• QUESADA, Alonso; Crónicas de la ciudad y de la noche;
Smoking-Room; Las inquietudes del Hall; edición, Lázaro
Santana. Las Palmas de Gran Canaria: Ediciones del
Cabildo de Gran Canaria, 2012. (Biblioteca Alonso
Quesada 1; Prosa I). ISBN: 978-84-8103-652-7.
REPRODUCIMOS A CONTINUACIÓN LA INTRODUCCIÓN de Lázaro
Santana para la presente edición: “En la escritura en prosa
de Alonso Quesada aparecen tres bloques temáticos bien
diferenciados: el de las crónicas, el de las narraciones y el de
los reportajes. Las crónicas se refieren al
mundo insular, y únicamente a sus personajes
nativos. Los relatos, vinculados igualmente
a la geografía de ese mundo, tienen
como protagonistas a los “ingleses de la colonia
en Canarias” —como el mismo autor
los califica y sitúa. Por último, los reportajes
tratan con preferencia el abigarrado
ambiente internacional que se desarrolló
en Gran Canaria (más concretamente en
la capital de la isla) a raíz de la guerra de
1914-1918: un universo compuesto de personajes
exóticos, desplazados a la ciudad
atlántica o que aquí se habían quedado varados
por las peripecias de la guerra, el
bloqueo naval, el exilio, etc. Un paisaje y
paisanaje que, en cierta manera, preludia
el que unas décadas más tarde, y por los
azares de otra guerra mundial, se daría cita
en Tánger, y en el que no faltan los espías
y las princesas rusas. Tampoco están ausentes ahí los
habitantes locales, y también los ingleses; abundan asimismo
las alusiones a los políticos nacionales y a sus trabajos.
Es el apartado más misceláneo e informativo de los tres; característica
oportuna si se advierte que los textos iban destinados
a dar a conocer la vida insular en un ámbito peninsular
(se publicaron todos ellos en un periódico de Barcelona,
La Publicidad).
Crónicas de la
ciudad y
de la noche;
Smoking-Room;
Las inquietudes
del Hall.
De Alonso Quesada.
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Tales bloques no se distinguen únicamente por su temática;
existen entre ellos diferencias formales: las crónicas tienen
una extensión reducida, de unas cuatrocientas palabras
de promedio; están construidas con frases cortas y muy
directas, en ocasiones repetitivas; su función es describir,
pero contienen abundantes diálogos. Abordan una situación
concreta, en la que comúnmente se subraya el aspecto
grotesco o irónico de los personajes y de sus acciones. Es
frecuente en ellas la presencia de guiños locales que sus
destinatarios —los lectores de Ecos, El Ciudadano, El Tribuno,
etc. periódicos en los que aparecieron— debían entender,
y, seguramente, celebrar. Parte de la eficacia de estos
guiños ha menguado por los cambios evidentes experimentados
tanto por la ciudad como por sus habitantes desde los
años en que se publicaron las crónicas (entre 1916 y 1924);
igualmente aparecen en ellas citas a sucesos de difusión
universal en la época y hoy solo conocidos por curiosos o
eruditos. Estos escollos a la función comunicativa de las crónicas
se ha procurado mitigar con unas pocas notas a pie de
página en la presente edición. En 1919 Quesada hizo una
selección de los textos publicados hasta entonces y los recopiló
en un volumen, Crónicas de la ciudad y de la noche.
Las narraciones tienen un aliento mayor; fueron dadas
a conocer, como los reportajes, en el citado periódico catalán,
pero su destino definitivo no era ese, obviamente. Quesada
había construido con ellas un libro, Smoking-Room, y
accedió a adelantarlas en un diario en tanto aguardaba la
ocasión de publicar el volumen. No es, pues, un material
periodístico —como las crónicas o los reportajes— sino una
escritura de por lo menos más larga y meditada elaboración.
Las inquietudes del Hall, la novela corta que completa
la producción narrativa de Quesada, fue escrita en 1922, y
quedó inédita a la muerte de su autor (1925).
Los reportajes exceden hasta triplicar la extensión de
las crónicas; su lenguaje, a pesar de la premura con la que
se redactaron, es más elaborado que el de aquellas: aquí la
frase se amplía y es muy recurrente la utilización de metáforas,
imágenes, etc.: una forma de expresión cercana a la
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“greguería”, de Gómez de la Serna, y que aproxima el lenguaje
de estos reportajes al de las narraciones.
Quesada consideraba sus crónicas como unas “reflexiones
ligeras de la vida ciudadana”. El término “ligeras” no
alude a su poca extensión, a su forma abocetada, como de
aguda pictórica, sino al espíritu rápido y juguetón que parece
presidir su escritura —aunque no siempre ocurra así: esa
aguada se transforma en no pocas ocasiones en un recio
aguafuerte expresionista.
Las crónicas ofrecen una visión irónica de los personajes y
usos sociales de la época. El escritor se muestra en ellas como
un observador atento, y cuando dice que los lectores verán en
sus escritos un retrato de sus modales y lenguaje (“Igualito,
igualito a como habla uno”, observa un personaje al referirse
a la manera en que el autor lo refleja), subraya, seguro, una
realidad comprobable. Pero su visión peca de unilateral: parece
complacerse en subrayar aspectos ridículos, incluso de
chiste, de un comportamiento y de unas formas de conducta
que el autor no estima, en absoluto. Tales formas pueden responder
a un sujeto determinado, pero no a un “tipo” general.
Sus creaciones son así más literatura que realidad; sin
negar, por supuesto, que las observaciones sobre las que se
construye ese tipo obedezcan a experiencias reales.
Cuando Quesada alude a la profesión de los personajes
su oficio suele estar vinculado a la clase burguesa; son mayoritariamente
comerciantes y exportadores, de situación acomodada
y usuarios del Casino local. Esta condición de burgués
ciudadano distancia las crónicas de los textos que podían
ser su modelo inmediato, los libros más conocidos de
Azorín (Los pueblos o España), cuyos protagonistas se asocian
generalmente al medio rural (el paradigma ahí serían
las espléndidas estampas de Un pueblecito. Riofrío de Ávila).
Quesada, al fijarse en el ámbito ciudadano, que es el suyo
en exclusiva, pese a las ocasionales fabulaciones que hace
(en su poesía) sobre su infancia campesina, sigue, quizás de
manera intuitiva, las corrientes literarias europeas y americanas
de principios del siglo XX que estaban convirtiendo
a la ciudad en protagonista de sus textos.
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De todas maneras, son aquellas crónicas desasidas de un
perfil humano muy definido las que hoy conservan vigencia
mayor. “El señor que no existe”, “El sol en Vegueta”, “El
domingo en Vegueta”, “Nieve en la Cumbre”, “Un entierro
en la madrugada”, etc. constituyen estampas cuyo tono sentimental
las aproxima al poema en prosa. No importa tanto
en ellas lo que se dice, en el sentido de su localización, sino
el cómo lo dice, en abstracto. Quesada, olvida —o, al menos,
muy restringida— su ironía y su agresividad (siempre muy
compasiva, por otra parte) infunde a su mundo circundante
una dimensión poética extraordinaria, y alcanza a extraer
de las cosas pequeñas, de escaso relieve, o incluso de un
ambiente, sensaciones plenas de nostalgia y también de
reciedumbre. Ahí, la literatura costumbrista que suele ser
asociada a las crónicas, parientes en esa similitud de la literatura
del 98 español, se transforma en literatura sin adscripción.
Dejan de ser un documento sociológico (lo que es
buena parte de la literatura noventayochista) y quedan
como exentas creaciones literarias, sin añadidos.
Si en las crónicas la ironía de Quesada se aproxima más
a la caricatura que a la verdadera dimensión crítica del término,
en sus narraciones de ingleses esa ironía alcanza su
genuina función demoledora. Quesada, sociológicamente
hablando, sentía por sus paisanos insulares, y por sus formas
de vida y pensamiento, una especie de aversión compasiva;
por el inglés experimenta una simbiosis de atracción y repulsión.
De una parte, no evita mostrar su admiración por ciertas
actitudes británicas (la mesura en el comportamiento, su
reticencia en el trato con los otros, las maneras pausadas de
conducirse, tan alejadas de la algarabía que exudaba de los
tipos españoles —y que tanto le irritaban); de otra, es patente
su rechazo a la frialdad, al pragmatismo que regía sus
acciones, a su administración usurera del tiempo y su adhesión
sin distingos al dinero, a su logro y a su conservación.
Desde el punto de vista más pragmático —el laboral—
queda clara su repulsa a la explotación a que sometían a los
empleados españoles que trabajaban a sus órdenes, entre los
cuales él se incluía (con excepciones: véase cómo trata a Mr.
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Cross, en “Mister Cross, don Francisco y Jehová”). También
en esta ambivalencia de su estima debía formar parte la consideración
de que los ingleses y su mundo, y lo que él podía
extraer de ambos, constituían la parte más original de su
propia literatura: le eran necesarios.
Los ingleses que trataba Quesada son personas que
muestran desapego por el mundo en el que viven. Para
ellos, la vida en la colonia es una prolongación de su universo
inglés; se comportan como si no residieran y trabajaran
en un país distinto del suyo: reproducen aquí los modos de
vida de su isla de origen; en realidad no parecen haber salido
de ella. Su incomprensión del “otro” es absoluta. Esta
actitud, que estaría justificada en un contexto de dependencia
o debilidad (como ocurre hoy con los emigrantes a Europa
del Tercer Mundo, estableciendo un círculo de necesaria
y solidaria defensa frente al más fuerte), no lo está en
absoluto cuando se es precisamente ese más fuerte. Los relatos
de Quesada no son ajenos a la intención crítica que poseen
las obras de escritores ingleses como Evelyn Waug o
Roland Firbans, cuyos personajes, según Frederik Karl “no
existen más que para sí mismos”. Juicio crítico que coincide
con una observación personal del filósofo George Santayana
hecha durante su estancia en Londres en los primeros
años del siglo XX: ocurre durante una función de teatro y
anota que “los actores se interesan en sí mismos (…) y lo
mismo ocurre al público”. Quesada, pues, captó perfectamente
lo esencial de esa sociedad que el mismo Santayana
describe, no sin ironía, como “cortésmente comercial”,
subrayando que el carácter inglés no es distinto en la colonia
a como lo es en la metrópoli.
Quesada, de todas maneras, distingue entre varios tipos
de inglés; uno el ya descrito, el que permanece impermeable
al paisaje y al paisanaje local; y otro, al que se ha dejado
infiltrar por ambos y olvidado, aunque sea parcialmente, sus
conductas originarias. Ejemplo de este último es el entrañable
Mr. Duncan, simpático e ingenioso borrachín y profesor
de francés, o Mr. Parker, que invita a Quesada a leer sus
cuentos a otros ingleses de la colonia en el hall del hotel
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Metropole. Prototipo del inglés antipático, frío, displicente,
deshumanizado es Mr. Talbot, quien mata, metafóricamente,
a su segunda esposa con su indiferencia y frialdad.
Otra característica de la narrativa de Quesada es el erotismo,
motor de buena parte de la misma. Un erotismo que
se traduce de manera diversa, según quien lo recree: cuando
es el autor quien toma la palabra, ese erotismo adquiere
una existencia gozosa, festiva, complaciente. Es indudable el
disfrute que experimenta Quesada acercándose como el
objetivo de un fotógrafo o de una cámara cinematográfica,
a los pechos de Mabel o de María la Andaluza (y al acoso a
que esta somete al soso Mr. Edgard) o a las piernas de miss
Cohen en “La pierna de palo”. Sutil, pero suficiente, y desde
luego nada condenatoria, es la alusión al affaire homosexual
que existe entre esta señorita Cohen y Mrs. Harvey. Por el
contrario, cuando Quesada arma una escena erótica desde
el punto de vista del inglés que la protagoniza (Mr. Perkins,
por ejemplo, en su visita mensual al burdel) la misma reviste
la asepsia de una intervención quirúrgica: Perkins no solo
quiere hacer el amor con la elegida del mes (digámoslo así,
aunque el autor llama a esa operación “higienizar su sensualidad”,
expresión que por cierto no está lejos de las “relaciones
sanitarias” que establece con las prostitutas H.H., el
narrador y protagonista de Lolita, de V. Nabokov). También
dirige los lavatorios pre y post coito para asegurarse de que
todo se hace “correctamente” y que del acto no quedan consecuencias
indeseables.
En otras ocasiones lo erótico va unido a la muerte; su tratamiento
se hace sin morbosidad, entremezclando ambos
componentes en una narración oblicua: en Las inquietudes del
Hall, el tímido erotismo que conlleva la relación que se establece
entre los tuberculosos Jorge y Olivia viene sugerido por
el impulso carnal que despierta en ellos la contemplación,
desde las respectivas ventanas des sus cuartos de enfermo en
el Hotel Metropole, del fogoso baño en la playa de una cliente
sueca; baño que describe Quesada como si al tiempo que
relata la lucha sexual de la mujer con el agua estuviera él
mismo gozando del cuerpo de la sueca entre las olas.
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Quesada utiliza en ocasiones recursos que parecen propios
de la literatura surrealista: cuando dota a los objetos
inanimados —un reloj, el Hall del hotel, la corporización
del esplín, etc.— pensamiento, de vida activa, como si ellos
participaran de la peripecia que siguen los personajes del
relato. Su manera de realizar este trasvase, el mundo imaginativo
y verbal que se plasma en él, y que tanto debe a la
manera insólita que tiene Gómez de la Serna de juntar tantas
cosas antitéticas en un mismo plano, constituye uno de
los atractivos de la prosa de Quesada. Es probable que
tenga aquí también alguna intervención la posible influencia
que la narrativa de Oscar Wilde pudo ejercer en Quesada.
Este, como hace aquel, interrumpe a veces el flujo
del relato para divagar de forma ingeniosa y mordaz sobre
aspectos marginales del mismo: juegos de palabras y de
conceptos que aunque poco tengan que ver con su desarrollo
contribuyen a su riqueza ideológica y lingüística. Sus
asociaciones paródicas y paradójicas provocan perplejidad
y risa, un humor tranquilo, siempre presente en estos
cuentos.
Ese humor de Quesada, aunque a veces se deje llevar y
sobreactúe —es inevitable, por su ascendencia literaria
española, y lo que esta comporta de asirse a la broma espesa,
a la burla cruel— parece en muchos rasgos muy inglés:
la sutileza con que plantea las situaciones (esa impagable
agonía de Mr. Carlson), o la gracia con que retrata a la
novelista Mrs. Harris denotan que ha bebido en las fuentes
de Thackeray o de Dickens (o incluso Bernard Shaw y del
mismo Wilde). Cuando Mr. Wilson, otro de los británicos
asistentes a la lectura del libro de Quesada, le hace a este
la observación de que es “un humorista inglés”, Quesada
responde: “Cierto. Lo soy. Es muy fácil serlo (…) me gusta.
El tono inglés es bueno, y en España más.”
Y al final de ese diálogo, Quesada explica gráficamente
su filiación cuando relata a la concurrencia el uso que ha
hecho del regalo que Mr. Duncan le trajera de Tierra Santa:
un vaso de papel. En ese vaso —dice Quesada— él ha bebido
todo el humorismo inglés”.
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