MIGUEL ÁNGEL MARTÍNEZ PERERA Domingo Rivero ante la posmodernidad omingo Rivero ante la posmodernidad 1 JEAN FRANÇOIS LYOTARD, La condición postmoderna, Madrid, Cátedra, 1989, p. 9. 2 OCTAVIO PAZ, Los hijos del limo, Barcelona, Seix Barral, 1974, p. 132. 3 «En resumen, poesía de los sentidos, alumbrada, muchas veces, en lo estético-histórico [...], poesía de cultura con patria universal y una capital favorita, París; poesía de delicia vital, de sensualidad temática y técnica, adoradora de los cuerpos bellos, vivos o marmóreos y siempre afanada tras rimas brillantes, sonoridades acariciadoras y vocablos pictóricos » (Pedro Salinas, «El problema del modernismo en España», en Poesía española del siglo XX, Madrid, Alianza Editorial, p. 17. POR ESTA MANÍA DE PONERSE A PENSAR y a darle vueltas a las palabras que tienen la virtud de etiquetar todo un periodo histórico, ocurre que, en pleno siglo XXI, creemos que vale la pena retomar la definición que Lyotard daba de nuestra posmodernidad refiriéndose al «estado de la cultura después de las transformaciones que han afectado a las reglas de juego de la ciencia, de la literatura y de las artes a partir del siglo XIX»1. De esto se puede deducir, pues, que la cualidad de lo posmoderno que se le atribuye a nuestra sociedad contemporánea se manifiesta y se revalida en la literatura que se generó en los albores de una época de vertiginoso progreso que, en lo tocante a Canarias, supuso un espaldarazo definitivo en su incorporación real a Occidente. En este sentido, no cabe duda del papel fundamental representado por la poesía de Tomás Morales, Alonso Quesada, Saulo Torón y Domingo Rivero al construir un modernismo genuinamente atlántico y canario bien diferenciado del que irrumpió en Hispanoamérica y del que desembarcó en la Península Ibérica. Y es que también ocurre que lo posmoderno, lógicamente, es hijo de lo moderno y que lo moderno puede tener su partida de nacimiento, al menos en lo que a marchamos artísticos se refiere, en el modernismo. Siguiendo pues, con esta manía de darle vueltas a las palabras, Octavio Paz2 decía del modernismo que fue paradójicamente una «modernidad antimoderna». Del todo cierto. Y más allá de la exposición de los tópicos del movimiento literario de Pedro Salinas3, por añadidura, el modernismo constituyó un nuevo romanticismo que reaccionó contra el positivismo de finales del XIX y surgió de un impulso análogo de crítica de la sensibilidad al empirismo y el cientismo. Por ello, el modernismo, como el romanticismo fue «un estado 36 de espíritu. O más exactamente: por haber sido una respuesta de la imaginación y la sensibilidad al positivismo y a su visión helada de la sensibilidad, por haber sido un estado de espíritu, pudo ser un auténtico movimiento poético »4. La crítica social por omisión —léase escapismo— que realizó el modernismo lo convierte en una tendencia que, lejos de mimetizar al romanticismo, lo revivificó y se pone a la altura de la historia. Aparece como escritura visionaria y delatora de los males del siglo en ciernes, fruto de la desesperación y la angustia que se representan estéticamente en el amor al objeto inútil, el individualismo y el distanciamiento irónico. Ese fondo amargo, subyacente en las estridencias y deslumbramientos líricos, salió a la luz como nunca en el poema «Lo fatal», de Rubén Darío. El periplo del modernismo se inicia en el verso maldito francés, gestado a su vez en los suburbios más hoscos de la burguesía. Este es recogido por Hispanoamérica, que, con una tradición de escaso peso específico, era receptiva a todo lo nuevo que en arte se fraguara, a pesar de que la configuración social estuviera dominada por el caciquismo y un muy susceptible componente militar. Darío facilita su transmisión a la poesía de nuestro país. Por su parte, la sociedad española finisecular presentaba un estado de crisis material y moral que afectaba a todos sus estamentos y que se reflejaba especialmente en el notable pesimismo de la intelectualidad de la decadencia que dará origen al noventaiochismo. No es este lugar para debatir acerca del célebre y polémico deslinde —modernismo frente a 98— y basta decir que los hombres del 98 fueron afectados en mayor o menor medida por la onda expansiva del modernismo y que ambas estéticas surgieron de un mismo ambiente histórico, como dos respuestas críticas que podrían entenderse como complementarias. No obstante, en los poetas canarios la división se nos presenta aún más endeble. En este caso, a la vasta zona de intersección de las dos tendencias se añade la específica situación insular, tan permeable a las influencias de uno y otro continente como limitadora de su vida cultural. La traducción 4 OCTAVIO PAZ, op. cit., p. 129. 37 5 EUGENIO PADORNO, «Introducción » a Poesías de Domingo Rivero, Islas Canarias, Gobierno de Canarias, 1991, p. 12. iría a ser la de un sincretismo distintivo para la literatura hispánica del momento. Precisamente en este contexto tiene un lugar privilegiado la obra de Domingo Rivero (1852-1929). Efectivamente la «búsqueda de esencialidades confiere a la poesía riveriana un alcance modernista, en cuanto trata, siguiendo el ejemplo de Rubén Darío, de reubicar el pasado en el presente, y de hacer su exégesis; tal inventario no deja de asimilar [...] ritmos métricos y combinaciones estróficas peculiares del aludido movimiento, del que decididamente Rivero rechazará motivos y recursos sensoriales»5; lo cual lo convierte en un poeta metafísico, cuyo vivir austero y madurez literaria van a aproximarlo a Miguel de Unamuno o Antonio Machado. En honor del arrollador progreso de la modernidad nos deja dos sonetos alejandrinos serenos y fustigantes: «La Victoria sin alas» y «El muelle viejo». El primero constituye un canto al idealismo, a la «quimera » de la virtud humana por vencer al destino y sobreponerse victoriosa a los embates de la existencia. Frente a la romántica visión de la victoria grecolatina, Rivero contrapone el pragmatismo burgués industrial que cifraba la felicidad en el grado del desarrollo mercantil de las Islas. La libertad de pensar y sentir es sepultada por el hombre moderno: «el sólido cimiento, / seguro, inconmovible, del porvenir buscamos», bajo la construcción mastodóntica del Puerto de Las Palmas de Gran Canaria. Ven los atónitos ojos isleños la transformación de los iconos con el paso a la Edad del progreso: la Victoria de Samotracia equivale al Muelle del puerto porque ambas obras loan de una forma u otra el triunfo del hombre; sin embargo, nadie repara que en el proceso se ha perdido un rasgo cualitativo esencial: «las alas que arrancamos / a la Diosa, han caído también de nuestras almas»; lo que es vaticinar, a principios de siglo, que el precio que se cobra la cultura de lo práctico en aras de un progreso uniformador es la anulación de la creatividad artística. De fondo se vislumbra la crítica decadente de la vulgaridad del mundo burgués que encabezaran Oscar Wilde o Charles Baudelaire y todos los demás 38 malditos franceses. Y, también en el fondo, con una exactitud asombrosa, el final del siglo XX confirma con la globalización posmoderna el augurio riveriano. El otro poema, «El muelle viejo», toma la descripción de un paisaje que simbólicamente corresponde con el yo poético. La ambientación crepuscular del muelle al que van llegando los viejos —alteri ego—, de reminiscencias machadianas, testimonia el declive de una época y el nacimiento de otra. Nos dice la tarde marina que la evolución presurosa de los tiempos desubican al sujeto, lo dejan en la escisión de dos vivencias: la suya propia que lentamente envejece y se va perdiendo y la nueva para la que no halla lugar. Un tono nostálgico y romántico se desprende de la rememoración de aquellas «[…] velas blancas de las embarcaciones / como presagio humilde de la ciudad futura» que partían hacia remotos puertos extranjeros. Desaparecidos los unos, se muestran como triunfo del maquinismo los otros, esos arrogantes «vapores poderosos que exportan mercancías / y manchan de humo negro el horizonte azul» que parten del escenario del nuevo Puerto de la Luz, monumento definitivo de la expansión económica finisecular. La blanca vela de la ciudad incipiente queda para el recuerdo ante el futuro ennegrecido de las máquinas que zarpan hacia el nuevo mundo del capital. Podría parecer maniquea la visión del vate —sin duda reforzada por el valor connotativo de los colores con los que adjetiva el antes y el ahora—; sin embargo, da la sensación de que el aruquense más que del cambio se resiente de la velocidad del mismo, de esa fe ciega en el progreso industrial que corre el riesgo de dejar de lado el factor emotivo humano. En última instancia, la poesía de Rivero tiene como eje fundamental la temporalidad y, en este caso, al resentirse con amargo escepticismo de la prepotencia del desarrollo técnico, detrás de su palabra está latiendo la preocupación —o quizá la desalentada resignación— por el poder de los medios materiales sobre una individualidad que se siente naufragar en el tiempo. Precisamente por esto y a estas alturas de la Historia cobran valor añadido los versos de Domingo Rivero; ahora 39 que se evidencia el falaz salto histórico de la humanidad de un progreso absolutamente parcial que agranda las diferencias entre los ricos y los pobres y que, por si fuera poco cosifica y anonada a un hombre que no dista mucho del sentimiento y sentido comunes de sus abuelos modernos, que sufre pasiones parecidas y que, en definitiva, no tiene tiempo apenas de asumir los cambios que él mismo origina y desarrolla al sentirse desplazado del espacio y del tiempo que le toca vivir aún. Ahora, decimos, cuando en el campo conceptual de modernidad se han asentado los términos capitalismo, globalización y consumismo, resulta especialmente sugerente, por reveladora, la relectura de un movimiento literario que dio fruto en sazón en las letras de Domingo Rivero. Una vez que cae por su propio peso el todo vale de la posmodernidad, vista su paradójica uniformación y fragmentación de las masas, su globaliza- dora desinformación y la creación de mundos paralelos y distantes con respecto al desarrollo económico y social, se nos revela en la voz poética del aruquense que modernidad significó también y desde luego sentido crítico, cuestiona- miento radical de los dogmas de antiguos regímenes y apuesta esperanzada por la libertad de los individuos y sus pueblos. Todo ello, y más en nuestro ámbito cultural, justifica una interesante reactualización, y si se me permite, una lectura interesadísima. Porque, salvando todas las distancias — que no se nos antojan excesivas— es necesario aprender de Rivero el profundo escepticismo por el progreso y la difuminación y pérdida de la identidad individual por la adaptación forzosa que requiere un mundo en inquietante aproximación al pensamiento y el hombre unidimensionales. La globalización, lejos de solucionar los problemas de aislamiento y desarrollo, de nivelar estatus y posibilidades, se revela como el último medio de intervencionismo a gran escala. Leyendo entre líneas nos dicen los sonetos riverianos que es preciso superar la división entre el apocalíptico y el integrado y elegir, eso sí, la opción del distanciamiento crítico, del análisis y del indivisible compromiso ético y esté 40 tico. También es eso ser moderno. Quizá ahí, en esta síntesis ideal de desarrollo económico y respeto por la integridad universal del ser humano se halle verdaderamente la fórmula para un crecimiento sostenible en los niveles más fundamentales de nuestra existencia que impliquen al hombre, la Naturaleza y el mundo. Puede ser que sea esta la quimera de la ensoñación de un viejo poeta que desde su isla nos legó unos versos inquebrantables frente al tiempo, acaso como esas palabras que quedan labradas en la piedra de la tierra que lo vio nacer. Puede ser que, con este idealismo riveriano, pretendamos pedir lo imposible, pero es que ocurre que quizá aún hay que ser, porque no queda más remedio, como él, realistas. Retrato de Domingo Rivero por Antonio Padrón en Homenaje a Domingo Rivero. Las Palmas de Gran Canaria: Imp. Lezcano, 1966 Casa-Museo Tomás Morales 41