JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN Sobre la lectura de Cantos de vida y esperanza y otras
cosas NO VENGO A PROPONER NADA QUE NO SE SEPA. Con respecto al modernismo, hace
ya tiempo que todo está atado y bien atado. O casi todo. Ahora bien, si
pretendo ser fiel a mi maestro Alfonso Reyes (y quiero serlo), bueno será que,
después de haberlo visto todo y durante tanto tiempo bien seco, nos
atrevamos a mirarlo mojado, aunque sea por una vez. Quiero decir, como dice
Reyes, que siempre será muy saludable hacernos algunas preguntas que son
perplejidades; señalar algunos cabos sueltos, a ver hasta dónde conducen, sin
otro ánimo que el de enredar un poco, siquiera para sentirnos vivos. ¿O
habremos de persistir en la falsa creencia de que la literatura es cuestión de
actualidad o, en su defecto, de mera arqueología? Experiencia de la
existencia, que nos liga a la memoria que somos, o nada. Una cosa es bien
sabida; y creo que de absoluto dominio crítico ya: hablar del modernismo, en
tanto escritura poética basada en la palabra y su valor fónico (
), [en]
el color (
), [en] la línea, [en todo] un complejo de sensaciones (por
recordar la síntesis machadiana), es sólo decir la mitad de la verdad; y
referirse, además, a la mitad menos significativa por más simplificadora
de la misma. Claro que hay sensualidad desbordada, como hay jardines galantes
con cisnes y princesas, como hay exotismo y lujo verbal y decoraciones
fastuosas
Pero si ello existe repito, como de sobra se sabe ya no es
porque el poeta se sirva de tales elementos para crear un espacio elusivo
(sueño, ilusión, atrevido imaginario) donde redimirse del mundo limitado y
gris de la realidad, donde dejarla de lado y cerrar los ojos para creer que, al
no verla, no existe. Antes al contrario: habitante de dicho espacio, lo que
allí le cumple es habérselas cara a cara con la incertidumbre de existir,
con la dolorosa manquedad del ser; cuanto aquí, a este 34 lado, se trata
siempre de disimular, de hacer como si no, porque entorpecería entonces,
como ahora mismo el dictado utilitario de la historia, la urgencia por ser
actual. O moderno, que también se dice. Cuando el propio Rubén Darío
declara: detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer, niega sin
duda la actualidad, pero hace implícita declaración de fe en lo nuevo
creado, en todo cuanto pueda zafarlo de una servidumbre a los consabidos
referentes de realidad, de esa estrecha vinculación a un tiempo medido sólo
por los avatares del discurso histórico. La apuesta existencial e intelectual
de Darío, y de los modernistas todos, los obliga a derivar hasta un principio
donde tiempo y palabra son fundación porque suman en su unidad el total de
corrientes concurrentes que determinan el estadio de la memoria primordial. Su
expresión no es antigua, ni decadente; lo que busca es situarse fuera del
tiempo, o en ese plazo anterior del principio, donde todavía la historia no
empieza a contar, imponiendo su calculadora utilidad. Con remedo sarcástico,
lo expone Julio Herrera y Reissig: Por Dios, amigo, déjese de soñar; no se
rompa la cabeza inútilmente; tenga juicio; no pierda tiempo en ridiculeces;
haga lo posible por emplearse; procúrese un dinerito; mande esas cosas al
diablo, que no dan para comer; un buen empleo es una gran cosa; la cuestión es
pasarlo bien; entre a figurar en la política activa y no se ande por las
ramas (Epílogo wagneriano, 1902). No deja de sorprenderme que, con más de
un siglo sobre ellas, estas palabras parezcan escritas para hoy mismo; apuntan
al centro exacto de la mediocre literatura que hoy mueve el mundo; ponen en
entredicho la pasmosa tranquilidad con que se acepta su servidumbre a tantos
intereses espúreos como la zarandean. Pero, aún otro testimonio. Nada menos
que de Edgard A. Poe: la mera repetición oral o escrita de esas formas,
sonidos, colores, perfumes y sentimientos
, no es poesía. Aquel que se limite
a cantar los supiros, sonidos, perfumes, colores y sentimienos que lo acogen al
igual que a los otros hombres [no merece ser tenido por poeta]. Portada de
Cantos de vida y esperanza: los cisnes y otros poemas por RUBÉN DARÍO.
Madrid: Mundo Latino, 1918 Casa-Museo Tomás Morales 35 Bien sabía esto el
poeta modernista. Con su salto hasta ese mundo creado por la imaginación, lo
que busca es alcanzar la cara oculta de la verdad; allí donde no podrá eludir
su verdadera responsabilidad, sus limitaciones, su conciencia escindida (
)
[su] incertidumbre existencial (Saúl Yurkievich), porque ¿cuál su lugar,
sino el principio de su razón e identidad históricas? Que se hallaba,
además, en el futuro que entonces empieza a vislumbrarse como posible, en
donde habrá de reconocer su memoria como concurrencia (y diálogo, porque es
intercambio) de los diversos afluentes que se han ido sumando hasta configurar
aquella compleja fundación. De esa manera, el principio poético por
excelencia, ese estado de equívoco, infuso en la poesía, y en el cual hay
dos elementos indispensables (
) una verdad de experiencia humana, distinta e
individualizada, de donde mana el poema; y el otro, la voluntad de sobreponerse
a su literalidad por el método de la objetivación artística por decirlo
con palabras de Pedro Salinas, en su lectura de Rubén Darío, coincide con
la fundación histórica y literaria de Hispanoamérica. Subrayo el término,
pues hay mucha confusión en torno a él: si experiencia, como dice, es que se
trata de una operación de tentativa y búsqueda (de ahí, el riesgo y
atrevimiento que comporta); nada como livianamente se cree de poner
redundante pie a una foto de la realidad sabida y consensuada, en su directa
y brutal evidencia como también dejó escrito el propio Salinas. El
ejercicio de la poesía y la conquista del poema deben cumplirse (y
completarse) de manera que todo lo vivido/ se [empoce], como un charco de
culpa en la mirada; el sujeto busca reconocerse, y reconocer allí la
demasía sin la cual no estará plenamente constitutido, en tanto conciencia de
existencia, con todo cuanto posee y también con lo que le falta para alcanzar
el conocimiento del mundo, el fondo del ser. En el caso de la verdadera
fundación modernista así sucede, desde luego; y por ello tiene un carácter
capital. No hablo claro de acólitos y epígonos: sólo remedan lo
superficial, no se aventuran a desarrollar la 36 energía contenida en tal
escritura. Que toda aquella población poética pise siempre la dudosa luz del
crepúsculo, o se vea iluminada por la fría claridad lunar, si no del todo
confundida con la pretura de la noche, nos viene a decir que se ha llegado a un
estadio fronterizo decisivo, donde se juega la vida en su totalidad. Hacia esa
delgada línea se adelanta José Martí, y dice sin la menor reserva: la vida
duda- dora, alarmada, preguntadora, inquieta, luzbélica, (
) no bien
enquiciada, pujante, clamorosa, será el único asunto de la poesía. Y
también Poe había indagado por idénticas estribaciones, convencido de su
petulante e impaciente tristeza por no poder alcanzar ahora, completamente,
aquí en la tierra, de una vez y para siempre, esas divinas y arrebatadoras
alegrías de las cuales alcanzamos visiones tan breves como imprecisas a
través del poema (subrayado, mío). Porque la cosa está en el asombro ante
la existencia, en una tentativa del ser y del decir, que no puede confiarse a
la inmediatez de la mirada ni a una palabra asertiva, con su significado bien
puesto; que se halla ante la necesidad de ahondar en la experiencia del sujeto,
fondo interior de su individualidad, para deslizarse por ahí hacia aquel
principio original que decíamos: verdadero espacio de la memoria, en donde
reina el no tiempo, totalidad nunca sujeta a las alternativas de la sucesión
impuesta por la historia que siempre dice empezar a contar después.
Comprendemos, así, que dicha búsqueda sea, a la vez, entrega al lado aquel,
extraño y desconocido, pero imprescindible para completar una cabal
experiencia de existencia; comprendemos, también, que el poeta deba esforzarse
en la lectura de ese revés del conocimiento, sin prescindir por ello del
instrumento natural de la razón: lo que entonces inaugura, fruto será de este
demorado pensamiento; de nada le servirá dejarse llevar por arrebatos de
entusiasmo, por devaneos de la imaginación. Lo dejó bien sentado Octavio Paz:
el modernismo no fue una tendencia literaria, ni la construcción de un
artificio estilístico; fue la respuesta al positivismo, la crítica de la
sensibilidad y el corazón también de los nervios al empirismo y al
cientismo positivista. Así 37 Ilustración de ENRIQUE OCHOA para un poema
de Cantos de vida y esperanza: los cisnes y otros poemas por RUBÉN DARÍO.
Madrid: Mundo Latino, 1918 Casa-Museo Tomás Morales escribe. Podríamos
añadir: respuesta y crítica, también, ante el estado de carente y extraña
identidad con que Hispanoamérica hubo de enfrentarse, en su difícil y nunca
bien enquiciada irrupción en la historia. De igual modo, es hoy de dominio
crítico una concepción del modernismo como algo más que un movimiento
literario, limitado a su coyuntura histórica; error será, por tanto, ponerle
fecha de nacimiento y defunción, aunque por rutina todavía suela hacerse.
No es, como sospechan algunos profesores o cronistas, la importación de otra
retórica (
), con nuevos preceptos, con nuevo encasillado, con nuevos
códigos. Y, ante todo, ¿se trata de una cuestión de formas? No. Se trata,
ante todo, de una cuestión de ideas. El clisé verbal es dañoso porque
encierra en sí el clisé mental, y, juntos, perpetúan la anquilosis, la
inmovilidad palabras de Darío, en el prólogo a El canto errante.
Corrobora así que no se trata de una escritura ajustada a disciplina, ni
tampoco a una retórica importada (cuestión de debate sería la vinculación
francesa; habrá que poner ahí algunos puntos sobre ciertas íes); que la
intención es, precisamente, superar ese clisé verbal para zafarse (y zafar
las formas de lenguaje) de toda parálisis retórica. Una apuesta de libertad
que se materializa en un nuevo modo de decir que asume y arriesga la propia
existencia. Cómo entender, entonces, que haya un momento del modernismo en que
su orientación cambia, en que se supera aquella primera explosión verbal y
visual, que se dijo epidérmica, cuando era principio de un desarrollo en la
escritura, en la concepción del mundo alimentado por la sorpresa y el
revés, que pide una mirada inversa y la natural aceptación de lo inesperado.
Si a tenor de lo dicho tomamos ahora en consideración el modo en que se suele
acceder a la lectura de Cantos de vida y esperanza, está claro que no podremos
contentarnos con decir que se trata de un libro de madurez; por mucho que
Rubén Darío confiese que encierra las esencias y savias de mi otoño; ni
podremos ceder a la opinión casi unánime que considera este poemario como
una ruptura 38 con el movimiento [que el propio autor] puso en marcha
(Vicente Gaos). Tampoco supone el final de la fase propiamente modernista
de la escritura dariana, comienzo de otra con un arte poética
definitivamente conformada, con su repertorio simbólico, su sensibilidad y su
ritmo peculiares; ni vale decir que muestra ciertos puntos de ruptura, o al
menos de apertura, y algo así como un retorno a ciertas perspectivas de
antaño (Françoise Pèrus). Retorno, menos que nada. Cantos de vida y
esperanza no establece disidencia alguna, aunque se manifiesten allí las
derrotas sufridas por el autor en el curso de una vida tan intensa que, en
aquel momento, entra en su plazo final irremediable
Si diferencia hay, será
porque Darío se propone decir su misma experiencia existencial aceptada como
totalidad, rebelde a cualquier anecdótica coyuntura, con otra manera. También
había confesado no se olvide: en mí existe, desde los comienzos de mi
vida, la preocupación por el fin de la existencia, el terror a lo ignorado, el
pavor de la tumba o, más bien, del instante en que cesa el corazón su
ininterrumpida tarea. Dejemos a un lado insisto la referencia
biográfica: el poeta nos advierte de que esa intrínseca comunión entre el
dolor y el tiempo del vivir (la obra profunda de la hora,/ la labor del
minuto y el prodigio del año) actúa como una destilación permanente.
Considerada así, la madurez no tiene por qué venir a cambiar sustancialmente
las cosas. Dije con otra manera. Esto sí: el poeta ahonda en la misma doblez
irónica y crítica, a partir de la cual había establecido su relación
existencial e intelectual con el mundo: el misterio, ahora, en el cotidiano
discurrir de la vida; en vez de escenografías ideales, para delicadas
criaturas de cuento, la humanidad de la ciudad, en el sobresalto de sus
concentraciones masivas, en el tráfico nervioso, en el cambio permanente; y si
la lengua se violentaba, primero, con los remontes de una exacerbada retórica,
la conversación ejercerá aquí idéntica fuerza sobre el orden por aquélla
requerido; la prosa, en fin, no actúa como contrario de la poesía, sino como
una sugestiva prolongación en sus insó 39 litas posibilidades. En una
palabra, en vez de trasladar la experiencia a un mundo poético creado a tal
fin, desvelarla en la realidad inmediata, detrás o debajo de sus más
evidentes apariencias. ¿Ruptura con el principio modernista? Muy al contrario,
su más viva germinación. Lo había explicado ya Pedro Salinas; lo confirma
luego Octavio Paz, a cuyo criterio me avengo aquí. Sin embargo, matizaría el
razonamiento de este último: no aunque aparezcan nuevos temas o aunque la
expresión sea más sobria y profunda, no aunque haya innovaciones
rítmicas más osadas y seguras o aunque quede al descubierto la fluidez
y sorpresa continua de un lenguaje en perpetuo movimiento (
) comunicación
entre el idioma escrito y el hablado, sino porque a todo eso se llega,
justamente, desde aquellas primeras posiciones en las que el propósito
fundamental era ya la derrota de toda anquilosis, de toda inmovilidad. Vicente
Gaos, en fin, vuelve sobre lo mismo, pero como tantos con extremada
prudencia: en Cantos de vida y esperanza escribe Darío franquea los
límites del modernismo, va más allá y, en ocasiones, más acá de
él; y añade: perviven [allí] adherencias del modernismo anterior, que
continuará a lo largo de la producción posterior. Franquea los límites,
desde luego; pero porque los desborda; y esas adherencias no estorban; motivos,
más bien, para su inagotable vitalidad. Cómo habría de haber ruptura, cuando
el comienzo en la ruptura se había establecido; cómo superación de sus
límites, cuando el modernismo entró para borrarlos todos. Cada palabra vino
a decir Rubén Darío tiene su propio cuerpo y su propia alma, y está en el
principio como manifestación de la unidad infinita, pero conteniéndola.
Esto nos lleva al fundamento de la poesía, a su energía primordial
liberadora: se trata de una forma de comunión, donde lenguaje y memoria se
unen y reflejan mutuamente, para facilitar así el acceso a un territorio
existencial que desconocemos, a esa totalidad humana esencial, visión del
mundo que se realiza como creación del mundo. Vamos comprendiendo: no el
simple culto a la palabra por la palabra misma, ni una veneración por la
forma, como superfi 40 cialmente ha quedado establecido durante tanto tiempo;
una necesaria violencia sobre ambas, y con voluntad demiúrgica (que se
produzca el milagro, revelación de una palabra nueva). Era, fue siempre, la
razón del modernismo. La creación poética en tanto rebeldía voluntaria y
manifiesta ante la complacencia del hombre que al decir de Hermann Broch
siempre retrocede asustado ante [la infinitud abierta en aquella unión entre
mito y logos] y no quiere saber que lo que oye es en realidad lo que hay de
infinito en su propia alma y en su existencia como individuo pensante. No
quiere saber. Demasiada responsabilidad la que, de saberlo, contraería. Mejor
continuar en la horizontalidad rutinaria del tiempo, dejarse llevar
cómodamente por ella (Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, / y más la
piedra dura, porque ésa ya no siente). Si el poeta (el poeta modernista,
concretamente, en este caso) se propone ir contracorriente desde el principio,
y desvincularse del tiempo contado y sucesivo, para establecer el instante
atemporal del canto, instalar allí la plenitud del acontecimiento (yo
precisaría: acaecimiento, pues lleva consigo el sentido de irrupción
imprevista), y dilucidar de ese modo si es posible contrarrestar el efecto
corrosivo del tiempo, mitigar tan dolorosa evidencia, a través de un diálogo
con esa otra que nace desembarazada de límites; si en semejante trance se
sitúa, no es de extrañar que la primera contrariedad para el poeta sea el
conjunto de reglas impuestas al lenguaje y a las otras formas de creación
artística. Rubén Darío afirma que no es el arte un conjunto de normas,
sino una armonía de caprichos. Ni el verso con sus pautas métricas bien
fijadas, ni la estrofa en acordada relación numérica. Aunque en apariencia
estén, se hallan regidos por la voz, ese imperativo orgánico por donde emerge
el ser y transmite su respiración, su aliento, a la escritura. De ahí que no
sea el vocabulario como quiere Luis Rosales el centro de la rebelión
modernista; una disposición sintáctica siempre diferente de la esperada
promoverá, ella sola, el enriquecimiento del significado al dejar en libertad
la fecunda mul 41 tiplicación de los sentidos, gracias a nuevas e inéditas
relaciones que una sorpresiva tonalidad acentual, una diferente modulación
rítmica introducen en la consabida linealidad del discurso. La sintaxis, pues,
antes que el vocabulario. No porque en el modernismo el léxico no tenga una
presencia bien visible, y no sea también espacio ganado a la estrecha
valoración poética de la palabra de este español nuestro, tan respetuoso
siempre con el significado, que tanto recelo muestra ante la pluralidad de los
sentidos
La sintaxis, porque no sólo es asunto de ritmo; también lo es de
perspectiva. Algo dice, a este respecto, Hermann Broch y viene a cuento
ahora: El estilo de la vejez no es siempre producto de los años; es un
don entre los demás dones del artista, que madura, tal vez con el tiempo, que
con frecuencia florece antes de que llegue la estación (
) o que se
desarrolla por sí mismo antes de alcanzar la edad o la muerte: es la
consecución de un nuevo nivel de expresión. Esta madurez, tan distinta a la
biográfica que se dice de Darío, en Cantos de vida y esperanza, la del propio
escritor, desde el mismo instante de su atrevimiento fundacional: una
expresión, la suya, que lucha por zafarse de la inmediatez y del reducido
campo de visión de la realidad; una voluntad, en consecuencia, de abarcar la
totalidad del mundo, cosa que sólo puede lograr desde fuera de su tiempo
histórico, rehuyendo el dictado de las formas artísticas de la época: el
auténtico artista concluye Broch es aquel que entiende que un arte que
no refleja la todalidad del mundo no es arte alguno. La poesía modernista no
admite un lector ingenuo. Se trata de una escritura para iniciados; sólo
quienes por el insomnio tenaz logran auscultar el cuerpo de la noche,
sabrán leer estos versos, descifrar sus alusiones y penetrar el texto en
toda su extensión. Así, el conocimiento poético mueve a la comprensión del
mundo; así, los mecanismos de la lengua consiguen expresar ese mundo como
forma de existencia, dualidad entre materia y espíritu desprendida 42 de la
confrontación dialéctica entre opósitos racionales. Lo dice mejor Lezama
Lima, aunque mire hacia Walt Whitman par de Rubén Darío y a la energía
integradora de cuerpo contra hierba, hierba contra lo estelar, que se
desprende de la escritura del norteamericano: cuerpo donde se resume el mundo
arcaico y primitivo; energía fecundadora para que la expresión poética
permita que, profundizando en el lenguaje, se ahonde en el ser: la idea es el
fin último del poetizar, y lo sensual, lo visual, lo pictórico, sirven como
medio para expresar la idea (A. Julián Pérez). Me pregunto, entonces, por
qué razón se insiste en una lectura histórica de Cantos de vida y esperanza;
como si con ello se quisiera certificar la prelación de éste con respecto a
los libros anteriores; superación de supuestas veleidades formales, caducas o
decadentes. Cuánto daño ha hecho y no nos hemos recuperado creer la
verdad histórica limitada a la política y a la economía. Esa lectura casi
general de Cantos de vida y esperanza se orienta, primero, y se detiene luego
con pormenor, en los poemas americanos y españoles del libro. Los más
grandilocuentes, sin duda; los menos señalados por una voluntad reflexiva:
celebración impostada; ropaje apolillado de gloria oficial. Lectura que habla
de una presencia activa del contexto social e histórico, ausente en el
universo del imaginario anterior, en aquella realidad aislada de la utilidad y
necesidad de la historia (de la política, en su más genuino sentido); lectura
que subraya la voz civil del poeta que aquí se oye, la meditación cultural y
social en torno a Hispanoamérica y sus dos referentes en disputa (España,
Estados Unidos), en torno a la crisis de un tiempo de tanta incertidumbre
Octavio Paz dice que son poemas tan envejecidos como los
versallesco-decadentes; sin embargo, entra en disquisiciones con las cuales
trata de justificarlos, desde la vertiente americana. Como se ha hecho desde la
española, por cierto. Comprensible, en parte, porque además de la falsa
ecuación a la que hemos aludido: historia=política resulta mucho más
fácil explicar lo que es anécdota, o aquello que caracteriza a determinados
personajes o hechos nota- Ilustración de ENRIQUE OCHOA para un poema de Cantos
de vida y esperanza: los cisnes y otros poemas por RUBÉN DARÍO. Madrid: Mundo
Latino, 1918 Casa-Museo Tomás Morales 43 bles, previamente conocidos y
valorados por la historia. Nueva pregunta, por mi parte: si Cantos de vida y
esperanza, ya desde el título, une la vida y el canto, confrontación de dos
tiempos diferentes, si con ello la vida se incorpora al conflicto de la
escritura, ¿es cosa tan sólo de ese momento; no es ésa la doblez radical que
determina la identidad hispanoamericana, y por eso fue también el imaginario
desaforado del principio una forma de realizar literariamente el mismo
conflicto existencial y social, como consecuencia de una reflexión nunca
eludida; no era aquélla, además, una afirmación personal del ser en la
visión poética del mundo? Significativo me parece que no se hayan tomado muy
en cuenta los poemas modernistas, cuando son mayoría; como si sólo de la
ruptura se quisiera hablar, para justificarla. Y por contra, ya que se insiste
en el drama existencial del poeta, en la quiebra definitiva del tiempo, en el
dolor que produce, no creo que dicha lectura se detenga lo suficiente en tales
extremos, fundamentales, a mi entender, puesto que es en ellos donde queda
meridianamente claro el verdadero impulso fundador del modernismo, y cómo se
desarrolla su energía germinante. Releyendo a Borges (que tenemos muy poco en
cuenta su certera visión crítica sobre cuestiones fundamentales para el
conocimiento y ejercicio de la escritura), nos damos de bruces con algo que,
por ser costumbre inserta de modo natural en el desarrollo de la cultura de
Occidente, apenas si consideramos. Y deberíamos. Se refiere el maestro a que
nos pesa, que nos abruma nuestro sentido histórico; y ello configura un modo
de pensar que busca siempre la anécdota y sus contextos: para no sentirnos
desvalidos, a la hora de acercanos a cualquier obra, a cualquier escritor, lo
primero que deseamos saber es qué quiere decir, qué quiso decir; contar con
ciertos significados ya establecidos. La biografía o el nombre mismo de
ese autor se tiene por ayuda casi única, a la hora de cumplir una lectura
crítica; sin embargo, apenas si se observa que el monumento que la obra (sobre
todo, cuando de poesía se trata) se levanta precisamente para contradecir esos
límites (vivir escribe 44 Guillermo Sucre en una fusión tal con el
mundo que toda noción de tiempo desaparezca; hallar sitio en la memoria como
inocencia original). Todo poema que de verdad lo sea se escribe con voluntad de
anular la temporalidad impuesta como convención por la cronología, por la
sucesión histórica, y asimismo para liberar la escritura del estrecho
margen de los significados. Más aun: superado así el tiempo, en tanto orden
histórico, el poema nos alonga a un abismo o problema de abstracciones,
espacio que vimos de la memoria. Escenario cósmico para la tragedia del
hombre contemporáneo escribe, en 1934, Pedro García Cabrera quien, años
antes, había explicado cómo lo abstracto es la forma de la modernidad, y
adquiere su máximo punto de elevación, flotando fuera del mundo de los
sonidos armonizados y en los límites del pensamiento, pasados los cuales se
intuye un desconocido infinito interior. Subrayo, porque si bien García
Cabrera escribe esto ante la lectura de Pedro Salinas, no deja de ser más que
significativo el uso como a la vista está de términos e ideas que aquí
nos importan, pues nos ayudan a determinar la exigencia poética de la
escritura dariana en sí misma, al margen de que el poeta haya alcanzado una
etapa concreta de su vida, por dolorosa que pueda ser. Mi pregunta, entonces:
esos sonidos armonizados de los que la abstracción huye, ¿son, acaso, la
musicalidad atrevida que se adjudica a la escritura modernista, o más bien el
rigor métrico contra el cual ésta se ha alzado de una vez para siempre?
Porque, al sacar de sus casillas el modo tradicional del verso, y al hacer
realidad por ello ese mundo otro del poema, lo que el escritor consigue es
palpar límites de pensamiento, intuir un desconocido infinito interior
que no sé si debo insistir en la filiación absolutamente dariana de este
sintagma
Un desplazamiento, pues, que ya opera en el principio modernista;
que no hemos de aguardar a esta presunta madurez para identificarlo. El poema
no trata asuntos que hayan sucedido, no presenta un conflicto que pertenezca a
ese otro que es el escritor, dentro de su circunstancia personal. Si no 45
Cubierta de Cantos de vida y esperanza: los cisnes y otros poemas por RUBÉN
DARÍO. Barcelona: Maucci, [s.a.] Casa-Museo Tomás Morales pasara de ahí, la
dimensión que la obra alcanza sería más bien menor. Pero estamos hablando de
Rubén Darío, y de su razón poética fundacional, verdadera revolución en la
poesía de lengua española (ruego al lector: lee revolución aquí con su
valor de movimiento de las órbitas estelares). No cosa suya, ni un conflicto
personal, algo que nos afecta de modo inmediato, y en donde con el autor
comulgamos. Porque debemos afrontarlo, y no rehuirlo (lo mismo que hace él),
tanto en la experiencia de existencia, que nos permitirá reconocernos, como en
la perplejidad ante un lenguaje empeñado en abarcar el enigma del universo,
aunque no pueda vencer la imposibilidad de su desvelamiento último: esta
inquietud, imprescindible también (como queda claro) para que la poesía se
cumpla en tanto ejercicio de verdad. Y si todo esto no supera la disciplina del
tiempo (si como escribe Borges nos importan más los accidentes y las
circunstancias de la belleza que la belleza misma), nada tendrá de milagro
la experiencia poética con el lenguaje. Belleza, milagro. De nuevo habré de
pedir que dejemos de lado la malformación histórica de los significados: uno
y otro término deberán leerse aquí como plenitud de la experiencia contenida
en el verbo en tanto materia y energía primordiales. Entremos en esta materia.
Que se trata de la verdad de la experiencia existencial, en modo alguno
diferente de la experiencia poética. La escritura, lo mismo que la vida; o
mejor, en idéntico debate con el ser y el sentido del sujeto de ambas, con su
identidad. Cuando se habla del último Darío, se dice la angustia y el horror
por la caducidad de la vida y la proximidad de la muerte; se apunta también
hacia el sufrimiento o manquedad de la alegría perdida; se pone énfasis, por
fin, en el desengaño, sin vuelta atrás, por los errores pasados, en la
fatalidad del porvenir que acecha, o en la purificación del alma para
semejante trance
No cabe duda, de todo eso hay en Cantos de vida y esperanza;
pero la división entre una época preciosista (
) [y] otra más profunda,
reflexiva y humanística es una división 46 como señala Guillermo
Sucre superficial y también inexacta. Y lo que de verdad importa, en
consecuencia, es ya lo he anotado la manera que dicha sacudida existencial
pide a la expresión. Digo, como dice Pedro Perdomo Acedo: una búsqueda de la
totalidad siempre en dirección a lo que [Darío] consideraba su raíz
esencial: la Poesía. Y como quiera que a todo héroe le cumple querer su
destino trágico, la fatalidad viene aquí a hacer causa con la poesía; es una
cuarta dimensión que refleja la maravilla de las primeras aguas y el terror
del último rayo. ¿Se puede decir mejor, de forma más precisa, aquel
descenso a las Madres escenificado por Goethe; aquel momento en que la lengua
descubre sus propios misterios y, por ende, los de la existencia toda? Un don,
este del poeta en su descendimiento; en su bajada a los ínferos. De ahí que
el aristocratismo que Rubén Darío pregonó siempre, se haya leído mal
también, a partir del apriori del significado, del prejuicio histórico y
político tan influyente en aquel comienzo de siglo. Pero Darío mismo vino a
deshacer el nudo: aristos, para mí, en este caso, significan, sobre todo,
los independientes. No hay mayor excelencia (prólogo a El canto errante).
Olvidemos, por tanto, aquella simpleza de la superioridad; dejemos de lado,
aquí, la maniquea distinción social y política entre dueños y siervos
Porque la aristocracia del poeta no supone privilegio alguno; muy al contrario,
lo suyo es asumir la responsabilidad derivada de tomar la palabra para decir la
verdad: entregarse, por tanto, como individuo que recupera una subjetividad que
la mulatez intelectual de la recién nacida sociedad de masas estaba a
punto de arrebatarle. Darío advirtió muy bien que sólo es poeta quien se da
como víctima, en vez de complacerse con formar parte de la gris igualdad de
los no comprendedores; poeta, quien no delega en otros el compromiso adquirido
con el lenguaje que es su existencia. Posición ejemplar para hoy mismo, cuando
la sociedad de consumo y de la información han acabado por pervertir el
verdadero significado de esa forma política (la democracia) que dicen
preservar y defender contra todas 47 las amenazas que sobre ella se ciernen;
poco les importa, por lo que se ve, sacrificar la libertad individual en aras
del único valor que entienden como tal y que imponen con denuedo: el número,
la cantidad, el beneficio. Quien se ha desplazado ha sido el sujeto poético
que, desde la perspectiva de la enunciación, baja hasta aparecer en el
enunciado: encuentra allí su sitio, su forma. Y ello como bien dice
Guillermo Sucre le permite hacer de la sensación, que no abandona, una
forma de conciencia que vuelve a contestar la cerrada concepción de la
realidad, el rigor de una escritura canónica y el modelo cultural sobre el que
la una y el otro se han construido. Respuesta que es siempre un ideal
transhistórico, bien sea en el juego de máscaras de antes, bien sea en esta
irrupción de la sinceridad poética del yo que también reconoce (y actúa
desde su doblez constitutiva) tal escindida condición. Françoise Pèrus
explica cómo, con Cantos de vida y esperanza, se entra en un espacio más
aireado (
), más brioso pero también más austero, donde Darío medita sobre
su propia obra, reencuentra su veta cívica (
). Y hay, sobre todo, un ensayo
de mayor individualización, de buceo interior, aunque dentro de los límites
de una interrogación metafísica que reiteradamente desemboca en el vacío.
Habrá, creo, que matizar. Si por vacío entiende lo que Guillermo Sucre
denomina una suerte de obsesión alucinatoria, una insomne inquietud que se
repite en tantos poemas, no puede decirse que sea final o consecuencia de algo,
sino inminente principio, en aquel límite del pensamiento adonde se ha llevado
la palabra y donde recibe tanta energía fecundante; y, en esa zona
conflictiva, la lucidez de la conciencia lo es sólo para comprender la
fragilidad de la existencia, no para superarla, ni siquiera para aportar una
sabiduría. ¿Y no estaba tanto o más aireada esta escritura, con respecto a
la pelusilla gris en que han ido cayendo las palabras españolas en el
siglo XIX, como dijo Lezama Lima? ¿No imponía su brío respecto a la rutina
de la realidad; y no se hallan implícitas austeridad, meditación y conciencia
cívica en aquel mundo de ficción que rompe con el utilitarismo positivista,
afirma la 48 individualidad creadora y extrema la grandilocuencia para
ponerla en entredicho? Mi escritura es mía, en mí dejó dicho también
Rubén Darío. La escritura, una forma de vida personal e independiente; y, por
la misma razón, alzada contra las normas que limitan la espontaneidad
[expresiva] (
) y empequeñecen las posibilidades de la creación poética. Y
a esto Rubén lo sacrifica todo (Luis Rosales). La escritura, en
consecuencia, como voz, como expresión propia, manifestación orgánica del
lenguaje (esa otra sensualidad a la que apenas si se le presta atención); y,
sobre eso, una forma más verdadera de conocimiento: el poeta otra de las
dilucidaciones con que se abre El canto errante tiene la visión directa e
introspectiva de la vida y una supervisión que va más allá de lo que está
sujeto a las leyes del general conocimiento. Rubén, entonces, ve muy
próximas a dicha experiencia, otras dos (la religión, la filosofía) que
también lo son de la palabra; y las tres abren un espacio fronterizo abocado a
la incertidumbre, a preguntas de muy ardua respuesta. Poesía, religión,
pensamiento que, por abordar el carácter enigmático de la realidad (revés o
lado oculto del que no puede prescindir, si a la totalidad se encamina), hallan
hermandad en el ocultismo, en el saber hermético, del que también participa
el mundo intelectual de Darío: allí, nuevas asociaciones poéticas alertarán
la conciencia de lo que sois, enigmas siendo figuras, y consiguen dar forma
a la imagen de la verdad que el poeta persigue. En aquel descendimiento hasta
el fondo del yo, penetrar en el alma de los demás, de lo demás que no
conocemos pero que también nos constituye; hundirse en la vasta alma
universal, pues la verdadera actividad humana no se completa cuando alcanza
los frutos perfectos de la ciencia o la técnica, de tan deslumbradora
utilidad. Al hombre, para ser, le cumple desplegarse en el vencimiento del
tiempo y del espacio, medidas que lo limitan; y la palabra poética es el
único territorio posible de libertad. Claro, a lo largo de tal itinerario
acecha ese monstruo malhechor lla49 mado Esfinge, cuyo perpetuo
interrogatorio determina la perdurable condición de la poesía que existirá
mientras exista el problema de la vida y de la muerte. El don del arte es un
don superior, que permite entrar en lo desconocido de antes y en lo ignorado de
después, en el ambiente del ensueño o de la meditación. En estas últimas
estribaciones es donde la escritura modernista se pone a prueba y salta al
vacío inmediato para sentar en él las bases de su proliferante continuidad.
En estas últimas estribaciones, los poemas que, en Cantos de vida y esperanza,
anuncian tan esforzado cumplimiento de la totalidad. Son los menos, sí. Pero
los de mayor intensidad, desde luego; los que abren, de par en par, las puertas
a la continuidad de esta moderna fundación poética. Lo que caracteriza este
libro se comprueba entonces no es la irrupción de la historia o del drama
de la existencia sujeta al espanto seguro de estar mañana muerto; no se
trata de un final, sino de cómo se mantiene y desarrolla el principio que
alimenta el modernismo, desde su irrupción en la poesía de lengua española,
pero que podemos retrotraer sin esfuerzo alguno hasta la espléndida
visión de sor Juana Inés de la Cruz que por algo proyecta en sombra y noche
su arborescente disgregación. Lo propone Lezama Lima; y no es maximalismo:
Algún día escribe cuando los estudios literarios superen la etapa de
catálogo y se estudien los poemas como cuerpos vivientes, o como dimensiones
alcanzadas, se precisará la cercanía de ganancia del sueño en sor Juana, y
de la muerte, en el poema contemporáneo de Gorostiza. No sé yo si habría
que establecer un punto de equidistancia entre ambos ejemplos, porque también
entre aquel nocturno itinerario desvelado y esa la perplejidad de la muerte, se
tiende el cuerpo viviente de la escritura de Rubén Darío, dando ya en su
culminación y más. Tal vez sea Guillermo Sucre uno de los pocos que ha
profundizado en esta clave de lectura para Cantos de vida y esperanza. Sin
duda, quien con mayor detenimiento se ha acercado a los poemas que en el libro
interesan: sea cuando anota la trama de opuestos irredentos que, en Filoso 50
fía y en Lo fatal, hacen que el mundo se manifieste como lo vivido,
que el ser no se entienda sin la existencia, a partir de un terremoto
mental, como Darío dice, de forma abrupta y complaciente (nueva sensualidad
que abre entonces a las expectativas de la poesía), ante los rostros de Pascal
o Baudelaire que reflejan el suyo, en similar perplejidad (no es posible
vivir inocentemente, sin cobrar conciencia de estar viviendo y
desviviéndose); sea a la hora del cotejo entre Filosofía y
Augurios, con sus bestiarios de extrañas criaturas que son seres que son
enigmas. Saber sobre sensualidad, en sorprendente coyunda: plenitud primordial
(casi geológica) de araña y molusco, sapo y cangrejo, apenas alzada en canto
monótono o torpe danza; o disparada en vuelo de águila o búho, de paloma,
gerifalte o ruiseñor, evidente fortaleza que parece anunciar otro destino y es
sabiduría de oscuro murciélago o mosca impertinente, de moscardón y abeja
en el crepúsculo. / No pasa nada. / La muerte llegó. Ahí, la verdadera
semilla modernista. Y no por mucho que pese a tantos en Salutación del
optimista, A Roosevelt, Marcha triunfal; ni en el Soneto autumnal
al marqués de Bradomín o en Letanía de nuestro señor don Quijote, y
otros tantos de igual tono e intención. Así se ha querido siempre; para mí,
porque son poemas que ponen al modernismo en su lugar, y confirman su teórico
acabamiento: lo que muere es lo que en la poesía parecen ser cualidades más
atractivas y brillantes, mientras que sobrevive lo más sólido y de valor
menos aparente; en esto sí que estoy con Cernuda que, en su crítica a
Darío, toma estas palabras de C.M. Bowra. Solidez y valor en poemas como
Filosofìa, Augurios o Lo fatal y, con ellos, en No obstante,
¡Ay, triste del que un día!, Melancolía, De otoño, incluso el
hondo interrogante que dibuja Caracol: confirman el carácter fundacional
del movimiento, su condición de principio naciente, porque se sitúan en un
espacio fronterizo, últimos límites de la forma que lo confirma Rubén
Darío no está llamada a desaparecer, antes bien a extenderse, a
modificarse, a seguir su Portada de Cantos de vida y esperanza: los cisnes y
otros poemas por RUBÉN DARÍO. Barcelona: Maucci, [s.a.] Casa-Museo Tomás
Morales 51 desenvolvimiento en el eterno ritmo de los siglos
. ¿Puede
cumplirse un ciclo así, con sólo poner la forma al servicio de una realidad
que apenas se repite con otras palabras? El asunto es mucho más complejo, sin
duda; y a la vista queda, tras la lectura propuesta: el lenguaje, desprendido
de la irreflexión romántica (y también de su patetismo temático), lo mismo
que de todo esplendor verbal, descubrirá su energía originaria en la
modulación natural de las tonalidades del habla y su capacidad sugeridora, en
el intercambio generado por un voluntario, dramático prosaísmo: la
aparente contundencia de lo dicho no puede disimular el temblor de un
escepticismo hijo de la duda que permanece, oscilando siempre anota Octavio
Paz entre el monólogo y la confesión. La forma, pues, se problematiza
desde el momento en que como ya adelanté el sujeto baja al enunciado, se
deja llevar por un movimiento invisible que lo pierde, enfrascado como está en
la interrogación tenaz a su esfinge interior. Por eso, también los
Nocturnos son poemas centrales en Cantos de vida y esperanza, como de sobra
se ha dicho: en ellos se junta y agita todo cuanto hemos referido, sobre una
escenografía manifiesta o implícita que es negrura de nada, pero que al
propio tiempo resume la totalidad del mundo en tan sugeridora unidad;
momentos en los que un paréntesis de recogimiento y sueño se abre en el curso
del tiempo, aunque no por ello este último deje de fluir soterradamente, como
alerta conciencia de juventud abolida y destino fatal, como testimonio de la
fugacidad y del horror / de ir a tientas, en interminables espantos, hacia
lo desconocido. Pero resta decirlo, naturalmente. Y el mismo descendimiento del
ser al enunciado se acusa en el lenguaje que se desplaza, desde los remontes de
su retórica a la respiración e intención de la voz: una oralidad fecundadora
de la escritura que, a partir de ahí, ya será otra: el verso no se ajusta a
métrica; la polimetría, apenas una forma de resistencia, y el alejandrino
(ese paradigma) se contradice a sí mismo: a la vista, mantiene su medida; su
modulación, otra bien distinta 52 (encabalgamientos, desplazamientos
acentuales, disposición de los hemistiquios, se encargarán de ello); y si era
natural y espontáneo su esplendor tardomedieval o su último estallido
romántico (tan francés, en ambos casos), aparecerá aquí para negar el orden
del verso español y la ufanía de su tradición italiana. Oralidad fecunda,
también, porque no reproduce esa otra retórica popular de la poesía. Es una
escritura que en tanto voz supone agresión de las libertades del habla y
del presunto revés de la prosa al lenguaje establecido, porque las unas y el
otro introducen, en ese discurso canónico, el atrevimiento de la ironía: una
forma de crítica, la más contundente y rebelde a cualquier domesticación. No
olvidemos que se trata de una palabra que ha llevado hasta las fronteras
últimas del decir, muerte o silencio que, sin embargo, si se tematiza como
dado en el mundo, no fuera de sus límites, puede también llamarse existencia
negativa, crítica, negadora, nunca acogida ni tranquilizada en las siluetas de
lo estético (Manuel Ballestero). Oralidad que, de igual modo, afecta al
orden establecido por el verso, puesto que no recibe con extrañeza el
deslizamiento sintáctico que provoca el lenguaje de la conversación (Quiero
expresar mi angustia en versos que abolida/ dirán mi juventud de rosas y de
ensueño; Hay, no obstante, que ser fuerte); ni ese tono menor que
procura, y que tanto desesperaba a Chejov, cuando sus actores no daban con los
semitonos decía que deseaba para sus diálogos (Sabréis leer estos
versos de amargor impregnados; Saluda al sol, araña, no seas rencorosa);
ni los saltos en el discurso, su fragmentación y yuxtaposición (vi lo que
pudo ver / cuando sintió Baudelaire / el ala del idiotismo; de la cual no
hay más que Ella que nos despertará) que dejan en evidencia el artificio de
la escritura sucesiva, dispuesta para no salirnos de la convención que el
orden temporal impone: dictado de la historia. No final del modernismo; su
continuidad abierta en la vanguardia poética de Hispanoamérica. Que tampoco
para ella nos basta con el cotejo europeo. Los poetas hispanoa 53 mericanos
de los años veinte y treinta no han tenido la lectura que les corresponde,
porque se aceptó el corte de flujo modernista a partir del 16, y se dijo que
esa cronológica continuidad se oponía a aquella extremada grandilocuencia.
¿De qué? Porque la métrica fue contestada por el habla; verso y prosa ya no
estaban separados por una frontera insalvable (Nada más que maneras de
expresar lo distinto; la responsabilidad de las Normas, / que a su vez la
enviarán al Todopoderoso); el absurdo cotidiano vino a ocupar la magia de
las ficciones; la metáfora actuaba por contraste, no por similitud (La
poesía / es la camiseta férrea de mil puntas cruentas / que llevo sobre el
alma)
Se tienen éstas por marcas definitorias y definitivas de la poesía
hispanoamericana, desde Lugones, López Velarde y Vallejo en adelante.
Dígaseme si todo ello no se incorpora a la escritura poética en el plazo
final rubendariano, no por azar o circunstancia alguna, en tanto exigencia
natural de una escritura violada y fecundada por el modernismo; forzada por la
actitud reflexiva que dicha experiencia comporta, tanto en la consideración de
la existencia como en la lucha por la expresión. Ya no se acomoda a lo
sensorial; mejor, se entiende (y dice) de otra manera la sensualidad antes
desbordada. Porque la escritura se resuelve como voz o expresión de una
existencia segregada; poesía que murmura ese crecer sombrío de un pensar que,
en desesperación, nombra el viento vacío de la entraña del mundo (Manuel
Ballestero). Nada de esto pudo darse sin el descaro aquel con que el modernismo
introdujo su estética en la mediocridad conformista que su imaginario y su
palabra acabaron por subvertir. Nada que no se sepa dije al comienzo. Algo
que, sin embargo, no suele decirse a menudo; se tiene por incorrección. Me
atrevo, porque sólo soy un lector que prefiere además la literatura como
vida a la teoría de la literatura. Cuando digo vida no pienso en la obviedad
anecdótica y estadística que han impuesto la sociología y ciencias afines,
buscando el asentimiento del devenir histórico; creen que así justifican,
desde la altura de algún saber, la expe 54 riencia existencial que la
imaginación literaria modifica y explica, para llevarla siempre más allá de
sus límites. Y si hablo de teoría, no es para hacer mangas y capirotes de
ella, y campar por mis respetos; sólo deseo que no nos atenace con su grisura,
ni acabe como dijo y muy bien José Angel Valente siendo devorada por su
propio método. La literatura, un espacio en donde autor y lector nos jugamos
la vida, precisamente por ser asunto de lenguaje, que no de lengua (aquí
yerran los teóricos todopoderosos): ni discurso ni texto que a otros deban
remitirnos siempre (peligrosa forma de onanismo crítico), palabra y aliento.
Jugarse la vida, porque dar la palabra es arriesgarla: una experiencia, que de
periculum deriva; porque va palpando lo otro, deambulando fuera, atravesando
por lo ajeno (Manuel Ballestero). Y quien toma la palabra (está obligado a
ello) adquiere la misma seria y grave responsabilidad. Así he leído siempre,
así leo ahora. Y con ese otro maestro que es Jorge Luis Borges, confieso que
sólo pudo ofrecerles mis perplejidades ante la que parece ser lectura
canónica de Cantos de vida y esperanza; no parto de ninguna convicción
previa, me atengo a las pocas precauciones y dudas que me asisten, gracias
a las cuales se mantiene viva en mí esta pasión que coincidimos en llamar
literatura. 55