Eduardo Gregorio: Retrato de Alonso Quesada LÁZARO SANTANA EDUARDO GREGORIO
debió realizar el retrato de Alonso Quesada a mitad de la década de 1940. En
1944, el poeta, fallecido en 1925, gozó de un momentáneo revival en la
memoria, siempre quebradiza, de sus paisanos: el Gabinete Literario, de Las
Palmas de Gran Canaria, publicó la primera edición de Los caminos dispersos,
libro de poemas que había quedado, como buena parte de su obra, inédito a la
muerte del poeta. Es probable que, dentro de ese espíritu conmemorativo
Gregorio hiciera su escultura. Gregorio había tenido ocasión de conocer
personalmente a Quesada; el escritor frecuentó la escuela Luján Pérez (era
muy amigo de su fundador, Domingo Doreste), y allí dio algunas charlas sobre
arte y literatura a los jóvenes artistas que comenzaban entonces su
aprendizaje (además de Gregorio, Plácido Fleitas, Felo Monzón, Jorge Oramas,
Santiago Santana, etc.) Sin embargo, no creemos que apelara a su memoria
fisonomista para lograr en su obra un parecido físico adecuado; sin negar que
éste exista, en rasgos generales, la relación entre el retrato y el modelo
es, digámoslo así, intelectual, es decir: de orden espiritual más que
carnal. En efecto: el retrato de Alonso Quesada es una obra absolutamente
atípica en relación con el trabajo habitual del escultor, y ello implica no
sólo al procedimiento técnico, sino también a su resultado estético. En
cuanto al primero, la obra de Gregorio se muestra siempre con unos límites
espaciales nítidos; sus superficies, curvas o lineales, son tersas, pulidas;
no hay en ellas ninguna zona abrupta que saque a la expresión de su límite
contenido, exacto. En cambio, en el retrato de Alonso Quesada, quedan
intencionadamente perceptibles las huellas del modelado, hecho de una manera
áspera, lo que da a la superficie un tono vibrante, de enérgica desazón. El
hecho de que la escultura aparezca con la parte superior amputada otorga un
dramatismo mayor a la representación del poeta. Dramatismo que no se da en
ninguna otra escultura de Gregorio, cuya filiación estética pertenece más
bien a lo que el mismo escultor denominó canon maillotiano-mesura y 14
contención (aquella mutilación habría que adscribirla, por el contrario,
al canon rodiniano, de carácter más dramático y desbordado). Coincide, pues,
el espíritu y la construcción de la obra plástica con la índole personal y
literaria de Alonso Quesada: un escritor que, aparte de su sardónico humor
inglés, vivió intensamente torturado por la índole de su entorno y por sí
mismo (es decir: por el vacío y esterilidad del medio en que se veía
constreñido a vivir y a trabajar, y por sus propias angustias y problemas como
persona y como escritor). Del retrato de Quesada existen, que yo sepa, tres
ejemplares en bronce: uno es propiedad del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran
Canaria; otro, procedente de la colección de Martín Vera, lo adquirió el
Cabildo de Gran Canaria en 1958; hoy está diríamos: yace en los fondos
del CAAM. El tercero ahora en la Casa-Museo Tomás Morales, en Moya fue
exhibido en 1948 en la Galería Biosca, de Madrid, en la exposición que allí
hizo Gregorio conjuntamente con el pintor Rafael Benet. Posteriormente en
1950 se integraría en la exposición del escultor en la Sala Gaspar de
Barcelona. Lo compró entonces un coleccionista de Tossa de Mar (pueblo
catalán en el que residía Eduardo Gregorio). Creo que es este el ejemplar que
yo encontré, hacia 1980, en una tienda del Rastro madrileño, donde me lo
ofrecieron como un retrato de Manolete, el torero. A pesar de su error de
identificación, no andaba muy descaminada la vendedora ramoniana: torero y
poeta pasaron gran parte de su existencia burlando con quiebros arriesgados a
la muerte, y al fin ésta los pilló en plena juventud de ambos,
desangrándolos hasta la extenuación: a uno, por medio del bacilo de Koch; al
otro, por la acción justamente defensiva de un asta de toro. ¿No hay en esa
confusión de identidades una cierta ceguedad, vale decir: justicia, poética?
Retrato de Alonso Quesada, ca. 1940 EDUARDO GREGORIO Bronce. 36 x 27 x 22 cm.
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