CJONATHAN ALLEN Universidad de Las Palmas de Gran Canaria uchillo de Arena: Metalírica y metanovela en Juan Cruz Ruiz uchillo de Arena: Metalírica y metanovela en Juan Cruz Ruiz Cubierta de Cuchillo de arena (2005), de JUAN CRUZ RUIZ. • CRUZ RUIZ, Juan: Cuchillo de arena: (música del naufragio); [Santa Cruz de Tenerife]: CajaCanarias, Obra Social y Cultural, 2005. (La Caja literaria. Narrativa) ISBN: 84-7985-217-8. MI PRIMERA LECTURA DE ESTA POCO CONOCIDA y menos difundida “novela” del escritor canario Juan Cruz Ruiz (Tenerife, 1948), editada en primera edición en la colección “La Caja literaria” (CajaCanarias, 2005), me dejó perplejo. No por motivos de comprensión y entendimiento, sino por su forma expresiva que una vez más, empuja hacia el límite la acepción de novela. Leí, hace más de veinte años, la obra que le granjeó a Juan Cruz su puesto en las letras canarias, Crónica de la nada hecha pedazos, reflejo muy concreto y conscientemente estético de las tendencias vanguardistas del “flujo de la conciencia” (stream of consciousness) retomadas en la posguerra europea a partir de la herencia de Joyce y Bloch, entre otros. Como en Sarraute, encontré en esa obra un formalismo que ya la hacía clásica, al margen de su naturaleza discursiva en perenne apertura, rasgo dialógico y estructural de la novelística del autor. Cuchillo de arena, ignoro si por voluntad concentrada, azar, la diversidad y no concatenación de sus cinco partes, o “accidente editorial”, es un paso más hacia la escritura pos-novelística o lo que podría denominarse la metanovela, tan lejana de las evoluciones recientes de la novela en Canarias que se orienta hacia la concreción genérica y los modos reformados de los géneros tradicionales (novela negra, gótica, policial, fantástica, biográfica). 88 Debemos leerla (a mi juicio) como un largo poema en cinco partes, o un drama teatral que consta de cinco episodios o escenas, individuales e interrelacionados a la vez. La fuerza centrípeta y omnipresente es el pasado, su huella en la memoria, y por tanto su recreación dinámica. Sin embargo, nada en Juan Cruz nos retrotrae al modo proustiano o la evocación nemónica que encontramos aún hoy en gran parte de la novela española (sombra del costumbrismo que deriva hacia el localismo contemporáneo). El autor, a grosso modo, centra las coordenadas de su historia, que son las claves básicas de su memoria: un pueblo de Tenerife al borde del mar, una familia rural, un pasado “desalineado” con la modernidad continental, arcaizante. Mas este anclaje se torna anecdótico cuando comienza a manipular, a reconstruir, los hechos reales del proceso nemónico, a retratar el pasado. Cada hecho, incidente o pequeño drama narrado, que en teoría se circunscribe a algo definible y real, desaparece para ceder el escenario a sus sentidos más profundos y contradictorios, a veces terribles. La memoria, pues, es un vehículo para recrear los sueños y no fijarlos en un estatismo lírico, imagen-holograma que conecta con el trasfondo del sueño o el envés de lo real, y en este sentido adquiere la dimensión alegórica del surrealismo. La memoria es, incluso antes de su invocación, “evanescencia”, e incertidumbre radical de todo aquello que se alberga en la mente a largo plazo: “…Tampoco recordamos el color de las cosas, sino que tenemos la vaga impresión que existieron…” Rememoración, conciencia del proceso, y memoria se comprimen en lo que sería el primer estrato, o capa superior. Juan Cruz bordea así las maneras de la novela tradicional. El espectro de la memoria conduce a la imagen de la colectividad, afectando al ser y a su entorno, otro eje sagrado de la novelística europea. Muchos de los recuerdos fijados en el tiempo abstracto, en el ciclo del “eterno retorno”, son eventos colectivos que el niño Cruz vivió o 89 revive “mágicamente”: una misa, la pesca, las visitas, el velatorio, las plataneras, el mar, la enfermedad. En la última parte de la novela, el sujeto que memoriza y el ser/los seres recordados se unifican. La memoria parte de la imagen del niño en la cama atendido por el amor de su madre, antes de proyectarse sola y libre hacia una visión intemporal, “oceánica” de un pasado muy concreto (y “atlántico” me gustaría añadir”). Todo lo revisitado y recreado está sujeto a una desintegración casi inmediata, de tal modo que los recuerdos — los hechos concretos de los recuerdos— se descarnan en el instante de su aparición, de nuevo otro aspecto más de la evanescencia. El autor ocupa el pasado como un fantasma, un doble fantasmagórico de sí mismo, provocando así el extrañamiento de los que lo ven y creen reconocerlo: “…Han de ver en mí el fantasma que fui, y me tocan a ver si es cierto que me he ido.” Además, los hechos recordados —las escenas con sus actores y objetos— han cobrado vida propia en la dimensión espiritual que habitan y generan narrativas que subvierten las certezas del escritor. Le memoria, deviene así, un espacio libre y autogenerador, en lo que lo sucedido y “recordable” no es por tanto lo fundamental, sino lo accesorio. Esta interpenetración temporal y espacial me parece la clave del drama nemónico que no funciona en el formato prosa estándar y se autoexpresa como lírica. Un impactante y hábil icono le permite al escritor conectar planos temporales y “re-asir” actos y acciones del pasado: la mano, o las manos desligadas de una corporeidad exacta. La mano es el personaje surreal y dramático por excelencia en esta lírica de la recreación. Actúa como un maestro en ceremonias, como conciencia extendida del narrador, abriendo puertas, recuperando personajes. La mano de Juan Cruz es el guante de Max Klinger que repta por las orillas lávicas de Canarias, o la mano delatora y funesta que aterroriza a los burgueses cercados en El Ángel 90 exterminador de Luis Buñuel. Su presencia es, en segundo lugar, una señal colectiva, un signo del hombre, apéndice taumatúrgico. Los recuerdos, o sea la emoción de lo vivido, se abren a su tacto. El revés de este ilusionismo es la nada, sustantivo, color y sentimiento que jalonan la literatura de Juan Cruz: la mano vacía que anhela y añora lo que antaño tocó y poseyó. Esta ambivalencia simbólica nos advierte que esta “nívola” (otra “Nada” unamuniana), es radicalmente existencialista y elabora una elegía de la nada que se emplaza y arropa con la cotidianeidad de un objeto cualquiera, sin convertirse en propuesta nihilista. Y esto sucede porque la nada la amortigua y la matiza un singular imaginario lírico. La nada es polifónica y recurrente en Cuchillo de arena. Es el todo increado y creado que adopta la forma de un fardo, el vacío de una tarde o el devenir de un pueblo entero. Es múltiple y diversa. La nada es la sombra que engulle todo propósito, que encadena al creador: “Vivo, en realidad, para el cristal, para la nada.” Pero también es la arcilla informe de la creación, un lienzo que se le ofrece a la memoria: “…Yo reconstruyo la nada como si estuviera habitada por el recuerdo…” Y en el plano narrativo, en la acción simbólica de los personajes, se transforma en bulto y fardo, objeto posible: “La tierra se levanta bajo las sandalias de los pescadores que vuelven con la nada al hombro —así se viaja más liviano.” Contiene la tragedia de la historia: “Ruinas demolidas, quintaesencia de una ruina, destrucción completa de un pueblo sin pasado: la nada sobre la nada…” o el vacío propicio de la inspiración: “Estamos en el territorio / más feroz de la nada, y yo lo recuerdo, llevándome hasta casa el aire fresco de la bahía…” 91 La nada no determina a priori la experiencia existencial, pues en realidad no conduce al nihilismo, no lo sistematiza. Es más bien otro personaje, escurridizo y complejo, que limita la posibilidad y se alza como fuerza contraria, pero también un potente imán que alienta la dialéctica de la conciencia. Otros símbolos artífices que recurren en los cinco episodios o tiempos de esta metanovela son la sal (o salitre), el agua, y la arena. Las cosas y los objetos, hasta las personas, se desmaterializan en agua, haciendo que el lector tenga la sensación de una súbita inmersión marina. La sal es un eje reflector, una linterna que alumbra, y la arena, la sustancia onírica que construye lo sólido, como el cuchillo que da título a la obra. A pesar de la contundente voz personal, del yo narrativo que imprime el ritmo, narra, canta y proyecta (la voz del actor que interpreta un soliloquio), la obra es profundamente dialógica, en el sentido que Bahktin le imprimió al término: una confluencia de diálogos, una visión polifónica de la realidad, la realidad como cita representada de todos los diálogos, la suma plural de las conciencias. Juan Cruz logra y domina la narración transpersonal a través del conjuro subjetivo extremo, ésta es su marca, una auténtica disolución de los procesos de la escritura tradicional. Esto lo corroboran sus pasajes de diálogo fugal, que se desarrollan, por ejemplo entre las páginas 46 y 51. En este caso asistimos a una suerte de terceto, una alucinada conversación que cuenta con la intervención de un perro. El fantástico diálogo entremezcla y simultánea lo grosero y lo sublime, lo local y lo abstracto, evocando las creaciones de la escritura automática. Si fuese el editor encargado de la segunda edición de Cuchillo de arena, la editaría como pieza teatral. Una obra de “teatro leído”, a lo Alfredo de Musset, o a representar proyectando sus propias imágenes como telón de fondo, y haría de esta metanovela una experiencia gráfica y visual. 92