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EN 1917, LA QUINCENAL LITERARIA La novela contemporánea
publicaba la “novela” Resurrección del prolífico poeta almeriense
Francisco Villaespesa. Entrecomillamos el término
novela porque en realidad no lo era formalmente, ya que
la obra no sobrepasa las siete mil quinientas palabras y es,
por tanto, un relato, un cuento largo o expansión lírica en
prosa que narra la segunda parte feliz de una historia de
amor inicialmente frustrada entre Silvia y Octavio.
Esta quiebra temporal del relato amoroso que entreteje
la vida de los protagonistas, es el hecho crucial de la dinámica
narrativa. Todo lo que sucede en el presente narrado
emana del pasado, de una inconclusa y no resuelta situación
personal que predetermina la acción y el sentimiento.
En gran medida, hasta que por fin se precipita la resolución
hacia el capítulo VII, Resurrección es un texto de proyección
fantasmática que arranca de una interrupción traumática.
La continuidad de esa situación mediante la coincidencia
de las mismas dos personas en el mismo escenario de la
ruptura se establece a través de la inmersión nemónica
obsesiva: el presente es el teatro de la evocación continua
que propicia una suerte de contemplación neurótica. Silvia
y Octavio recuperan su amor perdido en las evocaciones
casi hipnóticas de lo que sintieron y fueron el uno para el
otro. La trascendencia de este trauma que se revive a diario
y que domina los encuentros casuales (imposible que no
se encuentren dadas las limitaciones del entorno geográfico)
es el objetivo de la historia y, por tanto, el eje de su dinámica
narrativa. Villaespesa tensa y comprime el muelle del
relato desde principio a fin. Cuando éste pierde su tensión
estática lo hace en medio de una explosión, un “orgasmo”
R JONATHAN ALLEN
Universidad de
Las Palmas de Gran Canaria
esurrección de Francisco Villaespesa:
un psicodrama sensorial
Cubierta de Resurrección
de Francisco Villaespesa,
ilustración de Gregorio Vicente.
(La Novela Contemporánea,
nº 1), 1917.
Biblioteca de la Casa-Museo
Tomás Morales.
Cabildo de Gran Canaria.
de liberación personal que reinicia positiva y definitivamente
el amor interrumpido.
La acción y la trama, que se reducen a unos cuantos
hechos concretos, se ubica en un pueblo pesquero de la
costa andaluza, desde el cual se divisa la sierra y el luminoso
Mediterráneo, convirtiéndose este eje en el poderoso
tercer “personaje-testigo” del amor renaciente. Aunque inscrito
y contextualizado en “el presente”, la obra de Villaespesa
limita los anclajes y las referencias reales a datos y referencias
mínimas para ahondar plenamente en los sentimientos
y el estado emocional de sus protagonistas, primando
los aspectos intemporales de un naturalismo desbordante
(la forma y los efectos del mar, la huerta fértil, la incipiente
primavera).
En este sentido, el relato se afirma como un exponente
muy puro del modernismo, entendiéndolo como síntesis
compleja de pos-simbolismo, neo-romanticismo, decandentismo
y esteticismo exótico, limando y dejando atrás la
herencia de la novela realista-naturalista que, no obstante
permanece subyacente.
La compresión y el escaso desarrollo de la trama, subtramas
e intriga, obedecen a voluntad autoral que ha elegido
construir la ficción mediante la puesta en escena de los
sentidos, las sensaciones y las emociones. El poeta, eligiendo
siempre estas tintas, no permite, sin embargo, que su
historia alcance el paroxismo sentimental o el delirio sensorial,
pues la vincula sutilmente a perspectivas psicológicas
e interpersonales realistas; por ello subrayamos la pervivencia
de la herencia naturalista. Aunque recurre a una exacerbación
descriptiva propia de la hiperestesia y roza el principio
del art pour l’art , al final su historia tendrá un desenlace
real y posible que la reconcilia con el espíritu clásico
del cuento, que siempre nos relata algo sucedido y su efecto-
conclusión (o su efecto-conclusión diferido) mediante la
ficción de lo verosímil.
Resurrección es una nouvelle en que poco o casi nada
sucede. Las interacciones sociales son mínimas y negativas.
La destreza de Villaespesa es preestablecer un escenario de
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confrontaciones sin ahondar en la descripción del determinismo
social. El pueblo y sus habitantes es un ente hostil
que está prealineado contra el amor de Octavio y Silvia, y
sin duda fue un factor decisivo en la primera ruptura de
éste. Por qué lo está exactamente, no lo sabemos, pero
podemos inferir que la alianza entre los dos jóvenes, ofende
el orden social y sus jerarquías (Silvia es una señorita de
buena familia y Octavio un hijo del pueblo). Silvia, a su vez,
es rechazada por la comunidad que la ve como una extraña,
siendo a la vez la señora cuyas órdenes se obedecen, al
menos dentro de su opulenta mansión que puede o no ser
de su propiedad. El pueblo seguirá en contra de la unión
de la pareja durante la continuación de su amor, comentando
el escándalo de las visitas que realiza Octavio a la casa
de la señorita cada vez que puede. No tienen cómplices ni
defensores. Su drama amoroso es un asunto que les enfrenta
a todos y que solo amparara el amor de Dios. La resolución
positiva, el “sí” que por fin se dan, se pronuncia durante
la liturgia de una misa pascual. Es solo entonces cuando
el autor nos presenta una imagen de armonía aparente, Silvia
y Octavio rezando por la salvación de los botes pesqueros
que demoran su retorno al muelle, todos en la iglesia.
Mas ellos, siguen estando solos.
Silvia es una víctima del infortunio y del ostracismo. Si
llega a vivir en la vieja mansión solariega de la costa, es
porque se recomienda que se beneficie del clima mediterráneo.
Durante años cuidó a su madre enferma, y después
enfermó gravemente “del pecho”, pues vivió
“…encerrada como una reclusa en la vieja casona solariega,
sin más cuidados que las mercenarias atenciones de
una antigua criada”. El pueblo, enclavado entre las medianías
de la Sierra y el mar, con sus huertas y fincas atestadas
de frutos, no es su medio ambiente natural. Silvia proviene
de Cantabria, de un viejo caserón, de la casa solariega
en ruinas, donde quedó huérfana. A ese primer mandato
médico, le ha seguido otro, motivado, parecer ser,
por la depresión que padece y que coincide con el tiempo
actual de la novela.
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La futura pareja de Octavio sale de la novela posromántica
y es un personaje estereotipado, imbuido de la exacerbada
sensibilidad de las subheroinas románticas. El dolor se
ha convertido en su credo y los días de su existencia se suceden
sin propósito; el daño del amor frustrado es mucho
mayor para ella que para Octavio quien emprende una
carrera artística. En la mansión costera, donde se la recoge
sin ninguna clase de miramiento, sufre de incomunicación
y desconexión social. Su angustia y su sufrimiento no hallan
consuelo, al contrario. Villaespesa subraya el grosero desencuentro
entre el ánimo de la joven y el rudo comportamiento
de los criados del lugar:
“En la gran cocina, la gente de la casona, reía a plena
garganta entorno a un perro flaco y lanoso que pirueteaba
junto a la amplia chimenea campesina”.
El rencuentro del amor, la renovación de sus rutas, el
reinicio de su frustrada trayectoria sumen a Silvia en la más
profunda confusión ya que carece de la orientación necesaria
y nadie la aconseja ni alienta. Solo la naturaleza y la
memoria de los sentimientos pasados la animan, pero la
multitud de complejos y distorsiones que arrastra conducen
a la autodestrucción. Villaespesa nos cuenta el psicodrama
de la joven mediante una escena de confrontación especular
y crisis emocional que conducen a un clímax paroxístico
y dañino:
Cuando una noche se viste para resaltar sus encantos,
observa su imagen en un espejo a la luz de una bujía. Villaespesa
despliega en ese instante todo el bagaje aprendido
del simbolismo y del decadentismo. En el azogue iluminado
por una bujía la protagonista lee el drama de su vida:
el deseo y el amor que la han raptado, la belleza de su imagen
que no sabe como asimilar, y la promesa de una felicidad
que corre el peligro de desvanecerse:
“Largo tiempo contempló avaramente su peinado
caprichoso, su pie calzado finamente, su talle esbelto al
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Retrato fotográfico de
Francisco Villaespesa.
cual se anudaba una cinta de terciopelo, y sus manos largas,
finas y aristocráticas, en cuyos dedos, de una blancura
eucarística sangraba, con toda la violencia de un deseo,
el rojo húmedo y vivo de un rubí de Oriente.
Y triste, con la tristeza que le causaba la admiración
de aquella su belleza inútil y estéril, con los ojos a medio
cerrar y los labios ligeramente contraídos, ensayó una sonrisa,
quizás un poco helada, quizás un poco ardiente…
Estaba tan cerca del espejo, que sin darse cuenta, su
aliento se extendía sobre la limpidez del cristal como un
velo de ilusiones.
Y detrás, y detrás de ese cristal obscurecido, vió borrarse
lentamente su figura blanca, esfumarse, no quedando más
que un perfil lejano y vago…
Algo invisible le besaba, con largos y audaces besos de
fuego, la tersura ebúrnea de su frente infantil.
Algo impreciso enlazaba con anillos de hielo la virginidad
pletórica de su cuerpo…
Un miedo extraño de ella misma la invadió, y locamente,
furtivamente, corrió como un fantasma al campo
silencioso donde la Luna esparcía ya, como una promesa,
la dulcedumbre de su luz de plata…”.
La desesperación la lleva a destruir las flores blancas
que adornan sus cabellos y su escote. La autoagresión es la
consecuencia de la infelicidad sentimental y la atrofia emocional
que ha sido su vida. Ese acto destructivo es el envés
oscuro del escenario natural que la rodea, el progreso de
la Primavera, que junto al mar, compone el contrapunto
luminoso, el contexto positivo y “pagano” de esta historia,
que se cuenta desde la desgracia de la frustración.
Octavio, por su parte, es un joven desengañado, de
extracción social más humilde (aunque nada se especifica),
que decide probar suerte en la gran ciudad (la ciudad amarilla
y febril) como escultor. Pero la embriaguez del triunfo
será solo eso, una borrachera sin consecuencias profundas.
El autor no habla de “fracaso” mas se deduce que su modesto
retorno al pueblo no es ningún éxito. En la caracteriza-
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ción de los personajes, Octavio tiene mucho más de esquemático,
menor profundidad, menos interés. No debemos
olvidar, que su voluntad y su insistencia son los instrumentos
vencedores del amor y, por tanto, de la felicidad.
Aún así, resumiendo y computando los datos reales de
su infelicidad, resulta extraño y algo ilógico que Villaespesa
nos hable “del naufragio vulgar y sórdido de sus existencias
desencauzadas”. Extraño porque faltan datos. Es como si de
repente el escritor recurriera a “imágenes recibidas” de la
desdicha y la catástrofe, en que cede, quizás inconscientemente,
a la tentación del estereotipo, peligro que acecha
siempre a la sobreproducción literaria.
Hay momentos en que el naturalismo de Villaespesa
raya en lo kitsch, en lo sentimentalista popular:
“La primavera surgía en una exuberancia de flores, de
luces, de perfumes y de estremecimientos vitales. El aire
tenía palideces de nido y las ondas arrullos de tórtola encelada”.
El mar surge en ocasiones como una opulenta y vasta
joya natural:
“Las mismas olas parecían amortiguar sus rumores,
idealizándolos en una suavidad de sedas que se rasgan,
al besar con la plata fluida y trémula de sus espumas frágiles
las arenas de oro, que el crepúsculo enjoyaba con sus
más profusas y ricas pedrerías”.
En otras, es la meta y la linde del “oscuro sendero” que
lo bordea, antes de llegar a la recoleta y solitaria playa. La
sensualidad de la naturaleza renaciente y el glorioso polimorfismo
del océano generan una partitura que no cesa de
reflejar el triunfo de los sentidos. La excitación y la exaltación
sensorial del trasfondo contextualizan la acción y las
emociones de los protagonistas. Villaespesa desarrolla contra
este lirismo primaveral la desarmonía del primer amor
frustrado para acrecentar la tensión de una segunda reso-
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lución que en ningún momento se nos revela. El mundo
natural preludia la unión de Silvia y Octavio. Es tan poderosa
que finalmente acaba imponiéndose. Octavio será su
portavoz:
“—¿No te parece —prosiguió en voz más baja, agitando
en la transparencia del aire la esperanza viva y radiante
de un ramo de oliva— que hay una perfecta y plena
armonía entre todas las cosas exteriores, el sentimiento místico
de esta fiesta, la exactitud de la hora y todo lo que sienten
o debieran sentir nuestros corazones?”.
La fiesta es la festividad religiosa de las palmas, el
Domingo de Ramos que cae en este caso en abril. El autor
nos acerca así al desenlace del cuento. El simbolismo de la
fecha católica, el incidente de las barcas que no retornan y
su consiguiente efecto de pánico colectivo, la emoción de
la misa cantada en latín, son los factores intrínsecos y
extrínsecos que por fin vencen las reticencias de la joven y
rompen las ataduras del negativismo psicológico. El bálsamo
de la liturgia, con su ritmo de pausado crescendo, actuará
mágicamente sobre la psique atormentada de Silvia. La
misa es una rara terapia que aúna lo sacro y lo profano.
Villaespesa traspasa las apariencias y las jerarquías negativas
de la España eterna para recordarnos que Dios es amor y
que el lugar del amor de Silvia y Octavio es, precisamente,
su casa:
“Silvia y Octavio sintieron que también, en la Jerusalén
interior de sus sueños, se abrían, entre un clamor sonoro
de trompas de plata, las maravillosas puertas de diamantes,
para dejar paso al cortejo triunfal y luminoso del
Amor, el nuevo Redentor de sus almas…”.
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