FERMÍN DOMÍNGUEZ Perversidad y sumisión en Trazos desnudos de LUIS ANTONIO GONZÁLEZ PÉREZ EN EL COMPLEJO ESCENARIO DE LA POESÍA CANARIA de las últimas décadas surgen, esporádicamente, voces que buscan su propio espacio. A veces esas voces nacen con mucha intuición. Se van formando poco a poco y a menudo tropiezan. Pero su buen olfato e indudable ingenio les lleva, más tarde o más temprano, a formalizar un estilo propio que se les ajusta como un guante a medida. El caso de Luis Antonio González Pérez, aunque no sea único entre la relación de los más recientes nombres aparecidos en la poesía canaria a partir del año dos mil, suscribe la singularidad de ser un autor que, agradeciendo en lo personal y en lo poético el aporte de la tradición más actual de la poesía de las Islas, ha sabido tomar sus sugerencias, procurando mantener vigente el valor fundamental de los jóvenes escritores —que se echa mucho de menos en algunos poetas recientes, demasiado deudos de sus “padres literarios” —: explorar, indagar, experimentar; no sólo arriesgándose a leer poetas poco valorados, sino ensayando con su propia creación, unas veces con más éxito que otras. En esta inquietud e insatisfacción por lo prefijado reside el aprecio por la poesía del jovencísimo Luis Antonio; como es lógico, todavía en formación. Con elaborado trabajo creativo y cierta humildad poética, que mucha falta hace por estos círculos, presentó Luis Antonio González Pérez su más reciente poemario, Trazos desnudos (El Sornabique & LF, 2005). Para decirlo claro y en pocas palabras, un verdadero trabajo de creación. Un ejercicio de confección poética, con sus herramientas de faena —el cuerpo desnudo de la mujer, la luz, la sensualidad, el erotismo…— y sus propósitos artísticos —aislar la belleza del cuerpo femenino y adherirla al propio acervo poético y obrar con elementos de distintas disciplinas plásticas. 128 Antes de sugerir mi interpretación de los versos del joven poeta, realizaré un pequeño recorrido sobre su temprana incursión en la poesía y en el entorno cultural de las Islas. Sus inicios, no en la creación, aunque sí en la realidad de la cultura en Canarias aparecen ligados al Colectivo Aenigma, que crea junto con otros jóvenes a los diecisiete años. Forman el grupo con una función primera: leerse entre ellos, recíprocamente. Compartir lo que escriben y discutir sobre sus inquietudes creativas. Este planteamiento de raíz, la circunstancia de no “haber nacido” al terreno cultural desde un grupo liderado, de primeras, por un poeta mayor, aporta al grupo una libertad, una búsqueda necesaria y siguiendo caminos muy diversos. Y bajo estas premisas de diálogo con otros jóvenes escritores y búsqueda de un camino poético propio se va completando la noción poética de Luis Antonio. Su primer poemario, doble, ¿Me escuchas? y Sabiendo que me pudo el amar, mostró, a quienes empezábamos a conocerlo, un poeta todavía dubitante, precoz. No obstante, aquellos primeros versos, largos y verdes, sirvieron al poeta para tomar confianza en su poesía y, a los lectores, nos confesaron, ya entonces, ciertas fijaciones que luego continuarían en su verso. Particularmente, la obsesiva fascinación por el ente femenino. Fueron aquellos unos poemas de acercamiento a cierta tradición literaria —y en algunos casos experimentación imitadora—: Tomás Morales, Teresa de Ávila, Gustavo Adolfo Bécquer y Francisco de Quevedo, entre otros; pero ya sugería el joven poeta nuevos “padres literarios”, extraídos algunos de sus propios descubrimientos (tal es el caso de Ignacia de Lara) y otros de la música de autor (principalmente, Silvio Rodríguez y Luis Eduardo Aute). En Sobre tu silencio y a pesar del ruido (Qneras, 2004) profundizó en estas obsesiones y su verso se hizo más sintético, aunque también más estable. Sin embargo, no es hasta la publicación de Abril, tres de la mañana (Huerga & Fierro, 2005), donde el verso de Luis Antonio toma una dimensión mucho más intimista, conectada a su experiencia. Son versos fragmentados, como el padecer angus 129 tioso de la voz poética, trasuntos de la difícil comunicación entre poeta y entorno urbano hostil y ajeno. Bajo nuestro criterio el joven Luis Antonio consigue en este poema su más elaborado trabajo poético, porque supo dotarlo de una universalidad que no tenían sus anteriores propuestas. En este sentido, no nos extraña que, aunque de publicación posterior, Trazos desnudos (El Sornabique & LF, 2005) fuera concebido con anterioridad. Pero es esencial la importancia de este libro de poemas para la formación de un lenguaje poético propio. Trazos desnudos es, como defendimos más arriba, un ejercicio de creación. A través de sus poemas el lector apercibe el trabajo poético, de condensación estética y artística, que el poeta está realizando. Se asiste al escritorio del poeta, al momento de la creación de los poemas, como si se tratase del estudio de un artista plástico. De esta manera, el poeta muestra al lector su trabajo, su forma de proceder, bien a través de la experimentación directa con el modelo femenino, bien a partir de la evocación de tal experiencia. Tal proceder dota al libro de una doble temporalización que provoca cierta sensación de esencialidad del cuerpo femenino. Podría mencionarse la influencia manifiesta de Juan Ramón Jiménez en estos poemas. Sin embargo, la intención del poeta, a nuestro parecer, no es la de llegar a la esencia misma de la Belleza, partiendo del cuerpo femenino, sino experimentar con él, como si se tratase de barro moldeable, y tantear los límites del poema y su relación con el proceder de la creación de un dibujo. Bajo esta visión los primeros poemas de Trazos desnudos son verdaderos esbozos o “bocetos”, como sugiere el poeta, de acercamiento al objeto de estudio artístico (el cuerpo femenino). Es un objeto que “se mueve”, no sólo ensaya posiciones y actitudes, sino que se acerca al poeta, en un juego erótico, con una intención conmovedora y, a ratos, seductora. El poemario se plantea, en la óptica de la seducción, como una lucha de dominación y sumisión. En esta primera parte, el objeto (el cuerpo femenino) domina, enteramente, al poeta, que se deja “mover” a su antojo, que 130 permanece en un estado de obnubilación contemplativa. El cuerpo hace y deshace a su parecer. Cuando deja de “moverse” y queda estático, al poeta sólo le queda revisar sus apuntes apresurados y, atropellado aún, «les apago la luz». Parece interpretarse que existe, previamente, un “pacto artístico” entre poeta y cuerpo, que se reduce a la experimentación poética. En el primer grupo de poemas hemos visto como el cuerpo ha desplegado sus singularidades significantes, respondiendo a tal pacto. El poeta, por su parte, ha permanecido contemplativo, deslumbrado por la belleza carnal. Sin embargo, ya desde esos primeros poemas, empieza a adivinarse una actitud en el poeta contraria a la simple experimentación poética. Hay un principio de perversión que se muestra de forma mucho más manifiesta en el segundo grupo de versos. El poeta transgrede el pacto con el cuerpo y sobrepasa los límites de lo estrictamente artístico. Transita de la contemplación estética al deseo, propiciando un juego erótico con el cuerpo. La carnalidad sobrepasa el goce estético y provoca un goce sensual. «Y me dejaste / seguir el deleite / de tu juego, / en el exilio / que marca la distancia, / muriéndome en tu cuerpo.» Esta transgresión muestra una intención subyacente del poeta, que revela su cara más perversa. La perversidad del poeta le lleva al deseo y de ahí, en un juego claramente erótico, a la sumisión: «Te ofrendé la noche / y me hiciste tu esclavo.» De esta manera, el deseo que provoca el objeto estético en el poeta se conmuta en el objetivo de traducir el cuerpo a lenguaje artístico y, así, añadirlo a su acervo poético. El poeta quiere aprehender el cuerpo, hacerlo suyo, y utiliza variadas técnicas artísticas con este fin. Lo intenta a través de la fotografía (como en el poema «Vestí la noche»), de la escultura (como en «Sangró la noche»), del dibujo (a lo largo de todo el poemario) y, por fin, a través de la poesía, como en «Una rotunda habitualidad», donde el poeta toma verdadero control del cuerpo y, de parte sumisa, se transforma en parte dominante. Primero se mez 131 cla con el cuerpo «entre tus ropas» y, luego, cuando ya lo ha aprehendido, lo rememora, moldeando su imagen a través de los versos. Una vez el poeta ha hecho suya la imagen del cuerpo, integrándola en su acervo poético, trabaja desde la memoria («Despeja la oscura negritud»), intentando adentrarse en su fondo, intentado desnudarlo en un complicado y esforzado ejercicio de concentración. De manera que el cuerpo ha quedado completamente adherido a los versos del poeta, separado de su referente real: «Me gusta saber / que puedo recordarte / como imágenes / en la lectura de mis versos», y éste lo ha modelado, consiguiendo que encaje perfectamente en su poesía. El poeta ha asimilado el cuerpo, haciéndolo suyo, y por eso se muestra más dominante. Sin embargo, el deseo del cuerpo y sobre todo el recuerdo del referente real hacen que la voz poética muestre, en ocasiones, un atisbo de sumisión. Finalmente, el poeta queda solo, con el cuerpo integrado en su poesía, pero sin el referente real, lo que crea una leve sensación final de irrealización, de melancolía, de inacabamiento. Trazos desnudos es el paso necesario, dentro de la formación de Luis Antonio González Pérez como poeta, entre Sobre tu silencio y a pesar del ruido y Abril, tres de la mañana. Probablemente su valor, para el propio poeta, es la reflexión sobre la creación poética que propone; para el investigador el valor reside en las pistas que arroja sobre el conocimiento del proceder del poeta; para el lector, Trazos desnudos es un atractivo poemario, cargado de sensualidad, pero sobre todo de meditación sobre el procedimiento artístico. Ahí reside la verdadera importancia de este libro de poemas, en la experimentación, en la creación de verdad. Como reza Luis Antonio en «La noche se preñó», desde su aparición «nadando entre la nada», hasta el brote de la poesía a partir del objeto de estudio, a través del cuerpo femenino: «leyendo mis versos / entre tus poros». 132