MAXIMIANO TRAPERO Universidad de Las Palmas de Gran Canaria En la presentación
de Era Pompeia, de FEDERICO J. SILVA PREMIO DE POESÍA TOMÁS MORALES 2004. La
organización del Premio Tomás Morales tiene previsto, y desde mi punto de
vista con muy buen criterio, que los mismos que participaron en el jurado de
concesión del premio sean también los que participen en la presentación de
los libros correspondientes. Así que aquí tienen ustedes a los responsables
de aquel fallo dispuestos a razonar los porqués de su decisión. Fueron tres
los libros distinguidos por el jurado en la convocatoria de 2004, un premio y
dos accésit, que era el límite que permitían las bases, pero hubieran podido
ser más porque la calidad de los manuscritos presentados era notable. Y no fue
fácil llegar al acuerdo final, que se logró por unanimidad tras mucha
discusión y tras mucha consideración de los méritos de los libros
finalistas. Recuerdo incluso que, aparte de los tres premiados que hoy
presentamos, había otro con el título de Este hombre que está junto a ti al
borde extático del precipicio que nos gustaba mucho y que estuvo hasta el
momento final entre los candidatos al Premio. Como las bases no lo permitían,
y como finalmente no fue el elegido, la plica correspondiente quedó sin abrir
y los miembros del Jurado nos quedamos con las ganas de saber de su autor. ¡Lo
que son las cosas! Unos pocos meses después, aquel libro finalista del Tomás
Morales se alzó con el Premio Dulce María Loynaz, convocado por la
Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, y su autor era
¡Federico Silva!, el mismo que resultó ganador del Tomás Morales con Era
Pompeia. Las distintas dinámicas de las entidades promotoras de los dos
Premios de Poesía que casi coinciden en el fallo han hecho que el libro
premiado en el Dulce María Loynaz se haya adelantado en la edición y en la
divulgación a este Tomás Morales, ayudado por la oportunidad que tuvo de
presen 114 tarse en la Feria del Libro de La Habana y después en la de
Madrid y de otras del presente año de 2005. El libro que hoy presentamos, casi
un año después de haber sido premiado, deberá aguardar a sus propias
oportunidades. Pero ya se sabe que tratándose de poesía no importa tanto el
llegar primero como el llegar y permanecer. Lo que quiero decir es que los que
tuvimos la responsabilidad de juzgar los manuscritos presentados al Premio
Tomás Morales no anduvimos muy desencaminados cuando otro jurado posterior
volvió a considerar como merecedor de un premio al libro que nosotros también
destacamos. Pero para nosotros era mejor Era Pompeia. Y me ha tocado a mí
defender ahora los criterios que nos llevaron a aquella decisión, como a mis
compañeros de jurado les toca defender las razones de los dos accésit El
silencio de Dios de Juana Pinés Maeso y Teoría de las sombras de Andrés
Mirón. Lo que figuraba en el acta del jurado decía, más o menos, que Era
Pompeia era un auténtico libro, de carácter unitario, y que constituía una
auténtica obra de creación. Que era un libro de poesía inteligente, en donde
destacaba el dominio portentoso del lenguaje por parte de su autor, y la
visión irónica de la antigüedad, desmitificadora y lúdica, pero con una
clasicidad vigente. Que se trataba, en fin, de un libro bien sedimentado,
erudito, aunque ello no perjudicara en absoluto la verdadera creación
poética. Recuerdo que en la primera lectura que yo hice del manuscrito, el
libro me fascinó, me pareció deslumbrante, el más original de todos los
concursantes. En la lectura que ahora he vuelto a hacer, ya sobre letra
impresa, el libro me parece mucho mejor que entonces, las impresiones de
destello que entonces tuve se han tornado ahora por las de la hondura, las de
la seriedad. Un libro que hay que leer con mucho cuidado, con mucha atención,
porque es complejo y profundo, además, sí, de deslumbrante. Un libro que
dará mucho que hablar. Para mí, el mejor libro de poesía que ha escrito
hasta ahora Federico Silva, ¡y mira que Federico no es ya ningún novato en
esto de escribir poesía! Exactamente, según reza la nota biobibliográfica de
la solapa 115 izquierda de Era Pompeia, éste hace el número 10 de los
libros publicados por Federico Silva. Como soy amigo de Federico, y como estimo
mucho su poesía, la apertura de la plica me alegró sobremanera, pero confieso
que también me sorprendió, porque, aunque advertía que aquel libro
participaba de muchos de los rasgos de la poesía de Federico Silva, se
apartaba también mucho de ella en otros varios aspectos, por novedosos. Creía
conocer bien la poesía de Federico Silva, pues he seguido de cerca su
trayectoria poética desde que yo mismo publiqué su primer libro Sea de quien
la mar no teme airada, hace ahora diez años, en 1995, en la colección San
Borondón del Museo Canario. Pero Era Pompeia era otra cosa. El Federico
juguetón, erudito, ingenioso, malabarista y trasgresor descarado del lenguaje,
estaba también, sin duda, en los versos de Era Pompeia, pero en unas dosis muy
distintas a las que nos tenía acostumbrados. Y estaba también la forma
peculiar e inconfundible en que Federico presenta su poesía, sin puntos, comas
o cualquier otro signo de puntuación, y sin una sola mayúscula. Pero lo que
sobresalía ahora en aquel poemario eran otras cualidades de más peso. De
entrada, no se trataba de una colección de «poesías », sino de «un» libro
de poesía, de un único libro- poema, o de un poema-libro, como se quiera. De
un libro de poesía que trataba, además, de una época histórica antigua, o
mejor dicho, no que tratara de una época histórica, sino que se situaba, que
estaba concebido dentro de una época remota, bien conocida por la historia y
sobre todo por la leyenda: la Pompeya anterior a las erupciones que la
sepultaron. El autor tuvo que sumergirse en lo hondo de aquel mundo para hablar
de él con la soltura con que lo hace; en sus referencias exteriores; en la
vida que latía en las calles, plazas y ambientes que hicieron famosa aquella
ciudad; en la de sus mercados, tan llenos de bullicio; en los nombres de los
personajes que configuran la historia que en el libro late y en el de los
lugares en que viven y sueñan, en el lenguaje en que hablaban, y también en
sus sentimientos. Lo primero debió exigir al autor un auténtico tra 116
bajo de documentación, hasta el punto de sentirse habitante cotidiano de
aquella ciudad floreciente del Imperio a la que los ricos iban por recreo (1) y
en la que los locales vivían «en la calma melancolía de las tardes /
blandamente quebrada / por la flauta de los cabreros / y el rumoroso murmullo
de las colmenas» (3). En lo de meterse en los sentimientos de los pompeyanos
no debió costarle al autor gran esfuerzo de ubicación temporal y espacial,
porque sentir y amar no tienen tiempos, son universales. Y es que Era Pompeia
es un libro de amor, de un delicadísimo y arrebatado amor hacia una mujer
llamada lunnia, así escrito, con minúscula y doble nn, por quien el autor
confiesa haber sido capaz de abandonar Roma y de convertirse en lunnio. Como
aquel otro que nació Calixto y murió Melibeo. Y estaba además la complejidad
del lenguaje poético de Era Pompeia. Siempre me ha interesado la peculiaridad
del lenguaje poético de Federico Silva; unas peculiaridades que configuran un
estilo poético, un auténtico «estilo», propio, original, inconfundible, que
ha sido incluso imitado por otros poetas jóvenes canarios de su generación,
que ha creado escuela. Hay en este estilo poético de Federico Silva unos
aspectos que son formales, exteriores, que afectan a la escritura, cuales los
ya mencionados de no usar signos de puntuación ni mayúsculas, o como la forma
de configurar los versos y aún la agrupación de éstos en estrofas. Y hay
otros aspectos que son internos, que afectan a la lengua misma, manifestados a
través de un léxico y de una gramática innovadores, rompedores de la norma
académica, y que afectan incluso a la fonética, si los versos de Federico se
leyeran en voz alta. No sabría decir cuáles de ellos son más importantes en
su poesía, pues bien sabido es que en poesía la forma también es contenido:
la poesía no habla de algo, es ese algo. Y a eso se llama «estilo». Me
gustaría que un día el propio Federico Silva reflexionara en voz alta sobre
ese estilo suyo tan característico, tan original, de mostrar la poesía, pues
él es filólogo y tiene armas técnicas con que explicarlo, pero que lo
hiciera en prosa, para que todos le entendiéramos, pues en prosa encajan más
difícilmente las licencias poéticas. 117 Por ejemplo, que explicara porqué
ha decidido excluir de su escritura los signos ortográficos de puntuación y
no los también signos ortográficos de las tildes, pues todos ellos afectan
por igual a la naturaleza oral de la lengua, a su verdadera naturaleza, y por
tanto al significado de las palabras. No significa lo mismo acentúo que
acentuó, como tampoco dice lo mismo en la misma copa sobre tus labios,
así escrito en el poema XVII, que si leyera en la misma copa, sobre tus
labios literalmente inmortales. La falta de puntuación admite lecturas
varias, y por tanto la escritura se abre también a interpretaciones variadas,
se convierte en polisémica; queda el poema en las manos del lector, que ha de
implicarse en su hechura definitiva. Los poemas de Federico adquieren así una
categoría «virtual», como ahora se dice, pues tendrán tantas «lecturas »
como lectores tengan, y aun como momentos diversos de lectura haga un mismo
lector. Está luego la forma de los versos y su agrupación. Desde luego
Federico es un poeta de su tiempo y usa el llamado verso libre, no sujeto a las
armaduras de la medida de sílabas y de la rima, y ni siquiera a la cierta
armadura que implica la sintaxis, el de la correspondencia con que caminaban
siempre la sintaxis y el ritmo en el verso clásico. De ahí que aquello que se
llamaba encabalgamiento, en los versos de Federico se manifieste a veces en
forma más que abrupta, rompiendo el sintagma nominal, como en «monstruosa /
desidia» (3), o el sintagma verbal, como en «y sé / libre» (5), o dejando
colgado, al final de un verso, un elemento de relación, como en «y /
empujaron» (4), o un instrumental subordinante, como en «para que no / me
halaguen » (6); etc. Pues si el verso no es ya signo de ritmo, ni de
estructura sonora que se repite, ni de repartimiento armónico de un discurso,
ni de medida que acaba en un elemento predeterminado que juega y se conjuga con
otros versos, ni de simetría o emparejamiento con la estructura sintáctica,
¿para que escribir en verso? ¿Qué otro significado tiene que nosotros no
advertimos? ¿A qué otros signos representa? 118 ¿Y qué decir de la
agrupación de los versos? Antes, a eso se le llamaba estrofa o serie, y
respondía a estructuras determinadas de antemano. Ahora los versos aparecen
formando subconjuntos irregulares dentro de un poema con la sola advertencia
gráfica de estar separados por un doble espacio; ésa es la única señal de
que se sirve la «métrica» moderna: el doble blanco entre líneas. ¿La
única señal? Quizás no, en ese repartimiento interviene también la
sintaxis, que suele corresponder con el final de un período de «sentido»
superior al de la oración, o con unas aserciones paralelísticas. Al final, la
prueba de toda esa escritura lo pone la lectura en voz alta del poema. La
oralidad sí que no ha sabido ni podido liberarse de las ataduras de la lengua:
la recitación sigue gobernada por la linealidad del signo lingüístico y por
una línea melódica combinada de tonos altos, bajos y medios; las pausas las
marcan la necesidad de la respiración y la coherencia del discurso, etc.
¡Qué distinto puede resultar un poema de Federico leído primero con los ojos
por un lector primerizo de su poesía del leído después con los labios por el
propio autor, que sabe de las claves internas que gobiernan su escritura! Y
adviértase que leer en español refiere dos acciones totalmente distintas: la
de un ver detenido algo que está escrito y la de pronunciarlo. ¿Para cuál de
estas dos lecturas está hecha la poesía de Federico Silva? A ello deberá
respondernos el poeta. De momento, yo me hago y le hago estas reflexiones, que
quizás vayan dirigidas también al hecho general de la escritura poética. Que
la poesía de Federico Silva está llena de referencias intertextuales, de
guiños culturales, de alusiones veladas o de expresiones ajenas declaradas, es
algo que cualquier lector conocedor de su poesía ha podido constatar de
continuo, como uno de los rasgos también sobresaliente de su estilo. Esas
referencias proceden unas de la literatura de sus autores preferidos y proceden
otras de la lengua hablada, de las expresiones fijadas, de las que tanta sabia
saca Federico para su propia poesía; unas son conceptuales y otras son
meramente metalingüísticas. A veces es una palabra 119 simple la que
provoca la asociación, como el caso de sol, en el poema VII de esta Era
Pompeia, para formar el verso «sol solis en mi fenestra»; o como olmo, en el
poema XVIII, que da lugar de inmediato al verso «hendido por el rayo» del
poema de Machado; a veces es una idea la que desencadena la asociación, como
la primera columna de humo que aparece en el cielo de Pompeya, presagio de
la erupción que se avecina, en el poema XXV, y que da lugar a reproducir un
cuarteto de uno de los sonetos más famosos de la literatura española del
siglo XX, apenas retocado para la ocasión: «un enhiesto surtidor de sombra y
fuego / que acongoja el cielo con su lanza / un chorro que a las estrellas casi
alcanza / devanado a sí mismo en loco empeño». Y así varias más. Es este
un procedimiento que requiere de un conocimiento amplio, de un saber mucho de
las cosas y de un saber de muchas cosas, de una especie de «banco de datos»
de referencias culturales y literarias, pero también de una mente rápida y
alerta para la asociación pertinente, pero también de las dosis de prudencia
y de maestría necesarias para usarlas en las medidas justas, sin pasarse, para
que la eficacia poética funcione siempre en plenitud. No se trata sólo de ser
brillante, sino de ser brillantemente eficaz. Pues advierto que ha encontrado
Federico en esta Era Pompeia la medida justa de su uso, el comedimiento que le
hace ser un maestro en este recurso. Y está luego la complejidad del lenguaje,
para mí el rasgo más sobresaliente de Era Pompeia y la aportación más
original de lo escrito hasta la fecha por Federico. Se ha dicho que la
escritura de Federico Silva era ocurrente, desenfadada, lúdica, original y
creativa, pero que se quedaba en los efectos exteriores de la poesía. Pero
recuérdese lo dicho tantas veces: que la forma es también contenido
tratándose de poesía. En Era Pompeia Federico ha dado un paso muy serio hacia
el fondo, de ahí el calificativo que antes le di a su libro de hondo, serio.
Era Pompeia es un libro muy, pero que muy elaborado. Quiero decir muy pensado y
corregido, sin que nada haya quedado al azar, sometiendo la ocurrencia y la
facilidad aso 120 ciativa que el autor tiene del léxico de la lengua al
propósito mantenido de una poética llena de contenido. Si en algo se
distingue el lenguaje poético del lenguaje común de la calle que todos usamos
es en haberlo cargado de sentido hasta el grado máximo, de hacerlo
semánticamente denso. Hay quien ha dicho que la incompetencia en poesía se
demuestra, en principio, por el uso de demasiadas palabras. Y es verdad. Más
aún, que las palabras se hacen flexibles en poesía, que adquieren
virtualidades semánticas que no tienen en el lenguaje ordinario. Y hacia ese
fin se dirigen todos esos que llamamos recursos «literarios», que no son sino
procedimientos para hacer que el lenguaje tenga una función literaria. Así es
este Era Pompeia de Federico Silva. Está primero el estilo grave, lejano, casi
ritual, solemne, casi elegíaco, roto de vez en cuando por la voz de un
personaje que se hace presente y le da al poema la emoción de lo vivo. Están
de continuo las referencias directas, sin glosa ni explicación, a hechos
históricos, a dioses, a héroes de leyenda y a personajes que parecen reales,
pero en nada conocidos y que el lector debe aceptar como propios. Están las
personas varias que intervienen en los poemas sin anuncio discursivo alguno y
sin marca de escritura que lo indique, y es el lector quien debe deducirlo
volviendo atrás y releyendo con más atención. Está la polisemia de su
lenguaje, del que puede ser ejemplo el mismo título del libro. Puede que Era
Pompeia sea una expresión latina fijada con una referencia específica que
sólo el autor conoce, y de ahí la forma de escribir Pompeia, con i latina y
no con y griega, como pide el castellano; puede que Era esté aquí con el
significado primero que le otorga el DRAE de período histórico («la era
de Pompeya») o con el significado segundo de punto fijo de un suceso desde
el que se empieza a contar; pero podría interpretarse también ese Era como
tercera persona del singular del presente de indicativo del verbo ser y leerse
entonces el título como «era en Pompeya» o «esto ocurrió en el tiempo de
Pompeya», como parece significar en el poema III, de donde lo extrae el autor
para la cabecera del libro: 121 «era pompeia / allí se sosegaba el imperio
/ bajo la tibia luz y el cielo límpido...». Está el recurso de la
enumeración, que Federico Silva maneja con una maestría admirable, y del que
nos ha dado muestras muy abundantes en su obra anterior, llegando incluso a
escribir un libro entero con este único recurso: Bestiario de la implicación.
Pues también en Era Pompeia hay poemas basados en el recurso de la
enumeración, como el XVI, dedicado a las hierbas medicinales que aparecen en
el mercado de Pompeya en «el puesto de Mensia»; o como el XVII en que se
describe la abundancia de objetos y la opulencia de alimentos de que están
abastecidas las villas presuntuosas de Pompeya; la enumeración es pausada, no
progresiva, se reitera la estructura verbal en que se presenta cada objeto,
para darle el protagonismo que merece, salvo las excepciones que se quiera,
pero se rompe de vez en cuando la mera enumeración con la intervención de un
personaje o con una reflexión ocasional del autor: «el espino albar para el
corazón / la opalina borraja para las fiebres / para los catarros el cardo
estrellado / ay las túnicas que hubiera Augusto ahorrado / el hinojo rubicundo
para la tos...», etc. Y está el retorcimiento de la sintaxis. De las cuatro
posibilidades que resultan de la combinación de la gramática y de la
semántica y de lo correcto o incorrecto de su uso respecto de una norma
lingüística, en la poesía predomina siempre lo semántico y deja en descuido
lo correcto de la norma sintáctica. A los hablantes comunes se nos pone
siempre la norma encima de la cabeza como espada de Damocles, sin embargo esa
misma norma es muy liberal con los poetas. A los poetas como a los niños y a
los locosse les consiente todo. «¡Es poeta!», se dice, y con ello se
admiten y hasta se aplauden todas sus tropelías lingüísticas. Pero, ojo, que
la capacidad creativa del poeta tiene un límite, que coincide justamente con
el límite de la competencia lingüística de los hablantes, con la competencia
de sus lectores. Por ejemplo, el poema IX de Era Pompeia: «los que advierten
que del ojo / depende con que se / mira tienen el ojo / sucio relativamente»,
nos recuerda de cerca el 122 ejemplo que siempre se pone de Incoloras ideas
verdes duermen furiosamente con que Chomsky quería distinguir lo gramatical de
lo semántico. En efecto, Incoloras ideas verdes es muy gramatical, pero
inadmisible desde la competencia semántica de un hablante de español. Por el
contrario, los versos del poema IX de Federico son muy agramaticales, según la
norma del español, pero perfectamente semánticos; y dicen más y más
originalmente que si ordenáramos esas palabras conforme a la tradición
normativa: «los que dicen que todo depende del ojo con que se mira, tienen el
ojo relativamente sucio». Los generativistas optaron por lo gramaticalmente
correcto; Federico por lo semánticamente denso. En fin, que Federico Silva ha
buscado y ha hallado los recursos lingüísticos apropiados para hacer un
poemario con determinada intención artística, por encima de las convenciones
y del parabién del lector común. El resultado de todo ello ha sido el de un
libro complejo y difícil, que requiere de lecturas varias muy pausadas para
hallar el mensaje que el autor ha querido dar en cada poema y en el conjunto de
todo el poema-libro. En consecuencia será creo lectura provechosa de
pocos, incluso dentro de los pocos lectores que tiene la poesía. Y de ahí que
me explique yo las discusiones que tuvimos en el Jurado en el momento final del
Premio. Un tipo de poesía que exige mucho del lector. Un libro que admira,
más que conmueve, aunque tiene momentos y escenas de verdadera emoción
lírica, si se sabe buscarlos. Y un libro que requiere además de una lectura
continuada, desde el principio hasta el final, para percibir la maestría que
el autor ha logrado en la estructuración del contenido, eso que en preceptiva
literaria se llama intriga, y que consiste en la disposición artística del
relato. Los 28 poemas de que se compone Era Pompeia no tienen una disposición
arbitraria ni menos caprichosa, pues cada uno de ellos está en el lugar que
interesa al intento de clímax que gobierna el conjunto. Sí, verdadero clímax
poético tiene el libro, desde un poema I que manifiesta el 123 deseo de
gozar de y con la amada en aquel «lugar de recreo» que era Pompeya «antes
del mortal letargo», hasta el poema XXVII en que se narra la muerte de Plinio
el Viejo, demasiado confiado y entrometido en ver desde cerca las erupciones
del Vesubio, rematado con un último poema, el XXVIII, en que, 18 siglos
después, y como un poderoso anticlímax de todo el libro, un personaje de la
modernidad, el poeta y novelista Théophile Gautier, visita Pompeya y sueña
con un nuevo esplendor de la ciudad: «no te aceptaré ahogada por la ceniza /
nada se crea ni se destruye / lo amado no muere arria marcella». Por medio
están poemas dedicados a la vida bucólica que se respira en los alrededores
de la ciudad (el III), a escenas de la vida bulliciosa de calles, plazas y
mercados, con un poema XVI prodigioso dedicado a las hierbas medicinales, otro
(el XVIII) dedicado a los alimentos, otro (el XVII) dedicado al ornato interior
de casas y villas, otro (el XXII) dedicado al de los oficios y personajes
populares, y otro, cómo no (el XV), dedicado a los famosos lupanares
pompeyanos. Y en medio de todos ellos, la advocación, el deseo, la proclama
reiterada e incesante del amor por lunnia, como en ese precioso poema XXIII en
que se recrea el tópico literario del amor más poderoso que la muerte: «sea
el óbolo tu lengua / para el barquero del averno / y hagas poner / aquí yace
mi amado / para siempre / el amor será mi mortaja». Un clímax poético
calculado y eficaz, quizás entretenido sólo por ese paréntesis que el poeta
llama «Graffiti» y que comprende los poemas VII al XII, hechos todos ellos al
estilo característico del Federico anterior y que sirven aquí como contraste
al estilo nuevo de su poesía. Me alegró sobremanera, como digo, que el Premio
Tomás Morales recayera en Federico Silva. Un poeta que merecía desde hacía
tiempo el reconocimiento público de los premios, y que, por lo visto, ahora le
vienen a pares. El Premio de Poesía Tomás Morales ha sido una brillante
iniciativa del Cabildo de Gran Canaria, a través de esta Casa Museo Tomás
Morales de Moya, que con el tiempo se ha convertido en uno de los más
prestigiosos de Canarias y que 124 ha consagrado a muchos nombres de la
lírica actual de las islas, entre ellos muchos de los compañeros de
generación de Federico, digamos Javier Cabrera, Verónica García, Marcos
Martín Artiles, Sabas Martín, Luis Natera, Paula Nogales, Tina Suárez, Pedro
Flores, Berbel, Monserrat Fillol, Rafael-José Díaz... También Federico Silva
estuvo en la convocatoria de 1994 entre los accésit al Premio. Pero su poesía
merecía el Premio Tomás Morales entero. Y por fin le ha llegado. Con él se
viene a reconocer la categoría de una voz poética diferente, altamente
original, y que además tiene seguidores, todos ellos también de auténtica
categoría. La excelente organización del concurso, la gran acogida que tiene
la convocatoria con participación de multitud de poetas de Canarias, de
España y de Iberoamérica, el trato dispensado a los miembros del jurado y,
finalmente, la preciosa edición de los libros ganadores (yo pediría que
agrandaran un poco el cuerpo de la letra, por favor), no merecen sino
reconocimiento y elogios. Con condiciones así, dan ganas de ponerse a escribir
poesía y presentarse al próximo Premio Tomás Morales. Claro que vienen
después los federicos, las tinas y los pedros y se llevan para ellos todos los
premios y accésits. Y nos ponen en la evidencia de que ser poeta no es
cuestión ni de un día ni de mucha voluntad. Que se requiere de un don muy
difícil de tener y más difícil aún de expresar. Que se trata de algo de
naturaleza misteriosa que tantas veces a la ligera llamamos poesía. Mejor
entonces quedarse como estábamos, conformase con lo que Dios repartió a cada
cual y seguir leyendo a quienes sí son poetas, por ejemplo a Federico Silva.
El texto En la presentación de Era Pompeia, de Federico Silva fue leído
el 21 de octubre de 2005 por Maximiano Trapero coincidiendo con el 121
Aniversario del Nacimiento del poeta Tomás Morales en el Salón de Actos de la
Casa-Museo Tomás Morales. 125