BELÉN GONZÁLEZ MORALES Tomás Morales, lector TODO AUTOR ES POR DEFINICIÓN INICIALMENTE LECTOR. Los grandes creadores de todos los tiempos deben sus hallazgos, sus reflexiones, sus avances estilísticos a sus predecesores y coetáneos. Desde la imitatio grecorromana hasta la comprensión borgiana del universo, todo escritor ha partido –para negarlos o reconocerlos– de los libros que han caído en sus manos. Esos ejemplares adquiridos siempre con la ilusión de acercarse a ellos algún día han encontrado acomodo en lugares reservados de sus residencias y, tradicionalmente, han convertido las bibliotecas en lugares casi sagrados. Adentrarse en cualquier biblioteca resulta siempre una experiencia que va más allá de la penetración en un espacio colmado de libros. Prueba de ello es la fijación que han sentido las diferentes civilizaciones por fomentar la destrucción de archivos y colecciones: desde Sumer y Babilonia, pasando por Alejandría, las bibliotecas árabes y judías de la España medieval, las terribles destrucciones de la Inquisición, el bibliocausto nazi, hasta la reciente quema de libros en Irak, la erradicación de las bibliotecas se ha transformado en una constante histórica. Si el valor de una biblioteca general resulta patente, lo es más en el caso de las pertenecientes a escritores. Abrir la biblioteca de un autor, a menudo reino reservado o prohibido, significa precipitarse más allá de una colección de libros, revistas y objetos personales. Las estanterías guardan celosas horas de insomne deleite, de subrayados y anotaciones, de recitación y confesiones, de traducciones y evocación. La intimidad de alguien que ha dejado parte de su vida –y ha vivido– en esos libros descansa en cierto modo en los únicos testigos de una de las experiencias más esencialmente humanas que existen: la lectura. Tomás Morales fue un bibliófilo empedernido y su colección de libros pertenece al género de esas bibliotecas mimadas y cuidadas de manera obsesiva. En todas las casas que habitó, reservó un lugar especial para sus libros, los cuales mantenía cercanos al ámbito de trabajo y siempre bajo llave. Su vida profesional y sobre todo la literaria transcurrió en su propia biblioteca o en las bibliotecas de otros autores. Una de las fotografías más difundidas del poeta está tomada precisamente en una biblioteca. En ella posa junto a Saulo Torón y Alonso Quesada en casa de esté último. En último plano, sonriente y posando su brazo derecho sobre la biblioteca de Rafael Romero (Alonso Quesada) queda inmortalizado Tomás Morales, quien parece esbozar un gesto de protección sobre los libros de su amigo. Entre los volúmenes, y acaso sospechando alguna de las acostumbradas peticiones de Morales, se observa un aviso enormemente elocuente. Más allá de la advertencia y del alarido justiciero, podría clasificarse el cartel –mecanografiado y en letras mayúsculas y severas- guardián y custodio de sus volúmenes: “NO PRESTO LIBROS A NADIE”. El amor del vate por la lectura comenzó tempranamente. De la mano de su hermano Manuel, joven poeta y posteriormente abogado, quien publicó algunos de sus poemas en el Diario de Las Palmas entre 1899 y 1900, fue conociendo a los grandes autores de la época. Sebastián de la Nuez, en su monografía sobre el vate moyense, relata la impronta que supuso su hermano en su educación literaria: “Le hablaba de los secretos encantos y de la juergas estudiantiles en las ciudades universitarias, al mismo tiempo que le traía algunos libros que no eran precisamente `Los cuentos de Grimm´, sino quizás alguna novela naturalista al estilo de Zola, o bien algún librillo de poesías sentimentales a lo Bécquer o grandilocuentes a la manera del académico don Gaspar Núnez de Arce” 1. La formación del gusto y la sensibilidad literaria se van entretejiendo desde la adolescencia a través de la selección de lecturas que sugiere su hermano mayor y, posteriormente, por sus propias elecciones. En este hábito lector, se va perfilando un amante de la literatura que busca permanentemente espacio y tiempo para entregarse a ella. Desde su infancia en Moya hasta el final de su vida será una constante la búsqueda de espacio para la intimidad y el silencio, con el fin de dedicarse pausadamente a libros que lee y relee. En la formación lectora de Tomás Morales no pueden olvidarse - además del mencionado magisterio de su hermano y de algunos profesores- los años que el poeta pasa en Cádiz y en Madrid. Por un lado, hay que destacar la figura de Fernando Fortún, quien le abrió los caminos de la lírica francesa, con la Antología que él mismo preparó en colaboración con Díez-Canedo y que, con toda probabilidad, Morales manejó y estudió detenidamente. Fortún le abrió al universo: le mostró el sendero hacia Rodenbach, Maeterlinck y otros poetas simbolistas, belgas y franceses, que en aquel momento captaban la atención internacional. Por otro lado, se debe resaltar el círculo de amistades poéticas que frecuenta en Madrid, que le permitió, pese a sus pocos recursos de estudiante, hacerse con muchas obras. Entre 1905 y 1910, su biografía deja entrever el profundo conocimiento que poseía Morales del arte de sus coetáneos, entre los que destacan: Rubén Darío, Amado Nervo, Blanco Fombona, Santos Chocano, Galdós, Benavente, Villaespesa, Eduardo Zamacois, Juan Ramón Jiménez, Enrique Díez-Canedo, Emilio Carrere, Eduardo Marquina, Antonio Palomerosa, Manuel Machado, Ramón Pérez de Ayala, Pedro de Répide, José Mª Gabriel y Galán... En las tertulias literarias que frecuentaba, Tomás Morales conoció a muchos de estos autores, quienes directamente le entregaron sus obras para contar con su opinión. Los libros que no le eran ofrecidos de esta manera, le llegaban por vía de sus protectores: los canarios con los que vivió en la época y, sobre todo, Villaespesa, Rueda y Carmen de Burgos, Colombine. Los tres últimos, además, dirigieron revistas literarias, por las que el poeta también se informaba de las novedades que podrían interesarle para el desarrollo de su formación lectora. Todo cae en sus manos por su vinculación con los autores, o por las poderosas influencias de sus protectores. No encuentra límites en su curiosidad, que es frecuentemente saciada sin dificultades, gracias a que sus solicitudes de compra de libros son aceptadas y satisfechas por los que lo amparan. Esta tutela unida, como se ha advertido, a sus amistades, hacen de Morales uno de los más exigentes críticos de su tiempo. Su gusto se va perfilando a partir de las lecturas, que algunas veces le brindan satisfacciones y otras desengaños. En su labor de filtro de la tradición y de la obra de sus coetáneos, sentirá el regocijo de encontrarse con grandes obras, pero también tendrá que leer mucha literatura de escasa calidad. Sin embargo, Morales no concibe la decepción. La lectura constituye para él un alimento, va más allá del ejercicio de entretenimiento o el consumo. El poeta se nutre de la palabra, a la que vuelve reiteradamente, en un proceso interminable, tal y como luego lo alimentará la contemplación del paisaje. El libro se convierte así en algo más que un objeto, forma parte de su propio crecimiento, del conocimiento, y hace realidad la sentencia de Juan Manuel García Ramos: “Leemos para leernos y esta operación nos conforta cada vez, pero nunca definitivamente”2. No es algo externo a la vida, sino parte sustancial de ella. Hasta tal punto la lectura se integra en su cotidianeidad, que llega a conquistar otras parcelas de su ser. Se dedica de manera tan intensa a ella, que en muchos momentos de su vida, la lectura tamiza sus actividades y obligaciones, algo siempre sorprendente a los ojos prosaicos que acudían a él como médico. Las descripciones existentes de sus lugares de estudio o trabajo resultan explícitas. En primer lugar, el estado de su habitación en Madrid, donde los libros de medicina ocultaban el suelo, mientras que los de poesía cubrían su mesa de trabajo, hacían presagiar que nunca terminaría sus estudios universitarios. En segundo lugar, su despacho de médico en la calle Pérez Galdós también estaba arropado por estantes, repisas y anaqueles llenos de libros, además de contar con una decoración muy literaria: retratos de Tolstoi, Rubén Darío, Salvador Rueda, las figuras del Discóbolo o la Victoria de Samotracia...3 Este amor por la lectura se puede entrever en muchos de sus poemas, pero uno de los más explícitos en lo que respecta a la incursión de la lectura en su vida es el dedicado a su compañero en el hospital de San Carlos, recogido en Las Rosas de Hércules con el título: “En el libro de Luis Doreste `Las moradas de Amor´”: [...] Juntos hicimos entonces la vida universitaria. Las guardias del internado en la sala hospitalaria, entre dos filas de camas que ordenara la piedad; por donde, calladamente, agitando una tisana, iba alguna dulce hermana, con sus engomadas tocas, sierva de la caridad. De la tumultuosa calle los ecos sordos llegaban, y nuestras almas amigas, nuestras dos almas, viandaban lejos, en algún país quimérico y halagüeño; y sobre tanta agonía adormecedor ponía su consolación calmante, como un cloral, el ensueño... Y a lo largo de los claustros llenos de serio reposo, por las clínicas austeras, con entusiasmo impetuoso corrían nuestros lirismos... y sin poder domeñarlos: aturdidas, soberanas, sonaron prosas profanas bajo las graves arcadas del hospital de San Carlos... Y después, los comentarios al cotidiano paisaje, y la charla bajo el techo común del limpio hospedaje, y tus versos, que a los míos daban norma y claridad. La vida al trasluz mirada de una pueril alegría con el corazón radiante de “novena sinfonía” y tu corazón, clepsidra de tu infinita bondad. […] Se puede decir por tanto que Morales vivió literalmente rodeado de libros y, como apuntan algunos de los repertorios de obras que deseaba comprar o que tenía encargadas a libreros, estos constituían para él un permanente pensamiento. Las siguientes palabras de Sebastián de la Nuez revelan este aspecto del carácter del poeta: “¿Qué libros había en estos estantes? [...] Villaespesa, Canedo, Fortún, Machado y los libros clásicos de la literatura española: Cervantes, Lope, Quevedo; Laconte de Lisle, Heredia, Flaubert, Zola, y desde luego los poetas americanos: Rubén, Chocano, Lugones, Nervo... [...] Podemos añadir a esta lista, la encontrada entre sus papeles que revela sus preferencias y su afán por adquirir más conocimientos literarios. Esquilo, Calderón, Lope, Manzoni, Schiller, Daudet, Azorín, José Zorrilla ...” 4. Del listado se puede inferir que Morales era un lector voraz y caótico, incapaz de evitar el atractivo de la letra impresa. No en vano, Cicerón hablaba de la literatura como la suma de todo lo escrito con el afán de seducir y parece que Morales se perfila como un auténtico seducido por la escritura. Su actitud sugiere que el placer de leer es anterior a al ejercicio lector: Morales sale al encuentro de la palabra ajena con una fe ciega en la comunión literaria. Su conducta deja entrever una actitud que no respondía a los hábitos lectores de su tiempo, marcados por una actualidad y rapidez, que vaticinaban el triunfo de la literatura de consumo. Ya en 1881 Nietzsche alertaba mediante la publicación de Aurora sobre los peligros que para la lectura suponían los nuevos tiempos. En esta obra animaba a “leer despacio, con profundidad, con intención honda, a puertas abiertas y con ojos y dedos delicados”5 y exigía a los lectores el “saber volverse silenciosos y pausados”6. La conocida desidia de Tomás Morales, con “el siempre metido en el alma”, favorecían una actitud vital hacia la lectura ajena a la de muchos de sus contemporáneos y cercana a la de los clásicos. Si bien nunca alcanzó la exquisitez y la excentricidad de Maquiavelo, quien se ponía sus mejores vestidos para leer a los latinos; Ronsard, que se encerraba durante días para releer La Iliada; o Montaigne, quien a los treinta y ocho años decidió meterse en la biblioteca de su castillo y permanecer allí hasta el fin de sus días, sí es cierto que la afición lectora de Morales rozó siempre la devoción. El poeta sucumbe en el fervor de la letra, felizmente atrapado, a una entrega que va configurando progresivamente un espacio literario en primer lugar físico, con la creación y cuidado de su biblioteca, del que ya se ha hablado; y, en segundo, filológico, como puede apreciarse en su labor crítica y poética. Ni Morales, ni ningún otro autor, emprenden el camino sin que otros lo hayan preparado antes. El homo viator que es el poeta se encuentra sumergido antes de la enunciación en la realidad textual –sea oral o escrita– y desemboca, a través de su palabra, en la intertextualidad. Su labor lectora se pierde en mapa sin coordenadas, en la que toda vía es posible, gracias a la fecundidad de la palabra pronunciada. Y, al mismo tiempo, injerta su lectura en el contexto global, en la medida en que su participación introduce una nueva localización cartográfica. “Sin lector –dice Octavio Paz– la obra sólo lo es a medias”7. La literatura necesita de la participación, sólo se reconoce en ella, puesto que la palabra se ofrece gozosa al reconocimiento lingüístico. Y, al mismo tiempo, ésta configura la escritura, incorporación del trazo propio al camino previamente surcado. La escritura de Tomás Morales está colmada de referencias a autores y obras literarias, algunas patentes, como recuerdan las evocaciones de “Los cuentos de Grimm”, Rodenbach o Machado y otras veladas en la experiencia poética. La resonancia de sus lecturas en los versos muestra el hecho de que el encuentro con la propia voz resulta únicamente posible en el diálogo con otras obras, elemento original y originante de la escritura. Las horas robadas a sus obligaciones y ocupaciones, los felices encuentros con sus libros, no transcurren en vano en el tiempo biográfico del autor ni en el devenir poético, ya que quedan grabadas en el instante, en el fluir del verso. De esta manera se transforma en realidad el pensamiento de Octavio Paz cuando afirmaba: “Las palabras del poeta justamente por ser palabras son suyas y ajenas”8. La generosidad con la que la palabra es entregada al poeta en forma de lectura se actualiza en la escritura, que inmediatamente la convierte en palabra leída, potencia de encuentro lector y, por tanto, de experiencia vital. De esta manera, la obra de Tomás Morales, lector acérrimo, abre en cierto modo al lector de hoy las vitrinas de su biblioteca. Su legado literario alumbra el secreto de horas de diálogos silenciosos y permiten atisbar una determinada forma de alteridad del yo creador. Sin embargo, el acercamiento a su obra está marcado por el sino que conlleva la lectura, que no es otro que la maraña de dudas a las que irremediablemente queda abocado el lector. Todo concluirá en un mero vislumbrar. Apenas se asistirá al encuentro de un resquicio de verdad, para afirmar, finalmente, la sentencia de Hans George Gadamer: “Qué cosa sea leer y cómo tiene lugar la lectura me parece una de las cosas más misteriosas”. Tomás Morales, Saulo Torón y Alonso Quesada en la biblioteca de este último. Fondo Fotográfico de la Casa- Museo Tomás Morales. 1 DE LA NUEZ CABALLERO, Sebastián, 1956, Tomás Morales. Su vida, su tiempo y su obra. Biblioteca filológica. Universidad de La Laguna, La Laguna, p. 66. 2 GARCÍA-RAMOS, Juan Manuel, 1992, La seducción de la escritura. Las Palmas de Gran Canaria: Edirca. 3 Descripción que hace un visitante de casa de Tomás Morales situada en la calle Pérez Galdós: José Rial, “Una deuda de gratitud” en El Tribuno de Las Palmas, 25 agosto 1921, que se encuentra recogida en citada monografía de Sebastián de la Nuez. 4 DE LA NUEZ CABALLERO, Sebastián, Opus cit., p. 250. 5 NIETZSCHE, Friedrich, 1881: Mörgenrote. Gedanken über die moralischen Vorurteile. Traducción de la edición de Olañeta, Barcelona, 1981, p. 9. 6 Opus cit., p. 9. 7 PAZ, Octavio, 1956: El arco y la lira. Edición consultada, F.C.E., 1998, p. 39. 8 Opus cit., p. 185.