JONATHAN ALLEN Dandismo y dicotomía en la prosa de LUIS ANTONIO DE VILLENA POCAS SON LAS NOVELAS QUE RECREAN el universo casi oculto de los dandis y grandes extravagantes de la modernidad española. Ha habido, eso sí, ensayos, reseñas, apuntes biográficos que rescatan a Alejandro Sawa, al Marqués de Hoyos, a Emilio Carrere. Una década después de su publicación, Divino de Luis Antonio de Villena, sigue siendo principal creación literaria centrada en el Madrid glamouroso de entreguerras, fusionando en sus entramados biográficos, veraces e imaginarios a la vez, destinos individuales, fisonomías de élites y escenarios artísticos internacionales. La novela narra cronológicamente la vida y obra de un ficticio Max Moliner, hijo de la burguesía media, autor de canciones, dramaturgo, novelista y esteta que comparte la gloria del momento con otros personajes famosos. De Villena fabula una corte brillante, una jet set 1920, de seres reales y entes literarios que le permiten penetrar simbólicamente en la siempre evanescente esencia de la historia. Max Moliner es íntimo de la cantante María Reyna, del aristocrático coreógrafo Paquito Cortés, del pintor simbolista Mariano Tur Morales. Arropan, caracterizados, el tiempo- espacio de la ficción Antonio de Hoyos y Vinent, Vitín Cortezo, Luis Escobar, Tórtola Valencia, Salvador Dalí, Gala y Maruja Mallo; y esbozados, Federico García Lorca, César González Ruano, Rubén Darío, Man Ray, Jean Cocteau y la Vizcondesa Anne de Noailles. Sin proponérselo, consecuencia de la dinámica narrativa, el autor revela un proceso de solapamiento generacional. Creadores sobresalientes del 68, del 98 y del 27 se conocen, se admiran y se estimulan en un continuo intercambio artístico que interrumpirá definitivamente el 18 de julio de 1936. Este amplio muestrario de criaturas excepcionales ocupa escenarios diversos. El Madrid de 1900, la Riviera 150 francesa, el París de 1920, el Tánger y Palma de Mallorca de entreguerras, escenarios que se transforman en la conciencia progresivamente crítica de Moliner, en un illo tempore perdido. De Villena articula también el espíritu de fiestas míticas como la Fiesta de la Langosta, que aderezó Erté en París, y la fiesta boutade surrealista de las plumas, que realiza Salvador Dalí en Cadaqués. Pero los hitos y los nombres son mojones. Lo que anima la entretela de Divino es la fugaz, casi sincopada, voluntad estética que se manifiesta en la sensibilidad tonal, lumínica y textural del autor. En este sentido Divino comprime y acota los paraísos artificiales y la filosofía del art pour l’ art jamás predetermina la prosa. La novela no se limita pues a una visión postsimbolista del tiempo perdido ni a una exhumación modernista, y ello se debe a la conciencia de Moliner y al agravamiento de su crisis existencial que discurre en paralelo al éxito, el placer y la fama, y que potencia la búsqueda del yo más auténtico, y del verdadero amor, metas que jamás podrá alcanzar el dandi español homosexual ya que la historia de su país se lo impide o lo obstaculiza fatalmente (la cursiva es mía). Moliner construye conscientemente su personalidad dandiesca, máscaras que moldean pulsiones y pretensiones. Lo frívolo y la frivolidad esconden una compleja tramoya que requiere un experto engrasamiento. Lo sabe hacer: adular, contemporizar, esforzarse, alternar. Prueba de ello es la proyección que de sí mismo hace para la entrevista que le concede a La Esfera (recurso de difusión real que la ficción adopta, ejemplo de intraescritura). Mas tras la frivolización de la vida como ethos y la caza del unicornio nocturna, metáfora del deseo gay, como dice el Marqués de Hoyos, late la duda, modulada por el pesimismo vital. Moliner es un hombre escindido, dicotómico. Por una parte, el ideal amoroso, encarnado en Juan de Atienza, aristócrata efebo; por otra, el amor real, encarnado en otro efebo, esta vez popular, Alejandro Gil, que morirá luchando por la República en El Ebro. Al final, Max tendrá los favores de ambos y el amor de ninguno. Juan se dejará hacer porque quiere algo. Le 151 sugiere a Max que sea maestro de ceremonias carnales destinadas a satisfacer los apetitos sexuales de su mujer: ménage à trois y orgías. Y Alejandro, misteriosa figura bisexual, lo amará a su manera, como a un padre y protector, no dejando de ser un amante pagado con novia, escribiéndole, en la agonía final, una conmovedora carta de amor. No habrá más unicornios, sino sexo en tugurios y mancebos comprados. La toma de conciencia se agudiza según cambia la circunstancia biológica y social. Moliner no es un señor rentista como tantos de sus amigos, sino un profesional que se gana su sustento. Su origen burgués es como una lucecita que ayuda a descifrar todo intríngulis, y su condición gay, que le sitúa en los márgenes, a pesar de las tolerancias coyunturales, subraya el análisis social certero. Max evolucionará hacia la República y el anarquismo, mientras Paquito Cortés vestirá la camisa azul con fascies bordadas en oro. La politización se produce eventualmente, sin fanatismos, pero se produce y conducirá directamente a su juicio y encarcelamiento en 1936. Aunque protagonista de escándalos públicos durante la dictadura de Primo de Rivera, Moliner había evitado la cárcel, hasta el final de la Guerra Civil. Apresado en su vivienda madrileña, llevado ante un comisario, que inmediatamente lo llama “maricón de mierda”, el estigma, y la penalización de su condición no heterosexual se concreta en una condena de cuarenta años de cárcel, suavizada a nueve. Divino no es un alarde esteticista, una fábula artística que se constriña a visiones estereotípicas como ya hemos dicho. De Villena nos cuenta el drama homosexual de un hombre condenado por la España vencedora. La novela tiene dos tiempos, dos eras clarísimas. Es en la segunda parte (que no es delimitada como tal, por supuesto), que Moliner se engrandece y se convierte en personaje trágico. Redimido por el nuevo sistema, que no ve en él mayores peligros, el escritor famoso se integra a una mísera existencia de camarero y a un deleznable panorama sentimental. 152 Manos amistosas, como la de Luis Escobar, le proporcionarán, desde el anonimato, la posibilidad de seguir escribiendo. El autor se metamorfoseará, además, en Henry Stephan, especie de Barbara Cartland, que escribirá folletines pasionales para el consumo de una nación reprimida. El retorno, que en efecto vivirá, abrazando a Paquito Cortés en una aciaga fiesta que el Conde de Usturiz promueve en su chalet, tendrá fatales consecuencias, desembocando, aunque jamás se sabrá, en un sórdido asesinato a navajas, en la humilde buhardilla donde residía. Moliner, como también lo fue Oscar Wilde, es un fantasma retornante, un artista destronado, socialmente anulado, cuyo único destino es aguardar la muerte. Es en estos postreros capítulos que el personaje, disminuido y vencido, alcanza la grandeza trágica de las figuras legendarias. 153