EL HIJO PRÓDIGO

A don Miguel de Unamuno

Néstor, el pintor Néstor, tan conocido por sus extravagancias,

nos refirió un día en su taller la idea que había

concebido para pintar un gran cuadro, El hijo pródigo, que

fue excomulgado y, sin embargo, obtuvo un gran éxito por

la maestría en la ejecución, la novedad y rareza de la factura

y, sobre todo, por la extravagancia o humorismo de la

composición, que agradó hasta el entusiasmo a los exquisitos

del arte, a los gourmets del ideal, a los hijos trastornados

de este fin de siècle que, fríos e impasibles ante los lienzos

del período glorioso del arte, vibran de emoción ante

las coloraciones exóticas, los simbolismos extrañamente

sugestivos, las figuras pérfidas, las carnes mórbidas y voluptuosamente

malignas, los claroscuros enigmáticos, las

luces grises o biliosas y las sombras fosforescentes, en una

palabra, ante todo lo que signifique una novedad, una

impulsión rara que mortifique el pensamiento y sacuda

violentamente nuestro ya gastado mecanismo nervioso. Y

de todo esto había en El hijo pródigo.

Figuraos que el hijo pródigo era, ni más ni menos,

Luzbel, el Ángel caído, el Maligno, cuyas maldades provocaron

la cólera del Padre Eterno y el terror y la execración

de la Humanidad; ese Maligno, que llevó visiones infamemente

voluptuosas a los ojos del anciano San Antonio en

su retiro de la Tebaida, que enciende las malas pasiones de

los hombres y atiza en el alma de las mujeres las pequeñas

perfidias y las bajas picardías, que turba los cerebros, que

juega inicuamente con los nervios y produce las exacerbaciones

más concupiscentes, las irritaciones más libidinosas.

Solo un loco, un desarreglado, podía tener la idea de

hacer de Satán el protagonista simpático de un cuadro;

solo un desequilibrado, un neurótico podía tener la idea

de arrancar al Rebelde de su mansión detestable para conducirle

al cielo, interesante y hermoso, con los mágicos

recursos del colorido y la expresión.

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Cubierta del primer

volumen de la

Narrativa Completa

de Clemente Palma, 2006.

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Néstor nos mostró infinidad de bocetos de su cuadro y fragmentos en los que estudiaba una

actitud, la expresión de una faz o un detalle importante. Repito, la idea era execrable, diabólica.

¡Luzbel redimido!, ¡Luzbel regresando al Cielo!, ¡Luzbel, como el hijo pródigo, volviendo

al seno de su padre! ¡Qué horror! Bien hizo Su Ilustrísima en conceder a Néstor el triste honor

de ver excomulgado su cuadro. Lo que no obstó para que fuera de una ejecución maravillosa.

He aquí cómo nos historió Néstor su cuadro, que encerraba una teología infernal. ¡Nos

horrorizó!...

* * *

Siempre he creído que Luzbel será algún día rehabilitado y conducido en hombros al Cielo

por la Humanidad. Durante miles de siglos ha vivido desterrado de la gloria, y su sitio, a la diestra

de Dios Padre, ha sido indebidamente ocupado por alguien que representa un principio

inferior (la humildad y la mansedumbre indudablemente significan fuerzas pasivas, inferiores

a las fuerzas activas de la rebeldía y el orgullo), por alguien que no ha cumplido sus ofertas de

felicidad y salvación, por alguien que tuvo la vanidad de creer que con su altruismo evangélico

podría hacer una revolución moral que arrancara a la Humanidad del mal, rompiendo los

lazos que la unían a las manos de Luzbel. No cumplió: el triunfo de sus doctrinas fue aparente.

Jesús reinó, pero no dominó, desgraciadamente… ¿Por qué? Fue una simple cuestión de

estrategia filosófica, y más que filosófica, fisiológica. El ángel caído aceptó la lucha y con la

lucha ha crecido su poder. Jesús subió a las cumbres luminosas del alma, coronó las alturas de

la vida moral: Luzbel descendió a los sombríos misterios de la carne, a los rojos abismos de la

sangre, a los intrincados laberintos de los nervios, y con esta astuta estrategia pudo manejar

los verdaderos y ocultos resortes de la vida. No importa que la filosofía evangélica de la caridad

alumbre vivamente desde el Calvario los sistemas éticos más grandes de la Moral moderna.

¿Qué importa que el caudaloso río de la moral cristiana envuelva entre sus aguas el pensamiento

moderno? No; lo que importa es ese hilito de agua corrosiva que tiene sus fuentes en

la carne, se ramifica por todos los filetes nerviosos y remata en los sentidos; lo que importa no

son los grandes sistemas filosóficos, no; son esos pequeñitos móviles, esas pequeñitas y sucesivas

aspiraciones, esos pequeñitos deseos, esos pequeñitos ideales, esos pequeñitos instintos, esas

pequeñitas voliciones, esos pequeñitos actos sin trascendencia aparente, en una palabra, todo

aquello que no tiene fuerza cohesiva para formar un sistema filosófico, un cuerpo de especulaciones,

porque fluctúa entre la lucubración abstracta, la sensación delectable y la pasión instintiva.

Y, sin embargo, todo eso constituye la filosofía íntima, la filosofía de cada uno; la filosofía

activa, la filosofía sin palabras, la filosofía inconsciente. Eso es lo que maneja Luzbel. Ese

arroyito nervioso que es el Océano turbulento en que boga, con la proa al Infierno, la triunfadora

flota de Satán. Desde allí reina y domina con todo el imperio de un emperador absoluto,

a pesar de la religión y de las doctrinas de los moralistas; desde allí es el verdadero padre

y señor de los cuerpos y de las almas todas, aunque estas se cubran con la blanca veste de la

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milicia cristiana; desde allí imprime en todos los hombres la huella de su formidable garra…

En vano la caridad, el ascetismo y la fe, en vano; en vano la pugna del espíritu para escapar a

la caricia de esa mano candente: nada, ni los santos escaparon. Al que fue casto, tentó el orgullo;

al caritativo, la gula; al severo moralista adormeció la indolencia física; al incendiado por

la fe más ardiente, manchó la ira ciega y la intransigencia apasionada, y en casi todos hizo Luzbel

fulgurar la purpúrea llama de la sensualidad, que chispeaba bien como extravío, locura o

debilidad de las carnes mortificadas, maceradas, aniquiladas por la penitencia, el tormento o

el ayuno; bien como una inconfundible efervescencia, como una gran palpitación de la vida

en los cuerpos robustos. Todos, son esclavos del pecado físico o ideológico, todos vasallos de

Luzbel, aunque el pensamiento se eleve por las regiones celestiales, aunque las almas se aneguen

en las claridades prístinas de la contemplación mística o se sumerjan en las misteriosas

penumbras de la metafísica teológica. ¡Oh, la pureza del pecado, la emancipación del vasallaje

satánico es imposible! ¡Entre la Pureza y nosotros está, interceptando las radiaciones divinas,

la enorme ala abierta del Rebelde triunfante!...

Luzbel había sido el hijo predilecto de Dios: de ahí su espantoso poder sobre la Creación.

Dios, como buen padre, amaba a su hijo; estaba orgulloso de ver en él esa rebeldía infinita, esa

altivez indomable propia de un Dios. Más que un castigo fue una prueba la que le impuso. Pasaron

un millón, cien, mil millones de siglos y el hijo expulsado no tuvo un segundo de desmayo,

de debilidad, de arrepentimiento. ¿Él odiaba a su padre? No. Le amaba; precisamente porque

le amaba no cedía: ceder era renegar de su estirpe, era anonadar de un golpe la Creación

de su padre, era hundir en el nirvana oscuro las aspiraciones de perfección de la Humanidad

y el Universo. Luzbel sabía que toda la Gloria de su Padre divino la sostenía él sobre sus hombros

malditos. Todo el Cielo descansaba sobre sus dos brazos fornidos: el derecho, el Mal; el

izquierdo, el Dolor. Luzbel amaba a su padre. El Universo entero tendía a Dios porque él, el

Mal; él, el Dolor; él, Satán; él, el Maligno; él, el Rebelde; él, el Expulsado; él, el Bajísimo, aguijoneaba,

pinchaba, tentaba, mortificaba, hería a la Humanidad, y como expresión de ese sufrimiento

surgía el himno de adoración, la súplica de misericordia, la plegaria sempiterna de

dolor, la oración palpitante de fe y de esperanzas de todos los doloridos, de todos los que se

retorcían en la tierra atenaceados por Satán, de todos los que alzaban las manos al cielo en la

aspiración de la felicidad suprema. Luzbel amaba a Dios; era el Divino Pastor, que hincando

los ijares de la manada humana la conducía al Cielo. Él era el padre de la actividad y el esfuerzo,

porque él era el padre del Dolor y del Mal. Lubrificaba las almas, las bonificaba para la conquista

de las alturas excelsas. Luzbel amaba a su padre; por eso su maldad era infinita y su obcecación

fue indomable; por eso pasaron millones de siglos y él seguía tan altivo, tan orgulloso,

tan resuelto como el primer día, como el día del castigo en que los arcángeles blandieron flamígeras

espadas, y le expulsaron de la Diestra de Dios Padre y le despeñaron en las tenebrosidades

del abismo.

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Luzbel estaba probado y había llegado el momento del

perdón. Jesús mismo, el que luchó con él cuarenta días en

el desierto, le perdonaba el haber sido vencido después en

la campaña entre la carne y el alma. Jesús, las vírgenes, los

santos, los ángeles, arcángeles, serafines, dominaciones,

tronos y demás potestades que forma la blanca jerarquía,

dijeron al Padre:

—Padre común, que estás en el Cielo, santificado sea tu

nombre, te suplicamos que venga Luzbel a tu reino, y así

como nosotros perdonamos a nuestros ofensores de la tierra,

perdona tú, ¡oh, Padre amantísimo!, a Luzbel en el Cielo.

El Buen Dios le había perdonado; le perdonó desde el

momento de la prueba, y a la plegaria de sus hijos quiso

manifestar ostensiblemente su misericordia infinita para

con el predilecto, para con el hijo que más se asemejara a

él, para con el hijo que con la infinidad de su orgullo ponía

en relieve la Divina Grandeza de su estirpe. Y Luzbel, no

domado, volvió al seno de su padre. ¡Hacía tanto tiempo

que los resplandores de la gloria no herían sus ojos hechos

ya para las tinieblas, como los de ciertas aves nictálopes!...

Conmovido, pero altivo siempre, siempre orgulloso, recibió

el beso del perdón, sin que su faz revelara ni asombro ni

enternecimiento…

Y se sentó a la Diestra de Dios Padre. Y desde allí miró

en torno suyo. Y una sonrisa triunfante alborozó su alma

sin que subiera a sus labios: su mirada penetrante veía bajo

las albas y luminosas túnicas de los santos, mártires, ascetas

y demás que fueron en la tierra ejemplos de virtudes,

vio, repito, la huella rojiza de su mano candente, impresa

en el momento de la tentación voluptuosa o de la efervescencia

de alguna pasión atizada por él… Y ni el Omnipotente

ostentaba el blanco deslumbrador de las almas absolutamente

puras… Y solo una mujer se alzaba prístina e

inmarcesible: la Virgen Madre… Y no hubo ya más distinción,

ni de forma ni de esencia, entre el Bien y el Mal,

entre la Virtud y el Pecado… Y fue el Gran Cataclismo de

la Creación: faltando Luzbel en el Universo, el Universo

murió: le faltaba el alma… Y volvió a ser la Nada…

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Cubierta de la edición

francesa de Cuentos malévolos

de Clemente Palma, 1913.