LJONATHAN ALLEN Universidad de Las Palmas de Gran Canaria a torre de los siete
jorobados: Parodia, humor y géneros simultáneos en la prosa de Emilio Carrere
a torre de los siete jorobados: Parodia, humor y géneros simultáneos en la
prosa de Emilio Carrere Cubierta de La torre de los siete jorobados (ca. 1920)
por Emilio Carrere. ENTRE LOS ESLABONES PERDIDOS DE LA NOVELA ESPAÑOLA,ha
habido, hasta fechas recientes, una serie de galerías que el olvido y la
ignorancia han tapiado donde dormitan autores muy dignos y obras sorprendentes
que enriquecen la historia aún incompleta de nuestra prosa moderna. Tal fue el
caso (ya no lo es) de La torre de los siete jorobados, que encumbró al poeta
cantor de la bohemia, Emilio Carrere, amigo de paseos y avatares nocturnos de
Tomás Morales. Una explosiva mezcla de ingenio, desfachatez, amplios gustos
literarios y desbordante humor, transforman esta aventura gótico-moderna en un
ingenioso palimpsesto transgenérico. Carrere fue un conocedor avezado de la
literatura esotérica finisecular y de algunos de sus principales actores
nacionales. Enarbola, en la España receptora de los ismos europeos, la bandera
de Poe, como ya lo había hecho Baudelaire en Francia medio siglo atrás o más
recientemente Sawa con respecto a Verlaine, y asume, brillantemente, la larga
tradición sajona de lo gótico (desde los Misterios de Udolpho de Radcliffe y
el Vathek de Walpole, al Monje de Lewis). La prosa de Carrere, revela a la vez,
la recepción generacional y la asimilación personal de otras grandes figuras
literarias. Una de ellas, sin lugar a dudas, es Balzac, que surge directa o
subliminalmente en el núcleo duro de La torre de los siete jorobados que
se condensará después en el relato Un crimen inverosímil. Encontramos a
Balzac en el casino madrileño, donde el protagonista, Basilio Beltrán,
trasunto castizo de Sherlock Holmes, pierde sus duros jugando a la ruleta. La
poética del señorito calavera que se juega su último real, alarga la
romántica sombra de Raphaël en La piel de zapa. Carrere, ágil e irónico,
aligera y descarga la 70 imagen de su trascendencia original. El préstamo
balzaciano actúa subtextual y no literalmente. El talismán que recibe
Raphaël y su iniciación a la historia, mediante la visión de sus trágicas
pasiones en la tienda del anticuario judío (simbolizada en los magníficos e
inútiles objetos) no se puede comparar a la ayuda directa del más allá que
prestará el estrafalario fantasma del doctor Robinsón de Mantua a Beltrán.
Balzaciana es asimismo la máxima que con humor cita el narrador: Amor y
dinero son las palabras mágicas de la existencia, y de efecto y tradición
balzaciana, la presentación fabulosa del dinero (el billete de banco de un
alegre color de cotorra), la cartera repleta de Basilio, que abre las puertas
de la información (versión más lúdica y desmitificadora de la que ofrece
Galdós en sus novelas contemporáneas al aludir los corrosivos efectos, en
boca de distintos personajes de el vil metal). El trasfondo del viejo Madrid es
galdosiano y también, lejanamente deudor de ese París medieval y
renacentista, cuyas postreras trazas (callejones, pasadizos, pasajes,
corrales), Balzac pudo aún conocer. En tal sentido, sería quizás mejor,
establecer un paralelismo entre la prosa urbana de Carrere y las crónicas del
París nocturno de Restif de la Bretonne, auténtico reporterismo avant la
lettre de la rica bohemia dieciochesca. Carrere limita el uso de los modelos
extranjeros y también la manera del naturalismo español. Si se sirve de
algunos de sus procedimientos formales, será en función de un objetivo
narrativo: la verdadera pasión por el Madrid oculto e intemporal. El
costumbrismo, por otra parte, tiene en su prosa un cariz más espontáneo. Es
para él un resorte casi inconsciente, que escenifica porterías y familias de
porteras, la vida austera de la España comulgante (los hermanos Mantua), o los
amores de cantantes y chulapos (la Bella Medusa y el Chulo de la Mostaza con
sus infalibles requiebros amorosos). El autor le imprime una profunda estética
ibérica a los influjos culturales y literarios que maneja diestramente. Es
Cubierta de La torre de los siete jorobados (1932) por Emilio Carrere. Emilio
Carrere en la cubierta de Alda (1921). 71 imposible no evocar la iconografía
de Solana cuando nos describe la sonrisa del espectral señor Catafalco:
la
eterna sonrisa macabra de sus dientes largos y amarillos, como los de los
caballos de los toros, que parece que se ríen, muertos sobre la arena tostada
de la Plaza (¡hay hasta una correspondencia tonal!). Este humor
sincretizador es la clave de la brillantez de Carrere, y trasciende,
además, la mera gracia y el chascarrillo. Nos recuerda, que al sur de los
Pirineos, le aguarda a toda moda e importación, un temible pase por la
galería del realismo español, exposición a la ironía que todo lo transmuta.
La torre de los siete jorobados simboliza este rito de pasaje, es un producto
de la encrucijada Norte-Sur, un texto de deconstrucción y reconstrucción
literaria. El protagonista, Sherlock Holmes de Lavapies, Fantomas castizo, se
disfraza a conciencia de detective y se admira en el espejo de su casa. La
jocosa vena paródica, el gusto irónico de lo folletinesco, recuerda en
determinados momentos el comportamiento robótico de los personajes de Alfred
Jarry:
Pero él está encantado, porque todos los detectives que ha visto
en el cinematógrafo fumaban en pipa. Basilio Beltrán sale de una
tragicomedia del cine mudo, se adelanta al cómic. El humor chocarrero provoca
risas verdaderas. Un momento cumbre de anticlímax sucede cuando los
héroes se encuentran exhaustos tras recorrer las infinitas galerías de la
ciudad enterrada. El hambre les puede y por supuesto, hay que remediarlo. Sacan
entonces la tortilla emparedada en un pan de a kilo que se chascan entre
tragos de buen vino que han traído en sus respectivas botas. Estos
rocambolescos encuentros en el submundo son más que divertidos. Hilarante es
el increíble tropiezo de Basilio con el viajero infatigable, Sindulfo del
Arco, que ha invertido los veinte duros que éste le ha dado en galletas y
quesos para hacer frente a la ardua tarea arqueológica (autoimpuesta y
desinteresada) de buscar los accesos de los viejos edificios de Madrid a la
críptica subciudad judía. Don Sindulfo es un aventurero que habla como un
personaje de Calderón: 72 ¡Ah del que llama! Diga su nombre y
condición
El oído de Carrere, Laforgue madrileño, atesora y fija el
habla popular. Memorable, en este sentido, el chulo de la Mostaza cuando
tira de su repertorio amoroso: ... ¡Negra de mis carnes!...¡Huesecitos de
mis propios huesos!. Los registros cómicos son combinados con los acentos
macabros y truculentos, como el cuerpo del doctor de Mantua que sigue caminando
después de su decapitación, las ratas que inundan el submundo o el alucinante
manantial de fango que brota del interior de la tierra. El terror, sin embargo,
se concentra en un par de peculiares figuras, el nigromante líder de los
jorobados, Benelli de Castellovecchio, falsario e hipnotizador, alias el doctor
Sabatino, y Caricatura de Emilio Carrere por Tovar (1921) en la cubierta de Mis
mejores cuentos. 73 La torre de los siete jorobados por Emilio Carrere;
prólogo, Jesús Palacios. Madrid: Valdemar, 2004. su muñeco asesino, el
criado Ercole. Es muy posible que Carrere conociese los modelos del
hipnotizador-hipnotizado a través de la novela inglesa, especialmente en los
proto thrillers de Wilkie Collins y en la famosísima Svengali. Sabatino (que
sería el personaje que prácticamente salva la versión cinematográfica de
Edgar Neville) es un eslabón más de la literatura fantástica que nos conduce
al arquetipo moderno del doctor Caligari. En su persona y en su astucia
criminal se sustenta la verdadera trama siniestra de la novela, el brillante
jorobado que perdió a su amada hija por la supuesta negligencia de un
prestigioso médico, a quien juró enemistad y venganza. Una excitación
extrema y sabiamente dosificada anima la acción trepidante de la obra. Carrere
maneja su dinámica literaria sin fisuras, alternando ritmos y velocidades. Los
paseos errabundos por el antiguo Madrid que supura la historia oculta del
pasado y las correrías subterráneas; la aparente tranquilidad del doctor
Sabatino y el despliegue casi fantástico de sus actos delictivos en el
submundo; la alegre bohemia del vodevil y de los corralillos con las violentas
luchas en el mundo astral (y sus asesinas consecuencias). La excitación posee
asimismo, a casi todos los personajes. Se nos revela como alteración y estado
extremo del sistema nervioso, de nuevo acercándonos a la linde de la sátira
novelística, al uso irónico de la sensibilidad exacerbada del romanticismo.
Un ejemplo es la ex-paciente del doctor de Mantua:
una señorita que
sufría frecuentes crisis de histerismo., y que pasa
muchas horas en
rigidez cataléptica. El mismo Beltrán, desbordado por los hechos
sobrenaturales que le sobrevienen, es víctima de la inestabilidad nerviosa:
El pobre Basilio ha tenido una gran fiebre cerebral, y ya entrando
plenamente en lo cómico, las imágenes de la Bella Medusa y de su madre, tras
sufrir los increíbles hurtos de joyas en su hogar, que serán presas de
tremendas crisis nerviosas. Y por supuesto, la dimensión más profunda y
negra, de estos cuadros cuasi patológicos, es el sonambulismo inducido y
manipulado de Ercole, el fámulo de Sabatino. 74 La torre de los siete
jorobados nos llega como una novela libertaria y libre, en que la libido y la
atracción sexual se ventilan sin problemas. Los aspirantes a las beldades de
la Bella Medusa aceptan lo inevitable y proponen un conciliador brindis:
brindemos a la salud de nuestra poliándrica dama. Su clima es el de un
Madrid desenfadado y tolerante, una ciudad que acoge a poetas, artistas y
diletantes, los envuelve en sus antiguos encantos y los deja vivir, un Madrid
que empezaría a perderse según se extremaba el avance de los radicalismos que
ninguna cultura y ninguna institución política pudo contener. Un antes y un
después en el devenir contemporáneo de la obra lo marca la edición que
preparó Jesús Palacios para Valdemar (El Club de Diógenes, Valdemar, 2004).
En su prólogo indaga en el génesis excepcional de la novela, cuyo acto de
entrega por parte del autor, es una de esas fantásticas supercherías
bohemias. Tras entregar un original incompleto, relleno de folios en blanco, el
editor desesperado recurre a un negro (Jesús de Aragón). Éste escribe ex
novo ciertas partes que faltan, integrándolas al corpus de Carrere, elabora
otras a partir de materiales señalados y unifica finalmente la obra, con
excepcional talento. A muchos, que siguen trabados con el fantasma de la
originalidad, esta cocina a cuatro manos les puede disgustar. Craso error. Es,
como también subraya Palacios, un signo de pluralidad y progreso, sin
denuncias ni difamaciones de por medio. Se nos cuenta que entre ambos
escritores no hubo ni tensión ni desavenencia, sino un cordial encuentro
posterior, en que como caballeros que eran, se dieron amistosamente la mano. 75