FUE EN UN PEQUEÑO Y PINTORESCO PUEBLITO de
Inglaterra, cercano al bosque de Sherwood,
aquel donde tuvieran lugar las andanzas de
Robin Hood, donde nos aconsejaron visitar la
casa que fuera, por un tiempo, residencia del
poeta insignia del Romanticismo Lord Byron.
La casa, que efectivamente ostentaba en su
fachada la placa que la reconocía como morada
del poeta, estaba sin embargo cerrada; al
advertir que alguien, quizá un descendiente del
poeta, se movía tras las ventanas, llamamos al
timbre. El hombre que abrió la puerta, con cierto
aire de cansancio, nos indicó que, efectivamente,
allí había habitado Byron durante sus
estancias en aquel pacífico pueblo, pero que
aquella era su casa, no un museo susceptible de
ser visitado por turistas.
Nunca he sido mitómano ni turista exhaustivo, pero en
un pueblo remoto de la campiña inglesa poco hay que ver,
además, sí es cierto que hay cierta suerte de sobrecogimiento
a la hora de visitar los lugares donde los autores, esencialmente
los escritores y poetas, urdieron sus enigmas. Se
produce tal vez un sentimiento parecido al que un creyente
experimenta al visitar una catedral, acompañado por una
íntima sensación, por qué no decirlo, de profanación.
Vemos el escritorio donde, a buen seguro, exprimió Dickens
su tintero en Tiempos difíciles, la cama donde estuviera
postrado Marcel Proust soñando con muchachas en flor o
la correspondencia de Galdós ofrecida a nuestro escrutinio
y es inevitable un acceso de ese vértigo abisal del tiempo y
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S PEDRO FLORES
obre Las casas de la vida
Cubierta de
Las Casas de la vida.
de los que lo logran trascender. Se producirá ciertamente
a la vez, con esa invasión de la intimidad del mito, una
humanización del mismo, sin duda nuestra mente humanizará
sus leyendas en la observación de las cacerolas de la
cocina o los artilugios sanitarios del baño de tal o cuál gloria
de las letras.
Ya nos advierten Daniel Cid y Teresa-M. Sala que Las
casas de la vida (Ariel, 2012) es un libro “extraño a la vez que
fascinante”. Extrañeza y fascinación, probablemente sean
esos los síntomas que advierta el visitante que acuda a esas
casas insignes. En este tomo somos invitados a un original
y misceláneo periplo por algunas de esas casas situadas en
una realidad tangible a la vez que el territorio nebuloso de
lo atemporal, bien de la mano de algún visitante, bien de
la del propio habitante del lugar.
Nos encontramos así ante una amena y original compilación
de textos que indagan, de un modo u otro, en el
concepto de la casa como íntimo foco de la creación artística
y literaria, la humanización, como ya dijimos, del mito,
del genio en ocasiones, mediante “la invasión”, no exenta
de impudicia, de su geografía privada; asistimos como
“mirones” a la vez que como peregrinos a los escenarios
donde se gestaron las obras de esos autores y, de algún
modo, atisbamos la influencia inequívoca que, irremediablemente,
los lugares insuflan a sus habitantes.
Asistimos así en Las casas de la vida al paseo que Johann
Peter Eckermann, biógrafo de Goethe, disfruta con el
admirado, y desmesurado, maestro por los jardines de su
residencia de Weimar, la misma que, estando la ciudad sitiada
por las tropas de Napoleón, se le permite abandonar por
unas horas para ver de cerca, como un cónsul del Parnaso,
a las huestes invencibles del Corso.
Nos lleva este libro para curiosos a la vez que para mitómanos
a la residencia de John Soane en la voz de Isaac
D´Israeli, a la de Emily Dickinson de la mano de Natalia
Ginzburg, la de Marie Curie de la de su hija Ève o dos fragmentos
del estremecedor relato de una niña judía llamada
Ana cuya casa en Ámsterdam es un lugar situado en la frá-
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gil frontera entre la esperanza y el desasosiego, entre la vida
y la muerte.
Podemos, gracias a este libro, tener el privilegio de visitar
la casa del pintor Gustave Moreau poco después de ser
inaugurada de la mano de un guía excepcional, de un
observador legendario como Marcel Proust. También los
no menos insignes Emilia Pardo Bazán e Ignacio Zuloaga
nos guían por la casa de Santiago Rusiñol en Sitges. Podemos
pues no solo ser guiados por esos corredores y estancias,
testigos de las cuitas y hallazgos de aquellos hombres
y mujeres que dejaron su pátina indeleble en la cartografía
de la literatura o del arte, sino serlo, además, por las impresiones
y palabras de aquéllos que, a su vez, convierten su
visión de dichos escenarios en piezas literarias de indudable
importancia.
Textos de Rilke, Kafka y Pessoa (el poeta que habitaba
en varios poetas), de los que, se nos advierte, “tienen en
común un estado de provisionalidad permanente”. Literatura
epistolar que en tantas ocasiones nos revela a los autores
en una faceta más directa e íntima, el lenguaje casi perdido
de las cartas que es, ahora, expuesto a nuestra curiosidad,
a nuestra intromisión, una suerte de conjura contra
el tiempo.
Asistimos a la visita que Hilda Doolittle efectúa a la casa
de Sigmund Freud en Viena. Tenemos acceso al acta de
donación que redactara Gabriele D’Annunzio por la que
lega al estado italiano su villa a orillas del río Garda.
Visitamos las casas de arquitectos como Le Corbusier y
Frank Lloyd Wright, donde además de santuario del creador
el espacio en sí mismo es la creación.
No podía faltar en esta peripecia la visita a alguna de
las casas de Pablo Neruda, el poeta coleccionista por excelencia,
el poeta de los objetos, de los mascarones de proa,
el malacólogo impenitente por las playas del mundo. Isla
Negra, el lugar que fue profanado por los asesinos queriendo
destruir la memoria del poeta en sus libros y en sus botellas
de vino. La casa de Llorenç Villalonga, el que escribiera
sobre una casa de muñecas, en Binissalem, en Mallorca,
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donde también en cierta casa rebotan todavía los acordes
de un genial músico polaco.
La reveladora incursión del poeta Oswaldo Guerra en
los versos de Tomás Morales sobre la ciudad vieja, el barrio
de Vegueta, donde “La casa nos salva de las inclemencias de
la naturaleza, al tiempo que nos pone en contacto directo
con el Cielo”.
Amena lectura, por lo ágil y variado de sus propuestas,
Las casas de la vida es una propuesta que incita a la discusión
sobre muchos y decisivos aspectos de la creación, la
asistencia a algunos de los espacios físicos, pero también
imaginarios, donde se fraguaron buena parte de la Literatura,
el pensamiento o el arte de nuestro tiempo.
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