JONATHAN ALLEN William Morris y la arquitectura del libro ideal A MEDIADOS DE LA DÉCADA DE 1890, cuando ya su fama como arquitecto interior y diseñador de mobiliario y creador textil estaba en apogeo, William Morris fundó la Kelmscott Press, una pequeña imprenta que le permitió realizar libros integralmente bellos, libros que consagraron una filosofía estética que influiría en toda Europa y determinaría en gran medida el canon del libro modernista. Las ediciones que salieron de las prensas de Kelmscott, eran el reflejo de unos conocimientos técnicos expertos de la historia de los incunables medievales y de la historia de la imprenta occidental desde Gutenberg hasta los días oscuros del arte de la impresión, cuyo punto más decadente Morris situaba en 1850, época dedicada a la producción de lo que él denominaba “makeshifts”, libros improvisados, feos y vulgares, que vulneraban los principios de calidad y excelencia que habían imperado en la creación del libro desde la Roma Imperial hasta el siglo diecisiete. Morris fundamentaba la renovación de las artes y de la artesanía en una interpretación histórica del estatus del objeto artístico, y aunque no llegó a escribir un tratado que recogiese su ideología de manera sistemática, entre 1892 y 18951, a través de conferencias y breves ensayos expuso todas sus ideas acerca de la estética histórica del libro y de la ilustración textual. El análisis profesional de los aspectos clásicos de la tipografía, la xilografía, la encuadernación y el diseño de la página exceden el conocimiento estándar que actualmente puede tener un lector incluso avezado, y por tanto, las disquisiciones técnicas de Morris harán mella en el profesional de imprenta. No obstante, su ideal del libro bello, es sencillo y universal, y complementa la experiencia estética de la vida que él y su grupo defendían como actitud existencial en contra del creciente materialismo contemporáneo. Dos cosas, dice Morris, le parecen auténticas aspiraciones de cualquier individuo culto. Una es el deseo de poseer una casa hermosa. Y la segunda es la posesión de libros bellos. Veremos, más adelante, como el ideólogo del movimiento Art and Crafts, nos habla de “la arquitectura del libro”, equiparando la nitidez conceptual y la claridad espacial que debe esgrimir el arquitecto con las habilidades mecánicas y estéticas del impresor. La belleza de un incunable medieval, o sea, la belleza del objeto físico, exaltaba el espíritu literario que encerraba, la belleza narrativa, que Morris identificaba como épica, una narrativa que implicaba una dinámica ideal, incitando al lector, al hombre medieval, a participar en la experiencia de lo maravilloso y lo sagrado. El hombre medieval, argumenta Morris, vivía “con un sentido épico de la vida”, y por tanto, esta actitud y orientación, confirmada por la emoción narrativa, animaba al ilustrador, al copista o calígrafo y al encuadernador, quienes sólo concebían crear un libro que fuese el más bello objeto imaginable. Este doble principio que unificaba lo hermoso del contenido y del continente, descansaba sobre la excelencia de la ornamentación, imbuida del sentido de la maravilla y de la belleza. Los dibujos o iconos que ilustraban un libro de horas, una novela de caballería o una Biblia, no sólo se sometían íntegramente a su función, sino que aparecían en la página armoniosamente, definiendo una unidad visual y textual artísticamente plena. Esta armonía entre imagen y texto no era casual. Al contrario, el arte medieval, y este es uno de sus más altos valores, era un arte orgánico, heredero de una larga tradición que se podía remitir en sus orígenes a los escribas romanos. Morris juzgaba al Renacimiento, con su gusto por lo neoclásico, como el comienzo de lo que llama “arte retórico”, un estado de la ornamentación en que ésta se hace superflua y marginal, y no enaltece ni sirve a la esencia textual o a los contenidos fundamentales. Aunque no lo dice explícitamente, podemos inferir que para él la organicidad de la tradición artística es lo que garantiza la continuidad de su validez, una savia moral al servicio de la colectividad que impide que las malas prácticas desnaturalicen el estatus bello que es inherente a todo producto y concepción artística. No es extraño que las ideas de Morris sobre el valor simbólico y no comercial del objeto artístico y las ideas de Karl Marx sobre el valor real y el valor abstracto de los objetos sean afines. Marx, en su análsis dilatado de la transformación del valor real de los objetos en valores abstractos monetarios, pone el ejemplo práctico de una silla. Esta, en una etapa precapitalista, tenía un valor real como objeto funcional, que era apreciado por la comunidad completamente; la silla se podía canjear por otro objeto de un valor funcional real similar. Asimismo, el trabajo del carpintero era apreciado y estimado por la comunidad, que evaluaba su pericia como artesano por encima de otras consideraciones. El trabajo del carpintero no estaba aún cifrado exclusivamente como valor monetario, ni tampoco la silla tenía un valor monetario absoluto. La reducción de ambas cosas, de objeto y de trabajo, a una escala de valores monetarios dominantes, es el sometimiento a un sistema comercial de la vida del hombre y del arte. Morris avanza por líneas paralelas. La Revolución Industrial, nos dice, encadenó al hombre a una producción ligada a la máxima brevedad. El artesano medieval vivía en un tiempo espacio productivo ajeno a las limitaciones y exigencias temporales. Podía tomarse el tiempo necesario para madurar y realizar su obra artesanal, que no tenía que competir agresivamente con otras, ya que sus clientes eran fijos y seguros, y el precio pagado era fijo, quizás alto, pero jamás especulativo, en la acepción de ganancia extraordinaria que hoy es moneda tan común. William Morris aunaba así ideología política con ideología artística, aunque, siendo como era un socialista convencido, se lamentaba de haber pasado su vida trabajando para los ricos. Otra contradicción sorprendente, entre las limitaciones tecnológicas del Medievo y el esplendor tecnológico de 1890, es que la abundancia y desarollo de las máquinas no presuponen necesariamente la excelencia productiva. Morris abomina de los libros feos y vulgares de su tiempo, hechos sobre papel malo, con letras ilegibles, tipos diminutos y encuadernaciones horrendas y ensalza los libros medievales y los libros impresos del siglo XV. Un artesano puede producir algo excelente si le saca la máxima partida a los límites de sus medios y logra subordinarlos al criterio de la belleza. ¿Cómo, con un mero cuchillo y no con un buril, tallando maderas menos dúctiles como el acebuche o el peral, podía el grabador del siglo XV crear xilografías asombrosas? Gracias a su apasionada y continua defensa de las tradiciones artesanales del pasado Morris hizo despertar a la belleza a un siglo dormido en los laureles de la tecnología. Sin embargo, el haber recordado las excelencias formales de antaño jamás le condujo a negar la continuidad de la historia. La imitación de lo medieval a finales de su siglo le parecía una locura, al igual que la restauración, una presunción peligrosa, sobretodo cuando se trataba de devolver un edificio a su estado primigenio. “Ningún cantero moderno”, razonaba Morris, “podría tallar un bloque de piedra como lo hubiese hecho un compañero suyo en el Medievo”. La recuperación de los valores representados por los gremios impresores del siglo XV y XVI, su alabanza de los grandes editores alemanes, venecianos e italianos, se contextualiza, no obstante, en un ejercicio de formación profesional contemporánea. Morris produce una guía sencilla de principios básicos absolutos e innegociables que deben regir la creación de un buen libro. En primer lugar defiende el imperativo de la legibilidad, ya que una página ilegible, por las características negativas de sus letras y de la relación de los blancos con los negros, simboliza el fracaso de todo esfuerzo editorial. En lo que se refiere a la forma de las letras se nutre de sus conocimientos históricos de tipografía. Morris, por así decirlo, toma partido a favor de determinadas evoluciones tipográficas. Considera como más importantes en la historia de la tipografía, las mayúsculas romanas, y el posterior alfabeto en minúscula que desarrollaron los escribas a partir de las versales. La minúscula romana se transformó durante el Medievo en el tipo gótico, una letra idóneamente adecuada a la lectura. Los tipos extravagantes, con ángulos agudos y grosores variables fatigan el ojo y enmarañan la página. Los tipógrafos del dieciocho, como Bodoni, Didot o Baskerville, tan en boga con los diseñadores y fotocompositores del siglo XX, le resultan detestables. Las letras, nos recuerda, las debe siempre crear un artista, deben estar integralmente diseñadas (como lo hicieron los romanos encuadrándolas geométricamente en un cuadrilátero). El punto de la “i” no debe ser un circulito sino un diminuto diamante; la “u” no debe ser una “n” invertida. No deben ser tampoco demasiado pequeñas. El segundo punto de esta agenda insustituible afecta a la colocación de la página sobre el papel. Las cajas altas son las mejores, mientras que las bajas tienden a estropear la arquitectura de la página. Además, el margen exterior de la página será siempre un veinte por ciento mayor que el interior. Los espacios entre líneas, el interlineado, obedecerá a un sentido natural de equilibrio visual, basado en la caligrafía de los escribas irlandeses, quienes emularon los modelos bizantinos. Las mejores tipografías del siglo XV, subraya Morris, imitaban las mejores caligrafías, cuyos espacios entre letras y líneas reflejaban unas proporciones “connaturales” al ojo y, por tanto, a la mente. Volvemos pues, al estatus humanista del libro, al hecho de que es un producto cuya forma ideal responde a estructuras y concepciones casi biológicas de la armonía. Este determinismo físico es la fuente que establece la relación natural entre artesano y objeto creado, fijando no sólo una relación natural sino unas “leyes” técnicas que si se infringen, da igual lo avanzado y sofisticado de la tecnología imperante, dañaran el objeto creado. El modernismo recupera un sentido común artesanal que obliga a pensar en la armonía del diseño, el eslabón subliminal del pensamiento de William Morris. El proceso de producción formal acaba con una encuadernación que respete el tamaño real de los cuadernillos impresos, que no le quite milímetros a unas páginas bien diseñadas y armoniosas en función de la rentabilidad mecánica. “Si seguimos esta regla”, arguye Morris, y he aquí lo esencial, “hasta el libro más sencillo puede ser bello”, y la diferencia entre la voluntad de la belleza y el descuido que redunda en la fealdad no cuesta nada, es una actitud interior del artesano, una especie de suplemento de calidad que reconduce las prestaciones de la máquina al servicio del arte y del hombre. La última parte de este ideario del libro bello, del fundamento de su arquitectura, concierne a la naturaleza y el propósito de la ilustración. El genial sentido común de Morris se manifiesta de nuevo. Un libro de arte, un libro destinado a promulgar en imágenes la obra de un artista o el arte de un pueblo, no debe estar ornamentado, ya que es por antonomasia, un libro “utilitario”, y su éxito radicará en la sobriedad textual y en la ausencia de diseños que minen su función utilitaria. Los textos ilustrados, por otra parte, deben respetar la jerarquía de la “página integrada”. La imagen, como ya hemos dicho, servirá al texto, nacerá de ella y condensará situaciones y hechos narrativos. No será una ilustración gratuita, una vaga y forzada correspondencia entre el espíritu de un cuento y el estilo de un artista, más preocupado por su obra que por ilustrar la obra del autor. Este último punto es particularmente sensible en nuestros días, en que el absolutismo de la libertad del artista les permite actuar como “contrailustradores” de novelas, cuentos o poemas, y les da carta blanca para poner en una supuesta página de ilustración lo primero que se les venga a la cabeza, despreciando lo que para la tradición medieval era esencial, la adecuación de imagen a texto, la belleza complementaria entre lo pintado y lo narrado. Solamente un puñado de artistas contemporáneos son capaces de abandonar la enfermiza dialéctica libertaria y someterse gozosos y humildes al antiguo ejercicio de la ilustración. Y quienes logran aceptar este yugo suelen ser los más brillantes y los más inteligentes, capaces de borrar, en algunas circunstancias, las trazas del ego. El ilustrador y el grabador, el artista-artesano encargado de trasladar a plancha el dibujo, deberán, sigue apuntando Morris, tener una relación de mutua estima y comprensión. Ambos tendrán ciertas nociones de diseño, y concretamente, del diseño concreto que les afecta ya que si sus esfuerzos no convergen en la realización y la definición del objeto a crear, su éxito y belleza jamás se podrá garantizar. Consejos y reflexiones ideales de difícil consecución en un universo capitalista productivo como era el de William Morris. Sus ideas, a pesar del aura romántica idealista que emitían, dinamizaron a un grupo de colaboradores que hicieron posible la aventura corta de la Kelmscott Press. Morris contactó con un fabricante de papel que produjo resmas artesanales, con cajistas expertos sensibles a sus ideas, y con patronos que financiaron ciertas líneas editoriales. La trascendencia para el art nouveau de esta filosofía práctica y real del diseño aplicado y de sus metodologías es incalculable. En el más amplio de los espectros editoriales, desde revistas como la vienesa Ver Sacrum, pasando por la Yellow Review inglesa hasta La Esfera española y la más humilde y lejana Castalia canaria, los ecos del pensamiento y el efecto de los libros de la Kelmscott Press (más otras imprentas que tomaban derroteros paralelos, como la Chiswick Press), son visibles y palpables. Aparte de las premisas intrínsecas a la poesía modernista, y sus inicios en el simbolismo, la condición de texto ilustrado constituye la segunda dimensión de su realidad, o sea, que estamos ante un fenómeno literariovisual casi tan espléndido como lo fue la época dorada de los libros miniados del siglo XIII y XIV. Las ideas de Morris en torno a la belleza de todos los objetos, sin olvidar la casa, el objeto supremo, que elevan la experiencia vital del hombre, fructificaron en un movimiento estético universal, que implicó, quizás por última vez en nuestra historia, al orfebre, al poeta y al pintor en una aventura conjunta de creación. El libro, el más portátil y desplazable de los objetos, era su símbolo ideal. (p.74, William Morris, The Ideal Book) Primera página del libro Notas sobre los objetivos al fundar la Imprenta Kelmscott, (1898), William Morris (p. 55, William Morris, The Ideal Book) Página ilustrada con una xilografía, del libro Eunuchus, de Terencio, impreso en Ulm, 1486. Tamaño original: 191 x 125 mm Ilustración para un poema de Arno Holz, impreso en Ver Sacrum, 1898