, la Naturaleza es el tema
por antonomasia, el tema que, en cierto modo, engloba a todos los demás,
según señala con acierto C. Cuevas en su Ensayo introductorio a Canciones
y poemas (p. LXXV). En cuanto a la relación de naturaleza y poesía, véase el
estudio de R. Espejo-Saavedra, Nuevo acercamiento a la poesía de Salvador
Rueda, Universidad de Sevilla, 1986, pp. 125-127. 79 16 El acto de escribir
implica ya el deseo de ser otro. Para ello se precisa corresponder con todo el
ser. Tiene razón Cernuda al señalar que para Rueda el amor o el deseo son
una urgencia de todo el ser, la cual reivindica su derecho a realizarse, como
forma suprema que para él es de la vida; más aún: el deseo, el sexo, es la
vida, en El modernismo y la generación de 1898, Prosa completa,
Barcelona, Barral Editores, 1975, p. 341. En cuanto a la implicación de lo
erótico en el cuerpo del lenguaje, véase el estudio de A. Gabilondo, Trazos
de eros, Madrid, Tecnos, 1997. y de la estética, en el que considera a los
sonetos de Rueda como producto del naturalismo francés y desprovistos de
espiritualidad, el poeta malagueño no renunció nunca a celebrar la belleza
natural de la amada, sobre todo su desnudez, atributo de lo sagrado, sobre la
belleza artística, según vemos en los sonetos tardíos, Desnudo, Una
belleza y Mujer de moras, de Fuente de salud (1906). En ellos y otros
afines, como los del libro El poema a la mujer (1910), hay una referencia
explícita a lo sagrado, estableciéndose una íntima relación entre la
sexualidad, la naturaleza y la divinidad. El efecto erotizante de un poema como
Mujer de moras radica en la implicación de lo erótico en el proceso
natural (y, en un abrazo agotador, inmenso, / nos fundimos cual dos
enredaderas, vv.169-170), de la vida en el acto creador, arquetípico. En el
fondo, sexualidad es poesía.16 3) El culto a la palabra. En el prólogo al
libro de Soto Hall, Dijes y bronces (1893), Rueda señala su alejamiento de
un arte que rinde culto, un culto apasionado a las palabras, a los sonidos, a
los colores, a las músicas, a las luces, pero que no agarra, no prende a la
realidad. Años más tarde, en la extensa carta a Narciso Alonso Cortés,
Rueda habla de su propia empresa poética como Renovación de valores
esenciales, aun antes que de forma, y vuelve a insistir en la emoción y el
sentimiento como base de sus poemas. No deja de resultar paradójico que, una
vez muerto Darío, que había evolucionado de lo formal a lo íntimo, y
convertido el modernismo en historia, el poeta malagueño siguiese mostrando
una tendencia a la suntuosidad formal, que define al modernismo en su arranque
y donde lo peculiar es la sustantivación del color y la musicalidad. En la
pugna entre sus aportaciones técnicas y el bagaje libresco de los imitadores
franceses, Salvador Rueda fue arrumbado por la forma retórica y pulida, sin
poder llevar a cabo una reintegración de la escritura en la vida. Todo este
afán por esculpir el verso, por el verbalismo difícil de eludir, frenó
bastante la imaginación, no dejándola discurrir libremente. Y así quedó
Rueda fascinado por la brillantez 80 exterior, con su limitación y
contingencia formales, detenido en su evolución. La poesía de la segunda
mitad del siglo XIX, que convive con el realismo del teatro y la novela,
muestra dos tendencias: el idealismo romántico de carácter íntimo y el
realismo pintoresco de tipo naturalista. En medio de ambas se alza el verso de
Rueda, que capta la visión particular de la naturaleza y expresa el misterio
de las cosas con sentido trascendente (Vive en cada piedra un ser misterioso
/ que en vano pretende surgir del reposo / y su propia cárcel rasgar con su
ser, nos dice en el poema Las piedras, de Fuente de salud. Su permanente
referencia al orden trascendental, a algo que excede al lenguaje y lo ordena
simbólicamente, constituye su razón de ser. Y entre todos los símbolos hay
uno, la caracola, que parece encerrar la clave de su escritura. Podría ser la
caracola el animal heráldico de Rueda. ¿No celebró él con brevedad
memorable, en el prólogo de sus Poesías, el zumbido eterno de mi
caracola?. Nacida de la mar y relacionada con el simbolismo de las conchas,
que se inscribe en un ritual de fecundidad, percibimos en la caracola dos
aspectos significativos y complementarios: la relación con las aguas
primordiales y su uso como instrumento musical. Gracias a su poder creador, la
blanca caracola marina, con su color de luna llena, contiene el germen del
ciclo futuro, el origen de la manifestación. En su célebre ensayo El
caracol y la sirena, uno de los más lúcidos sobre el modernismo, escribe
Octavio Paz sobre Rubén Darío: El caracol es su cuerpo y es su poesía, el
vaivén rítmico, el girar de esas imágenes en las que el mundo se revela y se
oculta, se dice y se calla. La presencia de esta imagen arquetípica en la
escritura de Rueda y Darío, que ya aparece en un texto de los Upanishad,
revela la nostalgia del origen, ese estado de inocencia natural, propio del
hombre no escindido. 81