ALICIA LLARENA Las mil y una, de BERBEL EL POEMARIO Las mil y una, de Berbel, editado recientemente por el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria (2006), obtuvo un año antes el Premio Internacional de Poesía que cada año convoca el Consistorio. No es éste el primer reconocimiento que la autora obtiene por sus versos (antes fue accésit del Tomás Morales con el exquisito libro La Grecia que hay en mí) ni es tampoco un volumen cuyo discurso lírico guarde un gran parecido con la voz que expresó en otros anteriores, porque si algo distingue a su autora es, precisamente, la versatilidad de su palabra artística, capaz de sorprendernos con distintas voces en cada una de sus entregas. Las mil y una participa, en su concepción ideo-estética, de una línea a la que, en las últimas décadas, recurre la literatura escrita por mujeres para encontrar y afirmar la identidad del sujeto femenino en medio de los discursos aprendidos y en medio, sobre todo, del consabido discurso patriarcal y homocéntrico. Me refiero concretamente al profundo revisionismo cultural sobre la infancia, auténtico territorio de origen de las patologías femeninas, el lugar donde se fraguó durante siglos el ideal femenino y donde la cultura se hizo carne y habitó entre nosotras. Tanto es así que en la enorme cantidad de libros publicados por mujeres en los últimos años, y en todos los géneros literarios, puede observarse la intencionada insistencia sobre esta temática, no ya como un nostálgico regreso a las edades primeras, sino como una rememoración que busca conscientemente la crítica deconstructiva y desmitificadora. Las mil y una, que la autora dedica, por cierto, “a todas las mujeres de mi familia” (la genealogía es otro de los temas recurrentes e importantes de la escritura femenina) brinda un repaso sistemático a los cuentos de nuestra infan 126 cia, revisados aquí con esa psíquica, sabia y casi metafísica ironía que caracteriza a la autora. Sus personajes no están llamados a perpetuar los ideales femeninos que otrora representaran, sino todo lo contrario; su Blancanieves no cree en los príncipes y prefiere pintarse los labios del rojo más intenso y ponerse unas gotas de Poison antes de adentrarse en el bosque y morder la manzana para “Definitivamente: despertarse de una buena vez”; La Cenicienta, por su parte, toma Valium-10 para olvidarse de su inútil destino sin sentido: “¡Qué estupidez sentirse calzada por un tipo/ que encontrase la horma de su zapato en mí”; Caperucita le sigue el juego al lobo y se hace la inocente “para abrirte la puerta/ de par en par ante tu asombro./ Yo, la verdadera cabritilla con piel de lobo,/ la que te iba a comer/con alevosía y nocturnidad”; y hasta Gepetto llora amargamente en su taller de carpintero: “¡Yo que quería una niña!/ Que quería una niña y me salió esto…”. Es la suya, en fin, una revisión poética y relativizadora de aquellos discursos que nos fueron inoculados en nuestra infancia, y que nos inyectó además la fatalidad del binarismo cultural y eurocéntrico en el que hemos vivido inmersos. De ahí que, huyendo de dañinas oposiciones y de perversos contrarios, los extremos no sólo se toquen en su libro, sino que puedan juntarse en un lugar cualquiera del planeta: La Bruja y el Hada Madrina del bosque se hicieron amigas en un congreso sobre Parasicología allá en Pensilvania. Se contaron sus secretos más ocultos. Ambas sabían que no iban a triunfar en el mundo de los cuentos, una por defecto y otra por exceso, pero acordaron quedar una vez al año para confesarse sus tragedias y sus triunfos, para intercambiarse sus puntos de vista, con un té de jazmines de por medio. 127